V
EL BARRIO ESENIO
Los rastas habían perdido su blanco celestial y ya no parecían las vestiduras de los ángeles, se habían convertido en unas prendas sucias y polvorientas que cubrían a unos hombres agotados casi hasta la extenuación.
Zakaria se apoyaba en el brazo de Naseer para caminar y Basaam cargaba tras ellos con el pico, la pala y una linterna. Cuando se detuvieron en el umbral de la puerta con el grabado de los perros furiosos, daban más miedo que los pobres animales.
Naseer se echó a reír de puro nerviosismo, pero tenía motivos para estar contento.
—Lo hemos conseguido, ganzebra. —Volvió la cabeza hacia atrás y repitió la frase a Basaam—. Lo hemos conseguido.
En su agotamiento todavía tenía ganas de saltar y bailar. Había visto las letras doradas, las verdaderas, las más perfectas que vería nunca en su vida, y había restaurado su poder. Los tres lo habían hecho. Ahora, los conjuros mandeos volverían a tener fuerza y las letras podrían modificar el mundo y él, él estaba feliz.
El ganzebra levantó la mano de su brazo para que el joven pudiera expresar su alegría y se apoyó en Basaam.
—Hemos cumplido —le dijo.
El otro asintió con la cabeza y le miró con ternura, como se mira a un padre demasiado anciano.
—Lo hemos hecho, Zakaria.
Nunca tuvieron dudas del poder que albergaba el alfabeto, sabían que sus palabras podían mover montañas, solo vacilaron ante su propia capacidad. Si se hubieran equivocado al pronunciar alguno de los sonidos, su ritual no habría servido y no habrían conseguido nada.
Pero ahora estaban eufóricos, las palabras poseían de nuevo toda su magia y lograrían emocionarnos, halagarnos o, incluso, herirnos de nuevo. En eso consistía su poder, ellas albergaban en su interior la capacidad de conseguir cualquier cosa, su uso dependía por entero de los hombres. Ellas no representaban ni el bien ni el mal, esos conceptos quedaban reservados a los humanos.
El alfabeto, por sí solo, era un conjunto de letras sueltas e inconexas que únicamente desplegaba su fuerza al ser utilizado por las personas; su magia comenzaba a funcionar al unirlas en la mente, al combinar los sonidos y al manifestarlos en voz alta. «Te amo, veo bondad en ti, siempre estaré a tu lado», palabras que a todos les gustaría escuchar. Las emociones y los sentimientos se generaban al ordenar sus letras en patrones comprensibles.
Gracias a su ritual, los mandeos habían concedido una nueva oportunidad al mundo para cambiar. No estaba en su mano mejorarlo, pero si la humanidad utilizaba el alfabeto en beneficio de todos, ahora que rebosaba energía de nuevo, su poder podría reparar los errores del pasado. Su cometido había consistido en ofrecer a los hombres las herramientas necesarias para lograrlo, cómo utilizaran su fuerza era algo que no podían controlar. Les habían regalado el abagada, solo esperaban que esta vez supieran aprovecharlo. Aunque antes quedaba un paso más, Victor y Said tendrían que «mover montañas».
El más joven de los tres mandeos daba saltos en el interior de la cueva y sonreía ilusionado.
—¿Creéis que los monstruos nos dejarán en paz cuando tengamos que alcanzar el Mundo de la Luz? —les dijo a los otros dos—. ¿Que al restaurar el poder del alfabeto seremos intocables?
—Naseer... —le respondió Basaam—, vuelve a la tierra. —El joven pupilo tenía una mente demasiado activa.
Pero el muchacho continuaba saltando y girando en la Gruta del Bautista y se imaginaba que los demonios no podrían hacerle daño nunca más. El sacerdote más joven intentó pedirle de nuevo un poco de mesura; sin embargo, el ganzebra se lo impidió.
—Déjale, es su forma de alejar el miedo y los nervios —dirigió una mirada de ternura al muchacho y prosiguió—: Ayúdame a recogerlo todo, el taxista tiene que estar al llegar.
Comprobaron que los cuencos habían desaparecido, pero tampoco le dieron mayor importancia, ya no servían, su magia se había consumido; ahora tendrían que elaborar unos nuevos y prepararlo todo para cuando una nueva generación, en el futuro, se viera obligada a restaurar otra vez el poder de las palabras.
Al salir al exterior les sorprendió una leve brisa y el cielo les regaló una estampa perfecta, clara y sin nubes. Esa noche, Ruha y sus demonios estarían muy lejos de ellos y tendrían que hacer sus diabluras en la otra esquina del mundo.
Los ojos de Basaam estaban llenos de lágrimas y de agradecimiento.
La mujer de Said no había dicho ni una sola palabra, únicamente mostró amabilidad hacia Andrea. A los hombres los miró de arriba abajo y los envió directamente a la ducha. Habían llegado cubiertos de polvo de pies a cabeza hasta tal punto que Victor parecía haber envejecido veinte años.
Desde que sufrió el asalto al hotel, el investigador se había mudado a la casa del anticuario. Fátima, su esposa, le había preparado una cómoda habitación bajo la azotea con magníficas vistas a la Cúpula de la Roca.
Fue el primero de los dos en pasar bajo la ducha y dejó que el agua templada le corriera sin prisa por la espalda. Necesitaba relajar sus músculos agarrotados y doloridos. Se frotó el costado con suavidad allí donde Abdul le había golpeado por última vez y aún sintió dolor. Luego apoyó los brazos contra la pared de azulejos. La cascada de agua tibia resbalaba sobre su cuerpo desnudo ofreciéndole una sensación de calma que no había sentido en todo el día.
A medida que el vapor empañaba el espejo y la mampara, su silueta perdía los contornos definidos y se fundía con el vaho. Se inclinó un poco hacia delante y flexionó el estómago, comprobó agradecido que la molestia comenzaba a desaparecer. Ya casi ni percibía dolor en la pierna herida.
Mientras los hilos cálidos continuaban recorriendo su piel permitió que los acontecimientos de las últimas horas navegaran sin rumbo por su cabeza. Y entonces, sus pensamientos se concentraron en unos ojos de color violeta, con brillos azulados en los bordes, sobre los que en ocasiones se descolgaba algún bucle color rojizo. Acarició con la imaginación el perfil de una nariz pequeña, los pómulos perfectos y una figura frágil y delicada, de mujer sensible. «Andrea...» Sin embargo, también había sentido su fuerza al tomarla en brazos para salir de los túneles; ella había rodeado su cuello con determinación, con seguridad y confianza.
Su proximidad, cuerpo con cuerpo, le permitió percibir el tenue aroma de azahar que desprendía. Ahora recordaba aquel perfume como si estuviera junto a él en la ducha, pero había otra fragancia bajo la primera, más sutil. Era su propia esencia, la de la mujer, que la rodeaba por completo. Rememoró aquel momento y dibujó una sonrisa en sus labios.
A pesar del calor del baño sintió un escalofrío que le recorrió la columna vertebral y le erizó el vello de la nuca. Suspiró. «Andrea...», un hermoso nombre para una hermosa mujer. Deseaba volver a tenerla en sus brazos. «¿Será posible?», se preguntó. Ese pensamiento le alejó de sus ensoñaciones y le devolvió a la realidad, quizá ella no le permitiera disponer de otra ocasión.
Notó que el chorro de agua perdía presión y supuso que Said habría comenzado a ducharse en otro baño. Sin percatarse, tan suavemente como la mujer había venido a su mente, desapareció entre las últimas nubes de vaho.
Victor se secó y se enrolló una toalla a la cintura. Suspiró y se acercó al balconcillo de su habitación intentando despejar la cabeza por completo. Observaba los tejados de las viejas casas reclinado contra la reja. La mezquita musulmana refulgía con el sol de la tarde y la buganvilla que colgaba de la azotea, sobre él, tenía el fucsia más brillante que había visto nunca.
Cuando consiguió volver por completo a la realidad levantó la tapa de su móvil y marcó el número de Jerôme Cavaliere. Había asuntos de los que tenía que informarle y no podía retrasarlos. Ahora necesitaba un cigarrillo, o dos, pero había dejado de fumar hacía tres años y, de cualquier forma, sus pulmones no se lo consentirían.
Al otro lado del Mediterráneo, su jefe descolgó el aparato.
—¿Aló?
—Soy Victor —le respondió ajustando el nudo de su toalla—, ¿cómo va todo?
—Bien, las cosas están tranquilas. ¿Y por ahí?
—Las noticias no son buenas —le espetó.
Cuanto antes le contara lo del doctor Ben Shimon, mejor. No había pensado en cómo hacerlo sin provocarle sufrimiento, pero, de todas formas, el dolor que sentiría sería inevitable.
—;Cómo de malas?
—Isaac.
—¿Cómo está? —le preguntó Jerôme previendo un problema relacionado con su corazón.
—Ha tenido un accidente esta mañana.
Eso no se lo esperaba. El rostro de su jefe empalideció hasta tal punto que, cualquiera que hubiera estado con él al otro lado de la línea, habría comprobado cómo su habitual color café solo se había convertido en café con leche, con más leche que café.
—¿En qué hospital está? —acertó a preguntar con un nudo en la garganta.
El joven tuvo que tragarse las lágrimas. Miró un segundo hacia la Cúpula de la Roca para serenarse antes de contestar, pero no sirvió de nada porque la voz le salió aguda y entrecortada, del que está a punto de llorar.
—Ahora mismo deben de estar finalizando la autopsia. —Se oyó un sollozo ahogado y Victor continuó—: Su vehículo se empotró contra la rotonda de la Puerta de Damasco. —Se detuvo un segundo para tomar aire y prosiguió en voz baja—. Creo que antes sufrió un infarto.
Jerôme se restregó los ojos con fuerza para eliminar cualquier rastro de lágrimas e hizo acopio de entereza antes de hablar.
—¿Sabes qué día es el entierro? —Apretaba el auricular del teléfono con tanta fuerza que sus nudillos habían adquirido un color cerúleo.
—Todavía no hay fecha, pero, dadas las circunstancias, lo retrasarán algunos días.
—¿Qué circunstancias? —le preguntó intrigado su jefe. Comenzaba a pensar que no le estaba contando todo, que escondía algo—. ¿Qué tratas de ocultarme?
Al otro lado de la línea se hizo un pesado silencio mientras Victor se tumbaba en la cama. Sabía que si le contaba a su jefe lo que había pasado en los últimos días, daría por concluido el trabajo. Intentó aprovechar unas interferencias sonoras para finalizar la comunicación.
—¿Jerôme? No te oigo. ¿Jerôme? Voy a colgar.
Pero su jefe era perro viejo.
—No, no vas a colgarme ahora, me oyes muy bien y la comunicación es perfecta. Así que cuéntame qué ha pasado sin omitir ningún detalle. Y esto es casi una orden.
El investigador suspiró resignado; sabía que si colgaba, su jefe no le dejaría tranquilo hasta encontrarle y conseguir que le contara lo que había pasado en los últimos días, así que comenzó su relato y, aunque le narró los hechos más relevantes, prefirió omitir los pormenores. ¿Para qué iba a comentarle lo de la persecución en el cementerio? ¿Y lo de la carretera de Ein Kerem? Desde luego, los robos que habían sufrido eran pequeñeces, así que al final le contó más bien poco; pero entre eso y lo que Jerôme podía imaginarse que había «olvidado» fue más que suficiente para cancelar la investigación.
—Tienes que volver —le dijo.
El investigador se irguió en la cama.
—Es imposible. Ahora estoy muy cerca de lo que buscaba nuestro cliente y sé que lo encontraré antes que él.
—Esto no es una carrera, Victor —le dijo con un tono paternal—. Las cosas están más feas de lo que me has contado —el joven se vio atrapado—, y no quiero que te suceda nada. Si estás en lo cierto y Samuel Sinclair es nuestro misterioso cliente, eso podría explicar por qué ha actuado como lo ha hecho. —Ante el silencio que le devolvió la línea, decidió continuar—. Y si es él, no se detendrá ante nada; puede resultar peligroso. Lo sabes, ¿verdad?
Había conferido demasiado énfasis a la palabra peligroso; Jerôme la había utilizado con fiereza, pero también de una forma familiar.
—¿Le conoces?
Jerôme contestó al cabo de unos segundos.
—Sí —le confirmó—, le conozco; no muy bien, pero las referencias que tengo de él no son las idóneas para dejar en sus manos a uno de mis investigadores —no le ofreció más explicaciones—. Así que sal de ahí y vente para Roma. Regresaremos los dos para asistir al entierro de Isaac.
«Ah, no —pensó Victor—, yo no me retiro estando tan cerca ahora. Además...», no podía quitarse de la cabeza a Andrea. Definitivamente, no era el momento de irse. Pero dudaba de si sería capaz de convencer a su jefe para que accediera a dejarle en Jerusalén unos días más. Apeló a su profesionalidad, a la posibilidad de encontrar alguna pieza que pasara a engrosar la colección del museo de Archeo Srl., incluso le dijo que tenía una alergia repentina a volar. Pero nada sirvió. Hasta que no le prometió a Jerôme que contrataría los servicios de un par de guardaespaldas, y que los llevaría pegados a él, no consiguió que cediera un poco de terreno.
—Dos, ¿me has oído?
—Serán dos —le aseguró—, grandes, fuertes y guapos —bromeó.
—No hace falta que sean guapos —le respondió con una sonrisa—, pero asegúrate de que sean profesionales.
—Lo haré.
—Bien, entonces nos veremos en unos días. Mantenme informado.
—Cuenta con ello —le respondió Victor, tras lo cual se despidieron.
Sin embargo, la única certeza que albergaba Jerôme era que el joven le avisaría para la fecha del sepelio de Isaac, sabía de antemano que no se molestaría en contratar ninguna protección para sí mismo. Volvió a levantar el auricular del teléfono y marcó el número de una empresa de seguridad privada en Israel.
Cuando Sinclair llamó tres veces a la puerta del despacho de Martin, el director llevaba un rato esperándole. Había dedicado el tiempo a archivar algunos documentos personales y había colocado toda la información de la que disponían sobre la actual investigación en unas carpetas al alcance de su mano.
—Adelante —dijo.
El professor entró en la habitación cojeando algo más de lo normal. Su rostro mostraba pruebas evidentes de su cansancio: unas finas ojeras se marcaban bajo sus ojos y la sagacidad habitual de su mirada había desaparecido. En su lugar se habían instalado unas cuantas arrugas de más junto a las que ya poseía y su ceño se encontraba permanentemente fruncido.
Se dejó caer en uno de los mullidos sillones que le ofreció Martin.
—¿Has enviado a Abdul a la Gruta del Bautista?
El otro negó con un gesto rápido mientras Sinclair echaba un vistazo a su reloj de pulsera. Habían pasado un par de horas desde que salieron de allí, Andrea habría dispuesto de tiempo más que suficiente para haber meditado sobre la situación. Esperaba que volviera a él con docilidad, solo había dos posibilidades: o se convertía en su cómplice más fiel o le odiaría para el resto de su vida. Conociendo a la mujer, no podía esperarse medias tintas, todo sería blanco o negro, no existía el riesgo de que alguna gama de grises se sumara al juego.
—Discúlpame un momento —le pidió Martin antes de salir del despacho con el móvil pegado a su oído.
Prefería telefonear a Abdul en privado. Al segundo tono, su ayudante, como le gustaba llamarle, descolgó el aparato.
—Estoy listo, señor Crown —le respondió cortés—. ¿Qué necesita?
Esa disposición y rapidez agradaban sobremanera al director.
—Vuelve a la Gruta del Bautista y recoge a la mujer. Llévate a tu primo —le ordenó—, entre los dos la encontraréis antes.
Después se hizo un silencio demasiado largo y denso como para resultar natural. El sicario no se atrevió a abrir la boca, suponía que Martin estaría pensando en añadir alguna orden más. Y no se equivocaba, el director cavilaba sobre la conveniencia de ir más allá de lo que le había solicitado Sinclair. Sin embargo, en el último momento, prefirió no hacerlo.
Deshacerse de Andrea no sería problema ni en ese momento ni en cualquier otro, pero veía peligrar su porcentaje del tesoro que esperaban localizar si no contaban con los conocimientos de la mujer y todavía no tenía claro cómo actuaría ella cuando volvieran a tenerla ante sus ojos. Si se negaba a colaborar, podría darse por satisfecha con dos palmaditas en la espalda, aunque personalmente le auguraba un futuro más drástico. Si por el contrario colaboraba, sería Samuel el responsable de decidir el plan de acción siguiente.
—Cuando la encontréis, traedla a la asociación. Sinclair desea hablar con ella.
—Entendido, jefe.
No había nada más que decir y ambos colgaron el aparato.
Al volver a su despacho se encontró al professor mirando fijamente una de las paredes, tenía la vista perdida y la mirada vidriosa. Supuso que para él tomar una decisión con respecto a la orientalista sería más difícil; sin embargo, no debería preocuparse en exceso, contaba con su propia ayuda si la necesitaba.
—Ya salen para allá —dijo en un intento de romper su concentración.
Sinclair se volvió sorprendido, aunque en seguida recuperó su apostura natural.
—Pensaba en las posibilidades —precisó para justificar su distracción.
No le estaba engañando, pero lo que no le comentó era que estaba preocupado por la mujer. No resultaba sencillo cortar unas cadenas de casi veinte años, sus eslabones estaban soldados a fuego por las vivencias compartidas y Andrea estaba muy dentro de él. La había visto crecer, su pequeño cuerpo se había desarrollado hasta convertirse en una atractiva mujer; y su cerebro había seguido el mismo camino, era rápido y contenía conocimientos que les podrían ayudar a proseguir su investigación.
Deseaba con toda el alma que entrara en el despacho rendida, abatida, con la mirada baja y los hombros caídos, suplicando que le permitieran continuar en el grupo. Pero, o se equivocaba, o había educado a un tipo de mujer muy diferente: segura y fuerte. Nunca contemplaría a una Andrea vencida y, después de aquel día, ella jamás le volvería a mirar con adoración. Cerró los ojos un segundo, con dolor en sus pensamientos. Habría dado su talón de Aquiles en perfecto estado porque continuara a su lado. Se hacía viejo, quizá ya lo era. La necesitaba, pero el destino había repartido las cartas y solo restaba ponerlas boca arriba. Nunca había confiado en la suerte; sin embargo, en esta ocasión esperaría hasta ver cuáles le habían tocado.
Unos golpes en la puerta de su habitación le sobresaltaron. Aún no había terminado de abotonarse la camisa cuando Said manipuló el picaporte e introdujo su cabeza por el hueco. Estaba más limpio y reluciente que sus propias muelas de oro.
—¿Te he interrumpido? —le preguntó. Ante la negativa de su amigo prosiguió—. Andrea prefiere dormir en su hotel. Mi esposa le ha ofrecido quedarse en casa, pero ella dice que ya nos ha causado demasiadas molestias.
Mientras Victor se duchaba, Fátima y su hija mayor habían curado a la orientalista. Las heridas de las rodillas revestían poca gravedad aunque eran un tanto escandalosas. La mujer se había caído varias veces sobre el suelo de las galerías y las tenía amoratadas, pero estaban cicatrizando bien. Sin embargo, el corte en el brazo izquierdo les preocupó, era lo suficientemente profundo como para haberla hecho perder bastante sangre. Andrea afirmaba que se encontraba bien, un poco cansada por el día tan largo que había pasado pero nada más, y prefería, sin ánimo de parecer desagradecida, dormir en su hotel.
Aunque a Said no le pareció la mejor opción, el hombre desconocía los motivos por los que ella necesitaba estar sola y pensar; meditar sobre unos cuantos porqués: por qué Samuel se había comportado con tanta rudeza con ella y con los mandeos; por qué la había abandonado en los túneles; por qué...
Como no fue capaz de hacerla entrar en razón, su hija mayor le había prestado uno de sus caftanes para que se cambiara y le prometió que su padre la acercaría hasta el hotel.
—La llevo yo —repuso Victor—. ¿Cómo se encuentra?
—Bien. Pero es cabezota como una mula. —Los dos hombres se rieron—. Sin embargo, no le va a quedar más remedio que enfrentarse con mi Fátima. Ha accedido a que se marche, pero no le permitirá hacerlo con el estómago vacío. ¡Ya verás!
Y en efecto, el investigador solo pudo acompañar a Andrea después de comer algo.
Tras la cena decidieron dar un pequeño paseo hasta el hotel. Aunque Said le ofreció que se llevaran a Seis Burras, ellos prefirieron caminar. La distancia era corta y la noche agradable. Además, la mujer se encontraba bien, un poco magullada y cansada, pero el verdadero dolor no se encontraba en su brazo o en las rodillas, estaba más cerca del corazón. Samuel le había dado un buen golpe, difícil de olvidar.
Los dos jóvenes se demoraron en las viejas calles empedradas del casco antiguo de Jerusalén. En ocasiones, la brisa pegaba el caftán al cuerpo de Andrea y silueteaba su hermosa figura. Esa misma brisa jugaba con sus rizos y los dejaba caer sobre la cara. La mujer se retiró un bucle que le molestaba y dijo:
—Muchas gracias por ayudarme en la cueva. Estaba muerta de miedo —confesó con un leve rubor en las mejillas.
Victor hizo un gesto con la mano restando importancia al hecho.
—Habrías encontrado la salida por ti misma. Estoy seguro.
Y era probable, aunque también era cierto que sus compañeros la habían dejado allí, sola y a oscuras. Estuvo tentado de preguntarle por ello, pero retuvo las palabras a tiempo dentro de su boca. Supuso que ella sufriría por ese motivo y decidió probar otro tema.
—¿Pudiste observar el ritual mandeo?
Ella negó, únicamente logró ver las letras de estuco en la pared y eso ya le pareció de una grandiosidad enorme. Por lo demás, recordaba con más claridad a Samuel atacando al ganzebra y a Abdul pateando a Victor. Sus ojos se nublaron por un instante.
—Cuéntamelo tú —le pidió, prefería olvidar al professor por el momento.
Victor le narró la liturgia al completo, desde que penetraron en la cueva del Bautista hasta que se encontraron con ella en la caverna de las letras; prefirió omitir todo lo relativo al hecho de que fueron maniatados o amenazados con armas de fuego.
A lo largo de la narración, el investigador le preguntaba sobre los sacerdotes o sobre el significado del ritual que habían llevado a cabo. Ella le contestaba a todo, con inteligencia y paciencia. Victor tuvo la sensación de que conversaba con el cerebro de Isaac dentro de un cuerpo hermoso. Y le gustaba observar aquel rostro con diminutas pecas en los pómulos y perderse en sus ojos grandes que, cuando le miraban, parecían brillar.
—... los mandeos creen que las palabras tienen el poder de...
Pero había perdido el hilo de la conversación, la contemplaba y sonreía. Entonces la vio tropezar, la sujetó por la cintura en un acto instintivo y le ofreció su brazo para andar. Se encontraba tan abstraído que hubiera deseado besarla, pero no se atrevió. Andrea se apoyó en él y continuaron caminando apenas separados por la traidora brisa que los sorprendía en algunas esquinas. En esas ocasiones, la mujer levantaba la cabeza y dejaba que el aire balancease sus rizos hacia atrás. Entonces, el hombre percibía a su alrededor aromas de azahar, como si se hubiera perfumado el cabello y aún conservara el olor después de todo el día.
A cada paso que daban, el suave balanceo le apretaba contra su brazo y lo sentía rozando su pecho. A pesar del agradable calor de tenerla junto a sí, un puño le cerraba el estómago y no era capaz de tranquilizar a su corazón, que bailaba encabritado dentro del pecho. Temía que ella percibiera los fuertes latidos. Victor sabía que ya no podía retroceder, se estaba enamorando. Nunca había conocido a una mujer como aquella. Jamás le permitiría desaparecer de su vida, pero ¿desearía ella permanecer a su lado?
El sonido de una llave al encajar en su cerradura le trajo de vuelta a la realidad. La orientalista había abierto la puerta de su habitación y Victor sintió que se le acababa el tiempo. No sabía cómo habían llegado al hotel ni cómo habían subido las escaleras; ni tampoco supo cómo se atrevió a tomarla por la cintura y atraerla hacia su cuerpo. Acercó su rostro al de ella y percibió su aliento cálido tan próximo que cerró los ojos para sentirla por completo. Cuando rozó sus labios, el corazón galopaba desbocado en su pecho y un cosquilleo lacerante ascendía desde su estómago hasta oprimirle la garganta.
Andrea le esperaba, llevaba esperándole desde que sintió su fuerza bajo unos modales tiernos, desde que la levantó del suelo en el túnel y la apoyó con suavidad contra él. Había en ese gesto protección sin posesión, una ayuda desinteresada que le hizo reclinar la cabeza en su pecho y confiar en él. En realidad, se había abandonado en sus brazos; como se estaba abandonando ahora.
Cuando él la besó le dejó hacer. Le permitió que separara sus labios con suavidad y que buscara en su interior, que jugara con su lengua mientras ella temblaba y tenía frío y calor a un mismo tiempo.
Victor la empujó con delicadeza hacia el interior de la habitación y cerró la puerta a su espalda con un puntapié. No podía separarse de aquel cuerpo cálido que se ofrecía a él. Sintió unos dedos nerviosos que luchaban contra los botones de su camisa y se desprendió de ella sacándola por la cabeza. Ahora, esas mismas manos acariciaban su espalda y sus hombros dejando marcas de fuego en cada milímetro de piel que rozaban.
La mujer necesitaba sentirle, llenarse con su calor. Había urgencia en su necesidad. Dejó que Victor manipulase su caftán y que resbalara hasta el suelo. Fueron unos instantes eternos, unos momentos preciosos que el hombre invirtió en observar extasiado su figura. La última claridad del día entraba por el balcón y recortaba su silueta repleta de sombras y penumbras.
Después le besó el cuello con delicadeza y los hombros con ternura; se detenía para aspirar su esencia con movimientos lentos y pausados. Eran besos suaves con un rastro de humedad; cada vez que él respiraba sobre ellos, los dos sentían un escalofrío que acrecentaba su pasión. Quería disfrutar cada centímetro de ella. Aunque su masculinidad le gritaba que se apresurase, no tenía intención de permitir que todo finalizara demasiado pronto.
Volvió a besar sus labios, perdiéndose en aquella boca que le exprimía mientras acariciaba su cuello, todavía con suavidad pero ya con una irremediable pasión que no era capaz de contener.
—¿Cómo? —le había espetado Martin. No es que no hubiera oído a Abdul, era que no podía admitir lo que estaba escuchando—. ¿Habéis buscado bien?
Después entendió que su ayudante deseaba ofrecerle toda la información completa y le dejó hablar sin interrupciones. Cuando finalizó, el rostro del director resultaba un poco más gris que al principio.
—¿Estáis seguros? —Aguardó la contestación y luego prosiguió—: Envía a tu primo para que vigile al investigador y tú vete a descansar, no creo que Andrea se mueva de su hotel. En cualquier caso, sabremos dónde buscarla.
Aquella última frase sorprendió a Sinclair, que le miró inquisitivo.
—No se encontraba en la gruta. —La respuesta intranquilizó al professor—. Está en su hotel. —No lo entendía. No comprendía cómo la mujer había conseguido llegar sola y sin medios desde la cueva hasta su habitación. Martin fue menos parco en palabras y se explicó mejor que su ayudante—: El anticuario y su amigo deben de haberla ayudado a salir de los túneles. Abdul me ha contado que, como no respondía a sus llamadas, se internaron en las primeras galerías para buscarla, pero sin resultados; así que decidió dirigirse al hotel y comprobar que no había llegado. No fue necesario que preguntara en recepción. Cuando se estaban acercando a la entrada los vieron.
—¿Los? —inquirió Sinclair—. ¿Quién la acompañaba?
—El más joven. —A partir de ahí no sabía si debía continuar con su explicación o dejar el resto para un momento más adecuado.
Cometió el error de bajar la vista para contemplar su escritorio y Samuel supo que había algo más.
—Termina —le ordenó.
—Bueno... —titubeó—, los hombres los vieron a través de la ventana de su habitación.
—¿Qué hacían? —le preguntó irritado—. ¡Acaba de una vez!
Martin buscó las palabras más adecuadas, pero no pudo encontrarlas, así que se lo explicó de la mejor manera posible.
—Estaban muy juntos y no se separaron ni un momento. —Prefirió no añadir nada más y que el professor se hiciese una idea aproximada. Si se hubiera expresado como lo hacía normalmente, era posible que hubiera resultado un tanto grosero para los oídos de Sinclair.
Por el gesto cambiado que mostraba la expresión de su cara, Martin comprobó que el catedrático había comprendido a la perfección lo que pretendía decirle. Suspiró y se relajó. Ahora ya disponía de la información, solo tenía que esperar sus órdenes.
El hermoso rostro de la luna acababa de recortarse en el cielo nocturno cuando Victor ascendió las escaleras hacia la vivienda de Said. Hubiera preferido quedarse junto a Andrea y continuar sintiendo su calor; acariciar su pelo y su espalda y volver a besarla y, de nuevo, estar dentro de ella fundiéndose otra vez como un solo ser. Pero ella le pidió que se marchara, aunque deseaba que no lo hiciera; habría más días y más noches para compartirlos. Ahora... ahora tenía un problema que también afectaba a su corazón y que debía solucionar. Aquello no se lo dijo de esa forma; aun así, el hombre intuyó lo que intentaba explicarle. Su cliente misterioso, el jefe o lo que fuera de Andrea, era algo que la mujer necesitaba arreglar. La comprendía y no quiso presionarla; ella tenía razón, habría más días y más noches. Se lo dejó claro cuando, al despedirse, se apretó contra su pecho y le besó robándole el aliento.
Todavía tenía el recuerdo de esos labios fundidos a los suyos cuando Said le recibió. Retornar al presente fue como darse un batacazo contra una dura pared de piedra.
—Adelante —le dijo con una de sus habituales sonrisas mostrando todas las muelas de oro. Pero al ver su pelo revuelto y comprobar que su camisa estaba mal abotonada la sonrisa se convirtió en un par de sonoras carcajadas—. Ejem... ¿algo agitada la noche? —le espetó mientras le empujaba hacia la azotea.
No podía dejar de reír y con cada nueva risa el investigador sentía cómo se ruborizaba por momentos.
—Vamos, nos hará bien un poco de aire fresco. Y a ti, un té caliente te relajará. —Cuando finalizó la frase intentó contener la risa, pero no pudo y explotó con un montón de carcajadas contagiosas.
Victor hizo ademán de explicarse pero su amigo no lo permitió. Se hacía una idea bastante aproximada de lo que había sucedido, tenía que haber previsto ese tipo de acontecimientos. Hace años no se le hubiera pasado un hecho como aquel, pero ahora, ¿perdía facultades? Se lamentó pensando que tenía que haberlo intuido. En el fondo, su corazón tierno no podía evitar convertirle en un casamentero. Y aquella mujer le gustaba para su amigo. Suspiró, dos veces. Victor continuaba ruborizado y algo turbado, por eso decidió cambiar la plática. Casi podía oír su corazón latiendo con fuerza dentro de su pecho. Era la emoción.
—Pues yo ya no estoy para estos trotes —se quejó mientras se acomodaba en la mullida butaca de mimbre. Se refería a los «trotes» que habían vivido en común, no a los particulares y recientes de su amigo—. La cabeza me va a explotar y todas mis articulaciones rechinan. Estoy casi tan viejo como Seis Burras. ¿Lo has notado?
El joven se sintió aliviado por sus ocurrencias y rió con él.
—Yo todavía tengo el estómago pegado a las amígdalas. No sería capaz de probar bocado.
Said supuso que su falta de hambre se debía a otros motivos, más... más físicos, pero decidió no torturar al joven.
—Deberíamos dejar estas aventuras para los profesionales, ¿no crees?
Ante la mirada opositora del joven se resignó. No, no lo creía. Continuarían.
—Por... —Le asaltó la imagen nítida del doctor Ben Shimon ocupando todo su cerebro.
—Por él.
Ambos pensaron en Isaac. El anciano no se habría rendido, ni con tres baipases, ni con sus ochenta años, ni con los hombres del CSJ pisándole los talones.
—Entonces —concluyó Said—, proseguimos con la investigación.
—Sí.
—Pues necesito un té para pensar.
Sin embargo, no pudieron tomarlo, Fátima no se lo sirvió ni permitió que lo hiciera ninguna de sus hijas. Era la forma que tenía de decirle a su marido que estaba enfadada, que él no asumía su edad y que no podía comportarse como un chiquillo llegando a casa cubierto de polvo.
—Esto es el fin, amigo —le dijo apenado—. Ha comenzado quitándome los pastelillos de pistacho y ha terminado con el té. ¡Después de esto me pide el divorcio!
Los tres mandeos recogían sus escasas pertenencias, al día siguiente partía su vuelo y preferían tenerlo todo preparado. Ya solo les quedaba volver a su rutina diaria, al trabajo en sus tiendas como orfebres de plata y al acoso de los musulmanes más fanáticos de Irak.
—No sé si me acostumbraré —dijo Basaam en voz alta.
Después de la experiencia que habían vivido, retornar a los quehaceres cotidianos les iba a suponer un esfuerzo considerable.
—Lo harás. El que me preocupa es Naseer.
El aludido dejó lo que estaba haciendo y miró al ganzebra.
—A mí no me importaría no acostumbrarme. —Todavía quedaban en su mirada restos de la magia del abagada renovado. Continuaba siendo un joven fácilmente influenciable y tenía muy recientes los últimos acontecimientos como para comenzar a olvidarlos.
—No te inquietes —le susurró Basaam al ganzebra—. Tiene quien le ponga los pies en la tierra. —Al observar la mirada extrañada que el anciano le devolvió, se explicó—: Una mujer. Le he visto mirando a la hija de Yuhana Nashmi. Cuando la tiene cerca no puede apartar los ojos de ella.
Zakaria sonrió débilmente y continuó ordenando su ropa dentro de la bolsa de viaje.
—Eso es bueno. ¡Ojalá Mana Rabba me conceda unos años para poder casarlos!
Le haría mucha ilusión ser uno de los sacerdotes que oficiaran su matrimonio.
—Dios te dará los que necesites. Si llega a haber boda, a Naseer le encantaría que fueras el celebrante principal.
El anciano agitó la mano en el aire dando a entender que ya no le quedaba mucho tiempo y de todas formas tampoco pensaba regatear con su vida como había hecho Adán. Recordó unos pasajes que se narraban en el Libro Izquierdo del Ginza, la historia de Sitil, el mandeo puro, y sonrió con tristeza.
Mana Rabba, la Gran Vida, había determinado que el primer hombre, Adán, ya había cumplido sus años de vida en la tierra y le envió al Ángel de la Muerte, Sauriel, para comunicárselo. Pero Adán no estaba preparado; «¿quién lo está?», se preguntó el ganzebra.
Cuando el enviado divino llegó a la tierra, el hombre le ofreció importantes razones de por qué su hora aún no había llegado y el ángel se volvió al Paraíso con la negativa. Pero la Gran Vida le hizo regresar, Adán debía morir. El hombre continuó negándose y le propuso al ángel que se llevara a su hijo Sitil en su lugar. Sauriel no podía tomar por sí mismo una decisión de ese calibre y retornó junto a Mana Rabba para comentarle la oferta. Finalmente, en el cielo se aceptó que fuera Sitil quien muriese.
Sauriel volvió a la tierra y le comunicó la mala noticia al joven hijo de Adán. El hombre se quejó, pero aceptó la decisión divina y ascendió en alma hacia la Gran Vida. Allí le fue concedido el conocimiento de la sabiduría, uno de los bienes más preciados por los mandeos y, con ese don, solicitó una gracia: que a su padre le fuera concedido el regalo de poder ver y oír.
Adán pudo entonces ver y oír, y deseó que volviera su hijo para ser él quien ascendiese junto a Mana Rabba y gozara de la Luz. Pero ya era tarde...
—El hombre no posee su propia vida y no debe, por tanto, negociar con ella. —El ganzebra se descubrió pronunciando sus pensamientos en voz alta.
Zakaria lo tenía asumido, no comerciaría con Mana Rabba. Se trataba de aceptar la muerte como una consecuencia de la vida y del deseo de morar por toda la eternidad abrazando la Luz y dejando atrás el mundo oscuro que es la existencia en la tierra, solo le pedía a su dios unos pocos años más y después, gustoso abandonaría su cuerpo y dejaría que su alma volara hacia el Mundo de la Luz.
La mirada cortante de Samuel lo decía todo, no era necesario que explicara con palabras lo que sentía. Comenzaba a estar seguro de que Andrea le había traicionado.
Unas zarpas de uñas afiladas habían comenzado a desgarrarle por dentro. Se cebaban en él y le dejaban el alma hecha jirones. La mujer en la que había depositado todas sus esperanzas, la que esperaba que completase su obra si él no era capaz, en definitiva, a la que había ofrecido todo, le abandonaba.
Se había agarrado a una última esperanza, pero le había defraudado. No, defraudado no; le había vendido. Tenía la certeza de que ahora formaba parte del equipo del investigador de Archeo. «Un equipo muy íntimo», pensó con un deje de ironía. Aquella palabra le dejó un regusto amargo en el paladar y cerró los puños con fuerza sobre sus palmas. Si no hubiera tenido las uñas arregladas, le habrían hecho sangrar. Rabia, era rabia lo que rebosaba. Y dolor, tenía que reconocerlo. Muerta su esposa, solo una persona podía provocarle aquel dolor. Andrea.
¿Cómo lograría ahora finalizar su investigación? ¿Dónde buscarían el tesoro del Templo? Golpeó con fuerza la mesa del escritorio de Martin. Pero su frustración no le abandonó. ¡Maldita mujer! Podía hacerle perder todo aquello por lo que había luchado en su vida. Si no conseguía encontrar el oro judío, ¿qué reconocimientos académicos obtendría? Los cuencos mandeos estaban bien y podría hablar sobre el ritual al que había tenido acceso. Pero... eso ahora le parecía insuficiente, el mundo no se rendiría a sus pies por descubrir dos cosas más sobre los mandeos. Y Sinclair deseaba, necesitaba, que el sector académico le aclamase como él se merecía. No podía dejar las cosas así. No estaba dispuesto a rendirse antes de tiempo.
—Samuel... —murmuró Martin con cautela. Sabía que estaba sumido en sus propias cavilaciones y temía molestarle.
El professor desvió la mirada del fondo del despacho y la fijó en su subordinado.
—¿Sí?
—¿Cómo... cómo...?
El hombre gris también pensaba, y sus especulaciones tampoco eran favorables para su causa. Martin Crown no era historiador ni arqueólogo, no obstante, sabía reconocer a uno de los buenos y Andrea lo era. Los había ido guiando hacia su meta, con prepotencia, sí, pero había sido ella la que conseguía que la investigación avanzase. Si alcanzaban su propósito, él no obtendría ningún mérito docente, tampoco los necesitaba, aunque el dinero sí. Y sabía que al final de aquella aventura le esperaba una gran cantidad, Samuel se lo había garantizado. Ahora, sin ella, ¿cómo lo conseguirían? Sin embargo, no podía plantearle sus dudas a Sinclair de esa forma. «No, así no.» Tenía que ser más cauteloso, a pesar de ser consciente de que sin la mujer difícilmente encontrarían las riquezas de los judíos. Así que decidió camuflar sus dudas al preguntar.
—¿No podríamos convencerla?
Samuel pensaba lo mismo. ¿Les quedaba todavía alguna oportunidad? ¿Podría encontrar la manera de tenerla de nuevo a su lado aunque solo fuera durante los próximos días? Al fin y al cabo, Andrea había hecho su elección. Desacertada, desde luego. Pero todavía no estaba todo perdido. Decidió telefonearla en cuanto llegara a su hotel; o pasarse a verla. No, verla no, no sería capaz de controlarse. Lo mejor sería utilizar el teléfono, conseguiría ser más persuasivo. Y de pronto tuvo prisa por abandonar el despacho de Martin.
—Hablaré con ella.
Acto seguido se incorporó, tomó su elegante bastón y se despidió de un hombre que aún confiaba en él para llevar adelante sus proyectos comunes.
Victor observaba el firmamento estrellado, cuajado de puntitos de luz refulgentes. La azotea de Said era como un observatorio abierto al infinito. Repasaba los acontecimientos del día y esbozó una diminuta sonrisa al pensar en los sacerdotes, vestidos con sus rastas típicos y en la aventura que les había deparado el abagada.
—¿Estarán bien? —le preguntó a su amigo.
El anticuario asintió con un movimiento de cabeza; había un deje de melancolía en su gesto.
—Los echaré de menos. Era un placer negociar con ellos.
—Deben de ser gentes con una espiritualidad especial, ¿verdad? —se dirigió a Said, que los había tratado en más ocasiones.
—Si he de resumir sus cualidades a una sola, te diría que, en esencia, son buenas personas. Y eso es difícil de encontrar hoy en día.
El investigador no le contestó, continuaba observando el cielo con la mirada relajada. Se arrellanó en su butaca y respiró profundamente. Disfrutaba del momento. Algunos minutos después, con nuevos pensamientos en su cabeza, volvió a dirigirse a él.
—Los mandeos dijeron que «seguían el Pacto y cumplían la Ley», ¿acaso no hacían eso todos los judíos?
A Said le pilló por sorpresa, tenía la cabeza ocupada con sus propias reflexiones.
—Los judíos sí. Ellos cumplen el Pacto —pero luego cayó en la cuenta—. Todos no.
Y esa última frase hizo que Victor se girase en su butaca. La investigación continuaba.
El ganzebra había cerrado la cremallera de su bolso y había dado por finalizada su tarea. Echó una ojeada por la habitación y comprobó que no olvidaba nada. Después se sentó en el borde de la cama, como si todo el peso del mundo descansara sobre su espalda.
—¿Crees que esos hombres lo conseguirán? —le preguntó a Basaam.
El mandeo le respondió con un encogimiento de hombros, aunque, de alguna manera, sabía que si el anticuario y su joven amigo no lograban encontrar su tesoro y mover las montañas, sería muy difícil que alguien pudiera hacerlo.
—Tenían los corazones puros —agregó Zakaria.
Ambos pensaban que habían tomado la mejor decisión posible dadas las circunstancias.
El sacerdote se acercó hasta su maestro y se sentó junto a él. Tomó una de sus manos arrugadas entre las suyas y la sintió fría.
—Podrán —afirmó confiriendo seguridad a su voz y alejando sus dudas.
No tenían muchas más opciones que la de mantener la fe. Quizá, si aquellos hombres cumplían su cometido, el mundo fuera un lugar donde vivir mejor. «Vivir mejor —repitió en su mente el ganzebra—, ¿qué mundo les dejo a Basaam, a Naseer y a todos los demás?»
—Podrán —parafraseó a su pupilo.
En realidad, sus pensamientos se habían desviado hacia su tierra, a Irak. Un país que consideraba como suyo propio y del que era más que probable que tuviese que huir no tardando mucho. Las persecuciones contra los mandeos se habían recrudecido desde la muerte de Sadam y las tropas extranjeras que se mantenían en el país ayudaban bien poco, más bien soliviantaban a los musulmanes que dirigían su furia contra las religiones minoritarias. «También murieron unos cuantos cristianos», pensó el ganzebra.
Habían muerto, en efecto, aunque no a causa de la situación prebélica que vivía el país. Los habían asesinado impunemente un puñado de chiítas alentados por las arengas de sus imanes. Para ser justo, debía reconocer que no todos los líderes religiosos musulmanes atentaban contra ellos, la gran mayoría eran moderados que apostaban por la integración, pero bastaban unos pocos reaccionarios para encender la mecha. Y estaba ardiendo.
Basaam le miró al rostro curtido por cientos de arrugas y observó su perfil de nariz aguileña. Zakaria tenía la mirada fija en la pared de enfrente, perdida entre las irregularidades del yeso.
—Todo irá bien —le dijo en un intento de animarle.
El anciano asintió con la cabeza en un gesto inconsciente mientras pensaba en la viuda del orfebre Abadirah, que había muerto quemado en el interior de su tienda cuando un grupo de musulmanes enfurecidos pretendía limpiar el país de la escoria hereje. Allí no acabó el sufrimiento de la mujer; unos días después, cuando caminaba por la calle con su hijo pequeño, fue asaltada y golpeada por unos radicales. No quiso contar nada más, pero el anciano tenía la terrible certeza de que las humillaciones no habían terminado ahí. Muchas de ellas eran violadas. No lo denunciaban porque sus agresiones apenas si eran castigadas y, además, reconocerlo suponía una deshonra añadida en su propia vecindad.
Suspiró, una sola vez, profundamente. Basaam le rodeó la espalda con su brazo y le estrechó junto a sí abrazándole con delicadeza.
Naseer había continuado introduciendo su ropa en la maleta ajeno a la escena. Tenía la cabeza repleta de sus propios pensamientos pero, en un momento dado, percibió gravedad en el ambiente y miró a su alrededor. Vio a los dos hombres abrazados y no supo por qué, pero le pareció que lo más adecuado era unirse a ellos. Se acercó a los dos y les envolvió con sus fuertes brazos juntando su cabeza a las suyas. Después de un tiempo prudencial se separó y les preguntó.
—¿Cenamos?
Naseer era así, el ganzebra sacudió su cabeza con un esbozo de sonrisa en los labios y Basaam rió abiertamente.
—¿Qué judíos siguieron el Pacto? —la pregunta de Victor fue un poco impetuosa.
Su amigo le miró entre divertido y preocupado. Si volvía a despertar la curiosidad del joven, se vería envuelto en una nueva aventura y eso desagradaría a su mujer, pero si, por el contrario, no le decía nada, él lo descubriría por sí mismo y terminaría arrastrándole de todos modos. No tenía escapatoria posible.
—¿Los esenios? —aventuró el joven.
Said no tuvo más remedio que responder.
—Los esenios —le confirmó.
Victor se palmeó la cabeza como un tonto por no haberse percatado antes. Era una idea que rondaba su mente desde la primera conversación que mantuvo con Isaac. Desde luego, la Historia no confirmaba que existiera una conexión real entre ellos y los mandeos, pero la posibilidad de que ambos grupos se conociesen era demasiado elevada como para no tenerla en cuenta.
—Los esenios se llamaban así mismos «los puros», decían que solo ellos seguían el Pacto de Dios y la Ley de sus Mandamientos. ¿Cómo no me habré dado cuenta antes? ¿Y qué sabemos de ellos?
Su amigo explotó en sonoras carcajadas. Ya estaba otra vez metido hasta el fondo, no sabía muy bien en qué, pero ya no le salvaba ni la Trinidad, como había oído decir a alguno de sus clientes cristianos.
—Tú lo que quieres saber es si aquí en Jerusalén queda todavía algún resto esenio.
El otro asintió con una enorme sonrisa de niño bueno en el rostro. Habría parecido un ángel del cielo si su amigo no supiera a ciencia cierta que ya estaba tramando algo.
El investigador se adelantó a Said y comenzó a hablar.
—Existía una misión arqueológica excavando en las afueras de la muralla, en el monte Sión. Hace un par de años, en su ladera sur encontraron el muro que protegía Jerusalén en tiempos de Herodes.
—Descubrieron unas cuantas piedras, algunas monedas, y también los baños rituales y un centro de reuniones —le contestó el anticuario, que de arqueología sabía lo suficiente como para reconocer si un yacimiento depararía riquezas o títulos a sus exploradores. Y aquel, ni una cosa ni la otra; parecía demasiado pobre.
—Leí que, en realidad, estaban desenterrando esa primera muralla de la ciudad porque buscaban una puerta construida a principios de nuestra era. —Said le escuchaba con atención—. Un historiador antiguo, no sé si te suena Flavio Josefo —su amigo asintió—, escribió que la secta de los esenios contaba con una puerta por la que entraban y salían de la ciudad. ¿La han encontrado? —inquirió incrédulo.
La pregunta era directa porque si alguien sabía si se había hallado algo interesante en la vieja Jerusalén, ese era, desde luego, Said; sus ojos y sus orejas se multiplicaban hasta el infinito para no perderse ninguna noticia que le pudiera reportar beneficios.
Y en efecto, los arqueólogos habían encontrado la Puerta de los Esenios, hasta descubrieron un barrio perteneciente a ellos en las afueras de la muralla; pero, aparte de piedras desgastadas, el anticuario no creyó que nada de ese yacimiento pudiera servirle para su negocio.
—Si Herodes ordenó construir el muro... entonces... —caviló Victor para sí mismo— el yacimiento debe de ser... de tiempos del Bautista.
—Sí —confirmó Said, que le había estado escuchando—. En la muralla han encontrado vestigios de una antigua puerta.
—La que utilizaban los esenios para entrar y salir de la ciudad. —No aguardó una confirmación—. Hay que ir a verla y comprobar si tiene alguna señal que pueda servirnos. —Ante la mirada horrorizada de Said, le ofreció una explicación que le pareció muy lógica y muy breve—, solo queda a quince minutos de aquí.
—Alto, muchacho. —El anticuario temía que se pusiera en pie de un momento a otro y le llevara a rastras hasta el monte Sión.
Aunque estaba agotado y lo que más deseaba era abrazar a su mujer mientras le vencía el sueño, cedería en lo de salir de casa por la noche, en lo de volver cubierto de polvo y tierra, pero antes tendría que hablar con su esposa, convencerla de que no se enfadase de su nueva aventura y, de paso, conseguir que le preparara un té. Eso no lo negociaría.
Al final, Fátima les hizo una infusión bien caliente que los reconfortó. Incluso depositó sobre la mesa una bandeja de pastelillos dulces que su marido devoró. El anticuario no escatimó elogios a su esposa. Convenía tenerla contenta, todo hombre sabe que una esposa infeliz conduce a un marido desatendido. Y él no podía permitirse el lujo de que le retirara para siempre sus pastelillos de miel y pistachos.
Ya era noche cerrada cuando Sinclair accedió a la habitación de su hotel. Todo estaba como lo había dejado, a excepción de la cama. El servicio de habitaciones la había preparado para que solo tuviera que meterse a dormir en ella.
Reclinó su bastón contra la mesilla de noche y se deshizo de la americana de tweed colgándola del perchero. Después abrió el minibar y se sirvió un whisky doble mientras ordenaba las ideas dentro de su cabeza. Convencer a Andrea no iba a resultar nada fácil. Ella se encargaría de complicarle las cosas, pero si conseguía superar la primera barrera, el resto sería pan comido.
Se acomodó en un sofá frente al balconcillo y descorrió las cortinas. Hasta sus pupilas le llegó la tenue luz de algunas farolas de la calle. Sus ojos, de un habitual azul claro muy pálido, se oscurecieron. Siguió durante algunos segundos la estela que dejaban los faros de los pocos vehículos que aún circulaban y descolgó el móvil. Marcó el número de Andrea esperando que no se hubiera acostado.
La mujer no podía dormir, de hecho, esperaba esa llamada. Si Samuel se hubiera retrasado media hora más, ella le habría telefoneado. Pero no fue necesario. Descolgó el aparato sabiendo que era Sinclair y que intentaría convencerla para continuar con él.
—Buenas noches, Samuel.
«¿Cómo conseguiré borrar de su memoria los últimos acontecimientos?», pensó el hombre.
—Buenas noches, ¿cómo te encuentras? —La pregunta cortés le pareció un buen comienzo. Pero no le permitió responder, decidió atacar por sorpresa—. Te debo una explicación.
Ella aguantó la respiración y aguardó. Si Samuel hubiera podido mirarla a los ojos, su conversación habría finalizado antes de comenzar.
—Quise ayudar —le dijo.
Andrea no se esperaba aquello. No era necesario que le aclarara por qué no la habían avisado para acompañarlos a la Gruta del Bautista, más bien, lo que necesitaba era una explicación de por qué había amenazado a los mandeos y por qué la había abandonado.
—Tú estabas haciendo casi todo el trabajo —prosiguió Sinclair—, la documentación era cosa tuya, también te encargabas de encontrar el amuleto... —Dejó la frase en el aire por si ella deseaba añadir algo, pero no lo hizo—. Nosotros —pensó en Martin— creímos poder conseguir los dos cuencos que nos faltaban. Teníamos la sensación de que un gran peso de la investigación caía sobre ti y era una forma de aligerarlo.
Ella continuó en silencio. Tenía una sonrisa en los labios que el hombre no podía ver y aunque hubiese podido, no habría sabido interpretarla.
Samuel se preguntó si la estaría convenciendo, aún le quedaba lo más difícil, lo de los mandeos y lo de abandonarla. Todavía no había llegado el momento de entrar en esa fase de la conversación, así que sacudió la cabeza y prosiguió su exposición:
—Nuestro pasante nos avisó de que había localizado los otros dos cuencos, ¡por fin! —exclamó con un tono muy teatral—. Martin y yo decidimos realizar la transacción, pero los mandeos querían negociar personalmente y nos citaron en la Gruta del Bautista.
Andrea continuaba impasible, pero su extraña sonrisa se había ampliado.
—Creemos —continuó Samuel, y aquí comenzaba la parte más difícil— que eran falsos sacerdotes y que tenían la intención de estafarnos y robarnos. Debimos de habernos percatado de la presencia de sus matones. —Se refería a Victor y a Said.
El monte de Sión se encontraba a las afueras del casco antiguo de Jerusalén, saliendo por la puerta de su mismo nombre y era el punto más alto de la ciudad. Los cristianos acudían a él para contemplar la basílica de la Dormición, que fue el lugar en donde la Virgen María murió y ascendió al cielo; pero también para entrar en el Cenáculo, donde Jesús celebró la Última Cena. Los judíos poseían en el monte la tumba del rey David. Pero los palestinos no tenían nada que hacer allí y menos cuando ya hacía tiempo que había oscurecido y portaban en sus manos una linterna y un pico. Podían resultar muy sospechosos y si, además, parecían gente pacífica, respetables padres de familia, el asunto implicaría connotaciones más extrañas para las autoridades israelíes y no se salvarían pasando una única noche en el calabozo.
En todo eso iba cavilando Said mientras caminaba con dificultad por la escarpada ladera sur de la colina.
—Entonces, este monte —susurró Victor al tiempo que abarcaba con el brazo el terreno que le circundaba— constituyó el barrio esenio en tiempos de Jesús.
A su amigo no le quedaba aliento ni para asentir.
—Me dijiste que los arqueólogos descubrieron el año pasado sus baños y su casa comunal —prosiguió hilando sus pensamientos.
Sí, Said se lo había dicho. ¡Ojalá se hubiera callado la boca! Ahora podría estar durmiendo plácidamente junto a su Fátima y no pendiente de resbalarse y romperse una pierna. Su mujer había accedido a esa nueva aventura nocturna, pero no se mostraría muy contenta si aparecía con nuevas cicatrices.
Ya habían dejado a sus espaldas el edificio del Cenáculo y la basílica de la Dormición y a su derecha, el monasterio griego; un poco más abajo se encontraba el cementerio protestante que contaba con inquilinos de la talla de Petrie o Starkey, grandes arqueólogos del siglo XIX.
Victor estaba desorientado, la oscuridad de la noche no le ayudaba en nada a ubicarse y, aunque sabía dónde debía de encontrarse el yacimiento, no estaba seguro de la distancia que los separaba.
—¿Queda mucho? —le preguntó a su amigo, que ya lo había visitado con anterioridad.
—No. —Si no estaba equivocado, hallarían la misión al pasar los últimos árboles.
El investigador supuso que todo el recinto estaría vallado y contaría con medidas de seguridad. Se imaginó que tendrían que forzar algún candado o saltar una valla y comprobó el material del que se habían podido pertrechar a última hora. No estaba nada mal: un pico, linternas y palpó el bolsillo trasero de su pantalón, allí guardaba su herramienta multiusos. Los arqueólogos eran eruditos pero no tontos, defendían sus descubrimientos de vándalos como ellos.
—¿Está muy protegido? —le preguntó a Said.
—No será necesario trepar por ninguna valla —le confirmó—. Aunque a estas horas es posible que haya finalizado el horario de visitas, intentaré sobornar al guarda —bromeó.
El joven estaba tan concentrado en encontrar la excavación que no se percató de que se estaba riendo.
—¿Qué guarda? —Pero ya había caído en la broma y ambos se echaron a reír.
Además de reírse, Said se sentó sobre un peñasco, sus piernas no podrían dar un paso más si no les concedía un respiro.
Su amigo se adelantó unos metros y enfocó con la linterna el espacio que se extendía más allá de los árboles, aquello parecía un roquedal con arbustos bajos y matojos que no les facilitarían el paso. Sin embargo, volvió a sonreír, vio las medidas de seguridad de las que había hablado el anticuario, y ante sus ojos se alzaba una vallita sin importancia. Hasta un anciano podría saltarla.
—Estamos de suerte —le dijo cuando volvió hasta él—, solo tenemos que traspasar un cercado bajo, de metro o metro y medio.
—¿De un metro, o de un metro y medio? —se quiso asegurar Said. No era lo mismo, y menos en sus condiciones.
Tenía una importante barriga de la que hacerse cargo. Los años en que su cuerpo fue atlético y fibroso habían pasado a la historia.
—Ven a comprobarlo tú mismo.
Se incorporó pesadamente y le siguió a través de las rocas. Cuando pudo verla le dijo:
—De metro y medio. —Pensaba en cómo se las iba a arreglar para saltarla.
—Encontraré una zona suelta en la alambrada. Siempre se olvidan del mantenimiento y los animales se encargan del resto.
Y la encontró a apenas unos metros más abajo. Levantó todo lo que pudo la malla de alambre para que Said pudiera pasar bajo ella sin rasgar su chilaba, pero, aun así, el hombre tuvo que entrar arrastrándose como las serpientes. Una vez dentro, el anticuario le guió hasta la zona donde se encontraba la Puerta de los Esenios. En esencia, se trataba solo de unas cuantas piedras apiladas con forma de umbral. Únicamente tenía cierto sentido para el ojo de un experimentado arqueólogo.
—¿Dónde está? —le preguntó Victor.
Su amigo enfocó con la linterna un conjunto de losas lisas que parecían pulimentadas y brillaban relucientes.
—¿Es eso? —preguntó desilusionado.
—¡Qué esperabas! ¿Una puerta completa con sus jambas y su dintel finamente labrados con santos cristianos? Tiene dos mil años y le ha pasado de todo.
Era cierto, había estado enterrada y habían construido sobre ella en varias ocasiones destruyendo parte de los trabajos anteriores.
Victor no tuvo más remedio que asentir, pero pensó que los arqueólogos se habían sobrestimado al llamarla puerta, lo podrían haber denominado el Dintel de los Esenios. A la vista de los restos que quedaban, aquello no pasaba de ser un simple umbral. Pese a todo, no se desanimó.
—Comencemos a buscar.
—¿Y qué buscamos?
—No lo sé —recordó las letras mandeas que habían hallado Isaac y él en Ein Kerem y ofreció una vaga idea de por dónde empezar—, una inscripción, una letra tallada en la roca...
Media hora más tarde tenían los ojos enrojecidos de escrutar las losas a la débil luz de las linternas y no habían encontrado nada, ni una marca, ni un signo. Nada de nada.
—No puedo más —se rindió Victor.
Aquello sonó a música celestial en los oídos del anticuario y no hubo que repetírselo. Recogió el pico que había traído, se lo echó al hombro y enfocó el camino de vuelta.
—Cuando quieras —le indicó señalando la valla.
Victor inició la marcha con la cabeza baja y apesadumbrado. Sabía que había pasado por alto alguna cosa de vital importancia, pero no lograba averiguar qué era en la maraña de pensamientos que le aturdían.
Al llegar a la alambrada la alzó para que Said pudiera arrastrarse debajo y ya tenía el hombre medio cuerpo dentro cuando cayó en la cuenta.
—«Escrito en cobre.»
—¿Qué?
Como el joven necesitaba las dos manos libres para dar rienda suelta a su emoción, soltó la valla, que atrapó el cuerpo de su amigo contra la tierra.
—Los mandeos dijeron «escrito en cobre» —repitió.
—¡Victor, el alambre! —le susurró Said.
—Lo siento, lo siento. —Volvió a levantarlo y se agachó junto a él—. Es el Rollo de Cobre, eso vincula a los esenios con todo esto. ¡El Rollo de Cobre! ¿Lo entiendes ahora?
Said ya no estaba para descubrimientos, tenía sueño, estaba cansado y su mujer le iba a matar por volver sucio otra vez.
—Lo entiendo perfectamente, pero te encargas de explicarle a mi Fátima por qué vuelvo con la chilaba como si me hubieran arrastrado por el suelo.
—De acuerdo —aceptó sin conocer las consecuencias de su trato—, y en cuanto lleguemos buscamos una copia del Rollo.
—No te lo crees ni harto de vino. —Era otra de las típicas expresiones de sus clientes españoles y esta era la ocasión ideal para decirla.
Aquello ya era el colmo para la orientalista, una cosa era intentar engañarla y otra bien distinta llamarla tonta a la cara. «¿Los sacerdotes, falsos? ¿Victor y Said un par de matones?», ironizó en silencio. Estaba segura de que los sicarios del CSJ ya habían informado a Sinclair de cómo había regresado a su hotel. No tenía la certeza de que la hubieran visto con Victor, pero, si lo habían hecho y Samuel lo sabía, ¿qué pretendía con aquel engaño tan burdo? Le tenía por una persona más inteligente.
A pesar de que en aquel momento hubiera colgado sin más, deseaba saber hasta dónde era capaz de llegar ese hombre al que creía conocer y cuáles eran sus verdaderas intenciones.
—Cuando aceptamos negociar con ellos —prosiguió—, los mandeos ya tenían claro que iban a engañarnos. No sé cómo, pero descubrieron que el tercer cuenco que habían comprado era falso y nos necesitaban para conseguir el nuestro. Andrea, no te engañes, la teoría es diferente de la realidad, estos hombres no son tan buenos como quieren aparentar.
—Mmmm. —Fue un mmmm que no decía nada, solo le animaba a continuar.
—Yo tampoco pude creerlo en un principio —confirió un tono sentimental a su voz, como si aquel desengaño sobre la bondad de los sacerdotes le llegara al alma—. Sin embargo, lo pude comprobar por mí mismo cuando uno de ellos pretendió golpearme con una pala. El más joven, sí, fue el más joven, el que tenía cara de loco. —Con aquella mentira sobre Naseer pretendía justificar su amenaza al ganzebra con el florete oculto en su bastón—. No podía enfrentarme a él, pero sí asustar al más anciano de los tres. Lo que no esperaba fue que sus sicarios nos sorprendieran por la espalda.
—Victor y Said —le alentó ella.
—En efecto —respondió con entusiasmo, como si Andrea le creyera, pero el professor no era tonto y sabía que pisaba un terreno resbaladizo que convenía evitar. Por ello prefirió saltarse el resto de las explicaciones que había preparado y llegar a la conclusión final—. Tenemos suerte de poder contarlo, lo que deberíamos hacer es celebrar que hemos salido con bien de todo esto.
—¿Que hemos salido con bien de todo?
Sinclair percibió un deje de ironía en su pregunta retórica, pero no se amilanó. A esas alturas no podía echarse para atrás.
—En efecto, estamos sanos y salvos —sonrió. Sin embargo, dudaba de si tenía la situación controlada.
Andrea no le permitió continuar su explicación, tenía más que suficiente para saber lo que quería. Ese hombre la estaba engañando descaradamente, pero ¿durante cuánto tiempo había estado haciéndolo?, ¿por cuántos años la había utilizado para sus fines?, fue un pensamiento descorazonador. Sinclair debía salir de su vida. Colgar el teléfono ahora supondría una solución inmediata, sin embargo, necesitaría años para conseguir desterrarle de su cabeza. Aunque, si él también se alejaba de ella, todo sería más sencillo. Decidió darle el golpe de gracia, de la manera más grosera posible, para que no hubiese segundas interpretaciones.
—Por cierto, me acuesto con el sicario de los mandeos. ¡Ah!, discúlpame, tengo que colgar, me está entrando otra llamada. —Y colgó.
Sabía que aquello le desconcertaría y también le rebajaría. Lo de Victor era un golpe bajo.
A Andrea le temblaban las manos y necesitaba serenarse, lavarse la cara con agua fría y respirar profundamente un par de veces. Sin embargo, se quedó mirando al fondo de la habitación, perdida en sus pensamientos, incapaz de ordenarlos.
Si quería dormir aquella noche, se vería obligada a revolver entre los documentos que guardaba de la investigación, no para proseguir con sus pesquisas, sino para conjurar a Morfeo a su lado.
Said había abierto las puertas de su negocio a primera hora, como casi todos los días, y se entretenía repasando los libros contables a la espera de que entrara algún cliente. Se había despedido temprano de Victor, que esa mañana mostró mucha prisa en acercarse a la biblioteca y conseguir alguna buena traducción del Rollo de Cobre.
Antes de irse había telefoneado al doctor Elijah Cohen, el amigo de Isaac, porque necesitaba concertar una reunión con él. El hombre se había mostrado amable y había accedido a verle esa misma mañana. El investigador agradeció que no le pidiera que le contase la terrible noticia sobre la muerte del doctor Ben Shimon. Todo Jerusalén sabía de su fallecimiento. Sin embargo, tuvo la impresión de que Elijah no se creía la versión oficial y él incidió en su desconfianza.
Iba pensando en eso cuando estacionó el vehículo que había alquilado a las puertas de la biblioteca. Una vez dentro, comenzó por lo más sencillo y hojeó el primer volumen sobre los manuscritos del Mar Muerto publicado por J. M. Allegro, un ex sacerdote que fue pionero en llevar a cabo una traducción del texto del cobre. Su título era muy sugerente, El tesoro del Rollo de Cobre, pero el libro salió a la calle en el año sesenta y resultaba demasiado antiguo. Después pasó a otro autor, un tal Milik, un francés que también tradujo el contenido del manuscrito apenas un par de años más tarde.
Gracias a ellos se supo que el manuscrito pudo haber sido escrito en los tiempos de la primera guerra judía contra los romanos, allá por el año 70 de nuestra era, quizá un poco antes. Aunque al principio el francés pensaba que el listado de tesoros era una fábula, más que nada por las increíbles cantidades de oro y de plata que contenía, terminó por hacer suya la idea más ampliamente aceptada: era real.
Los eruditos justificaban su existencia aludiendo al hecho de que el cobre era un material carísimo en aquella época y que escribir con un punzón sobre él resultaba lento y difícil. Nadie en su sano juicio emplearía tanto dinero y esfuerzo en una broma para la posteridad. Además, su autor se tomó la molestia de esconderlo donde fuese casi imposible encontrarlo. ¿Para qué se iba a gastar alguien una enorme suma de dinero en comprar una plancha del más puro cobre, realizar el encargo de escribir con paciencia un texto larguísimo y luego esconderlo en una cueva perdida?
No, decididamente, la mayoría de los estudiosos había llegado a la conclusión de que el tesoro existía y de que el Rollo de Cobre debió de ser escrito sobre el año 70, poco antes del saqueo romano de Jerusalén. También estaban de acuerdo en que era un documento muy poco común. Sin embargo, diferían en quiénes eran los propietarios de tan fabulosa cantidad de oro y plata; podría pertenecer a los esenios o al Templo judío. Los que defendían la primera hipótesis alegaban que eran una comunidad en la que todos sus miembros entregaban sus bienes al fondo comunal, y al acumular las posesiones habrían conseguido hacerse con un gran capital. Pero Victor se decantaba por la segunda opción, era más probable que el tesoro correspondiese al Templo, ya que los esenios se caracterizaban por su extremada pobreza.
Antes del saqueo romano, el Templo de Jerusalén recaudaba los tributos y los diezmos que los judíos estaban obligados a aportar para su mantenimiento y también custodiaba las reliquias de su religión; pero funcionaba además como los bancos suizos. Los políticos ricos y los grandes empresarios de la época guardaban sus ahorros en él y los funcionarios del Templo tenían tipificadas las tarifas pertinentes para cada caso. «¡Vamos! —pensó Victor—, que les cobraban unos buenos intereses.»
Aunque no sabía nada sobre los mandeos cuando comenzó aquel trabajo, sobre los manuscritos del Mar Muerto habían corrido ríos de tinta desde su descubrimiento en los años cincuenta. Apenas si habían pasado un par de lustros desde que las cosas se habían calmado y los periodistas les habían dejado hacer su trabajo a los eruditos sin distraerlos con titulares sensacionalistas. Victor era joven, pero recordaba los años en que se despertaba con alguna noticia en la prensa relacionada con esos papiros que se decía que iban a cambiar nuestra visión del cristianismo o que socavarían los cimientos de nuestra sociedad.
En realidad, los manuscritos consistían en más de cuarenta mil fragmentos pertenecientes a quinientos libros escritos en hebreo, arameo y griego. La mayoría eran manuscritos bíblicos, del Antiguo Testamento, pero también se encontraron numerosos textos de literatura no bíblica como la Regla de la Comunidad esenia o sus ideas acerca del fin del mundo.
Uno de esos manuscritos no bíblicos fue el Rollo de Cobre, el único elaborado con ese metal tan costoso para la época. Pero lo que resultaba curioso era su contenido. Describía una serie de lugares en donde se ocultó una gran cantidad de oro y plata, así como ropajes sacerdotales, recipientes, vasijas, joyería y perfumes preciosos.
Victor sabía que esos tesoros nunca se habían encontrado. Pero ahora, con un nuevo dato entre sus manos, quizá fuera posible hallarlos.
—Tienes demasiados miramientos con esa mujer. ¿Acaso no trabaja para ti? —le preguntó Martin.
El professor pensó que no tendría por qué darle explicaciones respecto a Andrea; sin embargo, lo hizo.
—Posee el mejor cerebro que conozco y aún la necesitamos con nosotros. Prescindir de ella ahora es una decisión equivocada.
—Sí, eso es cierto —estuvo de acuerdo—. Entonces, oblígala.
—No sería posible. —En ese sentido ya se había dado por vencido la noche anterior. Su conversación no le había ofrecido los frutos esperados. Aun así, ese contratiempo le había sugerido otra idea: simplemente se aprovecharían de ella y de su amante—. Haremos algo mejor —le comunicó al director del CSJ—. Dispón a tus hombres para que vigilen a Victor y a Andrea, que no los pierdan de vista ni un minuto. Ellos nos conducirán al tesoro del Templo.
—Perfecto.
Aquello significaba que su beneficio económico en la operación no se había resentido.
A Martin no le importaba lo más mínimo la forma de conseguir su meta, de lo que no estaba dispuesto a prescindir era de su sustancioso arreglo monetario. Por eso, Samuel no tuvo que repetirle la última orden, el hombre abandonó el despacho por unos segundos e informó a sus dos secuaces de lo que tenían que hacer a continuación; Jamal se apostaría en las cercanías de la casa de Said y Abdul en la puerta del hotel.
Después volvió a entrar y le ofreció a Sinclair un café, que aceptó, por lo que le pidió a su secretaria de sonrisa imborrable que le sirviera un par de ellos, aclarándole que les gustaba la leche caliente. Durante los cinco minutos escasos que tardó la mujer en prepararlos, el professor prefirió dar por solucionado su problema laboral con Andrea, el personal le llevaría más tiempo, y se concentró en cómo podrían sacar adelante la investigación entre Martin y él, por si su último plan fracasaba y, a pesar de la vigilancia impuesta, los enamorados se le escapaban.
Cuando entró la secretaria y depositó las bebidas sobre la mesa, ya habían comenzado su particular cruzada en solitario.
—No todo se puede reducir a un alfabeto de yeso pegado en la pared de una cueva —estaba diciendo Samuel—. He encontrado implicaciones más profundas que relacionan los orígenes del mandeísmo con el resto de los grupos religiosos de Palestina en aquella época. —Se refería a los inicios de nuestra era.
—Pero ¿tenían algo que ver con los judíos? —preguntó Martin sabiendo que el fin último de Sinclair consistía en encontrar el tesoro del Templo de Jerusalén.
El catedrático se armó de paciencia y comenzó su explicación.
—Para la historia oficial no. Algunos eruditos creen que los mandeos fueron un grupo escindido del judaísmo, pero tenemos datos que nos indican que ya existían desde hacía al menos tres siglos antes y que no eran judíos.
—Entonces, ¿había un vínculo entre ellos? —se quiso asegurar.
—Ambos grupos convivieron en la misma época en un mismo espacio, en la Jerusalén del primer siglo de nuestra era —le confirmó—. Los mandeos se marcharon tras la muerte del Bautista, antes de la crucifixión de Cristo; y los judíos no fueron expulsados definitivamente hasta la segunda destrucción de la ciudad en el año 135 después de Cristo. —Tras su exposición se quedó pensativo.
—Quizá el vínculo solo existiera con un grupo muy particular de judíos... —sugirió Martin. Él no entendía demasiado de Historia, pero podía ofrecerle nuevas formas de pensamiento a Samuel.
El professor había captado la idea, pero ya estaba en su cerebro mucho tiempo antes.
—Los esenios —concluyó sin apartar la mirada de su interlocutor. Esbozó con palabras lo que había sugerido Martin—. Los mandeos y el Bautista, el Bautista y los esenios. Algunos eruditos afirman que Juan pasó un tiempo entre los esenios antes de comenzar a predicar su doctrina y convertirse en profeta del pueblo mandeo. Si estuvieran en lo cierto...
—Si eso fuera cierto —le interrumpió Martin—, conocemos cuál es el paso siguiente que tenemos que dar.
Se había incluido en la fórmula porque ahora él también sabía dónde buscar: era un hecho bien conocido por todos que los esenios vivieron en Qumrán.
—¡El Rollo de Cobre! —exclamó Samuel de pronto, y después lo repitió más despacio, paladeando las palabras—. El-Ro-llo-de-Co-bre.
El doctor Elijah Cohen era un israelí robusto de ochenta años que le tendió a Victor una mano con los dedos deformados por la artrosis. Vestía chaleco de explorador sobre una gastada camisa de cuadros y el polvo de la excavación se había asentado sobre su barba blanca y sobre los escasos cabellos que aún pugnaban por permanecer en su cabeza. Tenía una sonrisa abierta y franca y parecía más un bonachón abuelo que un importante erudito.
Había impartido clases en el mismo campus que Isaac prácticamente durante los mismos años que él y también se habían jubilado juntos. El fallecimiento del doctor Ben Shimon le había supuesto un gran dolor, fue como perder a un hermano querido. A pesar de conocer el delicado estado de salud de su amigo, su muerte fue una sorpresa. Creía que los tres baipases que llevaba en el corazón eran un salvoconducto más que suficiente para traspasar la barrera de los cien años. No fue así, pero algo le decía que no era su hora.
Victor Lavine vino a confirmarlo cuando le telefoneó el día anterior. Le contó a qué se dedicaba y cómo había conocido a Isaac y también le explicó muy someramente de qué manera, a su juicio, había encontrado la muerte. Era solo una sospecha, pero la gente del CSJ los vigilaba muy de cerca. Fueron unos minutos duros en los que el doctor Cohen permaneció en silencio controlando las lágrimas que deseaba verter. Tras permitirle esos instantes de intimidad, el joven prosiguió explicándole los motivos por los que le había telefoneado y él se prestó gustoso a ayudarle; a continuar, de alguna manera, la colaboración que había comenzado con Isaac.
Ahora, el investigador se acercaba con pasos seguros por el camino de grava y polvo que llegaba hasta su yacimiento. La misión arqueológica del doctor Cohen en los últimos años estaba ubicada en el desierto de Judea, en el valle de Hircania, a los pies de las ruinas de un palacio-fortaleza asmoneo que Herodes el Grande reconstruyó hacía dos mil años. Había tomado el relevo de manos del arqueólogo Oren Gutfeld, que le había precedido en ese yacimiento y que ya había despejado los escalones de la entrada y descubierto varias cámaras en la roca. A él le correspondía saber si esas cavidades en la piedra escondían algo más que aire.
—Victor Lavine —se presentó tendiéndole la mano cuando llegó a su altura.
El anciano se la estrechó con fuerza y le invitó a acompañarle junto a un par de peñascos que se levantaban en el camino.
Elijah era especialista en todo lo que tuviera que ver con los esenios, el qumranismo y los manuscritos del Mar Muerto, pero su verdadero campo de actuación era el Rollo de Cobre. No en vano, desde su jubilación se había dedicado en cuerpo y alma a encontrar alguno de los tesoros que describía y, aunque en esta ocasión se hallaba muy cerca de conseguirlo, aún permanecía con las manos vacías.
—Le agradezco que haya podido atenderme —le comentó el joven—. Necesito su ayuda para conseguir una visión específica sobre el Rollo de Cobre y una conversación con usted podría aclararme muchas más cosas que la lectura de toda esta documentación.
Había depositado sobre uno de los peñascos más planos que le rodeaban parte de la información que había encontrado sobre el manuscrito, casi todo lo que había podido conseguir poco antes de acudir a la reunión.
Victor se había hecho una composición de lugar muy general y necesitaba acotarla. Sabía que el descubridor del manuscrito de cobre, el conde de Contenson, localizó los dos pedazos del rollo a mediados del siglo pasado en una de las cuevas que rodeaban Qumrán. Se trataba de un par de finas láminas de metal enrolladas como el papel de cocina, oxidadas y a punto de convertirse en polvo; tuvieron que ser envueltas en una suave capa de parafina y enviadas sin pérdida de tiempo al Museo de Arqueología de Palestina para salvarlas.
Cuando los eruditos pretendieron desenrollarlo no les quedó más remedio que enviarlo a Londres y armarse de paciencia. Finalmente, tras esperar tres largos años, además de diseñar una máquina especial para poder hacerlo, el profesor Baker consiguió cortarlas en veintitrés secciones del tamaño de cuatro folios cada una y las aseguró a un armazón rígido para evitar que, al ser estudiadas, se deshicieran en pedazos.
Aun así, las láminas se veían curvadas en todas las fotografías que había conseguido el investigador. Era tan difícil trabajar con ellas que los dos principales estudiosos del rollo, Allegro y Milik, prefirieron copiar a mano cada una de las doce columnas de las que constaban.
—Tengo aquí un par de reproducciones —le indicó Victor a Elijah.
El doctor las recogió por cortesía, conocía de memoria cada uno de los centímetros del manuscrito. Sin embargo, le sorprendieron.
—Son muy buenas, a pesar de la curvatura de las láminas.
Su calidad era excelente, en las imágenes podía apreciarse que el texto había sido grabado sobre el cobre con un punzón de hierro, a base de martillear sobre él y en ocasiones llegaba a traspasar el metal.
—Tuvo que ser difícil escribirlo —el doctor Cohen pensaba en voz alta—. Resultaría muy sencillo cometer un error al hacer un trazo más largo, o más corto.
—He leído que contiene numerosas faltas, parece ser que el copista era analfabeto —sugirió Victor.
—Es más que probable que lo fuera. Fíjate en esta letra —le indicó una grafía que parecía un palo largo—, y en esta otra. —Era un palo corto—. Y... —Elijah se detuvo al observar la cara del joven—. Lo siento, desconoces el hebreo misnáico, ¿verdad? —Ante su gesto de asentimiento prosiguió su explicación por un camino diferente—. No se trata de errores típicos de un escriba, sino de los que cometería alguien que sabe hablar el idioma, pero no escribirlo —le mostró un ejemplo—. Trasladado este texto a nuestra grafía, es como si escribiéramos una «q», en lugar de una «o». Si sabes escribir, nunca confundirías esas dos letras, cambiarlas en una palabra haría que careciese de sentido, sirva como muestra que en lugar del nombre latino Quirino, escribiríamos Ouirino. En cambio, si supieras escribir y no fueras un experto, los errores que cometerías serían del tipo de intercambiar la «b» y la «v».
—Entiendo —dedujo Victor totalmente atento a sus palabras— que alguien escribió la lista de los tesoros y su localización en cuero o papiro y luego contrató a un artesano del cobre analfabeto para que transcribiese el texto. De esa forma el hombre no sabría qué estaba escribiendo y su contenido continuaría siendo secreto. Sin embargo —precisó—, fíjese en la diferencia de las traducciones. —Le pasó unos folios al doctor mientras continuaba hablando—. No creo que se trate simplemente de cambiar una «q» por una «o».
Y en efecto, era como si los intérpretes hubieran traducido textos distintos.
—El lenguaje ha sido uno de los quebraderos de cabeza de los lingüistas. Incluso el mío —se sinceró el doctor Cohen—. El estilo de escritura y la ortografía son inusuales y diferentes del resto de los manuscritos de Qumrán. Hay que tener en cuenta —le explicó— que no es un texto literario: se trata de un documento administrativo que enumera de forma contable una serie de localizaciones y los objetos de valor que contiene. Pero, además, algunos de sus pasajes pertenecen a un tipo de escritura que se desarrolló durante los años setecientos u ochocientos antes de Cristo, son construcciones gramaticales que ya no se usaban a principios del siglo I, que fue cuando se compuso el documento. Y eso no es todo, contiene también más de una docena de letras griegas.
—Todo un rompecabezas —resumió el investigador.
Elijah esbozó una sonrisa. Aún sostenía entre sus manos los papeles que le había pasado el joven.
—Sí, un gran rompecabezas —estuvo de acuerdo con él—. ¿Por qué una comunidad esenia escribiría un texto en un material tan caro como el cobre?
—Por su larga duración —le contestó Victor.
—De acuerdo, pero los esenios eran pobres. Aun aceptando que lo escribieran ellos y que tuvieran dinero para pagar el metal, ¿por qué utilizaron letras griegas en un texto con pasajes escritos en un lenguaje que hacía casi mil años que no se hablaba? —El investigador no supo qué responder, en realidad se trataba de preguntas sin respuesta—. ¿Y por qué compraron el cobre en Egipto en lugar de en Judea?
Eran demasiados interrogantes para Victor, pero la referencia egipcia le recordó una anotación que le había hecho el doctor Ben Shimon en una de sus conversaciones; le dijo que los mandeos afirmaban proceder de Egipto.
—¿Y si —sugirió Victor con cautela— además de los esenios y de los judíos del Templo, alguien más estuviera relacionado con el Rollo de Cobre?
—Como quién. —Elijah no sabía adónde pretendía guiarle con su pregunta.
—¿Los mandeos? —propuso indeciso.
En realidad aquella suposición estaba traída por los pelos y no tenía una base científica, pero era una posibilidad a tener en cuenta y el investigador deseaba conocer la opinión del arqueólogo. Le narró la relación que había establecido entre los esenios y los mandeos a través de la figura del Bautista y la posibilidad de que fueran estos últimos los que ocultaran el tesoro del Templo de Jerusalén.
—Me quieres decir —resumió el doctor Cohen— que Juan el Bautista fue esenio antes de comenzar sus bautismos; que después se convirtió en profeta de los mandeos y constituyó un vínculo entre ambos grupos gnósticos. Más tarde, en el año 70, cuando los romanos destruyeron Jerusalén, los judíos del Templo les pidieron a los esenios que ocultaran sus riquezas por toda la zona y estos solicitaron la ayuda de los mandeos... —Pareció dejar la frase inconclusa, como si estuviera cavilando la posibilidad de convertirla en un hecho incontestable o en refutarla sin compasión.
—A la muerte de Juan, los mandeos salieron de Jerusalén. Constituían un grupo al que los romanos no vigilarían y no veo imposible que los esenios recurrieran a ellos. Al fin y al cabo, las dos sectas eran gnósticas y tenían muchos puntos en común.
—Está bien pensado —reflexionó el doctor.
—Y luego... —recogió las palabras que le acababa de decir Elijah—, está el hecho de que se haya demostrado que el cobre del rollo salió de Egipto. Los mandeos afirmaban que procedían de la tierra de los faraones. Quizá han jugado un papel más importante en esta historia del que conocemos.
El doctor Cohen continuaba asimilando la deducción del joven y le resultaba bastante plausible.
—Es una buena relación de ideas —le dijo—. A ninguno de los investigadores se le había ocurrido antes. Desde luego, yo no la descartaría. Es más —añadió—, voy a utilizarla si no te importa. Quizá —supuso—, comprendiendo la teología y la forma de pensar de los mandeos, nos podamos acercar más a los escondites del Rollo de Cobre. Por supuesto que, siguiendo esa teoría, cabría pensar que los objetos no estuvieran ocultos en lugares propios de los judíos, sino de los mandeos.
Ante el doctor Cohen se abrió un mundo nuevo de posibilidades del que carecía el resto de los eruditos. Ahora, los pasajes del manuscrito podrían interpretarse desde otro punto de vista. Si incluía a esa secta gnóstica en sus deducciones, encontrar las piezas de oro y plata podría convertirse en realidad.
—Muchacho —le dijo a Victor mientras le golpeaba la espalda emocionado—, es posible que hayas encontrado la clave que los arqueólogos no hemos sido capaces de ver. Si tu teoría es cierta, los que hemos buscado el tesoro hemos estado ciegos y sordos y era lógico que no encontráramos nada.
—¿Cree que los mandeos...?
—¡Santo Dios! —blasfemó—. ¡Claro que lo creo! ¿Cómo no se me habrá ocurrido a mí? ¡Los mandeos ocultaron los tesoros del Rollo de Cobre! Tendré que volver a interpretar el texto del manuscrito pensando de la misma forma en que lo harían ellos. ¡Ahora sí que encontraremos los escondites!
—Me ha llamado la atención —comenzó Victor, sin querer romper el momento de emoción de Elijah— que muchas de las localizaciones de las piezas del rollo son lugares con agua como cisternas o tanques, piscinas y canales. —Ya sabía que el agua constituía un elemento fundamental en la fe mandea a través de sus bautismos, y también la habían utilizado en la Gruta del Bautista.
—Las tumbas y los monumentos funerarios también son mencionados varias veces en el manuscrito —añadió el doctor todavía alterado.
—Cierto, pero deseaba comentarle una nueva deducción. —Y mostró una sonrisa de circunstancias, como si fuese el Hombre del Año de las ocurrencias extravagantes—. Había pensado que el barrio esenio era un buen lugar para investigar.
En realidad, lo había investigado y su búsqueda no había dado frutos, pero tenía la corazonada de que podía ocultar alguna de las localizaciones del rollo.
—Tiene algunas piscinas rituales que no sabría decirte si son mandeas o esenias —razonó Elijah evaluando la importancia de su comentario—, yo no lo descartaría. —Ahora comenzaba a valorar emplazamientos que antaño ni se hubiera planteado. Sin embargo, insistió en su idea inicial—. ¿Has pensado en las tumbas? —A Victor no le quedó más remedio que asentir—. ¿En alguna en particular? —le estaba tanteando.
El doctor Cohen repasó mentalmente los escondites del rollo que mencionaban algún sepulcro o enterramiento. Eran bastantes.
—En Qumrán —le contestó—, por Secaca, la Ciudad de la Sal —había seguridad en el tono de su voz.
—Muchos historiadores creen que Secaca, la bíblica Ciudad de la Sal, es Qumrán —repitió el anciano mientras pensaba en lo siguiente que iba a decir—, y sobre Secaca nos habla el Rollo de Cobre.
—En tres o cuatro ocasiones, si no me equivoco —confirmó Victor recogiendo una de las traducciones que había conseguido en la biblioteca y la hojeó, no se había equivocado. Le señaló la parte que correspondía a las columnas cuatro y cinco y añadió—: Hay tesoros enterrados en algunas de sus tumbas y en conducciones y canales de agua.
Ambos sabían que la ciudad de Qumrán, más bien sus ruinas, contaba con un sistema muy elaborado de recogida del agua de la lluvia para aprovechar hasta la última gota que caía en el desierto de Judea; disponía de siete cisternas y numerosos canales que conducían el líquido entre ellas. Pero también poseía tres cementerios que circundaban la villa.
—¿Algún sepulcro en especial? —repuso el anciano.
Victor pensaba rápido.
—¿El de Zadok? El Rollo de Cobre menciona su tumba y los sacerdotes esenios se llaman a sí mismos Hijos de Zadok, el sacerdote fiel a la casa de David.
El doctor Elijah sonrió ampliando su deducción.
—Supongo que sabrás que, desde los tiempos del rey Salomón, hijo del rey David y famoso por su sabiduría y por querer partir a un niño por la mitad —le acotó—, el cargo de sumo sacerdote judío había quedado en manos de la dinastía de Zadok. Durante siglos, todos los sumos sacerdotes serían descendientes de ese hombre y habrían llegado hasta hoy de no ser por los macabeos, que se rebelaron en el siglo II antes de Cristo contra los griegos y consiguieron restablecer un Estado judío independiente. Al hacerse con el poder convirtieron a uno de los suyos en rey del pueblo judío. El problema llegó cuando también le nombraron sumo sacerdote y despojaron del cargo a los zadoquitas que lo habían ocupado por generaciones. Una facción judía no estuvo de acuerdo y se escindió. Eran los esenios, que consideraban a los macabeos unos usurpadores. Declararon que sus sacrificios en el Templo eran ilegales y que habían roto el Pacto que Dios había realizado con la casa de Zadok al escogerla para el sacerdocio.
—Fue entonces cuando los esenios se retiraron a vivir al desierto —Victor completó la explicación.
—En efecto, porque se consideraban los únicos que cumplían el Pacto y seguían la Ley.
Samuel le tuvo que explicar al director de los Cristianos de San Juan qué era el Rollo de Cobre y su contenido. Pero una vez hecho, el cerebro de Martin fue muy rápido con los cálculos.
—¡Eso son más de doscientas toneladas de oro y plata! —gritó emocionado.
—No tanto —le desilusionó Samuel, que estaba leyendo uno de los artículos sobre el tema que habían buscando en los archivos de la asociación—. Ahora se cree que la cantidad ronda las cien, quizá algo menos.
El director se sintió como si le hubieran robado, pero reaccionó con rapidez, cien toneladas tampoco estaban nada mal.
—Bien, entonces ¿por dónde comenzamos? —preguntó.
Revolvió entre los documentos que habían conseguido buscando una traducción del texto del rollo.
—No estoy seguro —Sinclair tenía sus dudas—. Hasta la fecha, ninguno de los arqueólogos que han perseguido ese tesoro lo ha hallado.
—Más a nuestro favor. Nosotros lo encontraremos todo. —El director hablaba con un exceso de confianza que le tenía desconcertado mientras continuaba rebuscando entre los papeles.
Sinclair pensó que mostrarle un camino para obtener dinero era la única forma de lograr que sus pupilas grises brillaran. Nunca le había visto manifestar una emoción tan prolongada. En realidad, casi nunca le había visto mostrar ninguna.
—¿Y tú crees que lo localizaremos? —le preguntó Samuel con un tono cargado de ironía. En el fondo deseaba que sus ojos dejaran de chispear—. Dime, ¿sabes dónde queda, más o menos, no hace falta que seas muy preciso —ironizó mientras leía una parte de la traducción al azar—, «el hoyo de sal bajo los escalones»?
Martin le miró sin entender nada y él prosiguió.
—¿Y «la esquina norte de la charca al este de Kohlit»?
—No sabía que hubiera una charca al este —le interpeló pensando que Samuel bromeaba.
—Lo que quiero decir es que va a ser muy complejo comprender este mapa del tesoro. Ninguna indicación te dice: «Ve al Santo Sepulcro y mira debajo del altar ortodoxo». Más bien son notas del tipo: «Dentro del armario de la habitación 200 del hotel X». Y bien, nos preguntamos, ¿qué hotel? Y aun sabiendo a cuál se refiere, ¿dónde estará dos mil años después?, ¿qué habrá sido del armario? Martin —el professor le miró a los ojos, que habían perdido gran parte de su brillo—, uno de los primeros traductores del rollo llegó a emprender excavaciones clandestinas para encontrar el tesoro, pero no halló nada y ese hombre estaba muy preparado. —«Y nos hemos quedado sin Andrea», meditó, pero se guardó el pensamiento para sí mismo.
El director continuaba dándole vueltas a la traducción hasta que le devolvió la mirada a su jefe y se enfrentó a él.
—No sé dónde está el hoyo de sal ni la charca esa que dices, pero creo que podremos encontrar —leyó el texto traducido al inglés— «el sepulcro de Ben Rabbah III», y... —no ofreció ningún ejemplo más porque todos eran similares a los que había leído Samuel—. Entonces —concluyó precipitadamente—, podemos comenzar con Rabbah III.
—Ben Rabbah III —le corrigió—. Ben significa «hijo», Ben Rabbah es «el hijo de Rabbah».
—De acuerdo, buscaremos a su hijo. —A Martin le daba igual el padre que el hijo que un primo, lo único que deseaba era ponerse en marcha lo antes posible—. Los sepulcros están en los cementerios, ¿cuántos hay por esta zona?
—¿Cinco o seis? —le contestó Samuel secundando su plan a regañadientes.
Pero el director ya había levantado el auricular del teléfono y le estaba ordenando a su secretaria que buscara toda la documentación existente en los archivos del CSJ sobre antiguos cementerios en Jerusalén.
—En efecto, los esenios se consideraban los únicos judíos que cumplían el Pacto y seguían la Ley —afirmó el doctor Cohen.
Aquella frase cayó como un mazazo en el cerebro de Victor: «Cumplían el Pacto y seguían la Ley... Fueron las mismas palabras que usó el ganzebra en la Gruta del Bautista» y Said y él lo habían hablado la noche anterior. Ahora Elijah terminaba por confirmarlo. Ya no tenía ninguna duda de la conexión existente entre los mandeos y los esenios y de que su investigación iba por el buen camino.
Nunca se había encontrado ni una sola pieza del tesoro del Rollo de Cobre, a pesar de los intentos de todos los arqueólogos que habían dedicado a ello muchos años de su vida. Y no lo consiguieron porque no relacionaron a los mandeos con el rollo.
—Sin embargo, no creo que la tumba de Zadok se halle en Qumrán —las palabras de Elijah le devolvieron en cierto modo al presente—, llevaba demasiados siglos muerto cuando los esenios se asentaron allí.
—No importa —le espetó el joven, todavía no estaba concentrado en sus palabras—. ¿Hay algún enterramiento especial en sus cementerios?
El anciano no tuvo ninguna duda al responder.
—La T1000.
—La ¿qué?
—La tumba 1000, los arqueólogos la llamamos así —le aclaró—. Es la única que se encuentra dentro de un pequeño edificio y cuenta con la particularidad de estar orientada de este a oeste, en lugar de orientarse de norte a sur, como el resto. Ya he conseguido las licencias necesarias para excavar en ella.
—¿Y por qué no lo hace? —le preguntó alterado el joven. Aquella noticia sí que era realmente importante.
—Estamos pendientes de ultimar la excavación de aquí —razonó mientras señalaba un agujero en la pared de la roca delante de ellos—, solo nos restan unas pruebas con un radar de penetración terrestre.
—¿Han encontrado algo ya?
—Un pequeño recipiente de arcilla a unos cuarenta metros de la entrada —le dijo a Victor—, perteneciente al período asmoneo, de principios de nuestra era —le explicó—. No es gran cosa, pero se encontraba en perfecto estado. —Con las últimas palabras intentó justificar sus últimos quince años de trabajo.
El investigador esperaba que los frutos posteriores fueran más abundantes que los conseguidos hasta la fecha. Le había supuesto un duro camino llegar allí. Había conducido desde Jerusalén en dirección al Mar Muerto, hasta encontrar el valle de Hircania, en mitad del desierto de Judea. Tuvo que atravesar un campo de entrenamiento militar e internarse en el despoblado paisaje por un camino de polvo y tierra hasta un punto en que detuvo su vehículo y paró el motor. El resto del trayecto lo hizo a pie.
Atendiendo a las indicaciones que le había dado Elijah, siguió el estrecho cauce de un río seco, el Nahal Secaca, hasta que vio la antigua fortaleza asmonea en lo alto de la colina. El edificio, construido por Alejandro Janeo durante el siglo II antes de Cristo, fue usado por las tropas de Herodes el Grande, pero lo abandonaron en el año 70 y hacía muchos siglos que se estaba desmoronando.
Unos treinta metros bajo sus pies, en una de las paredes cortadas a pico del monte, se abría un agujero. El descenso no fue fácil, pero buscó un sendero estable entre la roca que se desmenuzaba y consiguió alcanzar el camino de acceso al yacimiento del doctor Cohen.
En realidad, Elijah estaba excavando al pie de la montaña, no en la propia fortaleza.
—Creo que este es un lugar adecuado para encontrar más piezas —afirmó el anciano convencido de que todo el tiempo empleado no había sido en vano. Le mostró un boquete en la roca—. En el Rollo de Cobre se menciona una fortaleza en el valle de Acor con una escalera que penetra en la montaña en dirección este. En ella escondieron un arca de dinero y lo más importante, intento hallar bajo las escaleras una copia en plata del Rollo de Cobre que, por sí solo, constituiría el mejor de los tesoros porque contiene la ubicación de cada uno de ellos con más detalle que el documento original.
—Pero este no es el valle de Acor —le interrumpió Victor.
—Actualmente, ningún valle de Judea lleva ese nombre. Hace tiempo que desapareció de la Historia. Sin embargo, si nos atenemos a las descripciones antiguas, la mayoría de los eruditos estamos de acuerdo en que es muy probable que este —describió un arco con su brazo—, el de Hircania, fuera el antiguo valle de Acor.
—Y la fortificación de la que habla el documento de cobre, ¿podría ser esa? —Señaló las ruinas que tenían por encima de ellos.
Luego releyó el pasaje al que hacía referencia el doctor Elijah. «En la fortaleza que está en el valle de Acor, cuarenta codos bajo los escalones que entran por el este, un arca de dinero y su contenido...»
Obtuvo una amplia sonrisa por respuesta que le decía que estaba seguro al noventa y nueve por ciento.
—No existe otra en toda la zona. Acompáñame —le dijo tomándole por el brazo y dirigiéndose hacia la entrada del agujero practicado en la pared de la roca. Mientras caminaban le contó una pequeña historia—. En los años sesenta del siglo pasado, John Marco Allegro, uno de los primeros estudiosos del rollo —le acotó a Victor—, buscó el tesoro y excavó en este emplazamiento. Descubrió aquí mismo dos extraños túneles que se internaban en la montaña, con escalones excavados en la piedra. —Le señaló el orificio por donde tendrían que meterse—. Las dificultades de la operación y las duras condiciones del trabajo le hicieron desistir al poco tiempo.
—¿Hasta ahora? —se adelantó el investigador.
—No —se rió Elijah—. Hasta el 2000. Tras más de cuarenta años, el doctor Oren Gutfeld decidió retomar las excavaciones.
—¿Conocía el trabajo de Allegro?
—Supongo que sí, pero su verdadera decisión procedió de una extraña visita —decidió referírsela a Victor—. Él mismo me contó que en el otoño del 99 un piloto comercial de Continental Airlines apareció por el Instituto de Arqueología de la Universidad Hebrea de Jerusalén y preguntó por Amihai Mazar, su jefe. El hombre, de unos cincuenta años, se presentó como Charles Robert Morgan y venía recomendado por Gus van Beek, un reconocido arqueólogo estadounidense. Mantuvieron una breve conversación y Bob, como todo el mundo llamaba al piloto, le confesó que podría llevar a cabo una importantísima excavación en el desierto de Judea si le escuchaba. Sin embargo, el hombre no quiso dar más explicaciones. Quizá deseando quitarse de encima a aquel pesado, Mazar le llevó al sótano del edificio, donde se encontraba el Laboratorio del Instituto, y le presentó a un joven Oren Gutfeld recién licenciado. Pretendía que se hiciera cargo de aquel piloto tan emocionado con los tesoros que aún quedaban por descubrir en Tierra Santa. —Elijah se detuvo un momento para tomar aire y después prosiguió—. Oren me dijo que toda la historia resultaba extraña. Bob le pareció una persona sensata y venía bien recomendado, pero no lograba comprender el misterio del que se rodeaba. Al final, el piloto le guió hasta el lugar en donde debería emprender sus excavaciones y Oren comprobó que existían serias posibilidades de encontrar algo. Estuvo trabajando aquí hasta hace un par de años, en que yo me hice cargo del yacimiento para proseguir su labor.
—No encontró nada, ¿verdad?
—¿El doctor Gutfeld o yo? —Victor le indicó con un gesto de la mano que su pregunta se refería a cualquiera de los dos—. Yo la olla de barro, Oren dos cámaras en la roca, pero ahora estoy realmente cerca de conseguirlo —le contestó con una gran seguridad en sus palabras—. Y después de hablar contigo sobre los mandeos ya no me queda ninguna duda. Quizá no sea aquí, pero lo lograré.
Elijah se atusó su ralo cabello y le precedió hasta la entrada de un túnel de difícil acceso. Deseaba que viera con sus propios ojos el resultado de su trabajo.
Sobre el suelo, a unos dos metros de altura, se abría una boca estrecha en la pared de la roca, apenas si cabía un cuerpo, aunque el doctor Cohen consiguió adentrarse en él. Los arqueólogos habían arreglado la entrada con una peana de escalones de cemento, pero de todas formas había que entrar arrastrándose. Una vez dentro, el anciano se incorporó y ayudó a Victor.
—Ten cuidado con el tubo —le dijo.
Se refería a una ingeniosa solución de su equipo para transportar aire limpio al interior del túnel. Con un aspirador de hojas, de los de jardín, y un largo tubo de aluminio conectado a él conseguían hacer respirable el interior.
El joven comprobó que los escalones interiores, tallados en la propia roca, habían sido despejados por los trabajadores, pero eran muy resbaladizos y poseían una gran pendiente, calculó que de treinta y tantos grados, más que suficiente para partirse la cabeza si uno tropezaba. Se sujetó con fuerza a una cuerda que había adosada a la pared y siguió al anciano, que se movía con soltura hacia abajo.
—El túnel tiene más de cien metros —le explicó Elijah—, con una bifurcación cerca del final.
A pesar del invento del aspirador casero, de la cuerda de la pared y de la iluminación que habían colocado en el techo, el descenso era difícil y convenía andarse con cuidado.
—¿Las escaleras están orientadas al este? —le preguntó al doctor cuando pudo tomar aliento.
—Hacia el este —le respondió con una carcajada de satisfacción mientras continuaba descendiendo con pericia.
Ahora la inclinación del terreno debía de rondar los cincuenta grados, casi una caída en picado. Habían recorrido el ramal este de la galería y se habían adentrado medio centenar de metros en el corazón de la montaña cuando de pronto se detuvieron. Habían alcanzado el final de los escalones y del túnel.
—Como puedes ver —le dijo al joven señalando las paredes de roca—. Aquí termina todo. Parece no haber nada más —añadió con una sonrisa enigmática. Después saludó a dos operarios que manejaban algo parecido a un arco de hierro pintado de amarillo—. Es el radar de penetración terrestre —aclaró, y acto seguido preguntó a sus compañeros si habían tenido suerte.
Gracias al pesado artilugio podían examinar la roca que los circundaba con ondas de radio y averiguar si había huecos o cámaras. Aunque aún no habían hallado nada bajo las escaleras, que era donde se suponía que debía estar el arca con el dinero, sí habían podido delimitar con precisión un par de cámaras que pendían sobre sus cabezas, la mayor de casi veinte metros cuadrados.
—No es común encontrar huecos de este tamaño en la roca de por aquí, sus características geológicas lo hacen imposible —le aclaró a Victor—. Por eso suponemos que han sido excavadas por manos humanas. Ahora tratamos de encontrar un pasaje que conecte las escaleras con las cámaras. —Y antes de que pudiera añadir alguna cosa, prosiguió—: Aún no hemos tenido suerte.
Permanecieron un rato observando el trabajo de los dos hombres y luego retornaron a la entrada del túnel. Lograron alcanzar el exterior con ciertas dificultades y Victor agradeció alejarse del soplador de hojas; el ruido que hacía su motor, acrecentado por la resonancia de la galería, era ensordecedor. Dentro habían tenido que hablar a gritos y todavía sentía un zumbido sordo en los oídos.
—Es increíble el trabajo que habéis realizado aquí. Gracias por mostrármelo.
—Unas semanas más con el radar y habremos finalizado —le contestó el anciano—. Será tiempo más que suficiente para localizar una galería que conecte el túnel con las cámaras. Si no lo encontramos, dejaremos esta excavación para la campaña del próximo año y nos desplazaremos hasta Qumrán.
Victor tenía claro que las ruinas de ese viejo emplazamiento esenio podían conducirle hacia algunos de los tesoros que se describían en el Rollo de Cobre. Pero el monte Sión, donde habían construido su barrio dentro de las murallas de Jerusalén, continuaba siendo también un lugar acertado. Tendría que hablar de todo lo que había dicho Elijah con Said, y con Andrea. Incluso, Said podría esperar, pero ella... —Sonrió.
Se despidió del arqueólogo agradeciendo el tiempo que le había dedicado y la ayuda que le había ofrecido.
—Vuelve si necesitas algo más —le indicó el anciano después de estrecharle la mano.
—Lo haré, cuente con ello.
El joven se alejó por el camino de polvo y grava y Elijah le vio ascender con brío la colina. Cuando alcanzó el vehículo, marcó en su móvil el número de Andrea y charló unos minutos con ella. Aprovechando la circunstancia de que tenía que contarle las novedades sobre la investigación, se citaron para comer.
Encendió el motor, introdujo la primera y giró el volante. La sonrisa de felicidad no se borró de su cara durante gran parte del trayecto de vuelta.
Un estallido sobresaltó a Said y le hizo levantar la vista del inventario. Observó el escaparate por encima de sus gafas y vio cómo Jamal tiraba otra piedra contra el cristal. Se había cambiado la camisa de rayas por una de cuadros tan llamativa o más que la anterior. No pasaba desapercibido con sus tonos amarillos.
Uno de los hijos de Said, que estaba colocando la nueva mercancía en los aparadores, salió corriendo hacia la puerta. Traspasó el umbral y estuvo a punto de alcanzar al árabe, pero una pareja se le cruzó en ese momento y tuvo que frenar en seco para no llevárselos por delante. Después esquivó a un anciano y echó a correr de nuevo.
La calle era comercial y a esas horas de la tarde estaba atestada de personas que iban y venían. Vio a Jamal girar por un callejón y le siguió todo lo rápido que pudo.
El anticuario llegó a tiempo de detener a otro de sus hijos, que había salido de la trastienda en cuanto oyó el alboroto, pero no alcanzó al tercero, que se escabulló y corrió tras su hermano.
—¿Qué ha pasado, papá? —Su hija pequeña, el «Lucero de sus Ojos» como le gustaba llamarla, apareció por la puerta de atrás.
—Nada, mi Lucero. Estate tranquila. Unos vándalos han lanzado piedras contra el escaparate —le dijo mientras le acariciaba el pelo.
La niña, de unos diez años, abrazó a su padre a la altura de su orondo estómago y se quedó allí, con la cabeza apretada junto a él temiendo que los hombres que habían destrozado el escaparate volvieran.
—¿Said? ¿Estáis bien? —preguntó Fátima entrando en la tienda. Había oído el estruendo desde la planta de arriba.
—Sí, mujer, estamos bien. Unos muchachos —le informó cuando ella vio el escaparate destrozado—. Ya sabes, unos ortodoxos de esos que no saben en qué gastar su tiempo —mintió.
No era la primera vez que los judíos ultraortodoxos se dedicaban a destrozar propiedades o bienes de los musulmanes que habitaban en Jerusalén, por eso a su esposa no le sorprendió su respuesta.
—¿Vas a llamar a la policía?
—¿Para qué? No harán nada. Avisaré al seguro, ellos por lo menos pagarán el escaparate. —Le dio un beso en la mejilla y una palmadita en la nalga—. ¿Y mis pastelillos de pistacho? Desde anoche no he probado ninguno —le preguntó cambiando de tema cuando ya se iba.
—¡Papá! —le sorprendió su Lucero—, estás tan gordo que ya casi no puedo abrazarte, no debes comer tanto.
—Estáis aliadas contra mí, las dos —lo dijo en alto para que su mujer pudiera oírle—, queréis matarme de hambre —se quejaba en tono de broma, y para reforzar su actuación, se tapó la cara con las manos como si fuera a llorar.
—Yo te los traigo, papá —se apiadó la niña cuando su madre ya había desaparecido—. Mamá los ha escondido en la alacena —le susurró.
—¡Qué buena es mi princesa! —La alzó por el aire y le besó la frente—. Anda, ve a por esos pastelillos y no te olvides de bañarlos con un poquito de miel.
La niña salió corriendo por las escaleras de atrás decidida a bajarle a su padre la bandeja entera de pasteles de pistacho.
Said la vio alejarse, ya sin miedo por los maleantes que habían destrozado el cristal, y se acercó hasta el escaparate para examinar los daños. Al inspeccionarlo de cerca comprobó que no tenía remedio, habría que cambiarlo entero. Esperaba que el seguro lo cubriera.
En ese momento volvían sus dos hijos y el anticuario dio gracias a Dios porque no les hubiera pasado nada.
—¿Estáis bien, muchachos?
Los chicos respondieron con un gesto afirmativo.
—Era él, ¿verdad? —Se referían al que le había maniatado en la Gruta del Bautista. Said se lo había contado, pero solo a los hombres de la familia—. ¿Mamá?
—A vuestra madre le he dicho que han sido unos vándalos.
El más joven palmeó la espalda de su padre en señal de apoyo y comenzó a ayudar a su hermano, que ya recogía los cristales del suelo.
—Tened cuidado —les aconsejó el anticuario.
En ese momento sonó el teléfono. Said se giró y lo descolgó.
—Me alegro de oírlos —exclamó con verdadero gozo en su voz olvidándose del incidente del escaparate.
Los sacerdotes mandeos aguardaban la salida de su avión y habían tenido la deferencia de llamarle para despedirse.
—Ha sido un placer conocerles —les decía Said—. Aunque las circunstancias no han sido las más adecuadas. Si vuelven por Jerusalén, avísenme y les enseñaré la ciudad.
Basaam le agradeció sus palabras y le prometió volver. Iba a añadir algo más, pero el ganzebra no dejaba de llamar su atención. Al final consiguió quitarle el móvil de las manos.
—Señor Said Alami, soy Zakaria.
—¿Cómo se encuentra, ganzebra? ¿Ha descansado bien? —le preguntó con la certeza de que el día anterior había sido muy ajetreado para el anciano.
—Bien, bien —repitió—, solo quería desearle suerte en su búsqueda y no se olvide, lo que busca lo encontrará «guardado en cobre por los que cumplieron el Pacto y siguieron la Ley».
Said se quedó mudo, el anciano le estaba recordando las palabras que ya les dijera a Victor y a él en la Gruta del Bautista. «¿Por qué desea que encontremos aquello que se esconde en el cobre? ¿Qué interés le mueve?»
Como si el mandeo pudiera leer sus pensamientos, respondió a sus silenciosas preguntas.
—Nosotros hemos regenerado el poder de las palabras, ahora pueden volver a mover montañas. —Si aquello era una explicación resultaba incomprensible para el pobre anticuario—. A ustedes les queda encontrar la forma de moverlas.
A los mandeos solo les correspondía renovar el abagada y lograr que las letras volvieran a poseer toda su magia, el resto del trabajo deberían hacerlo otros. Y habían elegido a Victor y a Said para que finalizaran su ritual. A ellos les competía encontrar lo que estaba «guardado en cobre».
El ganzebra tampoco comprendía el significado de esas palabras, las había dicho tal como se las transmitieron. Lo que sí percibía era el importante trabajo que tenían por delante aquellos dos hombres, debían conseguir mover las montañas.
Más allá de su valor económico, lo que estaba «guardado en cobre» podría lograr que la humanidad entera eligiese un camino distinto para continuar su andadura. De esa forma, con el nuevo poder de las palabras conseguiría hacerse el bien.
—El bien... —suspiró Said. Fue lo único que entendió de toda la conversación con Zakaria, pero había vuelto a la realidad y pensaba en su escaparate roto, no en el resto del mundo.
El restaurante era grande aunque resultaba acogedor. Andrea había reservado mesa junto a uno de sus ventanales y Victor veía pasar a los viandantes mientras la esperaba. Estaba nervioso y jugueteaba con los cubiertos de la mesa, su continuo movimiento no lograba deshacer el nudo que le apretaba la boca del estómago.
—Disculpa el retraso —escuchó de pronto.
Ante sus ojos se alzaba la figura delicada de la mujer, con los rizos desparramados sobre sus hombros y una blusa que dejaba entrever un escote amplio. Cuando se incorporó para besarla le envolvió el aroma de su perfume. Le habría gustado perderse entre sus bucles y no despertar nunca, pero se limitó a separar su silla de la mesa y a tartamudear lo hermosa que estaba. ¿Conseguiría algún día estar cerca de ella sin que le temblara todo el cuerpo?
Ya sentados, tomó con nerviosismo una de sus manos entre las suyas y le lanzó una cascada interminable de preguntas que demostraban preocupación por su salud y también constituía una especie de disculpa por no haber pasado el resto de la noche con ella. Amén de intentar disimular su propio estado.
—¿Te duele el hombro?, ¿y las rodillas? ¿Has descansado bien?
Andrea rozó su mandíbula amoratada y sonrió con dulzura.
—Estoy bien. Tenía que solucionar algunos problemas, no fue culpa tuya. —Aludió al hecho de no contemplar juntos el amanecer.
Cuando Victor abandonó el hotel, la dejó envuelta en la calidez de las sábanas revueltas, pero no había sueño en sus ojos violetas. Estaba seguro de que habría dormido un par de horas, tres o cuatro a lo sumo. Unas mal disimuladas ojeras bajo sus pupilas se lo confirmaban.
—¿Los has resuelto? —se interesó.
—Creo que sí, pero los fantasmas me perseguirán mucho tiempo.
Ella le confió al hombre su relación con Samuel Sinclair y con Martin Crown. Obvió los temas más personales y las situaciones más delicadas, pero aun así le resumió una gran parte de su vida antes de que el camarero les sirviera los primeros platos.
—Lo siento. No es fácil descubrir que has sido engañado.
Ahora Victor comprendía la urgencia por solucionar sus problemas. Lo que Andrea estaba abandonando en el camino era al hombre que la había cuidado, protegido y educado casi toda su vida. El que le había tendido la mano en cada ocasión en que la había necesitado, el que la había ayudado a levantarse cuando tropezaba.
Para ella, descubrir que aquel apoyo no había sido sincero la vació en su interior. Ya dudaba de cualquier buena acción de Sinclair y no era justa, lo sabía. Pero había acumulado tanto rencor en su alma durante las últimas horas que tardaría años en superarlo. Sonrió, aunque fue una mueca triste.
Victor depositó sus cubiertos en el plato y acarició su mano en señal de apoyo. Fue una declaración en toda regla, sin palabras. Con una larga mirada le transmitió en aquel momento todo lo que deseaba decirle desde que se despertó por la mañana. «Si lo necesitas, yo te cuidaré; si tropiezas, te ayudaré a incorporarte; si...» Todos los sis para ella. Andrea había entrado en su corazón de forma silenciosa, casi a hurtadillas, pero ahora todo él le pertenecía. No había marcha atrás, tampoco lo deseaba. Aún no se había acostumbrado a llevarla dentro; sin embargo, resultaba una sensación placentera y agradable a la que no estaba dispuesto a renunciar. Hizo acopio de todo el valor de que disponía antes de volver a hablar.
—Creo que me estoy... —No pudo finalizar su frase. Le faltó la palabra enamorando, pero el camarero se acercó a escanciarles más vino y a retirar sus platos. La oración murió en sus labios.
Hacía escasos minutos que la secretaria rubia había abandonado el despacho de Martin depositando sobre su escritorio un fajo de dosieres sobre los cementerios de Jerusalén y el director no había perdido ni un instante en comenzar a hojearlos.
—Aquí tengo unos planos que pueden servirnos.
Desplegó sobre la mesa un mapa actual que abarcaba toda la zona de Jerusalén y gran parte de la orilla occidental del Mar Muerto.
—Creo que debemos limitarnos a esta área. —Marcó con el dedo una circunferencia sobre la Ciudad Vieja—. ¿Estás de acuerdo?
Samuel asintió con la cabeza y se inclinó sobre la mesa para tener un mejor ángulo de visión.
—Y elegir solo los cementerios más antiguos.
—Aquí hay uno indio de 1917, demasiado nuevo, queda descartado. Y este de la primera guerra mundial en el monte Scopus también.
—Este otro —Sinclair mostró un punto en el mapa— es el de los británicos.
—Fuera.
—Dos más, también modernos, no nos sirven —precisó.
—Tenemos el católico —señaló Martin—, en las faldas del monte Sión, al otro lado de la carretera; y el protestante, más arriba.
—Son antiguos, ¿no? —le preguntó el professor.
—Aquí dice... —se acercó al mapa—, que son del siglo XIX, demasiado nuevos —concluyó y añadió—: ¿Descartamos los musulmanes?
—Sí, con seguridad, Ben Rabbah no podía ser musulmán.
—Es cierto —puntualizó Martin—. Tiene que ser judío, hace dos mil años todavía no había camposantos cristianos y aún faltaban unos cuantos siglos para que Mahoma naciera.
«Eso lo sabe hasta un niño de párvulos —pensó Sinclair—, ¿acaso está intentando parecer un erudito con explicaciones como esa?»
—Entonces, nos olvidamos de los cementerios musulmanes —puntualizó el director.
El de Mamulla quedaba descartado también.
—Será mejor centrarnos únicamente en los judíos —propuso Samuel un poco saturado al comprobar la cantidad de camposantos que había en Jerusalén.
Fueron estudiando uno a uno los que les restaban, como el del monte Herzl o el del monte Hebrón, que discurría entre las murallas de la ciudad y el valle de Josafat. Incluso, Samuel recordaba haber leído no hacía mucho un artículo sobre un cementerio canaíta de cuatro mil años de antigüedad, pero se encontraba en el barrio de Bayit We-Gan, muy escorado al suroeste de la ciudad nueva.
—Demasiado lejos —comentó Martin.
Su compañero asintió totalmente de acuerdo con él.
Habían dejado para el final quizá el más importante de todos, el del monte de los Olivos, conscientes de que allí podrían encontrar la respuesta que buscaban. Más bien, la tumba que buscaban.
El cementerio del monte de los Olivos era uno de los mayores y más antiguos. Muchos judíos pedían ser enterrados en él porque según la tradición, en el valle de Josafat, situado entre el monte y la muralla de Jerusalén, comenzaría el Juicio Final, y deseaban ser los primeros en conseguir la redención de Dios.
Había sido utilizado como camposanto desde los tiempos bíblicos hasta hoy. En la actualidad, muchos judíos que vivían en el extranjero manifestaban su deseo de ser incinerados para que sus cenizas fueran esparcidas por el monte. Sus familiares cruzaban los aeropuertos de Israel portando sus urnas y los servicios de seguridad estaban al tanto de que contenían las cenizas de sus seres queridos. Como no estaba prohibido introducir cenizas en Israel, al menos por el momento, los permitían pasar.
—¡Tiene más de ciento cincuenta mil tumbas! —se sorprendió Martin.
—No me preocupa su número. —Samuel meditaba sobre la guerra árabe israelí de 1948 y también sobre la del 67, cuando los jordanos utilizaron las lápidas del cementerio para construir carreteras y letrinas para su ejército, algunas de las usadas tenían más de mil años de antigüedad—. Me preocupa que la hayan robado. ¡Gracias a Dios que los israelíes recuperaron todas las que pudieron en la guerra de los Seis Días!
—¿La guerra? —El director no sabía lo que quería decir.
—Podemos buscar minuciosamente entre ciento cincuenta mil tumbas —le dijo—, pero si la lápida de Ben Rabbah ha sido robada o reutilizada a lo largo de la Historia para cualquier otro fin, ya podemos olvidarnos de ella. Incluso es posible que sobre su tumba haya otros enterramientos. No podemos obviar que el cementerio ha sido usado durante más de dos mil años, y ocupado, expoliado, saqueado... ¿Continúo?
—Mejor no. —Comenzaba a pensar que Samuel podría tener razón y que jamás encontrarían ni una sola pieza de oro de los esenios—. Lo intentaremos por el principio.
Lo dijo con un tono de voz tan serio, dando la sensación de que contaba con un método científico desconocido, que Samuel no pudo por menos que preguntar.
—¿Y cuál es ese principio?
—Llamar a mi contacto en el cementerio.
La comida estaba llegando a su fin, Andrea removía el azúcar de su café con desgana sabiendo que tras él vendría el adiós.
Le gustaba estar en compañía de aquel hombre atento y tierno. Sin embargo, sus maneras corteses no conseguían ocultar su gran fuerza interna. Debajo de aquel gatito se escondía un tigre. Había delicadeza en su manera de besarla, pero también firmeza y determinación. Tomaba su nuca con seguridad y la atraía hacia él suavemente. Le permitía el margen suficiente para decirle no, pero ella no quería negarse. Ella quería decir sí. Sonrió, en parte por sus pensamientos y en parte por lo que Victor le estaba contando.
—Me llamaste ardilla, ¿lo recuerdas?
Era cierto, parecía que había transcurrido una eternidad, pero solamente tres días separaban la primera vez que se vieron de la comida que estaban compartiendo.
—Te habías encaramado a la escalera mirando la inscripción en la tumba de Absalón como si en lugar de estar tallada en la piedra ocultara un almacén de piñones.
Los dos se rieron y a ella se le marcaron las diminutas pecas de los pómulos. «Como la primera vez», pensó el hombre, y se maravilló de la belleza de su rostro.
—Continúo siendo una ardilla... ¿o he mejorado en tu escalafón personal?
Aquella pregunta inocente sonrojó a Andrea pensando que acababa de ascenderle a la categoría de tigre apenas unos minutos antes.
El camarero se acercó a su mesa y aprovecharon para pedirle otro par de cafés deseando prolongar su cita el máximo tiempo posible. La conversación derivó hacia temas más profesionales y el joven le contó a qué se dedicaba y cómo se había metido en aquella investigación y por qué no estaba dispuesto a abandonar ahora.
—No lo sabía —reconoció ella—. No le conocí personalmente, pero su curriculum académico era de los mejores.
Se referían al doctor Isaac ben Shimon y Victor comprobó que sus palabras sonaron sinceras. Después le habló de su encuentro con Elijah y de sus presentimientos con respecto al Rollo de Cobre y Andrea estuvo de acuerdo con sus deducciones.
—¡Lo tenía delante y ni se me había ocurrido establecer esa relación!
—¿Por qué no? —repuso él—. Es más que probable que el descubrimiento que pretende hacer Sinclair no sea otro que el tesoro del Templo de Jerusalén. Los romanos apenas si se llevaron a la capital una mínima parte cuando lo saquearon.
—Sí, se ha especulado mucho sobre el destino final de toda esa riqueza —confirmó Andrea dolida porque Samuel no la hubiera hecho partícipe de esa idea.
—¿Y si el Rollo de Cobre se refiere a ella? Ninguna otra institución de la antigüedad podría acaparar las cantidades de oro y plata que se describen en el manuscrito.
—Únicamente el Templo judío —le confirmó la orientalista.
—En efecto, solo el tesoro del Templo podría alcanzar esas dimensiones.
—¿Y cómo consiguieron los judíos ocultarlo en medio de la situación de caos y guerra que imperaba en Jerusalén durante la guerra con Roma?
—Gracias a los mandeos y a los esenios.
Le explicó a Andrea su teoría y cómo Juan el Bautista era la clave que conectaba a las dos sectas gnósticas.
—¿Me quieres decir que Juan estuvo en contacto con los esenios antes de convertirse en profeta de los mandeos y que él pudo servir de nexo...?
El hombre asintió con la cabeza y la miró a los ojos. Tenía en muy alta estima su opinión profesional.
—¿... y que, con los fariseos y los saduceos en guerra, solo se podía recurrir a los esenios para ocultar las riquezas del Templo?
Victor repitió su gesto de asentimiento y finalizó la deducción.
—Lo más seguro en aquellos tiempos revueltos era acudir a los mandeos. Nadie se acordaría de ellos porque habían abandonado Jerusalén a la muerte del Bautista, sobre el año 40, y se habían instalado en Harrán, en Siria. Sería fácil que pasaran desapercibidos y lograran ocultar la inmensa cantidad de oro y plata que los romanos no consiguieron encontrar.
La mujer aceptó, no sin reticencias, su explicación.
—¿Y los celotas?
Los celotas constituían la cuarta secta judía que vivía en Jerusalén a principios de nuestra era. Eran gentes violentas que no dudaban en echar mano de sus cuchillos para luchar por sus creencias.
—Debían de estar muy ocupados defendiendo la ciudad de los romanos, ¿no crees? —respondió—. Si funcionaban como brazo armado del judaísmo, sus componentes estarían controlados por el ejército romano y les sería difícil moverse con facilidad.
Ella le sonrió. Su deducción era excelente, hasta sintió una punzada de envidia por no haber sido capaz de obtener las mismas conclusiones por sí misma.
Afuera comenzaba a atardecer y las sombras se alargaban. Pronto vendría la oscuridad. Al abandonar el restaurante, Victor la acompañó hasta su hotel caminando sin prisas. Durante el trayecto se amparó en la negrura incipiente de un rincón empedrado de la vieja Jerusalén y empujó a Andrea hacia la fachada de piedra de una casa abandonada. Apretó su cuerpo contra el de la mujer y la besó como no recordaba haberlo hecho nunca.
Las mismas sombras que ocultaban a los amantes también escondían otra presencia, menos amistosa. Abdul los observaba con una sonrisa torcida en sus labios. Había detenido el recitado de su rosario y las cuentas pendían inertes de su mano.
La noche había caído sobre Jerusalén cubriéndola de sombras y la luna apenas si conseguía iluminar todos los rincones de la ciudad. Más allá del círculo protector de sus murallas, un vehículo negro circulaba por la carretera de Jericó con intención de llegar al monte de los Olivos.
—Has estado bien —Martin felicitó a Jamal por el destrozo en la tienda de Said—. Espero que entiendan lo que hemos querido decirles.
El afortunado sonrió orgulloso y miró a su primo, que conducía el vehículo de la asociación.
—¿Has pensado algo con respecto a la chica? —le preguntó después el director a Samuel.
—Aún no. —Para él era difícil tomar una decisión sobre Andrea, a pesar de estar seguro de que ya no podrían contar con ella.
Acababa de confirmarlo Abdul, que los había estado vigilando y al que habían tenido que esperar en el aparcamiento. Cuando llegó les puso al día de las informaciones más recientes.
El sicario se había encargado de describirles, con todos los detalles que fue capaz de recordar, el encuentro entre la orientalista y Victor en el restaurante. De la conversación no pudo referirles nada porque estaba demasiado alejado para oírlos. Pero, para Sinclair, los datos que les había ofrecido habían sido más que suficientes.
Después de meditar unos instantes añadió, no sin cierta nostalgia en la voz:
—Todavía puede sernos útil.
Conocía sus debilidades y sabía que aún era posible utilizarla en su beneficio. Comenzaba a abandonarla a su suerte; sin embargo, aprovechando la situación, conjeturó que Victor y Andrea no abandonarían el hotel durante toda la noche y sin el investigador ¿haría algo Said? Su propia respuesta fue un no rotundo, así que decidió relevar de sus funciones de vigilancia a Jamal y a Abdul para que hicieran el trabajo duro que les esperaba. Nunca pensó que podía estar cometiendo un grave error.
El conductor miró por el retrovisor y redujo la marcha del vehículo. Habían llegado al cementerio del monte de los Olivos y salió de la carretera muy despacio para detenerse junto a unos árboles más allá del arcén, su follaje impediría que el automóvil pudiera ser visto desde la calzada.
—Seguidme, si todo está en orden, el guarda nos habrá dejado la verja abierta y se habrá ido a cenar —les comunicó Martin mientras desdoblaba un folio con una especie de plano y enfocaba su dibujo con la linterna—. Nuestro hombre me indicó un par de lugares donde creía que podríamos encontrar la tumba de Ben Rabbah. Me explicó que no recordaba ninguna con ese nombre que tuviese dos mil años, pero añadió que quedaban pocas lápidas tan antiguas.
Samuel se acercó al plano y lo contempló. Tenía dibujados unos garabatos sencillos que indicaban la planta del cementerio y dos perímetros delimitados. Supuso que serían las zonas que debían visitar.
Nunca antes había estado allí y le sorprendió el apiñamiento de las sepulturas hasta tal punto que se hacía difícil caminar entre ellas, con el obstáculo añadido de tener que manejar un bastón.
—Buenas noches —saludó Victor cuando cruzó el umbral de la tienda—. ¿Qué ha pasado? —preguntó al ver el escaparate.
Uno de los muchachos se colocó un dedo en la boca en señal de silencio y le hizo un gesto con la cabeza mirando a su padre.
—¿Qué ha pasado, Said? —inquirió en voz baja.
—Ha sido Jamal. No sé si pretendía asustarme o enfurecerme.
—Lo siento mucho —acertó a decir el joven.
—Acompáñame. —El anticuario empujó a Victor por la espalda—. Tengo que hablarte de los mandeos y luego me cuentas qué has averiguado esta mañana, a ver si mientras se me pasa el enfado.
Ascendieron las escaleras hasta su casa y se acomodaron en la azotea, como ya tenían por costumbre.
Fátima había acondicionado los sillones de mimbre con unos cojines mullidos, muy grandes, que acababan envolviendo las piernas y Victor lo agradeció, resultaban confortables.
—Supuse que vendrías a comer —inquirió el anticuario—. ¿Has estado toda la mañana en la biblioteca?
—Y con el doctor Cohen.
—¿Comiste con él?
Las mejillas del joven comenzaron a teñirse de un leve color púrpura que Said observó con rapidez.
—Ya entiendo... —Había segundas intenciones en su frase mientras esbozaba una gran sonrisa. Pero se contuvo y, en su lugar, añadió—: ¿Andrea se encontraba mejor?
El investigador asintió con una rápida inclinación de cabeza. Pretendía ocultar con ello su sonrojamiento.
—Bueno, bueno... ¿Ha sido igual de fructífera tu visita a la biblioteca?
Aunque había ironía en su pregunta, aquello suponía un respiro, y Victor no se lo esperaba, así que lo aprovechó desviando la conversación mientras esparcía por la mesita del centro todos los volúmenes que había tomado prestados.
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—¿Qué querías? ¿Un recetario sobre cocina japonesa?
Los dos se echaron a reír.
—¡Hombre! Un poco de creatividad no les vendría mal.
El anticuario tomó uno de los libros y lo hojeó.
—Ese es de los más recientes que se han publicado sobre el tema, me gusta la traducción que hace del Rollo de Cobre —le explicó Victor.
—Mmm.
—Mmm ¿qué?
—Tengo en gran estima tu opinión profesional —le dijo Said aparentando seriedad—, ya lo sabes, pero aquí dice que el lenguaje del manuscrito es... te leo el texto —y leyó entre risas un párrafo del libro—, «su estilo es similar al hebreo misnáico o coloquial en su forma más temprana, correspondería a la parte más antigua del Talmud». Entiendo que eres todo un especialista en —tuvo que volver a leer el párrafo— «hebreo misnáico en su forma más temprana». ¿Me equivoco?
—Déjate de bromas —le respondió su amigo con una sonrisa—, he hecho esa afirmación porque el resto de los especialistas opina que su traducción está entre las mejores.
—De acuerdo, ¿y qué más has aprendido en la biblioteca?
Victor le puso al día sobre los datos más relevantes del rollo en apenas cinco minutos. Luego le habló extensamente de su conversación con el doctor Cohen, que le parecía más reveladora e interesante; contándole incluso que Elijah pensaba que la relación que él había establecido con los mandeos había que tenerla muy en cuenta para ulteriores investigaciones.
—Hablando de los mandeos —le interrumpió Said—. Han llamado desde el aeropuerto para despedirse de nosotros. —Antes de que Victor pudiera preguntar cómo se encontraban, su amigo continuó hablando—. Y me han recordado lo que nos dijeron en la Gruta del Bautista.
Ese comentario extrañó al joven, que frunció el entrecejo.
—¿Qué sentido tiene eso?
—No tengo ni idea, pero me preocupa más la interpretación de lo que mencionó después. —Había conseguido que el investigador fuera todo oídos—. Ahora tenemos que mover montañas.
—¿Qué?
—Montañas, montañas —repitió—. ¿No sabes lo que son las montañas? El ganzebra me dijo que si encontrábamos lo que estaba guardado en cobre, tendríamos que mover montañas y el poder de las palabras conseguiría hacer el bien.
—Said —le dijo su amigo muy despacio a sabiendas de la prohibición musulmana sobre el alcohol—, ¿acaso tu mujer se ha negado a servirte más té y te ha dado por el vino?
—No estoy bebido, ni loco —se defendió—. Espera que recuerde las palabras exactas. —Hizo memoria durante unos segundos y luego le repitió a Victor la conversación lo mejor que la recordaba—. Y el anciano no bromeaba, estaba muy serio —añadió, y antes de que el joven pudiera alegar algo con cierto sentido común prosiguió—: El ganzebra parecía conocer muy bien la importancia de lo que decía, aunque no creo que comprendiese su significado.
Victor no entendió nada, pero se guardó las palabras para repetírselas a Andrea, quizá a ella pudieran sugerirle alguna cosa.
—Yo tampoco sé a qué pueden referirse. ¿Añadió algo más?
—No, luego nos despedimos y les deseé buen viaje. El hombre se quedó tranquilo sabiendo que le había escuchado. ¿Podrías preguntarle a tu novia?, ¿no es especialista en mandeos? —precisó.
Había un cierto sarcasmo en la pregunta cuando Said pronunció el término novia, pero el investigador decidió obviarlo, ya tendría tiempo más delante de explicarle a su amigo el tipo de relación que mantenían. Si lo hacía ahora, era posible que no consiguiera exponerle lo que había encontrado sobre el Rollo de Cobre y eso le corría más prisa.
Recogió uno de los volúmenes que había traído de la biblioteca, lo hojeó durante unos segundos y retomó la conversación anterior insistiendo en el problema de la traducción del manuscrito y de las localizaciones de los escondites.
—Si lees las doce columnas de texto, te percatas de que es imposible localizar cualquiera de los sitios que indican, resultan muy vagos y, además, son de hace dos mil años y la topografía del terreno y de los edificios ya no son los mismos.
Su amigo continuaba con una de las traducciones en sus manos y le dio la razón.
—«... en la cisterna bajo el muro del este, en una bóveda, una cueva vieja...» No creo que ninguno de estos lugares exista todavía.
—La única referencia que he encontrado con un nombre real, y que resulta clara de entender, está en la primera columna. Lee la línea cinco, por favor —le pidió.
—«En el sepulcro de Ben Rabbah III: cien lingotes de oro.» Esto está muy claro —le confirmó Said.
—Sin embargo, si tomamos la traducción de otro autor, un tal Allegro. —El joven se demoró unos segundos hasta que recogió el libro de la mesa y buscó la primera columna—. Aquí. —Señaló el pasaje con el dedo para que su amigo pudiera leerlo también—. «En el monumento sepulcral, en el tercer camino de piedras: ligeros lingotes de oro.» ¿Entiendes a lo que me refiero con preferir una traducción a otra?
—Parece que pertenecen a dos textos diferentes —opinó Said—. ¿Tan malo es este traductor?
Victor sonrió ante el comentario de su amigo y le ofreció una explicación lógica para una diferencia tan grande.
—He leído —y señaló uno de los volúmenes que descansaban sobre la mesa— que algunas letras son difíciles de descifrar por el deterioro de la lámina de cobre y que otras se parecen mucho entre sí, lo que da lugar a dudas. Además, parece ser que el copista era un metalúrgico que no sabía leer ni escribir.
—Entonces preferimos la traducción del primero, ¿no? —lo expresó como si ahora él también supiese leer el «hebreo misnáico en su forma más temprana».
Ambos estallaron en sonoras carcajadas.
—¿Sabes dónde está la tumba de Ben Rabbah? —le preguntó cuando dejaron de reírse.
—Si fuera un monumento público no solo lo sabría yo, sino todo Jerusalén. Pero no lo es —concluyó.
—Pensaba que, como tu familia lleva muchas generaciones viviendo aquí, quizá habríais oído hablar de los Rabbah —lo dijo como si estuviera en una barbacoa de fin de semana y preguntara por los Smith o por los Walter.
—No he oído hablar de ellos en toda mi vida.
—Entonces, recapitulemos —Victor utilizó un tono más serio—. ¿Qué tenemos?
—A Ben Rabbah III. No es gran cosa.
—No lo creas —le dijo—. Verás, utilizando la lógica se puede conseguir mucha información. La cifra «III» nos indica que es el tercero; o sea, que su abuelo comenzó algún tipo de linaje, con lo que no debían de pertenecer a una casta pobre o desheredada. Y si los esenios hablan de su tumba con familiaridad, es porque debía de ser conocida por todos los que vivieron en aquella época.
Said asintió con un gesto.
—Y era judío —prosiguió el investigador—, ya que hace dos milenios no existían ni cristianos ni musulmanes.
—De acuerdo, y tenía que llevar algunos años enterrado para cuando se escribió el rollo, porque mencionan la ubicación de su sepulcro como si fuera de dominio público. Con lo cual —dedujo— buscamos un lugar de enterramiento con unos dos mil años.
—¿El monte de los Olivos? —sugirió el joven.
—Sí, es el único cementerio que aún existe y que era utilizado en aquella época. Pero no es muy probable que logremos encontrar en él una tumba de hace dos mil años.
—Demasiado antigua —se desilusionó el investigador—. Hasta es posible que ya no exista. —Pero otra idea comenzaba a abrirse paso entre la maraña de sus pensamientos—. ¿Crees que Ben Rabbah podría ser esenio? —le preguntó a Said.
—Podría.
—Entonces, si lo era —argumentó Victor—, y dado que hemos deducido que pertenecía a una familia importante, ¿sería descabellado pensar que en el antiguo barrio esenio podríamos encontrar alguna pista sobre él? —planteó la pregunta con mucha cautela.
—¿Quieres que volvamos al monte Sión? —Ante su gesto afirmativo, Said se echó las manos a la cabeza.
—El doctor Cohen me ha confirmado que no deberíamos descartar esa posibilidad —se justificó.
También le había comentado al joven que era más probable hallar algo en Qumrán que en el monte Sión, pero eso no se lo dijo a su amigo.
Llevaban media hora caminando entre las viejas lápidas mirando sus inscripciones en hebreo y todavía no habían encontrado nada.
Sinclair había decidido que se separaran en dos grupos y así lograrían estudiar la zona en el menor tiempo posible. Para facilitar las cosas habían impreso el nombre de Ben Rabbah III en los caracteres originales del Rollo de Cobre y en hebreo antiguo porque, aunque lo tuvieran delante, no serían capaces de reconocerlo al estar escrito en una grafía diferente.
Martin y Jamal buscaban tres filas más abajo que el otro equipo, situados en una cresta en pendiente que podía ser peligrosa si no tenían cuidado de mirar dónde pisaban. Todas las tumbas estaban distribuidas ocupando por completo la superficie de la colina, sin apenas espacios entre ellas y, cuando los había, estaban cubiertos de escombros o restos de viejas sepulturas. Algunas se encontraban apoyadas directamente sobre la tierra, o encima de piedrecillas del tamaño de cantos rodados; a veces, incluso, mucho más pequeñas. No podían fiarse de las lápidas ni para pisarlas, corrían el riesgo de salir disparados colina abajo como si estuvieran esquiando sobre un trineo de piedra.
Habían descartado todos aquellos sepulcros que parecían recientes y solo comprobaban los que estaban tan erosionados por el tiempo que resultaba casi imposible descifrar su inscripción. Algunas familias habían construido nichos nuevos con losas perfectamente pulidas y ensambladas entre sí y habían mantenido intacta la vieja lápida, que presentaba los bordes desgastados y su superficie porosa tan erosionada que parecía una piedra del campo. Esas también las comprobaban, pero Martin creía que era perder el tiempo.
—¿Cuántas tumbas hay? —le preguntó Jamal al cabo de un rato en silencio.
—Unas ciento cincuenta mil.
El otro resopló.
—¿Y tenemos que verlas todas esta noche?
—Esto se está convirtiendo en una mala costumbre —le susurró Said temiendo que alguien los oyera—. Mi esposa va a pensar que tengo otra mujer.
—Creo que si supiese lo que estamos haciendo, lo preferiría.
Su amigo asintió.
—No te quepa la más mínima duda.
Habían vuelto al monte Sión, como el día anterior, pero en esta ocasión no habían podido cenar. Said había tenido que conformarse con unos sándwiches rápidos que les había preparado Fátima.
No esperaban toparse con una enorme cruz roja en el lugar donde se encontraban los lingotes de oro, pero, de haber ocurrido, habría sido una ayuda inestimable en su investigación. A Victor le bastaba con una simple inscripción o algo semejante.
—Supongo que deberíamos revisar los baños y las cisternas. Ayer ni nos acercamos a verlos —sugirió—. Y varias de las acotaciones del rollo los mencionan.
Se habían llevado una fotocopia del texto completo con ellos, quizá una vez in situ pudiera sugerirles alguna dirección que seguir. También habían copiado a escala el plano que Victor solicitó en la biblioteca, les sería muy útil para guiarse entre las ruinas.
Volvieron a arrastrarse bajo el mismo perímetro de valla mal asentada y comenzaron a caminar, en esta ocasión hacia su derecha. Buscaban los baños rituales, si no lograban encontrar alguna referencia a Ben Rabbah en ellos, al menos podrían probar suerte con las indicaciones sobre baños y cisternas.
De las dos piscinas comunitarias que servían para la purificación de los esenios, una quedaba dentro del jardín del Seminario Griego Ortodoxo, estaba restaurada y habían construido a su alrededor un pequeño edificio para protegerla. También contaba con una verja en la entrada y con rejas en los laterales. La otra había sido desenterrada por los arqueólogos, pero se encontraba al aire libre y, aunque distaba pocos metros de la primera, era más accesible. Así que decidieron comenzar por ella.
—Creo que es aquí —dijo Victor señalando el terreno que tenía por delante mientras probaba a ubicar en el plano lo que veía en la realidad.
A la débil luz de la linterna no lograban distinguir nada más que piedras blanquecinas por todos los lados. Algunas todavía conservaban parte de su forma original, pero otras parecían peñascos. El mapa que había traído le resultaba más comprensible.
—¿Ves algo que parezca un baño ritual? —le preguntó Said.
Casi todos ellos contaban con los mismos elementos, y lo primero que buscaron fue lo más significativo: algo similar a una escalera de bajada. El investigador realizó lo que él denominaba un «barrido luminoso» que consistía, en esencia, en describir un arco de trescientos sesenta grados con la linterna. Así evitaba pasar por alto los ángulos muertos y escrutaba cada rincón a su alrededor.
—Mira allí, eso parece una arcada.
Unos metros más adelante vieron un arco perfectamente conservado con todos los sillares donde los habían colocado sus constructores originales. Sus paredes aún se mantenían en pie y, al acercarse, descubrieron otro más pequeño, a su izquierda.
Said se asomó por la boca del menor y negó con la cabeza.
—Creo que se trata de un desagüe o algo parecido. Tiene forma circular.
Se dirigieron al más amplio. Tuvieron cuidado de no tropezar con una enorme piedra que había en su entrada y enfocaron las linternas hacia el interior. Era un arco de piedra que recordaba a una cueva y tenía una fila de peldaños que descendían hacia el fondo. Se encontraban desgastados y los bajaron con cautela porque era fácil perder pie y caer rodando.
—¿Y ahora? —preguntó Said en un susurro cuando alcanzaron el fondo.
Estaba seguro de que si alzaba la voz, las paredes de piedra le devolverían el sonido amplificado y el monasterio griego quedaba muy cerca.
—Aguarda. —Victor examinó la primera columna del Rollo de Cobre y comenzó a leerlo, pero se detuvo. La acotación sobre Ben Rabbah no ofrecía ninguna indicación, solo señalaba que en su tumba había cien lingotes de oro y, desde luego, no tenía la esperanza de encontrar su sepulcro en un baño ritual—. Primero examinaremos las paredes interiores, el suelo y el techo en busca de algún adoquín con marcas que lo diferencien del resto. ¿Te parece?
Su amigo asintió y cada uno por un lado comenzaron a estudiar, una a una, todas las piedras que tapizaban el interior del baño. Cuando finalizó su tarea, Said se dirigió a Victor.
—Nada, todos estos adoquines son normales.
—¿Has examinado la línea del agua?
El investigador se refería a la marca que deja el agua en una pared cuando permanece un tiempo retenida.
—Incluso la he raspado un poco —le contestó—. Pero no he visto nada que me parezca diferente. ¿Y tú? —le preguntó a su vez.
—Nada —le respondió con desilusión en la voz—. Miremos a ver qué dice el rollo cuando describe los tesoros escondidos en las cisternas y en las piscinas.
Victor depositó la linterna sobre uno de los escalones y dirigió su luz hacia el texto mientras lo examinaba.
—Mmm, aquí nada. —Pasó una página y leyó para sí la siguiente, también la pasó. Realizó el mismo gesto varias veces más.
Su amigo carraspeó impaciente.
—A ver si lo adivino —volvía a utilizar un tono cómico—. Los papeles no dicen nada, te apetecía dar un paseo nocturno y no sabías cómo decírmelo.
El joven sonrió, pero estaba demasiado concentrado para seguirle la broma.
—He encontrado unos sesenta y cinco lingotes de oro en una cámara de lavado, en la tercera repisa; y seis jarras de plata en el saliente del risco de una cisterna.
—En la piscina que acabamos de examinar no hay salientes.
—El saliente está en la cisterna —le replicó su compañero—. Lo de la piscina es la repisa, porque una cámara de lavado debe de ser lo mismo que una piscina, ¿no? —fue una pregunta para sí mismo—. Hay que buscar en el tercer estante —añadió como si aquello fuera la cosa más fácil del mundo.
—Pues repisas... tampoco vi ninguna. Podemos echar un vistazo en la otra, la que está en el jardín de los griegos. —Victor le miró intrigado, esa misma mañana Said se hubiera negado en redondo a entrar en un terreno privado sin el permiso de sus dueños—. Al fin y al cabo —prosiguió el anticuario—, ¿qué nos puede pasar?, ¿que nos echen a patadas? Antes eso que volver a arrastrarme bajo la valla con las manos vacías.
—Entonces, vamos a buscar esa tercera repisa y sus sesenta y cinco lingotes de oro.
Victor tenía una corazonada.
Abdul no se había atrevido a gritar para avisarlos y le costó más de diez minutos llegar hasta donde se encontraban Martin y Jamal. A medida que habían ido explorando las lápidas, los dos grupos se habían distanciado cada vez más.
—Venid, creo que hemos encontrado algo —dijo cuando los alcanzó.
Tenía los bajos de su hermosa chilaba cubiertos de polvo amarillento. En realidad, una pequeña brisa levantaba partículas de arena cada cierto tiempo y todos estaban comenzando a masticarlas.
—Allí, en la zona más vieja hemos descubierto algo —les explicó—. No estamos seguros, pero necesito ayuda para retirar la losa.
Los dos hombres le acompañaron en silencio cuidando de no tropezar con las piedras esparcidas a trechos irregulares por el suelo.
Cuando alcanzaron la zona, Samuel estaba comparando por enésima vez el texto que habían impreso con la inscripción de la lápida. Comprobaba cada signo varias veces temiendo haberse equivocado.
—Está muy erosionada —observó Martin cuando llegó a la tumba.
Los cuatro hombres se arremolinaron en torno a ella observándola en silencio. Apenas conservaba la forma rectangular que tuvo cuando fue tallada y había perdido toda la parte inferior, parecía cortada o rota. El professor supuso que la habrían aprovechado para cubrir otro sepulcro. Pero, fragmentada y todo, constituía una mole de piedra de casi dos metros de largo por algo más de medio metro de ancho, con unos veinte centímetros de grosor. Abdul no quería ni calcular su peso. Sabía que les tocaría moverla a su primo y a él, y se adelantó antes de recibir las órdenes de su jefe.
—Jamal —dijo rompiendo el silencio—, colócate a ese lado.
Él se situó enfrente dejando entre ambos una de las esquinas de la lápida. Había pensado que lo mejor sería levantar uno de sus ángulos de piedra y luego arrastrarlo. Le dio el pico a su primo y él utilizó la pala. Usaron las herramientas como palancas, disponiéndolas bajo la piedra y ejerciendo presión hacia abajo con los mástiles.
Jamal consiguió introducir el pico entre la roca y la tierra, pero Abdul lo tenía más difícil con la pala. Necesitaba unos centímetros de separación para poder encajarla.
—Empuja fuerte —le dijo a su primo.
Ahora le tocaría levantar todo el peso a él solo.
El otro volcó su cuerpo sobre la empuñadura del pico y consiguió elevar la piedra unos milímetros. Abdul aprovechó el momento y encajó la pala dando gracias de que fuera un modelo plano y no uno curvo. La idea inicial presuponía que tenían que girar la losa sobre su base y ya podrían contemplar su interior. Pero esa idea inicial no era válida, la lápida no se apoyaba sobre un nicho de piedra como otras, estaba encajada en el suelo.
El de la chilaba blanca echó un vistazo a su alrededor y comprobó que casi todos los sepulcros de esa zona estaban en las mismas condiciones: además de irreconocibles, empotrados en la tierra.
—¿Y ahora? —preguntó su primo.
—Podemos recoger losas pequeñas y ponerlas debajo a medida que levantáis la piedra —sugirió el director.
¿Había observado Martin el grosor de las más estrechas? Tendrían diez centímetros. ¿Cómo creía que iban a conseguir levantar la lápida del suelo esa distancia?, pensó Abdul.
Si las circunstancias hubieran sido otras, se habría reído a grandes carcajadas, pero estaba empujando todo su peso contra el mástil de la pala y no le quedaban fuerzas ni para respirar. Cuando ya no pudo más, la soltó. A los tres segundos, su primo le imitó.
—Reconozco que sería imposible mover las losas que dice Martin, pero —Samuel extendió el brazo por delante de él señalando las que había a su alrededor— ¿qué os parece si utilizamos esas otras? —Les indicó unas piedras pequeñas—. Rebuscando podríamos encontrar algunas de dos o tres kilos. Eligiendo las más planas conseguiríamos poner en práctica su sugerencia.
—Intentémoslo —dijo Abdul secundando su idea.
Él y su primo se separaron y comenzaron la búsqueda. Martin prefirió ascender la colina y hasta el professor se dignó colaborar. Apoyó su bastón contra una lápida lateral, algo más elevada que la que estaban intentando mover, y comenzó a mirar a su alrededor.
Al cabo de media hora habían acumulado en torno al supuesto sepulcro de Ben Rabbah una cantidad suficiente de pequeñas piedras casi todas planas. Jamal cogió el pico de nuevo y lo introdujo bajo la losa. Cuando estuvo preparado tomó todo el aire que cabía en sus pulmones y se echó hacia delante. Abdul volvió a colocar la pala y, en un acto que pareció casi milagroso, Martin puso la primera piedra entre el suelo y la lápida.
Los dos primos podían respirar de nuevo, ahora el peso entero de la losa descansaba sobre una piedra de dos kilos. Samuel enfocó el haz de luz de la linterna por el hueco que habían abierto, pero era demasiado estrecho todavía para poder ver algo. Sin embargo, les invadió un olor desagradable que procedía del interior.
—Otro intento —les dijo el director, que ya tenía una nueva piedra en la mano.
Al cabo de seis, o quizá siete, de esos intentos habían conseguido levantar la lápida casi treinta centímetros. Ahora Samuel podía introducir el brazo con la linterna y alumbrar lo que fuera que había allí abajo, pero el hueco resultaba insuficiente todavía para que un hombre pudiera deslizarse en su interior.
Abdul calculó que, si entre su primo, Martin y él levantaban la losa por uno de sus lados más estrechos, podrían alzarla lo suficiente para que Samuel encajara, entre ella y el suelo, la pala y el pico en posición vertical. Sería apoyo más que suficiente para que les diera tiempo a cambiar la posición de sus manos y empujar la lápida hacia arriba hasta volcarla.
A los demás les pareció una buena solución y decidieron ponerla en práctica. Cuando el professor estuvo preparado contaron hasta tres y levantaron la piedra. Al alcanzar la distancia necesaria, Samuel encajó el pico, pero la pala tenía el mástil más alto.
—Aguantad —les dijo mientras intentaba ajustar la herramienta un poco inclinada—. ¡Ya está! —exclamó al conseguirlo.
Uno a uno fueron cambiando la posición de sus manos mientras los instrumentos soportaban bien la presión.
—Preparados —les indicó Abdul—. ¡Ahora!
Empujaron la losa hacia arriba, al principio con dificultad, pero, a medida que la separaban del suelo, su peso iba siendo menor hasta que consiguieron levantarla del todo. Tomaron aire de nuevo y la empujaron hacia atrás. La lápida cayó sobre la que tenía a su espalda emitiendo un fuerte sonido que debió de oírse en todo el monte de los Olivos. Aun así, el guarda no pudo escucharlo, esa noche había cobrado para quedarse ciego y sordo.
Antes de poder comprobar la corazonada de Victor y adentrarse en la piscina ritual que quedaba en territorio ortodoxo, tenían que forzar un candado y abrir unas puertas enrejadas con aspecto de chirriar demasiado. Pero el joven no se amilanó, ya eran ilegales, acababan de saltar el muro de un precioso jardín privado cuya propiedad pertenecía a un monasterio griego y no les iba a acobardar el hecho de hacer lo mismo con la pequeña edificación protectora que habían construido alrededor del baño comunal.
Se asomó a la parte superior del gran portalón de entrada y pudo ver las escaleras de piedra. Le pareció que el fondo contenía agua, pero estaba demasiado oscuro para poder asegurarlo. Habían apagado las linternas para no ser descubiertos y la luz de la luna no alcanzaba a iluminar el interior de todo el edificio.
Victor extrajo con decisión su navaja multiusos, que tan bien le había servido en el pasado, y seleccionó la ganzúa de entre sus múltiples aplicaciones.
Al verle, Said le avisó.
—Los griegos están durmiendo ahí al lado —fue solo un susurro.
El edificio del monasterio asomaba su última planta por encima de las copas de los árboles como una mole amenazante repleta de monjes y seminaristas que dormían con placidez.
—No tengo la más mínima intención de despertarlos —le contestó Victor en un tono apenas audible.
Manejó con soltura la ganzúa y en pocos minutos había abierto el candado sin forzarlo. Su amigo le ayudó para que los eslabones de la cadena no sonaran al chocar entre sí y la depositaron con cuidado en el suelo. Todavía quedaba la cerradura. Mientras el investigador la manipulaba, Said escrutó la figura del monasterio en busca de alguna luz encendida, o de algún sonido que les indicara que debían extremar las precauciones. Pero todo estaba en calma, supuso que los monjes se acostaban muy pronto porque debían de levantarse demasiado temprano para realizar sus primeras oraciones del día, aunque no tenía ni idea de a qué hora podía ser eso.
—Ya está —le comunicó Victor cuando finalizó su trabajo.
Su amigo se apresuró a acercarse a él para ayudarle con las puertas.
—Me temo que chirriarán. —Said no se había equivocado.
En cuanto bajaron el picaporte e intentaron abrirla, rechinó provocando un ruido de mil demonios que habría despertado incluso al monje más sordo.
—De golpe —propuso Victor.
—¿De golpe? Nos van a oír.
El otro asintió.
—Un único chirrido grande podría despertarlos, pero si no oyen ningún otro sonido, volverán a dormirse.
Said estuvo de acuerdo con su lógica y esperaba que no se equivocara, no tenía muchas ganas de salir huyendo a la carrera delante de un grupo de monjes enfurecidos.
—A la de tres —le avisó—. Una, dos y ¡tres!
Empujaron la puerta medio metro de una sola vez. El sonido se expandió por la colina y algunos perros ladraron molestos, pero sonaban lejanos. En el monasterio no se encendió ninguna lámpara, signo inequívoco de que la aventura habría terminado. Cuando todo quedó en silencio de nuevo entraron en el baño comunal.
Se trataba de una sala espaciosa y amplia. Al igual que el resto de los grandes baños rituales, constaba de una fila de escalones que descendían hasta un pozo cubierto de agua que, en esta ocasión, estaba lleno. La piscina era de uso común y sus dimensiones, superiores a las familiares; contaba con dos escaleras, una de subida y otra de bajada separadas por un repecho de piedra para diferenciar a los que ascendían, ya purificados por el agua, de los que descendían todavía impuros.
Los arqueólogos la habían restaurado y algunas paredes y el techo mostraban un enyesado nuevo y reluciente; sin embargo, la zona que correspondía a los escalones y al pozo eran las originales, la piedra estaba erosionada y mostraba grandes manchas de humedad. El moho se había asentado en ella y cubría las superficies cercanas al agua.
Los dos hombres se dividieron la piscina, encendieron sus linternas, y cada uno comenzó a examinar su tramo de escaleras.
El trabajo fue lento y meticuloso. Revisaban las piedras una a una y escudriñaban entre sus recovecos a la caza de algo que pudieran haber pasado por alto los arqueólogos. En un par de ocasiones, Said estuvo a punto de avisar a su amigo, creía haber visto unas marcas muy difuminadas en la piedra, pero en ambas ocasiones fueron solo sombras producidas por la deficiente luminosidad de la linterna.
El avance del investigador era más rápido que el de su amigo y ya había alcanzado el nivel del agua. Se descalzó y se recogió los pantalones hasta la rodilla para introducirse en el líquido sofocando una exclamación de sorpresa, estaba helada. Cuando se aclimató al frío comenzó a observar la línea blanca que separaba la roca seca de la mojada, raspó un poco, pero no encontró nada relevante.
Los escalones continuaban descendiendo bajo el agua y Victor no quería dejar nada al azar, así que volvió a un lugar seco y se deshizo de la cazadora y de la camisa.
—¿Te vas a bañar? —le preguntó su amigo en voz baja con una mirada de extrañeza—. Estará fría.
El investigador le mostró una sonrisa de compromiso y le señaló sus piernas mojadas. De hecho, estaba congelada.
—Quiero comprobar el fondo.
—¿Crees que vas a encontrar las tres repisas ahí? —le contestó señalando la zona más profunda de la piscina.
Pero el joven se había detenido con el pantalón medio desabrochado y observaba el muro de piedra que quedaba a espaldas de su amigo. Al verle inmóvil, Said se extrañó y enfocó su rostro con la linterna.
—¡Esa luz! —se quejó sacudiendo el brazo delante de él como si al hacerlo pudiera apartarla.
—¿Qué miras? —le susurró el anticuario.
Victor ya había saltado sobre el muro que separaba las dos escaleras y estaba a su lado.
—Eso. —Tocó con la mano una franja de la pared.
Se necesitaba la suficiente perspectiva para poder apreciarlo, a la distancia que se encontraba su amigo hubiera sido imposible detectarlo, pero cuando el joven lo señaló se hizo evidente.
—Es distinta —murmuró Said.
Parecía una especie de cenefa inserta entre dos losas de la pared y Victor repitió lo que le había visto hacer al doctor Ben Shimon tantas veces. Cerró los ojos y comenzó a acariciar la roca para grabar su tacto en el cerebro. Después posó su mano un palmo más arriba y recorrió con ella una línea paralela a la inferior, con paciencia, hasta que sus dedos tuvieron de nuevo la misma sensación áspera y rugosa. La piedra que la rodeaba era más suave, estaba más desgastada por el roce. Pero donde tenía la mano no había desgaste y fue una deducción larga y lenta. No podía creer en las conclusiones, pero tuvo que aceptar la evidencia.
—Tenemos sesenta y cinco lingotes de oro —le susurró a Said.
—¿Dónde? —fue la pregunta inmediata.
El joven sonrió y tomó su mano para que pudiera sentir la diferencia entre la rugosidad de una zona y la suavidad de la otra.
—Aquí —le dijo colocando sus dedos en una de las franjas ásperas— y también aquí. ¿Sientes las losas superiores e inferiores más suaves? —Su amigo afirmó con la cabeza—. Creo que en estos dos sitios había un par de salientes y los cortaron para alisar toda la pared. Podrían ser las repisas que buscamos. Si hubiera estado lisa desde siempre, toda la superficie tendría el mismo tacto. —Miró al anticuario para ver si le había comprendido y, cuando estuvo seguro, pronunció en voz alta su conclusión—. Los lingotes están ahí detrás.
A Said comenzaron a temblarle las piernas, no podía creer que hubieran encontrado uno de los tesoros. Metió los dedos entre las juntas de las baldosas e intentó tirar de ellas, pero no se movieron ni un centímetro.
—Espera, el texto dice que están en la tercera repisa. Si contamos de abajo hacia arriba debe de ser aquí. —Acarició una parte de la piedra hasta que percibió de nuevo la rugosidad. Volvió a usar su navaja para retirar los restos de material acumulado entre las piedras y delimitó toda la zona que debía extraer. Cuando finalizó, insertó la punta en las juntas y logró hacer palanca. Poco a poco la losa comenzaba a ceder hasta que se desprendió y pudo extraerla. Era más profunda de lo que había supuesto. Said le ayudó a retirarla y entre los dos la depositaron en el suelo. Sin poder esperar, Victor introdujo la mano en el hueco, tenía los nervios a flor de piel.
La primera sensación que tuvo fue de humedad, el agua de la piscina se había filtrado entre la roca. La segunda casi le hizo saltar de alegría, el fondo de la abertura se ensanchaba formando un hueco más grande que se ampliaba hacia todos los lados.
—Hay un agujero enorme aquí dentro —le indicó a Said, que se movía de un lado a otro presa de un gran nerviosismo.
El joven introdujo el brazo entero y tanteó el lugar. Pasó la mano por las paredes del nicho y también palpó su techo. Al llegar a su base sintió una textura diferente, como si la piedra se hubiera reblandecido. Recogió una porción de la masa inconsistente y sacó el brazo para poder verlo.
—¿Qué es esto? —le preguntó a Said con cara de asco.
El otro enfocó la linterna hacia sus dedos.
—Parece cuero podrido. Huele que apesta.
Victor volvió a introducir su brazo en el hueco y recorrió de nuevo el interior. Tomó otro puñado de la sustancia blanda y se la mostró a su amigo.
—No hay nada más —le dijo casi al borde de la frustración.
—Tiene que haberlo. Eso es cuero —afirmó Said—. Con el cuero se protegen los lingotes de oro.
Había seguridad en sus palabras. Si hay cuero, hay oro, como si el cuero no tuviera otro fin que envolver tesoros. Apartó a Victor e introdujo su propio brazo para extraer uno de los lingotes, pero cuando lo extrajo tenía enredada entre los dedos una masa viscosa. La sacudió en el aire para desprenderla y el movimiento le hizo perder el equilibrio. Se escurrió y patinó sobre la capa de musgo resbaladizo que tenía bajo los pies. Para evitar la caída agarró el brazo de su amigo y tiró de él, pero Victor era menos pesado y no pudo sujetarle. Ambos describieron un arco corto y cayeron al agua.
—¡No sé nadar! —gritó Said entre ahogos chapoteando en la piscina—. ¡Me ahogo! ¡No sé nadar!
Victor se había puesto en pie, el líquido le llegaba un poco más arriba de la cintura y no podía parar de reír. Tiró de uno de sus brazos hacia arriba hasta que el hombre hizo pie y comenzó a reírse con su amigo del miedo que había pasado.
Unos perros lejanos ladraron quejosos ante tanto alboroto nocturno. En el monasterio se encendieron algunas lámparas y un monje se asomó por una ventana.
—¡Hay luz en la piscina! —gritó—. ¡Han entrado ladrones!
Los dos amigos pudieron oír sus gritos de auxilio y se temieron lo peor. Salieron del agua, todavía entre risas, y ascendieron los escalones a gatas para evitar resbalar de nuevo. El investigador no tuvo tiempo ni de ponerse los zapatos. Atravesaron la puerta y corrieron campo a través todo lo de prisa que pudieron. Victor sujetaba su pantalón medio desabrochado y Said se recogía la chilaba empapada a la altura de los muslos. Los seguían media docena de monjes barbudos muy enfadados.
Bajo la lápida se abría una cavidad del tamaño de una cama individual con una profundidad de un par de metros. Samuel dirigió la linterna hacia el hueco y todos los ojos se fijaron en las únicas piezas que contenía la tumba: dos osarios.
Se trataba de dos cajas de piedra arenisca, con sus tapas y los laterales finamente esculpidos con motivos del Antiguo Testamento. Las usaban los judíos de la antigüedad para guardar los huesos de sus muertos una vez que habían perdido toda la materia orgánica. Por eso le resultó extraño a Samuel el olor a putrefacción que continuaba desprendiendo el sepulcro.
—¿Qué edad pueden tener? —le preguntó Martin.
El professor desconocía cuándo habían dejado de usarse ese tipo de urnas y ni siquiera podía datarlas basándose en sus grabados. No le parecían muy antiguas aunque se habían librado de la erosión al estar protegidas por la lápida. Intentó ofrecer una fecha, pero sería totalmente arbitraria.
—No lo sé —capituló al final.
—Da igual —le restó importancia el director, que estaba deseando conocer su contenido—. Jamal, baja y alcánzanos los osarios.
Cuando los tuvieron arriba no se demoraron ni un segundo en abrir las tapas. Estaban repletos de huesos casi hasta el borde. Mientras Samuel se dedicaba a extraer los de una urna examinándolos con cuidado, Abdul, encargado de la otra, volcó la caja sobre la tierra.
—Solo hay huesos —exclamó.
—Comprueba si tienen alguna marca —le ordenó su jefe, porque era lo que estaba viendo hacer al professor.
Su primo Jamal le ayudó en la tarea, pero estaban limpios y pelados, sin marcas ni signos de ninguna clase. Cuando finalizaron su tarea se volvieron hacia Martin esperando nuevas órdenes. A su vez, el director se dirigió a Sinclair.
—Cavad —susurró enfurecido—. En el suelo hay algo, ¿acaso no notáis el olor?
Los dos primos se metieron en la sepultura y comenzaron a picar echando la tierra sobre sus cabezas hacia el exterior.
—Tengo la certeza de que los osarios no llevaban mucho tiempo en el sepulcro. —Martin escuchó a Samuel—. Están bastante limpios, aunque parecen antiguos. —No podía pedir su ayuda porque él, de urnas funerarias judías, sabía menos todavía—. Es posible que los hayan depositado en la tumba hace unos meses o que ya estuvieran en ella, pero lo que es seguro es que los han retirado para enterrar algo debajo.
Tras cavar unos veinte minutos, Jamal golpeó su pala contra un objeto blando que despidió un horrible hedor.
—Aquí hay algo —avisó a los de arriba.
Los dos hombres se acercaron al borde de la sepultura y los asaltó una pestilencia que los obligó a tapar sus fosas nasales con la mano.
—¿Sabéis qué es? —les preguntó Martin.
Jamal había retirado la tierra de alrededor a pesar de las arcadas y fue el primero en verlo.
—Es un cadáver vestido con un traje de calle, negro —detalló—. ¿Continúo cavando?
Samuel negó con la cabeza y se retiró hacia atrás, el olor era insoportable.
—Salid de ahí —les ordenó Martin con una mano tapando su nariz—. Y recoged las herramientas, nos vamos.
Habían permanecido en el cementerio unas cuantas horas y el cambio de turno no tardaría en producirse; el siguiente guarda no estaría ni sordo ni ciego. Era mejor desaparecer aunque lo hicieran con las manos vacías.
Victor sonreía de camino al hotel en el que se alojaba Andrea. Ya se había olvidado de la carrera que había protagonizado junto a su amigo y balanceaba en su mano derecha una botella de buen vino francés. «Recuerdo de un cliente agradecido. Y como yo no bebo, puedes llevártela —le había dicho Said entre risas—. Espero que os guste», añadió el hombre antes de entregarle unas llaves de su vivienda y desearle una noche agradable.
La sonrisa del joven se amplió cuando la orientalista le abrió la puerta de su habitación y le invitó a pasar. Sus planes iniciales de degustar el vino en un par de vasos de plástico del baño del hotel y de charlar sobre la investigación no se cumplieron. O, al menos, no en ese orden.
Ella le tomó por el cuello de la cazadora y le atrajo hacia sí sin parar de besarle. Ni siquiera reparó en que la cama estaba repleta de papeles y dosieres cuando se reclinó en ella. Victor los apartó con un par de manotazos y se recostó a su lado. Recorría con los dedos la línea de su cuello descendiendo con delicadeza hacia el escote. Disfrutaba acariciando su piel suave y cálida. Aunque se demoró en la depresión de su ombligo, después continuó su camino sin dejar de sentir cada centímetro de su cuerpo.
La noche fue larga y los primeros rayos de sol los sorprendieron abrazados entre las sábanas revueltas, despiertos y sin sueño.