III


Era fastidioso que siempre le siguieran a uno; tener siempre tipos sucios alrededor de los lugares donde uno vive o trabaja. Encontrar los neumáticos reventados. Ser acosado por desagradables borrachos corpulentos cuando te detenían a tomar un trago. Tener un ruido infernal bajo tu ventana cada noche. Y a pesar de ello no servía de nada llamar a la policía; tus despreciables atormentadores siempre desaparecían de la vista.

Fraser estaba sentado en su habitación, dos semanas después, tratando sin éxito de concentrarse en una matriz algebraica, cuando sonó el teléfono. Cada vez que cogía el teléfono tenía la remota esperanza de que fuera Judy, pero nunca era ella. Esta vez era la voz de un hombre:

—¿Mr. Fraser?

—Sí —respondió, de mal humor—. ¿Qué desea?

—Al habla Robert Kennedy. Me gustaría hablar con usted.

El corazón de Fraser parecía que iba a saltársele del pecho, pero su voz sonó normal.

—Adelante, pues. Hable.

—Desearía que viniera a mi despacho. Será una larga conversación.

—Mmmm, bien —era más de lo que se hubiera permitido esperar, pero fue breve al responder—: De acuerdo. Pero tenga presente que un amplio informe de todo este asunto, y de todo cuanto yo pienso que usted está haciendo está en poder de varias personas. Si algo me sucediera...

—Ha estado leyendo demasiadas tonterías —dijo Kennedy—. No pasará nada. De todas maneras, tengo una idea bastante exacta de quién son esas personas. Puedo alquilar detectives por mi cuenta, ¿sabe?

—Voy para allá, pues —Fraser colgó el receptor y se dio cuenta, de pronto, de que estaba sudando.

El aire de la noche era frío cuando salió a la calle. Se detuvo unos momentos, sintiendo como si la ciudad fuera una pesada máquina impersonal a su alrededor, en movimiento. La civilización humana había crecido demasiado, pensó. Estaba más allá del control de nadie. Había seguido su propia voluntad y estaba alcanzando una carrera que dentro de poco no podría seguir. A veces, leyendo los periódicos, o escuchando la radio, o simplemente observando el tráfico, que parecía un río de acero, uno podía llegar a sentirse horriblemente desvalido.

Tomó el metro para dirigirse a la oficina de Kennedy, un apartamento fanfarrón en la parte inferior de la Quinta. Fue introducido por el propio psiquiatra en persona. No había nadie más.

—Supongo —dijo Kennedy— que no debe tener la disparatada idea de apuntarme con una pistola. No serviría para nada más que para crearle complicaciones.

—No —dijo Fraser—. Seré bueno—. Sus ojos recorrieron el saloncito. Una pared estaba cubierta por libritos que parecían usados. Había algunas reproducciones de calidad, Capehart, y un mobiliario elegante, macizo.

Era un conjunto de gusto. Observó más de cerca tres fotografías que había colocadas sobre la repisa del hogar: una mujer de mediana edad y dos jóvenes vestidos de uniforme.

—Mi esposa —dijo Kennedy— y mis hijos. Todos están muertos. ¿Quiere beber algo?

—No. He venido a hablar.

—No soy Satán, ¿sabe? —dijo Kennedy—. Me gustan los libros y la música, el buen vino, y la buena conversación. Soy tan humano como pueda serlo usted, sólo que yo tengo un propósito.

Fraser se sentó y empezó a cargar su pipa.

—Adelante —dijo—. Estoy escuchándole.

Kennedy cogió una silla y se sentó frente a él. Su rostro no mostraba apenas nada.

—¿Por qué ha estado molestándome? —preguntó.

—¿Yo? —Fraser enarcó las cejas.

Kennedy hizo un gesto de impaciencia.

—No se trata de. un juego de palabras. Esta noche no hay testigos. Pretendo sostener una charla amistosa con usted, pero desearía que usted hiciera lo mismo. Sé que usted ha conseguido convencer a Martínez suficientemente para obtener su ayuda en esta campaña de persecución tan pueril. ¿Qué espera conseguir con ello?

—Quiero que mi novia vuelva conmigo —respondió Fraser, atonalmente—. Tengo la esperanza de que estas molestias sirvan...

Kennedy dio un respingo.

—Ya sabe cómo lamento esta particularidad. Es un aspecto de mi trabajo que odio. Me gustaría que no me creyera un simple alcahuete científico. En realidad, tengo que complacer los más pequeños deseos de mis clientes, puesto que ellos están satisfechos y conformes con mis mayores deseos. Es la simple verdad que esas mujeres han sido únicamente la parte más pequeña de mi trabajo...

—Pero bueno, en realidad, ¿qué hay de horrible en ello? Estas muchachas están enamoradas... cosa normal y corriente. No hay nada de estado de atontamiento, ni nada de lo que su extraordinaria imaginación haya podido suponer. Están enteramente en su sano juicio, ilesas, y felices. En realidad, la felicidad de esa clase es tan rara en este mundo, son tan pocos quienes pueden gozar de ella, que más bien podría ser considerado como su benefactor.

—Usted posee una máquina —dijo Fraser— que cambia la mente. Por lo que a mí concierne, esto significa una terrible violación de libertad como lo sería arrastrar a alguien a un campo de concentración.

—¿Hasta dónde cree usted que llega la libertad que posee cada persona? Cada uno nace con una herencia arraigada. El desarrollo le moldea como arcilla. La sociedad enseña cómo y qué pensar. Un millón de reducidos factores, todos pendientes del secreto e incontrolable azar, determinan el curso de su vida, incluyendo su vida amorosa... Pero, no es necesario perder el tiempo filosofando. Veamos, pregunte lo que desee saber. Admito que le he lastimado, si bien no era esa mi intención, puede estar seguro, pero deseo compensarle.

—Su máquina, pues —dijo Fraser—. ¿Cómo la obtuvo? ¿Cómo trabajaba?

—Estaba ejerciendo en Chicago —dijo Kennedy— y era colaborador y ayudante de Gavotti. ¿Sabe algo sobre cibernética? No me refiero a computadores y autómatas, que son solamente una parte del campo; me refiero al control y comunicación en el animal como en la máquina.

—He leído los libros de Wiener y he estudiado los trabajos de Shannon, también —a pesar de sí mismo, Fraser estaba interesándose—. Es algo excitante. La teoría de las comunicaciones parece ser fundamental, lo mismo en biología que en psicología, así como en electrónica.

—Absolutamente. En el futuro se recordará a Wiener como al Galileo de la neurología. Si el trabajo de Gavotti llega a ser publicado alguna vez, será considerado como Newton. Por ahora, he de serle franco, no pienso hacerlo. Gavotti murió repentinamente, precisamente cuando su máquina estaba completa y estaba a punto de hacer publicar sus resultados. Nadie excepto yo, sabe más que simples rumores al respecto. El prefería obrar en secreto hasta tener un fait accompli en su mano. Sé darme cuenta de cuando se me ofrece una oportunidad y sé aprovecharla. Traje la máquina aquí sin decir nada a nadie.

Kennedy se recostó en la silla.

—Creo que Gavotti y yo llegamos donde llegamos gracias a una magnífica suerte —prosiguió—. Hicimos una buena serie de improbables conjeturas, y de este modo acoplamos un siglo de trabajo en una década. Si fuera creyente, me habría puesto de rodillas, dándole gracias al Señor por haber puesto esta cosa en mis manos.

—O al demonio —dijo Fraser.

En el rostro de Kennedy pasó como una ráfaga, una ligera sombra de cólera.

—Le garantizo que esa máquina posee un terrible poder, pero es inofensiva para un hombre que sepa emplearla adecuadamente, como yo sé usarla. No voy a explicarle cómo funciona; para hacer honor a la verdad, yo sólo conozco una fracción de su teoría y de sus circuitos. Pero, usted sabe algo sobre encefalografía. Los distintos ritmos básicos del cerebro han sido medidos. El método standard es tan sensible que puede señalar anormalidades tales como un tumor en desarrollo o una fuerte perturbación emocional, que darían quebraderos de cabeza de no ser corregida. La mitad de la máquina de Gavotti es un encefalógrafo todavía más delicado. Puede medir y analizar las variaciones al minuto en pulsaciones eléctricas correspondientes a los estados emocionales básicos. No lee los pensamientos, no; pero una vez verificada para un individuo dado, le dirá si es feliz, si está triste, enfadado, disgustado, desgraciado, temeroso..., es decir cualquier condición neuroglandular fundamental, o cualquier combinación de éstas.

Hizo una pausa.

—Bien —dijo Fraser—. ¿Y qué más hace?

No hace monstruos —dijo Kennedy—. Mire, las reacciones emocionales específicas respecto a un estímulo dado es, en el individuo normal, una cuestión de reflejo condicionado la mayoría de las veces, influido por el desarrollo social o por asociaciones accidentales de su vida.

»Cualquiera que goce de buena salud experimentará miedo en presencia del peligro; deseo en presencia de un objeto sexual, etc. Esto es biología básica, y la máquina no puede cambiarlo. Pero la mayoría de nuestras evaluaciones son aprendidas. Por ejemplo, para un americano la palabra «madre» posee connotaciones poderosamente emocionales, mientras que para un nativo de las islas Samoa no significa nada muy excitante. Usted tiene que desarrollar su gusto por el licor, tabaco, café, etc., en realidad para la mayoría de cosas que se consumen. Si está enamorado de una mujer en particular, se produce un enfoque del libido sexual general en ella, provocado por la simbólica parte de su mente; ella significa algo para usted. Existen culturas sin amor romántico, ya lo sabe. Y así otras muchas. Todas esas reacciones específicas, condicionadas pueden ser cambiadas.

—¿Cómo?

Kennedy meditó unos momentos.

—La parte encefalográfica de la máquina mide las pulsaciones exactas en el individuo correspondientes a las distintas reacciones! emocionales. Esto me lleva unas cuatro horas para determinarlas con exacta precisión; entonces hago unos análisis estadísticos de los datos para escoger las variaciones ocasionales. Luego pongo al sujeto en un estado de ligera hipnosis, únicamente con el fin de aumentar la sugestibilidad, y acelerar el proceso. Mientras yo pronuncio las palabras y nombres que a mí me interesan, la máquina realimenta los impulsos correspondientes a las emociones que yo deseo, un rayo concentrado agudamente en el centro concerniente del cerebro.

»Por ejemplo, supongamos que usted fuera un alcohólico y yo quisiera curarle. Le pondría bajo hipnosis y empezaría a murmurarle: «vino, whisky, cerveza, ginebra, etc.»; mientras, la máquina habría realimentado los impulsos correspondientes a sus reacciones de odio, temor y desagrado en su cerebro. Despertaría exactamente igual, sólo que su apetencia por el alcohol habría desaparecido; en realidad, saldría odiando de tal manera esas bebidas que podría entrar a formar parte del Grupo Prohibicionista, aunque en la práctica actual, probablemente sería suficiente procurarle una suave aversión.

—Mmm..., comprendo. Quizás —susurró Fraser—. Y el... sujeto... ¿no recuerda nada de lo que se ha hecho?

—¡Oh, no! Todo aquello se aloja en niveles subconscientes muy recónditos. Comprenda que se abre un nuevo juego de pasos nerviosos condicionados quedando abiertos, mientras que los antiguos se cierran. El cerebro realiza todo esto por sí mismo, a través de su mecanismo simbólico normal. Todo lo que sucede es que el símbolo dado, como el licor, es asociado reflexivamente con el estado emocional dado, en este caso, el de desagrado.

Kennedy se inclinó hacia adelante con cierto aire de urgencia.

—El resultado final difiere poco de los métodos ordinarios de simple persuasión. La publicidad hace lo mismo con su costumbre de repetición. Si usted está cortejando a una muchacha, tratará de identificarse con ella a través de las cosas que ella desea, mediante un adecuado comportamiento... Lo siento; no debí emplear este ejemplo... La máquina es simplemente un camino más rápido para hacerlo, produciendo un resultado más estable.

—Aun... tocando lo que no debe —dijo Fraser—. ¿Cómo sabe usted que no crea efectos derivados, que produzcan daños irreparables?

—¡Oh, por los clavos, de Cristo! —explotó Kennedy—. Abandone de una vez esa obsesión, ¿quiere? Ya le he dicho todo lo delicado que es este asunto. Unos microvatios, pocos, de poder, más o menos, un cambio de frecuencia inferior al uno por ciento, y no hace nada. Sea como sea, no produce ningún efecto. —Apaciguándose, añadió pensativamente—. En el sujeto dado, claro está. Puede influir en cualquier otro. Estas pulsaciones son un asunto altamente individual; tengo que calcular cada caso por separado.

Hubo un largo intervalo de silencio. Entonces, Fraser inclinándose hacia adelante dijo con voz obstinada:

—Da acuerdo. Me ha contado usted cómo lo hace. Ahora dígame porqué. ¿Qué posible razón o excusa, existe, aparte de su propio deseo de jugar a Dios? Ese chisme podría ser el instrumento psiquiátrico mayor de la historia, y usted está haciendo uso de él para... alcahuetear.

—Ya le he dicho que esto no tenía importancia —dijo Kennedy, tranquilo—. Estoy haciendo mucho más. Comencé a practicar aquí en Nueva York, hace dos años. Cuando tenga a unos cuantos bajo mi control... no, ya se lo dije, no les convertiré en robots. Simplemente les hago asociar mi imagen con la del padre, en su mente. Eso es algo que hago con todos los que han sido puestos bajo la máquina, como simple precaución. Kennedy es todopoderoso, es inteligentísimo; Kennedy no puede equivocarse ni hacer daño. No es una realización consciente; para la mente despierta, yo soy simplemente un astuto consejero y elegante compañero. Pero la mente subconsciente sabe otras cosas. Ello no permitiría que mis sujetos se volvieran contra mí; ni siquiera les dejaría desear tal cosa.

»Bien, ya sabe cómo funciona. Los primeros que fueron sometidos a la máquina, me fueron proporcionados por cierto número de amigos selectos, y éstos a su vez me recomendaron otros. No precisamente como psiquiatra: he hecho lo mismo de doctor, que de consejero o simplemente de investigador que está recopilando latos. Pero estoy levantando un grupo de personas que quiero. Personas que a su vez me levantarán a mí, que seguirán mis consejos... sin darse cuenta de que están dominados, sino porque simplemente su propio subconsciente les conducirá inevitablemente a pensar que mi aviso es lo único acertado a seguir y mis demandas son cosas que cualquier hombre decente puede conceder.

—Sí —dijo Fraser—. Lo comprendo. Grandes hombres de negocios. Dirigentes. Políticos. Militares. ¡Y espías soviéticos!

Kennedy movió la cabeza:

—Tengo contacto con los soviéticos; sus agentes creen que estoy de su lado. Pero esto no es traición, si bien yo debo ayudarles de vez en cuando.

»Por esta razón debo hacer estos servicios a mis clientes más importantes, tales como conseguirles las mujeres que ellos desean... o, lo que hago con más frecuencia, influir en sus competidores y asociados. Comprenda, la mente subconsciente sabe que yo soy todopoderoso, pero la mente consciente no. Ha sido comprobado por pruebas ocasionales, que yo soy de inapreciable valor; de lo contrario se producirían ciertos conflictos, mis hombres se volverían inestables y con el tiempo, psicóticos, y sucedería que no se servirían más de mí.

—Naturalmente —añadió, casi pedantemente— mis hombres no saben cómo persuado a esa otra gente, ellos sólo saben que yo hago algo, y ellos se ocupan únicamente de sus propios intereses, así corno míos, erigiendo un bloque que les priva de razonar respecto al hecho de que ellos mismos están bajo mi dominio. Se sienten absolutamente satisfechos al aceptar los resultados de mi ayuda, sin pretender hacer averiguaciones acerca de los medios, suponiendo que yo poseo una «personalidad persuasiva».

»No me gusta lo que estoy haciendo, Fraser. Pero debía hacerse.

—Todavía no me ha dicho qué es lo que debía hacerse —respondió el ingeniero, fríamente.

—He estado realizando algo increíble —dijo Kennedy. Su voz era muy suave ahora—. Si yo lo hiciera público, ¿puede usted imaginarse lo que sucedería? Los psiquiatras querrían emplearlo, sí; pero también lo querrían los criminales, dictadores, hombres hambrientos de poder de todas las clases. Incluso en este país, no creo que los principios liberales pudieran subsistir durante mucho tiempo. Sería tan sencillo...

»Y sin embargo, hubiera sido una cobardía destrozar la máquina de Gavotti y quemar sus anotaciones. La suerte me deparó el poder de ser algo más que una simple astilla en el río, en un río que está acercándose rápidamente a una cascada, guerra, destrucción, tiranía, sin importar quién pueda ser el pirriquio vencedor. Estoy en situación de poder hacer algo en favor de las causas en las cuales creo.

—Y ¿cuáles son? —preguntó Fraser.

Kennedy hizo un gesto con la mano señalando las fotografías colocadas encima de la repisa del hogar.

—Mis dos hijos fallecieron durante la última guerra. Mi esposa murió de cáncer, una enfermedad que ahora estaría vencida si una pequeña fracción del dinero que se destina a armamentos hubiera sido invertida en investigaciones científicas. Eso es lo que encontré de mi hogar; pero todavía hay casos mucho peores que el mío. Y la guerra no es el único desastre; están también el poder, la opresión, la desigualdad, las privaciones y el sufrimiento. Esto debía cambiar.

»Estoy levantando mi propia cámara, podría decirse. Dentro de pocos años, espero ser el consejero indispensable de todos los hombres que gobernaran realmente este país, entre todos. Y sí, en efecto, he estado en contacto con los agentes soviéticos, he actuado como transmisor de información robada. El básico problema del espionaje, como usted sabe, no estriba en conseguir la información en el primer lugar sino en la patria. ¿Traición? No. No lo creo así. Estoy tratando de conseguir mi situación en el mundo del comunismo. Ya tengo a algunos de sus agentes ; antes o después, conseguiré llegar a los hombres que realmente me interesan. Entonces, el comunismo dejará de ser una amenaza. —Suspiró—. Difícil tarea esta. Me ocupará toda mi vida, por lo menos; pero ¿qué otra cosa tengo por la que dar mi vida?

Fraser permanecía sentado, tranquilo. La pipa estaba apagada. Golpeó con ella suavemente la palma de la mano, y volvió a llenarla con tabaco nuevo. El ruido de la cerilla al ser frotada para encenderla sonó casi de forma sobrenatural en la sala.

—Es demasiado —dijo—. Es demasiado trabajo para que un solo hombre pueda realizarlo. El mundo se verá envuelto en líos de cualquier manera, pero usted sólo conseguirá que las cosas sean aún más complicadas de lo que serían de por sí.

—Debo intentarlo —dijo Kennedy.

—Y yo sigo queriendo recuperar a mi novia.

—No puedo hacerlo; necesito demasiado a Snyder. Pero trataré de indemnizarle de alguna manera. —Kennedy suspiró—. Dios, ¡si supiera cómo deseaba hablar con alguien de todo esto!

Luego con repentina cautela:

—Todo cuanto le he contado no debe ser repetido. Deje de molestarse por mí. Aleje a sus sabuesos. No intente contar a nadie lo que le he confiado. Nunca conseguiría el crédito de nadie, y además poseo el suficiente poder para anular por completo toda la historia, en el caso de que ésta surgiera a la luz. ¡Y si usted me sigue molestando, veré la manera de... pararle los pies!

—¿Asesinato?

—O recluirle en un asilo. Me sería muy fácil conseguirlo.

Fraser suspiró. Se sentía extrañamente tranquilo, vacío, como si la entrevista le hubiera librado de todo deseo de resistencia. Con la pipa entre los dedos, se dispuso a salir.

—Hágame un favor —solicitó Kennedy—. Lo haría si ello no perjudicara el programa que ya me tengo trazado. Ya se lo he dicho, deseo arreglar las cosas.

—Bien...

—Piense en ello. Y déjeme saber su plan.

—De acuerdo. —Fraser se levantó—. Puedo hacerlo.

Salió de la sala sin decir adiós.