VII

LA CONEXIÓN EGIPCIA

La tarde no había sido buena, ni la primera parte de la noche tampoco. La aventura en la T1000 había acabado mejor de lo esperado pero con más dificultades de lo previsto. Por fortuna, Said, Victor y Andrea se habían librado de la cárcel, y de algo peor, aunque habían recibido severas amonestaciones de la policía de Jerusalén y los dos hombres habían pasado más de cinco horas en la comisaría. Habían tenido suerte, pero se lo debían todo a Jerôme Cavaliere y al doctor Elijah Cohen.

Said alzó la vista y se inclinó hacia delante para recoger su té caliente de la mesita del centro. Observó un instante el paisaje que se veía desde su azotea y palmeó un muslo de Fátima, sentada a su lado. No había tenido más remedio que ponerla al corriente de sus últimas peripecias con la esperanza de incluirla en el grupo. Pero su esposa era una mujer sensata que por nada del mundo habría corrido detrás de tesoros imposibles. Le había vuelto a perdonar sus últimas mentiras, pero le había hecho prometer que serían eso, las «últimas», y con respecto a sus andanzas habían llegado a un acuerdo: por el bien de la familia y el suyo propio, se terminaron también. Por lo menos, hasta que se aclarase todo.

Cuando los hombres de seguridad que había contratado Jerôme para proteger a Victor llegaron al cementerio de Qumrán y controlaron la situación por la fuerza, lo primero que hicieron fue marcar el número 100 para avisar a la policía israelí. Sin su ayuda, cualquiera sabría lo que habrían sido capaces de hacer Sinclair y sus secuaces, se habían mostrado muy seguros de su superioridad cuando los acorralaron en la fosa. Said había imaginado un final muy diferente para su aventura.

—Tuve miedo —reconoció sin tapujos ante sus amigos y su esposa, algo que no habría hecho delante de sus vecinos.

Victor soltó una risa nerviosa.

—Y nosotros —le contestó señalando a Andrea.

La mujer tenía bastante mejor semblante que en el asentamiento esenio. Ella se había librado de pasar por comisaría, en su lugar había estado en el hospital, donde habían limpiado sus heridas y le habían realizado un chequeo general. Aparte del shock y de una cura de la brecha de la cabeza no tuvieron que lamentar nada más. La bala que Martin le había disparado solo rozó su brazo y se saldó con un par de puntos de sutura que le dejarían una cicatriz. Los médicos le aconsejaron que permaneciese toda la noche en observación, pero ella se negó, su estado general era bueno; solo se encontraba agotada por tantas emociones. Al final consintieron en dejarla marchar.

—Si no llega a ser por los hombres que contrató tu jefe... —le comentó la orientalista a Victor sin llegar a finalizar la frase.

—Sí —estuvo de acuerdo él—. La situación se puso muy fea.

Desde el otro lado de la mesa, su amigo Said asintió en silencio, pero añadió algo más:

—Y por el doctor Cohen.

Gracias a Elijah habían podido salir de la comisaría sin mayores perjuicios. El hombre había puesto a su disposición todos los permisos que poseía para poder excavar en el cementerio norte de Qumrán, faltaba alguno, pero con los que ya obraban en su poder había conseguido convencer a la policía de que Andrea, Said y Victor colaboraban con él en su trabajo y los había librado de ser encarcelados en espera de un juicio posterior.

El investigador le había telefoneado desde la comisaría de Jerusalén para pedirle ese favor, ese y también que se trajera a un abogado. Había que explicarle a la policía que no estaban expoliando ni destrozando un importante hallazgo arqueológico y que contaban con las licencias pertinentes. El único que podría apoyar su historia sería el doctor Cohen, si quería, claro. Y quiso. El hombre se mostró solícito y los ayudó en todo lo que pudo. El abogado que le acompañó hizo el resto y los tres quedaron en libertad a primeras horas de la noche.

El anciano arqueólogo tendría que dar muchas explicaciones en los días siguientes ante la Autoridad de Antigüedades de Israel, pero confiaba en que todo saliera bien gracias al descubrimiento de lo que era el primer tesoro encontrado del Rollo de Cobre. Confiaba en eso y en su larga trayectoria profesional al servicio de su país.

—¿Qué será de Sinclair y de Crown? —preguntó después el anticuario.

Aunque la cuestión había sido dirigida al aire, Andrea se creyó con derecho a contestarla.

—Samuel saldrá con bien de todo esto. Eso lo tengo claro. —Los dos hombres la miraron algo inquietos—. Siempre se libra —les explicó—. Además, el cónsul general de Jerusalén es amigo personal suyo. No me cabe duda de que ya estará moviendo los hilos necesarios para que le ayude —lo dijo con un toque de cansancio en la voz—. A Martin y a su ayudante le costará algo más dejarlos libres, pero al final también lo conseguirá.

Said se resignó, de ahora en adelante tendría que apartarse mucho más de la Asociación de los Cristianos de San Juan y, especialmente, de su director. No deseaba acabar como su amigo Mohamed. Pero había un tema que le preocupaba aún más.

—¿Abdul?

Samuel Sinclair no tenía muy buena cara, pero lo que más le molestaba era estar cubierto de polvo de los pies a la cabeza. A pesar de su cansancio, había acentuado su cojera deliberadamente, no deseaba que ningún agente de la comisaría tuviera el más mínimo deseo de examinar su bastón a fondo. Si descubrían el florete que ocultaba, no podría salvarle ni el embajador en persona.

Se incorporó de su silla y estiró las piernas apoyándose con exageración en el bastón.

—¿Estamos de acuerdo? —oyó a su espalda.

Era la voz de Peter Brown, el ayudante personal del cónsul general británico en Jerusalén.

Sinclair sabía que el consulado no podía inmiscuirse en problemas legales con Israel y que mantenía un papel imparcial en todos los procesos abiertos a ciudadanos británicos. Sin embargo, su amistad personal con Richard Pearlman, el cónsul general, le conseguiría un cierto trato de favor.

Cuando los agentes acudieron a la llamada que habían realizado los hombres de seguridad en Qumrán, todos fueron detenidos. No les cupo la más mínima duda de que estaban llevando a cabo acciones ilegales relacionadas con el patrimonio histórico de Israel y los trasladaron a una de las comisarías de Jerusalén, concretamente a la de Salah al Din, cercana a la Puerta de Herodes.

Victor y Said tuvieron suerte. Ya hacía unas horas que habían abandonado las dependencias policiales. Un israelí había dicho que trabajaban para él como colaboradores en la excavación de la T1000, para la que poseía todos los permisos necesarios. Tras unas preguntas, los habían dejado en libertad sin cargos. Además, los había oído hablar sobre Andrea, a la que habían trasladado al centro médico Hadassah, en el monte Scopus. «¡Vaya!, ella también estaba autorizada en la excavación», había pensado con ironía Sinclair.

Ahora, mientras se sacudía el polvo de la camisa como si fuera su única preocupación, oía la conversación entre Peter Brown y el jefe de la comisaría.

—Había sido embaucado —le estaba diciendo el ayudante del consulado—. La gente de la Asociación de los Cristianos de San Juan le había llevado con engaños hasta Qumrán.

No era ningún misterio para los servicios de seguridad israelíes que los del CSJ no jugaban limpio en muchas ocasiones, pero hasta la fecha se les habían escapado aprovechándose de los entresijos legales. «Quizá en esta ocasión podamos encerrarlos», pensó el agente.

—Habéis arrestado a su director —insistió Peter—, y a uno de sus sicarios —indicó refiriéndose a Jamal—. Ha sido un buen golpe.

Sinclair sabía que en aquella conversación se estaba decidiendo su libertad, pero no podía hacer nada para salvarse a sí mismo. Era mejor dejar hacer su trabajo al ayudante del cónsul. Lo cierto es que protegerle a él significaba enviar directamente a prisión a Martin Crown y a Jamal, pero no podía detenerse ante eso. Era cierto que, si la policía israelí descubría la verdadera identidad de Martin, se vería obligada a extraditarlo a Gran Bretaña, allí le estaban buscando desde hacía tiempo. «Aunque, por otro lado —pensó—, quizá su abogado pudiese forzar un período de prisión en Israel y evitar la extradición.» Lo peor que podría pasarle al director sería volver al Reino Unido. Sinclair meditó los pros y los contras, aunque al final nada podría hacer ante la suerte de su sicario. En el mejor de los casos tendría que prescindir de él por un largo período de tiempo.

Ya se encargaría más adelante de contratar al mejor abogado para ellos; ahora, lo importante consistía en lograr quedar libre sin cargos para poder proseguir con su investigación. La mancha del arresto no quedaría en su curriculum cuando descubriese los otros tesoros del Rollo de Cobre. Y para lograrlo necesitaba estar en libertad.

—Sin cargos —puntualizó el ayudante del cónsul—, y testificará en el juicio contra los otros dos.

—Sin cargos —le confirmó el agente.

—No habrá fianza y podrá salir del país.

—Pero tendrá que regresar para ofrecer su testimonio ante el magistrado —insistió el policía.

—Cuente con ello.

Aquel «cuente con ello» terminó por tranquilizar a Sinclair, que se puso en pie para estirar las piernas de nuevo. Ahora tendría que firmar algunos documentos y después podría abandonar la comisaría. Le preocupaba, sin embargo, no saber dónde se había metido Abdul. Le había visto escurrirse hacia atrás y desaparecer de su vista como un fantasma en la inmensa llanura cubierta de tumbas en Qumrán. No tenía ni idea de cómo podría haberse ocultado.

—¿Abdul? —Said había dejado caer ese nombre en la conversación a sabiendas de que les preocupaba a todos.

El árabe no había aparecido. Estaba seguro de que se encontraba junto al resto de sus compañeros cuando los hombres de seguridad aparecieron y los redujeron, pero al llegar la policía ya no estaba. No se le ocurría ningún lugar donde ocultarse en aquel enorme cementerio cubierto de montones de piedras alargadas que apenas si se alzaban del suelo treinta o cuarenta centímetros.

—Ese es capaz de haberse ocultado dentro de una tumba —sugirió Andrea intentando obtener una sonrisa de todos los presentes.

Pero no lo consiguió, la situación era demasiado tensa y estaban cansados para apreciar la broma.

—Tendremos que cuidarnos de él. —Victor aún sentía su mandíbula dolorida del único puñetazo que le había dado en el monte de los Olivos—. Es posible que intente seguir nuestros pasos.

—¿Pasos? ¿Qué pasos? —le interrogó su amigo.

Ya no había más pasos, la aventura había terminado y podían darse por satisfechos. De hecho, él lo estaba, y mucho. El doctor Cohen les había prometido que les haría partícipes del descubrimiento y obtendrían algunas ganancias de todo aquello.

—Victor no se rinde —Andrea interrumpió sus pensamientos.

Aquella frase alarmó a Fátima, que había permanecido en silencio toda la conversación y, para disimular su estado, recogió la tetera humeante de la mesa y les ofreció rellenar sus tazas. Cuando su marido le acercó la suya, bastó una simple mirada para que supiera lo que deseaba decirle.

Aunque el anticuario era consciente de que aquella aventura había terminado para él, no podía evitar sentir emoción por lo que fuera que estaba tramando su amigo y fue todo oídos. Hasta se olvidó de tomar uno de los pastelillos de pistacho que su esposa le ofrecía.

—Si el ganzebra no hubiese insistido en recordarte lo que nos contó en la Gruta del Bautista —le dijo Victor—, creo que todo habría acabado en el cementerio de Qumrán. Pero —aquel pero vino cargado de presagios para el anticuario— no puedo dejar de pensar en sus palabras y en relacionarlo con algo que comentó el doctor Cohen.

—Con Egipto —resumió Andrea, que conocía la historia mandea mucho mejor que él.

—En efecto —confirmó el joven—. ¿Te apetece realizar un romántico crucero por el Nilo? —le ofreció mientras la miraba con ojos de cordero degollado, y aquella vez sí que se rieron.

Cuando abandonó la comisaría hacía tiempo que había anochecido y el ambiente estaba muy fresco. Sinclair se abrochó con fastidio su chaqueta de sport, echada a perder por los acontecimientos del día; aunque en el fondo estaba satisfecho de cómo se habían desarrollado las cosas, por lo menos en lo que a él respectaba.

El ayudante del cónsul le ofreció acercarle en su vehículo oficial hasta el hotel, pero él rechazó su oferta. Tras despedirse de Peter Brown y agradecerle sus gestiones, le prometió que al día siguiente visitaría al cónsul para darle las gracias personalmente. Después de eso tomó el primer taxi que pasó por la calle y en menos de diez minutos llegó a su destino.

Estaba cansado, sucio y magullado. Lo que más le molestaba era la suciedad. Ni en los momentos más delicados de su vida había sido capaz de destrozar su vestuario como en aquella ocasión. Además, por mucho que había intentado acicalarse en la comisaría, no había sido capaz de librarse del polvo del desierto. Deseaba llegar a su habitación, entregar aquella ropa a lavandería y darse una larga ducha. Después le vendría bien un whisky, «doble, por supuesto», pensó.

Pero Abdul no le permitió cumplir su sueño de inmediato. Desde su escondite en Qumrán, el hombre no había podido ver cómo la policía se los llevaba detenidos y, de haberlo visto, no habría sabido adónde. Así que hizo lo único que estaba en su mano en aquel momento, esperar.

Esperó. Y esperó, hasta que no percibió nada más que el ruido del viento entre las piedras. Entonces se atrevió a abandonar su escondite. Al principio con cautela. Cuando pudo sacar la cabeza y comprobar que estaba solo en aquella planicie, se deshizo del resto de los guijarros que le cubrían y se puso en pie. Miró a su alrededor y confirmó su primera impresión: estaba a solas. Por pura curiosidad se acercó al foso que habían cavado Victor y Said, aunque allí no encontraría nada; además, la policía lo había precintado.

Después dio media vuelta y se encaminó hacia el asentamiento de Qumrán. Desde allí tendría que alcanzar el camino principal y descender hasta la carretera. Comprobó la hora en su reloj de pulsera, que, por fortuna, se había salvado, y pensó que no era probable que circulara ningún vehículo a aquellas horas que pudiera acercarle hasta Jerusalén; y, de haberse encontrado con alguno, seguro que se trataría de las fuerzas de seguridad israelíes. Resultaba poco conveniente toparse con ellos y lo sabía, no le convenía meterse en ningún problema.

Sin embargo, tenía por delante seis o siete kilómetros de carretera hasta Kalia, el pueblo más cercano. Al llegar al villorrio encontraría la forma de que alguien le llevase hasta Jerusalén. Y la encontró, a un vecino musulmán no le importó acercarle a cambio de lo que consideró una «módica» cantidad de dinero, pero solo porque era un hermano árabe en apuros. A Abdul le desagradó su hipocresía, el viaje le supuso casi todo el efectivo que contenía su cartera.

Tras pasar por casa y cambiarse se dirigió sin perder un minuto a la asociación, allí no quedaba nadie ya, pero entró con su propia llave para telefonear al domicilio privado de Martin. Repitió la operación varias veces sin conseguir ningún resultado. Entonces decidió encaminarse hacia el hotel donde se alojaba Sinclair con la esperanza de que a él no le hubiera retenido la policía.

Le esperó durante un par de horas sentado en la salita de entrada hasta que le vio aparecer. Le hizo una seña con el brazo y el professor se acercó a él. Abdul le ofreció asiento. Fue uno de los pocos momentos en que Sinclair se alegraba de ver a aquel hombre. No tenía nada contra él, pero de los tratos con el árabe siempre se encargaba Martin, ahora no tendría más remedio que hacerlo personalmente y esperaba que él no fuera tan burdo como su primo.

—Martin y Jamal tienen problemas graves —le confirmó al joven—. Probablemente serán encarcelados a la espera de juicio. —El otro bajó la cabeza—. Mañana llamaré a Barry Michael Zinn, es el mejor abogado. —Abdul le conocía, de oídas—. Está muy vinculado a la embajada y su bufete conseguirá los mejores resultados para ellos.

—¿Podré verlos? —preguntó.

A Abdul le habría gustado hablar con Martin y con su primo.

—No te lo aconsejo, podrían relacionarte con el caso y yo todavía te necesito.

Las últimas palabras le dieron a entender al joven que la investigación proseguía y realizó unos rápidos cálculos mentales. «Es preferible trabajar para el gran jefe que para el jefe a secas», pensó, solo esperaba que respetara sus condiciones económicas o, si fuera posible, que las aumentara.

—¿Cuándo? —fue todo lo que preguntó.

—Ahora. Vigila el hotel de Andrea y no la pierdas de vista. —En un principio tuvo dudas de a quién debía controlar Abdul, pero sería más fácil hacerlo con la mujer. Estaba seguro de que Victor no iría a ninguna parte sin ella y más si tenía en cuenta que estaba herida. Aquello le hizo pensar en otra posibilidad—. Si mañana por la mañana no ha llegado al hotel —le dijo pensando en que quizá estuviera ingresada en algún hospital de Jerusalén—, te apuestas frente a la tienda de Said. ¿Entendido?

—Perfectamente, jefe.

—¿Tienes mi número de móvil? —Ante el asentimiento del joven, prosiguió—: Llámame en cuanto los localices y no los pierdas de vista. Necesito conocer su próximo movimiento. Es muy importante que trates de averiguar qué van a hacer ahora.

Sinclair estaba perdido en cuanto al rumbo que debía seguir con el Rollo de Cobre. Buscar los tesoros por él mismo, sin la ayuda de Andrea y estando Martin en comisaría, no le parecía una idea muy factible.

Ya estaba entrada la mañana cuando Andrea y Victor se despidieron de Said y de su esposa. Habían aceptado pasar lo poco que quedaba de la noche pernoctando en casa de su amigo y ahora se dirigían al hotel de la orientalista. La mujer deseaba cambiarse de ropa antes de ir a visitar al doctor Cohen.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —le preguntó al investigador mientras escogía unos vaqueros y una camisa del armario de su habitación.

—Algo más de una hora, no hay prisa. Nos veremos aquí en Jerusalén. Hemos quedado con Elijah en el café Tmol, dice que nos gustará.

El café quedaba a poca distancia del hotel en el que se alojaba Andrea, aunque sería necesario tomar un taxi.

Mientras la mujer se cambiaba, el joven observaba el bullicio de la ciudad mirando por el balcón. Los turistas iban y venían incansables y la calle de abajo estaba ocupada por un grupo que esperaba el autocar para llevarlos de excursión hasta algún enclave más alejado.

Levantó la tapa de su móvil y marcó el número de Jerôme. Le esperaba una buena reprimenda por haber desobedecido de nuevo a su jefe y haberse «olvidado» de contratar los servicios de una empresa de seguridad, tal y como le recomendó. Y otra más por haber terminado en comisaría la tarde anterior, y posiblemente el sermón no acabara ahí, pero aguantaría el chaparrón como pudiera; al fin y al cabo, tendría que verle al día siguiente para el entierro de Isaac y prefería llevarse el rapapolvo por teléfono.

Cuando Andrea salió del baño, Victor ya había cortado la comunicación y la esperaba sonriendo. Lo de su jefe no había ido tan mal.

—¿Nos vamos? —le preguntó ella comprobando la hora.

Él hizo un gesto de asentimiento y le preguntó cómo se encontraba.

—Bien, mejor que anoche, aunque algo cansada todavía.

Se rozó el hombro donde le habían dado un par de puntos y lo sintió dolorido. La brecha de la cabeza le había dejado un dolor sordo que intentaba acallar con analgésicos.

Estaba preciosa con aquellos simples vaqueros y la camisa blanca. Sus ojos tenían el brillo de siempre y su cabello limpio esparcía un aroma a azahar por la habitación. El hombre la tomó por la cintura y la besó despacio, con cariño.

—¿Y ahora?, ¿cómo te sientes? —prosiguió besando su cuello.

—Estoy perfecta —tartamudeó ella apartándole con una sonrisa.

Si continuaba por aquel camino no llegarían tarde a su reunión, simplemente no llegarían.

Cuando abandonaron el hotel pidieron un taxi y le indicaron su destino, no fue necesario que le ofrecieran ningún detalle, ni siquiera que tenía que acceder al local por la parte posterior, por la calle Salomón, como les había advertido Elijah.

El café Tmol era muy afamado en Jerusalén. Aunque había sido inaugurado como café en el año 94, ya existía como negocio desde mucho antes. Su edificio de piedra, con más de cien años de antigüedad, le confería un toque de rancio abolengo y a Andrea le sorprendieron las numerosas estanterías con libros que recubrían las paredes. En realidad, como le explicaría el doctor más adelante, el café Tmol era un centro de intelectualidad con un calendario de eventos artísticos y literarios, no solo un lugar agradable donde comer o tomar una copa.

Elijah los esperaba sentado en una mesa y se levantó nada más verlos entrar por la puerta. Victor le presentó a Andrea y él besó su mano con caballerosidad, un acto que a la mujer le pareció cortés, a diferencia de las ocasiones en que Martin intentaba hacer lo mismo.

—Gracias —le dijo cuando el doctor le separó la silla.

—¿Le gusta el local? —le preguntó.

Asintió. El café poseía un encanto especial, con sus arcos abiertos, su mezcla de paredes encaladas con otras recubiertas de piedras y sus lámparas antiguas. La decoración contaba con el sabor especial que ofrecían las mesas y las sillas de madera, con algún que otro sillón acolchado y con acogedores rincones de lectura. No era un lugar para turistas y no se apreciaba la impostura de esos negocios montados con una fachada de buen gusto, de lo nuevo que quiere parecer antiguo. En realidad, todo se veía usado, pero con una sensación de comodidad que no pueden ofrecer ni los mejores decoradores.

—¿Una cerveza? —les ofreció el anciano mostrando la suya casi vacía.

Victor aceptó, pero la mujer prefirió un vino tinto, a ser posible de la tierra.

Antes de que el doctor Cohen pudiera añadir nada más, el joven le agradeció su ayuda del día anterior y le pidió disculpas por haberle comprometido en su investigación.

—No tiene importancia. Serán solo algunos días dando explicaciones a la gente del gobierno. Al fin y al cabo —se convenció—, ¿qué me van a hacer? Soy israelí y tengo ochenta años.

De cualquier forma, Victor volvió a reiterar su agradecimiento.

Para cuando el camarero les trajo las cervezas y el vino de Andrea, el anciano ya los había metido de lleno en una nueva conversación.

—No he dejado de darle vueltas a tu idea —se dirigió al joven— de que los mandeos están implicados en todo esto —les dijo.

—Ni yo —le confirmó él.

—De hecho, el Rollo de Cobre puede estar vinculado con ellos.

—¿De qué forma? —preguntó la orientalista.

—A través de su escritura —se explicó—. Hay pasajes en el texto que son un tanto enigmáticos. —Los otros dos se rieron, en realidad todo el rollo era un enigma de principio a fin—. Os lo aclaro —les dijo el doctor cuando dejó de reírse—. Esos pasajes están escritos en un lenguaje que dejó de hablarse hace setecientos u ochocientos años y que ya no se usaba cuando se redactó el manuscrito de cobre. Además, el resto del texto utiliza términos que solo son comprensibles a través del estudio del arameo y del acadio.

—El lenguaje mandeo procede del arameo —confirmó Andrea.

Victor asintió y permitió que el doctor prosiguiera.

—Y tanto el estilo de escritura como su ortografía, así como el hecho de haber sido escrito en cobre, convierten al manuscrito en una rara avis.

Era cierto, el Rollo de Cobre era un extraño rollo, único, ya que no se había encontrado ningún otro a lo largo de la Historia que tuviera algún punto en común con él, ni en su estilo, ni en su escritura, ni en el material.

—No resultaba fácil hace dos mil años estirar una fina lámina de cobre de una pureza del noventa y nueve por ciento hasta dejarla en un milímetro de grosor. ¡Habría sido más sencillo preparar una hoja de papiro! —Victor tenía razón; el cobre tan puro resultaba mucho más difícil de moldear que si le hubieran añadido una mezcla de estaño, pero también sabía que la aleación daría como resultado un material mucho más duro imposible de ser enrollado. Y era necesario poder enrollar la lámina de cobre.

—Y un cobre tan puro no era de uso común. En la zona de Israel no pudieron comprarlo. Hacía más de mil años que no se usaba, todos los metalúrgicos lo mezclaban con estaño. Y si lo hubieran encontrado, su precio habría sido elevadísimo. —Elijah hizo hincapié en la última palabra alargándola para resaltar la importancia del precio.

De hecho, estaba ampliando un comentario que ya le hiciera al investigador en su yacimiento del valle de Hircania.

—Además de la dificultad de escribir sobre él —prosiguió el joven—, golpeando con un punzón y una maza de madera repetidas veces hasta conseguir grabar una letra.

Andrea los escuchaba, pero su razonamiento iba mucho más allá.

—¿Y qué me decís del Rollo de Plata? —les preguntó.

Este segundo manuscrito era de conocimiento común entre los arqueólogos. Al final del Rollo de Cobre se mencionaba un lugar en el cual habían ocultado un manuscrito escrito en plata que era una copia del de cobre, pero especificaba mejor los lugares donde estaban ocultas las riquezas y los historiadores pensaban que si lo encontraban conseguirían hallar todos los escondites.

Entonces volvió a intervenir la mujer estableciendo una relación entre los dos tipos de metal.

—¿Sabíais que los mandeos eran conocidos como «los trabajadores de la plata de Amara»? —Los dos hombres la miraron sorprendidos—. Cuando la señora Drower llegó por primera vez a Irak a mediados del siglo pasado, los mandeos ya eran reputados orfebres en la ciudad de Amara y sus trabajos en plata estaban muy solicitados. Hoy día —les aclaró—, todavía es una de sus principales ocupaciones. Cualquiera que viaje a Irak y decida traerse una pieza de joyería como recuerdo puede estar seguro de que será mandea.

—Es decir —le interrumpió el doctor—, el trabajo de grabar en cobre con un punzón no habría sido una tarea tan compleja para un mandeo.

Ella asintió con un leve gesto de la cabeza.

—Los orfebres no tienen por qué saber escribir —le apuntó dando por hecho que todos conocían la gran cantidad de errores que contenía el documento, como si hubiera sido copiado por un analfabeto.

—Desde que hablé contigo —dijo el anciano dirigiéndose a Victor—, estoy cada vez más seguro de que esos hombres han estado muy presentes en todo lo que ha tenido que ver con Qumrán, con sus manuscritos, sus costumbres...

Había un poso de la teología mandea y de sus hábitos en los esenios. Una relación que al principio no le pareció del todo posible, pero que ahora estaba clara hasta el punto de que comenzó a parecerle imposible que ningún arqueólogo hubiera establecido esa conexión antes.

El investigador llamó la atención del camarero y le pidió una nueva ronda de bebidas, después formuló otra duda relacionada con el enterramiento en donde habían encontrado los cien lingotes de oro.

—De hecho, la T1000 es una tumba diferente al resto por muchos motivos, su orientación este-oeste en lugar de norte-sur, el poseer un pequeño edificio que la protegía o el haber enterrado al hombre en un ataúd recubierto de cinc —este último punto no lo había podido comprobar por sí mismo, ya que hacía algunos años que los arqueólogos habían retirado el féretro— me hacen pensar en que son pistas que nos indican algo, su orientación tiene que poseer un significado. No puede ser distinta porque sí, sin más.

—Para los mandeos —le interrumpió Andrea—, al igual que para los esenios, el Paraíso se encuentra al norte, si se trata de un enterramiento mandeo, también estaría orientado hacia el mismo punto cardinal que el resto de los enterramientos, no hacia el este.

—El asentamiento de Qumrán también está orientado al este.

Victor meditó las últimas palabras del anciano.

—El sol sale por el este y el sol representa la Luz. —Aunque Andrea sabía adónde deseaba dirigirse con su razonamiento, el joven se explicó para que Elijah lo comprendiese—. La Luz para los mandeos es la base primordial de su teología. —Entonces recordó la «a» de su alfabeto, la que vio en la cueva, como un sol despidiendo rayos dorados.

Todo estaba relacionado. Ya no le quedaba ninguna duda, su teoría cobraba fuerza por momentos.

Cuando se acercó el camarero para dejarles la nueva ronda de cervezas y el vino para Andrea, el doctor Cohen aprovechó para pedirle la carta. Se hacía tarde y el menú del café Tmol era muy bueno.

—Comemos aquí, ¿os parece? —les preguntó.

Sus compañeros asintieron.

Apenas cinco minutos después, el hombre ya había tomado la comanda satisfecho porque habían aceptado sus sugerencias. La ensalada Amanda era la reina de la casa y el Kebab del mar les resultaría delicioso como entrante.

Los tres prosiguieron su conversación nada más dejarles el camarero.

—Ahora veo clara la relación que existe entre los mandeos y los esenios —apuntó el doctor—. Lo que no acabo de comprender es adónde puede conducirnos.

—A Egipto —le contestó Victor sin ningún género de duda en su voz. Dio un trago a su cerveza procurando no dejarse un bigotillo blanco de espuma y continuó—: Ellos aseguran que proceden de allí.

Miró a Andrea para que secundara sus palabras y aumentara su explicación.

—Esa idea forma parte de su mitología —asintió con cautela—. Los historiadores no somos capaces de retrasar tanto sus orígenes, pero...

El joven la interrumpió.

—Hay indicios que lo confirman.

Ella le sonrió y palmeó una de sus manos, que descansaba sobre la mesa.

—Sí, hay indicios.

—Cuéntanos lo de Ptahil y lo del calendario —le pidió—. ¡Ah! —recordó luego—, y lo del Banquete de los Egipcios.

Richard Pearlman era un hombre delgado de cuarenta y tantos años, con el pelo claro y la piel muy blanca. Nada en él desentonaba, pero tampoco poseía ningún rasgo característico que mereciese una mirada más atenta. Quizá por eso le habían elegido para ser el cónsul general de Jerusalén.

Cuando su asistente le anunció la llegada de Sinclair, el hombre se puso en pie para recibirle y le estrechó la mano con aparente cordialidad.

—Siéntate, por favor —le sugirió al professor—. ¿Un té? —Luego recordó que prefería el café y que le gustaba saborear de vez en cuando un Blue Mountain de Jamaica—. ¿Prefieres café?

Richard también sabía que solía beber buen whisky escocés, de malta, sin mezclas, pero era casi la hora de la comida y ofrecerle una copa le pareció poco adecuado.

Al ver que su invitado asentía ante el ofrecimiento del café, se dirigió a su asistenta y le pidió dos tazas.

Le había citado en su residencia en lugar de hacerlo en su despacho oficial porque habría sido toda una descortesía por su parte teniendo en cuenta que sus familias se conocían desde hacía años, pero sabía que aquella antigua amistad le podría ocasionar algunos problemas. Sin ir más lejos, como cónsul no debería haberse inmiscuido en los asuntos legales israelíes y mucho menos intervenir para que no constara su arresto. Aliviaba su conciencia el hecho de que había actuado a nivel personal, sin utilizar su cargo; pero bien sabía que si no hubiera sido el cónsul general, Sinclair estaría ahora acompañando a sus amigos en alguna celda.

Richard Pearlman se volvió hacia su invitado y tomó asiento cerca de él.

—¿Y bien? —le preguntó a su amigo—. ¿Cómo te van las cosas? —De sobra sabía que en Israel le iba algo mal, pero se trataba de una simple pregunta de cortesía.

—Gracias por tu ayuda de anoche.

—No hay de qué. Discúlpame por no haber podido acudir en persona, teníamos una recepción —se excusó.

Aun sin compromisos oficiales, a Richard no se le habría ocurrido aparecer por la comisaría, se habría comprometido en exceso. Tenía claros cuáles eran los límites que no pensaba traspasar.

—Tu ayudante hizo un buen trabajo, parece un gran negociador.

—Lo es —admitió el cónsul consciente de su valía. Sin embargo, no pretendía hablar sobre su gente, prefería enterarse de dónde se había metido su conocido—. ¿Qué fue lo que sucedió? —Ante la duda que recorrió el rostro de Sinclair afinó su pregunta—. La verdad, si no podríamos tener problemas.

Richard ya conocía la versión de su ayudante.

—Inicié una excavación sin tener los permisos reglamentarios —le explicó, aunque tampoco era toda la verdad—. Los otros se me adelantaron.

—Ellos sí parecían contar con las autorizaciones pertinentes.

—Lo dicho, se me adelantaron. Martin Crown me dijo que contábamos con ellas, pero no era cierto.

La asistenta les sirvió el café humeante y Sinclair aprovechó para deleitarse con su aroma. Después de eso bebió un sorbo y retuvo en sus manos la taza en lugar de dejarla sobre la mesita del centro.

—He podido librarte gracias a ser quien eres y a mis influencias —prosiguió Richard cuando la asistenta ya los había dejado—, pero no ha sido fácil. —Más que una afirmación fue una llamada de atención, no deseaba que volviera a repetirse un incidente de ese tipo.

Samuel había captado el doble sentido de sus palabras.

El Kebab del mar les resultó delicioso, con sus siete variedades de pescado servido en una cama de hierbas y pimientos asados. Pero a Andrea le impresionó aún más el exquisito sabor del filete de salmón que había pedido como plato principal, no en vano era una de las especialidades de la casa.

—¿Os gusta el vino? —Elijah había elegido uno de la zona de Yoav-Judea, que comprendía los viñedos del área de Jerusalén. Era tinto, pero a la orientalista no le importó degustarlo con su plato de pescado.

El doctor Cohen era un buen anfitrión en su tierra y conocía muchos lugares y muchas historias para entretener a los visitantes y hacer que su estancia en Jerusalén fuera inolvidable, si la ciudad no lograba conseguirlo por sí sola. Sin embargo, aquella reunión tenía otros fines. Ya les aconsejaría más adelante qué sitios no turísticos debían visitar antes de irse.

—Retomando la conversación anterior... —insistió Victor.

—Estábamos hablando de la relación con el pueblo egipcio —adelantó el doctor.

Andrea bebió un sorbo del vino y se dispuso para explicarles los indicios de ese vínculo.

—Es cierto que los mandeos afirman haber vivido en Egipto y en su vocabulario algunas formas parecen apuntar a ese origen. —Para no entrar en explicaciones docentes que alargarían su exposición se limitó a hablarles de un par de raíces en común—. Pero quizá lo más destacable sea su calendario. El de los mandeos es solar, como el egipcio; y ambos están formados por 360 días al que han sumado otros cinco.

—Como el esenio —se sorprendió Elijah—. También utilizan uno solar y es curioso porque el resto de los judíos han usado siempre uno basado en los ciclos de la luna.

«Sí, resulta curioso», pensó Andrea, y prosiguió:

—Esos cinco días añadidos al final están dedicados a conmemorar la Creación y guardan similitudes entre ambas culturas. Es más, los egipcios celebraban su día de Año Nuevo coincidiendo con la crecida del Nilo, un evento de suma importancia para ellos que venía a suceder a finales de julio.

—Y los mandeos adquirieron esa misma costumbre —le cortó Victor.

—En efecto, ellos también celebran su Año Nuevo sobre las mismas fechas —le confirmó la mujer—. Y nos queda Ptahil.

—Y el Banquete de los Egipcios —le recordó él.

—Sí, también. Con respecto a Ptahil —continuó—, el parecido con el dios egipcio Ptah es increíble, no solo en el nombre. Ptah fue el encargado de crear al primer hombre al principio de los tiempos y el Ptahil mandeo, junto a otros entes, creó el mundo.

Elijah se encontraba sorprendido sobre esos paralelismos que no dejaban lugar a dudas.

—¿Y el famoso banquete? —preguntó mirando a Victor.

—Se trata de una fiesta mandea —le explicó él— que rememora a los mandeos que realizaron la migración desde tierras de Egipto hasta Israel y que estuvieron a punto de perecer ahogados en las aguas del Mar Rojo.

Aquello trajo a la mente de Elijah una relación muy clara con la historia bíblica del Éxodo de los judíos cuando huyeron del faraón.

—No puedo negar que me habéis impresionado —les dijo Elijah—. A pesar de carecer de pruebas irrefutables sobre la relación entre los mandeos y Egipto, y a su vez entre los esenios y los mandeos, los indicios que me habéis contado son más que suficientes para derivar la investigación sobre el Rollo de Cobre hacia otro lugar. Creo que hemos estado excavando demasiado tiempo en Israel. Ahora deberíamos mirar hacia...

—¿Egipto? —le interrumpió el investigador.

—Egipto, en efecto. Resultaría muy plausible —resumió el doctor— que los esenios hubieran entrado en contacto con los mandeos en tiempos remotos y que hubieran sido influidos por ellos en su teología y en sus costumbres, incluso en lo relativo a Egipto, hasta el punto de haberles solicitado ayuda cuando tuvieron que ocultar parte del tesoro del Templo. De todas formas —meditó—, conozco a alguien que podrá aclararnos un poco este asunto.

—¿Vive aquí? —le preguntó Victor pensando en concertar una reunión de urgencia con él.

—No, es británico y ahora está en Inglaterra. Hace unos años publicó algunos libros sobre el Rollo de Cobre con unas teorías que no toda la comunidad científica aceptó de buen grado pero que a nosotros, ahora, pueden resultarnos muy útiles.

«Hablaré con él esta tarde», pensó Elijah, y eso le llevó a un nuevo interrogante: ¿sería cierto que podrían encontrar algunos tesoros del Rollo de Cobre en la tierra de los faraones?

—¿Postre? ¿Café?

La pregunta del camarero los sobresaltó. Habían estado demasiado concentrados en la conversación y no se habían percatado siquiera de que el hombre les había retirado los platos. Pero asintieron a su segunda propuesta, aunque el doctor Cohen le sugirió a Andrea que probara el té Tmol, otra especialidad de la casa con verbena, manzanilla, hierba limón y salvia, una infusión muy aromática. Ella se lo agradeció, a media tarde siempre prefería una tisana.

—¿Solicitamos los visados para Egipto? —les insinuó Victor.

Ninguno se había percatado de la presencia de un hombre delgado con algunos moratones en la cara y una cicatriz que le partía la ceja izquierda sentado algunas mesas más atrás. En su posición, solo Elijah podía verle el rostro, pero el anciano no le conocía, ni siquiera se fijó en el rosario que desgranaba lentamente entre sus dedos. Abdul no se había perdido ni una sola de las palabras de su conversación.

Sinclair había captado el sentido más amplio de la frase del cónsul general y le aseguró que no le pondría en ningún otro aprieto de esas características.

—No volverá a ocurrir —prometió tomando otro sorbo de su café—: ¿Podrás hacer algo por Martin y por Jamal?

Le preocupaba su situación, aunque sabía que tenían casi todo en su contra.

—Lo tuyo ya me ha puesto en un aprieto. No desearía involucrarme más. —A pesar de sus amplias dotes diplomáticas, el cónsul prefirió ser directo; ayudar a los otros dos le podía suponer un grave problema. Máxime cuando Jamal era palestino—. Contrata a Barry —le recomendó—. Es el mejor.

—Ya lo he hecho.

—Bien. —Richard levantó su taza.

Por Sinclair había tenido que arriesgarse, pero no tenía intención de hacerlo por sus compañeros.

—¿Podrías hacerme otro favor? —El diplomático permaneció a la escucha—. Necesito saber si una señorita, Andrea Jacobs, de nacionalidad británica, tiene pensado salir de Israel; y en caso afirmativo para qué país ha solicitado la visa. —Aún la habría perdonado, todavía la echaba de menos, pero era necesario tenerla bien vigilada.

Richard se pensó su respuesta, aquello no le comprometería mucho. Bastaría con que su ayudante estuviera al tanto.

—Hecho.

—Otra cosa más, ¿tienes forma de saber si ha reservado vuelo en alguna línea aérea? —Richard asintió—. ¿Podrías comunicármelo cuando lo haga?

—Podría.

A medida que avanzaba su conversación, el cónsul se había vuelto cada vez más parco en sus respuestas, como si todo aquel asunto le fuera en extremo desagradable. A Sinclair no le importaba demasiado, requería que le hiciera aquel pequeño favor y le apretaría cuanto fuese necesario.

—¿Entonces?

—Te lo haré saber —le contestó Richard.

—Por cierto, necesitaré un visado, ¿lo gestiono en el consulado como todo el mundo?

Eso era la puntilla y ambos lo sabían, no era necesario haberse comparado con «todo el mundo». El diplomático podría haberle contestado de malas maneras, sin embargo, prefirió comerse las palabras. Prepararle una visa era la mejor manera que tenía de verle fuera de su jurisdicción. Ahora se alegraba de no haberse involucrado nada más que lo justo en aquel asunto.

—¿Para quién? —le preguntó; pero luego apostilló él mismo—. Dile a la secretaria del CSJ que me envíe los datos por fax, tendrás el visado en un par de horas desde la recepción del documento.

Le tocó el turno de resarcirse a Richard. Su alusión a la gente del CSJ no era arbitraria, conocía perfectamente las actividades de la asociación y lo cerca que estaban del borde de la ilegalidad, como también sabía que Sinclair estaba más involucrado con ellos de lo que había reconocido.

Desde el principio de la conversación le había pedido la verdad sobre lo sucedido. Una cosa era mentir a su ayudante y decirle que los de la asociación le habían utilizado, y otra cosa era engañarle a él, que se había arriesgado por ayudarle.

Cuando advirtió que lo que había ido a hacer al consulado ya estaba hecho, Samuel apuró el último trago del excelente café y se incorporó recogiendo su bastón.

—Gracias por todo, amigo —había cierta ironía en sus palabras.

—Te acompaño a la puerta —le contestó Richard aliviado por que se marchara.

Al llegar, el cónsul le estrechó la mano y le mostró una sonrisa de circunstancias que no pudo disimular.

—Da recuerdos a tus padres —le dijo Sinclair antes de girarse y alejarse calle arriba.

El miércoles amaneció luminoso y despejado, pero, a medida que avanzaba la mañana, el cielo fue cubriéndose de gruesos nubarrones de tormenta que amenazaban lluvia. Estaban en primavera y no podía descartarse que aquel día cayera algún chubasco.

—Era previsible —aventuró Andrea cuando salió del consulado británico y observó que se había ocultado el sol.

Victor la esperó en la entrada mientras ella solicitaba su visado para poder viajar a Egipto. Antes habían pasado por el italiano para solicitar el de él. Si todo iba bien, al día siguiente podrían recogerlos.

Ambos consulados, tanto el italiano como el inglés, tenían sus oficinas en la zona este de la ciudad, en el barrio Sheik Jarrah, cerca de la colonia americana y fuera del casco antiguo. Un sector tranquilo en la parte nueva pero construido con gusto y elegancia a mediados del siglo pasado.

—¡Taxi! —gritó Victor alzando la mano.

Cuando el hombre se detuvo, abrió la puerta y dejó paso a Andrea.

—Al Jerusalem View —le pidió.

—Ese es el cementerio que está a las afueras, ¿verdad? —quiso confirmar el taxista.

Isaac había manifestado en su testamento el deseo de ser enterrado junto a su esposa en el Jerusalem View, un cementerio pequeño situado a diez kilómetros de la ciudad.

En el poco tiempo que separó sus muertes, el anciano había comprado una lápida al lado de la de ella. Durante más de cincuenta años de matrimonio, solo se habían separado aquellos meses y deseaban pasar juntos el resto de la eternidad. Ahora podrían hacerlo.

Cuando el taxi dejó a Victor y a Andrea ante las puertas del cementerio, Said ya había llegado y los esperaba en la entrada. Alzó una mano a modo de saludo para llamar su atención entre la multitud. Un poco más a su derecha, el doctor Cohen conversaba con el hermano pequeño de Isaac y con su esposa, también vio llegar a los jóvenes y les hizo un gesto con la cabeza.

La entrada del pequeño cementerio, de menos de quinientas tumbas, estaba atestada de personas que habían conocido a Isaac y querían despedirse de él. El investigador no reconoció a nadie más, pero echaba en falta a su jefe. Jerôme le dijo que tomaría un taxi directamente desde el aeropuerto hasta el cementerio y que se encontrarían en la entrada. Pero aún no había llegado y le extrañaba su retraso.

El joven comprobó la hora en su reloj y al levantar la cabeza observó que acababa de llegar otro taxi. De su interior salió un hombre negro vestido con un impecable traje oscuro, con corbata también oscura y camisa blanca. Jerôme Cavaliere era un anciano alto y delgado de andares pausados y gestos comedidos. Irradiaba serenidad. Se atusó el pelo canoso y rizado antes de recoger la vuelta que le devolvía el taxista y se dirigió hacia el investigador. Cuando llegó a su altura, Victor le estrechó la mano, pero los ojos entrenados del anciano no se separaban de la mujer que había a su lado y, sin ser necesaria ninguna explicación, Jerôme supo por qué su joven investigador de campo no deseaba volver a Roma, por lo menos no tan pronto.

—Te presento a Andrea.

El hombre estrechó su mano con la firmeza justa y alabó su belleza. Entendía perfectamente que la investigación en la que estaba sumido Victor se hubiera retrasado y no le sorprendería que necesitara algunas semanas más para finalizarla. Sonrió para sus adentros.

En ese momento se les acercó Said y Victor también los presentó. Aunque no se conocían personalmente, el joven le había hablado a su jefe del anticuario que en tantas ocasiones le había ayudado en sus casos.

Interrumpieron su conversación cuando el vehículo fúnebre alcanzó la entrada del cementerio; la comitiva le dejó paso y después caminó tras él. Jerôme calculó que allí habría al menos un centenar de personas, no le extrañaba en absoluto que su amigo Isaac fuera tan querido, pero lamentó no conocer personalmente a sus familiares más cercanos y tener que ofrecer el pésame a unos desconocidos.

El cementerio Jerusalem View, enclavado en el área montañosa al norte de la ciudad, estaba cuidado y rebosaba luz y belleza. Muy al contrario que otros lugares destinados a la muerte, en él se alternaban las lápidas blancas con los espacios verdes. Más que un cementerio parecía un parque, con árboles centenarios a cuyos pies descansaban los fallecidos.

Los nichos se distribuían por el suelo de forma irregular, reunidos en grupos de tres o cuatro, y rodeados de pequeños arbustos y macetas con plantas que habían dejado los familiares. El césped a su alrededor se veía recién cortado y el cielo, que amenazaba lluvia, potenciaba el aroma de la vegetación. Era un lugar hermoso. Así se lo había dicho su esposa a Isaac y él había estado de acuerdo. «Cuando muera me gustaría ser enterrada aquí.» Pareció una premonición. Habían acudido al cementerio para acompañar a un pariente en su último viaje y a ella le había maravillado el sitio. No parecía un lugar de entierro o, mejor dicho, sí lo parecía, con sus lápidas con inscripciones en hebreo y sus tumbas diseminadas por el suelo; pero la mujer agradeció la alegría que emanaba el lugar encarnada en la vegetación y en las plantas. No tardaría mucho en tener que «vivir» allí para siempre.

Cuando el vehículo fúnebre se detuvo en mitad de un pequeño claro, los empleados de la compañía ya habían despejado el terreno y la fosa del suelo estaba preparada para acoger al anciano. Habían tenido que retirar todas las macetas con geranios que rodeaban la tumba de su mujer y que ocupaban parte del espacio que estaba destinado a su propio cuerpo. Ahora comenzaban a dar sus primeras flores, rojas, rosas, blancas y moradas. Victor se secó una lágrima dispuesta a rodar por su mejilla y recordó la fachada de la casa del doctor Ben Shimon llena de tiestos. Lo que desconocía era que los geranios del cementerio habían crecido de esquejes que el mismo Isaac había cortado de aquellos otros que su mujer cultivaba en casa, y que él había continuado cuidando con cariño; como si fuera lo único que, después de muerta, podía aliviarle del dolor de su pérdida.

La ceremonia fue muy emotiva, el hombre con el que había estado hablando Elijah en la entrada dio un pequeño discurso recordando a su hermano y agradeciendo a los presentes su asistencia al acto. El sacerdote judío cumplió con su ritual y, al final, entonaron un cántico sagrado. Hubo muchas lágrimas. Jerôme se emocionó al pensar cómo un hombre viejo podía ser tan querido y de ahora en adelante tan añorado cuando parecía que, en un mundo demasiado rápido, como el que les había tocado vivir, solo la muerte de los jóvenes era verdaderamente llorada; como si los ancianos, por haber gastado su vida, solo tuvieran derecho a la muerte y no a los llantos ni a los recuerdos.

Mientras el eco de los últimos cantos todavía resonaba entre las lápidas, y las postreras palabras de despedida se arremolinaban en torno a los troncos de los árboles, los asistentes fueron abandonando el cementerio. Caminaban con las cabezas bajas, algunas mujeres se habían tomado del brazo y otras se enjugaban alguna lágrima. No había afectación en sus actos, eran sinceros, porque sincero era el sentimiento que profesaban a Isaac.

Antes de enfilar el camino hacia la salida, y ya solo ante la tumba de su amigo, Jerôme se santiguó, como un cristiano. No había contradicción en un hecho como aquel. El anciano no lo hizo como una muestra de descortesía, la amistad estaba por encima de las religiones y era la forma que aquel hombre tenía de despedirse para siempre de un buen amigo. De haber podido, le habría abrazado con fuerza palmeando su espalda.

Abdul se había echado una «siestecita» en su vehículo mientras todos estaban dentro del cementerio. Llevaba dos noches sin poder dormir de un tirón. La primera porque estuvo vigilando la entrada del hotel donde se alojaba Andrea sin ningún resultado y dormitó a ratos temeroso de no verla aparecer. Después, había perdido todo el día siguiéndolos, a ella y a Victor, por toda la ciudad y a punto estuvo de dejar caer la cabeza sobre su filete de pescado en el café Tmol de puro cansancio mientras intentaba captar su conversación. La última noche había sido algo mejor, pero necesitaba una cama cómoda y poder estirarse por completo. Se giró en el asiento del conductor y se clavó el volante en el costado. Miró por el parabrisas, pero no vio salir a nadie del cementerio y volvió a colocarse de frente para dormitar otro rato más.

Había aparcado en un lugar discreto, desde donde podía vigilar sin ser visto. Por eso, cuando los primeros vehículos en marcharse cruzaron cerca de él, solo tuvo que desperezarse y esperar que pasara la furgoneta de Said.

Casi media hora más tarde se detuvo en la parte posterior de la tienda del anticuario y observó el ascenso de todos a su residencia. Supuso que se dispondrían a comer. Un rugido de su estómago le recordó que solo había desayunado un par de tés y buscó con la mirada algún local cercano donde pudiera tomar algo sólido. Lo localizó unos cuantos metros calle arriba.

Antes de bajar del vehículo decidió telefonear a su nuevo jefe para ponerle al día de los últimos acontecimientos.

—Señor Sinclair, Abdul al habla.

—Dime —le respondió—, ¿tienes noticias nuevas?

Le informó de la visita de los dos jóvenes a sus respectivos consulados, lo que le hizo suponer a Samuel que habían ido a solicitar un par de visas.

—¿Sabes para dónde?

El árabe no había podido entrar en los edificios y ese día ni siquiera había dispuesto de la posibilidad de acercarse tanto como el anterior, con lo cual sus conversaciones quedaron fuera de su círculo auditivo.

—No —le respondió.

Al professor no pareció importarle en exceso, había supuesto con bastante certeza que lo más probable era que viajaran a Egipto.

—¿Dónde están ahora?

—En la vivienda del anticuario. —Abdul ahogó un bostezo para que su jefe no advirtiera lo cansado que estaba.

—Está bien. Come algo tú también, pero no dejes de vigilar.

Aquel gesto le pareció a Sinclair de lo más condescendiente.

Cuando colgó a su nuevo ayudante marcó el teléfono de la asociación y le pidió a la secretaria de Martin que enviara los datos al consulado británico solicitando un visado para Egipto. También le ordenó que arreglara los papeles de Abdul para que pudiera salir del país lo antes posible.

Fátima los esperaba en casa. Said le había pedido que ese día organizara una comida para todos. Cuando el anticuario se lo comentó a Victor y a Andrea, a los dos les pareció muy buena idea, sobre todo al joven, que pensó que, si mantenía a su jefe ocupado con los otros «integrantes» del equipo, se ahorraría tener que hablar en privado con él, y al escuchar los razonamientos del resto sobre la investigación en curso sería mucho más fácil de convencer. O, al menos, eso creía. Disponía de unas pocas horas para que le diera el visto bueno a su última intención de viajar a Egipto antes de que tomara su vuelo hacia Roma.

—Está delicioso, señora —le decía el doctor Cohen a Fátima alabando sus dotes culinarias mientras se servía otra empanadilla de carne.

Era un hombre de buen comer capaz de dejar atrás al insaciable de su anfitrión.

La esposa de Said, ayudada por sus tres hijas, aunque la pequeña solo se había encargado de poner la mesa, había preparado para la ocasión algunos de los platos más típicos de su cultura. Las dos mayores habían dedicado la mañana a hacer el cuscús y asar el cordero, que en su tierra se prefería recental y no lechal. Ella elaboró con paciencia varias pastillas, un plato con finas capas de masa filo rellenas, algunas con carne de pichón y otro par más con frutos secos y miel para el postre. No se olvidó de elaborar una gran bandeja con los pastelillos de pistacho que tanto gustaban a su marido; y ensalada de berenjenas, hummus de sésamo, pastas rellenas de carne... y unas galletas de mantequilla para el té.

—Es cierto, querida —secundó Said al doctor Cohen—. ¿Me pasas otro poco de cuscús?

Aunque en el fondo solo deseaba que llegaran los postres. Estuvo tentado de no comer más para dejar espacio suficiente en su oronda barriga a unos cuantos de esos dulces tan deliciosos.

Los postres llegaron y al término del primer té, sus hijos se disculparon para atender la tienda y Lucero se recostó en brazos de su madre. Mientras la hija mayor retiraba los platos de la mesa, la otra trajo una nueva tetera bien caliente y una bandeja de galletas de mantequilla recién horneadas. Después se unieron a sus hermanos en la parte baja de la vivienda.

Said sirvió el segundo té y ofreció el azucarero a Andrea para que fuera pasándolo.

—La comida ha sido estupenda —le dijo la mujer a Fátima—. Es usted una cocinera excepcional.

La aludida se sonrojó y le dio las gracias. Luego aprovechó para cambiar a su hija de postura; al dormirse, Lucero se había hecho más pesada en sus brazos.

—Discúlpenme —les pidió a los presentes—, voy a acostar a la niña.

Said se sirvió de su salida para alcanzar otro pastelillo. Estaba seguro de que su mujer llevaba la cuenta de los que se iba comiendo.

—Bien —dijo Jerôme rompiendo el silencio que había dejado la marcha de Fátima—, ¿qué es eso de un viaje a Egipto? —Miró a todos como si estuvieran confabulados contra él, aunque lo hizo mostrando una risilla en la comisura de sus labios.

—Cosas de Victor —se desentendió Said deleitándose con la miel del pastel. Al ver la rápida mirada que le dirigió el joven, matizó su comentario—. Pero yo le apoyo. Estoy totalmente de acuerdo con él. No hay otro camino. Es la mejor decisión.

Su alud de palabras provocó una avalancha de risas.

—Vale, Said —le interrumpió su amigo—. Lo hemos entendido.

Victor resumió la conversación que Andrea y él habían mantenido el día anterior con Elijah para poner al tanto a Jerôme y al anticuario de sus últimas deducciones. Sin embargo, no se esperaba los nuevos descubrimientos que había obtenido el doctor confirmando su tesis.

—Ayer por la tarde pude hablar con Robert Feather.

Robert era un metalúrgico y periodista muy versado en la arqueología y en teoría comparada de las religiones.

—¿Y? —La cara de Andrea le pedía a gritos que continuara.

—Fue muy amable conmigo al ponerme al día de sus últimas teorías.

—¿Qué has averiguado? —le apremió el investigador.

El doctor Cohen le contestó mirando a Jerôme.

—Tendrán que ir a Egipto.

El hombre le sonrió, aquello le parecía una encerrona, pero respetaba profundamente la opinión de aquel doctor del que Isaac le había hablado en numerosas ocasiones, además de su propia intuición, que le indicaba que Victor no se equivocaba al seguir ese camino.

—Por lo primero que le pregunté —comenzó el anciano— fue por el material en que estaba escrito el manuscrito. Al fin y al cabo, él es metalúrgico y sabría con exactitud de dónde procedía ese cobre tan puro. No tuvo dudas al responderme que fue extraído de las antiguas minas de Timna.

—Las de Egipto —le confirmó Victor, aunque se mostró un poco incrédulo: necesitaba ayuda para convencer a su jefe, pero no deseaba comenzar abrumándole.

—Robert ya las había visitado y había comparado el cobre de las minas con el del rollo. Parece ser —prosiguió— que ya eran conocidas desde la antigüedad y formaban parte de la ruta de metales egipcios que recorría la tierra de los faraones desde hacía al menos seis mil años. Él estudió ambos metales y llegó a la conclusión de que el cobre del rollo tuvo que salir de allí.

—¿Por sus impurezas? —adelantó Jerôme.

—Exacto —corroboró Elijah—. Al analizarlo descubrió que contenía porcentajes mínimos de arsénico, fósforo y hierro muy similares al del cobre de las minas de Timna. Me contó que en el siglo I, cuando se elaboró el Rollo de Cobre, hacía más de mil años que ya nadie utilizaba un metal tan puro; que solo continuaban extrayéndolo los egipcios. Pero eso no es todo —tenía a los presentes pendientes de sus palabras. Said incluso vertió algo de té sobre la mesa cuando intentó rellenar su taza sin apartar la mirada del doctor—, me comentó también el problema que se había encontrado con los números.

—Sí —ratificó Victor—, el Rollo enumera cantidades tan enormes de oro y plata que muchos eruditos pensaron que se trataba de un tesoro ficticio, era imposible que fuese real debido al elevado número de riquezas que describe.

—Eso mismo pensó Robert —dijo dirigiéndose al investigador—. Y decidió indagar más a fondo en ellos. Descubrió que los números que describían las cantidades de los tesoros estaban escritos de una forma muy poco sofisticada que los hacía innecesariamente largos y, además, le parecieron duplicados. Al estudiarlos se hizo evidente que el sistema numérico utilizado no era propio de la tradición judía. A él le pareció egipcio.

Su última frase levantó expectación ante su concentrada audiencia.

—¿Egipcio? —Jerôme no sabía qué pensar de todo aquello, aunque todavía no había oído ni la mitad de lo que tendría que escuchar antes de tomar su vuelo de regreso a Roma esa misma tarde.

El doctor Cohen le miró asintiendo.

—De hecho, Robert pensaba que constituían un ejemplo típico del sistema que se utilizó en Egipto sobre el año 1330 antes de Cristo. Entonces usaban trazos verticales para representar los números. Algo parecido a los romanos, el I para el uno, el dos como II, el tres era III y así sucesivamente hasta el nueve —les explicó—, luego los combinaban con unidades decimales para representar los números largos. Pero lo más importante —y subió el tono de voz para conferir énfasis a sus palabras— es que este sistema de numeración solo fue utilizado en Egipto, nunca fuera del país.

—Entonces, ¿cómo pudieron llegar a conocerlo los esenios? —inquirió Said.

—O los mandeos, si suponemos que ellos también estuvieron involucrados —complementó Victor su pregunta.

—Sobre los mandeos preferí no hablarle —les aclaró Elijah—. Con respecto a los esenios, él creía que tuvieron contacto con Egipto a través de antiguos judíos que vivieron el Éxodo hacia Jerusalén tal y como narra la Biblia.

—Pero tú opinas —le interrumpió el investigador— que fueron los mandeos quienes tuvieron conocimiento de ese sistema de numeración, ya que habían vivido en Egipto antes de emigrar.

Andrea asintió a las palabras del joven, pero no aportó nada. Fue el doctor Cohen el que continuó detallándoles su conversación con el metalúrgico estudioso del Rollo de Cobre.

—Robert Feather encontró confirmación a su teoría cuando descubrió que, durante el mismo período de la Historia en que utilizaron esa forma de numerar, los egipcios dispusieron también de un sistema de pesos exclusivo para medir los metales preciosos. Al aplicar ese sistema a las cantidades que ofrecía el Rollo de Cobre obtuvo unos pesos que estaban más en consonancia con las cantidades de oro y plata que debieron de circular en Jerusalén a principios de nuestra era.

—¿Y en cuánto ha rebajado el tesoro? —preguntó Said apesadumbrado.

—A unos veintiséis kilos de oro y unos catorce de plata —para no desalentar demasiado a su amigo, Elijah añadió—, y unos cincuenta y cinco kilos de mezcla de varios metales preciosos. ¿Crees que podrías vivir con eso? —le preguntó sonriendo.

El otro se sonrojó al suponer que podría haberlo encontrado y, de haberlo hecho, habría sido suyo.

—Bien —le sacó del apuro Victor—, ¿quién podría utilizar un cobre tan puro, un sistema de pesos y otro de numeración que ya no se usaban desde hacía mil años?

—Y además, ¿egipcios? —puntualizó Andrea.

—Tuvieron que ser los mandeos —prosiguió el joven—. Solo ellos, si nos atenemos a lo que afirman sobre sus orígenes, estuvieron entre los egipcios en aquella época.

—Hay un problema —les comentó Jerôme devolviéndoles a la realidad—, Egipto es muy grande. ¿Dónde tenéis pensado buscar?

—Robert también me ha contado adónde deberíamos dirigirnos —prosiguió Elijah. Victor le miró con unos ojos a medio camino entre la incredulidad y la adoración. Sus palabras estaban convenciendo a su jefe mejor que cualquier exposición que hubiera podido realizar él—. Lo siguiente que le pregunté fue sobre las catorce letras en griego que aparecen en el rollo. Hasta la fecha, ninguno de los investigadores que conozco, ni siquiera yo mismo —se sinceró—, habíamos podido darles una explicación satisfactoria. Eran letras sin sentido que no formaban parte de ninguna palabra ni de ninguna abreviatura conocida. Pensamos que podía tratarse de iniciales de lugares que indicaban escondites del tesoro, pero no conseguimos ningún resultado.

—¿Él lo ha encontrado? —preguntó el joven con ansiedad.

—Parece ser que sí —le contestó—. Y no está solo en su deducción, el professor John Tait, del University College de Londres, confirma su deducción —lo siguiente que les comunicó cayó como una bomba sobre todos los presentes—. Las diez primeras letras conforman un nombre: Akenatón.

Nadie dijo nada, ni siquiera Said, que dejó un pastelillo de pistacho que acababa de tomar a medio camino entre su boca y la bandeja.

—Akenatón —repitió el doctor Cohen—, el faraón hereje que reinó en Egipto sobre el 1350 antes de Cristo.

—En el mismo período que se utilizaba ese sistema de pesos tan particular, el de numeración y también el cobre puro —fue lo único que acertó a decir el anticuario deduciéndolo de la explicación anterior que les había ofrecido Elijah.

—Akenatón fue el primer monoteísta de la Historia —aclaró un Victor todavía perplejo por la dirección que habían tomado los acontecimientos—. Rechazó a todos los dioses de Egipto y ordenó adorar solo a Atón, el sol, y construyó una nueva capital que sería destruida a su muerte, Amarna.

—Amarna —retomó sus palabras Andrea—, conocida como la Ciudad del Sol, o la Ciudad de la Luz.

—Eso es muy mandeo —apuntó Said. Todos le miraron—. Ya sabéis, lo de la luz, y su «a» desprendiendo rayos, como en la Gruta del Bautista.

Hasta el momento, sus deducciones parecían conducirlos hacia Egipto, los mandeos habían estado allí, pero ¿cómo conectar a la secta gnóstica con Amarna? Jerôme se encargó de ponerles los pies en la tierra.

—Bien, pero explicadme, ¿cómo entraron en contacto los mandeos con Akenatón?

Elijah sonrió, había estado esperando esa pregunta desde el principio.

—Creo que tenemos indicios más que seguros sobre eso. Robert Feather se mostró muy comunicativo y me hizo ver algunas conexiones más. No con los mandeos —les aclaró de nuevo—, de los que no le hablé. Pero sí con los esenios, que son nuestro «contacto» con ellos. Quiso que me fijara en la orientación.

—De eso hablamos ayer —le interrumpió Andrea—. La T1000 y el asentamiento de Qumrán están orientados hacia el este, hacia la salida del sol, de la luz —remarcó.

Elijah la dejó terminar, esa aclaración ayudaría a los demás a comprender sus siguientes palabras. Luego continuó.

—Pues bien, el Gran Templo de Akenatón en Amarna también está orientado hacia el este, exactamente hacia donde sale el sol. —Todos permanecieron callados—. Y es más, Robert afirma que los esenios conocieron esa ciudad y la copiaron.

—¿Cómo es eso posible? —preguntó Jerôme.

—Existe un extraño baño ritual en Qumrán al que ningún erudito ha sabido encontrarle una explicación satisfactoria hasta la fecha —les expuso—. Lo normal es que los mikvah judíos más grandes tengan una subida y una bajada separada por un pequeño muro para no mezclar a los fieles impuros, que bajan al agua, de los puros que ya se han bañado. —Todos asintieron—. En el asentamiento esenio hay uno con cuatro divisiones, no con dos, que sería lo más común. —En este punto de la explicación volvió a alzar el tono de su voz—. Y es exactamente igual a otro desenterrado en la ciudad de Amarna. Son los dos únicos que se conocen con cuatro divisiones. ¿Casualidad? —les preguntó de forma retórica—. Robert no lo creyó, así que decidió investigar más manuscritos de Qumrán —prosiguió su exposición—. En otro de los documentos desenterrados, el Rollo del Templo encontró lo que buscaba. En él se describe un santuario, que ya aparece mencionado en el Antiguo Testamento, y que todos los estudiosos pensábamos que era el nuevo templo judío que algún día se construiría. Sin embargo, él afirma que ese templo ya existía, que era real. En realidad, el Rollo del Templo estaba describiendo el Gran Templo de Akenatón en Amarna.

—¿Cómo pudo llegar a esa conclusión? —se interesó Andrea.

—El rollo ofrece las medidas exactas del santuario —les explicó Elijah, hizo memoria para recordarlas y luego continuó—: Ochocientos metros de largo, y el Templo de Jerusalén mide quinientos cincuenta.

—No se le acerca ni de lejos —intervino Said deseando conocer el final.

—¿Cuánto mide el de Akenatón? —Jerôme ya sabía dónde acabaría todo.

—Ochocientos, medido por los arqueólogos, no por Robert —puntualizó Elijah.

Se quedaron unos instantes indecisos, sin saber qué decir. Victor miraba el fondo de su taza de té sin posos, ni siquiera podía intuir el futuro en sus hojas.

Al final, fue su jefe quien rompió el pesado silencio que se había instalado en la azotea de Said, y mirando a su investigador le preguntó:

—¿Cuándo os vais? —Supuso que lo haría acompañado y también lo antes posible.

Victor ya estaba pensando en reservar el vuelo en cuanto dejaran a Jerôme en el aeropuerto para su regreso a Roma.

Sinclair se había servido un whisky doble con un par de botellitas del minibar de su habitación. No era malo, pero tampoco de los mejores; sin embargo, no le apetecía desplazarse hasta el hotel Rey David para degustar allí uno de los buenos.

Se sentía muy tenso y no tenía a nadie con quien compartir sus preocupaciones. Martin había ingresado en la cárcel a pesar de disponer del mejor abogado de Jerusalén y con Andrea ya no podía contar. Agitó su vaso y dejó que el hielo tintinease y enfriara la bebida.

El sonido de su móvil le distrajo de sus sombrías cavilaciones.

—¿Sí?

—¿El professor Samuel Sinclair? —le preguntó una voz al otro lado de la línea. Al escuchar su confirmación, prosiguió—: Soy Peter Brown, del consulado.

—Buenas tardes, Peter —le saludó atento.

—Disculpe que le moleste, pero el cónsul general me ha pedido que le llame para darle algunas informaciones.

Sinclair sonrió y depositó su bebida en la mesita.

—Usted dirá.

—Me ha comunicado que ya tiene disponible su visa y que se la hará llegar al hotel mañana a primera hora, nuestro servicio de mensajería ya ha cerrado —se disculpó—. ¿Le viene bien?

—Por supuesto que sí, agradézcale de mi parte su rapidez, por favor.

El ayudante recogió la cortesía y continuó hablando.

—También me ha pedido que le haga saber que la señorita Andrea Jacobs ha solicitado un visado urgente hoy y que lo podrá retirar mañana de nuestro consulado.

—¿Tiene conocimiento sobre la reserva de algún vuelo?

—No, yo... —El móvil de Peter comenzó a sonar con insistencia y comprobó que era la llamada que había estado esperando toda la tarde—. Aguarde un momento, me telefonean desde el aeropuerto y es posible que sea la respuesta a su pregunta. —Le retuvo unos minutos en la línea mientras hablaba y luego volvió con él—. En efecto, señor Sinclair, era de Ben Gurión. Acaban de confirmarme que la señorita Jacobs ha reservado plaza de turista en el vuelo de El Al Airlines que sale mañana para El Cairo.

El professor volvió a sonreír para sus adentros satisfecho de arreglárselas tan bien desde que le habían dejado solo.

—¿Sabe usted a qué hora parte?

El ayudante consultó las notas que acababa de tomar.

—A las ocho menos cinco de la tarde.

—Muchas gracias por su ayuda y transmítale mi agradecimiento también a Richard Pearlman.

—Si hay algo más que pueda hacer por usted... —se ofreció diligente Peter.

—No, muchas gracias —repitió Sinclair.

Cuando cortó la comunicación con el consulado general, el professor marcó el número de la secretaria de Martin, que en los dos últimos días parecía la suya propia. Y la verdad es que no tenía ninguna queja de ella. Era eficiente en su trabajo y no hacía preguntas innecesarias. El director había sabido elegirla bien. Esperaba que su decisión con respecto a Abdul también hubiera sido acertada.

—Asociación de los Cristianos de San Juan, ¿en qué podemos ayudarle?

Samuel iba a dirigirse a ella por su nombre, pero no recordaba cuál era, ni siquiera sabía si alguna vez se lo había preguntado a Martin.

—Soy el professor Sinclair —se identificó—. Necesito que reserves un par de plazas en un vuelo que sale mañana.

Ella le pidió los datos necesarios para poder realizar la gestión.

—En primera clase —le aclaró él.

No deseaba encontrarse con Andrea y con Victor en turista. Aunque lo que realmente no le apetecía era que los descubriesen a Abdul y a él. Todavía no sabía cómo iba a lograr seguirlos a través del continente sin que se percatasen.

—Por cierto —añadió antes de colgar—, ¿has resuelto el tema del visado de Abdul?

—Sí, señor. ¿Desea que se lo envíe a su hotel?

Sinclair le dijo que sí y luego se despidió.

Tomó el whisky de la mesita y le dio un largo trago, casi hasta apurarlo. Era su forma de celebrar que todo estaba saliendo mejor de lo que esperaba.

Elijah le había recomendado a Victor que viajaran a El Cairo con El Al, las líneas aéreas israelíes. Por su experiencia sabía que era la única que volaba directamente, sin escalas, a la ciudad egipcia. El resto de las compañías que tenían vuelos programados desde el aeropuerto internacional de Ben Gurión, en Tel Aviv, hacían una media de dos escalas en ciudades tan alejadas como Aman, la capital jordana, Viena o incluso el aeropuerto de Ataturk en Estambul.

—Con las otras compañías son doce horas de viaje, mientras que con El Al llegaréis en apenas una hora y media —les había asegurado.

Cuando Victor y Andrea acercaron a Jerôme al aeropuerto para que tomara su vuelo de regreso a Roma, habían aprovechado para pasar por el mostrador de las líneas aéreas israelíes y reservar los billetes para El Cairo.

—¿Para qué día? —les había preguntado la azafata—, ¿para mañana jueves o para el domingo?

El investigador pensó que salir al día siguiente era un tanto precipitado, pero no deseaba esperar al domingo y que su jefe se echara para atrás, con el trabajo que le había costado convencerle. Incluso al dejarle frente a la puerta de embarque les dijo:

—¿Estáis seguros de lo que vais a hacer?

Jerôme Cavaliere había tenido una pequeña conversación en privado con Said y Victor desconocía lo que podría haberle dicho, pero estaba seguro de que le había puesto al corriente de los peligros que corrían con la gente del CSJ detrás. El joven valoraba la preocupación que su amigo y su jefe sentían por él y por Andrea; sin embargo, aquello que los aguardaba en Amarna era demasiado importante como para dejarlo pasar, aun sin saber de qué estaban hablando.

—Tened mucho cuidado —les recomendó Jerôme con excesiva seriedad en su rostro antes de despedirse de ellos.

—Lo tendremos —le aseguró el joven.

Después se dirigieron al mostrador de El Al para realizar su reserva.

—Para mañana jueves —le contestó Victor a la azafata—. ¿Te parece bien? —le preguntó a Andrea.

Ella asintió mientras repasaba mentalmente lo que tendrían que hacer antes de partir: básicamente recoger sus visados y preparar la maleta.

—¿Tendremos algo de tiempo para buscar documentación sobre Amarna y Akenatón?

—¿A qué hora sale el vuelo? —inquirió Victor mirando a la recepcionista.

Ella no tuvo que consultar su ordenador.

—A las siete cincuenta y cinco de la tarde —le respondió con seguridad.

—Entonces, nos dará tiempo —confirmó Andrea.

Victor reservó dos plazas en clase turista y pagó con la tarjeta de la empresa.

—Cuando terminemos con todo esto nos regalaremos un crucero por el Nilo, ¿te apetecería? —lo dijo con una sonrisa mientras tomaba a la mujer por la cintura y la besaba en la mejilla.

Al final, el jueves fue un día de lo más ajetreado. En recoger las visas y preparar el equipaje tardaron menos de lo esperado, pero resultó difícil despedirse de Said y de Elijah con todas las recomendaciones y consejos que tuvieron que escuchar. Fátima les preparó unos bocadillos de carne por si les entraba hambre en el aeropuerto o, incluso, por si al llegar a El Cairo el restaurante del hotel no estaba abierto. Entre unas complicaciones y otras, Andrea consiguió reservarse un par de horas para conseguir algo de información sobre Al Minya, la ciudad egipcia desde donde partirían hacia Amarna, y sobre la propia Amarna.

Cuando el taxi los dejó en el aeropuerto de Ben Gurión, en Tel Aviv, y facturaron sus maletas, respiraron tranquilos. Fue el único momento del día en que pudieron relajarse.

Samuel y Abdul esperaban la salida del Boeing 757 con destino a El Cairo en una salita VIP acondicionada para ellos y para otros tres pasajeros más de su mismo vuelo. Habían reservado en primera clase, y aunque Sinclair siempre prefería viajar en las mejores condiciones posibles, en aquella ocasión no tuvieron elección.

Su nuevo ayudante había resultado ser más útil de lo esperado. Se había descubierto como un hombre hasta cierto punto culto y educado que sabía guardar las formas. Para el viaje se había desprovisto de sus habituales chilabas y vestía un traje occidental de corte perfecto; y no había visto su rosario musulmán en toda la tarde.

Sinclair suponía que volvería a vestir sus prendas tradicionales en cuanto pisaran El Cairo, allí les resultaría beneficioso, pero aquí, en tierra de judíos, era mejor no llamar la atención. El propio Abdul era consciente de los problemas que podría tener y que, de hecho, ya había tenido en el pasado.

El árabe estaba sumido en sus propias cavilaciones, aunque tuvo que apartarlas cuando su «representante personal» se acercó a ellos y les pidió que le acompañaran. La compañía aérea había puesto a su entera disposición a una persona que se encargaba de traerlos y llevarlos por el aeropuerto y de que ellos no tuvieran que preocuparse de nada.

De hecho, ahora los guiaba por los pasillos hasta tomar un vehículo que los trasladaría a la aeronave sin tener que pasar por el control de turistas. Serían los primeros en subir al avión y, según le había contado Sinclair, también serían los primeros en abandonarlo.

El joven no tardó mucho en comprobarlo, algo más de hora y media después de haberse iniciado el vuelo, una limusina los esperaba en la parte delantera del aparato para dejarles en la terminal 1 de El Cairo Internacional. En unos minutos cumplieron con el papeleo y recogieron sus maletas. El vehículo alquilado por la compañía aérea los aguardaba para trasladarlos a su hotel, pero no quisieron reservar en ninguno hasta saber dónde se alojarían Andrea y Victor.

Sinclair pidió al conductor que esperara y le ofreció una jugosa propina. Al hombre, su forma de actuar le pareció extraña, pero el dinero hizo que mantuviera la boca cerrada.

—¿Son ellos? —le preguntó el professor a Abdul dirigiendo su dedo índice extendido hacia delante.

El joven tuvo que enfocar la vista para distinguir mejor el punto que le señalaba.

—Sí, son ellos —le confirmó.

—Siga a ese taxi —ordenó Sinclair al conductor—, y no tan cerca como para que puedan vernos —le avisó poco después, cuando vio que casi llegaba a su altura.

El camino no fue tan corto como habían esperado. Cuarenta y cinco minutos después de haber iniciado la marcha, el vehículo de delante frenó en seco frente a las puertas del hotel Cleopatra. Samuel pidió a su conductor que pasara de largo al comprobar que no podía estacionar en ningún lugar cercano sin ser descubiertos. Unos metros más adelante le hizo girar a su derecha para tomar la calle Champollion, llamada así en honor del egiptólogo que descifró los jeroglíficos. Luego le indicó que rodeara el Cleopatra hasta hacerle parar en su fachada sur.

—¿Hay algún otro hotel por aquí cerca? —le preguntó.

—El Nile Hilton está casi enfrente de este.

—¿Es bueno? —Sinclair no deseaba alojarse en un cuchitril de mala muerte repleto de pulgas, aunque la mención de la cadena Hilton le ofreció ciertas garantías.

—Muy bueno, señor —le respondió el conductor, e inició la maniobra para acercarlos hasta el hotel.

—No se mueva —le ordenó el professor—. Aguarde todavía. —Luego se giró en el asiento para tener de frente a Abdul y le dio instrucciones precisas para que el portero del Cleopatra, si es que lo tenía, o en su defecto el recepcionista, les tuviera al tanto de lo que hacían Victor y Andrea.

Le entregó unos cuantos billetes para que lograse su cooperación y le indicó que podía bajar del vehículo.

—Te espero en el bar —se despidió—. Ya puede llevarme al hotel —le indicó al conductor, que ante tanta autoridad no se hizo repetir la orden.

El hotel Nile Hilton se erguía a las orillas del Nilo en pleno centro de El Cairo y era un edificio de trece plantas de aspecto elegante y cuidado. Su amplio hall de entrada estaba totalmente cubierto de mármol e incluso el mostrador de la recepción había sido elaborado con el mismo material.

Mientras un botones se encargaba de sus maletas, Sinclair pudo admirar una amplia galería decorada con gusto, un tanto recargada de dorados que le daba cierto aire de palacio principesco.

Tras reservar un par de habitaciones se dirigió al bar y pidió un whisky con hielo. Dejó que la bebida se enfriara con lentitud moviendo el vaso en círculos concéntricos. El hielo tintineaba en su interior con un sonido agudo.

Le molestaba no saber adónde iban ni qué buscaban. Con Andrea fuera de su equipo y Martin en la cárcel, sus opciones se encontraban muy limitadas. Hubiera podido echar mano de alguno de los investigadores de la asociación, pero tendría que ponerlos al día y, además, no sabrían valorar su característica manera de actuar.

¿Adónde podrían dirigirse la mujer y Victor?, se preguntó. Se encontraban en mitad de El Cairo cerca de ningún sitio relevante. «¿Buscarán en las pirámides?», su propia pregunta le desalentó.

—¿Tiene un mapa de la ciudad? —le preguntó al camarero.

El hombre iba a responder que en recepción podrían entregarle uno, pero el tono de Sinclair le hizo comprender con rapidez que era una persona acostumbrada a dar órdenes, así que decidió enviar a uno de sus ayudantes a por el plano.

—Gracias —le dijo el professor cuando se lo entregó.

Localizó su hotel en él y amplió su campo de visión para ver qué había en los alrededores que mereciera la pena. Cruzando el río vio la Torre de El Cairo, un edificio de comunicaciones y el Palacio de la Ópera. Si miraba hacia el este se encontraba con algunas madrasas y bastantes mezquitas. Por supuesto, al norte, a muy poca distancia de su hotel, tenía el Museo Egipcio. Un poco más allá descubrió la estación principal de ferrocarril. Volvió a girar el vaso sobre sí mismo y el hielo tintineó de nuevo. Bebió un sorbo y se deleitó con el sabor del whisky en su boca mientras pensaba.

—Ya estoy aquí —dijo Abdul cuando llegó.

Su voz le sobresaltó, pero no lo demostró.

—No deshagas la maleta —le dijo. El joven le miró extrañado—. Creo que mañana saldremos temprano.

Supuso que tomarían el tren, pero «¿hacia dónde?». Desde El Cairo salían transportes diariamente a los cuatro puntos cardinales del país.

—Vamos a cenar —indicó a su ayudante.

Andrea y Victor no tuvieron tiempo para disfrutar de una visita a la ciudad. Al tiempo que asomaban las primeras luces del alba, el despertador comenzó a taladrar sus tímpanos. Se habían acostado tarde disfrutando con tranquilidad de una copa después de cenar y ahora, la falta de sueño les pasaba factura.

Desayunaron un café rápido y solicitaron un taxi al recepcionista del hotel.

—Date prisa —le indicó Victor a la mujer cuando comprobó que ya eran las siete de la mañana—. Voy a pagar la cuenta.

Andrea observó el fondo de su taza, todavía adormilada, y apuró los restos de la bebida de un solo trago. Esperaba que fuera suficiente para despertarla por completo. Después recogió su maleta y se dirigió a la recepción.

—El taxista nos espera —le indicó él avanzando hacia la entrada.

A ella le hubiera gustado pedirle un minuto, o dos, y quizá un segundo café, pero ya tendría tiempo de tomárselo más tarde.

Cuando cargaron sus bultos en el vehículo, el joven le indicó al conductor que los llevara hasta Mahattat Ramses, la estación principal de ferrocarril de El Cairo, que distaba apenas un cuarto de hora de su hotel. El hombre arrancó con celeridad su viejo automóvil invadiendo el carril contrario sin apenas mirar por el retrovisor. En una loca carrera de doce minutos, que podían haber sido quince a una velocidad menos temeraria, el taxista los dejó ante las puertas de la estación.

El investigador echó de menos la colosal estatua de Ramsés II que había presidido la plazoleta de la entrada hasta principios de año; la figura, de casi doce metros de altura, esculpida hacía tres milenios con bloques de granito de Asuán, fue trasladada desde Menfis y colocada en la entrada de la estación a mediados del siglo pasado. Los temblores provocados por el metro subterráneo y por el tráfico rodado influyeron en la decisión del Consejo Supremo de Antigüedades para ordenar su retirada temiendo que la estatua se viniera abajo. Ahora la plaza se veía un tanto vacía sin su inmensa figura.

Al abandonar el taxi, los dos jóvenes se dirigieron a los mostradores de recepción para comprar un par de billetes hacia Al Minya, un pueblecito turístico cercano a la ciudad de Amarna. Victor había elegido primera clase, sabiendo que no resultaba muy aconsejable hacerlo en tercera, y dudando de la segunda; aunque el precio del billete habría sido sustancialmente menor, las condiciones del viaje también lo serían y tendrían que pasar al menos tres horas y media de camino, eso sin contar con que ningún incidente de los que solían ser tan habituales los retrasara.

La orientalista disfrutó del trayecto. Aunque había visitado Egipto en ocasiones anteriores, en ninguna de ellas había viajado en tren. La línea ferroviaria serpenteaba siguiendo el cauce del Nilo hasta la zona más meridional del país, hasta Asuán, y aprovechó para deleitarse con el paisaje verde y tostado de sus riberas, en ocasiones cubierto de palmeras y en otras, solo salpicado por alguna de ellas medio camufladas entre dunas de arena suave.

El discurrir del río era lento y tranquilo, como si sus aguas pesaran demasiado para correr. De vez en cuando, alguna faluca con las velas abiertas se cruzaba delante de su campo de visión y veía a su único tripulante encaramado a la proa dejando que el aire agitase su chilaba. Más frecuentes eran las pequeñas barcas de madera surcando las aguas con las redes extendidas en busca de peces.

A lo largo del trayecto, bordeando la línea del ferrocarril, las mujeres se desplazaban a pie cargando pesados fardos sobre sus cabezas. La orientalista las observaba alejarse hasta convertirse en pequeñas motas de color en el polvoriento camino. Las más afortunadas se ayudaban de burros para trasladar los bultos y aligerar la pesadez de su trabajo.

Al fondo, un grupo de hombres roturaba el campo con antiguas herramientas y animales de carga bajo un sol que en pocas horas sería abrasador. Las parcelas semejaban manchas de colores sobre la interminable llanura cubierta por el limo del río. Pero sus trabajos, sus historias y sus vidas iban quedando atrás a medida que el tren continuaba avanzando por la vía. El sol penetraba a raudales por la ventanilla y le hacía guiñar los ojos; agradeció su calor, al menos a aquellas horas de la mañana.

Apartó unos instantes la mirada del exterior y se sorprendió observando el perfil de un pasajero egipcio que estaba sentado dos filas delante de ella. Debía de ser un ejecutivo o tener un cargo elevado porque vestía un delicado traje de lino. Sus rasgos eran los típicos del país: rostro fino, nariz afilada y piel canela. Le pareció un hombre atractivo, al igual que la mujer que iba a su lado. En ninguno de sus viajes anteriores se había fijado en la gente y se maravilló al descubrir que poseían una fisonomía aristocrática, como si todos fueran hijos de faraones. Se rió para sus adentros pensando en que la magia del Nilo debía de estarla embriagando. Poco a poco, el continuo traqueteo del tren y el zumbido sordo de sus motores la hicieron adormilarse.

Victor tuvo que sacudirla con delicadeza para despertarla cuando, casi cuatro horas más tarde, alcanzaron a Al Minya. La estación se encontraba algo retirada del pueblo y tomaron un taxi para llegar hasta su hotel.

A través de las ventanillas del vehículo pudieron contemplar las calles cuidadas y a la gente pasear sin prisa. Era la mayor ciudad de los alrededores y contaba con su propia universidad y con un hospital que también atendía a los pacientes de las localidades cercanas.

Antaño fue un centro turístico importante, cuando los cruceros por el Nilo arribaban a ella para visitar la ciudad arqueológica de Amarna y los extranjeros llegaban por miles. Pero desde los años noventa fueron suprimidos a causa de fuertes tensiones entre los grupos religiosos cristianos y musulmanes. Aunque la ciudad ya era segura, la ruta fluvial no había vuelto a restablecerse y las autoridades egipcias habían decidido mantener un fuerte control policial en la zona. Prácticamente todos los hoteles contaban con dos o tres agentes apostados en su entrada que acompañaban a los turistas si decidían salir a dar un paseo por la ciudad e, incluso, les buscaban medios de transporte para desplazarse acompañándolos durante su itinerario.

Y eso era lo que les había sucedido en la estación: un agente los había escoltado desde que descendieron del tren hasta que les consiguió un taxi para desplazarse al hotel. Tuvieron que agradecerle que no intentara sentarse en el asiento delantero y fuera con ellos hasta dejarlos sanos y salvos en la recepción del Mercure Nefertiti.

A Victor tanta cautela le pareció un poco exagerada, sabía que en caso de sobrevenir complicaciones serias, el Estado egipcio cerraría ciertas zonas al turismo y con ello zanjaría el problema, no se andaría con medias tintas. Sin embargo, pronto se olvidó de sus cavilaciones, las escenas de la vida diaria en la calle volvieron a llamar su atención.

Contemplaba los escaparates de las tiendas y el fluido ir y venir de gentes sobre las calles pavimentadas vendiendo y comprando productos en las aceras. Las mujeres vestían los típicos caftanes de alegres colores, aunque algunas preferían una ecléctica mezcla y adaptaban la moda a sus gustos combinando unos vaqueros con pañuelo a la cabeza. Los niños correteaban por las calles y se detenían a curiosear en los puestos callejeros. Un perro dormía bucólico a la sombra de un tenderete y solo levantó la cabeza para verlos pasar. Se respiraba un ambiente de idílica tranquilidad.

Sinclair estaba de un humor terrible. Le dolía el tobillo más de lo habitual y, a su juicio, la ropa le apestaba. El viaje de casi cuatro horas en el tren había echado a perder una de sus preciosas, y caras, americanas. La que había elegido para el traslado era de una lana muy suave y ligera apta para esa época del año, pero el desplazamiento en tercera clase, «tercera clase egipcia», remarcó en su mente el professor, era como una cuarta o quinta clase en cualquier otro lugar. El vagón hedía a especias irreconocibles cuyo olor se mezclaba con el del sudor de los hombres y mujeres que atestaban el habitáculo. Dos niños pequeños se pasaron el trayecto berreando hasta que su madre decidió cambiarles los pañales, «¡allí mismo!», gritó en su interior un estupefacto Sinclair. Y el hombre de enfrente, un egipcio de Asuán, le ofreció un pedazo de su almuerzo que no se le ocurrió aceptar ni por asomo; cuando le tendió la mano observó que tenía las uñas más negras que las pezuñas de los burros que había visto a través de la ventanilla del tren. Todavía no sabía cómo había sido capaz de contener las arcadas.

El viaje había sido horrible, salir del Nile Hilton con su refinamiento y elegancia y meterse en aquel vagón era descender directamente al infierno sin pasar por el purgatorio de Dante. Sin embargo, no había tenido otra opción; desconocía qué clase elegirían Victor y Andrea y no deseaba que los descubrieran. Ahora estaba seguro de que no sería la tercera, él tampoco lo habría hecho, de haber podido; tardaría años en quitarse aquel hedor de encima.

Para Abdul la experiencia había sido diferente, desde que abandonaron el hotel a toda prisa gracias a una llamada del recepcionista del Cleopatra, avisándolos de que los jóvenes a los que tenía que vigilar se dirigían a Mahattat Ramses, no había podido ni desayunar. Pero se desquitó en la estación y él, al contrario que Sinclair, sí había aceptado el ofrecimiento del egipcio de Asuán. Después dormitó durante todo el trayecto ajeno al ruido y a los olores que desprendía el vagón. Su filosofía era muy sencilla: lo que no podía cambiar era mejor dejarlo pasar; y se había vestido con su peor chilaba, no deseaba echar a perder ninguna de las buenas. Aquel pensamiento, y ver a su nuevo jefe con una de sus refinadas americanas de verano, le había hecho sonreír.

Cuando llegaron a la estación de Al Minya, el joven se hizo pasar por el guía y casi porteador de Samuel; el professor le había entregado su maleta para que interpretara el papel de maletero a la perfección. Los rasgos y la vestimenta de Abdul consiguieron evitar la atención de la policía, tan solo les hicieron unas breves preguntas y les dejaron buscar por ellos mismos un modo para trasladarse a su hotel.

Aunque encontraron un taxi con cierta rapidez, tuvieron que esperar a que Andrea y Victor iniciaran la marcha para poder seguirlos. En Al Minya aquello no suponía ningún problema, en lugar de las tres libras egipcias que solía costar el desplazamiento, le ofrecieron veinte al conductor y el hombre quedó tan satisfecho que les brindó parte de su almuerzo que descansaba en un aceitoso paquete al lado de su asiento.

Sinclair comenzaba a hartarse de esa costumbre culinaria del país cuando observó por el rabillo del ojo que los dos jóvenes se subían por fin a un taxi.

—Dile que los siga, pero a cierta distancia —le ordenó a Abdul.

Desconocía si el árabe que hablaba su ayudante era el mismo que el del conductor; no tardó mucho en percatarse de que parecían entenderse sin problemas. Tras un breve intercambio de frases, el hombre encendió el motor, que sonó ronco y cascado, y giró sin indicar la maniobra que iba a realizar. Eso le supuso llevarse unas cuantas pitadas.

A Samuel le dio un vuelco el estómago temiendo que Victor y Andrea pudieran percatarse de su presencia.

—¡Que no llame la atención! —le espetó malhumorado a su acompañante.

Cuando alcanzaron el hotel le indicaron que aparcara lo más retirado posible, donde no pudieran ser vistos; allí aguardaron un tiempo prudencial hasta que supusieron que Victor y Andrea ya habrían arreglado su reserva y subido a su habitación. Después alquilaron el taxi para lo que quedaba del día tras un tira y afloja en el que acordaron el precio en treinta euros; nada de libras egipcias en esta ocasión, y en billetes europeos, el hombre no quería monedas.

—No se las cambian en el banco —le explicó Abdul a su jefe.

El otro asintió e hizo una puntualización:

—Dile que se ganará otros diez más si mantiene la boca cerrada.

Samuel había observado el amplio control policial en todo el pueblo y no tenía ningún deseo de buscarse complicaciones si a aquel egipcio se le ocurría comentar con algún agente su extraño modo de proceder.

—Y que nos espere aquí, que no se le ocurra acercar el vehículo a la entrada del hotel.

Luego se bajaron, Abdul tomó las maletas de los dos y comenzaron a andar hacia el Mercure Nefertiti.

A Sinclair no le gustaba demasiado el aspecto del hotel, con su pintura salmón, casi de color rosa, ni su recepción pequeña sin mármoles ni dorados, decorada al más rancio estilo egipcio con pocos recursos. «Espero que al menos no haya pulgas en los colchones», pensó. Llevaba rascándose un brazo la mitad del viaje y mucho se temía que algunos de esos animales habían desayunado a su costa.

Le entregó la tarjeta de crédito al recepcionista y, en cuanto tuvo las llaves de las habitaciones en sus manos, le pasó una a su ayudante.

—Arréglalo todo para que nos avise si bajan esos dos —dijo refiriéndose a Victor y a Andrea.

Le dio unos cuantos billetes para pagar la baakish, la propina por los servicios extra del recepcionista, y se encaminó al ascensor sin mirar atrás.

El hotel Mercure era un cuatro estrellas y estaba considerado uno de los mejores en Al Minya. Las habitaciones habían sido decoradas con modestia pero estaban limpias y contaban con aire acondicionado. Victor descorrió la cortina de la terraza y le asaltó una impresionante vista del Nilo con palmeras adornando sus orillas y vastos pastizales verdeando en el horizonte. Las aguas reflejaban los rayos del sol con tanta fuerza que le hicieron bizquear.

—Recoge tus gafas de sol —le gritó a Andrea pensando que estaría en el lavabo, pero ella observaba el hermoso paisaje a su espalda.

—Todavía no soy vieja y oigo perfectamente —le susurró al oído. Es precioso —comentó después al dirigir de nuevo su mirada hacia el horizonte.

—Sí que lo es —le confirmó él.

El Mercure había sido construido en el margen izquierdo del caudaloso río y, por las noches, los turistas solían pasear entre sus jardines o por la corniche, un largo paseo que corría paralelo al Nilo y en donde los niños comenzaban a jugar al caer el sol.

—Vamos —dijo apartándola de la ventana—. Comamos algo antes de visitar las ruinas.

Ella asintió remolona, le hubiera gustado contemplar el paisaje unos minutos más. Les quedaba por delante una larga tarde y una noche aún más larga y ese sería, probablemente, el único momento en que podría disfrutar de un poco de tranquilidad.

Una hora después, Victor pedía un taxi en recepción. Habían degustado algunas especialidades egipcias en el restaurante del hotel y ahora se disponían a visitar la ciudad de Amarna, a unos setenta kilómetros al sur de donde se encontraban.

Amarna era el nombre moderno que los arqueólogos habían dado a Akenatón, la capital del faraón hereje que vivió hacía más de tres mil años y que decidió construir una ciudad pura donde nunca antes se hubiese edificado; eligió para ello un recóndito lugar del Egipto Medio. Sus enormes esfuerzos fueron destruidos apenas diecisiete años después; con su muerte, la villa fue arrasada y borraron su nombre de todos los monumentos con la intención de que su memoria se desvaneciera de la historia de Egipto.

—Akenatón deseó terminar con el enorme poder de los sacerdotes de Amón y echar abajo sus templos —le estaba diciendo Andrea a Victor—. Para él solo había un dios, Atón, representado por el sol que calentaba los campos y sin el que no hubiera sido posible la vida. El faraón pretendía vencer al politeísmo reinante y hacer que sus súbditos adorasen a una única deidad.

Todo aquello ya lo sabía Victor y apenas si la estaba escuchando. Habían decidido esperar al taxista en la entrada del hotel, a la sombra de su fachada, y acababa de ver uno aparcado unos metros más atrás. Le hizo señas con el brazo, pero el conductor no apartó sus ojos de algo que estaba leyendo. El vehículo se encontraba alejado; sin embargo, debería haber visto el gesto del joven.

—Déjalo —le dijo Andrea—. Estará alquilado para todo el día y por eso no viene.

El investigador decidió hacerle caso y volvió a su lado.

Al poco llegó el que ellos habían solicitado en recepción y, cuando la joven se acercó para entrar, un policía turístico, vestido con una galabiya blanca y una ametralladora colgándole del hombro, le abrió la puerta educadamente para sentarse después en el asiento del copiloto.

—¡¿Victor?! —fue lo único que se le ocurrió decir a la mujer. Y señaló al agente que se había acomodado lo mejor que había podido con el arma entre las piernas.

El joven sonrió ante su descaro y le pidió explicaciones.

—Por lo visto —se dirigió a la orientalista unos instantes después—, en los viajes largos siempre destinan a un policía para que acompañe a los turistas, por su propia seguridad.

Aquello constituía un gran inconveniente para sus planes, entre otros motivos porque no eran simples turistas y porque Victor portaba una mochila con artículos inconfesables: un par de linternas, un pequeño pico de mano y algunos cachivaches más que habrían levantado algo más que sospechas si les veían utilizarlos.

—¿No hay ninguna forma de convencerle para que nos deje ir solos? —inquirió ella.

—Aguarda aquí —le contestó—, voy a preguntar en recepción.

Tras cinco minutos que a la mujer se le hicieron eternos y en los que el agente no dejó de sonreírle con la mejor de las intenciones, Victor regresó.

—Ya está —le dijo—, he firmado nuestra renuncia a la escolta policial. Disculpe —le indicó al agente que balanceaba el arma de un lado a otro entre sus piernas.

Le hizo un gesto para que bajara del vehículo y le explicó en inglés que no le necesitaban, que habían renunciado a la seguridad de llevarle con ellos. Después le dio una pequeña propina y se subieron al taxi alejándose a toda prisa hacia la ciudad de Amarna.

Tras ellos, un vehículo los seguía a una distancia prudencial. Al principio Abdul aleccionó al taxista para que no los perdiera de vista entre las calles de Al Minya, pero después, cuando abandonaron el pueblo y enfilaron hacia el sur, comprobaron que solo podían dirigirse hacia la ciudad del faraón hereje. Fue entonces cuando le pidieron al conductor que se relajara y condujera más despacio, alejándose del taxi que los precedía lo suficiente como para no ser vistos.

Algunas horas más tarde, y después de haber cruzado el cauce del Nilo en una barcaza para alcanzar la orilla este, el vehículo con los dos jóvenes frenó y los dejó ante las puertas de Amarna.

—De lo que queda de ella —se lamentó Andrea al observar la superficie erosionada por el viento del desierto y una panorámica de lo que los arqueólogos habían conseguido rescatar del olvido: los restos de algunas tumbas, del Palacio Real, el Pequeño Templo de Atón y algunas viviendas de la ciudad.

Sin embargo, a pesar de su desazón, las vistas que se ofrecían ante sus ojos eran espectaculares. Las ruinas se extendían por una amplia llanura desértica hasta finalizar abruptamente contra unas montañas en el horizonte. El viento levantaba la arena en remolinos caprichosos que barrían la planicie. Aquí y allá, alguna piedra sobresalía entre el polvo. Los muros bajos de ladrillo desafiaban al tiempo levantándose erguidos. Habían formado parte de palacios, de cuadras o establos y ahora mostraban sus muñones destrozados al cielo.

La que iba a ser la gran capital de Egipto fue destrozada a la muerte de su ejecutor. Akenatón no pudo hacer nada para que los sacerdotes de Amón, hacía más de tres mil años, no la destruyeran. Pocas piedras se sostenían en pie.

La nueva capital de Egipto, que tan solo se mantuvo intacta diecisiete años, se había construido a lo largo del cauce del Nilo. Con el río y los modernos campos de cultivo a la espalda, los edificios más próximos eran las dependencias del Gran Palacio, con sus harenes y jardines, separados del resto de la ciudad por una amplia calzada que acogía las procesiones faraónicas, el Camino Real. Traspasando la ancha carretera, al otro lado se disponían paralelas la Casa del Rey, el Pequeño Templo de Atón y las viviendas de los nobles y de los funcionarios, así como las de los artesanos y las del pueblo llano.

A su izquierda, Andrea pudo contemplar la forma rectangular de un enorme edificio del que solo quedaban los cimientos: se trataba del Gran Templo de Atón.

Victor hizo visera con la mano para evitar los reflejos del sol y extendió un brazo hacia el horizonte.

—Debe de ser aquel —dijo señalando el punto que observaba la mujer.

Al fondo, como un semicírculo protegiendo las ruinas, se levantaba una formación rocosa. En su cara norte y en la sur se habían excavado algunas tumbas que abrían sus bocas en la colina. El límite de la ciudad lo marcaban unas estelas de piedra que el faraón había ordenado clavar en el suelo del desierto agrupando dentro de una elipse imaginaria la extensión futura que ocuparía Amarna.

—¿Nos ponemos en marcha? —exclamó al cabo de unos minutos.

Tenían por delante una caminata de algo más de dos kilómetros.

—Antes deberíamos solucionar algunos problemas —le dijo ella mirando al taxista, que los observaba un tanto aburrido.

Victor cayó en la cuenta y le ofreció una propina extra por irse a su casa, pasar la noche allí y recogerlos al día siguiente. El hombre tomó el dinero con agrado y comenzó a poner excusas para no obedecerle. Lo poco que consiguió entender Andrea de su deficiente inglés fue que la policía le encarcelaría por perder a dos turistas y que estaba prohibido pernoctar en las ruinas. Fue una larga letanía hablada en una mezcolanza de dos idiomas, árabe e inglés, que no parecía tener fin.

—Bien, bien —intentó calmarle Victor. Extrajo un nuevo billete de su cartera, en esta ocasión de mayor valor y se lo entregó—. Y este otro para los agentes —le dijo cuando colocó uno más en sus manos—, para que no nos echen de menos. Pa-ra los a-gen-tes —le repitió despacio—. ¿Está bien? ¿OK?

—OK, bien —se expresó el hombre con un acento extraño—. Policía más —añadió.

—Ya —le contestó apreciando la dureza de su negociación—. Toma otro y vuelve mañana, te daré dos más.

Al taxista se le salieron los ojos de las órbitas y aceptó el trato de inmediato, ya se encargaría él de que los agentes de Al Minya no preguntasen demasiado.

—Mañana dos más —repitió para cerrar el trato—. Y tú y ella no mueres —prosiguió señalando a la mujer—. Vosotros morir, yo muchos problemas.

—Entendido —le contestó Victor empujándole hacia su vehículo—. Procuraremos no morirnos —había una sonrisa en sus labios.

El hombre terminó por entrar en su taxi satisfecho con la negociación prometiendo volver al alba.

—¡Por fin! —exclamó Andrea—. Creí que no iba a dejarnos nunca —luego volvió a recorrer el paisaje con la mirada y añadió—: Ahora tendremos que buscar un lugar donde ocultarnos hasta que caiga la noche.

Victor estuvo de acuerdo, no era muy inteligente ponerse a curiosear por el Gran Templo a plena luz de la tarde; además, no tardaría mucho en anochecer y la policía restringiría sus rondas. Se quedarían casi solos, a excepción de la compañía de alguna alimaña del desierto.

Sinclair le había indicado al conductor que bordease el nuevo cementerio musulmán sin prisa, tenía localizados a los dos jóvenes en el otro extremo del yacimiento y estaba seguro de que no los perdería. Fuera lo que fuese lo que habían ido a buscar allí, solo podrían encontrarlo en los enclaves más importantes, la Casa del Rey o el Gran Templo. «O quizá en las zonas de enterramiento —amplió su deducción Samuel—. Si se han arriesgado a pasar la noche en Amarna, a pesar de la prohibición, lo más probable es que anden tras el Rollo de Plata. ¿Qué dice el manuscrito de cobre sobre él? —Hizo memoria—. "... en la suave cara norte de Kohlit, con las tumbas en su entrada..."», echó una ojeada a su alrededor para cerciorarse de que solo había dos lugares posibles en aquella llanura, uno al norte y otro al sur; ambos contenían una miríada de tumbas cuyas entradas se abrían en la piedra de la colina.

La pared rocosa que formaba un arco al este del yacimiento contaba con cuevas excavadas en sus paredes que albergaban en su interior los mausoleos que los notables de Amarna habían construido para su descanso eterno.

«¿Y si esa elevación de terreno —pensó con la vista clavada al este— fuera la montaña de Kohlit? ¿Y si a la entrada de alguna tumba se encontrara oculto el Rollo de Plata?» Sinclair volvió a observar el cerro del fondo y sonrió satisfecho.

Desde donde se encontraba podía vigilar cada uno de los movimientos de Andrea y Victor, tanto si se dirigían a los mausoleos del norte, como si lo hacían a los del sur. La inmensa llanura se extendía de un extremo a otro de la ciudad y les resultaría muy difícil pasar desapercibidos.

—Deténgase aquí —le ordenó al taxista. Luego instó a su ayudante para que descendiera del vehículo—. Vuelva usted mañana por la mañana. —Le entregó el precio acordado por todo el día y le prometió el doble para el siguiente.

—Vamos a visitar a mis padres —le dijo Abdul con cierta congoja en la voz señalando el cementerio que quedaba delante de ellos.

El hombre se encogió de hombros dándole a entender que le daba igual a quién visitara mientras pagaran bien.

—Mañana por la mañana. Aquí —les confirmó señalando el cementerio.

Ascendió a su vehículo y se alejó a toda prisa. Al hacerlo, derrapó para girar y cubrió las ropas de los dos hombres con el polvo del camino. Sinclair maldijo la manía que tenían los egipcios de arrancar pisando el acelerador hasta el fondo.

El sol, muy bajo ya, comenzaba a ocultarse más allá de las aguas del Nilo dejando tras de sí una estela de haces dorados. Andrea se puso en pie para estirar las piernas y Victor la imitó. El ambiente se había enfriado y sintió el relente de la noche que estaba próxima.

—Creo que ya podemos comenzar —dijo ella observando el horizonte mientras se frotaba los brazos.

Él estuvo de acuerdo.

Se habían ocultado entre algunos árboles que crecían en los campos de cultivo cercanos al río y les quedaba un buen trayecto hasta alcanzar el Gran Templo. Iniciaron la marcha siguiendo los pasos de las procesiones de Akenatón, por el Camino Real, recorriendo casi dos kilómetros por la polvorienta senda.

Su objetivo se extendía ante ellos como una extensa plataforma rectangular, de ochocientos metros de largo por algo más de doscientos de ancho, con unos contornos poco definidos que los arqueólogos aún no habían desenterrado.

Su superficie era totalmente plana y estaba orientada hacia el este, hacia el punto por donde salía el sol cada mañana. Desde donde se encontraban los dos jóvenes, podían apreciar en el suelo las marcas de unos pilonos imponentes ya destruidos que constituyeron la entrada. Tras traspasar su umbral, y adentrarse en una pequeña sala, los recibió un largo pasillo. Distinguían sus contornos por las elevaciones de la arena del desierto que formaba montículos alrededor de las pocas piedras que quedaban en pie.

—Este debe de ser el Templo Largo, el Gem-pa-Aten —dijo Andrea con un plano de la ciudad entre las manos, que se había vuelto inservible por la falta de luz.

El sol ya se había escondido tras el Nilo dejando paso a una luna enorme que no alcanzaba a perfilar la llanura. No se atrevió a encender la linterna por miedo a ser descubiertos por la policía que debía de estar patrullando los alrededores y agradecía la luminosidad que les proporcionaba el astro nocturno, suficiente para ver dónde pisaban y apreciar los contornos que creaban sus sombras, pero no alcanzaba para leer un mapa.

—Entonces, aún nos queda un buen trecho —le susurró él sin detenerse señalando hacia delante.

Todavía tenían que traspasar otro campo abierto con una plaza cuadrangular en el centro, que no podrían ver porque estaría bajo la arena, y que había servido para recoger a los animales antes de su sacrificio. Sin embargo, sí fueron conscientes de dejar a su izquierda un cementerio musulmán de reciente construcción que había ocupado parte de la explanada que conducía al santuario.

Tras diez minutos de caminar en silencio, Victor se detuvo. Habían rebasado las últimas lápidas del camposanto, las localizadas más hacia el este, y habían alcanzado el santuario del Gran Templo, el sanctasanctórum de la fe de Akenatón, un lugar donde ningún mortal pudo hollar con sus pies mientras él estuvo vivo.

—Tiene que ser por aquí —dijo escrutando el terreno delante de él, e intentó localizar las sombras que formarían los bordes de una construcción rectangular no muy grande.

El espacio se encontraba demasiado erosionado, formando pequeños montículos que dibujaban una estructura ovoidal con un saliente en su cabecera. Tras confirmar, con cierto margen de seguridad, que aquella debía de ser la zona que buscaban, Victor se aproximó despacio.

Andrea le siguió abrochándose la chaqueta, el aire fresco del desierto le produjo un escalofrío. Mientras estuvo caminando no lo percibió, pero ahora que se habían detenido, sintió cómo penetraba hasta sus huesos. Se aproximó al hombre y se acurrucó junto a una elevación de terreno, quizá tres o cuatro piedras cubiertas por la arena, que constituía parte del santuario.

—Tendremos que buscar cerca del ábside —precisó el investigador haciéndose una idea de la planta de la construcción. Aguzó la vista para captar todas las imperfecciones del terreno—. Ven —le dijo ofreciéndole su mano para ayudarla a incorporarse —es ahí delante.

El santuario se encontraba al final del Gran Templo, en su punto más cercano al este y a la salida del sol. Había sido un edificio cuadrangular con un antepatio en su entrada que dirigía los pasos a través de un corredor hacia un segundo patio, más estrecho, cubierto de mesas para las ofrendas en donde se depositaban los alimentos para el dios. Después, dos grandes pilonos franqueaban la entrada a una gran sala repleta de más mesas para ofrendas que reconocieron en el suelo como pequeñas manchas. Más adelante debían buscar unos surcos en la superficie que les indicarían los pilares de la capillas. Detrás se encontraba el sanctasanctórum del Gran Templo, su altar principal, y donde comenzaba el verdadero trabajo.

El investigador señaló un punto a sus pies, delimitado por unas marcas de cal antigua que habían servido a los constructores egipcios para levantar el ara y de la que solo se había conservado una fina línea. Depositó su mochila en el suelo y extrajo un pequeño pico de mano y una pala, que parecía de jardinería. Estuvo a punto de echarse a reír al ver sus herramientas, pero temió que el desierto amplificara el sonido y pudiera oírsele hasta en Jerusalén.

—No sé qué vamos a hacer con esto —le susurró a Andrea mientras le mostraba el pico y la pala—. Habríamos necesitado unas de verdad.

Ella le sonrió.

—No hubiéramos podido esconderlas en una mochila. Tendremos que arreglarnos con ellas —le contestó al tiempo que recogía una de sus manos.

El hombre examinó la superficie que se desplegaba ante sus ojos pensando en su siguiente acción con aquellas herramientas de juguete.

—Elijah nos dijo que buscáramos las losas bajo el altar principal, una de ellas debería ocultar un túnel.

Victor miró hacia delante, pero no distinguió ningún altar. Luego se dedicó a delimitar el terreno donde tendría que haber estado y localizó un suelo empedrado repleto de baldosas que aún se mantenían unidas. La mujer le observó en silencio mientras él se arrodillaba y limpiaba la arena que las cubría.

—Debería sonar hueca —conjeturó—. ¿Cómo disimularemos el ruido?

No podían ponerse a golpear las losas con la pala hasta encontrar la que buscaban. En menos de diez minutos tendrían a toda la policía de la zona a su lado. Victor era consciente de los problemas, pero se le ocurrió una solución sencilla.

—Dame tu pañuelo —le dijo al tiempo que lo retiraba de su cuello—. Envolveré la pala con él y amortiguará el sonido—. Comenzaré a golpear las del centro —le indicó señalando la superficie que ocupaban—. Es más probable que la encontremos ahí.

Tras un rato tanteando con cautela las losas, halló una que sonaba diferente. No era más grande que las demás y estaba tan cubierta por el avance del desierto como el resto.

—Va a ser difícil separarla —razonó la orientalista cuando se arrodilló a su lado y comprobó las juntas—. Está soldada a las otras.

Luego pensó que ese hecho había sido definitivo para que los arqueólogos creyeran que allí simplemente había un suelo enlosado, sin nada debajo. No sabía cómo Elijah podía haber llegado más allá en las deducciones de Robert Feather y haber supuesto que el altar principal del santuario escondía un túnel a sus pies. Y lo más excitante de todo, había tenido razón.

Ocultos entre las últimas tumbas del cementerio musulmán, Sinclair y Abdul los vieron inclinarse y comenzar a raspar el suelo. No podían saber lo que hacían, aunque de vez en cuando les llegaba algún ruido metálico. El aire del desierto barría el sonido junto con la arena y lo transportaba lejos en la amplia llanura.

—¿Cuándo? —le preguntó el joven.

Tener a Victor tan cerca y no poder abalanzarse sobre él hacía que le hirviera la sangre. Sinclair le había prometido que aquella noche sería todo suyo, al professor solo le interesaba lo que pudieran encontrar. Aunque continuaba creyendo que se estaban equivocando de zona. Echó un nuevo vistazo a las tumbas de la cara norte antes de contestarle.

—¿Cuándo? —repitió.

—Cuando averigüemos lo que están haciendo y lo que pretenden —fue un susurro apenas perceptible.

—No está mal —sonrió Andrea levantando un poco la cabeza y observando el resultado de su labor.

Habían conseguido limpiar toda la arena que recubría las juntas de la baldosa por sus cuatro costados, aunque todavía les faltaba por llevar a cabo el trabajo más difícil: levantarla. No parecía demasiado grande; si bajo ella se ocultaba un túnel, como había supuesto el doctor Cohen, el hueco que ocultaba la losa solo permitiría el paso de un hombre, y no muy robusto. Pero la mujer comprobó que debía de ser muy pesada.

—Puede tener más de quince centímetros de grosor —dijo lanzando un suspiro.

El investigador estuvo a punto de echarse a reír, lo había dicho como si fuera a levantarla ella sola.

—No te preocupes, podrás hacerlo —le contestó con una sonrisa pícara.

Ella le empujó lo suficiente como para que cayera de lado sobre su costado.

—No te rías de mí, tonto; y ponte en pie, que tenemos trabajo.

Él volvió a arrodillarse a su lado y probó a introducir los dedos entre las juntas de las dos piedras. No le cabían. A ella sí, pero Andrea no disponía de bastante fuerza para alzarla.

—Retira las manos —le indicó él tomando una ganzúa de hierro. Temía que se lastimara los nudillos—. Intentaré desencajar la losa, luego tú la sujetas con el pico para que pueda levantarla un poco, ¿te parece?

Tras unos instantes de duda, Andrea asintió con un gesto de la cabeza.

—De acuerdo, vamos allá.

Con el primer intento, Victor sintió que la piedra cedía ante sus esfuerzos y consiguió moverla unos milímetros, los suficientes como para saber que podrían subirla, pero no sería fácil. La arena del desierto, durante miles de años, había surtido el efecto de la argamasa y su base parecía soldada al suelo.

—Te ayudaré —le anunció ella sin que cupiera ninguna discusión al respecto y tomó el pico en sus manos—. Insértalo en la ranura y colócalo para que haga palanca. Cuando tú intentes levantar la piedra con la ganzúa, yo te ayudaré echando todo mi peso sobre el pico.

Fue una buena idea, pero aun así sudaron en mitad del frío de la llanura hasta que Victor pudo soltar la herramienta e introducir sus dedos en el hueco. Después, entre los dos la alzaron. Una vaharada de polvo rancio los asaltó cuando ya casi la habían retirado del todo. Andrea comenzó a toser con la cara llena de partículas de arena, aunque no soltó la placa de piedra hasta que se aseguró de que Victor podía con ella.

—¿Estás bien? —le preguntó una vez que la depositó en el suelo.

—Creo que sí —le respondió ella aclarándose la garganta—, he tragado un kilo de polvo.

El hombre limpió parte de la suciedad de su cara con la mano y luego ambos observaron maravillados el agujero.

—Mira —le dijo Victor señalando el orificio que se abría bajo ellos.

Ella le abrazó.

—¡Tenía razón! ¡Elijah tenía razón! —Estaba exultante—. Vamos, bajemos. —No había finalizado la frase y ya le había soltado para introducir las dos piernas dentro del foso.

La baldosa había dejado al descubierto un túnel que descendía formando un canal perpendicular al terreno. El investigador extrajo una de las linternas de su mochila e iluminó con ella la cavidad.

—¿Qué ves? —Andrea había sacado las piernas del interior y se había tumbado en el suelo para observar mejor la galería.

Al lado oeste había un muro de piedra caliza que impedía el paso, pero el túnel descendente se prolongaba en un largo corredor hacia el este con una altura aproximada de dos metros.

—La galería está policromada —le indicó a la mujer, que introdujo la cabeza, el cuello y parte de su cuerpo, para poder comprobarlo por sí misma.

No observó nada que pudiera parecerle peligroso y recogieron sus herramientas para deslizarse en el interior del túnel.

La galería descendía con suavidad y apenas si tendría un metro de ancho. Los artistas egipcios la habían decorado en su totalidad, incluido el techo que se elevaba formando un arco sobre sus cabezas.

Recorrieron despacio el pasillo alumbrando con sus linternas las paredes y descubriendo que los bajorrelieves estaban pintados de alegres colores. Conformaban escenas de la vida diaria en el Antiguo Egipto. Andrea contempló a una mujer haciendo pan y a otra sosteniendo a su hijo en brazos. El niño parecía diminuto a su lado. El hombre le iba señalando algunas partes de los murales, allí donde veía representado el disco solar lanzando sus rayos benefactores.

—Está por todas partes —exclamó ella.

Atón, el dios solar, había sido esculpido cada pocos pasos, como si fuera una guía dentro del corredor.

—A medida que avanzamos, se torna más simple —observó Victor.

El dibujo de un sol enorme, que lindaba casi con el techo, enviando sus rayos a las figuras que había debajo, había dejado paso a representaciones cada vez más sencillas.

—Ahora es solo un círculo —se sorprendió la mujer al apreciar la similitud que guardaba con la «a» mandea.

Él estuvo de acuerdo con su evaluación, pero tiró de su manga al comprobar que el pasillo finalizaba abriéndose en una sala de tamaño medio. La habitación, cuadrada, también se encontraba totalmente decorada, desde la parte superior hasta el suelo. Incluso su techo, donde el artista había pintado una representación del cielo con sus constelaciones, sus estrellas y los planetas tal y como eran conocidos hacía tres mil años.

Cuando Sinclair los vio desaparecer tragados por la tierra aleccionó a Abdul para que se pusiera en pie.

—Ahora, sigámoslos —ordenó.

El joven tomó la delantera y le precedió hasta el agujero. Introdujo su cabeza con cautela y comprobó que la luz de la linterna de Victor se alejaba hacia las profundidades. Sin preguntar a Sinclair se deslizó en el túnel y luego le ayudó a bajar. Sus palabras les llegaban de forma grave y sonora alimentadas por los ecos de las paredes. Siguieron la estela de su luz procurando no hacer ningún ruido. Poco a poco fueron reduciendo la distancia que los separaba.

La sala solo poseía una salida, justo en el otro extremo, y comunicaba con un nuevo pasillo algo más ancho que el anterior, que también terminó por abrirse paso dentro de una estancia, esta vez de proporciones sorprendentes.

—Es enorme —se asombró Andrea al traspasar su entrada.

Excavada en el subsuelo de la llanura de Amarna, la pieza difuminaba sus contornos en la distancia donde no alcanzaba a iluminarlos la luz. A trechos regulares, sus constructores habían convertido los pilares que sustentaban el techo en columnas del grosor de una veintena de hombres, que se perdían en las alturas.

La sala tenía forma redondeada y había sido recubierta por yeso que los artistas habían decorado con pinturas de vivos tonos. A la altura de los ojos, una franja azul cobalto cortaba las paredes y, sobre ella, las figuras de antiguos egipcios los miraban en actitud hierática.

La mujer giró sobre sí misma para hacerse una idea global de su tamaño, pero la luz no alcanzaba a iluminar el techo ni los extremos del recinto. Sobre ellos pendía una oscuridad casi total interrumpida por el fulgor de alguna pincelada de oro de las paredes y por una tenue luminosidad procedente de un punto en el techo.

Se acercó a una de las paredes laterales, de unos treinta y cinco o cuarenta metros de altura y observó sus relieves hasta donde alcanzaba la luz.

—Son extraordinarios —exclamó—. Y parece que hayan sido pintados ayer.

Los colores brillaban ante el débil haz de sus linternas en tonos rojos, verdes, amarillos... irisados por las motas del polvo en suspensión.

El investigador recorrió la sala para hacerse una composición de lugar. Le había parecido escuchar el murmullo del agua al correr, pero no podía identificar su procedencia. No era tan grave ni tan sordo como en la Gruta del Bautista, por lo que no debía de estar encerrada. Más bien parecía fluir, correr, como el agua viva de los mandeos. Se acercó al fondo de la estancia y, a medida que su linterna alcanzaba los contornos, fue descubriendo una colosal estatua que se levantaba en el extremo más alejado.

—Andrea, tienes que ver esto.

La mujer se volvió sobresaltada. La voz de Victor sonaba inusualmente pétrea, sin atisbo de emoción alguna. Pero al girarse, ella misma enmudeció.

El foco de luz levantaba reflejos de unos pies enormes calzados con sandalias. Si hubieran intentado sentarse sobre ellos, les habrían colgado las piernas.

—Brilla —exclamó el hombre todavía perplejo.

No pudo resistirse a tocarla y sentir el frío del metal en sus dedos. Ella le imitó y apreció en la yema de sus dedos la rugosidad de unos agujeros. Toda la superficie que acarició estaba surcada por pequeñas oquedades del tamaño de las que hacen las termitas al carcomer la madera.

La figura despedía destellos dorados, a veces ambarinos, como si estuviera construida en oro puro, aunque el hombre desechó aquella idea con rapidez, lo más probable era que contuviese un interior de piedra forrado con una fina capa de metal.

Se distanciaron de ella para poder enfocar toda su altura, y poco a poco se les reveló la imagen de una escultura de gran tamaño, similar a las que adornaban la entrada del templo de Ramsés II, en Abu Simbel. Estaba sentada en posición hierática, mirando al frente; sobre las piernas muy juntas sostenía una caja, o un cofre, que lucía en tonos verdosos de aguamarina y ocupaba todo el ancho de las dos piernas. Su tamaño era acorde con el resto de la figura, debía de ser tan grande como un automóvil pequeño.

Victor hizo ascender el haz de la linterna por su vientre abultado y su pecho hasta alcanzar un cuello en exceso largo rematado por una cabeza abombada con los labios gruesos de una mujer.

—Es Akenatón —susurró, como si pronunciar su nombre conjurase un mundo de magias y sortilegios perdidos en las brumas del tiempo.

La escultura era muy similar a cualquier representación que la arqueología había encontrado de él, con el abdomen prominente, la cabeza alargada hacia atrás y la boca sensual. Portaba todos los atributos faraónicos; su cabeza sostenía el nemes como símbolo de su poder: una especie de pañuelo de rayas transversales que le cubría la cabeza y caía a ambos lados de su rostro. Muy parecido al que mostraba su hijo Tutankamón en el Museo de El Cairo.

Sobre el nemes, el escultor había modelado una cabeza de serpiente, el ureus, pero no lo había cubierto de oro; y portaba la barba postiza. Su faldellín lucía unos pliegues perfectos mientras que en las manos sujetaba el cayado y el flagelo a pesar de apoyar con firmeza los brazos a ambos lados de la caja rectangular, que sostenía entre sus piernas.

—El cofre no es de oro —señaló Andrea cuando se deshizo el nudo de su garganta. Había observado la luz verdosa que desprendía cuando lo iluminaba—. Parece cobre —añadió.

—¿Cobre? —preguntó Victor haciendo descender el haz de su linterna.

El arca le devolvió una luminosidad en un tono cercano al que poseía el Rollo de Cobre. Y entonces el hombre recordó unas palabras: «Encontrad lo que está guardado en cobre». Sonrió, los mandeos se referían a otro cobre, no al del manuscrito de Qumrán.

—Andr... —No pudo finalizar la palabra.

Sintió que le empujaban con fuerza hacia delante y que un peso de cerca de ochenta kilos saltaba sobre él. Soltó la linterna para evitar golpearse la cabeza contra los pies de la estatua, pero fue demasiado tarde, chocó contra ella produciendo un sonido sordo. Se tambaleó un par de veces y después cayó al suelo medio inconsciente. Aún notaba la presión de un cuerpo encima del suyo y unos puños que le destrozaban la cara. Comenzó a sangrar por el labio y por un corte en la mejilla, pero no sintió la sangre resbalar por su rostro.

—¡Déjale, animal! —gritaba Andrea con el llanto a punto de engullir su voz mientras forcejeaba con las manos de Sinclair.

El hombre la retenía con fuerza sujetándola por los brazos mientras Abdul se resarcía con el investigador de sus antiguas deudas. Cuando el professor observó que el joven ya no se movía, le ordenó a su ayudante que le dejara y él soltó a la mujer. Ella corrió hacia Victor con lágrimas en los ojos y se arrodilló frente a él. Sujetó su cabeza con delicadeza entre las manos y la sintió laxa.

—¡Bestias! —les gritó a los dos.

Tenía miedo de acercar su rostro al de él y comprobar que no respiraba, pero se inclinó hacia delante conteniendo el horror hasta que su mejilla estuvo a dos centímetros de los labios del joven. Él exhaló una bocanada cálida que para ella significó la vida. A medida que él comenzó a respirar con normalidad, fue tranquilizándose. Victor abrió los ojos con un titubeo e intentó hablar pero tosió. Ella le acarició el cabello. No podía hacer nada más que reconfortarle. «Sinclair domina la situación», pensó controlando su ira. No lograba comprender cómo no los habían oído llegar.

El investigador observó su semblante y negó con la cabeza; fue un movimiento muy leve, pero ella le entendió. «Ya llegará nuestro momento», había pretendido decirle.

A pesar de la escasa luz que conseguían las cuatro linternas encendidas, a Samuel no le costó ningún esfuerzo hacerse una idea de lo que había llamado la atención de los dos jóvenes. La figura de Akenatón se levantaba frente a él en todo su esplendor desprendiendo el color del oro en cada centímetro de su piel metálica. «En cada centímetro no —puntualizó—. El cofre es de cobre.» Lanzó una risa chirriante que rebotó contra las paredes de la sala convirtiéndose en un chillido horrible que taladró los oídos de la mujer.

—Abdul —ordenó—, súbete a la estatua.

El aludido le miró sin comprender cómo pretendía que lo consiguiera, el metal era muy resbaladizo y estaba pulido a la perfección.

—Seguro que por la parte de atrás encuentras la manera de hacerlo —contestó a sus gestos con un tono que imprimía urgencia a sus palabras.

Mientras su ayudante buscaba la forma de cumplir la orden, él se sentó en la base de una de las columnas dejando colgar las piernas. Dirigía su atención a partes iguales hacia la estatua, a los dos jóvenes que estaban en el suelo y a Abdul, que había encontrado unas traviesas en la parte posterior de Akenatón para ascender por él.

Al poco le gritó que se diese más prisa.

—Está a punto de amanecer y me gustaría finalizar este trabajo antes de que saliera el sol, ¿sería posible? —Había un cierto tono de ironía en sus palabras, incluso de aire festivo.

Todo había salido mejor de lo que esperaba y suponía que el Rollo de Plata estaba al alcance de sus manos, con tan solo levantar la tapa del arca. Ni siquiera reparó en aquel momento en que apenas una hora antes él lo habría buscado en las tumbas de la cara norte de Kohlit.

Su ayudante ya había alcanzado la altura del cofre que el faraón sostenía entre sus piernas y enfocó la linterna hacia el lateral que le quedaba más cerca. Comprobó que poseía unas hendiduras aptas para introducir los pies y las manos, pero le parecieron aún más resbaladizas y estrechas que las que acababa de dejar atrás.

Al distinguirle surgiendo por un costado de la escultura, Sinclair se bajó de la columna y se dirigió hacia él ayudándole con su luz.

—¿Qué ves?

Abdul no veía nada. Estaba demasiado preocupado en no calcular mal y romperse la cabeza. El largo de su chilaba le molestaba para moverse con soltura y sus manos, húmedas después del duro ascenso, tampoco le ayudaban mucho. Miró hacia arriba y casi pudo extender su vista sobre la tapa del cofre. Hizo un último esfuerzo y tanteó su superficie. Era pulida hasta donde alcanzaba. Lo cierto es que tanteaba a oscuras porque la linterna pendía de su boca. La tomó e iluminó a la altura de sus ojos. Un borde de la tapa mostraba unas marcas, dirigió el haz hacia allí y descubrió unas agarraderas pequeñas. Volvió a sujetar la linterna con los dientes e intentó alcanzar, la primera de ellas, pero no lo consiguió y perdió parte del equilibrio.

Unos quince metros bajo él, Andrea había estado a punto de lanzar un grito. Victor cerró los ojos temiéndose lo peor. Lo extraño era que no se hubiese resbalado ya.

Pero el hombre consiguió sostenerse al borde de la caja y de un salto se sujetó al lateral. Por fortuna alcanzó una de las marcas que había visto y se quedó colgando del vacío sujeto por su mano derecha, que comenzó a deslizarse del saliente. Apretó los dedos con toda su fuerza mientras intentaba tomar algo de impulso y poder asirse con las dos. Una gota de sudor resbaló con indolencia por su sien. Le temblaban los músculos del brazo por el esfuerzo. Inspiró una vez a través de los dientes y, sin disponer de tiempo para meditar el riesgo de su empresa, se lanzó hacia la derecha.

El par de segundos que duró la acción cruzó su cerebro convertido en una eternidad. Observó la parte izquierda de su cuerpo moverse con lentitud exasperante. Las piernas se combaron, su torso se arqueó y habría jurado que hubo un instante, solo uno, en que su mano derecha se desprendió del asidero y la izquierda todavía no lo había alcanzado. Sintió que el estómago le oprimía la garganta y el miedo le impedía respirar. Cerró los ojos. Sudaba copiosamente.

Cuando creyó que comenzaría a sentir el vacío en su caída, un golpe seco le detuvo. Había conseguido alcanzar el agarradero. Tenía el cuerpo frío y temblaba, pero encontró fuerzas para limpiarse el sudor de la mano derecha en sus ropas y sujetarse con ambas. Después buscó un lugar donde apoyar los pies para impulsarse hacia arriba. Lo encontró y consiguió descansar la mitad de su cuerpo en la lisa superficie del arca. Agradeció el frescor del metal en su rostro. El frío atravesaba su chilaba y le alivió de la tensión que acababa de vivir.

En aquella postura, seguro de que no podría caerse, retiró la linterna de su boca y respiró varias veces llenando sus pulmones hasta la saciedad. Permitió que sus doloridos músculos descansaran unos instantes antes de retomar su labor.

—¿Qué ves? —volvió a repetir Sinclair.

Aún no había recuperado el aliento para contestarle y ni siquiera había podido echar un vistazo a la superficie sobre la que descansaba, pero no tenía intención de hacerlo hasta que recuperara el aliento.

Transcurridos unos minutos tomó impulso con las piernas, que aún permanecían colgando en el vacío, y se arrastró sobre la tapa del cofre. Su superficie era aún más resbaladiza que la de la estatua y a punto estuvo de caer por el otro lado. El cobre estaba tan bruñido que podía distinguir el reflejo de su rostro en él.

Se giró sobre sí mismo, sin despegar su estómago del frío metal, y comenzó a tantear los bordes de la tapa que quedaban más cerca del abdomen de Akenatón. Supuso que, de existir una manera de abrirlo, tendría que ser en esa zona.

Ayudado por la luz de la linterna visualizó un resorte que sobresalía del lateral del cofre casi rozando el colosal ombligo del tamaño de una cabeza humana. Decidió acercarse al regazo del faraón.

Abajo, Sinclair se mostraba cada vez más inquieto, no podía saber lo que estaba haciendo su ayudante y, lo que era aún peor, no veía nada y él no contestaba a sus preguntas.

Victor intentó incorporarse. La cabeza le daba vueltas y tanteó su cuero cabelludo. Sintió dolor allí donde se había golpeado contra el pie de la estatua, pero no percibió ninguna herida aunque la zona ya había comenzado a hincharse.

—Ayúdame —le pidió a Andrea.

Intentaba sentarse y comprobar los efectos del golpe y la paliza de Abdul en su cuerpo. Una arcada ácida se asomó a su garganta y temió vomitar. Respiró un par de veces en profundidad para controlar las náuseas y lo consiguió. Su cara no mostraba un buen aspecto, estaba sucia y surcada por hilos de sangre. La mujer le limpió lo mejor que pudo.

—Me gustaría levantarme —le dijo, y se apoyó en ella para incorporarse.

Aquel movimiento provocó que Sinclair le lanzase una mirada cargada de amenazas. Tomó su bastón con la mano derecha y giró su mango; dejó que asomaran un par de centímetros del florete para que el joven comprendiera la situación y no hiciera ninguna tontería. Pero Victor no tenía ganas de encontrarse con un corte en su estómago, así que se limitó a ponerse lo más erguido que pudo y a evaluar los daños que Abdul le había causado.

El árabe había dejado de hacer acrobacias sobre la tapa del cofre y comenzó a hacerlas sobre el vientre abultado del faraón. Había encontrado un hueco entre su cuerpo de metal y la caja, que le ofrecía cierta seguridad. Debía continuar teniendo cuidado porque podría escurrirse entre sus piernas, pasar por debajo del arca y utilizar sus rodillas como trampolín para irse a empotrar contra alguna de las columnas de la sala. Pero al menos allí su peso descansaba sobre las piernas y estaba erguido con las dos manos libres para poder manipular la cerradura.

Decidió deshacerse de sus babuchas y de los calcetines y probar suerte con los pies desnudos. Quizá con ellos pudiera afianzarse mejor a la pulida superficie. Le llevó sus buenos cinco minutos conseguir descalzarse sin perder el equilibrio.

Cuando lo consiguió se dispuso a manejar el saliente de la tapa que, pensó, debía de hacer las veces de cerradura. Ya más tranquilo, le contó a gritos a Sinclair lo que estaba haciendo. Su voz rebotó contra las paredes de la sala y se perdió entre múltiples ecos que recorrieron los pasillos del fondo.

Se trataba de un mecanismo sencillo, bastaba con oprimir la placa que sobresalía hacia el exterior y la tapa se abriría. Pero estaba muy dura. Al presionarla con las dos manos, apenas si conseguía moverla. Empujó más fuerte, con todo su cuerpo, y perdió la seguridad de su posición. Resbaló. Con gran rapidez se asió al saliente; sus piernas colgaban en el aire intentando dar con un punto de apoyo en el regazo del faraón, pero no lo conseguían. Pataleó en el aire muy asustado esperando que sus brazos pudieran sostener su cuerpo el tiempo necesario hasta que volviera a encontrar un sitio donde colocar los pies.

Quince metros más abajo, Victor había conseguido aclarar su mente. La cabeza había dejado de darle vueltas y las arcadas desaparecieron. Sentía todo su cuerpo dolorido, pero era capaz de mantenerse en pie sin ayuda. Miraba hacia arriba, aunque desde su posición no podía saber lo que hacía Abdul.

Andrea y él se separaron de la estatua para encontrar un ángulo de visión mejor, mientras que Sinclair se acercó cojeando hasta colocarse delante de ella. Fue un grave error, pero no podía saberlo en aquel momento.

El joven había conseguido colocar de nuevo sus pies sobre las piernas de Akenatón y respiró aliviado. El sudor le caía en gruesos regueros por la espalda, aunque eso no hizo que cediera en su empeño. Volvió a presionar el saliente, que no se aflojaba a pesar de que empujó con todo su peso de nuevo, con el riesgo de resbalarse otra vez. Le dio unos golpes con la linterna intentando desatascarlo, en caso de que lo estuviera: no consiguió moverlo ni un centímetro.

Continuó golpeándolo una y otra vez con furia hasta que perdió pie un segundo y sintió que el corazón le atravesaba la garganta. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal y soltó la linterna muy asustado. El utensilio cayó al vacío desde quince metros de altura golpeándose contra la estatua hasta que se estrelló contra el suelo partiéndose en varios pedazos.

Abdul la vio descender a cámara lenta mientras comprendía que seguiría su mismo camino. Sus piernas no hacían pie y ya estaban bajo el cofre iniciando su recorrido por el faldellín del faraón convertido ahora en un tobogán gigante.

—¡Noooo! —emitió un grito agudo hasta quedarse sin aire en los pulmones al tiempo que sentía cómo sus dedos eran incapaces de asirse al reborde del cofre. Se desprendieron uno a uno hasta dejarle colgando en el aire.

Pataleó. Se desolló los talones al frotarlos contra el áspero metal en un intento de detener su caída. No lo consiguió. Resbaló por la superficie de Akenatón y percibió un golpe en la espalda cuando comenzó a deslizarse por sus piernas desnudas, y otro cuando las rodillas doradas impactaron contra sus riñones. Nunca imaginó que se pudiera alcanzar aquella velocidad en tan pocos segundos.

Salió despedido y voló sobre la cabeza de Sinclair. En un acto instintivo intentó aferrarse a él, pero solo consiguió desequilibrarle tirándole al suelo. El professor rodó hacia un lado y su bastón hacia el otro.

Unos metros más allá, Abdul se había golpeado contra una de las imponentes columnas de piedra maciza y rebotó cayendo en una mala postura.

Andrea había presenciado toda la escena con los ojos desorbitados y las manos tapándose la boca para evitar gritar de forma descontrolada. El corazón le latía desbocado y la adrenalina le había paralizado el cuerpo. Cuando pudo moverse, extendió un brazo en dirección al joven.

—Está... está... —intentó finalizar su frase sin conseguirlo.

Escucharon un suspiro apagado al que le siguió un quejido.

—Creo que no —se adelantó Victor.

Recogió el bastón de Sinclair, que había rodado por el suelo, y se lo entregó a la mujer. Después se acercó al joven y tomó su pulso en el cuello. Aún latía. Comprobó que respiraba con cierta dificultad, pero no quiso moverle. De un corte en el cuero cabelludo le manaba un fino hilo de sangre.

—¿Puedes hablar? —le preguntó.

El otro soltó un gruñido de odio e intentó empujarle con una mano. No fue capaz.

—Mueve las piernas —le pidió temiendo que se hubiera roto la columna vertebral.

Abdul se esforzó y consiguió aletear en el aire con los dedos de los pies.

—Bien —se relajó el investigador—. Ahora intenta colocarte en una postura más cómoda.

Se deshizo de su cazadora y la dispuso doblada bajo la cabeza del árabe cuando él consiguió girarse. Al hacerlo, una punzada de dolor le destrozó el pecho y le hizo gemir; Victor vio una mancha de sangre en su chilaba.

—¿Cómo se encuentra? —preguntó Andrea todavía con la voz entrecortada mientras se acercaba a los dos hombres.

—Sobrevivirá —le contestó—. Aunque va a necesitar un hospital, es probable que se haya roto alguna costilla.

Ella respiró aliviada y luego se dirigieron hacia donde estaba Sinclair, todavía sentado en el suelo e intentando incorporarse, pero la conmoción del golpe se lo impedía. Todo le daba vueltas.

—Ayúdame —le pidió Victor a la mujer—. Llevémosle cerca del otro. —Miró en dirección a Abdul—. Le apoyaremos contra la columna para que esté lo más cómodo posible.

Cuando le dejaron sentado, Victor alzó la cabeza y observó la estatua, que se erguía impasible ante él, imponente con sus más de treinta metros de altura. Recogió una de las linternas del suelo y enfocó su rostro. La luz dibujó unos contornos difusos, con los labios gruesos y los ojos demasiado grandes; en la frente destacaba el ureus, la pequeña serpiente que representaba el poder del faraón.

—¿Te has fijado en el ureus? —le preguntó a Andrea.

Ella estaba reclinada junto a Sinclair y se incorporó para contestarle.

—No parece de oro.

—No, no lo es. Se trata de cobre.

—¿En qué estás pensando?

Las palabras del ganzebra en la Gruta del Bautista resonaban ahora con más fuerza en sus oídos, «guardado en cobre», «encontrad lo que está guardado en cobre».

—¿Crees que podrían referirse a la serpiente? —le preguntó señalando la frente de la estatua.

Pero ella no tenía ni idea de qué le estaba hablando. Entonces Victor le contó en pocas palabras su conversación con los mandeos en la cueva.

—En un principio supusimos —lo dijo por Said y por él— que se referían al Rollo de Cobre. Ahora no estoy tan seguro. El rollo puede ser el medio, pero no el fin.

—¿No pensarás en subirte ahí? —le interrogó Andrea una vez comprendió lo que pretendía—. Mira lo que le ha pasado a Abdul.

Él le sonrió. Debía de estar loco solo de pensarlo, pero lo estaba porque ya se había arremangado la camisa y se colgó una linterna al cuello.

—Ni se te ocurra —le atajó ella—. Ahí no te subes. —Había miedo en su voz.

Victor la tomó por los hombros y besó su frente.

—No me sucederá nada. Estoy seguro de que el arcón era un señuelo, de que hay algo dentro del ureus. Verás como es más fácil llegar hasta él —lo dijo con una gran convicción, aunque no las tenía todas consigo.

El hombre tanteó la parte trasera de la estatua y comprobó la seguridad que le ofrecían los asideros que había usado Abdul en su ascenso. Resultaban muy parecidos a los que las compañías eléctricas colocaban en los postes de la luz, unos cables de hierro macizo en forma de «c» encajados en la torreta. En este caso, toda la espalda del faraón, hasta donde alcanzaba la luz, estaba cubierta por ellas a intervalos regulares.

Secó bien sus manos contra la ropa y comenzó la ascensión. Más que difícil resultaba pesada, había que andarse con cuidado para no resbalar, pero los asideros ofrecían un apoyo perfecto tanto para los pies como para las manos. Le molestaba un zumbido continuo que comenzó a oír desde que inició la subida; también lo percibía en las palmas de sus manos y en sus pies en forma de cosquilleo muy leve.

Al traspasar la cintura del faraón comprobó que las asas continuaban por su espalda hacia arriba. Miró su costado, por donde Abdul había accedido al cofre, y comprobó lo difícil que hubiera sido no resbalar mucho antes. Allí no había nada a donde asirse. Pensó que el hombre podía sentirse afortunado de haberse roto solo algunas costillas.

Volvió a enfocar la vista hacia arriba y continuó su ascenso. Sintió una extraña sensación, no había necesitado su linterna para ver. Giró la cabeza a su alrededor y, aunque todo estaba oscuro, percibía cierta luminosidad procedente del techo. Desde su posición le resultaba muy difícil comprobarlo y le preguntó a Andrea.

—¿Ves esa luz? —gritó.

—La veo —le confirmó ella—. Entra por una abertura del techo, debe de estar amaneciendo.

El sol aún iluminaba poco, pero los contornos de la sala comenzaban a definirse y se percibía mejor el tamaño de la colosal figura del faraón. Resultaba impresionante.

El hombre se regaló una sonrisa al comprender que no podía ser de otra forma. El sol tenía que poseer una participación activa en todo aquello. Para Akenatón el disco solar era su único dios y para los mandeos la Luz era la Vida.

Al pensar en los mandeos recordó el agua. Cuando entró en la sala reconoció el sonido de un líquido fluyendo, pero no había sabido descubrir su procedencia. A medida que ascendía por la espalda de la escultura, el zumbido inicial se tornó cada vez más tenue, como si lo hubiera dejado a sus pies. El pensamiento que le cruzó la cabeza le acobardó. ¿Sería posible que la escultura estuviera asentada sobre un remanso de agua? Era consciente, porque lo había visto en la Gruta del Bautista, de que con cuatro cánticos y unas galerías subterráneas repletas de líquido los mandeos podían derrumbar muros. Le entró un miedo terrible al pensar que la escultura podía desmoronarse en cualquier momento.

No sabía qué hacer, casi había alcanzado los hombros de Akenatón. ¿Se derrumbaría el faraón? Y, de hacerlo, ¿cuándo sería? Sus pensamientos lo desazonaban. Supuso que el sol tendría algo que ver, pero no fue capaz de imaginarse en qué medida y, ni siquiera, si formaría parte de la destrucción de la figura.

Miró hacia arriba comprobando que le quedaba muy poco camino hasta el cuello. Ahora veía mucho mejor y advirtió que en ese punto desaparecían los asideros.

—Creo que está amaneciendo —le gritó Andrea desde abajo.

Los primeros rayos de sol se filtraron oblicuos por una cavidad del techo que no habían podido ver bien durante la noche, quizá debido a la altura de la sala y a su disposición. A Victor le extrañó, debería haber habido algún tipo de claridad, aunque fuera muy tenue, pero no la hubo. «A lo mejor es magia, pura y simple magia», supuso con una amplia sonrisa. Luego soltó una carcajada al rememorar lo que acababa de pensar. «¿Magia?», creyó que las circunstancias podían con él, los más de veinte metros de subida debían de haberle dejado sin sangre en el cerebro.

Avanzó unas agarraderas más en su ascenso y se detuvo de golpe. Había alcanzado la última. Percibió en el rostro una bocanada de aire frío y rancio y descubrió delante de él una abertura en la cabeza del faraón. Tal y como había supuesto en un principio, la estatua estaba hueca por dentro.

—Aquí hay un hueco —vociferó desde arriba—. Voy a entrar.

Andrea se cubrió las dos mejillas con las manos intentando ahuyentar el temor que sentía.

Cuando Victor introdujo los brazos en el interior del agujero, le sorprendió encontrarse con la rugosidad de la piedra caliza. El hueco era suficiente para acoger a una persona sentada, aunque en una posición extraña, ya que entre las piernas tenía una cavidad que descendía hacia abajo recorriendo el cuerpo del faraón.

El orificio donde se había acomodado tenía la forma de un huevo y ocupaba parte de la cabeza de la estatua. El investigador calculó que debía de hallarse entre la frente y la barbilla. Encendió la linterna y recorrió con su haz la extensión del pequeño habitáculo. Le sorprendió descubrir que, lo que en un principio había creído que era la rugosidad de la piedra, en realidad eran pequeñas piezas de metal adheridas en toda la superficie del interior, como cristales que brillaban al ser iluminados.

Continuó moviendo su linterna hacia un lado y hacia otro hasta que la dirigió hacia un punto opaco, que no reflejaba la luz. Lo rozó: era suave y pulido, muy diferente al tacto de la piedra que le rodeaba. Delimitó sus bordes con los dedos y, entonces, comprendió qué podría ser. En la frente del faraón, entre sus ojos, el escultor había dejado un hueco redondo donde había encajado el ureus que podía verse desde el exterior. Volvió a acariciar la zona y percibió el frío del metal. Introdujo sus dedos entre las juntas y tiró de la pieza hacia sí.

Afuera, el sol penetraba con timidez por el techo esparciendo su luminosidad por la sala pero conteniendo casi toda su fuerza en unos pocos rayos dirigidos hacia el ureus de la estatua. La serpiente de cobre, centrada en su frente, refulgía en tonos verdosos y azulados, resultaba imposible fijar la vista en ella.

Andrea estaba asombrada de los conocimientos egipcios para calcular con precisión la dirección en que el sol incidiría sobre un punto determinado de la efigie. El agujero del techo era muy pequeño para no haber sido localizado en el exterior y, sin embargo, creaba la maravilla que estaba viendo.

Entonces, el ureus dejó de lucir, desapareció. El rayo solar penetró por la frente del faraón y se perdió en su interior hasta que volvió a surgir de su piel dorada en miles de pequeños puntos luminosos. Los orificios que la mujer había observado en uno de sus pies recubrían la estatua por completo y, ahora, de cada uno de ellos salía un rayo de luz. Y los había a cientos, miles, repartidos por todo el cuerpo de metal. No podía apartar la vista de esa visión, era hipnotizante.

De pronto escuchó un sonido estridente y despertó de su ensoñación. La sala se había llenado con los ecos de unas palabras que rebotaban contra las paredes.

—¿La es-ta-tua ha-bla? —tartamudeó mirando a Sinclair, que aún permanecía reclinado contra la columna.

El hombre no contestó. Ella aguzó su oído e intentó descifrar los sonidos que profería Akenatón, pero resultaban algo confusos. Por un lado distinguió el rugido de una corriente de aire, por otro agua en movimiento... pero, entre la cacofonía de ruidos, había voces, al menos una. La había oído. De pronto volvió a escucharla.

—¡La leche! —El tono era muy grave y retumbó en toda la estancia explotando contra sus muros.

—¡¿La leche?! —repitió la mujer interrogando al professor con su mirada—. ¡¿La leche?!

¿Qué palabras eran aquellas para un faraón después de tres mil años guardando silencio? «¡¿La leche?!» No salía de su asombro hasta que escuchó una risa que lo ocupaba todo.

—¡Victor! —chilló—. ¡Deja de hacer tonterías! Me has asustado.

A más de veinte metros del suelo, el investigador se había golpeado la cabeza contra una de las paredes interiores de la estatua. Tiró con todas sus fuerzas del pedazo de metal aprisionado en la frente de Akenatón hasta que logró desencajarlo de su sitio, pero, al hacerlo, un rayo de sol le deslumbró frontalmente. En lugar de apartar la vista, giró la cabeza y se topó contra un lateral de su pequeño cubículo.

Se frotó el lugar donde nacería un nuevo chichón maldiciendo su suerte. Antes de abrir los ojos de nuevo se inclinó hacia delante para evitar el rayo solar y lo que vio le desconcertó. Las pequeñas piezas de metal que recubrían el interior de la cabeza reflejaban la luz. Se estiró hacia las que estaban más cerca de él y descubrió diminutas placas de oro, de no más de un centímetro cuadrado, pero había cientos. Se apartó hacia la derecha y comprobó que el canal que descendía hacia abajo también estaba recubierto por ellas.

—¿Qué ves? —vociferó.

Su voz resultó atronadora y la mujer tuvo que taparse los oídos.

—No grites, el sonido sale de la estatua como si fuera un amplificador.

—¿Qué ves? —repitió en un tono de voz normal.

Ahora sí podía entender sus palabras, aunque continuaban siendo demasiado graves y profundas, como salidas del fondo de una caverna.

—Esto es extraordinario —ella sí chilló para hacerse oír—. La estatua desprende rayos dorados por cada poro de su piel. —Utilizó la palabra poro para referirse a los innumerables agujeros de su superficie—. Es una visión indescriptible.

—¿Y ahora? —volvió a preguntar tapando con gran parte de su cuerpo el agujero que descendía hacia abajo.

—Nada, ahora no veo nada.

Victor sonrió en el interior de la cabeza del faraón. Las pequeñas láminas de oro servían para reflejar el haz de luz que entraba por el hueco que había quedado al retirar el ureus. Aunque no podía ver la estatua desde el exterior, dentro parecía encontrarse en el centro de un caleidoscopio con todos los colores del arco iris reflejados y multiplicados un millón de veces. Era un espectáculo grandioso que le absorbía y le hizo olvidarse por unos instantes de que aún sostenía la serpiente de cobre en sus manos.

Se sentía un tanto mareado por la sugestión de la luz moviéndose en el interior del cubículo. Alzó el ureus hasta tenerlo a la altura de sus ojos para poder observarlo mejor. Necesitó de las dos manos y de gran parte de su fuerza. El objeto medía algo más de cuarenta centímetros de alto y era grueso como el tronco de un árbol.

Le pareció que se movía. El cuerpo de la cobra oscilaba de un lado hacia el otro, de derecha a izquierda, en un movimiento hipnótico que le hizo temblar al mismo ritmo. Se balanceaba con ella siguiendo las notas de una melodía que solo estaba en su mente. Do, hacia la derecha; re, a la izquierda; mi, vuelta a empezar a la derecha; fa...

—Victor, ¿estás bien? —Andrea comenzaba a preocuparse, a medida que avanzaban los minutos, la luminosidad que brotaba de Akenatón era cada vez más brillante.

—Sí —acertó a responderle al cabo de unos instantes.

La mujer no habría podido asegurarlo, a causa de los ecos que levantó su respuesta en la sala, pero le pareció un «sí» adormecido y somnoliento.

Su pregunta distrajo al investigador de su trance lo suficiente como para volver a la realidad, al menos en cierta medida, aunque la cobra continuaba meciéndose de un lado a otro. La sujetó con una mano mientras con la otra le dio un cachete en la cabeza, para que se estuviera quieta de una vez. Al golpearla percibió que estaba hueca. Aún medio sugestionado logró encontrar su mecanismo de apertura y lo hizo saltar con un clic. Dentro había un rollo metálico con un brillo diferente al del oro y al del cobre.

—Plata —susurró.

Andrea y Sinclair pudieron oír a la perfección esa única palabra, a pesar de las distorsiones que provocaba la estancia en los sonidos.

—¿Ha encontrado el Rollo de Plata? —El professor buscó confirmación en la mirada de ella. Luego repitió su pregunta todo lo alto que pudo—. ¿Has encontrado el Rollo de Plata?

No obtuvo respuesta. El investigador había guardado el rollo de metal en el interior de su camisa y descifró la única letra que estaba grabada dentro del cuerpo de la cobra. «A.» La «a» mandea.

—«A» —exclamó—. Aaaaa... —Había vuelto a caer en el trance aunque en esta ocasión era más profundo y pesado.

Una pequeña corriente de aire penetró por el agujero de la frente del faraón y meció su cabello. Él no se percató de cómo llenaba todo el cubículo y descendía por el hueco entre sus piernas estatua abajo.

A veinte metros desde donde él se encontraba, la orientalista escuchó la letra en silencio. Ni siquiera Sinclair abrió la boca.

—Aaaaa...

Era un sonido continuo, como si a Victor nunca se le agotase el aire en los pulmones. Pero el joven hacía tiempo que ya había sellado sus labios y solo escuchaba, como los de abajo.

La «a» se esparció por todos los rincones, dentro y fuera de Akenatón; recorrió los pasillos, inundó las salas y salió al exterior. «Aaaa.» Cada centímetro que ganaba en su trayecto la hacía crecer y multiplicarse. Aumentaba en tamaño y claridad. «Aaaa.» Nada se oponía a su paso, atravesaba paredes y puertas, se expandía en las llanuras y ocupaba las aguas. «Aaaa.» Asaltaba los cuerpos, traspasaba edificios.

Se extendía. Movía montañas.

Era magia, solo magia condensada que había encontrado un camino para liberarse.

Victor flotaba. Mentalmente tenía la sensación de estar levitando dentro de la cabeza de Akenatón. Se sentía ligero. Su cuerpo había desaparecido.

Algo se abría paso en su cerebro, una idea se trasladaba desde su inconsciente hasta la certeza más absoluta. Para un hombre que nunca había creído en Dios, Dios se hallaba dentro de él. No sabía definir esa fuerza que le ocupaba por entero, ese poder que percibía a su alrededor, como un torbellino que arrastraba lo que tenía dentro para dejarle en su lugar una luz que le ahogaba. Era tener el sol en su interior, una potencia que lo era todo, lo representaba todo, lo sufría todo y lo gozaba todo. No podía albergar el todo dentro de sí, su mente limitada no podía abarcarlo.

Entonces dejó de resistirse y su cerebro se abrió al conocimiento y a la percepción. Comprendió el concepto de ver pasar la Vida, toda la Vida, no la suya propia, en unos instantes ante sus ojos. Pasado, presente y futuro fundidos en un solo tiempo que eran el «ahora». Y también vio que era posible cambiar el futuro, que no venía predestinado, que todavía podíamos salvarnos.

Vio el cosmos al completo y percibió la música de las esferas como una oscilación vibrando armónica con su propio ser. Comprendió que la humanidad entera debería caminar junta, con todos los otros seres vivos de la creación, siguiendo un ritmo que ya marcaban las estrellas desde sus orígenes. Y no percibía felicidad, observaba paz, solo paz. La paz de sentirse bien con uno mismo, con los demás y con todo lo que los rodeaba.

«Aaaa.» La «a» mandea continuaba resonando en sus oídos como un mantra transformador. La palabra creadora del universo, una energía contenida en la dinámica de todo lo que fue, es y será.

Con una palabra se creó el mundo, porque «en el principio existía el Verbo y el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios»; «sin el abagada nada podía ser dicho», el dios egipcio Ptah habló y, al hacerlo, dio origen a todas las cosas que no podían existir si no tenían nombre. Nombrar fue el primer acto de la creación.

Y entonces comprendió, más allá de todo lo que había aprendido hasta aquel momento, el verdadero significado del poder de las palabras, de una palabra, de una sola letra, la «a», con una fuerza más poderosa que cualquiera otra, la voluntad. Y aquello era solo el Principio. Podíamos mover montañas, él lo estaba haciendo. Aaaa...