HORA DE TELETRANSPORTAR
CAPITULO PRIMERO
Un correo sub-aéreo, con el rojo coral del
Grupo de Fuerzas Submarinas pintado en las puntas de las alas,
apareció de repente en el cielo azul del sur, un poco después de
mediodía. Estableció contacto con la isla y, mientras esperaba
respuesta, permaneció unos cortos minutos dando vueltas sobre la
enorme estructura flotante que era Cable Island, sede del Gobierno
y terreno político neutral de los Grupos Autónomos, simbólicamente
construida y anclada a unos seis mil pies de heladas aguas marinas
en el punto medio técnico del viejo cable Atlántico. Al señalar la
isla, pista libre, la nave se posó suavemente en la cubierta de
aterrizaje; descendiendo de ella un muchacho de menos de veinte
años. Llevaba una túnica de plata bordada en rojo, una faldilla
plisada de color verde mar estaba sujeta alrededor de su cintura
por un correaje con funda, de la cual sobresalía una culata color
rojo coral. Y una capa negra-ébano, signo de correo oficial,
colgaba de las hombreras magnéticas de su túnica, mientras que una
bolsa con cierre dactilar estaba sujeta a su antebrazo
derecho.
Un teniente de la Guardia Neutral se acercó a él, confiscó su pistola y le hizo pasar a través de los rayos escrutadores. Estos «perros guardianes» mecánicos no descubrieron nada sobre o dentro del joven, y entonces el oficial, lo entregó a dos guardias con instrucciones para conducirlo a la sala principal del consejo y, una vez allí, presentarlo a Eli Johnstone, el representante de su grupo. Los dos guardias saludaron, dieron media vuelta y marcharon al paso, haciendo apresurar, entre ellos, al brillantemente vestido joven correo. Era, quizás, un innecesario despliegue de modos militares, pero los quinientos hombres de la Guardia Neutral eran, después de todo, los últimos soldados profesionales sobre la faz de la tierra; y, por lo tanto, se les podía dispensar.
La sala principal del consejo de Cable Island, ocupaba el mismo centro de la colosal estructura, rodeada por las habitaciones de los comités y éstas rodeadas por las oficinas de los grupos individuales. Sobre todo esto, estaba la cubierta solar y la cubierta de aterrizaje, sobre la cual, Poby Richards, el correo, habíase posado con su sub-aéreo. Más abajo, estaban las viviendas, centros de recreo y demás, mientras que en la parte más baja de la isla, se encontraban las cocinas, almacenes y maquinaria.
La sala principal del consejo, era un anfiteatro circular de lados inclinados, los cuales estaban arreglados en tres niveles y cada nivel, en secciones para los representantes de cada grupo individual. Había secciones para ciento veinticuatro grupos pero, en la práctica sólo unos treinta grupos se preocupaban de tener representantes permanentemente estacionados en la isla; y era raro encontrar más de doce grupos trabajando en la sala del consejo a cualquier hora. La verdad era que los grupos más grandes, normalmente hablaban por un cierto número de pequeños también; de aquí que en este preciso momento, sólo hubiese diez representantes presentes en el anfiteatro. Uno de estos diez, era del altamente importante Grupo de Comunicaciones, encabezado por el joven Alan Clyde; y otro de las Cúpulas Submarinas, cuyo representante era el mismo Eli Johnstone, al que Poby iba buscando.
Eli había convertido Cúpulas Submarinas, y él mismo con ellas, en un factor político digno de tenerse en cuenta. Los Grupos Submarinos tenían una unanimidad de ideas de las que los demás carecían. Eli había unido los diferentes Grupos Submarinos que necesitaban de un hombre fuerte que hablase por ellos, y durante los cinco últimos años, habíase mantenido y luchado punto por punto con Anthony Sellars, representante del abrumadoramente superior Grupo de Transportes. Sellars era considerado por muchos como el personaje político más poderoso del mundo. Era el león que preocupaba a Eli y contra el cual luchaba astutamente en la interminable batalla por situarse sobre los demás.
En este momento estaban sentados en el anfiteatro al frente de sus delegaciones y el uno cara al otro; Eli acariciando distraídamente su inútil pierna izquierda, con ambas manos debajo de la mesa que, con la silla y él mismo, ocupaban la cabeza de su delegación, y separados de los demás, por tabiques altos hasta la cintura. Era un hombre delgado, moreno, bordeando los cuarenta, con una faz prematuramente marcada por surcos de amargura y alegría. Esas rayas estaban ahora pronunciadas por la tensión y la fatiga, y así estaba sentado, semi-absorto, escuchando la flexible voz de Jacques Veillain, sub-representante de Transportes, quien presentaba una lista de vindicaciones contra la organización que se debatía en aquel momento: los Investigadores Filosóficos. Esta organización se llamaba a sí misma, Miembros de la Raza Humana, pero la fácilmente impresionable y asustadiza gente del mundo los llamaban «los Inhumanos».
«...vivisectores e imitadores» —decía Veillain a los reunidos miembros del consejo—. «Nos borrarían de la faz del mundo con la excusa de que somos anticuados hombres-monos, e introducirían en nuestro lugar su nueva era de monstruosidades».
Frente a él y un poco a la derecha de Veillain, Anthony Sellars estaba sentado, inmutable y con un rostro inexpresivo, mientras escuchaba lo que su ayudante decía. Contemplándolo, se creería que no había relación entre los dos, que el ataque de Veillain a los Miembros le venía tan de nuevo a Sellars como a los demás; pero, como todos sabían, Veillain estaba meramente preparando el terreno para su superior, cargando las armas para el ataque personal de Sellars.
Eli era el último en ser engañado por las apariencias, y dejó de prestar atención a Veillain para centrarla en el Grupo de Comunicaciones y Alan Clyde. El joven representante estaba escuchando, con su morena y apuesta faz apoyada en su puño derecho, con expresión pensativa. Eli lo observó cuidadosamente; Alan era brillante y elusivo, Eli había estado tratando, durante algún tiempo, de atraerse Comunicaciones, pero sin éxito.
El resto del consejo, pensó Eli, mientras dejaba vagar su mirada por la sala, estaba menos concurrido que de ordinario. Además de él, Sellars y Clyde, podía contar sólo siete representantes y unos cuantos ayudantes y secretarios. Sí, los realmente importantes, como Bornhill de Atómicos y Stek Howard, de Metales, estaban en su lugar; pero la mayor parte de los asientos estaban vacíos, y los presentes parecían francamente aburridos.
Y, sin embargo, esto sucedía cuando la rivalidad entre los grupos estaba al rojo vivo. Paradójico, pensó Eli acariciando su rodilla izquierda, pero no tan paradójico si meditabas acerca de ello. Los grupos habían sobrepasado su utilidad, las relaciones políticas estaban frías y mortificantes; lo cual era la razón por la que, él al menos, iba a dimitir.
Con la rapidez que da una vida de práctica, abandonó tales pensamientos antes de que se prolongaran en su mente. Sellars, pensó, Tony. Sí, estoy seguro que él también se ha dado cuenta que los Grupos no pueden durar. Hace ochenta años fue una buena idea: organizar el mundo en líneas mutualmente interdependientes y evitar toda posibilidad de guerra. Que las barreras no fuesen geográficas sino profesionales. ¿Cómo iba Transportes o declarar guerra a Meteorología, o Meteorología a Comunicaciones? Nadie corta la cuerda de la que pende, pero eso fue hace ochenta años, cuando todavía existían los viejos odios y prejuicios. Ahora, pensó Eli, el mundo está preparado a actuar como una simple unidad y Tony quiere dirigirla. Esta es la razón de esta encarnizada persecución de los Miembros. Bien, que siga adelante, la gente ya no está en estado primitivo...
«...y cuando nuestra policía consiguió entrar en el laboratorio, toda la maquinaria había sido derretida con termital y era prácticamente inidentificable» —decía Veillain—, sin embargo, cuidadosamente reconstruidas por nosotros, se pudo probar que algunas de ellas eran manipulaciones radioactivas...»
Eli sintió una ligera presión sobre su hombro y, volviéndose, se encontró con la seria y saludable cara de Kurt Anders, su ayudante.
—Correo, Eli —dijo Kurt.
—Bien, gracias, Kurt —replicó Eli—, hazle pasar.
Kurt se apartó y una combinación de plata, rojo, verde y negro ocupó su lugar. Eli sonrió.
—Hola, Poby, ¿qué traes?
—Un cubo sellado, transmitido por Cúpula Uno —susurró el muchacho—, aquí está —y alargó el brazo al que la bolsa estaba sujeta. Eli puso su pulgar en apertura del cierre dactilar y éste reconociéndolo, se abrió. Pero no uno, sino dos cubos, salieron de ella.
Poby Richards parpadeó a la vista de esto. Eli miró a los cubos y a Poby, alternativamente e hizo bailar los pequeños objetos en la palma de su mano.
—Pero si sólo había uno —protestó Poby—, estoy seguro, yo mismo cerré la bolsa en Cúpula Uno y ha estado sujeta a mi brazo desde entonces —dijo, alargando al mismo tiempo brazo y bolsa para que Eli lo verificase.
Eli volvió a mirar los cubos, parecían idénticos, pero no lo eran; durante un momento los hizo bailar en la palma de su mano y, de repente, la cerró.
—No importa, Poby —dijo—, regresa y espérame en mi oficina. Te necesitaré más tarde.
—Bien, Eli —respondió marchándose. Kurt volvió a ocupar su sitio.
Eli se volvió hacia una ranura que había sobre la pulida superficie negra de su mesa. Observó los cubos cuidadosamente hasta que encontró en uno de ellos una señal conocida, y lo echó por la ranura. Hubo una pausa y luego, desde la parte de la silla donde reposaba su cabeza, una voz susurró al oído de Eli:
«Eli, todo está preparado. Arthur Howell».
Eli asintió y concentró su atención en el misterioso cubo sobrante, durante algunos segundos lo contempló silenciosamente y luego lo echó también por la ranura. Otra vez la pausa y, esta vez, una voz diferente, pero familiar, dijo:
«Eli, estás...»
Decididamente, Eli apretó un botón de la mesa, una luz se encendió y la voz quedó cortada. A través de una parte transparente, pudo ver cómo los dos cubos caían en un cajoncito, donde la luz de un arco voltaico los consumió. La luz se apagó y Eli apartó su dedo del botón, mientras volvía a concentrar su atención en Veillain.
Pero ya éste había concluido su discurso con una airosa frase, y había dejado el terreno libre para Sellars. Eli se enderezó en su asiento e hizo un esfuerzo para sobreponerse a su cansancio, mientras Veillain se sentaba y Sellars se ponía lentamente en pie.
Era un hombre de elevada estatura, pero no impresionaba precisamente por su tamaño. Era más bien grueso, de anchos hombros y cintura, paro esbelto, sin grasa, y andaba siempre erguido, pareciendo que se movía todo de una pieza, y se doblaba con dificultad y sólo por la cintura. Su cuerpo, de una enorme osamenta, podía pasar por el de un obrero manual, por lo que, tiempo atrás en la historia, se conoció como un campesino. Su túnica, faldilla y la larga capa oficial de Transporte, le hacían aparecer más rudo en vez de prestarle donaire. Rondaba los cincuenta, con un pelo sin canas y rostro completamente libre de arrugas.
—Bien —dijo, apoyando las palmas de sus enormes manos sobre la mesa—, mi ayudante os ha explicado la base del tema, yo os explicaré lo demás.
Hizo una pausa, arrollándolos a todos con su mirada, la cual, como su cuerpo y su voz dominante, daba la sensación de fuerza y convencía a todos de que sus ideas y conclusiones eran auténticas.
—Los Grupos —dijo—, han estado siempre orgullosos de su alto nivel de tolerancia. Y durante medio siglo, no se ha abusado de esta tolerancia.
Con los ojos de Sellars fijos en él, Eli se permitió el lujo de sonreír irónicamente. Pero si el representante de Transportes lo notó, no dio la impresión de ello.
—Se llega a un punto —prosiguió—, en que la tolerancia debe ceder el paso al sentido común, como ahora. Durante los últimos veinte años hemos visto crecer una sociedad secreta enmascarada como una asociación filosófica. Los miembros de esta sociedad opinan que la raza humana actual está pasada de moda. Creen que nuestra raza debe ser extinguida para que pueda entrar una nueva generación, que será algo enteramente diferente.
Hizo un alto y, otra vez, arrolló a la audiencia con su impresionante mirada.
—Esto es una buena teoría y mientras permanezca así, no importa quién la sostiene; pero estos perturbados que se llaman así mismos Miembros de la Raza Humana —como si los demás no lo fuésemos— han tratado de poner esto en práctica. Han probado, con radiaciones, en ellos mismos y en cualquier persona que se ha puesto al alcance de su mano, poniendo en práctica cualquier clase de sucios ocultismos que se les ocurren, y practicando experimentos genéticos en sus propios hijos.
»Sólo esto, a mi entender, es una razón por la cual debemos unimos y tratar de arreglar el mal qua han hecho. Pero hay más, Veillain os ha explicado algo sobre lo que se ha averiguado acerca de estas «fundaciones» y «centros de investigación» que esa gente ha instalado; si le habéis prestado atención, habréis oído esto simplemente: Estos Miembros —estos Inhumanos como la gente justamente les llama— están consiguiendo su propósito».
Se detuvo un momento para observar el efecto de sus palabras, en el salón del consejo reinaba un silencio impresionante y satisfecho, prosiguió:
»Os digo que están consiguiendo su propósito. El hecho de que no os pueda enseñar ahora una muestra de su «Próxima evolución» no os debe engañar, ya que tenemos suficiente evidencia indirecta de la existencia de dichos especímenes. Si esperamos un poco más, veremos algunas peligrosas monstruosidades, ¿quieren un ejemplo?
»Durante doscientos años el hombre ha estado acariciando la idea de poseer las llamadas psico-facultad.es: telepatía, telekinesis, etc. Y durante treinta años, los Miembros han venido repitiendo que el próximo adelanto no será físico, sino mental, el cual nos capacitará para poseer dichas facultades. Durante 25 años presentaron informes sobre sus investigaciones en este campo, y tan a menudo afirmaron su creencia en la existencia de dichas facultades, que Ja gente acabó por hacer caso de esta propaganda.
»De repente, durante los últimos cinco años, los informes disminuyeron. La propaganda cesó, las referencias a las psico-facultades fueron más generalizadas y vagas. ¿Por qué? Ahora que, al menos dentro del Grupo de Transporte, se ha empezado la depuración; han habido inexplicables casos de Miembros avisados de nuestras redadas con antelación, de Miembros desaparecidos en habitaciones cerradas, ¿cómo?».
Sellars hizo otra pausa.
»Ambos ejemplos —dijo lentamente—, así como una creciente leyenda popular que suena como si estuviésemos en la época más oscura de la Edad Oscura, me confirman en mi creencia que los Miembros han desarrollado alguna cosa o cosas, ser o seres, que son activamente peligrosos a toda la raza humana de hoy. La única solución, a mi entender, es abandonar la autonomía de nuestros grupos individuales y formar una unidad, suprema autoridad que entienda en la presente situación. Vosotros tenéis la palabra».
Y, diciendo así, se sentó, cediendo la palabra a otro. Con una mirada rápida alrededor de la sala, Eli se dio cuenta que la astucia de Sellars había ganado a toda la audiencia. La lucha entre los Grupos había sido, de los Grupos mayores tratando de incluir entre sus filas a los Grupos menores, esto de ahora sería un paso adelante. Esta suprema autoridad, ¿dónde se podía encontrar más que en los representantes de los Grupos mayores? Stek Howard, parecía francamente interesado, Kurachi, de Plásticos, tenía una medio-soñadora, medio-esperanzada sonrisa en su rostro, e incluso los ojos de Bornhill aparecían velados y pensativos debajo de sus cejas grises.
«Idiotas —dijo Eli para sí mismo. Durante un momento luchó contra la idea de que esto, estrictamente hablando, no era de su incumbencia—. ¡Alto, alto, detente! —murmuró para sí, y levantándose, gritó:
—¡Señor Presidente!
Stek Howard, presidente del día, despertó de su agradable abstracción y golpeó la mesa con su machete.
—Submarinas —concedió.
—Gracias —dijo Eli. Todas las miradas de la sala estaban concentradas en él y Eli les sonrió agradablemente, en especial a Sellars.
Dichas miradas, notó Eli, no eran particularmente aprobadoras. La prosperidad y categoría de Transportes, empequeñecía tanto a los demás, que normalmente la actitud general era, desconfianza hacia Sellars e inclinación hacia Eli. Hoy, sin embargo, Sellars les había ofrecido un plato suculento y no querían que Eli les dijese que no podían comérselo, porque pertenecía a otra persona.
—Representantes y caballeros —dijo Eli—, estoy sorprendido por vuestra reacción a lo que acabáis de oír. He escuchado horrorizado lo que Transportes acaba de decir y sé que vosotros también lo estáis. Al final de su oratoria he tenido que contenerme para no saltar de mi asiento y decir lo que todos vosotros, estoy seguro, también queréis decir. —En este punto, volviose hacia Sellars y lo miró imperturbable—. Que Transportes ha indicado el mejor sistema para acabar con esta situación, y lo que es más, que no puedo concebir otro hombre más capaz de encabezar esa suprema autoridad que el representante Sellars.
Los miembros del consejo se quedaron atónitos; Eli volviose hacia Kurt y musitó:
—Vámonos, Kurt, regresemos a mi oficina.
Lentamente y con dignidad, se levantó, hizo una inclinación de cabeza al Presidente y salió de su departamento. Mientras subía las escaleras a través del anfiteatro, se oyó un murmullo general de comentarios. Sonrió; había echado la piedra en otra dirección y en mala hora para Sellars, ahora las sospechas de los demás lucharían contra su apreciación. Pero, ¿y una combinación Sellars-Eli? Si ellos supiesen...
Eli sonrió, pero la sonrisa se cambió bruscamente por una mueca burlona.
«Eres un estúpido quijote» díjose a sí mismo, «¿por qué te has mezclado en esto?».