VI

LAS RUINAS DE QUMRÁN

Victor detuvo el 4x4 recién alquilado frente al comercio de su amigo y tocó el claxon un par de veces. A través del escaparate, aún sin arreglar, Said reparó en él y en su acompañante y se aproximó hasta la entrada con una expresión de doble curiosidad en el rostro, una por el vehículo y otra por Andrea.

—¿Adónde vais con ese todoterreno?

Le había extrañado no ver al joven a la hora del desayuno, y la breve llamada que le hizo para comunicarle que tenía noticias nuevas y que estuviera preparado a las diez le sorprendió en exceso. Y ahora aparecía junto a la orientalista en un vehículo alquilado cuando Seis Burras estaba descansando en el garaje por si había que salir.

—¿Le has dicho a tu mujer que vamos a estar fuera todo el día? —fue la única respuesta que obtuvo.

El otro asintió pensativo suponiendo que la jornada se le iba a hacer muy larga.

—Me ha preguntado que adónde iba y le he respondido que a Tel Aviv a reunirme con unos pasantes de arte. ¿Adónde nos dirigimos? —interrogó a su vez a Victor.

—Sube —le instó al tiempo que descendía del vehículo y dejaba libre el asiento del piloto para que condujera él. Andrea también bajó y aprovechó para saludarle—. Yo tengo que ir estudiando unos documentos. La noche ha sido muy corta —apuntó, pero en el momento de hacerlo supo que se había equivocado con las palabras.

Le había dejado el terreno libre para que le lanzara alguna de sus bromas.

A pesar de que el anticuario observó que ambos tenían la mirada cansada y ojerosa, no abrió la boca. Había una señorita delante, ya tendría tiempo de endilgarle a su amigo alguna pulla cuando estuvieran a solas. En su lugar se despidió de su hijo mayor, al que había dejado a cargo de la tienda.

—Volveré por la tarde —le dijo desde la puerta. El muchacho se acercó y le entregó un montón de folios para Victor. Él los tomó y se los pasó al investigador—. Despídeme de tu madre —acto seguido subió al automóvil.

Tras bajar el freno de mano e introducir la primera marcha miró a su compañero esperando indicaciones del camino que debía seguir.

—Toma la carretera de Jericó —le pidió su amigo. Como Said continuaba mirándole, añadió—: Ahora te contamos.

Unos minutos más tarde, cuando ya habían dejado atrás la ciudad de Jerusalén, el investigador levantó la vista cansada de los papeles que llevaba en el regazo y le explicó casi todo lo que había sucedido durante la noche.

—Como no podíamos dormir —prologó su relato. Luego pensó que debería excluir determinados comentarios que podrían pasarle factura en forma de burlas fáciles, pero, al fin y al cabo, aquella ya no tenía remedio, así que prosiguió—, comenzamos a pensar en dónde podían haber enterrado al señor Ben Rabbah III. La nota del Rollo de Cobre no especificaba el lugar porque todos sus contemporáneos debían de saberlo de sobra y llegué —en esta ocasión utilizó el tiempo en singular— a plantearme seriamente la posibilidad de hacer una excursión al cementerio del monte de los Olivos.

Miró a Andrea, que ocupaba uno de los asientos posteriores. En realidad, no habían pasado toda la noche haciéndose carantoñas, ni siquiera habían llegado a abrir la botella de vino y habían tenido tiempo más que de sobra para analizar determinados pasajes del documento.

—Pero lo descarté en seguida —percibió un suspiro de alivio en Said—. Y seguimos una línea de pensamiento diferente —lo que volvió a alertarle—. Si Ben Rabbah III era esenio, y no hay tumbas en el barrio esenio de Jerusalén, ¿dónde podríamos encontrar cementerios esenios? —Dejó transcurrir unos segundos creando una atmósfera de suspense.

—No me lo digas —le interrumpió el anticuario—, en Qumrán. —Había un deje de desesperación en su voz, ya volvía a ver su inmaculada chilaba echada a perder por el polvo del desierto y por alguna valla con alambres sueltos.

—¿Lo sabías? —se sorprendió Victor.

—No, se me acaba de ocurrir. ¿Crees que si lo hubiera sabido ayer te habría dejado que me arrastraras otra vez al barrio esenio? ¿Crees que fue un placer salir huyendo con los monjes griegos a mis espaldas? ¡Por Alá, Victor! Todavía me falta el aire en los pulmones.

El joven le dedicó una sonrisa afectuosa, sabía que había abusado de su amistad.

—Pero hoy no habrá que correr, solo pasaremos un poco de calor bajo el sol del desierto y vengo preparado. —Le señaló la parte del maletero que podía ver a través del retrovisor y Said reparó en una nevera portátil. También vislumbró un par de palas que le intrigaron, sin embargo, prefirió no pensar en lo que tendrían que hacer con ellas.

—Entonces, ¿a Qumrán? —le preguntó con resignación.

El otro asintió con un gesto de la cabeza.

Abdul se había vestido con una chilaba de un color gris suave que destacaba el verde de sus ojos y sujetaba en la mano un keffiyah de cuadros que le protegería del calor del desierto. Esperaba a su primo en el garaje de la asociación, junto al todoterreno que Martin había alquilado y que le había pedido que tuviera preparado. Ya había llenado el depósito y había guardado en el maletero las herramientas que consideró necesarias. Miró su reloj por enésima vez y comprobó que Jamal se retrasaba diez minutos.

Reconocía que no le había concedido mucho tiempo para organizarse, pero el anticuario y su amigo hacía una hora que habían salido de Jerusalén. Les llevaban demasiada ventaja y no sería fácil recuperar esa pérdida en las carreteras llenas de baches que conducían a Qumrán.

Le había molestado tener que madrugar y hacer guardia frente a la tienda de Said desde primeras horas de la mañana. La noche anterior en el cementerio no había sido un paseo y se encontraba lo suficientemente sucio y cansado como para desear un buen baño, enfundarse en su bata de seda confeccionada a medida y dejar pasar parte de la noche observando las estrellas en la terraza de su vivienda. En lugar de eso, tuvo que darse una ducha rápida y meterse en la cama para conseguir dormir algunas horas antes de tener que apostarse frente al comercio del anticuario.

Gracias a su vigilancia vio aparecer a los dos jóvenes y, cuando abandonaron Jerusalén acompañados por Said, consiguió seguirlos un trecho hasta estar seguro del camino que tomaban. Organizó la jornada en muy poco tiempo.

Avisó a Martin de los últimos acontecimientos para que alquilara un vehículo más adecuado al terreno del desierto que la enorme berlina de la asociación y, aunque había tenido que regresar a la ciudad, llenar el depósito y disponer algunas herramientas en el maletero, era el primero en estar preparado.

Alzó impaciente la cabeza de nuevo hacia la entrada del aparcamiento y vio a su primo trotar hacia él. Había cambiado esas horribles camisas llamativas que tanto le gustaba usar por una chilaba blanca que le evitaría pasar calor en el Mar Muerto.

—Llegas tarde —le dijo, y prosiguió sin esperar su réplica—. Sube al coche.

Subió él también y se sentó al volante. Un segundo más tarde Martin abría la portezuela trasera del vehículo y dejaba que Sinclair entrara primero.

—Vámonos —ordenó a su empleado.

Mientras Abdul encendía el motor y quitaba el freno de mano, el director extrajo el arma de su cartuchera y comprobó que el cargador estaba lleno. Volvió a amartillarla, luego colocó el seguro y la guardó.

El joven le había visto hacer a través del retrovisor y se cercioró de que la suya estaba en su sitio bajo la chilaba. Después metió la primera y salió del aparcamiento.

Las ruinas de Qumrán se encontraban a unos cincuenta kilómetros de Jerusalén, elevadas sobre una estrecha franja de costa que separa el desierto del Mar Muerto, cerca del oasis de Ayin Fesha. Se hicieron conocidas a nivel mundial en los años cincuenta, cuando un grupo de pastores beduinos descubrió, en una de las numerosas cuevas que horadan las colinas de la zona, unas vasijas de barro con manuscritos en su interior cuya datación se remontaba a la época de Cristo. Constituyó un hallazgo excepcional que aún hoy continúa siendo estudiado. En una de esas cuevas fue donde se encontró el Rollo de Cobre rodeado de tinajas rotas, papiros en fase de desintegración y cuero podrido.

—Y ¿adónde nos dirigimos exactamente? —quiso saber Said.

—Al complejo principal de las ruinas.

Sobre los acantilados que dan al mar, los esenios levantaron un conjunto de edificios fuertemente amurallados que contenían todo lo necesario para sobrevivir en el desierto. Construyeron un canal que recogía el agua de la lluvia y que llenaba varias cisternas para uso doméstico, así como algunos baños rituales.

Disponían además de un scriptorium, en el que copiaban los manuscritos que los beduinos encontrarían veinte siglos más tarde, y contaban con hornos donde cocer las tinajas para guardarlos a fin de preservarlos el mayor tiempo posible. En la bodega y en la cocina apareció una enorme pila de vasijas de barro y un gran número de fuentes individuales para servir alimentos. El complejo podía ser comparado con un pequeño monasterio medieval.

Además de los recipientes y de algunos tinteros para escribir, así como banquetas y mesas, los arqueólogos descubrieron ostracas, unas piezas de cerámica escritas. Una de ellas contenía un texto en hebreo en el que un hombre llamado Honi donaba sus posesiones a la comunidad; les entregaba un edificio, un huerto de higueras y un olivar.

Ese ostraca y otros de contenido similar le hicieron pensar a Victor en un principio que el tesoro que buscaban bien podía ser el de los esenios, pero al final se sumó a la corriente imperante de eruditos y decidió que se trataba de las riquezas del Templo de Jerusalén; eso sí, con un leve cambio que podía acercarlos al éxito: la conexión con los mandeos.

Llevaban tres horas y media dando tumbos a través del desierto de Judea cuando comenzaron a ascender la escarpada pendiente de un promontorio. Al alcanzar su cumbre, el paisaje les cortó la respiración. Qumrán se asentaba sobre un acantilado con vistas al Mar Muerto, de un suave tono turquesa recortado contra el cielo azul. A Andrea le parecía que casi podía paladear el rastro salobre que enviaba el agua desde la distancia. A su alrededor, toda la llanura costera, una amplia extensión de desierto amarillo, estaba cortada por la carretera serpenteante que bordeaba el mar. A intervalos regulares, los parches verdes de cultivos arrancados al salitre y a la escasez de agua surgían entre los afloramientos de rocas y de algún que otro árbol desperdigado.

Pudieron vislumbrar en la distancia el complejo principal del asentamiento, construido con la piedra arcillosa y calcárea de la zona, y a los numerosos turistas que lo visitaban.

Cuando alcanzaron las ruinas de los edificios principales, Victor le indicó a Said la dirección que debían seguir.

—Por allí —señaló con el brazo.

El anticuario giró a la derecha para tomar un camino secundario que les conduciría hacia los cementerios que se apostaban al este del yacimiento.

Los edificios de Qumrán estaban cercados de ese lado por una pared de grandes piedras a modo de fortificación. Tras ellas, las terrazas de marga ocupaban varios cientos de metros antes de terminar, de forma abrupta, sobre un acantilado.

El terreno continuaba siendo árido y la senda apenas estaba nivelada. Seguían dando saltos con el vehículo y levantando el polvo del camino hasta que Victor se dirigió a su amigo.

—Aparca en un lugar resguardado —le pidió a Said, aunque más que resguardado quiso decir invisible porque tendrían que salir del vehículo cargados con las palas y ninguna explicación que pudieran ofrecer los libraría de ser arrestados.

Ante ellos se extendía una superficie que parecía no tener fin, cubierta de miles de enterramientos perfectamente alineados. Hubiera sido difícil encontrar un sitio donde ocultar el vehículo de no haber sido por la T1000. Las tumbas apenas si eran un montón de piedras dispuestas sobre los cuerpos y no se levantaban más de unas decenas de centímetros del suelo. Por fortuna para ellos, la T1000 contaba con un pequeño edificio, como un mausoleo, que les sirvió para proteger el 4x4 de las miradas indiscretas. La construcción estaba medio derruida, hacía siglos que había perdido la techumbre y parte de sus paredes se esparcían por el suelo, pero sería suficiente para concederles algo de intimidad.

Cuando el anticuario levantó el freno de mano y apagó el motor se secó el sudor de la frente con la manga de la chilaba. Después se hizo sombra con la mano para observar el paisaje. Andrea se apostó a su lado. Cientos y cientos de metros cubiertos por montones alargados de pequeñas piedras se extendían ante ellos. Ni un árbol, ni un arbusto. Todo un escenario seco y árido recortado contra un cielo azul. Hacía un calor opresivo y la mujer se remangó la camisa.

Victor desplegó un plano del emplazamiento sobre el capó del vehículo y recabó su atención.

—Qumrán posee cuatro cementerios. —Demostró su afirmación señalándolos con el dedo—. El que nos interesa es el más grande de todos, este —apuntó.

El anticuario le observó con una mirada interrogante.

—¿Y por qué ese y no este otro? —le preguntó tocando el punto del mapa donde estaba situada la zona de enterramiento norte.

—Porque en ese no está Ben Rabbah, nuestro judío está aquí —afirmó apartando su mano del papel y ofreciéndole una explicación para que dejara de cuestionar sus decisiones—. El doctor Cohen me habló de la T1000.

—La T ¿qué?

—La tumba 1000. Un enterramiento único en toda la zona. —Abarcó con su brazo el territorio que cubría más allá de Qumrán y del Mar Muerto—. En kilómetros a la redonda no hay nada parecido —tenía la sensación de estar robándole a Elijah su descubrimiento y eso le hacía sentirse culpable; sin embargo, ya había decidido que si encontraban algo, los méritos serían por completo para el anciano.

—¿Y es esta? —inquirió Andrea señalando el derruido edificio que les estaba proporcionando un poco de sombra.

Victor asintió. La mujer dejó vagar su mirada en derredor y comprobó, en efecto, que era única. Ningún otro edificio similar se alzaba en todo el cementerio.

—Esta mañana —prosiguió Victor— he hablado con mi empresa para que me enviaran unos datos, ¿no has notado que he terminado con todo el papel de tu fax? —Said ni se había percatado, aunque recordó los folios que le había pasado su hijo al salir de la tienda—. Me han enviado desde la oficina de Roma algo de documentación básica sobre Qumrán y entre ella había un artículo muy interesante sobre los cementerios.

Said dirigió sus ojos hacia el camposanto y se perdieron en el horizonte. Hasta donde alcanzaba su vista solo observaba una extensión interminable cubierta de cúmulos alargados de cantos y pequeñas rocas. Todos los montículos seguían la misma dirección, como si estuvieran alineados. Miró la posición del sol y dedujo que estaban orientados al norte.

—¿Todos esos montones son las tumbas? —preguntó incrédulo. Lo suponía, pero esperaba haberse equivocado.

Su amigo asintió.

—Más de mil. —El otro lanzó un largo silbido—. Pero solo buscamos una —le animó—, esta. —Señaló la que se encontraba a su espalda. A Said el resto de ellas le parecían iguales, cúmulos ovalados con un par de cantos más grandes, uno al final y otro al principio—. Esas otras —le explicó Victor, que se había leído el artículo durante el viaje— son enterramientos comunes, están orientadas en dirección norte-sur y contienen un solo cuerpo, por lo general —añadió recordando que existían algunas excepciones—. Consisten en un simple nicho donde introducían al fallecido y después lo sellaban con ladrillos de barro.

—Y luego disponían la formación de cantos encima —añadió la orientalista levantando un poco más las mangas de su camisa.

El calor allí comenzaba a ser insoportable.

—En efecto —corroboró el joven—, las piedras más grandes que veis en cada una señalan los pies y la cabeza del difunto.

El anticuario ya las había observado.

—Sin embargo, existen unas pocas, muy pocas en realidad —apostilló—, cuya orientación es este-oeste, en lugar de norte-sur, y además se encuentran algo alejadas del resto. —Releyó parte del documento que sostenía y repasó algunas notas que había tomado.

Aunque el doctor Cohen no lo había mencionado durante su conversación, el anticuario presintió que esas pocas tumbas, separadas de las demás, no eran esenias, sino mandeas. Era probable que algunas de las localizaciones indicadas en el Rollo de Cobre hicieran referencia a ellas.

Además de la T1000, Victor recordó de su reciente lectura las numeradas con los cifras 45 y la 46, ubicadas en el cementerio norte, también orientadas de este a oeste. «Pero esas no poseían un pequeño mausoleo», pensó. La T1000 era única en su género.

Se encontraba justo fuera del cementerio, donde se alzaban los restos de un recinto pequeño. Una construcción antigua cuyas paredes no habían logrado mantenerse en pie y yacían desmoronadas por el suelo.

—¿Nos ponemos a trabajar? —sugirió Said, y se adelantó para recoger las dos palas que habían llevado y la nevera portátil, la iban a necesitar.

Esperaba que, a aquella hora de la mañana, con el sol cayendo a plomo sobre el desierto del Mar Muerto, a ningún turista extraviado le diera por mirar en su dirección. La construcción podía ocultar parte de sus actividades, pero un observador atento los descubriría.

Un flamante todoterreno daba saltos en las carreteras mal acondicionadas que conducían hacia las ruinas de Qumrán. Su impecable pintura oscura estaba cubierta de polvo y, tras más de tres horas de camino, sus cuatro ocupantes parecían cansados y doloridos.

Samuel frotó la base de su espalda, los baches le estaban matando. Abdul conducía con cierta prisa para intentar reducir la distancia que los separaba de los otros hasta tal punto que el professor casi mordió el asiento delantero cuando frenó en seco. Unos chiquillos árabes, de rostros oscuros, cruzaron la carretera acompañados de un burro. El animal era demasiado viejo y no tenía intención de correr ni de alterar su rumbo, así que el joven se vio obligado a frenar. No se atrevió a salir de la calzada por temor a patinar sobre la arena o reventar algún neumático. Unos kilómetros antes, habían tenido otro percance. En aquella ocasión se había tratado de un camello suelto que trotó durante un trecho delante de ellos hasta que decidió variar de dirección e internarse en el desierto de Judea.

Abdul atravesaba a toda velocidad paisajes que no habían cambiado en miles de años, dejando atrás un sombrío escenario salpicado de rocas, de dunas móviles y sembrado de albergues ocasionales.

—Espero que no te hayas equivocado —le dijo Martin al conductor.

El joven esperaba lo mismo. Habían tomado la carretera hacia Qumrán suponiendo que los otros también lo habían hecho, en el caso de no encontrarlos allí, el viaje habría sido en vano.

—¿Por qué a Qumrán? —le preguntó de pronto el director a Samuel.

Sinclair, que observaba el paisaje a través de la ventanilla del vehículo, cambió de posición en su asiento para tenerle a la vista.

—Le he estado dando vueltas a esa cuestión durante todo el trayecto.

—¿Y?

—La única razón que encuentro es que hayan localizado uno de los emplazamientos del Rollo de Cobre en sus ruinas.

Sin embargo, ellos habían leído el manuscrito mil veces y no habían hallado ninguna referencia al asentamiento esenio.

—¿Como cuál?

Samuel desvió su mirada hacia delante, pensando en la pregunta. Revolvió entre sus conocimientos durante unos segundos y luego le contestó.

—Quizá en los baños rituales o... ¡en los cementerios! —exclamó de pronto cambiando su semblante.

Había sido una idea inesperada que se le había cruzado sin apenas darse cuenta mientras rebuscaba en otro lugar de su cerebro.

—¿Hay cementerios?

—¡Pues claro que los hay!

Martin comenzaba a animarse después de tres horas dando tumbos sin parar por la carretera más infernal que había conocido.

—¿Han encontrado a Ben Rabbah? —preguntó sin darse cuenta de la importancia de sus palabras.

El pequeño edificio derruido justo a las afueras del cementerio se hallaba en tan malas condiciones que nada hacía pensar que pudiera ocultar algún tipo de enterramiento que no hubiera sido saqueado muchos siglos atrás.

Ubicado en el punto más elevado del risco, el mausoleo de la T1000 gozaba de unas vistas extraordinarias sobre el Mar Muerto, pero también estaba barrido por las corrientes de aire caliente que procedían del desierto. Allí el bochorno era inaguantable.

—¿Tienes alguna explicación para la singularidad del sepulcro? —le preguntó Victor a Andrea, a sabiendas de que había leído la misma documentación que él durante el viaje. Quería conocer su opinión personal.

La mujer observó la edificación, construida con la misma tierra gris arcillosa que los rodeaba y con centenares de piedras de todos los tamaños esparcidas a su alrededor.

«En efecto —pensó—, es única, el hecho de contar con su propio mausoleo cuando los demás esenios habían sido enterrados directamente sobre la tierra y cubiertos con un simple manto de piedrecillas rocosas era un aspecto muy particular que había que tener en cuenta.»

—El hecho de que los arqueólogos descubrieran en su interior un ataúd de cinc la torna aún más notable —le respondió ella—. Supongo que debió de ser una persona muy relevante en su época, con un rango social o económico elevado.

—O ser diferente —apuntó Victor. Le permitió meditar durante unos segundos antes de proseguir—: Un mandeo, por ejemplo.

El joven suponía que si la persona sepultada pertenecía a otro credo, resultaría natural que su forma de enterramiento también fuera diferente. Hablaban no solo de la orientación, sino también del extraño sarcófago de cinc que habían desenterrado en su interior. Aquella suposición y las palabras del doctor Cohen eran lo que los había guiado hasta allí.

Victor sabía que no podía tratarse del Maestro de Justicia. Recordaba haber leído sobre él durante su época de estudiante; los esenios tenían en gran estima a ese sacerdote que los había dirigido en sus primeros tiempos. Algunos eruditos habían afirmado que el maestro podría ser Juan el Bautista y hasta el mismo Jesús. Pero a él no le cuadraban las fechas, el Maestro de Justicia debía de haber muerto casi mil años antes de que los otros dos nacieran. Podía compartir la opinión de encontrarse ante la tumba del Bautista y de que Ben Rabbah en realidad se llamase Juan, pero tampoco era probable.

La forma de la sepultura, protegida por un panteón, cuando el resto de los cuerpos estaban enterrados directamente bajo la tierra; el hecho de poseer un ataúd de cinc recubriendo a otro de madera, y su diferente orientación hacia el este, le hacían creer con más fuerza en la hipótesis de que aquella tumba contuvo los restos de un mandeo.

No podía comprobar su hipótesis, ya que los arqueólogos que encontraron el féretro de la T1000 lo desenterraron y se lo llevaron para estudiarlo. Sin embargo, tenía la esperanza de hallar algo más.

Said llevaba ya un buen rato preparado, con la nevera descansando cerca de él, a la sombra, y una pala en cada mano. En varias ocasiones estuvo tentado de servirse alguna bebida fría mientras los dos jóvenes terminaban sus divagaciones sobre los enterramientos. Sin embargo, se lo pensó mejor y le ofreció a Victor una pala, le dijo que ya estaba bien de cháchara y que cuanto antes pusieran manos a la obra antes podrían largarse de allí y alejarse de ese sofocante calor.

Cuando comenzaron a excavar descubrieron que la tierra estaba reseca y dura y que el trabajo iba a ser más extenuante de lo que habían supuesto. En apenas diez minutos de trabajo estuvieron cubiertos de un sudor pegajoso que los incomodaba, pero la fatiga, lejos de amilanarlos, les alentó a continuar cavando y a formar montoncitos de material a su alrededor. Andrea se encargaba de pasarles un poco de agua fría que los refrescara de vez en cuando.

Casi una hora después habían rebajado un rectángulo de medio metro de profundidad cuando la herramienta de Said produjo un sonido diferente al de topar contra la tierra. Contaba con tener que continuar excavando durante un buen rato más y aquel ruido le sorprendió.

—¡Un momento! —exclamó—. La pala ha chocado contra algo.

Victor se acercó hasta él y se arrodilló para apartar la arena con las manos. Inicialmente creyó que se trataba de una peña del terreno especialmente grande, pero, a medida que la dejaba al descubierto, comprobó que su superficie era lisa y mostraba una forma rectangular. Said le ayudó a delimitar su perímetro apartando la tierra de sus bordes y, al cabo de un rato, descubrieron una losa rectangular tallada en piedra. Tenía la forma de las urnas funerarias típicas de los enterramientos judíos que tanto proliferaban por la zona.

—Creo que es un osario —le dijo a Said.

Su tamaño era el de un baúl pequeño y parecía encontrarse en buen estado. La parte superior estaba pulida, pero no presentaba grabados ni relieves. Entre los dos hombres retiraron el resto de la tierra de sus laterales y lo extrajeron del agujero. Andrea los ayudó a izarlo desde arriba. Aunque era de reducidas dimensiones, resultaba más pesado de lo que habían supuesto en un principio. Cuando consiguieron sacarlo de la fosa y depositarlo en el suelo, Said, sin atreverse a finalizar la frase, les preguntó:

—¿Creéis...?

Victor estaba exhausto por el esfuerzo, pero sus ojos brillaban de emoción. Estaba tan ilusionado que no se atrevía a levantar la losa que lo cubría por miedo a haber llegado hasta allí para nada.

—Hagámoslo juntos —les pidió a los dos después de contemplar el osario durante unos segundos.

Posaron sus manos sobre la tapa, la sujetaron con fuerza introduciendo los dedos en un rebaje del borde y se miraron nerviosos. Al cabo de un rato, el anticuario alzó la cabeza, les guiñó un ojo, respiró en profundidad y les dijo:

—Cuando queráis.

Contaron hasta tres y levantaron la piedra.

—¿Huesos? —exclamó Said cuando pudieron ver el interior.

Revolvió entre ellos frustrado, con la esperanza de encontrar algo más. Victor cayó sobre sus rodillas y Andrea se sentó en el suelo. La caja solo contenía los restos de varias personas, aunque no podían asegurar el número exacto por el revoltijo que había formado el anticuario, pero eso era lo normal. Los osarios se utilizaban para enterrar a los muertos como costumbre común entre los judíos, y todo Israel estaba repleto de ellos.

Victor descendió de nuevo al agujero que habían cavado, esta vez en silencio y con el semblante desilusionado. Mientras, Andrea no se daba por vencida y continuaba examinando el contenido del osario. Sospechaba que podría descubrir algún tipo de indicio o una pista que les hiciera intuir, al menos, si estaban en el camino correcto.

Said, haciendo gala de una forma física que desconocía y sorprendiendo a los jóvenes, desplazó sus ciento y pico kilos de peso de un salto y cayó como un pesado fardo sobre la tumba. Suponía que, dado que la caja de piedra solo contenía huesos, lo que andaban buscando aún debía de encontrarse en la fosa.

—¡Me hundo! —gritó un segundo después agarrándose con fuerza a su pala y temiendo quedar enterrado allí mismo. La tierra parecía querer engullirlo.

Victor se giró sobresaltado y descubrió a su amigo atrapado en un agujero sin ningún punto de apoyo donde asirse.

—No puedo sacar la pierna —se quejó el anticuario—. El terreno ha cedido y tengo el pie encajado —se explicó. Mostraba preocupación en su rostro redondo.

El joven comenzó a retirar con rapidez la tierra de alrededor para liberarle lo antes posible, temía que se hubiera herido con los bordes afilados de alguna piedra. Andrea dejó lo que estaba haciendo y se acercó al borde para ayudar a los dos hombres.

Sin embargo, a los pocos segundos el anticuario pasó de una gran preocupación a la tranquilidad. Sintió que hacía pie y comprendió que se apoyaba sobre un terreno sólido. No sabía lo que era, pero pisaba algo que aguantaba su elevado peso. Aún desconociendo su resistencia se arriesgó y comenzó a dar pequeños saltitos.

—Estate quieto —le dijo Victor—. Estás volviendo a meter la tierra dentro.

Pero Said esbozó una pequeña sonrisa. Continuó apoyándose sobre el pie hundido y, a medida que una idea se abría paso en su cerebro, la sonrisa se fue ampliando hasta terminar riéndose a carcajadas.

Andrea pensó que habría cogido una insolación.

—¿Quieres un poco de agua? —le preguntó inquieta—. ¿Te duele la cabeza?

Él no dejó de reírse hasta que comenzó a tener calambres en el estómago.

—Está aquí —dijo enigmático—. Lo estoy pisando, ¿os lo podéis creer?

Había algo bajo sus pies.

Los tres pudieron oír el ruido del motor y Victor asomó la cabeza por encima del muro derruido del mausoleo. Andrea, que se había introducido en la fosa para ayudarlos, continuaba tirando de la pierna del anticuario.

—¿Es la policía? —preguntó.

—No lo sé. —El investigador no reconocía el vehículo porque no llevaba ningún distintivo oficial.

—¡Rápido! —los apremió Said—. Esconded las palas. Si son ellos estamos metidos en un buen lío.

Él comenzó a tirar con desesperación de su pierna atrapada hiriéndose con algún objeto de bordes afilados hasta que, echando hacia atrás todo su peso, consiguió liberarla.

Cuando Abdul y Jamal bordearon la pared del sepulcro, Andrea se llevó un susto de muerte. Eran las últimas personas a las que esperaba encontrar allí, pero al verlos supo que Samuel y Martin no podían andar muy lejos y que se avecinaban problemas.

Al anticuario no le dio tiempo a salir del agujero, pero, al reconocer a los secuaces del CSJ, se abalanzó sobre una de las palas semienterradas y la esgrimió en alto a modo de arma defensiva; no pretendía ponerse a lanzar golpes a diestro y siniestro desde su desventajada posición, pero prefería estar preparado. Calculó sus posibilidades; habían cavado tanto que el borde les quedaba a la altura de la cintura, salir de un salto era imposible, pero podría herirles seriamente las piernas si intentaban acercarse. No había olvidado lo que le habían hecho a Mohamed ni los meses que su mujer había pasado en el hospital mientras se recuperaba, y no deseaba terminar como él, aunque resultaba un poco teatral que pensara en vender su vida a un alto precio.

—Said, deja eso —le pidió su amigo consciente de las pocas posibilidades de que disponían en ese momento.

Se encontraban demasiado alejados del borde y, a menos que consiguiera que uno de sus atacantes se acercara, solo lograría que los disparasen. Con uno de ellos al alcance de sus manos o, incluso, dentro del foso, sus posibilidades aumentaban. Además, Andrea estaba con ellos y, si había pelea, prefería que estuviera lo más alejada posible; sabía que en su situación actual tenían todas las de perder y que, por el momento, la sensatez era su mejor arma.

En agradecimiento a sus atinadas palabras recibió una cortés inclinación de cabeza por parte de Samuel, que se acercó cojeando hasta ellos. Le precedía Martin esgrimiendo su arma en una mano. Victor no se había equivocado, tendrían que esperar una ocasión más adecuada.

—Nos volvemos a encontrar —le dijo el professor a la mujer al tiempo que le ofrecía su mano para que saliera de la fosa.

La joven inició un gesto de rechazo, pero Victor la empujó hacia arriba. La necesitaba fuera del sepulcro para cuando las cosas se pusieran feas. Aunque se dejó hacer, cuando alcanzó el borde y se incorporó mantuvo una actitud altiva frente a su mentor.

—Ya ves hasta dónde nos ha traído la inscripción del Bautista. Vosotros no habéis sido capaces de obtener las mismas conclusiones, ¿verdad? —Había una clara intención de enfrentamiento en su voz, pero también la constatación de un hecho; le estaba diciendo que ahora sabía que la habían utilizado desde el principio para llegar hasta allí y que no estaba dispuesta a dejarse manipular de nuevo.

Samuel no reaccionó a su despecho, al menos externamente, tras ayudarla a salir había fijado la vista de nuevo en el fondo de la excavación y le hizo una seña a Martin para que se acercase.

—Buenos días, compañeros de profesión. —Los saludó con inusual sorna el director. Se asomó al orificio que habían cavado y se alegró, aunque nada en su rostro lo indicase—. Han sido muy amables al facilitarnos el trabajo.

—Caballeros —les pidió el professor al tiempo que señalaba el agujero—, continúen su labor.

Abdul le ofreció a Victor un pico con una sonrisa maliciosa. Con Andrea fuera y el árabe al alcance de sus puños, el investigador aprovechó la ocasión para tirar de él con una fuerza que le pilló desprevenido. Al perder el equilibrio, el otro cayó a la abertura y se encontró con los puños del investigador, que le estaban esperando. Rodaron por el suelo y se intercambiaron algunos golpes, aunque no tuvieron tiempo de dar rienda suelta a su odio.

—¡Abdul! —gritó su jefe desde arriba. Apuntaba al investigador con el arma—. Sube y relájate. —Sabía las ganas que tenía de devolver la paliza que había recibido en el monte de los Olivos, pero aquel no era el momento apropiado—. Y ustedes, caven —ordenó a los de abajo—. La próxima tontería les va a costar muy cara.

Andrea se había interpuesto entre el revólver y su objetivo y le pedía a Sinclair que detuviera aquella situación, pero el hombre se limitó a tomarla con brusquedad del brazo y a empujarla hacia un lado sin miramientos. Ella tropezó en el terreno irregular y cayó al suelo lastimándose con las piedras afiladas.

Victor tuvo que comerse el orgullo y continuó cavando la fosa. A su lado, un Said mitad asustado mitad furioso lanzaba al exterior la tierra que él removía. Veinte minutos después estaban exhaustos y cubiertos de un nuevo sudor, más pegajoso que el anterior. Habían ampliado el perímetro y la profundidad de la excavación, y tenían más de medio cuerpo oculto en el terreno. El investigador volvió a levantar su pico y cuando lo clavó en la tierra desprendió un sonido metálico, diferente del que había estado haciendo hasta entonces. Habían alcanzado el nivel donde hizo pie Said y parecía que allí abajo encontrarían algo más. Una idea fugaz cruzó su cerebro y le guiñó un ojo a su amigo mientras le cambiaba el pico por su pala. —Prepárate —le susurró.

Todos los de arriba pudieron escuchar el ruido que la herramienta produjo al chocar contra lo que podría ser la cubierta de ladrillos de un sepulcro o quizá una plancha metálica. El golpe esparció ecos sordos en el ambiente y Abdul y su primo Jamal fueron los primeros en acercarse al borde.

Abdul no esperaba que Victor le lanzase la pala al cuerpo y cruzó sus brazos sobre el rostro para evitar el impacto. El investigador aprovechó su indefensión agarrándole por un tobillo y tirando de él hacia abajo. El sicario se deslizó por el terraplén y cayó a la fosa arrastrando consigo uno de los montones de tierra.

Said también había actuado con rapidez y le tendió una trampa a Jamal utilizando la parte más afilada del pico para hacerle trastabillar. Probablemente le hirió en el muslo, pero eso carecía de importancia en aquellos momentos.

Al oír el alboroto, Martin se acercó a ellos sin esperarse que hubieran sorprendido a sus dos hombres. Levantó el arma y los apuntó nervioso, sin atreverse a disparar por miedo a herir a los suyos. Sin órdenes directas de Samuel y sin tener muy claro cómo terminar con la situación, decidió realizar un disparo al aire. La bala se perdió en el horizonte.

—¡Apúntales a ellos! —le gritó Sinclair con una expresión de ira en el rostro. Cojeó hasta el sepulcro para comprobar por sí mismo lo que estaba sucediendo.

Andrea aprovechó su cambio de posición y le hizo la zancadilla empujándole hacia delante. El professor se tambaleó y perdió pie cayendo de cabeza junto a Victor y Abdul, que volvía a tener la cara tan magullada como hacía unos días.

Aquello desconcertó a Martin, ya no sabía dónde apuntar. Movió el cañón de su arma de derecha a izquierda, pero todo su equipo se encontraba dentro del sepulcro. Entonces divisó a Andrea, arrodillada delante del agujero, intentando ayudar a sus amigos y no lo pensó dos veces.

—¡Quietos! —les gritó mientras amenazaba a la mujer—. ¡Dispararé! —Era una bravuconada, pero ellos no podían saberlo.

Los hombres de abajo le vieron apuntar a la orientalista y Victor sintió cómo se le erizaba todo el vello de la nuca y un escalofrío le recorrió la espina dorsal.

Antes de que ninguno pudiera iniciar alguna acción, Martin había apretado el gatillo, más a causa de la tensión acumulada que por una verdadera pretensión de disparar, y Andrea cayó hacia atrás con un movimiento rápido y demoledor que la dejó postrada en el suelo con un charco de sangre a su izquierda.

Victor se desinfló y a Abdul no le costó ningún trabajo quitárselo de encima al tiempo que Samuel se recuperaba de su caída. El professor desenfundó su florete y amenazó con él a Said, que tenía arrinconado a su oponente contra una de las paredes de la fosa.

Si alguno de ellos hubiera alzado la cabeza unos instantes antes y hubiese mirado sobre su hombro, se habría sorprendido al ver un potente vehículo que se acercaba a toda velocidad levantando nubes de arena. Pero ninguno lo hizo.

A apenas unos metros de la pared derruida del mausoleo, el conductor pisó a fondo el freno y el automóvil derrapó sobre la gravilla del terreno deteniéndose solo al impactar contra el muro. El tabique explotó en un estallido de ladrillos de marga y apresó a Martin contra el suelo.

—¡No se muevan! —ordenó una poderosa voz a los que se hallaban dentro de la sepultura.

Dos hombres habían descendido del vehículo con sus armas amartilladas y dispuestas para disparar. En unos instantes tuvieron controlada la situación y Samuel comprendió que eran profesionales.

—¿Victor? —preguntó el de apariencia más madura, de casi dos metros y aspecto imponente.

Solo cuando el aludido asintió con un gesto de la cabeza le ayudó a salir del sepulcro.

—Aaron, de Protección Privada —se presentó sin dejar de apuntar al resto de los hombres—, nos envía su jefe.

—Ayuden a Said —les dijo el investigador señalando al anticuario y él corrió hacia Andrea para ver cómo se encontraba. Se temía lo peor.

La mujer se había golpeado la cabeza contra una piedra y, al sentarse a su lado e intentar incorporarla, Victor sintió la sangre deslizarse entre sus dedos. Además, Martin había alcanzado el mismo hombro que se había herido en la gruta. El joven se inclinó hacia delante y apretó con rabia la mandíbula comiéndose las lágrimas que pugnaban por salir a borbotones.

Entonces ella respiró, alzó su pecho sin apenas fuerza al intentar tomar una bocanada de aire. Abrió los ojos y le vio.

—Pidan una ambulancia —les gritó a los de la empresa de seguridad con un temblor en la voz.

Los dos primos se arrastraron hasta el borde del foso y se ayudaron para salir de él. Después le ofrecieron una mano a Sinclair, que, por su lesión en el talón, no conseguía asirse al borde. Los hombres del servicio de seguridad que Jerôme había contratado desde Roma les ordenaron que se sentaran en el suelo y que se estuvieran quietos. Ya habían avisado a la policía y no tardaría en llegar.

Uno de los dos, el más desconfiado, los cacheó para quitarles las armas que portaban.

De pronto oyeron carcajadas en el interior de la tumba y vieron volar por el aire un pedazo de madera podrida, luego un par de ladrillos y después más madera. Lo siguiente que Said lanzó hacia fuera fue un lingote de oro toscamente moldeado que cayó cerca de Victor.

La pelea dentro del sepulcro y el excesivo peso de cinco hombres en él habían desarmado la débil cubierta de adoquines de marga que lo cubría hundiendo la piedra. Said creyó haber visto un brillo muy peculiar y, aunque podía tratarse del sol incidiendo sobre algún metal, decidió introducir las manos y averiguarlo.

—Y hay noventa y nueve más, ¿no, Victor? —preguntó entre carcajadas lanzando otro al aire—. ¡Noventa y ocho!

Impresionados, los hombres de seguridad se acercaron al borde de la fosa y contemplaron a un Said cubierto de polvo revolviendo entre la tierra y los ladrillos. El anticuario los miró y les lanzó una nueva pieza que rebotó cerca de sus pies.

Fuera de su campo de visión, Abdul se removía inquieto. Estaba desarmado y él solo no conseguiría reducir a aquellas dos moles humanas. Podría contar con la ayuda de su primo, pero tenía la pierna en muy mal estado. Obvió a Sinclair y se fijó en Martin. No le ofrecía mucha confianza, así que, en lugar de enfrentarse, decidió que la mejor opción era la huida.

Comprobó que Victor atendía a la mujer sin percatarse de lo que pasaba a su alrededor y comenzó a arrastrarse hacia atrás. Se tumbó en el suelo y se empujó con los pies sin hacer ruido. El cuerpo de sus compañeros ocultaba sus movimientos. Cuando consiguió distanciarse lo suficiente del grupo ladeó la cabeza a derecha y a izquierda buscando un lugar seguro donde ocultarse, pero no encontró ninguno. Estaba rodeado por una superficie plana infestada de montículos de piedras con forma alargada. Tumbas y más tumbas en una interminable sucesión sin fin. Se acercó a una de ellas confiando en que su altura le ocultase mientras permaneciese tumbado e hizo lo único que se le ocurrió, comenzó a colocar las piedras sobre su propio cuerpo, se estaba enterrando.

El último lingote describió un arco sobre el investigador y cayó a unos pasos de él. Mostraba el grabado de un rústico relieve, una especie de círculo. «Una "a" mandea, el Principio y el Fin», caviló el joven, que aún abrazaba a Andrea en el suelo.

La mujer tenía una brecha en la cabeza, pero había dejado de sangrar, y la herida del brazo no era tan fea como había supuesto en un principio. La bala le había alcanzado el hombro y le destrozó algunas venas, pero no había causado destrozos mayores. Probablemente ni siquiera tendría que ser ingresada en el hospital, algunos puntos de sutura serían suficientes. Pasada su preocupación inicial por Andrea, Victor pensó que tendrían que responder de los destrozos que habían causado en el cementerio ante el Departamento de Antigüedades de Israel y ante los servicios policiales del país, contaba con que Elijah les permitiera utilizar los permisos que le habían concedido y conseguir salvar la situación con una multa.

Abrazó a la mujer y retiró con ternura un mechón de su cabello.

—¿Cómo te encuentras? —ella le respondió con una sonrisa cansada. Pero había luz en sus ojos—. Mira —le dijo al tiempo que le ponía delante el último lingote que había lanzado Said.

—Parece una «a» mandea —murmuró ella manteniendo la sonrisa en sus labios.

Victor asintió. De pronto observó el lingote de una forma diferente.

Una idea comenzó a pedir paso a gritos en su cerebro, relegando el resto de sus preocupaciones a los rincones más apartados. Tensó los músculos y acercó la pieza a su rostro. «Una "a", la primera y la última letra del abagada, el Principio y el Fin», rememoró. Había creído que encontrar el oro constituía el final de la búsqueda, pero en ese instante ya no lo tuvo tan claro.

La «a» significaba el Fin, pero también el Principio. Como una apisonadora, la comprensión allanó un camino en su mente y supo por qué el ganzebra había querido cerciorarse de que habían comprendido sus palabras de la Gruta del Bautista al repetírselas a su amigo Said desde el aeropuerto. «Nosotros hemos regenerado el poder de las palabras, ahora pueden volver a mover montañas. A ustedes les corresponde encontrar la forma de conseguirlo.»

Aún desconocía qué montañas habrían de mover, ni cómo lo lograrían, pero sabía que existía un lugar al que tendrían que acudir; un sitio que ya era arcaico cuando comenzó a construirse la ciudad de Jerusalén hacía dos mil años. La importancia de su búsqueda no era el tesoro del Templo judío, radicaba en los orígenes, en la génesis.

Entonces recordó de dónde procedían los mandeos o, al menos, de dónde creían proceder.

La aventura no había terminado. Habían hallado solo el Principio, la primera «a» del abagada, les quedaba encontrar la última, la que movía montañas.