Capítulo 8

El hombre está muerto —pensó Paul. Inspiró profunda y temblorosamente, pero la sensación de vacío que se albergaba en su interior no le abandonó—. ¿Por qué no siento nada más que eso?

Por una vez le habría gustado contar con una respuesta del invencible elemento sumido en las profundidades de su espíritu. Pero, junto con el muñón del brazo derecho y la decisión tomada en el gabinete del psiquiatra, aquella parte de sí mismo parecía haberse hundido en el resto de su consciencia. Sin embargo, podía casi imaginar que escuchaba el fantasma de un murmullo replicando a su pensamiento. Le decía: También la muerte es un factor.

Su mano seguía sin soltar el bastón. Paul entreabrió los dedos y sobre la alfombra cayó un menudo objeto. Se agachó y lo recogió. Era el sello que le diera el hombre muerto, aplastado y roto por la presión de la mano en el bastón. Se lo metió en el bolsillo. A toda prisa, dio media vuelta y salió de la habitación.

Cerró la puerta a sus espaldas. Estaba a medio camino de los tubos elevadores que Tyne y Blunt habían tomado cuando su mente volvió a funcionar en la dirección adecuada.

Se detuvo en seco.

¿Por qué corría?, se preguntó. Se había limitado a actuar en legítima defensa al ser atacado por un loco armado con un revólver. Paul volvió al 2309 y usó el teléfono del apartamento para llamar al despacho de seguridad del hotel.

Le respondieron sin que se encendiera la pantalla. Desde un fondo gris mate le contestó una voz.

—¿Quién llama, por favor?

—Habitación 2309. Pero no soy cliente del hotel. Me gustaría informar...

—Perdone un minuto, por favor.

Hubo un momento de silencio. La pantalla siguió sin iluminarse. Luego, súbitamente, lo hizo y Paul se encontró frente a frente con los rasgos marcados e inexpresivos de James Butler.

—Señor Formain —dijo Butler—, fui informado hace veintiocho minutos de que había entrado en el hotel por la puerta de la plaza.

—Traía algo...

—No nos pareció así —contestó Butler—. Como rutina, las cámaras de control del vestíbulo están reguladas para que sigan a las personas que no son clientes y cuya visita no nos ha sido anticipada. ¿Está con usted en este momento el inquilino de la habitación 2309, señor Formain?

—Sí —replicó Paul—. Pero me temo que ha sufrido un accidente.

—¿Un accidente? —La voz y la expresión de Butler no se alteraron.

—El hombre me amenazó con un revólver. —Paul dudó un instante—. Está muerto.

—¿Muerto? —preguntó Butler. Durante un segundo no hizo más que mirar a Paul—. Debe confundirse en lo relativo al revólver, señor Formain. Tenemos un informe completo y una verificación del mismo sobre el huésped del 2309. No tenía arma alguna.

—Antes no. Me dijo que ésa la había robado.

—No tengo intención de discutir con usted, señor Formain. Pero debo informarle que, conforme con los reglamento de la policía, esta conversación tiene que ser grabada ineludiblemente.

—¡Grabada! —Paul miró la pantalla.

—Sí, señor Formain. Mire, sabemos que al ocupante del 2309 le resultaría totalmente imposible robar cualquier arma. Estaba bajo constante vigilancia de nuestro personal.

—Pues, bien, su personal ha metido la pata.

—Me temo que sea imposible. Sólo existe un modo de que un revólver pudiera encontrarse en la habitación en la que está usted ahora mismo. Que lo haya llevado usted.

—¡Espere un momento! —Paul se inclinó hacia la pantalla—. El señor Kirk Tyne, el Ingeniero en Jefe del Complejo Mundial, estaba aquí justo antes de mi llegada.

—El señor Tyne —le respondió Butler— salió del vestíbulo de la torre norte a las 14:09 por el tubo de ascensores y llegó a la sala en la que se celebra el torneo de ajedrez en el nivel sesenta a las 14:30. Nuestras cámaras del vestíbulo nos dicen que no entró nadie más que usted en la habitación 2309 en las seis últimas horas. Consecuentemente...

Un movimiento de los ojos de Butler hacia un lado le indicó a Paul repentinamente la cercanía de la trampa en la que estaba a punto de caer. El agente de seguridad del hotel no era un total hipnotizador. La completa monotonía de su voz, su cara sin expresión y su modo de tratar todas las cosas sin concederlas más importancia que a una llave perdida o a una maleta mal entregada habría resultado mortal para cualquiera que no poseyera la inmunidad propia de Paul.

Sin siquiera molestarse en cortar la comunicación del teléfono, Paul se movió, dejando que sus reflejos le llevasen. Se encontraba ante la puerta, la franqueó y llegó al vestíbulo antes de que Butler dejase de hablar. El pasillo estaba vacío.

Moviéndose a toda velocidad, Paul se alejó de los ascensores y corrió por el pasillo hacia una pesada puerta. La empujó y cruzó un descansillo de cemento. Llegó a otro descansillo, más pequeño, con escaleras que subían por un lado y bajaban por el otro. Una puerta se cerraba en la pared.

Paul bajó los peldaños corriendo. Estaba tranquilo, pero la escalera estaba tan silenciosa como si hubiera sido sellada para la eternidad. Bajó cuatro pisos sin que percibiese la sombra del peligro. Cuando llegó al descansillo del quinto nivel a partir del que había salido, vio otra puerta cerrada que le impedía el paso.

Se dirigió a la salida que conducía al pasillo del nivel, la cruzó y se encontró sobre una gruesa moqueta.

—¿Señor Formain? —le preguntó al oído una voz cortés—. Si hace el favor de seguirme...

Un agente de seguridad. Por la voz, un joven situado detrás de la puerta, junto a las bisagras, con la espalda apoyada en la pared, esperando a que Paul saliera. Cuando Paul cruzó el umbral, el agente dio un paso hacia adelante para apresarle. Paul sintió que la mano izquierda del hombre intentaba triturarle los músculos por encima del codo, y vio que su mano derecha se adelantaba para agarrarle por el pulgar y retorcérselo hacia atrás con esa discreta técnica empleada desde siempre por los agentes de policía y conocida como «sígame».

Las manos del hombre de seguridad fallaron en su intento, pero no por su culpa, sino por dos razones que no podía esperar. La primera fue que su mano izquierda no afianzó la presa completamente, pues el pulgar y el corazón no encontraron los puntos nerviosos que buscaban, ocultos bajo los músculos hiperdesarrollados del brazo de Paul. La segunda, que Paul no consideraba sus reacciones en términos conscientes y que, en caso de apremio, se abandonaba a aquella invulnerable parte suya que antes había declarado que su brazo superdesarrollado era de su propiedad. Cuando el de seguridad intentó hacerle prisionero, e incluso consiguió ponerle las manos encima, Paul ya estaba en movimiento.

Al sentir el contacto del otro, en una fracción de, segundo, se apartó, se balanceó, se movió unos centímetros a la derecha y dirigió el codo hacia atrás con toda la sobrenatural fuerza de su brazo.

Fue un movimiento ejecutado con una suavidad sin dudas y una precisión que le habría parecido terrible a un combatiente entrenado. El golpe era mortal. El codo se proyectó con una eficacia increíble hacia una zona desprotegida, justo bajo el esternón del hombre, con la intención de alcanzarle en el corazón. La única razón por la que no lo hizo, y no le mató, fue que en la última fracción de segundo Paul comprendió lo que pasaría y se detuvo para frenar ligeramente el golpe.

El impacto levantó al hombre del suelo y le arrojó contra la pared, hasta que cayó y se quedó tendido con los ojos entornados bajo los caídos párpados y las piernas ligeramente arqueadas y agitadas por espasmos. Estaba seriamente dañado.

Como Paul.

Era como si el golpe que había propinado se hubiese vuelto contra él con casi la totalidad de la fuerza original. Una oleada de emoción le estremeció, y titubeó a lo largo del pasillo, aturdido, con náuseas, medio ciego e inclinado hacia adelante. Sin dejar de moverse, sin embargo, recuperó el control. De alguna manera, buscó y encontró el control necesario y, cuando lo hizo, fue como si hubiese pulsado un botón. Se recuperó tan rápidamente que pareció que nunca hubiera sentido nada.

Se encontró al otro lado del pasillo, cerca de los ventanales cubiertos con cortinas. Los elevadores estaban muy cerca y no había otro lugar al que ir. Recordó que, en caso de problemas, debía encontrarse con Kantele en el nivel sesenta, de modo que tomó un disco flotador del tubo ascendente.

El disco le llevó consigo. Por encima de su cabeza, la parte inferior del disco precedente le encerraba en una pequeña jaula cuyo fondo era su propio disco. De momento, estaba seguro. Mirando a través de la transparente pared del tubo observó los niveles que desfilaban ante él, pero no vio más que ocasionales siluetas en los pasillos, cerca de los tubos, ninguna de las cuales pareció prestarle especial atención.

Si los hombres de seguridad del hotel le esperaban en alguna parte, pensó, sería en el jardín del techo del hotel, donde se encontraba un pequeño aeropuerto. Pero aquello era treinta pisos por encima del nivel al que se dirigía.

Llegó casi inmediatamente a un salón lleno de gente que iba y venía, reunida en pequeños grupos, conversando. Se abrió paso entre la multitud y penetró en la primera sala que encontró. En su interior había mesas, a cuyo alrededor se encontraban los jugadores de ajedrez y algunos espectadores apiñados alrededor de ciertas partidas. Kantele no estaba a la vista. Dio media vuelta y salió de la sala.

En la tercera habitación, descubrió a Kantele. Estaba con otras personas, observando una partida individual desde la entrada, no muy lejos de las ventanas francesas que señalaban la existencia de un balcón en una terraza más allá de la habitación. La joven estaba detrás de la silla de un hombre en quien, con una súbita aceleración del pulso, Paul reconoció a Blunt. Blunt estaba sentado, reclinado hacia adelante, absorto en el estudio del juego, y Kantele tenía una mano apoyada en su ancho hombro.

A Paul se le pasó por la cabeza que había tenido la suerte de encontrarse con Blunt antes de lo que había previsto. Se puso en marcha hacia la mesa que ocupaban Blunt y Kantele, pero se detuvo de pronto.

No llevaba el bastón.

Paul se quedó inmóvil y, durante un segundo, el zumbido y el movimiento de la habitación se desvanecieron casi de su consciencia. Su mano estaba vacía. Pero no podía recordar si había dejado caer el bastón o si lo había dejado en alguna parte. Sólo se le ocurría que lo debía haber perdido tras la reacción provocada por el codazo que propinó al encargado de seguridad. Bien, si tal era el caso, Blunt tendría que dar algunas explicaciones a la policía. Quizá, como en el caso de la visita de Tyne a la habitación 2309, la seguridad del hotel se encargase, al encontrar el bastón, de recuperarlo por él cortésmente.

Paul no tenía intención, a ningún precio, de encontrarse entonces con el jefe de la Hermandad del Chantre. Intentó apartarse discretamente.

Pero ya era tarde. Kantele le descubrió al levantar los ojos. Con el rostro sobrenaturalmente sin expresión, sacudió la cabeza e hizo un movimiento con la barbilla para señalar las ventanas. Paul titubeó un momento, hasta que dio media vuelta y obedeció.

Pasó junto a las mesas y cruzó una de las ventanas, cerrándola tras él. Se encontró, como había previsto, en una ancha terraza, con una barandilla de piedra ornamental que llegaba a la altura del pecho. Más allá del barandal podía ver la parte superior de los edificios más bajos que le rodeaban y, todavía más lejos, los más remotos niveles del complejo de Chicago. El cielo casi no tenía nubes y los cálidos rayos del sol acariciaban el pavimento de la terraza a través de las mesas redondas y traslúcidas de un sólo pie que la adornaban. Avanzó hasta la balaustrada y miró por encima.

Bajo él, el costado norte de la torre del Koh-i-Nor se hundía verticalmente en una trama ininterrumpida y llena de ventanas y tejas de mármol hacia el nivel superior de la vía de circulación, sesenta pisos más abajo. Directamente debajo, y del tamaño de un sello de correos, estaba el cruce principal, frente a la torre, y, a unos doscientos metros, un edificio de oficinas con un solitario vehículo aéreo sobre el techo cuya pulida superficie reflejaba el claro azul del cielo.

Volvió la espalda a la balaustrada. Sobre la mesa blanca que había a su lado se encontraba una revista de brillantes colores abandonada por alguno de los visitantes matinales.

La brisa que soplaba por la terraza la agitaba e intentaba volver las páginas. Echó un vistazo a las coloreadas letras de la portada. La pregunta le saltó ante los ojos:

¿ERA ADECUADO EL MÉTODO DE GANDHI? Por debajo, en caracteres ligeramente más pequeños: LOS PSICÓPATAS DE LAS CIUDADES SUPERPOBLADAS

La autora del artículo, observó con interés, era la doctora Elizabeth Williams, psiquiatra, a cuya consulta había acudido una semana antes.

Echó mano a la revista para leer el artículo.

—Formain —dijo una voz. Alzó la mano y dio media vuelta.

Frente a él, a unos cinco metros, con la mano apoyada en la cristalera entreabierta que sin duda acababa de cruzar, estaba Butler. El hombrecillo de la seguridad del hotel tenía la mano en el bolsillo derecho de la chaqueta. Su rostro era tan cortés como siempre.

—Lo mejor será que venga conmigo tranquilamente, Formain —dijo.

Paul dejó caer la revista. Los dedos de su única mano se tensaron. Dio un paso ligero hacia Butler.

—¡Alto! —le intimidó Butler. Sacó la mano del bolsillo, mostrando una pistola. Paul se inmovilizó.

—No sea tonto —dijo Paul.

Butler le miró con el rostro marcado por un rastro de emoción que Paul ya había visto antes.

—Creo que es mi oficio —replicó Butler—. No sea usted tonto, Formain. Venga conmigo tranquilamente.

Paul le miró a través de la corta distancia que les separaba. Su primer impulso, como ya le pasase con el agente del vestíbulo, era el de pasar a la acción. Lo dominó. Una parte de él esperaba ver lo que podía hacer la otra. Miró a Butler, intentando restringir su campo de visión mental. Intentando ver en el hombre algo individual, único, limitado por las fuerzas que le unían a su entorno, por los auténticos elementos que le hacían peligroso.

Todo el mundo podía ser entendido, se dijo Paul. Todo el mundo.

Durante un segundo, la imagen de Butler pareció nadar en la retina de Paul bajo la presión del esfuerzo, como una silueta vista a través del fondo de un vaso lleno. Luego, la imagen se aclaró.

—No tengo intención de hacerlo —dijo Paul. Se sentó en el borde de la mesa—. No iré con usted.

—Sí —replicó Butler. Alzó la pistola firmemente.

—No —contestó Paul—. Si me lleva, le diré a la policía que usted le procuraba la droga al hombre del 2309. Diré que usted también es drogadicto.

Butler sonrió con cierta desgana.

—Venga conmigo, Formain —continuó.

—No —respondió Paul—. Para que me lleve, tendrá que abatirme. Si me mata, tendrá que hacer frente a una encuesta... y no lo desea. Si hace algo menos que matarme, diré exactamente lo que le acabo de decir a usted.

En la terraza hubo un momento de silencio. Los dos hombres podían escuchar cómo la brisa agitaba las hojas de la revista.

—No soy un drogadicto —dijo al fin Butler.

—No —contestó Paul—. Pero usted está dominado por algún tipo de fanatismo, por alguna fe ciega particular que le da fuerza para resistir. No le da miedo ser descubierto salvo por el hecho de que cualquier investigación al respecto podría cortar la fuente de esa fuerza. Si lo mencionó, la policía lo estudiará. Hará mejor en dejarme ir.

Butler le miró. La expresión del hombre de seguridad era tan indescifrable como siempre, pero la pistola saltó durante unos segundos por los temblores que le cruzaban la mano. Se volvió a meter la mano en el bolsillo.

—¿Quién se lo ha dicho? —preguntó.

—Usted mismo —le respondió Paul—. Siendo usted como es, el resto es evidente.

Butler le miró durante un segundo más, hasta que se volvió hacia la ventana.

—Algún día le haré confesar quién se lo ha dicho —dijo, entrando en la sala del torneo de ajedrez.

La. cristalera acababa apenas de cerrarse cuando otra vez se abrió. Por ella apareció Kantele, que la cerró rápidamente a sus espaldas.

Se acercó con presteza a Paul, con el rostro pálido y los labios apretados. Llevaba un traje blanco y una chaqueta de cuero colgando del hombro.

—¿Cómo ha...? No me lo diga —se replicó, deteniéndose junto a Paul—. No es el momento. Hay una docena de hombres del hotel mirando en las habitaciones. Aquí...

Dejó la chaqueta en una mesa y la apretó en varios lugares. La prenda se abrió automáticamente, descubriendo un paracaídas: era semejante a un diminuto helicóptero personal, de emergencia, utilizado tanto por los pilotos como por los bomberos. Soltó las correas, las adaptó a los hombros de Paul y le ayudó a sujetarlas.

—Mientras no le vea la policía de tráfico aéreo, todo irá bien —le dijo, apretando las correas—. Diríjase al techo del edificio que hay enfrente.

El ruido que produjo una de las ventanas al abrirse les hizo volverse a los dos. La joven golpeó en una de las mesas y dos hombres saltaron sobre la terraza, desenfundando sus armas.

Paul no dudó. Con un movimiento del potente brazo, agarró la mesa y la arrojó, como si fuera de corcho, contra los dos hombres que cargaban contra ellos.

Se apartaron, pero no lo suficientemente deprisa. Cayeron. Paul, tomando a Kantele, saltó al borde de la balaustrada y se tiró a sesenta pisos de vacío.