Capítulo 20

El cuerpo yace a cinco veces veinte brazas. De sus huesos, el océano hace pecios...

A treinta millas exactamente al este de La Joya, California —que se encuentra a algunas millas de la línea costera procedente de San Diego—, sobre una llanura submarina arenosa situada a seiscientos pies bajo la superficie del océano Pacífico, perpetuamente azul, la identidad sin cuerpo de Paul planeaba por encima del esqueleto de un hombre atado a una cadena de eslabones de media pulgada de grosor. Paul no se encontraba en el lugar al que le destinaron originalmente, pues había dado un rodeo para llegar hasta allí y poder establecer un punto puramente emocional en su mente. Flotando por encima del esqueleto rodeado por la cadena, sintió con alivio que el cuerpo al que perteneció murió por causas naturales. No es que dudase del hecho de que Blunt hubiese deseado matarle para conseguir los anhelados resultados. Simplemente, quería que la hoja del gran libro sobre el que Blunt y él mismo totalizaban el uno contra el otro estuviera tan limpia como resultase posible.

Dejó los huesos blanquecinos en la paz de su oscuridad eterna y siguió su camino.

Su camino —el camino que el bastón de Blunt en Nueva Tierra le había mostrado— le condujo a un despertar en el interior de algo parecido a un ataúd. Yacía de espaldas, con las piernas extendidas, los brazos pegados al cuerpo, estrechamente encerrado en un contenedor metálico. Tenía los ojos abiertos, pero no veía nada más que la oscuridad. Sin embargo, su percepción comprendía que se encontraba en una especie de cueva de refrigeración: algo semejante a los cajones en los que se conservan en el depósito de cadáveres los cuerpos no reclamados. El cuerpo que habitaba en aquellos momentos era idéntico al que se había acostumbrado, dejando aparte el hecho de que poseía dos buenos brazos. Sin embargo, parecía completamente paralizado.

Estaba paralizado —se dio cuenta de ello con un sentimiento macabro— y congelado. El contenedor en el que yacía estaba rodeado de espiras refrigeradoras, y la temperatura de su cuerpo era ligeramente superior a los —20° Farenheit. Antes de devolver al cuerpo la vida, habría que descongelarlo.

Paul examinó el modelo que le rodeaba. Habría sido sorprendente que Blunt, que había realizado tantos arreglos en lo relativo a Paul, no hubiera hecho nada en aquella situación. Estaba casi seguro de que el contenedor descansaba sobre raíles inclinados, y que permanecía en la unidad de refrigeración mediante un sistema de anclaje. Paul ejecutó las ligeras alteraciones necesarias y el sistema de anclaje se abrió. Se deslizó en la luz de una sala sin ventanas pero brillantemente iluminada.

Mientras emergía en la sala, la temperatura se elevó rápidamente, y no tardó en llegar a los 76° Farenheit. Alcanzó un ángulo que le acercó los pies al suelo y, levantando la cabeza, Paul vio que se encontraba en una salita de paredes blancas, totalmente desprovista de muebles. En una de las paredes se abría una puerta.

El único objeto con interés era un mensaje claramente redactado, en letras grandes, y adosado al muro que había frente a Paul. Lo leyó:

Paul: en cuanto puedas, ven al Kho-i-Nor, habitación 1243. Walt Blunt

El contenedor se puso en acción. Emanaba de él un suave y profundo calor que penetraba hasta el corazón y los huesos y los helados tejidos de Paul. ¿Cuánto tiempo tardaría? Media hora, quizá más, en conseguir una temperatura vital para que pudiera recuperar el control de su cuerpo en el sentido ordinario del término. Naturalmente, estaba casi seguro de que Blunt había previsto que Paul ayudaría y aceleraría el proceso. Pero en ningún caso era un plan sutil, y aquello demostraba una actitud hacia los demás y el universo muy lejana de la modestia. Por primera vez, Paul comprendió totalmente la repetida acusación de arrogancia formulada por Jase. Desde hacía años, Jase, en la persona de Blunt, se había familiarizado con la arrogancia.

Sí, pensó Paul, había que acelerar las cosas. Pero de un modo que Blunt, con su limitado conocimiento de la totalidad del modelo, no pudiera esperar. Blunt no esperaría que el mensaje de la pared advirtiera a Paul claramente que la Hermandad del Chantre ya había procedido a su desplazamiento. Fuera de la habitación en que se encontraba, el mundo estaría en guerra: una guerra extraña y sobrenatural, diferente de todas las anteriores. Y Blunt, general de las fuerzas atacantes, habría calculado al minuto la entrada de Paul en el campo de batalla para que fuese efectiva al máximo... según su propio punto de vista.

Pero Paul iba a aparecer prematuramente.

Franqueó el modelo y se dirigió hacia el invencible conocimiento que se había vuelto una parte de él, con su propia capacidad individual. Cortó ciertas líneas de relaciones fortuitas y estableció otras nuevas. El modelo se alteró en la zona de identidad inmediata del cuerpo. Y el propio cuerpo empezó a flotar por encima del contenedor.

Flotó hacia la puerta. Esta se abrió. Pasando en vuelo rasante por los peldaños, subió a lo largo de una escalera, franqueó otra puerta y llegó a un vestíbulo. Más allá se encontraba la tercera puerta, una transparente que se abría al nivel del tráfico, en una calle que Paul reconoció y que se hallaba a menos de media docena de manzanas del Kho-i-Nor. Al otro lado de la puerta era de noche y, por alguna razón, el Complejo parecía más oscuro de lo que debería.

El cuerpo de Paul flotó hasta la última puerta. La abrió y se encontró en una cálida noche de julio. El control meteorológico interno del Complejo parecía tener problemas de funcionamiento, pues la temperatura exterior alcanzaba los 100° Farenheit por lo menos y la tasa de humedad debía rondar el 100%. El inmóvil aire del Complejo parecía muy pesado entre las poco habituales sombras de los edificios, y su húmedo calor envolvía el helado cuerpo de Paul.

No se veía ningún vehículo en movimiento, y las calles parecían desiertas. Paul flotó al ras del corredor de cemento en la dirección que, por lo que sabía, le llevaría al Kho-i-Nor.

Las calles estaban tan vacías como si la población del Complejo se hubiera encerrado tras barricadas para protegerse de una riada o alguna pasajera locura. Mientras cruzaba la primera manzana, el único ruido que Paul escuchó fue el zumbido, parecido al de un insecto, de una farola defectuosa. Miró a la luz pulsante e incierta, y comprendió en parte la razón por la que funcionaba mal. El mástil era un gigantesco bastón de caramelo rayado de rojo y blanco.

Paul siguió flotando. En la siguiente encrucijada, pasó ante una puerta cerrada. Por la fisura situada bajo ella se derramaba un líquido cuyo color y viscosidad eran iguales a los de la sangre. Una manzana más adelante, Paul entró en otra calle y vio a la primera persona viva.

Era un hombre con la camisa medio desgarrada, sentado en un banco y que no paraba de dar vueltas a un cuchillo de cocina que llevaba en las manos. Alzó la vista cuando Paul se acercó a él.

—¿Es usted psiquiatra? —preguntó—. Necesito... —Su mirada fue consciente de la distancia que separaba el suelo de los pies de Paul—. ¡Oh! —exclamó. Bajó la vista a sus manos y volvió a jugar con el cuchillo.

Paul se detuvo. Y descubrió que su cuerpo no podía hablar. Siguió avanzando y, al hacerlo, tocó el modelo una vez más. Era posible —sospechaba que Blunt podría haberlo previsto— acelerar las cosas. Las células vivas no pueden ser descongeladas tan fácilmente como la carne muerta, pero el calor suministrado de modo uniforme por el medio ambiente era incluso más eficaz que el mecanismo calefactor del contenedor en que se había encontrado. Poco a poco, pero, no obstante, más deprisa de lo que hubiera esperado, un calor viviente invadió el cuerpo de Paul mientras seguía dirigiéndose al Kho-i-Nor.

Se cruzó con otras cosas de la noche que nada tenían que ver con la realidad. Un monumento en el centro de una plaza se fundió lentamente mientras pasó, como cera en un horno. La cabeza de piedra de un león, en la esquina de un pesado balcón que rodeaba un enorme edificio, agachó la cabeza y rugió hacia él al pasar. En medio de una calle cruzó un círculo de oscuridad: un agujero de nada que revelaba no el nivel inferior, sino una distorsión espacial que el ojo humano era incapaz de enfocar correctamente. No se oía ningún ruido de vehículos —el Sistema de Transportes del Complejo debía estar desactivado o sin fuerza energética, lo mismo que la meteorología interna—, pero, ocasionalmente, Paul vio a otras personas, aisladas, a pie, y a cierta distancia. Algunas de ellas no sólo no se detuvieron para hablar con él, sino que llegaron a apartarse rápidamente.

La vida volvía a poseer con urgencia el cuerpo de Paul. Empezó por el corazón. En el momento en que llegó a la multitud, su temperatura era de, por lo menos, 90° Farenheit, y su pulso y respiración casi normales. Habría podido echar a andar, pero esperó a llegar a la entrada de la torre norte del hotel para poner los pies en el suelo.

Penetró en un vacío vestíbulo, iluminado simplemente por una lámpara de emergencia. Un rostro blanco le miró desde detrás de la barra de recepción. Era el empleado de elegante escritura. Paul no le concedió atención y se dirigió a los ascensores.

Estos, que consistían en un sistema equilibrado que funcionaba con ayuda de energía almacenada, no habían sido afectados por la disminución de los servicios. Silenciosa, suave, eficazmente, como si la raza humana hubiese muerto y sólo quedase un servicio mecánico, los discos flotaban uno tras otro a intervalos regulares, subiendo y bajando por los tubos transparentes. Paul se colocó sobre un disco ascendente.

Se elevó con suavidad; sobrepasó una sucesión de salones vacíos, débilmente iluminados por las rojas lámparas de seguridad colocadas encima de la puerta que daba a la escalera que conectaba cada nivel con los demás. No vio más que a una sola persona, en el noveno nivel. Era una mujer: joven, casi adolescente. Al verle a través de la transparente pared del elevador, la chica dio media vuelta a toda prisa y se metió por un pasillo.

Paul siguió subiendo.

El duodécimo nivel del hotel, por contraste con el resto del mundo que Paul había visto aquella noche, estaba iluminado normalmente. La luz era casi cegadora con relación a la envolvente oscuridad del resto. Pero, no obstante, no había nadie. Más que eso, Paul percibió que las puertas cerradas ante las que pasaba daban una excesiva impresión de oscuridad y vacío, como si el apartamento 1243, hacia el que se dirigía, fuera el único espacio de aquel nivel iluminado que contuviese vida.

Cuando llegó al último recodo del pasillo y se acercó al apartamento 1243, vio que la puerta se hallaba entreabierta. Estaba metida en el muro unas tres cuartas panes y se oía una voz que claramente atravesaba la abertura.

La voz era de Kirk Tyne.

—Lo que no consigo comprender, Walt es cómo, un hombre de tu inteligencia puede pensar que el presente es factible de ser transformado en presente sin volver atrás y sin alterar los factores que predisponen el pasado. Y has dejado que esta locura se apodere del mundo.

Paul se detuvo junto a la entrada. Había oído a Tyne emplear el mismo argumento anteriormente, cuando Paul estuvo empleado en el estado mayor personal del Ingeniero Mundial. Paul tenía mucho interés en saber cuál sería la respuesta de Blunt.

—Tienes derecho a tu estupidez por un plato de circuitos —respondió la voz de Blunt—. No lo pienses, Kirk. Repites como un loro lo que te susurra el Supe. Si el pasado no puede ser modificado, el presente sí puede serlo. Por amor al futuro.

—¿Puedes emplear un poco de lógica? —preguntó Tyne—. Te he dicho que el presente no puede ser alterado sin cambiar el pasado. Incluso el Supe, con toda la sabiduría que almacena, no sería capaz de calcular las posibilidades finales de la sencilla trama vital de un insecto alterada en el pasado. Y es el camino más fácil. Lo que intentas hacer aquí y ahora es mucho más difícil.

—Kirk —dijo la voz de Blunt—, eres un imbécil. Los factores previos que conducen a este momento fueron establecidos y dispuestos hace siglos. Y, lo único necesario, es saber reconocerlos y utilizarlos.

—¡Te digo que eso es falso!

—Porque tu Supe... —empezó Blunt con una dura ironía que hacía cortante su voz firme. Paul se puso en marcha. Avanzó, cruzó la puerta y entró en el salón de lo que probablemente era una de las habitaciones más lujosas que el Kho-i-Nor podía ofrecer a sus huéspedes.

Alrededor de la enorme sala, varias personas se repartían como en un cuadro viviente. A la izquierda, no lejos de Paul, estaba Kantele; junto a ella, medio mirando al fondo de la habitación, Blunt. Llevaba un extraño y alto sombrero y una capa pesada y negra de forro púrpura que llegaba hasta el suelo desde sus hombros. Más allá de Blunt se encontraba Burton McLeod, quien, del grupo de siete, parecía ser el menos interesado, y Jase, que también llevaba capa y sombrero. Con la espalda apoyada en unos azules visillos se hallaba Eaton White, una pequeña silueta incolora. A la izquierda de White, al otro lado de la habitación, se veía al agente de seguridad del hotel Kho-i-Nor, James Butler. También él tenía un raro aspecto. Llevaba el pantalón y la camisa negra de una de las sociedades caminantes más conocidas, que sólo dejaban al descubierto las manos y la cara; y, en una de las manos, blanca, destacada, se perfilaba una delgada y mortal pistola de policía cuyo cañón había sido desmontado. En su lugar aparecía una crucecita de metal azulado.

Butler y McLeod estaban uno frente al otro, separados por una decena de metros. La pistola del policía apuntaba negligentemente al pecho de McLeod, pero los dos hombres aparentaban tranquilidad, como si su consciencia les indicara que permanecían solos en la habitación.

El que estaba más cerca de Paul, a la derecha, era Tyne. Se encontraba frente a Blunt y fue, junto con el inmóvil Eaton White, el primero en ver entrar a Paul. El súbito gesto de sus ojos hizo que Blunt se callase en el acto. Los otros se volvieron, incluso Butler y McLeod. Kantele, por su parte, jadeó. Todos, a excepción de Blunt, dieron la impresión de ser testigos de una violación fundamental de las leyes naturales según las cuales habían vivido toda su vida.

Pero Blunt se apoyó sobre el pomo de plata de un bastón nuevo y sonrió. Sonrió como quizá lo hiciera el corredor ateniense Calimaco aquel día de finales de septiembre, dos mil quinientos cuarenta años antes, al ver en un hueco entre las nubes el polvo levantado por la caballería griega que se acercaba a las hordas persas en la llanura de Maratón.

—Llega con un poco de antelación, pero no excesiva —dijo, mirando a Paul—. Kirk todavía no está lo bastante blando. Pero, no importa... entre.

Y Paul, penetrando en la habitación, vio perfecta y claramente el rostro de Blunt por primera vez... su propio rostro.