IV
EN LA GRUTA DEL BAUTISTA
El doctor Ben Shimon había pasado una mala noche, más que dormir había recorrido la cama de una punta a otra sin parar. Todavía estaba asustado por la persecución del día anterior y su pulso aún temblaba cuando introdujo la llave en el contacto para poner en marcha el motor de su vehículo.
Se había citado con Victor a primera hora de la mañana para visitar la Gruta del Bautista. Aunque había oído que unos arqueólogos la habían descubierto recientemente, no dio mayor importancia al hecho, ya que en Tierra Santa aparecían casi todos los días hallazgos relacionados con algún personaje bíblico que a la postre resultaban ser falsos.
Dejó atrás el aparcamiento de Yemin Moshe con cierto nerviosismo y condujo cauto hacia Jerusalén. Había pensado en vender su automóvil varias veces en el último año, pero nunca se había decidido. Desde la muerte de su esposa apenas si lo utilizaba, ya no iba a merendar al campo ni hacía excursiones los fines de semana. Sin embargo, siempre encontraba una excusa para posponer su venta. Esta mañana se alegraba de no haberlo hecho, era más rápido conducir hacia Jerusalén tu propio vehículo que avisar al servicio de taxis. La circulación en la ciudad era un tanto caótica y no sabría cuánto habría tardado el taxista en llegar hasta alguno de los aparcamientos de Yemin Moshe o el tiempo que él habría estado esperándole.
Supuso que el itinerario más acertado sería conducir rodeando la muralla del Viejo Jerusalén y entrar al barrio musulmán por la Puerta de Damasco. Podría dejar el coche en el parquin que había justo enfrente y caminar hasta la tienda de Said. Era un recorrido corto y esperaba que la carretera no estuviese atascada. Miró su reloj, vio que eran casi las nueve de la mañana y pensó que llegaría con el tiempo justo a su cita con Victor y con el anticuario. Aunque decidió acelerar un poco el vehículo, no cambió de marcha, con lo que solo consiguió forzar el cuentarrevoluciones.
Ya había atravesado el cruce de Kikkar Zahal y había dejado atrás la Puerta Nueva cuando echó un vistazo al retrovisor en un gesto automático y le vio. Se encontraba demasiado cerca para haberse equivocado; aun así miró de nuevo con más detenimiento para cerciorarse de que era Abdul, con la cara desfigurada y amoratada, pero se trataba de él. El anciano se demoró en su segundo vistazo por el retrovisor y comprobó que tenía toda la parte izquierda hinchada hasta el punto de que debía de resultarle imposible abrir el ojo de ese lado.
Su distracción hizo que comenzara a invadir el carril contrario hasta que un vehículo que circulaba en dirección opuesta le avisó a tiempo con el claxon. El doctor dio un volantazo rápido y recuperó su posición en la carretera. El corazón inició un galope violento en su pecho. Sujetó el volante con las dos manos y cambió a una marcha superior aun sabiendo que en apenas unos metros tendría que desviarse hacia la izquierda para entrar en el parquin que quedaba justo frente a la Puerta de Damasco. Lo más sensato habría sido reducir la velocidad, pero desconocía las intenciones de su perseguidor y sentía cómo el miedo iniciaba el ascenso hacia su garganta.
Unos segundos después indicó con el intermitente su intención de girar. Deseaba no haberlo hecho y haber sorprendido a Abdul, quizá de ese modo habría logrado librarse de él, pero en dirección contraria se aproximaba otro vehículo y a ese sí deseaba avisarle porque su propósito era pasar por delante de él aun cuando la distancia que los separaba lo desaconsejara. Se llevaría una larga pitada y quizá el otro conductor tuviera que levantar el pie del acelerador y hasta frenar, no obstante, merecía la pena. Si él lograba pasar, a Abdul no le daría tiempo y ganaría unos segundos preciosos, los suficientes para alcanzar el aparcamiento y avisar a alguno de los guardias de seguridad.
Pero el árabe era rápido, tan rápido que cuando el anciano encendió el intermitente se adelantó hasta colocarse a su altura para evitar que realizase el giro. Aunque parecía que su objetivo era rebasarlo, en realidad solo pretendía echarlo de la carretera.
Cuando el anciano volvió a mirar por el retrovisor, comprobó que Abdul había desaparecido. Aquello, en lugar de relajarle, le intranquilizó aún más porque un segundo después, cuando traspasó su ángulo muerto, lo encontró a su izquierda. Bastó una simple mirada del joven para que el doctor diera un volantazo a la derecha que a punto estuvo de arrojarlo de la calzada. Consiguió recuperar el control del vehículo, pero no el suyo propio. Sudaba copiosamente y respiraba con dificultad hasta el punto de que cada inspiración constituía un verdadero sacrificio. El corazón parecía no caberle en el pecho, saltaba enfurecido y sentía que comenzaba a perder la visión.
Abdul había vuelto a posicionarse tras el doctor Ben Shimon y aceleró el vehículo hasta quedar a pocos centímetros de él. Ya no tenía intención de apartarle de la carretera ni de provocar un accidente que pudiera implicarle. Había visto su rostro pálido y sudoroso y sabía que era cuestión de un pequeño susto y de algo más de tiempo. Un par de minutos, quizá cinco. Él no haría gran cosa, solo ayudar al destino. Con un leve empujoncito bastaría. Presionó con delicadeza el acelerador y apenas rozó el parachoques de Isaac, pero el anciano dio un respingo y salió disparado hacia delante en un acto instintivo. Ya no sujetaba el volante con las dos manos, con una de ellas se apretaba el corazón.
El trabajo estaba hecho, casi. Abdul dejó que la distancia aumentara entre los dos vehículos y vio cómo el anciano entraba en la rotonda que había frente a la Puerta de Damasco a más de cien por hora. El doctor Ben Shimon todavía fue capaz de sortear un vehículo que le cerraba el paso, pero ya apenas si veía cuando rozó la trasera de un furgón de mercancías. Su automóvil patinó sobre la calzada y no pudo evitar empotrarse contra el tronco de una de las colosales palmeras que adornaban la rotonda.
El joven condujo hasta él y detuvo su vehículo en la misma plaza de la Puerta de Damasco. Corrió hacia el anciano antes de que los curiosos comenzaran a arremolinarse a su alrededor y comprobó si el trabajo estaba hecho o si aún tenía que finalizarlo.
Al abrir la puerta, el doctor Ben Shimon cayó hacia él empujado por el airbag, tenía la boca y los ojos abiertos, su mano derecha se cerraba con fuerza sobre su corazón. Abdul no se molestó en tomarle el pulso; mientras le sujetaba utilizó su brazo libre para buscar el amuleto en su chaqueta y en el bolsillo de su camisa. Incluso tanteó los pantalones, pero no lo encontró. Se incorporó y depositó al anciano en el asiento del vehículo para poder registrar una bolsa de cuero que tenía al lado. Revolvió todo su contenido y tiró algunos objetos al suelo; sin embargo, el amuleto no estaba allí. Entonces se fijó en la guantera y su ojo bueno se iluminó. La abrió y dejó que cayeran algunos papeles. Nada.
Para entonces ya estaban rodeados de curiosos que se acercaban cada vez más al vehículo. Abdul miró hacia las murallas de Jerusalén contemplando la majestuosidad de la más grande y elaborada de sus ocho puertas, la de Damasco, pensando si tendría que salir corriendo de allí o si se le ocurriría alguna otra forma de quedar impune de aquel asunto.
El hotel en el que se alojaba Andrea era pequeño y con encanto, pero el bufet de su cafetería no ofrecía el nivel adecuado para el sibaritismo de Samuel, que había aceptado reservar las habitaciones en él solo para pasar desapercibido. El professor se habría decantado por la magnificencia y el lujo del Rey David, quizá el más renombrado y vistoso de todo el casco antiguo. Sin poder contener sus ganas de visitarlo, aquel día había invitado a la mujer a desayunar en él.
Andrea dio el último sorbo a su café y depositó la taza sobre el platillo con suavidad. Al levantar la cabeza se encontró con la pregunta de Sinclair.
—¿Vas a continuar con la búsqueda del amuleto?
Sabía que ella estaba atrapada en ese punto de su estudio y, aunque no era necesario que lo encontrara, prefería tenerla ocupada con algún asunto importante para que les dejara el campo libre a él y a Martin. Por eso decidió animarla.
—Continúa con la investigación, tú eres la única capaz de conseguirlo. —Era una forma como otra cualquiera de elogiarla para mantenerla alejada de ellos el resto de la mañana—. Podrías ponernos al día esta tarde y, mientras, Martin y yo solucionamos los problemillas burocráticos.
No existía ningún problema burocrático, pero le habían hecho creer que era necesario acercarse hasta las oficinas de la Autoridad de Antigüedades de Israel para cumplimentar el papeleo del cuenco mandeo que poseían y evitar cualquier posible percance posterior cuando pretendieran regresar con él a Inglaterra. Cabía la posibilidad de que supusieran que era una pieza nacional que intentaban robar.
Ella no se opuso con ningún argumento, pero otra de las preguntas sin contestar que guardaba en su interior era ¿para qué había decidido traer el cuenco a Jerusalén?
—Si tienes suerte —prosiguió Sinclair—, quizá encuentres alguna referencia sobre el amuleto y dónde podríamos buscarlo.
Samuel continuaba insistiendo en su línea.
—Bien —aceptó ella—, haré lo que pueda. Espero daros buenas noticias cuando volváis.
«¡Buena chica!», pensó el catedrático.
En ese momento divisaron a Martin acercándose con pasos tranquilos hasta la mesa en donde estaban sentados. Saludó con una inclinación de cabeza a la mujer y se giró hacia el professor.
—¿Nos vamos?
—Cuando quieras —le respondió, y dirigiéndose a Andrea, le preguntó—: ¿Nos necesitarás? —Se trataba de una simple cortesía por su parte.
Ella sacudió la cabeza en un gesto negativo y los vio alejarse hacia la salida. Pidió otro café, ahora que se encontraba sola necesitaba aclarar las dudas que rondaban su cabeza desde el día anterior.
Estaba a punto de dejar caer al anciano sobre el asfalto y volver hacia su automóvil cuando escuchó la inconfundible sirena de un vehículo policial. Miró hacia un lado y hacia otro y observó que los curiosos ya habían formado un círculo muy cerrado a su alrededor. Aunque saliera corriendo ahora y consiguiera que los agentes no le viesen, siempre podría reconocerle algún testigo y, al fin y al cabo, él solo había acudido a socorrer a un accidentado. O al menos eso es lo que parecía hasta el momento.
Abdul comenzó a agitar con fuerza un brazo y a gritar.
—¡Un médico!, ¡por favor, un médico! —Todos le miraban impasibles y cambió su súplica—. ¡Llamen a una ambulancia! ¡Una ambulancia!
La policía se abrió paso a empujones entre la multitud que se había congregado en torno al accidente hasta que alcanzó la rotonda. Eran dos agentes jóvenes con el uniforme impecable, dos judíos rubios que tomaron conciencia de la situación de forma inmediata.
Uno de ellos telefoneó al servicio de ambulancias y el otro corrió hacia el anciano. Abdul dejó que el doctor Ben Shimon resbalara en los brazos del policía y le ayudó a recostarlo sobre el suelo, después se alejó un par de pasos mientras el otro intentaba reanimarle.
El director de los Cristianos de San Juan había aparcado el vehículo de la asociación casi a las mismas puertas del hotel Rey David para que Samuel no tuviera que arrastrar su cojera más de veinte metros. Aunque el bastón de ébano con la empuñadura de plata le confería una apariencia muy elegante, no dejaba de poseer una minusvalía.
El professor había tomado asiento en el lado del copiloto y sostenía en su regazo una bolsa de cuero grueso y flexible de forma redondeada. Sus palmas la sujetaban con delicadeza, en su interior se mecía el cuenco mandeo que había traído desde Inglaterra. Esa mañana lo llevarían al sitio del que salió: la Gruta de Juan el Bautista.
—¿Has tenido noticias de Jamal? —preguntó a Martin.
—Acabo de hablar con él. Dice que los mandeos andan con los preparativos, que los ve alterados.
—No me había equivocado, hoy era el día.
Había calculado, con un margen de error mínimo, la fecha en que los mandeos acudirían a la Gruta del Bautista para llevar a cabo su ritual, pero ante la posible eventualidad de que sus cuentas no fueran correctas, contaba con la permanente vigilancia de uno de los sicarios del director.
Como queriendo confirmar lo que ya sabían, Jamal volvió a llamar a su jefe.
—¿Señor Crown? —Recibió a través del móvil una especie de gruñido como confirmación—. Ya salen.
—¿Van cargados? —le preguntó el director.
—Hasta los dientes. Llevan un par de bolsas y el más viejo de los tres porta una más pequeña.
«Son los cuencos», pensó Martin.
—Bien, ahora no los pierdas de vista. Síguelos a una distancia prudencial. Lo más probable es que intenten salir de la ciudad por el este o por el norte.
En el fondo le daba igual si el inútil de Jamal los perdía, conocían su destino.
—Nos vemos en la Gruta del Bautista —añadió— y procura que no te vean.
La última orden sí era realmente importante, si se sentían vigilados era probable que cambiaran de opinión y pospusieran su celebración religiosa. Y a eso no podían arriesgarse.
—No me verán, jefe —le aseguró el otro.
Martin colgó el móvil y lo dejó sobre la guantera. Tras acomodarse en el asiento miró a Sinclair.
—Confirmado —le dijo—. Los mandeos se dirigen a la gruta. El professor sonrió y acarició su barba perfectamente recortada. —Entonces acelera, tenemos que ser los primeros en llegar.
—Sube, iremos a buscarle —le estaba diciendo Said a Victor mientras abría la puerta de Seis Burras—. Después del par de sustos que os llevasteis ayer, lo más probable es que se haya quedado dormido sobre sus papeles.
Ni siquiera el anticuario creía en sus propias palabras, pero hubiera sido mucho peor manifestar en voz alta el temor que le rondaba la cabeza. Aunque no conocía muy bien al doctor Ben Shimon, no creía que fuera un hombre de los que se retrasan al acudir a una cita, ni de los que no descuelgan el móvil y Victor le había llamado un par de veces ya. Además, el hombre llevaba más de media hora de retraso.
Said ya había puesto en marcha la vieja furgoneta y en poco más de dos minutos ascendía por la Vía Dolorosa para dejar el casco antiguo por la Puerta de los Leones, al este de la ciudad.
Giró a la izquierda, hacia el museo Rockefeller, con la intención de bordear parte de la muralla para llegar al barrio del doctor Ben Shimon. Acababa de dejar atrás la Puerta de Herodes cuando la velocidad de la circulación se redujo considerablemente. Los vehículos continuaban circulando, pero muy despacio, demasiado despacio incluso para aquellas horas de la mañana.
—Algún furgón que ha volcado —pronosticó Said.
Se incorporó a medias sobre el volante aprovechando la diferencia de altura de Seis Burras con respecto al resto de los automóviles para ver qué había producido el atasco. Logró divisar, a lo lejos, una ambulancia y un par de vehículos policiales.
—Lo dicho, un accidente —aseguró.
A medida que el tráfico avanzaba se fueron aproximando a la pequeña glorieta que se encontraba frente a la Puerta de Damasco, atestada de curiosos y de turistas. Victor sostenía su móvil en las manos y no sabía si volver a llamar al doctor o esperar. Estaba intentando tomar una decisión cuando los acontecimientos lo hicieron por él.
Un automóvil rojo estaba empotrado contra la palmera más gruesa de la rotonda, su parte frontal se había arqueado como un acordeón y todavía podían ver el leve hilillo de vapor de agua que ascendía del radiador destrozado.
Said asomó su cabeza por la ventanilla, aprovechando que la circulación había vuelto a detenerse, para intentar ver qué había sucedido. Entre él y el accidente solo había un guardia controlando el tráfico e indicándole que avanzara. Se quedó sin palabras. Los enfermeros acababan de extender una sábana blanca sobre el cuerpo del doctor Ben Shimon.
—¿Es...? —comenzó a preguntar Victor, que desde su posición tenía la visión restringida.
El anticuario no le respondió de inmediato, estaba pendiente de ver hasta dónde alzaban la sábana los enfermeros. Si se quedaba en el cuello la cosa estaría bien dentro de la posible gravedad, pero si sobrepasaba su cabeza...
Su amigo también vio cómo actuaban los servicios de emergencia y comenzó a alterarse.
—¿Es...? —repitió sin atreverse a finalizar su pregunta.
Al mismo tiempo empujó a Said hacia atrás en el asiento para que le dejara libre todo el campo de visión.
—Sí. —Fue un sí susurrado, tembloroso, cargado de premonición.
Y entonces, los sanitarios cubrieron el rostro del accidentado hasta taparle por completo.
Cuando Said volvió a girar la cabeza para contemplar la escena, lo que divisó le dejó pegado al asiento. Parpadeó un par de veces deseando haberse confundido, pero su retina le ofrecía la misma imagen por mucho que cerrase los ojos y volviese a abrirlos.
—Abdul...
El árabe, con la parte izquierda de la mejilla amoratada y el ojo inservible oculto por la hinchazón, charlaba con uno de los agentes. Gesticulaba señalando el cadáver del doctor Ben Shimon y sus gestos daban a entender que le había socorrido; en la distancia eran demasiado teatrales, casi forzados. Pero el joven policía no parecía poner en duda su versión, incluso le había palmeado la espalda en un intento de darle ánimos y un judío no suele palmear la espalda de un palestino.
Fue en ese momento cuando Victor le vio y señaló en su dirección con el brazo extendido. Su dedo asomaba por la ventanilla del anticuario.
—¡Es él! —exclamó—. El que pretendió sacarnos ayer de la carretera.
Al mismo tiempo que finalizaba la frase hizo ademán de bajarse del vehículo, pero Said se lo impidió.
—Nos vamos —ordenó, y por fin hizo caso a las reiteradas instrucciones del agente de tráfico y continuó la marcha.
El anticuario aferraba con fuerza el volante hasta el punto de que sus nudillos habían adquirido un tono blanquecino. Cuando Victor miró por última vez hacia su izquierda, sus ojos se cruzaron con los del árabe que los siguió, con el único con el que podía verlos, hasta que se perdieron en la calle Hanevi'im, en dirección al kibutz Suba, camino de la Gruta del Bautista.
Victor no entendía la actitud de su amigo, Isaac estaba cubierto por una sábana blanca y su asesino estaba charlando como si nada con la policía. «¿Qué significa eso? —se preguntó—. Hay que decirles que él le había matado, que aunque pareciese un accidente, no lo era.»
—Tenemos que volver —sentenció ante un Said pálido.
El hombre tragó saliva antes de responderle.
—Es imposible. No tenemos pruebas y no podemos involucrarnos. —Giró un instante la cabeza hacia él y le dijo muy serio—: Ahora ya sabes cómo actúan los del CSJ.
De eso es de lo que había pretendido avisarle en los últimos días. Y a eso iba dándole vueltas mientras intentaba salir de Jerusalén hacia el oeste en dirección a la cueva del Bautista.
La Gruta del Bautista estaba situada en las montañas, a unos veinte kilómetros al noroeste de Jerusalén, escondida entre la vegetación y entre otras muchas cuevas similares. Hubiera pasado desapercibida para la Historia si los miembros del kibutz Suba no se hubieran establecido en los alrededores para trabajar la tierra. Al borde de una de sus huertas, Wadi Shemmarin, se levantaban unas pequeñas colinas cubiertas de árboles y de arbustos bajos que ocultaban totalmente la entrada de la gruta.
El professor Sinclair fue uno de los primeros académicos en tener conocimiento de su existencia y siguió muy de cerca los hallazgos del arqueólogo encargado de las excavaciones, Shimon Gibson, aunque a diferencia de él, que creía haber encontrado la gruta en donde el Bautista echó agua sobre la cabeza de Jesús, Sinclair pensaba que la importancia de la cueva residía en su piscina ritual.
El arqueólogo oficial suponía que la caverna sirvió a generaciones de judíos para llevar a cabo sus ritos religiosos de purificación basándose en la aparición de numerosas vasijas de cerámica rotas y esparcidas por el suelo de la cueva. La gruta contenía una pila que se llenaba con agua de la lluvia y algunos otros elementos que hacían plausibles sus deducciones, incluido una supuesta figura del Bautista grabada a cincel en una de las paredes. Parecían confirmarlo también las fechas de datación de las piezas rotas en torno al siglo I de nuestra era. Tenía los ingredientes necesarios para confeccionar su hipótesis: una pila que recogía el agua pura de la lluvia, cuencos rituales, el grabado de la pared... todo le conducía a afirmar que aquella cueva fue usada en tiempos de Jesús por su precursor, el Bautista, para realizar su oficio: bautizar, incluso al propio Mesías.
Pero Gibson se equivocaba, no había tenido en cuenta que la caverna era en realidad un sistema de grutas interconectadas en donde el agua corría libremente. Y el agua que fluye es la Vida para los mandeos. ¿Y por qué esos cuencos rituales que aparecieron rotos por el suelo eran todos de la misma fecha? ¿Acaso solo se bautizó durante un corto período de tiempo? No, Sinclair conocía la respuesta: eran los primeros cuencos mandeos que fueron desechados por imperfectos para contener su magia. ¿Y por qué los judíos eligieron un lugar tan alejado de cualquier población para instalar estos baños cuando los demás se encuentran siempre ubicados dentro de los núcleos urbanos? ¿No era más sencillo pensar en un grupo minoritario que ejercía su religión a espaldas de la mayoría? A Sinclair sus deducciones le guiaban hacia los mandeos. En lo único en que ambos coincidían era en la importancia del descubrimiento. Y el que iba a sacar más tajada de él era el professor. O al menos eso continuaba creyendo Sinclair cuando Martin aparcó el vehículo cerca de la cueva en una zona que quedaba fuera de la vista.
Justo antes de alcanzar la entrada, un camino recorría uno de los costados de la gruta hasta perderse entre los matorrales y el entramado de vegetación. Ese fue el lugar elegido por el director para ocultar el automóvil.
—No nos queda mucho tiempo antes de que lleguen los mandeos —le dijo Samuel mientras descendía del vehículo.
Sujetó la funda de cuero que contenía el cuenco en una mano y con la otra se apoyó en su bastón mientras el director sacaba del maletero un par de linternas. Tras bajar por el pequeño camino giraron hacia la izquierda, ante ellos se abría la boca de la gruta.
La visión no resultaba en modo alguno impresionante. La entrada era una estrecha abertura encajada en la falda de la colina y tallada en la propia roca por donde difícilmente habrían podido pasar dos hombres corpulentos al mismo tiempo. Había que descender unos cuantos escalones de piedra hasta dar con la puerta de forma rectangular, y para traspasarla había que hacerlo casi de rodillas.
Los arqueólogos actuales la habían cerrado con una reja de hierro asegurado con una cadena y con un candado. Cuando Martin lo vio esbozó una leve sonrisa.
—Pan comido —le indicó a Samuel.
No tardó más de unos segundos en escuchar el característico clic de un candado al abrirse. Retiró la cadena y empujó la verja, que emitió un horrible chirrido.
—Listo —dijo mientras indicaba al professor que podía pasar.
Sinclair se inclinó y penetró en el interior, fue descendiendo con cautela cada uno de la veintena de escalones encalados que constituían la verdadera entrada a la gruta. Cuando bajó el último se detuvo. Dentro olía a moho y a humedad, la temperatura había descendido con respecto al exterior y la luz no podía abrirse paso más allá de un par de metros. Por suerte contaban con los potentes focos y con el generador que los arqueólogos habían instalado el año pasado para iluminar la cueva, aunque no los encenderían hasta que fuera necesario.
Tras cerrar la cancela, Martin volvió a poner la cadena en su sitio e introdujo el brazo entre sus barrotes para asegurar el candado. Después se agachó y siguió al professor hacia el interior.
Los mandeos le habían dado indicaciones al taxista para que volviera a recogerlos a la caída del sol y aguardaron hasta que el hombre se alejó lo suficiente para que el vehículo fuera solo una diminuta mota de polvo en el horizonte. Después el ganzebra recogió su bolsa del suelo, se giró y comenzó a andar hacia la entrada de la gruta. Los otros dos también cargaron sus bultos con los rastas nuevos y con un par de picos y una pala y le siguieron en silencio.
Al alcanzar los escalones, Naseer se adelantó y manipuló el candado unos segundos hasta que consiguió abrirlo. Empujó la verja de hierro y la mantuvo así para que sus compañeros pudieran traspasarla. Cuando descendieron la escalera enyesada que daba acceso a la cueva, se volvió para cerrar la cancela y le sorprendió una fuerte luz a su espalda. Martin acababa de encender los potentes reflectores.
—No se muevan, caballeros —les ordenó con la voz grave Samuel Sinclair.
Los tres hombres, cegados por los focos que apuntaban a sus ojos, no hicieron el menor movimiento.
—Usted debe de ser el ganzebra.
El professor le señalaba el pecho con la punta de su bastón. Sabiendo que el anciano no podría verle la cara porque el chorro de luz silueteaba su figura, se desplazó hacia la derecha.
—No me conocen y no es necesario que lo hagan. Como tampoco me interesan sus nombres, obviaremos las presentaciones y pasaremos al tema central de lo que nos ha traído hasta aquí. —Mientras hablaba fue desplazándose cada vez más a la derecha observando las bolsas que portaban los tres hombres hasta que la luz comenzó a molestarle a él también—. Orienta esos focos hacia el techo —le ordenó a Martin.
Cuando el director del CSJ cambió la posición de los reflectores, Samuel continuó hablando.
—Depositen sus bolsas en el suelo, por favor. —Los hombres le obedecieron sin resistirse. Se acercó hasta la más pequeña, la que portaba el ganzebra, y le pidió que la abriera. Después le indicó que se separara y cojeó hasta ella.
Era una bolsa de cuero del tamaño de una mochila pequeña y su cierre consistía en una simple cuerda de esparto. Samuel separó sus bordes con la punta del bastón y, cuando vislumbró su interior, emitió una sonora carcajada que reverberó en toda la cueva.
—¡Aquí están! —le dijo a Martin mientras sacaba uno de los cuencos y lo observaba con ojos profesionales.
Después tomó el otro y lo estudió de la misma forma depositándolo en el suelo en cuanto finalizó su examen. Al tercero le dedicó el mismo tiempo, pero cuando terminó su análisis lo arrojó con fuerza contra la pared de roca. La vasija se partió en pedazos al estrellarse contra la piedra.
—¡No! —gritó el ganzebra con una mueca de horror en el rostro.
Naseer, que había ido descendiendo los escalones y acercándose a sus dos compañeros, hizo un intento de abalanzarse sobre el professor. Pero Basaam le sujetó antes siquiera de que lograra dar el primer paso. Martin ya había desenfundado su pistola y le apuntaba con ella presionando el gatillo. No había duda en su mirada, si se movía un centímetro más, le descerrajaría un tiro a bocajarro.
—Caballeros —comenzó Samuel mientras se acercaba cojeando hacia su propia bolsa de cuero—, ese cuenco es falso, era un señuelo. Este es el verdadero —les informó mientras sostenía en alto el suyo para que pudieran verlo.
Zakaria escondió el rostro entre las manos intentando acallar los gemidos que le subían por la garganta. Había comprendido su ardid.
—Y ahora, ¿qué piensa hacer con nosotros? Ya tiene lo que quería —lo dijo señalando las otras dos vasijas con la cabeza.
—Ahora, ustedes van a comenzar lo que han venido a hacer y nosotros —miró a Martin— los acompañaremos como simples espectadores.
Pudieron escuchar la frase completa, aunque oyeron el motor de un automóvil que se aproximaba por el camino, era Jamal, que en esta ocasión había puesto demasiada distancia entre él y sus perseguidos.
Seis Burras levantaba grandes nubes de polvo del camino y se quejaba constantemente cada vez que Said pisaba su acelerador. Se bamboleaba de un lado a otro con unos amortiguadores demasiado duros para los baches del sendero, y habían recorrido ya varios kilómetros así. A Victor le dolían casi todos sus huesos.
—¿Estás seguro de que sabes dónde estamos? —le preguntó a su amigo.
—Casi.
—¿Casi? —La cara del investigador era cómica, con los ojos muy abiertos y las cejas levantadas.
Said estuvo a punto de reírse, pero el recuerdo del doctor con la sábana cubriendo su rostro se lo impidió.
—Ya estamos llegando. —Señaló el horizonte de una manera indeterminada. Podía estar indicándole cualquier punto delante de ellos—. Allí es... —No finalizó la frase.
—¿Qué sucede?
—Hay un vehículo —confirmó. Acababa de divisar un automóvil estacionado junto a la misma entrada de la Gruta del Bautista—. ¿Puedes verlo?
—Lo veo —le contestó intranquilo Victor—. ¿Estará trabajando el equipo de arqueólogos?
—Imposible, la campaña de este año finalizó el mes pasado.
Said redujo la velocidad de su furgoneta y estuvo tentado de frenarla en seco, pero se lo pensó mejor y continuó circulando.
—¿Tus mandeos? —sugirió Victor.
—Creo que sí —afirmó. Por esa razón había decidido proseguir avanzando—. Son los mandeos. Seguro que también han venido a investigar, al fin y al cabo, el Bautista es su profeta, como Mahoma lo es para nosotros.
—¿Peligrosos? —apuntó el joven con un deje de duda en la voz a pesar de que Isaac ya le había confirmado lo contrario.
—Oh, no —le aseguró Said—. En absoluto, son mansos como corderillos. Los mandeos son gente pacífica, odian la violencia. —Como no terminaba de convencer a Victor, añadió—: Su religión les prohíbe portar armas y ni siquiera hacen el servicio militar. No pueden derramar sangre.
—Que no puedan... —comenzó el investigador— no quiere decir que no lo hagan.
—No, estás equivocado. Si lo hicieran se condenarían eternamente, su alma vagaría sin rumbo. Algo así como si tú fueras al infierno. Créeme, no serían capaces de levantar una mano contra nadie.
—Bien —aceptó Victor—. Espero que tengas razón.
Cuando alcanzaron la entrada de la gruta se detuvieron al lado del vehículo que habían divisado desde lejos y observaron su interior. Estaba vacío. Descendieron de Seis Burras y miraron a su alrededor. Todo estaba en calma, alguna brisa movía las ramas de los árboles y el canto de algunas aves se extendía por el aire, pero ni una nube cruzaba el cielo. El sol brillaba en lo alto fundiendo los contornos de los alrededores y haciendo que tanto la arena como las rocas pareciesen nieve. Se relajaron.
Al mirar hacia la entrada de la cueva pudieron comprobar que alguien había forzado el candado dejando que colgara de la cadena. La puerta estaba entreabierta, parecía invitarlos a entrar.
Los dos hombres empujaron la cancela blandiendo sus linternas encendidas. Cegados por el sol exterior, en un principio no se percataron de que la cueva estaba iluminada por dos o tres focos planos que apuntaban hacia el techo dejando el primer tercio de la cueva en semipenumbra. Cuando sus ojos se adaptaron a la luz del interior no les agradó lo que vieron.
A sus pies se desplegaba una escalinata de una veintena de peldaños que conducían a una sala rectangular, más profunda que ancha. Victor entrecerró los ojos, el brillo de las paredes encaladas todavía le hirió la retina y cuando volvió a abrirlos descubrió que había un hombre con una camisa de rayas naranjas al fondo. Estaba sentado en el borde de lo que supuso sería un estanque o una piscina encajonada al final de la sala entre las tres paredes de la cueva. Los arqueólogos habían rebajado el suelo algo más de dos metros y esa zona estaba elevada respecto al resto. Al hombre le colgaban las piernas. A su lado había una escalera de madera, olvidada por el equipo de científicos, que Jamal utilizó para descender con rapidez hasta el suelo.
Said también le había visto, por eso cuando su compañero le preguntó quién era, movió su cabeza y añadió:
—Del CSJ —fue apenas un susurro.
Victor emitió un suspiro que quedó inconcluso. A su derecha, sentados en el suelo y pegados unos junto a otros había tres hombres: un anciano, otro de mediana edad y un tercero más joven, que los observaron con una expresión de asombro. Los dos de menor edad reconocieron a Said y le imploraron ayuda con la mirada. Antes de que pudiera hacer algo, una voz le sorprendió. Procedía de su izquierda. Un talud de tierra adosado a la pared, de unos dos metros de alto, y que tampoco había sido rebajado por los arqueólogos, ocultaba a Samuel.
—Por favor, caballeros, sean tan amables de descender las escaleras.
Nada en su tono de voz hacía pensar a Said y a Victor que no podrían salir corriendo y huir de la cueva en cuanto se lo propusieran; se trataba de un hombre de unos sesenta años, con la barba y el pelo blancos y que se apoyaba en un bastón para caminar. Pero dejaron de pensar en esa posibilidad cuando vieron aparecer a Martin tras él empuñando un arma.
—¿Señor Crown? —se sorprendió Victor al comprobar que era el «amable» director de la Asociación de los Cristianos de San Juan.
El segundo café se había enfriado en la taza mientras Andrea observaba cómo la última de sus volutas de vapor se disipaba en la cafetería del hotel Rey David. Lejos de apesadumbrarla, aquello le había dado una idea que había estado huyendo de ella como el calor del café. Cayó en la cuenta de un descubrimiento reciente que, sin embargo, había pasado por alto por considerarlo de poca importancia. Recordó que el arqueólogo Shimon Gibson había descubierto una gruta frecuentada en el siglo I por un grupo religioso que utilizaba el bautismo en sus rituales. Había leído algo sobre el tema hacía unos meses y estuvo en desacuerdo con las ideas que exponía el estudioso. Sin embargo, ella pensaba que las características de la cueva se ajustaban más a un recinto mandeo que a uno judío. «¿Y si... —pensó— la gruta fuese realmente mandea? ¿Y si el amuleto se ocultase allí en lugar de en Ein Kerem?»
Extrajo el móvil de su bolso y marcó el número de Samuel. Escuchó nueve tonos de llamada hasta que saltó el buzón de voz. Colgó y volvió a marcar. Con cada nuevo pitido crecía su impaciencia. Cuando escuchó de nuevo la voz grabada de Samuel indicando que dejara un mensaje, cerró la tapa del aparato con un golpe seco. Acababa de tener una nueva idea.
El director miró a Victor y pensó que si cualquiera de los dos se movía les agujerearía el cuerpo. Pareció sonreír. Pero fue solo una ilusión óptica, entre el juego de luces y sombras de la cueva su cara era más gris que nunca y sus labios no se habían separado ni un centímetro.
—Bien, me alegro de que hayan decidido visitar la gruta esta mañana —les comentó el professor a Said y a Victor—. De hecho, los estábamos esperando. ¿No es así, Martin?
El aludido no contestó, aunque comenzaron a impacientarle los modales británicos de su jefe.
—Siéntense junto a nuestros amigos mandeos. No se queden de pie. Y, por cierto —dijo dirigiéndose hacia el investigador—, creo que tiene algo que me pertenece —extendió el brazo con la palma de la mano hacia arriba. Abdul ya le había informado de que el viejo no lo llevaba y dedujo que estaría en poder del investigador—. Entréguemelo —le ordenó. Victor no comprendía, así que Samuel fue más explícito—. El amuleto, por favor, ¡ahora!
El joven dudaba y evaluaba sus posibilidades de conseguir atravesar la escalinata de la entrada antes de que Martin pudiera dispararles a él o a Said. El director le observó y levantó el cañón de su arma apuntando directamente a su pecho. Las dudas parecieron desvanecerse y Victor introdujo la mano en su bolsillo y extrajo la pequeña bolsita de cuero.
Cuando Samuel se la arrancó de las manos se acercó hasta uno de los focos y la abrió. Extrajo con delicadeza el amuleto tirando de su cordoncillo. El oro refulgía y las pupilas de los presentes se inundaron con su brillo. No intentó siquiera desenrollarlo.
—Recomendaré su empresa a mis amigos, joven —le indicó a Victor—. Realmente trabajan ustedes bien, muy bien —recalcó.
En ese momento comenzó a sonar el móvil de Sinclair. Vio que el número que aparecía en la pantalla era el de Andrea y cortó la comunicación, desconectando de paso el aparato.
El investigador le veía hacer mientras caía en la cuenta de que aquel hombre era el escurridizo cliente que les había encargado el trabajo y, al observar la forma en que miraba la pieza, también comprendió que en todo aquel asunto había algo de mucho más valor que el propio amuleto, aunque Isaac no habría estado de acuerdo.
—¿Tienen conexión a Internet? —preguntó Andrea a uno de los camareros del hotel.
El hombre le indicó con un gesto la dirección y se ofreció a acompañarla, pero ella rechazó su ofrecimiento. Dos minutos más tarde estaba sentada frente a la pantalla de un ordenador de nueva generación que le mostraba casi a la velocidad de la luz las miles de páginas que hablaban sobre la Gruta del Bautista. Visualizó las primeras y las rechazó eligiendo la opción de «imágenes» en el buscador de Google. Estaba intentando encontrar fotografías del interior de la gruta y preferiblemente con una buena calidad, cosa que no siempre era posible en Internet.
Con un poco de paciencia dio con la página del propio Gibson y tras varios minutos volviendo loco al puntero del ratón indicándole las secciones que debía abrir, encontró lo que buscaba con desesperación.
Ante ella emergió la imagen de un pedazo de pared enyesada, amarillenta por la iluminación de la cueva. Mostraba el grabado de unos trazos inseguros, casi parkinsonianos en el pulso del desconocido dibujante. Apenas distinguía el perfil redondo de una cabeza con dos oquedades negras por ojos. La figura tenía los brazos alzados al cielo y dos rectángulos hacían las veces de cuerpo. Se trataba de una vieja representación de san Juan Bautista, según el arqueólogo que lo había descubierto. Pero a Andrea no le interesaba el santo, estaba absorta en un hueco en la pared de yeso que aparecía bajo sus pies. Daba la impresión de ser profundo y tenía el tamaño de una pelota de tenis. De hecho, hubiera podido introducir su mano y hasta el brazo en aquella oquedad.
Con la vista fija en su perfil negro, marcó de forma automática en el móvil el número de Sinclair. Ahora ya sabía dónde estaba el amuleto. Y aunque no estuviera allí... —escuchó el sonido agudo del primer tono de llamada—. Algo le decía que la cueva de Juan el Bautista era el sitio... —percibió el segundo y el tercer pitido—. ¿Qué día era hoy? —se preguntó sorprendida. Miró su reloj—: Veinticinco de mayo. —En su cerebro la frase se dilató hasta que comprendió su verdadero significado—. Correspondía a uno de los primeros días del mes hatia mandeo. Acababan de celebrar la fiesta en honor de su último profeta y «¿por qué no? —se preguntó—, quizá sea el momento de llevar a cabo, en su cueva, algún otro tipo de ritual».
Cerró despacio la tapa del móvil, con un movimiento a cámara lenta, como si su cerebro no pudiera atender a dos acciones al mismo tiempo. Estaba realizando nuevas conexiones entre sus ideas: la cueva contenía una piscina ritual cubierta de agua procedente de la lluvia, agua viva para los mandeos donde podrían purificarse; también contaba con una representación de su profeta más importante, el Bautista, indicando quizá que él había ocupado la gruta; pero le quedaba el elemento más importante de la teología mandea: la luz. «¿Cómo encaja la luz en todo esto? —Con la mirada absorta en la pantalla del ordenador que aún continuaba mostrándole el agujero profundo bajo los pies del Bautista, encontró la respuesta a su propia pregunta—. ¡Con el amuleto de oro!» Visualizó en su mente la pieza dorada y la vio desprender brillos dentro de la cueva. Se imaginó que los mandeos conocían las tácticas egipcias, no en vano aseguraban haber llegado desde Egipto hasta Israel antes del nacimiento de Cristo. Y si los egipcios utilizaban los rayos del sol para dirigirlos como dardos hacia el fondo de sus edificios sagrados y conseguir que iluminasen a los dioses en los solsticios de verano o invierno... era posible que los mandeos utilizasen la misma técnica, conocedores como eran del movimiento de los astros, y la usaran para señalar un punto de la cueva. Quizá gracias al oro del amuleto reflejaran esa luz... Había captado la idea, aunque los matices aún se le escapaban.
No tardó un segundo en recoger su bolso y abandonar el hotel. Aún estaba dentro de la puerta giratoria de salida cuando alzó el brazo para detener a un taxi que pasaba.
Al llegar a la gruta, Abdul empujó con fuerza la verja de la entrada y la empotró contra la pared en un acto de violencia innecesario. Mientras descendía los escalones le acompañó el tintineo de la cadena chocando contra los barrotes de hierro de la reja. Al llegar al último peldaño se detuvo y miró hacia ambos lados. A su derecha, Samuel y Martin observaban el amuleto. Los saludó con una inclinación de la cabeza. Y a su izquierda, su primo Jamal apuntaba con el arma del director a los mandeos, a Victor y a Said. Al reconocer al investigador sonrió, aunque su sonrisa se quedó partida por la mitad. La piel del labio se estiró tanto que la cicatriz se abrió de nuevo y sangró. Él se limpió la sangre con la lengua sin dejar de mirar al hombre con el único ojo que podía hacerlo, el derecho.
—Jamal —le ordenó Samuel señalando con el bastón a Victor y a Said—, ata a esos dos y tú, Abdul, tráeme a los otros.
El de la camisa a rayas naranjas le devolvió el arma a su dueño mientras salía a buscar unas cuerdas en su coche. Volvió con ellas y sujetó con fuerza las manos de los dos hombres a su espalda. Para evitar cualquier intento de huida reforzó los nudos y los dejó sentados en el suelo pegados a la pared. Mientras, Abdul había hecho que los tres mandeos se incorporasen y se acercaran hasta Sinclair.
—Caballeros, pueden comenzar su función —les ordenó— y sean rápidos, por favor.
Zakaria Asgari le dirigió una mirada cansada y húmeda, de un hombre al que le superan las responsabilidades, pero no dijo nada. Se dio media vuelta, arrastrando los pies, y se dirigió hacia las bolsas que habían traído. Basaam estaba a punto de seguirle cuando se percató del rápido movimiento de su compañero Naseer abalanzándose sobre Samuel. Tuvo el tiempo justo de interponerse en su camino y detuvo el golpe con su propio cuerpo cayendo juntos al suelo.
Cuando levantaron la mirada, Martin los apuntaba con el arma y mostraba una expresión de duda: no sabía si disparar al pecho o a un brazo. Lo hizo al brazo. Naseer lanzó un alarido que retumbó en la cueva y cerró los puños con fuerza intentando conjurar el pánico.
—Les recomiendo que no hagan ninguna tontería más —sentenció Sinclair con una mirada dura en sus ojos.
Basaam empujó a su compañero hacia la pared y le apoyó contra ella. Su respiración era agitada y su pulso se había acelerado, pero se había mordido los labios para no volver a gritar.
El anciano ganzebra corrió hasta ellos para comprobar la gravedad de la herida. Al alzar la manga de su chilaba comprobaron que la bala no le había alcanzado. Naseer había gritado de puro miedo. Cuando constató que su pupilo no estaba en peligro, Zakaria le miró directamente a los ojos. El significado de su mirada no ofrecía lugar a dudas, no quería un solo enfrentamiento más, ninguno debía salir herido. No se podía derramar ni una sola gota de sangre.
—¿Comienzan ustedes ya? —les dijo Samuel en un tono que era más una orden que una sugerencia.
Los tres hombres giraron sus rostros hacia él, pero no se atrevieron a contestar. En su lugar, Basaam tomó una de las bolsas que habían traído y se encaminó hacia la pared del fondo de la cueva seguido por sus compañeros. Se detuvieron justo antes de llegar a la piscina, elevada unos dos metros. El joven Naseer ascendió la escalera de madera que había dejado el equipo de arqueólogos y comprobó que contenía agua en movimiento, agua limpia de lluvia que habían filtrado y depurado las dos cisternas del exterior antes de llegar al aljibe. A su vez, el líquido pasaba a través de una red de túneles que recorrían la colina. La cueva del Bautista formaba parte de un largo sistema de aguas de la Edad del Hierro, de los tiempos del bíblico rey Ezequías, en el siglo VII antes de Cristo.
Naseer permaneció unos instantes escrutando su superficie. Debía moverse para que tuviera la certeza de que era agua de vida, agua corriente. Si estuviese en reposo significaría que se trataba de agua negra o turbia, agua que no serviría y su ritual habría acabado antes incluso de comenzar. Tras unos segundos de espera, en tensión, comprobó que por el lado derecho de la piscina se formaban unas diminutas burbujas que provocaban pequeños remolinos y se volvió hacia sus compañeros con una sonrisa en la cara.
—¡Agua viva! —les dijo.
Zakaria se acercó a la pared y comenzó a ascender por la escalera asegurando cada paso que daba. Cuando estuvo al alcance de su mano, Naseer le ayudó a finalizar la escalada. Tras él subió Basaam.
Los tres hombres se acomodaron en el repecho y contemplaron la piscina. Se trataba de un agujero rectangular que limitaba por ambos lados, y también al fondo, con las paredes encaladas de la cueva y estaba excavada en la propia roca. Se encontraba casi vacía, pero serviría. El ganzebra tanteó el fondo y comprobó que tenía poca profundidad. Tras recoger su túnica con una lazada, inició el movimiento de meterse en el agua, sus compañeros le ayudaron y también ellos entraron en la piscina.
Al quedar casi fuera de la vista, Abdul se alarmó y corrió hasta la escalera, ascendió por ella saltando los travesaños de dos en dos y se asomó al borde. Lo que vio le dejó estupefacto. Los mandeos se habían sumergido por completo en el agua y cuando salieron estaban totalmente empapados. Repitieron la operación un par de veces más y luego bebieron tres tragos. El bautismo reviviría su fuerza interna y los conectaría con el mundo superior, limpiaría sus pecados y les permitiría tener éxito en su trabajo.
Samuel y Martin se acercaron alarmados a los pies de la escalera y estaban a punto de subir cuando Abdul les indicó con un gesto de la mano que podían tranquilizarse, los mandeos no habían desaparecido.
—Se han metido dentro, hasta la cabeza —les dijo, y descendió de nuevo.
Tras finalizar el bautismo, los tres hombres bajaron la escalera chorreando agua aunque no parecían notarlo, para ellos había comenzado el verdadero ritual y, cuando sus pies tocaron de nuevo el suelo, el resto de la cueva ya había desaparecido ante sus ojos, a excepción de un pequeño hilo de luz que, desde la entrada, caminaba en línea recta hacia una de las paredes. El ganzebra lo miró dos veces, una para saber que estaba allí y otra para intentar adivinar la hora que era. «Casi el mediodía, pero nos queda tiempo», pensó. Esperaba el momento en que el sol estuviera en su apogeo, porque la luz los guiaría en su camino.
Basaam comenzó a desplegar sobre el suelo los ropajes ceremoniales que debían usar. Eran nuevos y estaban confeccionados en algodón blanco, como símbolo de las almas puras y del vestido de los ángeles. Los rastas constaban de siete piezas, un pantalón ancho y holgado tipo indio, una túnica que casi llegaba a los pies, un cinturón trenzado realizado con pelo de cordero macho, un turbante y una estola como las usadas en los rituales cristianos. El atuendo se completaba con una corona bajo el turbante y un anillo de oro para los sacerdotes. Por eso, Basaam solo sacó de la bolsa dos coronas y un par de sortijas, Naseer aún no estaba consagrado.
Vestir el rasta llevaba su tiempo, cada prenda tenía un orden y un ritual. La corona, una simple tira de seda blanca, se colocaba bajo el turbante, que debía enrollarse tres veces, y el cinturón poseía una forma muy particular de sujetar la túnica. Una vez que los tres hombres se vistieron por completo, el rito los obligaba a inspeccionar su vestimenta en dos ocasiones y todo ello, después de haber orado por cada prenda que se colocaban.
Cuando finalizaron, Basaam acercó al ganzebra una última pieza, una vara de madera, como un cayado, era el margua, que Zakaria portaría durante todo el ritual en posición horizontal. Sin embargo, hizo un gesto que al professor le pareció innecesario, tomó sus manos y las besó y repitió el gesto con las de Naseer. Al hacerlo les había entregado unos tapones de cera que se colocarían en los oídos justo antes de comenzar a leer los cuencos y no se desprenderían de ellos hasta terminar la ceremonia.
Samuel los vio hacer sin perder detalle, archivando la información en el fondo de su cerebro. Sabía que estaba asistiendo a un rito que ningún occidental había podido ver. Ni siquiera la mujer que más supo sobre los mandeos y a través de la cual se introdujo en su religión, lady Drower, tuvo la ocasión de presenciar un acto como aquel.
Aunque Samuel nunca llegó a conocerla personalmente, trabajó con alguien que estuvo muy cerca de ella y no solo aprendió sus enseñanzas, también admiraba su carácter arriesgado y firme en un mundo de hombres.
Aquella rememoración hacia la que consideraba su mentora no consiguió, sin embargo, que apartara la vista de lo que estaba sucediendo en la Gruta del Bautista. Estaba a un tiempo absorto, sin ser capaz de moverse, y expectante por saber qué era lo que sucedería a continuación.
Había en aquella ceremonia un cierto sentido del ritmo, cada movimiento parecía formar parte de una escenografía repetida hasta la saciedad. Y sin embargo, era la primera vez que aquellos tres hombres realizaban el ritual, pero la esencia de sus movimientos seguía una pauta, un patrón que hipnotizaba.
Los mandeos habían vestido sus rastas nuevos sin prisas, atendiendo a que cada prenda fuera bendecida, realizando una pequeña oración en su idioma que para el resto de los presentes evocaba otra época muy lejana e hizo que se sintieran trasladados dos mil años atrás, cuando los ritos eran más puros que ahora y Dios parecía estar más cerca de ellos.
Basaam dispuso los tres cuencos en orden interponiéndose en el camino de la luz que se abría paso desde la entrada de la cueva y que en su avance se vería obligada a iluminarlos. Entonces, el ganzebra miró a Samuel mientras alargaba su mano con la palma extendida hacia arriba y el professor, sabiendo lo que le pedía, le entregó el amuleto. Zakaria se dirigió hacia una de las paredes, donde se encontraba el grabado del Bautista, una figura de trazos esquemáticos apenas cincelada en el yeso descascarillado. Un gran círculo con dos pequeños agujeros por ojos hacía las veces de cabeza, los brazos eran delgadas líneas alzadas al cielo y el cuerpo parecía cubierto, de cintura para abajo, por una piel de animal. Bajo los pies se abría un nicho en la pared del tamaño de un puño. Allí fue donde depositó el sacerdote su amuleto permitiendo que una parte sobresaliera por la abertura.
Después, los tres hombres se apartaron del camino de la luz y dejaron que pasaran los minutos. A medida que avanzaba el tiempo, la línea luminosa se acercaba a los cuencos hasta que a las doce del mediodía los alcanzó dorándolos con su brillo.
Samuel no entendía cómo era posible que resplandeciesen de aquella manera, el barro parecía centellear y una luminosidad los rodeaba como algo sólido que se podía tocar. Todas las miradas estaban fijas en ellos y vieron cómo la luz se dispersaba a su alrededor en puntos relucientes hasta alcanzar el amuleto. El oro la reflejó en un único rayo desviándolo hacia la pared de enfrente. Los minutos transcurrían, pero el tiempo se había detenido en ese pedazo de roca enyesada.
Entonces, Naseer se movió hacia una de las bolsas que habían traído y abrió su cremallera rompiendo el encantamiento que los dominaba a todos. Sacó un par de picos no muy grandes y se dirigió junto a Basaam hacia el punto iluminado de la pared antes de que desapareciese. Comenzaron a picar. El resto de los presentes, apiñados a sus espaldas, los veía retirar el enlucido de yeso con pequeños golpes que lo desgajaban pedazo a pedazo. Los trozos caían con facilidad.
Victor y Said se habían incorporado del suelo y, con las manos atadas a la espalda, se habían acercado a la pared junto a los otros para ver lo que estaba sucediendo. Jamal apenas si les dedicó un rápido vistazo, estaba tan absorto como el resto en el trabajo de los dos mandeos más jóvenes. Tras la pared destrozada comenzaban a aparecer unas líneas negras que aún carecían de sentido pero parecían pertenecer a una figura enorme, de unos dos metros, pintada sobre la misma roca de la cueva.
Samuel contuvo las ganas de tocarla, aunque se acercó un poco más. No había mucho espacio, la gruta tendría unos cuatro metros de ancho a excepción de la zona donde se hallaban, que era más estrecha. Los arqueólogos habían dejado un saliente de un par de metros en el muro opuesto y se encontraban todos un poco apretados.
Al intentar desplazarse para conseguir un ángulo de visión mejor, Victor rozó la pared de enfrente y un pensamiento cruzó su cabeza: el amuleto. Todos parecían haberse olvidado de él y ahora lo tenía a su alcance. Con las manos atadas a la espalda no le fue difícil extraerlo del nicho de la pared y esconderlo en el bolsillo trasero de sus pantalones. Said le vio e imaginó lo que estaba haciendo, se movió un poco a su derecha para facilitarle el trabajo y ocultarle a la vista de los demás. Pero nadie los vigilaba, todas las miradas estaban pendientes del trabajo de los mandeos, que ya habían retirado de la pared unos dos metros cuadrados de yeso. Por fin pudieron ver el dibujo que se ocultaba debajo.
Encerrado dentro de un marco de pintura oscura, que hacía las veces del borde de un cuadro, contemplaron una ilustración amenazante. Un par de animales de presa se enfrentaban mostrándose los dientes, con las garras afiladas, dispuestos a despedazarse entre sí o a cualquiera que intentara acercarse. Las dos figuras, totalmente pintadas de negro, estaban sujetas del cuello por unas gruesas cadenas con eslabones de hierro que les impedían llevar a cabo su carnicería.
La ilustración pertenecía al Diwan Abatur, un libro religioso mandeo que mostraba el progreso que debía realizar el alma a través de los Purgatorios hasta alcanzar el Mundo de la Luz. Era un camino peligroso, poblado de demonios dispuestos a dañarla. Y allí tenían, ante sus ojos, dos de esos seres monstruosos que tanto habían atemorizado a Naseer.
Algo intimidados por la visión de la pintura, Naseer y Basaam habían comenzado a horadar con sus picos el reborde negro hasta que quedó a la vista la forma de una puerta de grandes dimensiones que estaba oculta entre la roca de la pared. Ahora todos los presentes veían perfectamente los márgenes de la entrada, y Jamal se adelantó al resto del grupo para intentar abrirla. Empujó un par de veces con toda su fuerza, pero no logró moverla ni un solo centímetro. Samuel hizo un gesto a Abdul, que se acercó a ayudarle, y aunque ambos presionaron todo lo que pudieron, la puerta continuó en su sitio.
Los mandeos habían recogido de nuevo los tres cuencos mágicos y los habían dispuesto en fila delante de la pintura de los demonios. Hicieron un gesto que los demás interpretaron como de taparse los oídos, aunque en realidad estaban ajustando sus tapones y tomaron el primero de ellos entre sus manos para comenzar a leer en voz alta su conjuro. Desde su cara interna irradiaban las palabras semejando los rayos del sol.
«... y alaben el nombre de Sariel el ángel y Barakiel el ángel... y el nombre de Sariel y Barakiel...» Samuel Sinclair comprendía el significado de algunas palabras sueltas, pero, para el resto de los presentes, eran solo sonidos enlazados en una interminable letanía.
Cuando finalizaron la primera lectura tomaron el segundo cuenco. «Con el talismán de Metratón, el Gran Príncipe que es llamado el Gran Sanador de Misericordia que vence demonios y diablos, artes negras y poderosos hechizos, y los aleja de esta estancia...» Los sacerdotes purificaban la gruta con sus conjuros y lo que había comenzado como una simple lectura se había convertido en un cántico que levantaba ecos en las paredes de la gruta. Sus voces encontraron en la cueva una caja de resonancia que las amplificaba y las dejaba danzando en el aire.
«... vencedor eres de las artes negras y de los poderosos hechizos, vencedor de hechiceras, de sus maldiciones e invocaciones... vencedor en la tierra y en el cielo, vencedor de constelaciones y estrellas...» A partir de esa última frase, el professor no pudo continuar escuchando con atención, su estómago le cosquilleaba, algo lo hacía vibrar en la misma escala que el canto de los sacerdotes, como el día que Andrea estaba leyendo el cuenco en su despacho.
Cuando Basaam se arrodilló para recoger el tercero, ninguno de los presentes fue consciente de que las voces se habían detenido porque a su alrededor continuaban percibiendo movimiento. Se trataba del aire que los acunaba en sus pequeños remolinos.
Los sacerdotes también habían percibido el cambio en el ambiente aunque aún no era completo, todavía les quedaba por cantar las palabras de la última vasija. Un texto sin sentido que unía vocablos inconexos como escogidos al azar, pero en aquel ritual no quedaba casi nada a la casualidad. Comenzaron con suavidad, hasta con delicadeza, como si las propias palabras hubieran de sugerirles cuándo modificar el ritmo. Y lo hicieron, apenas si habían alcanzado un tercio de su lectura cuando las voces se tornaron cada vez más graves, más profundas y al mismo tiempo aumentaron su velocidad.
Jamal y Abdul estaban absortos en los sonidos, adormilados, pero Samuel se encontraba al borde de la hipnosis, la música le mecía como si las notas fueran olas que le llevaban y le traían y se balanceaba hacia delante o hacia atrás siguiendo una melodía que parecía nacer de su interior.
El efecto de la música no era el mismo para todos, Victor y Said también se encontraban somnolientos, en ese punto en que la conciencia pasa a punto muerto y desaparece; sin embargo, el cosquilleo inicial que había sentido Martin en un principio había dejado paso a un temblor incontrolado, como si le estuviesen aplicando pequeñas descargas eléctricas en los dedos de las manos.
Aunque los sacerdotes también sentían en su cuerpo el influjo de la música, no podían detener su canto. Las palabras del tercer cuenco parecían despegarse del barro y ascender en remolinos hasta el interior de su cerebro, ellos solo podían continuar cantando, un cántico que se había vuelto agresivo, impetuoso.
Samuel ya no sentía olas meciéndole, eran huracanes sacudiéndole; sus manos se agitaban descontroladas, con movimientos bruscos y violentos impidiéndole que continuara sosteniendo su bastón de ébano. Lo vio caer y golpear el suelo muy despacio, a cámara lenta, como si hubiera dos tiempos, el de las cosas que conservaban el ritmo normal y el de las que estaban influenciadas por aquella música, pero no fue capaz de articular ni un solo pensamiento más que le acercase a una idea lógica para explicar lo que estaba sucediendo.
Ahora los mandeos ya no leían el texto del cuenco, ni siquiera lo cantaban, parecían gritarlo; los gritos salían graves y oscuros desde lo más profundo de su pecho. Toda la caverna retumbaba, era como encontrarse en el interior de un tambor cuando alguien estuviera tocándolo. Hasta las paredes parecían combarse con la presión y en algunos de sus puntos el enlucido de yeso se desprendía y caía al suelo.
Inmersos en aquel sonido atronador, nadie se percató del leve ruido que produjo un mecanismo, como una pequeña llave que no pudo soportar la tensión y se partió. Aquel nimio acto fue el detonante. De pronto los sacerdotes callaron, en el mismo instante, expectantes, intentando percibir algo diferente al caos de ecos que les continuaba devolviendo la cueva. Ellos habían dejado de cantar, pero en la gruta se oían todavía sus sonidos aumentados que se alejaban, dejándola sumida en un murmullo sordo. Cuando sus oídos se acostumbraron percibieron algo más profundo y más grave que sus propias voces. En el entramado de túneles y galerías, a veinte metros de profundidad, algo se movía. Fluía en una dirección concreta. De un pequeño siseo que intentaba abrirse paso se convirtió en un zumbido que retumbaba bajo sus pies. Poco después había rebasado el punto de no retorno y se había convertido en algo sólido, en una masa de difícil contención.
Los cánticos, con sus tonos graves y su ritmo, habían conseguido que una fina pieza de metal se rompiera. Un hecho insignificante, pero al fragmentarse permitió que la presión del agua embalsada en las profundidades comenzase a agrietar algunas galerías subterráneas empujando con fuerza para encontrar una salida. Tras las primeras filtraciones, el líquido se desbordó y recorrió los túneles cada vez a mayor velocidad hasta que fue arrastrando todo lo que hallaba a su paso. En su camino se topó con un mecanismo de hierro corroído por la humedad del ambiente, sin embargo, no se detuvo, al pasar sobre él simplemente lo puso en marcha e inició una secuencia de actos en cadena. El agua prosiguió furiosa recorriendo los túneles hasta que fue a desembocar en cascada en un embalse de mayores dimensiones en las profundidades de la tierra. Allí se amansó su furia, pero de momento ya había cumplido su cometido.
En el espacio casi cerrado y algo claustrofóbico de la Gruta del Bautista, el grupo de hombres sintió que la tierra se movía bajo sus pies y que el estruendo era ahora más atronador que cuando los sacerdotes cantaban.
Comenzaron a escuchar unos crujidos procedentes de la fina línea negra que enmarcaba a los dos monstruos del Diwan Abatur y observaron cómo la roca de la pared se agrietaba y los sedimentos que habían taponado la puerta por siglos caían al suelo formando gruesos montones.
Los mandeos sabían que sus voces entonando los conjuros de los cuencos habían provocado a las corrientes subterráneas de agua, pero desconocían qué mecanismos inventaron sus antepasados capaces de conseguir lo que estaban viendo: una parte de la pared de la roca se movía despacio hacia adentro, como si una fuerza tirara de ella. Las dos figuras monstruosas en actitud ofensiva parecían penetrar por la hendidura. La puerta se abría con un estruendo estentóreo dejando el ambiente cargado de tierra en suspensión. Al cabo de unos segundos se detuvo y la luz de la gruta penetró en el estrecho agujero de la roca dorando las partículas de polvo que intentaban asentarse.
Indicó al conductor la dirección y, cuando dejaron el casco antiguo de Jerusalén a sus espaldas, Andrea se reclinó en el asiento trasero del taxi e intentó dar forma en su cabeza a la relación de ideas que había tenido en el hotel Rey David. De lo que no dudaba ya era de que la Gruta del Bautista era un elemento importante en la trama que escondían los tres cuencos mandeos. Esa cueva aglutinaba dos de los elementos más importantes de la religión mandea: el agua y la luz. «Aunque —pensó la orientalista— su relación con la luz aún no está muy clara del todo.» Sabía que, de alguna forma, la luz que podía reflejar el oro del amuleto representaría una especie de camino o guía espiritual hacia el reino de la luz mandeo, pero ¿sería capaz de recrear algún tipo de senda más mundana que les ayudara a dar un nuevo paso en su investigación?
Volvió a intentar conectar con Samuel Sinclair para hacerle saber que se dirigía hacia la gruta y citarse con él y con Martin allí, pero esta vez el teléfono móvil le devolvió una grabación automática que le indicaba que el aparato estaba desconectado o fuera de cobertura. Se resignó a la idea de tener que investigar por su cuenta y riesgo lo que pudiera depararle la cueva.
Cuando el ruido cesó y el movimiento de la puerta se detuvo, Abdul y Jamal se adelantaron para ver a través de ella. Los demás intentaron divisar algo escrutando su entrada cargada de partículas de polvo, pero, a excepción de una corta senda de luz de un par de metros, solo alcanzaron a ver la negrura más absoluta.
Samuel refrenó sus impulsos de acercarse a ella y se inclinó para recoger su bastón del suelo. Había dejado atrás su trance y se encontraba agotado muscularmente, aunque eso no le impidió comenzar a impartir órdenes.
—¡Jamal! Vigila a los prisioneros —intentó decirlo en un tono de voz lo más autoritario posible pese a que aún le temblaban las cuerdas vocales—. Y tú, Abdul, trae las linternas. Ustedes —se dirigió a los mandeos— pueden continuar con su trabajo.
Acompañó sus palabras con un gesto del bastón apuntando hacia la entrada de la galería recién abierta.
Mientras Jamal obligaba a sentarse en el suelo a punta de pistola a los maniatados Victor y Said, los mandeos se internaron en el túnel. Encabezaba la partida Zakaria, seguido de Basaam, que portaba un pequeño pico y de Naseer con una pala. Los seguían Martin y Abdul; cerraba el grupo Samuel.
El túnel era estrecho y formaba parte del conjunto de galerías naturales que horadaban toda la colina y penetraban en capas más profundas de la tierra. En algunos puntos se habían añadido nuevos túneles a golpe de cincel por hombres que vivieron hacia el siglo VII antes de Cristo. Aunque comenzó siendo un simple depósito de agua, con el tiempo cayó en desuso y siglos más tarde, gracias a su ubicación alejada de las ciudades y de los pueblos más cercanos, se convirtió en punto de reunión para los mandeos de la zona que allí se encontraban protegidos de la persecución de otras sectas religiosas.
El grupo caminaba despacio sorteando las irregularidades del túnel y procurando no tropezarse con las piedras esparcidas por el suelo. Los acompañaba un leve murmullo que surgía de las paredes y en alguna ocasión llegaban a sentirlo bajo sus pies en forma de zumbido. Parte del agua desembalsada continuaba fluyendo libre por las galerías en busca de un lugar donde remansarse.
En algunas ocasiones el túnel se bifurcaba en ramales más estrechos que dejaban atrás a medida que se adentraban en las profundidades de la colina. Seguían la senda inicial con sus vueltas y revueltas y hacía ya tiempo que Samuel y Martin habían perdido el rumbo y desconocían si se dirigían hacia el norte o hacia al sur. Lo que sí percibían con claridad era cómo el terreno descendía de forma continua y el ambiente se tornaba más húmedo a cada paso que daban.
Zakaria comenzó a sentir frío en sus viejas carnes. Sin embargo, no por ello se desvió de sus primeras intenciones, dejar abandonados en esa maraña de galerías a los tres hombres que les seguían. Basaam se había percatado de ello cuanto le vio pasar de largo frente al desvío que deberían haber tomado, unos cuantos metros más atrás. Su compañero Naseer había iniciado un gesto delator, pero había sabido frenarlo a tiempo.
El ganzebra esperaba llegar a una cueva con un estrecho camino que la cruzaba y un profundo acantilado en uno de sus lados que caía a pico. Las imprecisas instrucciones orales que se habían ido comunicando de un ganzebra a otro así lo indicaban y sería un buen lugar para intentar huir.
Unos cuantos pasos más adelante, las paredes del túnel le sorprendieron cerrándose ante él como una muralla infranqueable.
Victor y Said estaban sentados en el suelo de la cueva, reclinados contra el muro de la izquierda, y aún sentían los ecos de los cánticos mandeos en la pared que tenían a sus espaldas. Si apoyaban sus manos atadas contra el yeso, percibían un leve cosquilleo y sus piernas notaban el retumbar del suelo, ya muy lejano. El mismo Jamal, que se había quedado para vigilarlos, sentía un cierto desasosiego impregnado en la estancia que le erizaba el vello de la nuca.
El hombre del CSJ atisbo por la puerta abierta en la pared de enfrente. Los más de dos metros de la abertura no le permitían ver más allá de unos pocos pasos antes de que la negrura lo engullera todo y, aunque le habían ordenado que permaneciese en la gruta, algo en su interior le gritaba que saliera corriendo.
Mantenía a raya sus nervios caminando un par de pasos hacia la izquierda y otro par de ellos a la derecha. De vez en cuando miraba a los dos hombres para cerciorarse de que continuaban allí y de que la melodía mandea no los había evaporado en volutas de humo, cosa que no sabría cómo explicarle a su primo Abdul.
Victor le observaba en silencio calculando su pauta: dos pasos a un lado, dos hacia el otro, un breve vistazo en su dirección y vuelta a empezar. Cuando el hombre comenzó a girar hacia la izquierda, él retorció sus muñecas dentro de las cuerdas para intentar alcanzar uno de los bolsillos traseros de su pantalón. Lo consiguió e introdujo sus dedos en el interior, pero no llegaba al fondo. Necesitaba arrodillarse para tener el bolsillo a su entera disposición, y lograr esa postura podría llamar la atención de Jamal. Miró a Said y no fue necesario decirle nada. Aunque el hombre no sabía lo que pretendía, sí comprendió que necesitaba incorporarse y le empujó ofreciéndole el impulso necesario para equilibrar su cuerpo y conseguir inclinarse hacia delante.
Jamal finalizó sus dos pasos a la derecha y les echó un vistazo. Volvió hacia la izquierda y Victor retorció de nuevo sus muñecas para alcanzar el fondo del bolsillo. Con la yema de los dedos consiguió rozar su navaja multiusos, empujó un poco más hasta que la sujetó. Entonces sonrió. Su guardián no pudo verlo porque estaba dando sus dos pasos hacia la izquierda. Para cuando los miró otra vez, el investigador ya había abierto la pequeña pero afilada navaja y la ocultaba entre su cuerpo y la pared. Con paciencia comenzó a rasgar las cuerdas y sabía que iba por el buen camino a medida que sentía cómo se aflojaba la presión sobre sus muñecas.
La argucia de Zakaria fue en vano, el túnel por el que caminaban llegó a su fin cuando el ganzebra se topó con una pared de roca. El anciano miró hacia un lado y hacia otro, estaba perplejo y no sabía cuándo se había equivocado en sus cálculos, pero ahora no tenían escapatoria posible. No le quedaba más remedio que dar media vuelta y tomar el camino correcto, además de esperar que los dos hombres no se hubieran percatado de su truco. Sin embargo, lo hicieron.
—¿Nos está tomando el pelo, anciano? ¿O es que intenta que nos perdamos en estos túneles? —La mirada que Samuel dirigió al ganzebra provocó un escalofrío al anciano. El professor cojeó el metro que le separaba de Zakaria y le empujó con la punta de su bastón hasta que su espalda chocó con el fondo de la galería—. Creo que vamos a tener que darle motivos para que se porte bien. —Asió con su mano izquierda el rasta de Naseer y tiró de él—. A este muchacho puede sucederle algo si intenta engañarnos de nuevo—. Hazte cargo de él, Martin.
El director del CSJ le encañonó con su arma en un costado y le empujó.
—Ahora, ganzebra, vuelva a colocarse en cabeza y no se equivoque de nuevo. Sería muy desaconsejable para la salud de su pupilo.
Su mirada era dura y no admitía ningún tipo de réplica.
A pesar del mechón de pelo que le caía a Victor sobre el rostro, Jamal habría podido ver su sonrisa si hubiera abandonado por un momento su devenir automático de derecha a izquierda. Said, sin embargo, comprendió al instante lo que acababa de suceder. Observó cómo los hombros de su amigo se tensaban con fuerza y luego se relajaban con un suspiro silencioso. El joven se había librado de las cuerdas.
—¡Amigo! —le gritó el investigador a Jamal llamando su atención.
El otro se acercó hasta sus prisioneros, aliviado de que le ofrecieran una distracción, aunque no tuvo tiempo de percatarse de cuál sería porque Victor le clavó un puño en el estómago y otro en la cara para no darle tiempo a reaccionar. El joven se puso en pie de un salto y lanzó una patada a la mano del árabe que sujetaba el arma. La pistola describió un arco y cayó al otro lado de la gruta. Jamal se tambaleó hacia atrás dando unos pasos inseguros y dejando margen para que el investigador se abalanzase sobre él.
Said no perdió ni un segundo en recoger la navaja que su amigo había dejado en el suelo y comenzó a cortar sus cuerdas mientras observaba cómo el hombre del CSJ ganaba terreno. Era menos alto que Victor pero mucho más corpulento y, por lo que veía, no era el primer altercado cuerpo a cuerpo en el que se veía envuelto. El investigador debería ser más rápido, más astuto o más cauto porque la situación se estaba volviendo en su contra. Ahora, el de la camisa de rayas estaba consiguiendo dominar la pelea y parecía que lograría quitarse de encima al joven. Le empujaba con una cadera y tiraba de él hacia arriba. Victor no tenía ningún punto de apoyo para hacer fuerza sobre él y era cuestión de segundos que la situación se invirtiera y quedara bajo su oponente.
El anticuario se desesperaba con los nudos de la cuerda y, aunque ya sentía que la presión en sus muñecas era menor, aún tenía que continuar cortando. Se puso en pie para tener un mayor margen de movimiento y comenzó a acercarse a los luchadores. Victor había perdido el equilibrio y Jamal le empujaba con fuerza para tumbarle boca arriba. Cuando estaba a punto de conseguirlo recibió una patada en el costado que no supo de dónde le vino. Said no se limitó a un solo golpe y continuó pateándole hasta que su amigo pudo incorporarse y volvió a tenerle a su merced.
Cuando el anticuario consiguió cortar la última cuerda, Jamal ya no dispuso de ninguna oportunidad. Entre los dos hombres le redujeron y, en apenas un par de minutos, le maniataron con destreza. Le habían dejado semiinconsciente.
—Vámonos —le indicó Victor a su amigo.
Señaló la entrada de los túneles con un gesto de la cabeza y el anticuario se apresuró a correr tras él. Pero apenas unos metros más adelante la oscuridad era total y, aunque podían guiarse tocando las paredes y el techo con las manos, el suelo irregular les hizo aminorar el paso. No llegarían muy lejos sin luz.
Said tocó el hombro de su amigo y le indicó que volvía a por unas linternas. Cuando comenzaba a girarse para desandar el camino sintió cómo Victor le empujaba con brusquedad hacia la pared. Casi al mismo tiempo percibió una luminosidad creciente al fondo del pasadizo.
Los dos hombres se pegaron a la roca sin hacer el más mínimo movimiento. En la distancia llegaban a vislumbrar los rastas blancos de los mandeos. El grupo daba la vuelta y se aproximaba hacia ellos dejándolos atrapados. Si echaban a correr hacia la entrada, Martin los descubriría y no tendría el más mínimo reparo en usar su arma. Said veía cómo su propia sombra sobre el suelo se alargaba mientras los círculos de luz de las linternas se aproximaban a ellos cada vez más.
El ganzebra volvía a encabezar la marcha retrocediendo en su camino por los corredores. Le seguían Basaam y Naseer. Tras ellos se encontraba Martin, que no dejaba de apuntarlos con el arma, y Abdul; el último de la fila volvía a ser Sinclair. Zakaria podía oír con claridad el rítmico golpeteo de su bastón al apoyarse en el suelo. Sabía que no tenían escapatoria y volver a intentar confundirlos entre la maraña de galerías que horadaban la montaña ya no era una buena opción. Martin tenía el pulso firme y su jefe no dudaría en darle la orden de disparar.
Se resignó a su destino y continuó andando. De vez en cuando volvía la cabeza hacia atrás para buscar apoyo en la mirada de Basaam. El hombre le apretó con fuerza el hombro y dejó su mano en él.
—Estoy aquí —le dijo en un susurro.
El otro asintió con pesadumbre.
No había nada que pudieran hacer y lo sabían, pero Zakaria agradeció su gesto. La carga no era menor por compartirla, aunque el peso se aligeraba bastante.
—Se nos ocurrirá algo, ganzebra.
Procuró conferirle a su voz un sentimiento de esperanza del que carecía y solo consiguió su propósito en parte. Ninguno de los dos se engañaba con respecto al desenlace final de aquella aventura y, sin embargo, tampoco ninguno de los dos dejaba de pensar en cómo ocultar su «tesoro» a ojos de aquellos ladrones.
Al salir de nuevo al túnel principal, Zakaria creyó ver algo al fondo, más allá de la bifurcación que tendrían que tomar. Entrecerró los ojos y aguzó su vista. Le pareció que el túnel se estrechaba en ese punto y no recordaba esa característica hasta que una parte de la pared se movió. Fue un movimiento muy leve, casi imperceptible, pero suficiente para que el anciano reparase en las sombras alargadas del suelo. Entonces sonrió en silencio e hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Había reconocido a sus dueños.
Cuando los círculos de luz desaparecieron en un recodo del túnel y dejaron de oírse los últimos pasos, Said soltó el aire que había retenido en sus pulmones. Unas gotas de sudor cubrían su frente. Habían estado cerca, muy cerca de descubrirlos.
—Sigámoslos —le dijo Victor en un susurro.
Los dos hombres se pusieron en marcha procurando que las suelas de sus zapatos no hicieran ningún ruido hasta que llegaron a la primera revuelta del corredor. Allí se detuvieron y el investigador asomó con cautela la cabeza para comprobar la distancia que los separaba del grupo que los precedía. Lo hizo a tiempo de ver cómo la luz se perdía en un giro hacia la izquierda y apremió a su amigo para que continuaran. Temía perderlos en alguno de aquellos túneles que abrían sus bocas oscuras. El miedo de Said era, sin embargo, que fueran ellos los que se extraviaran.
—¿Necesita que vuelva a recogerla? —se ofreció el taxista.
Andrea negó con la cabeza mientras extendía un par de billetes para pagarle. Cuando miró a su alrededor le sorprendió ver una vieja furgoneta blanca con algunos desconchones junto a los faros. Cerca de ella había aparcados otros dos vehículos más; uno pequeño, que no reconoció, y un furgón un tanto destartalado. No sabía a quién podrían pertenecer, pero la primera idea que le vino a la cabeza es que los arqueólogos aún no habrían finalizado las excavaciones de ese año. Pensó que resultaría conveniente tenerlos allí, así podrían ayudarla con algunas dudas sobre la gruta que no había sido capaz de resolver por ella misma.
Descendió los escalones hasta la cancela de la entrada y empujó la verja al tiempo que se inclinaba para traspasar el umbral. La cueva estaba iluminada por focos que los arqueólogos habían instalado en campañas anteriores, pero, en contraste con el exterior, parecía encontrarse en penumbra; le costó un poco acostumbrarse a la nueva luminosidad. En pocos minutos comenzó a percibir las dimensiones reales de la gruta, podía ver la elevación de dos metros al fondo que supuso contendría la piscina ritual y la escalera apoyada en su borde. Buscó con la mirada el sitio en donde debía de encontrarse el hueco a los pies de la figura del Bautista, pero no llegó a encontrarlo. Su mirada se detuvo en la pared derecha. Acababa de descubrir una abertura del tamaño de una enorme puerta que no había visto en ninguna de las fotografías de la cueva.
Descendió los escalones que le restaban hasta el suelo y caminó con la mirada puesta en los dos grandes perros de presa dibujados en ella. «Del Diwan Abatur», pensó. Conocía su significado a la perfección. No podía creer que los arqueólogos hubieran encontrado ese vínculo tan claro con un antiguo centro de culto mandeo. Se acercó hasta la puerta para poder observar mejor el trazado de la pintura y a punto estuvo de tropezar con el hombre que yacía en el suelo.
Se asustó al ver que estaba atado de pies y manos y tenía algunos cortes en la cara. Se inclinó para verle mejor y creyó reconocerle como uno de los sicarios de Martin. No se movía y se temió lo peor, pero cuando le tomó el pulso pudo comprobar que solo estaba inconsciente. Comenzó a comprender que allí no encontraría a ningún arqueólogo. Lo más probable era que se topase con el otro matón del CSJ, Abdul, y con alguno de los asuntos turbios en los que estaba metido el director. Pero entonces una duda comenzó a penetrar en su cerebro, ¿y si el que estaba en apuros era Sinclair? ¿Y si se había llevado a aquel hombre para protegerse? Era posible que quienquiera que le hubiese maniatado le estuviera haciendo lo mismo a Samuel en esos momentos.
Se irguió y miró a su alrededor. Un poco más allá descubrió los tres cuencos mandeos abandonados a los pies de la puerta, Sinclair nunca los habría dejado tirados allí de cualquier manera. Ya no tuvo dudas, su mentor estaba en peligro. Agarró con fuerza el bolso y echó a correr hacia los dos perros de presa del Diwan Abatur.
Era el último giro en su camino. Después de él entrarían en la Sala, la que albergaba su «tesoro». Quizá por eso Zakaria ralentizó sus pasos hasta el punto de detener a la comitiva que le seguía.
—Ve a ver qué pasa —le ordenó Martin a su sicario.
Abdul no se hizo repetir la pregunta y se adelantó hasta alcanzar al ganzebra.
—¿Qué sucede ahora, viejo? ¿Otro de tus trucos?
Antes de que le respondiera, el joven había seguido con la mirada el haz de luz de su linterna y la había detenido en el mismo borde del círculo que limitaba con la entrada de la nueva gruta. Comprendió lo que Zakaria no había dicho con palabras.
—Hemos llegado —les anunció a sus jefes, y propinando un fuerte empujón al anciano, le dijo—: ¡Camina!
El hombre trastabilló; consiguió mantener el equilibrio y no caer al suelo, aunque entró en la sala dando un par de largas zancadas. Los demás le siguieron al interior arremolinándose en torno a la entrada para contemplar la estancia al completo. En los ojos de sus discípulos podía leerse una emoción contenida. Naseer, incluso, estaba a punto de llorar.
Para el resto, sin embargo, no había nada que ver. Acababan de entrar en una sala amplia excavada en la roca. Las dos paredes laterales estaban tan finamente pulimentadas que casi brillaban; la de enfrente era distinta, porque presentaba una gruesa capa de yeso oscurecida por los siglos de deterioro. A sus pies se amontonaba el polvo que había ido cayendo al suelo.
Martin escrutaba la cueva, incluso se giró hacia atrás y enfocó con su linterna el pasillo que acababan de recorrer pensando que el anciano había vuelto a engañarles: aquella habitación de piedra estaba vacía.
Y lo estaba. Eso fue al menos lo que supuso Sinclair, pero al advertir la emoción en los ojos de los sacerdotes cambió de opinión.
—Bien, prosigan su trabajo —les indicó señalando el muro enyesado como si supiera lo que tenían que hacer a continuación.
Naseer abrió la boca para enfrentarse al professor, pero tuvo que cerrarla sin decir nada porque sintió la presión del arma en su espalda. Martin sabía ser muy persuasivo cuando se lo proponía.
Un leve empujón al anciano hizo el resto y los tres mandeos dieron unos pasos en dirección a la pared de enfrente. Hicieron ademán de taparse los oídos mientras se colocaban los tapones de cera y Zakaria comenzó a entonar una vieja letanía de sonidos rítmicos. Era muy diferente a los cánticos que habían obtenido al leer los cuencos y, sin embargo, para Sinclair mantenía la misma pauta de sonidos cavernosos y profundos.
De alguna forma que no llegaba a comprender, las paredes laterales reproducían la voz del anciano y creaban ecos y vibraciones en la estancia. Cantaba una sola persona, pero se asemejaba al canto de un coro de tenores de voz grave y cálida. Eran notas lentas que le adormecían y parecían sedarle relajando sus músculos. El tiempo parecía haberse detenido de nuevo, otra vez todo volvía a funcionar de forma lenta y sosegada. Comenzaba a dejarse llevar por el letargo.
Cuando Basaam y Naseer se unieron a él, el sonido creció en intensidad y los envolvió. Casi podía verlo a su alrededor, abrazándole y, desde luego, podía sentirlo dentro ejerciendo presión, haciendo fuerza. Sus pulmones, su corazón y su estómago absorbían la energía acústica y resonaban al mismo ritmo que el cántico. El movimiento relajante del principio se tornó desagradable a medida que los hombres aumentaban su intensidad y su cadencia. Ahora sentía náuseas, al igual que Martin, que había tenido que apoyarse contra una de las paredes pulidas para no perder el equilibrio.
«Es el sonido —pensó Sinclair antes de no poder pensar más—, es el sonido.»
Y, en efecto, no se equivocaba, era el sonido, que, como una energía, actuaba creando presión en los órganos internos y haciendo que sus moléculas vibrasen cada vez más rápido. Si el cuerpo no era lo suficientemente elástico podría romperse. Por fortuna para Samuel, él era más flexible que el yeso y en algún punto cercano oyó cómo una parte de la pared se fracturaba.
También lo había escuchado el ganzebra, a pesar de llevar tapones en los oídos, que, en realidad, solo servían para amortiguar parte de los efectos de la música en su cuerpo. En el instante en que lo oyó reunió las pocas fuerzas que le quedaban y levantó un brazo. Sus compañeros entendieron la orden y alzaron la voz al unísono casi hasta el límite humano. Ahora entonaban como un bajo profundo a su máxima potencia. Los sonidos eran atronadores y resonaban retumbantes en la caverna.
Los haces de luz que las linternas dibujaban sobre el suelo no avanzaron más. Oscilaban de un lado a otro y, a veces, parecían parpadear, pero se habían detenido.
Victor vio cómo se desparramaban los rayos al final del túnel. Cuando el grupo de delante giró por última vez hacia la izquierda, dio la impresión de que ya habían alcanzado el lugar al que deseaban llegar.
Caminó los últimos pasos que le separaban del recodo muy despacio, con el corazón golpeando con fuerza en su pecho. No sabía lo que podía esperar al otro lado. Cuando alcanzó la entrada de la nueva gruta se detuvo y asomó la cabeza con cautela. Said se acercó hasta él moviendo su cuerpo en silencio y, al llegar a su altura, también miró hacia la sala conteniendo la respiración. Sería la última vez que respiraría con normalidad durante los próximos minutos. En ese momento los mandeos iniciaron su cántico y el sonido los envolvió también a ellos.
Sinclair comenzaba a marearse cuando la pared enyesada crujió y se resquebrajó en algunos puntos. Ahora el sonido era tan fuerte que lo oía sobre su cabeza y bajo sus pies y sentía moverse toda la cueva.
El agua que había quedado almacenada en depósitos subterráneos tras la lectura de los cuencos y que había continuado aumentando de nivel con lentitud había rebasado la capacidad de su encierro y había buscado nuevas vías de escape; presionó las paredes de su embalse bajo tierra hasta que consiguió abrirse paso a través de los túneles más profundos volviendo a rugir con fuerza y a retumbar en todas las galerías que horadaban la colina.
Eso era lo que hacía vibrar la cripta y lo que sentía en su interior, una poderosa fuerza en movimiento, y entonces le entró pánico, un miedo que le impedía moverse y apartar la vista de la pared de enfrente, cada vez más agrietada. Observó cómo un pedazo de yeso se desplomaba y caía al suelo levantando una nube de polvo. Le siguió otro, y un tercero. La pared entera se desmoronaba.
Los mandeos disminuyeron la intensidad de su canto y ahora volvía a ser relajante y lento, aunque el cuerpo de Sinclair parecía haber pasado por debajo de una apisonadora. Martin y Abdul se habían visto obligados a sentarse en el suelo para no caer por la pérdida de equilibrio que habían sufrido y ahora se encontraban agotados y con ganas de vomitar, pero comenzaban a respirar de nuevo con cierta facilidad.
Los envolvía un agradable sonido de fondo que no procedía de las gargantas de los sacerdotes aunque les servía de acompañamiento. Estaba en todas partes y fluía, como el agua, al mismo ritmo que ellos.
El cerebro de Samuel Sinclair comenzaba a aclararse y podía pensar de nuevo. Lo que pensaba era que habían encontrado el tesoro: algo brillaba entre las grietas de la pared enyesada.
Todavía temblaba. Andrea sentía el sudor frío que le recorría la espalda y sabía que un fino reguero de sangre le resbalaba por la rodilla.
Apenas si había recorrido unos metros en el interior del túnel cuando comenzó a sentir un leve temblor en el suelo. Y aunque al principio continuó andando, la vibración fue creciendo hasta que no tuvo más remedio que sujetarse a la pared para no perder el equilibrio. Cuando rozó la roca percibió un cosquilleo en las palmas de sus manos. Parecía que el túnel entero se movía. Creyó que algo pasaba y que se arremolinaba bajo sus pies, bajo el propio suelo. Después la sensación se amplió a las paredes y al techo y comenzó a invadirla un sentimiento de agobio que le oprimía el pecho. La galería parecía haberse llenado de algo denso y opaco a pesar de continuar vacía y en la más absoluta oscuridad, como si tuviera vida propia. Una sacudida fuerte le hizo perder el precario equilibrio y cayó hacia delante golpeándose las rodillas. Se arrastró unos metros más, tanteando la roca con las manos. Respiraba con dificultad y sentía miedo, pero la adrenalina la impulsaba a continuar. Rozó el borde de una esquina y giró a la izquierda buscando la protección de una galería transversal. Allí el ruido era más grave, casi ensordecedor, la envolvía y resonaba dentro de su cuerpo. Lo sentía rebotando en sus pulmones y en su estómago. Comenzó a marearse y a padecer náuseas. Le fallaban las fuerzas a pesar de estar caminando a gatas y reclinó la espalda contra la pared para intentar respirar mejor. Se sentía totalmente agotada.
Aunque le escocían los ojos por el sudor que había entrado en ellos, no se sentía capaz de secarlos. Le temblaba tanto la mano que no encontraba su rostro. Comenzó a temerse lo peor y a pensar que podía tratarse de un terremoto y aunque la poca lógica que era capaz de retener en su cerebro le decía que no era probable, un miedo atávico le hacía creer que todo era posible. Andrea esperaba que de un momento a otro el techo se desplomara sobre su cabeza.
Abdul fue el primero en ponerse en pie. El cuerpo le pesaba una tonelada y le costó recuperar el equilibrio. Cuando lo consiguió ayudó a levantarse a su jefe, que mostraba el rostro más pálido que le había visto en su vida. Martin recogió del suelo el bastón de Sinclair y se lo tendió. Él lo asió por la empuñadura sin dejar de enfocar con su linterna hacia la pared del fondo. Otros haces de luz desparramados por el suelo iluminaban la cueva de forma irregular y le impedían ver con claridad el texto que había quedado al descubierto. Se aproximó tambaleante a él seguido por los otros dos.
El yeso de la pared había caído para dejar al descubierto un muro de estuco en el que se perfilaba el relieve de unas letras doradas. Eran grandes y estaban dispuestas en filas. Con la visión reducida por los cascotes que aún no se habían desprendido se hacía muy difícil interpretarlas, así que, al pasar al lado de los mandeos, empujó con el pie un pico que habían traído.
—Acaben el trabajo —les ordenó.
Zakaria estaba agotado y necesitó la ayuda de Basaam para poder incorporarse. El sacerdote dejó al ganzebra apoyado contra la pared lateral y volvió a recoger el pico. Naseer ya se había encargado de empuñar la pala y de ir desprendiendo las capas de yeso que aún no se habían desmoronado. Poco a poco, entre los dos, consiguieron dejar al descubierto el resto de la pared. Cuando finalizaron su trabajo se alejaron y se arrodillaron en señal de devoción.
Ante ellos aparecía majestuoso el alfabeto mandeo, el primero, el que escribieron sus antepasados. Eran letras grandes y doradas que ocupaban todo el muro. La «a», la «ba», la «ga»... y, al final, de nuevo la «a», creando la perfección.
Su brillo deslumbró a Sinclair, que se adelantó hasta poder tocarlas: parecían estar esculpidas en oro. Acarició la que quedaba a la altura de su rostro mientras la iluminaba con su linterna. Percibía el frío del metal en sus dedos e hizo un cálculo mental rápido de lo que podían costar en el mercado. La cifra era impresionante y consiguió reanimarle un poco de su agotamiento. Pero lo que realmente le satisfizo fue pensar en las prebendas académicas que obtendría por aquel descubrimiento: las mejores universidades se disputarían sus conocimientos y sería el ponente de honor de todas las conferencias, acumularía distinciones honoríficas; era posible, incluso, que la reina le otorgase el título de Sir y estaba deseando aceptarlo.
Sinclair pasó a la siguiente letra y la acarició también sin quitarse de la cabeza su futuro título nobiliario. Esa le pareció peor pulida, menos trabajada, y al observar sus dedos comprobó que estaban dorados. Raspó la superficie del relieve con las uñas y la pintura brillante se desprendió con facilidad.
—¿Falsas? —gritó creando ecos en la caverna. De pronto, su imaginaria y recién adquirida aristocracia se había esfumado—. ¿Las letras son falsas?
Dirigió su furia hacia el ganzebra, que permanecía apoyado contra la pared, y le apuntó con su bastón.
—Estas letras no son de oro —siseó mientras descargaba golpes contra Basaam y Naseer.
Los mandeos se protegían la cabeza con los brazos.
—¿Dónde está el tesoro? —chilló—, ¿dónde lo habéis escondido?, ¿dónde?
El anciano señaló el muro cubierto con su alfabeto sagrado y respondió a su ira con calma.
—Es ese de ahí. Ese es su tesoro.
—No veo el candelabro de siete brazos, ni las otras piezas del Templo. —Su voz se había convertido en un susurro sibilante.
Al principio el anciano no pareció entenderle, pero luego cayó en la cuenta.
—¿La Menorah? ¿El Templo? Nosotros no somos judíos. ¡Cómo íbamos a poseer esos tesoros! Nuestra riqueza está en el poder de ese alfabeto —le contestó señalando la pared con su mano huesuda—. En él y solo en él encontramos nuestro verdadero oro.
Y no mentía, sin embargo, Sinclair estaba lleno de ira y las palabras del sacerdote no le convencían. En algún lugar de aquella maraña de túneles y galerías se hallaba lo que había venido a buscar.
Había empleado casi toda su vida en descubrir que existía un vínculo muy fuerte entre los mandeos, Juan el Bautista, los esenios y los judíos; y estaba claro que los mandeos fueron los depositarios finales del tesoro que desapareció del Templo de Jerusalén cuando los romanos arrasaron la ciudad en el año 70 después de Cristo.
Todo estaba muy claro. El Bautista había dado sus primeros pasos como esenio, siguiendo sus ritos y costumbres para luego alejarse de ellos y crear su propio grupo religioso. Cuando los mandeos le conocieron hicieron de él uno de sus principales profetas. Lo demás era pura deducción: antes de que los romanos saquearan el Templo de Jerusalén, la institución más rica de la antigüedad, los judíos se encargaron de sacar sus tesoros de la ciudad para ocultarlos. Ese difícil cometido recayó en los esenios, que conocían las cuevas de la zona como la palma de su mano. Ya solo quedaba encajar a los mandeos en el rompecabezas y Juan el Bautista era la pieza que los vinculaba. Estaba seguro de que a través de él, los dos grupos habían entrado en contacto y lo habían mantenido hasta su muerte en el año 37. Sinclair creía que los mandeos habían sido los guardianes últimos del tesoro del Templo de Jerusalén y que les había correspondido a ellos la tarea de ocultarlo cuidadosamente. Conocían, por tanto, su localización exacta. Estaba seguro de no haberse equivocado. Ellos eran los únicos, en la actualidad, que conocían el paradero de toda esa riqueza.
No era lo mismo descubrir el tesoro del Templo judío perdido durante dos mil años que un simple alfabeto mandeo construido en estuco dorado. Y lo peor que podría sucederle: la reina no le ofrecería la posibilidad de convertirse en Sir.
Su ira crecía a medida que se sentía estafado y en un arrebato de furia retiró la funda de su bastón convirtiéndolo en un florete de esgrima.
—¿Dónde está? —volvió a preguntar mientras se acercaba al anciano apuntándole con su arma.
En la entrada de la caverna, Victor y Said ya casi se habían recuperado del efecto de los sonidos y, al ver a Samuel dirigirse hacia el ganzebra con el florete en alto, el investigador echó a correr en su dirección, pero en su camino se encontró con la mano cerrada de Abdul, que en esa ocasión fue más rápido que él. Cuando sintió el puñetazo en la boca del estómago se plegó en dos como una hoja de papel y el sicario solo tuvo que tumbarle con un golpe en la espalda. Victor cayó al suelo aturdido. El hombre del CSJ buscó el arma bajo su chilaba pero recordó que se la había prestado a su primo.
—Es tu día de suerte —le dijo al investigador, que todavía sentía malestar en el abdomen tras el accidente en la carretera de Ein Kerem; el nuevo revés vino a empeorar las cosas. Le faltaba el aire y no era capaz de levantarse.
Said tuvo una suerte parecida cuando se encontró con la culata del arma de Martin empotrada en su sien. Se tambaleó adelante y hacia atrás un par de veces, como una peonza, hasta que dio con sus huesos en la roca.
—¡Noo! —El grito rebotó contra las paredes de la gruta levantando ecos que multiplicaron el sonido hacia los cuatro puntos cardinales.
Todos los que se encontraban en la caverna giraron su cabeza hacia la entrada. Andrea permanecía de pie, muy alterada, observando cómo Samuel amenazaba al anciano con su florete. Le tenía agarrado por el rasta y el filo de la hoja rozaba su cuello. Al ver a la mujer soltó al ganzebra, que se desplomó sobre el suelo, y corrió en dirección a ella; le desagradaba que Andrea hubiera presenciado esa escena. Ahora tendría que explicarle muchas cosas para las que aún no estaba preparada.
De camino, Samuel recogió la funda de su bastón y una linterna que rodaba por la tierra. Cuando alcanzó la entrada de la gruta tomó con fuerza el antebrazo de la mujer y tiró de ella hacia fuera. Andrea intentó separarse de él, pero la tenía bien sujeta y la arrastró por el túnel. La orientalista tuvo tiempo de echar un último vistazo a la cripta y de advertir que Victor miraba en su dirección y parecía preocupado.
—¡Martin! ¡Abdul! —les gritó Samuel desde la galería—. Nos vamos. Rápido.
La cueva les devolvió los ecos y los dos hombres no se hicieron de rogar. Al pasar al lado del investigador, Abdul le propinó una patada en el costado que le provocó nuevas náuseas.
—Volveremos a vernos —le espetó a un Victor más preocupado por retener el desayuno dentro de su cuerpo que por responder a bravuconerías.
Said se arrastró pesadamente hasta su amigo, que estaba hecho un ovillo sobre la roca fría, y le tocó el hombro.
—¿Cómo estás?
Cuando el joven le miró, el anticuario pudo comprobar que no se encontraba muy bien.
—Vamos, arriba —le dijo.
Y se arrodilló para ayudarle a levantarse. Consiguieron ponerse en pie los dos apoyándose el uno en el otro.
—Gracias, jóvenes.
El ganzebra se había acercado hasta ellos y, posando sus manos en el antebrazo de Victor, les hablaba con afecto.
—Esos hombres son unos bárbaros —prosiguió el anciano.
Ahora, los tres mandeos los rodeaban. Naseer miraba a Victor con admiración, su entrada al galope en la sala había detenido el mal que Sinclair pretendía hacerle a su ganzebra, o al menos lo había intentado, y aquel hombre tenía todo su agradecimiento.
—¿Se encuentra usted bien? —le preguntó Basaam. Victor estaba a punto de responder cuando le ayudaron a apoyarse contra una de las paredes laterales. Aún tenía dificultades para respirar con normalidad. Said se colocó a su lado con preocupación.
—Naseer, trae alguna linterna, por favor —le pidió el ganzebra.
Su pupilo recogió un par de ellas del suelo y le ofreció una al anciano. Mientras, Basaam iluminaba con otra las grandes letras de la pared de estuco. Victor le observaba, en parte para alejar su malestar y en parte por curiosidad.
Zakaria siguió su mirada y sonrió.
—¿Conoce nuestro alfabeto sagrado?
El joven asintió e intentó sonreír a su vez, pero esbozó una simple mueca.
—Mágico, ¿verdad?
Le hubiera gustado reírse, pero, en lugar de eso, los ojos se le llenaron de agua al recordar la sábana blanca que cubría el rostro del doctor Ben Shimon. Nunca más le respondería que también los cuencos y los amuletos eran mágicos. Lo que no habían conseguido tres baipases lo había logrado el CSJ. Su dolor se convirtió en rabia y apretó los labios con fuerza.
El ganzebra observó sus cambios de ánimo y le palmeó el hombro ofreciéndole consuelo. Victor le miró directamente al rostro por primera vez y descubrió sus ojos pequeños y hundidos enmarcados por unas gruesas cejas. Su mirada era cálida y tierna, casi como la de un padre. Había en ellos preocupación, pero también esperanza. El hombre le regaló una sonrisa cómplice y Victor tuvo la sensación de que, de alguna manera que él no llegaba a entender, ese hombre estaba dentro de su cabeza con él. Y, como un padre atento, estaba colocando las cosas en su sitio. Cuando volvió a mirarle, esa sensación había pasado y solo permanecía una débil sonrisa en los labios arrugados de un anciano.
Entonces lo recordó. El investigador tanteó uno de los bolsillos traseros de su pantalón y encontró el amuleto de oro algo aplastado por la navaja multiusos. Tiró de él y se lo ofreció al anciano.
—Esto les pertenece.
La sonrisa de Zakaria se amplió y sus manos temblaron cuando lo tomó entre ellas con veneración.
—Gracias, amigo. —Y el ganzebra quiso devolverle ese gesto con otro. Miró a sus compañeros y, ante su asentimiento, les dijo a los dos hombres—: A nosotros también nos gustaría mostrarles algo, como una prueba de agradecimiento—. Basaam, recoge ese pico. —Le indicó al sacerdote—. Acompáñenme, por favor —les pidió a Said y a Victor apoyándose en el brazo del investigador para caminar.
Se acercaron hasta uno de los bordes laterales de la pared que contenía las grandes letras del alfabeto sagrado y Zakaria señaló con el dedo una esquina a Basaam.
—Pica ahí, por favor.
El sacerdote golpeó un par de veces y el primer manto de yeso se desprendió con facilidad dejando ver la zona que ocultaba.
—Es algo que desearía que vieran —les dijo a Victor y a Said.
Samuel arrastró a Andrea por los túneles precedido por Martin y Abdul, que caminaban más rápido que él y ya habían alcanzado la puerta con los dos perros del Diwan Abatur; su cojera no le ayudaba, pero los continuos tirones de la orientalista en dirección contraria a la que llevaban le hacía retrasar la marcha en exceso.
Uno de esos tirones consiguió su objetivo y la mujer quedó libre de Sinclair. No lo pensó dos veces y echó a correr por donde habían venido. No se detenía a comprobar si elegía el camino correcto, solo sentía la necesidad de correr para alejarse del hombre. Después de lo que había visto en la caverna no se sentía segura en su compañía. Algo en su interior le desaconsejaba que permaneciese junto a él. Le había visto amenazar al anciano con crudeza y cuando la tomó del brazo la arrastró con tanta fuerza por los túneles que le hizo daño. Temía, incluso, que toda su furia se volviese contra ella y en aquellas circunstancias desconocía cómo se comportaría. Nunca le había visto tan fuera de sí, con tanta ira contenida. Había miedo en sus ojos cuando consiguió desasirse del hombre y un sentimiento de alivio a medida que su carrera la alejaba de él.
Su errática fuga hizo que se extraviara en la maraña de túneles, pero no se detuvo hasta que dejó de ver el resplandor de la linterna de Samuel a su espalda. Entonces se acurrucó en el suelo y se tapó los oídos. Desde lejos le llegaba la voz del professor llamándola con insistencia. Se negó a oírle y apretó con más fuerza las manos contra su cabeza. Sin apenas darse cuenta comenzó a llorar. Intentaba sofocar los sollozos para que no pudiera encontrarla gracias al sonido.
Después de un rato dejó de llamarla, pero Andrea no se tranquilizó, confiada en que se habría ido sin ella, dejó que su frustración brotara en forma de nuevas lágrimas. Poco después, el nerviosismo le provocó temblores que no era capaz de controlar.
Samuel había alcanzado la puerta con la imagen de los dos perros. La mirada de los pobres animales resultaba cándida comparada con la suya. No sabía si sería capaz de controlar su ira por más tiempo. Hacía unos instantes lo había tenido todo al alcance de sus manos y ahora había desaparecido entre sus dedos, filtrándose entre ellos como el polvo. No le quedaba nada, tanto trabajo para obtener los cuencos y el amuleto, tantas horas gastadas pensando en cómo conseguir que todo estuviera dispuesto a la perfección para cuando llegara el momento adecuado, todos sus esfuerzos no habían sido suficientes y ahora se encontraba desesperado y lleno de ira. Incluso ella, la mujer, le había fallado.
Volvió a mirar hacia atrás y enfocó su linterna recorriendo el túnel para volver a llamar a Andrea por última vez. Lo hizo con la rabia encerrada en su pecho, pero ella no le contestó.
—¿Sucede algo? —Martin le vio detenido en el dintel de la puerta y le preguntó preocupado.
—Andrea.
Se lo imaginó, la mujer había huido. No se podía uno fiar de ellas y menos si se creían inteligentes. Al fin y al cabo, estaba seguro de que esta acabaría abandonándolos tarde o temprano. Lo importante era saber si aún precisaban de su trabajo.
—¿La necesitamos? —le preguntó al professor.
Samuel iba a responder que sí e inició una pequeña inclinación de cabeza pero detuvo su movimiento en seco.
—No, déjala. Ya arreglaremos ese problema más adelante.
Razonó que abandonarla allí unas horas la domaría, la tornaría más dócil y le permitiría meditar sobre lo que había visto. Después se encontraría más receptiva a sus explicaciones y hasta era posible que comprendiese el verdadero alcance de su investigación y estuviera de acuerdo con él en su forma de manejar la situación. No estaba totalmente seguro de esa posibilidad, pero no convenía descartarla.
Además, no podían esperarla; los otros hombres aparecerían en cualquier momento y no deseaba que se produjese un nuevo enfrentamiento. Abdul parecía odiar al investigador y en una refriega cualquiera de los dos saldría malherido. No podía permitirse el lujo de perder a ninguno. Al sicario le necesitaba para continuar con sus planes y al otro tendría que vigilarle a cierta distancia porque los llevaría hasta el tesoro. Sinclair estaba convencido de que allí no había finalizado su búsqueda. En ese momento no era capaz de pensar con claridad hacia dónde dirigiría sus pasos, le quedaba la opción esenia y las ruinas de Qumrán, pero el joven podría constituir una ayuda inestimable. Si no era capaz de convencer a Andrea para su causa, al menos podría contar con él, sin que lo supiera, por supuesto.
Comenzó a relajarse y a creer que no todo estaba perdido, todavía quedaba una posibilidad, todavía podía conseguir el tesoro del Templo y aceptar el título que le otorgarían por su incalculable contribución a la Historia; porque la reina se lo concedería, de eso no cabía ninguna duda.
Cuando su cerebro se serenó lo suficiente, empezó a impartir órdenes e indicó a Martin que recogiera los cuencos mostrando tres dedos extendidos hacia ellos y luego dirigió su mano a la hornacina bajo los pies del Bautista para recordarle que no se olvidara del amuleto. Nunca se sabía, pero aquellas piezas, por sí solas, también podrían reportarle algún beneficio.
—Y tú —le dijo a Abdul—, levanta a tu primo y vámonos.
El árabe había conseguido que Jamal recuperara la consciencia y le había desatado, después le ayudó a incorporarse.
Samuel inició su marcha hacia la salida de la Gruta del Bautista cuando un grito de Martin le hizo pararse en seco.
—¿Cómo que no está? ¿Has mirado bien? —Su rostro era lo más cercano que podía parecerse una cara humana a la faz de la Gorgona.
—Sí, yo... —El director trastabillaba las palabras confuso por no encontrar el amuleto.
—Déjame a mí —gruñó mientras le empujaba hacia atrás.
Sinclair se acercó hasta el hueco a los pies del santo e introdujo la mano en él casi hasta el antebrazo. Palpó arriba y abajo el hueco, pero quedó claro que estaba vacío. Se volvió a los tres hombres y les ordenó abandonar la gruta con la voz más cargada de odio que habían oído en su vida.
El ganzebra abarcó todo el alfabeto mandeo llenando la pared con un gesto de sus brazos.
—Observen la primera letra —les dijo a Victor y a Said señalándola con su dedo.
La redonda «a» del alfabeto mandeo se erguía orgullosa en la otra punta de la pared. A la débil luz de las linternas parecía un sol sin rayos.
—Observen la última —les pidió al tiempo que redirigía su dedo en la nueva dirección.
Era otra «a». Pero eso ya lo sabían los dos hombres. El alfabeto mandeo comenzaba y finalizaba con la «a».
—Representa lo más elevado de todo, es la grandeza, la perfección. —Said miraba la letra y meditaba sobre lo que podría contener el círculo que encerraba—. Es el Principio y el Final de todas las cosas —dijo el anciano girándose en su dirección en un intento por responder a su pregunta no formulada—. Y es ahí, al final, donde se encuentra lo que deseo que vean.
Bajo la última letra del alfabeto y algo escorado a la derecha había un texto que ni Said ni Victor podían entender. Estaba esculpido en mandeo antiguo.
—«Guardado en cobre» —leyó Zakaria—. Ese es vuestro tesoro. El nuestro... —Abarcó con su brazo huesudo todas las letras de la pared—: Este es el nuestro. —Luego añadió una frase algo críptica para la que no ofreció explicación alguna—. Ellos cumplieron el Pacto y siguieron la Ley. Eran hombres buenos.
Said fue a replicar algo pero no emitió el más mínimo sonido. El anciano acababa de alzar su brazo pidiendo su silencio.
—Hay muchas cosas en la tierra y en el cielo que los hombres desconocen. Pídanle ayuda a su Dios. Él les guiará por el camino, existen preguntas para las que yo no tengo respuestas.
«O sea —pensó el anticuario—, que no debe de tener ni idea de lo que significa.» Y ya se imaginó envuelto en una nueva aventura junto a Victor, porque su amigo no descansaría hasta saber lo que aquella frase quería decir: ¿quiénes cumplieron el Pacto?, ¿quiénes siguieron la Ley?, ¿qué fue lo que guardaron en cobre esos hombres buenos? En un gesto cómico se echó las manos a la cabeza.
—Ahora, amigos, deben dejarnos. Aún nos queda por realizar la última parte de nuestro trabajo. —El ganzebra finalizó su frase con una mirada de cariño.
Cuando Victor y Said abandonaron la cueva todavía se sentían excitados por lo que habían visto pero algo confusos por la nueva perspectiva que les había abierto el anciano.
Caminaban sumidos en sus propios pensamientos, por eso los sobresaltó el grito de ayuda. Lo oyeron con claridad, no sonaba muy lejano y la mujer parecía desesperada. Volvió a chillar y Victor enfocó la linterna que le había dado uno de los sacerdotes hacia la fuente del sonido. Ya había dado un par de pasos hacia ella cuando Said tiró de su manga y le indicó otra galería que se abría justo ante sus ojos.
Andrea continuaba gritando y las paredes de los túneles levantaban numerosos ecos. Su voz podría proceder de cualquiera de ellos o de todos a la vez y eso hizo que el investigador ya no estuviera tan seguro de dónde procedía el sonido.
—No dejes de hablar —vociferó—. ¿Me has oído?
Ella le había oído y se sintió aliviada, allí había alguien que podría ayudarla. Seguramente serían los otros hombres de la caverna y se creyó con fuerzas para comenzar a andar en su dirección.
—Sí —le respondió—. ¡Estoy aquí!
Said se adelantó aguzando el oído hacia la galería que tenían enfrente, pero ya no estaba tan seguro de que el sonido procediese de ese punto. Comprobó que Victor seguía su instinto y se internaba en otro túnel y decidió seguirle; si se separaban, también ellos podrían perderse.
La mujer no dejaba de hablar y su voz cada vez se oía más cerca. Aunque las paredes continuaban devolviéndoles ecos confusos, ahora parecía que las palabras sonaban con más fuerza.
—Os he visto —exclamó ella con esperanza cuando percibió un resplandor en la distancia—. Veo la luz. ¡La veo! —De pronto, el resplandor se desvaneció tan de prisa como había aparecido—. ¿Dónde estáis? ¡Ahora no puedo veros! —Había un cierto tono lacrimoso en su voz.
Se puso en pie con gran esfuerzo en mitad de la oscuridad tanteando las paredes y comenzó a andar insegura.
—¿Dónde estáis? —repitió intentando controlar los sollozos—. ¿Dónde estáis?
Tenía miedo de quedarse allí para siempre. Sola no podría encontrar la salida, todos los túneles parecían iguales y no sabía cuánto podría haberse alejado de la entrada en su alocada carrera.
—¡No os veo! —El grito se partió por la mitad cuando Andrea tropezó con una elevación del terreno y cayó al suelo. Se había golpeado otra vez contra las rodillas y volvió a correr la sangre por la herida reciente. La sentía deslizarse cálida por la pierna. Intentó limpiarla con el borde de la falda sin conseguirlo mientras luchaba para que la voz no se le quebrase y las lágrimas no comenzaran a resbalar por sus mejillas de nuevo—. No os veo —repitió, pero era casi un susurro ahogado.
Se apoyó contra la pared pretendiendo ponerse en pie y se impulsó con fuerza hacia arriba cuando una arista de la roca le lastimó el hombro desgarrándole la blusa y provocándole una fea herida. Percibía el dolor palpitando en su brazo, latiendo al ritmo de su corazón, que se había vuelto a encabritar. Ya no pudo evitar que las lágrimas volvieran a correr por sus mejillas. Tenía miedo y estaba sola.
Naseer miró a su ganzebra esperando una señal que le indicara que podía comenzar. Se encontraba agotado, pero sabía que sería el último esfuerzo que debía hacer, después podrían descansar.
Había desenrollado con mucho cuidado el amuleto de oro y ahora se lo mostraba a sus compañeros con complacencia. La lámina se había agrietado en algunas zonas pero su texto aún era legible. Zakaria apoyó una mano en su hombro y asintió con una sonrisa. Era el momento. Los embalses de agua ya debían de estar desbordándose y el tiempo se les acababa.
Naseer comenzó a cantar una melodía muy dulce y serena que en nada recordaba sus cánticos anteriores. Sus notas los envolvieron con suavidad y la delicadeza de su roce los relajó. Ya no se trataba de conseguir infrasonidos que rompieran la roca y dejaran correr el agua con libertad, ya había sido liberada. Ahora ella haría sola todo el trabajo, su propio empuje contra las paredes obraría el milagro.
Al mismo tiempo que Basaam y Zakaria se incorporaban al canto de su compañero, finos hilillos de líquido comenzaron a descender del techo de la pared del fondo. Las letras grandes se disolvían ante su contacto como si el agua fuera ácido corrosivo. El material se desprendía de la roca dejando regueros de pintura dorada que recordaban el maquillaje de un rostro gastado tras una noche de fiesta. A medida que desaparecía el antiguo alfabeto, la pared comenzaba a brillar. Refulgía ante la luz de las linternas como oro vivo. Y en verdad era oro vivo porque parecía surgir de la propia roca, nacer de ella.
Los mandeos se quedaron sobrecogidos ante aquella visión. Alguien había tallado en la piedra la forma de sus letras, hundiendo el cincel y rebajando el material y luego había cubierto esos huecos con grandes cantidades de oro que, a su vez, había moldeado. El resultado era un alfabeto, con cada letra del tamaño de un niño, que brillaba como el sol y que decoraba toda la pared. A las dos «a» les habían nacido rayos. Una lágrima resbaló por la mejilla curtida del ganzebra justo en el instante en que volvió a escuchar el sonido del agua que se precipitaba hacia ellos desde algún lugar.
Los tres sabían que tenían que abandonar la cueva y, en fila, salieron de ella con lentitud. Se volvieron a una distancia prudencial para observar por última vez el valor de aquel alfabeto mágico que era superior a todo el oro que le daba forma. Habían restaurado de nuevo su poder y ahora las palabras podrían volver a modificar el mundo. Para bien o para mal.
Un torrente de agua rebotó contra el exterior de la cueva y pudieron sentirlo presionando al otro lado de la galería. Lo tenían a su alrededor, pero las paredes del túnel los salvaban de ahogarse, como las otras veces. El líquido tenía que cumplir su trabajo y, antes de encontrar un nuevo cauce por donde correr con libertad, debería alcanzar su máximo nivel; entonces la presión excesiva rompería la roca más frágil y todo habría acabado.
Y eso fue lo que sucedió. Un pedazo de material pétreo se fracturó y una cortina de roca cayó ante la entrada de la cueva taponando su acceso. Fue el último estruendo que retumbó en todo el complejo levantando ecos a su paso antes de que se hiciera el silencio. Una película de polvo cubrió a los mandeos, pero sus rostros continuaban mostrando una cálida sonrisa.
—¿Puedes ver la luz? —gritó Victor al aire de las galerías—. ¿Puedes verla? ¿Andrea? —Era un grito desesperado cuando sintieron que el túnel se les caía encima.
En ese momento la roca comenzó a vibrar de nuevo produciendo un estruendo ensordecedor y el joven supuso que los mandeos estarían echando abajo una nueva pared.
Había sido el más poderoso de cuantos habían percibido y provocó que todo el complejo subterráneo temblase. Los dos hombres se apoyaron en las paredes, esperando que llegara lo peor cuando los alcanzó una nube de polvo que los cubrió por entero. Supusieron que algún corredor cercano se habría desplomado y el miedo a que fuera un derrumbamiento en cadena les hizo apretar el paso.
Los efectos del sonido volvieron a maltratar su estómago, ya en malas condiciones, y Said se tambaleó hacia un lado y hacia otro con el equilibrio muy mermado, pero las vibraciones y los ecos en esta ocasión fueron de menor duración que las veces anteriores. Lo que sí percibieron con mayor claridad los dos hombres fueron las torrenteras de agua que desbordaban los túneles inferiores y el rugir continuo de su caudal.
—¿Andrea? —gritó el joven con más fuerza.
—¡Aquí! ¡Estoy aquí! —Acababa de ver de nuevo el haz de la linterna y se olvidó de su brazo herido para correr hacia él—. ¡Aquí! —chilló desesperada.
Las paredes a su alrededor temblaban, y ella también.
—Ya te vemos.
Los dos hombres se apresuraron hasta alcanzarla. A Andrea apenas si le quedaban fuerzas para mantenerse en pie. Cuando Victor estuvo a su lado le pasó la linterna a Said para sujetar a la mujer. Pudo ver la sangre en sus rodillas y, al sostenerla del brazo, sintió un líquido cálido que resbalaba de su hombro. Extrajo un pañuelo de su cazadora y lo ató en torno a la herida. Al alzar la cabeza, su vista se cruzó con la de ella y reconoció aquellos ojos violetas. Le sonrió. Andrea intentó devolverle esa sonrisa, pero fue incapaz y solo pudo mostrarle su agradecimiento con la mirada. Entonces Victor la sujetó con fuerza por la cintura y la ayudó a caminar.
El investigador no entendía cómo la habían abandonado en los túneles, resultaba muy fácil perderse en aquella maraña de galerías interconectadas donde la oscuridad era casi total.
No estaba seguro de que Andrea formara parte del equipo del CSJ que los había atacado. El hombre la obligó a salir a rastras de la caverna y la empujó sin contemplaciones. Parecían conocerse y, sin embargo, la había tratado sin miramientos, con excesiva rudeza. Aunque no entendía qué había pasado y esperaba que ella se lo aclarase más adelante, ahora solo estaba atento a sostenerla.
—¿Cómo te encuentras? —Era una pregunta cortés, ya había podido apreciar que no estaba en muy buenas condiciones.
Andrea tenía la cara llena de manchas de suciedad. El polvo y el llanto le habían dejado surcos en las mejillas y todavía temblaba en brazos de Victor.
—Gracias, muchas gracias —le dijo cuando fue capaz de hablar.
Pero apenas si habían dado un par de pasos cuando la mujer tropezó y se le doblaron las piernas. Comenzaba a no ver con claridad, la figura de Said delante de ella se desdibujada, sentía cómo perdía la nitidez de sus contornos y la cabeza le daba vueltas. Volvió a trastabillar. Ya no podía sostener su propio peso. Se mareaba y se aferró con fuerza a Victor para no caerse. El joven la tomó en brazos y ella se dejó hacer acurrucándose contra su pecho. El cabello se desparramó sobre los hombros del investigador cuando apoyó su cabeza en él y el hombre sintió una oleada de calor recorriéndole el estómago que no fue capaz de controlar.
—Gracias —logró murmurar Andrea en un tono de voz tan bajo que Victor solo percibió su aliento en la nuca.
La mujer era ligera en sus brazos y le agradaba llevarla, por eso cuando alcanzaron la puerta del Diwan Abatur lamentó tener que dejarla en el suelo.
—Me encuentro algo mejor —le dijo, e hizo ademán de separarse de él. Sin embargo, las piernas todavía no le respondían por completo y caminó el resto del trayecto apoyada en su cintura.
Para entonces, el sonido del agua había comenzado a apaciguarse y sus ecos se perdían entre la maraña de galerías subterráneas.
Said apagó la linterna y contempló el espectáculo que se mostraba ante sus ojos, los cuencos habían desaparecido y el hombre que habían dejado maniatado también. La cueva estaba vacía y ofrecía un aspecto desolador. Aún podían percibirse leves temblores, estertores de los últimos túneles derruidos, el ambiente todavía conservaba entre sus paredes los ecos del ritual al que habían asistido.