II


Juan Martínez había llegado de Puerto Rico siendo un muchacho y se había abierto camino desde entonces. Fraser le había conocido durante el servicio y se habían visto en varias ocasiones desde entonces. Martínez se había dedicado a los negocios detectivescos haciendo bastante dinero con ello; Fraser tuvo que pasar frente a una linda recepcionista antes de entrevistarse con él.

—Hola, Colin —le saludó Martínez, estrechándole la mano—. Era un hombre bajito, de tez morena, con una nariz larga y ancha, y ojos negros espumosos que le daban un aspecto de ratón simpático—. Tienes mal aspecto, chico.

—Me siento mal, en efecto —dijo Fraser, dejándose caer en una silla—. No es posible que tres días de beber sin descanso no dejen huellas.

—Vaya, ¿qué te sucede? ¿Un cigarrillo? —Martínez le tendió un paquete—. ¿La novia te ha dado el pasaporte?

—En efecto, así es. Por esto deseaba verte.

—Esto no es el club de los corazones solitarios —dijo Martínez—. Y ya sabes que te he dicho una y mil veces que un detective privado no es un Superman chistoso. Nuestro trabajo es un noventa y nueve por ciento, simple rutina. Y en cuanto al otro uno por cien llamamos a la policía.

—Déjame contarte la historia —dijo Fraser. Pasó la mano por sus ojos y empezó: Al terminar, seguía sentado mirando fijamente al suelo.

—Bien —dijo Martínez— es una desgracia y una pena. Pero qué diablos, existen otras damas. Nueva York tiene más mujeres bonitas por pulgada cuadrada que cualquier otra ciudad, excepto París. Pon los ojos en cualquier otra. O si lo prefieres, puedo darte un número de teléfono...

—No me entiendes —dijo Fraser—. Quiero que investigues este caso. Quiero saber por qué Judy se comporta de esta manera.

Martínez expulsó el humo del cigarrillo.

—Snyder es un hombre rico y poderoso —dijo—. ¿No es esto suficiente?

—No —respondió Fraser, demasiado fatigado para enfadarse por aquella sugerencia—. Judy no es de esa clase de chicas. Ni es tampoco de las que se arrojan por la borda en cuatro días, especialmente estando yo aquí. Ya sé que estas palabras suenan a petulancia por mi parte, maldita sea, pero yo sé que ella estaba interesada por mí.

—De acuerdo. ¿Sospechas que ha habido alguna presión que la ha obligado a obrar de esa manera?

—Sí. No puedo llegar a imaginar qué. Telefoneé a la familia de Judy, que reside en Maine, y me dijeron que ellos se encontraban bien, que no tenían problemas o preocupaciones de ninguna clase. A mí no se me ocurre que pueda existir nada en su propia vida particular que pueda ser objeto de chantaje o extorsión para alguien. Sin embargo, quiero saberlo...

Martínez tamborileó sobre la mesa con nerviosos dedos.

—Trataré de averiguar algo de esto si insistes —dijo—, aunque esto te va a costar algunos centavos. Las vidas de los hombres ricos no son fáciles de espiar en especial si poseen algo que desean ocultar. Pero no creo que descubramos mucho. Tu caso parece ser únicamente uno de tantos otros casos similares ocurridos el pasado año.

—¿Huh? —Fraser levantó los ojos mirándole agudamente.

—Sí. Leo todas las noticias, y recuerdo los hechos curiosos o extraños. Recientemente han habido una buena docena de casos, en los cuales, maravillosas jóvenes se han casado súbitamente con hombres ricos, o se han convertido en sus amantes. Esto no sale precisamente en los periódicos pero yo tengo mis fuentes privadas de información. Lo sé. En cada caso, no había ninguna razón aparente. En realidad, parece ser que las damas se sentían inclinadas a enamorarse de papá.

—Y la era de los buscadores de oro hace tiempo que pasó a la historia... —Fraser permanecía sentado mirando la ventana. Parecía inadecuado que el cielo estuviera tan radiante, tan iluminado por los rayos del sol.

—Bien —dijo Martínez—, no me necesitas a mí. Lo que te hace falta es un psicólogo.

¡Psicólogo!

—¡Dios mío!, Juan, de todas maneras voy a encargarte un trabajo.

Fraser se había puesto de pie.

—Vas a hacer algunas comprobaciones en un equipo llamado Sentiment, Inc.

Una semana después, Martínez decía:

—Sí, lo encontramos bastante fácilmente. No figura en el listín telefónico, pero posee un buen apartamento en el centro del distrito más distinguido de la Quinta Avenida. La dirección está aquí, en mi informe escrito. Nadie en el edificio sabía gran cosa de ellos, excepto que son apacibles, tranquilos, de buena conducta y que se llaman a sí mismos psicólogos investigadores. Tienen cuatro empleados: una secretaria recepcionista; una secretaria para todo; y una pareja de muchachos severos que son los guarda espaldas del jefe. Este se llama Kennedy, Robert Kennedy. Mi hombre no pudo entrar en su despacho; la chica le dijo que estaba demasiado atareado y que nunca veía a nadie excepto a algunos clientes asiduos. Ni tampoco supo contarle nada de las chicas, pero investigó por su cuenta.

»La recepcionista está trabajando por simple rutina, es casada, apenas sabe ni le importa lo que está haciendo. La taquimecanógrafa es soltera, posee un curso de psicología, vive sola, y parece ser que no tiene más amigos que su jefe. Quien, desde luego, no es su amante.

—Bien, ¿y qué has averiguado de Kennedy? —preguntó Fraser.

—He descubierto bastante, pero todo está en regla —explicó Martínez—. Tiene cerca de cincuenta años, es viuda, con una vida privada muy estable. Es psiquiatra licenciado y acostumbraba a ejercer en Chicago, donde hacía también investigaciones en colaboración con un físico llamado Gavotti, quien hace tiempo murió. Poco después de esto...

»No, no hay sospecha de juego sucio; el físico era un hombre mayor y murió de un ataque al corazón. Sea como fuere, Kennedy se trasladó a Nueva York. Sigue practicando, oficialmente, pero no visita casi a nadie; alega que sus investigaciones sólo le dan tiempo para unos pocos —Martínez entrecerró los ojos—. La única cosa que puedes alegar contra él es que ocasionalmente ve a un tipo llamado Bryce, que está en una firma que tiene algunos tratos con Amtorg.

—¿La corporación de comercio rusa? Hmm.

—Oh, sería una culpabilidad por asociación lindamente remota, Colin. Amtorg tiene negocios absolutamente legítimos, ya lo sabes. Nosotros les compramos manganeso, entre otras cosas. Y el resto de contactos de Kennedy son estrictamente de la alta esfera. Creme de la cremé... hombres de negocio, financieros, políticos, y una gran unión sobresaliente que es conocida como conservadora. En realidad, los amigos de Kennedy son tan poderosos que tendrían un verdadero trabajo para conseguir algo contra él.

Fraser se movió inquieto en su silla.

—Supongo que mi idea era absolutamente descabellada —admitió.

—Bien, hay un ángulo extraño. ¿Sabes todos esos tipos ricos que han salido de pronto con damas altamente deseables? Hasta el momento y según lo que he podido descubrir, cada uno de ellos es cliente de Kennedy.

—¿Eh? —Fraser dio un salto en la silla.

—Es un hecho. Además, mi hombre, enseñó al servicio del edificio donde se halla el departamento de Kennedy, así como a los ascensoristas y todo eso, unas fotografías de esas damas, y dos de ellas fueron recordadas como visitas de Kennedy.

—¿Poco antes de que... se sintieran enamoradas?

—Verás, esto no puedo asegurártelo. Ya sabes lo que sucede con eso de recordar las fechas exactas. Pero es posible.

Fraser movió la cabeza.

—Es increíble —dijo—. Pensaba que Svengali estaba ya pasado de moda.

—Sé algo sobre hipnotismo, Colin. Ello no produciría nada de lo que tú estás pensando que ha sucedido con esas chicas.

Fraser sacó su pipa y la llenó de tabaco.

—Creo —dijo— que voy a llamar personalmente al doctor Robert Kennedy.

—Tómatelo con calma, muchacho —dijo Martínez—. Has estado leyendo demasiadas historias fantásticas; te meterás en un lío; no conseguirás nada.

Fraser intentó sonreír. Era difícil... Judy no había contestado a sus llamadas telefónicas ni a sus cartas.

—Bien —dijo—. Valdría la pena.


El ascensor le dejó en el piso decimonoveno. Había cuatro apartamentos, grandes, con el corredor que se extendía entre ellos. Leyó los membretes que figuraban en las puertas de cristal. A un lado estaba la Compañía de Publicidad Eagle y Frank & Dayles, Brothers. En el otro, Messenger Advertising Service y Sentiment, Inc. Entró por esta puerta y se encontró en una sala de recepción quieta, cuyas paredes estaban revestidas de madera. Tras la barandilla habían dos mesas, una joven sentada tras de cada una, y dos tipos corpulentos que estaban sentados tranquilamente leyendo unas revistas.

Una muchacha bonita, seguramente la recepcionista, levantó los ojos hasta él, cuando Fraser se acercó, dirigiéndole una sonrisa profesional.

—Dígame, señor —solicitó.

—Desearía ver al doctor Kennedy, por favor —dijo, tratando de aparentar un tono casual.

—¿Tiene cita concertada, señor?

—No, pero es urgente.

—Lo siento, señor, el doctor Kennedy está muy atareado. No puede ver a nadie más que a sus pacientes regulares y los sujetos de investigación.

—Mire, ¿quiere entregarle esta nota, por favor? Gracias.

Fraser permaneció sentado unos minutos, inquieto, preguntándose si había escrito la nota correctamente.

Debo verle respecto a miss Judy Harkness. Importante.

¿Qué diablos más podía decirle?

La recepcionista salió al cabo de unos minutos.

—El doctor Kennedy podrá dedicarle unos minutos, señor —le anunció—. Por aquí, tenga la amabilidad.

—Gracias —Fraser se dirigió hacia la puerta del fondo. Los dos hombres bajaron sus respectivas revistas para seguirle con vigilantes ojos.

Era un despacho amplio, agradablemente amueblado, con una puerta al lado que debía conducir al laboratorio. Kennedy levantó la vista, de los papeles que estaba repasando y se levantó, tendiéndole la mano. Era un hombre de mediana estatura, más bien metido en carnes, con cabellos grises peinados lisamente hacia atrás, dejando totalmente despejado el rostro ancho, macizo tras unas gafas sin borde.

—¿Sí? —Su voz era baja y agradable—. ¿En qué puedo servirle?

—Me llamo Fraser. —El visitante se sentó y aceptó un cigarrillo. Era lo mejor para actuar de acuerdo con las reglas de buena educación—. Conozco a miss Harkness bien. Tengo entendido que usted le hizo algunos estudios encefalográficos.

—¿Sí? —Kennedy parecía disgustado, y Fraser recordó que Judy le había dicho que le habían recomendado encarecidamente no hablar con nadie de aquellas sesiones—. No estoy seguro ; tendría que consultar antes mi fichero.

No admitía nada, pensó Fraser.

—Verá —continuó el ingeniero— recientemente he observado un marcado cambio en miss Harkness. Conozco la suficiente psicología para poder estar seguro de que tales cambios de la noche a la mañana sin una causa que los justifique. Por esto deseaba consultarle.

—No soy su psiquiatra —respondió Kennedy fríamente—. Ahora, le agradeceré sepa disculparme, pero realmente tengo mucho que hacer...

—De acuerdo —dijo Fraser. No había amenaza en su tono, sino cansancio—. Si usted insiste, tendré que explicarme mejor. Tales cambios tan bruscos indican inestabilidad mental. Pero yo sé que ella estaba perfectamente sana antes. Estos síntomas comenzaron a aparecer como si sus experimentos... hubieran perjudicado la mente de mis Harkness. Y en este caso, tendría que denunciarle por tratamiento equivocado.

Kennedy se sofocó.

—Soy un psiquiatra licenciado —dijo— y cualquier otro doctor le confirmará que miss Harkness está todavía en su sano juicio. Si intenta poner en marcha una investigación, no hará más que malgastar su propio tiempo y el de las autoridades competentes. Ella misma puede testimoniar que no se le hizo ningún daño.

No se le aplicó nada a la fuerza; y que usted es un entrometido infernal con ciertas desilusiones sobre sí mismo. Buenas tardes.

—Ah —dijo Fraser— de manera que ella ha estado aquí.

Kennedy pulsó el timbre. Sus hombres aparecieron en la puerta.

—Enséñenle a este caballero la salida, por favor —dijo.

Fraser meditó unos instantes si debía o no empezar una pelea, pero decidió que era una tontería hacerlo, y salió entre los dos hombres. Cuando llegó a la calle, estaba temblando, y claramente necesitado de un trago.

Fraser le preguntó:

—Jim, ¿lees todavía el Trilby?

El rostro redondo, pecoso de Sworsky se alzó para contemplarle.

—Desde hace años —respondió—. ¿Por qué?

—Quiero que me digas algo. ¿Es posible, aunque sea teóricamente, hacer lo que hacía Svengali? Cambio de actitud emocional y todo eso así —Fraser hizo chasquear los dedos.

—No lo sé —respondió Sworsky—. Las cuestiones nucleares es preferentemente mi línea. Pero aparte de eso, creo que podrá hacerse... Dentro de algún tiempo, en el futuro. Las costumbres del pensamiento, modelos de asociación, el seleccionar esto como bueno y lo otro como malo, parecen ser asuntos de pasos nerviosos establecidos. Si fuera posible electivamente alterar la polarización de las neuronas individuales... Pero todo esto es muy problemático en la actualidad; apenas sabemos nada sobre el cerebro actualmente.

Observó a su amigo, afectuosamente.

—Comprendo que debe ser duro recibir calabazas —dijo—, pero no pierdas los ánimos por esto.

—No me lo tomaría de esta manera si alguien me la hubiera arrebatado de la manera normal —dijo Fraser débilmente—. Pero esto... Oye. Deja que te cuente todo lo que he averiguado.

Sworsky movió la cabeza al llegar al fin de su relato.

—Todo eso no es más que una soberana tontería —murmuró—. Será mejor que lo olvides.

—¿Conocías al socio de Kennedy? Gavotti, de Chicago.

—Claro, le había visto varias veces. Un tipo agradable, de muy pocas palabras, completamente absorbido por su trabajo. Estaba muy interesado en neurología desde el punto de vista físico, durante los últimos años de su vida, y cooperó mucho en la cibernética. ¿Por qué?

—No lo sé —respondió Fraser—. No lo sé. Pero hazme un favor, Jim. Judy no quiere saber nada de mí, pero te conoce y te aprecia. Invítala a cenar o algo así. Insiste para que acepte. Entonces tú y tu esposa tratad de averiguar todo lo que podáis. Si es posible que os cuente cómo fue todo ese asunto. Qué actitudes adopta hacia todo.

—Mi nombre es Sworsky, no Holmes. Pero, de acuerdo, trataré de hacer lo que pueda, si tú me prometes a cambio, tratar y conseguir librarte de esa obsesión. Debes recuperarte, ya lo sabes.


In vino veritas... a veces demasiado veritas.

Hacia el final de la velada, Judy hablaba libremente, y no demasiado coherentemente.

—Me gustaba mucho Colin —decía— era tan maravillosamente agradable tenerle cerca... Es un gran tipo. Sólo que Matt... no lo sé. Matt no posee ni la mitad de lo que Colin tiene; Matt es simple. Estoy temiendo que tal vez no sea más que una conveniencia ornamental para él. Sólo que si alguna vez hay alguien que cuando está cerca consigue que todo dé vueltas a tu alrededor y que pienses constantemente en él cuando está lejos... bien, así es él. Todo lo demás no importa.

—Colin está tercamente obsesionado —dijo Sworsky, cautelosamente—. Piensa que Kennedy te hipnotizó para Snyder. Yo sigo diciéndole que eso es imposible, pero él no consigue librarse de esa idea.

—Oh, no, no, no —dijo ella, con demasiado fervor—. No hay nada de eso. Te contaré lo que sucedió. Habíamos celebrado dos sesiones de medida; un poco pesado pero nada más. Y luego, a la tercera vez, Kennedy me puso bajo hipnosis, al menos así lo llamó él. Me dormí y desperté una hora después y me mandó a casa. Me sentía perfectamente, feliz, y len... lentamente empecé a comprender lo que Matt significaba para mí.

»Le telefonearé esta noche. Dice que la máquina de Kennedy hace acelerar las mentes de las gentes por un espacio corto de tiempo, a veces, de manera que éstos deciden rápidamente sentirse atraídos hacia lo que de otra manera hubieran decidido, también Kennedy es... no lo sé. Es curioso lo corriente que parece a primera vista. Pero cuando le conoces, es como... Dios, casi. Es fuerte e inteligente y bueno. Es... —su voz se desvaneció y quedó mirando fijamente con expresión atontada su vaso.

—¿Sabes? —dijo Sworsky— tal vez Colin esté en lo cierto, después de todo.

—¡No digas esto! —Saltó ella, abofeteándole—. ¡Kennedy es bueno, te lo repito! Todos vosotros, asquerosos piojos, sólo sabéis criticarle a sus espaldas, pero él es mucho más importante que todos vosotros juntos y... —se echó a llorar y salió dando un portazo.

Sworsky informó de lo sucedido a Fraser.

—Me extraña —le dijo—. No parece natural, estoy de acuerdo. Pero ¿qué podemos hacer? ¿Acudir a la policía?

—Ya lo he intentado —informó Fraser torpemente—. Se han reído. Cuando insistí, maldita sea, casi me cogen a mí. No, esto no sirve. El problema está en que ninguna de las personas que han estado bajo la influencia de la máquina de Kennedy declarará contra él. Ya influye en ellos esa especie de adoración hacia él.

—Sigo creyendo que estás loco. Eso debe tener una explicación más sencilla. Me niego a creer todas esas resabiadas teorías sin algunas pruebas evidentes. ¿Pero qué vas a hacer ahora?

—Pues —Fraser habló con cierta tensión—. Tengo ahorrados algunos miles de dólares, y Juan Martínez me ayudará. ¿Has oído alguna vez la fábula del león? Venció al oso, al tigre y al rinoceronte, pero un pequeño mosquito le apretó al fin las tuercas. Tal vez yo pueda ser el mosquito. —Movió la cabeza—. Pero tendré que apresurarme. La boda ha de celebrarse sólo dentro de seis semanas.