II

LA TUMBA DE ABSALÓN

JERUSALÉN (DOS DÍAS DESPUÉS)

Basaam y Naseer llegaron a Jerusalén el día anterior para alojarse en casa de un amigo en la zona vieja de la ciudad. Estaban cansados, en parte por el desplazamiento y la emoción, pero también por el ayuno. El día siguiente a la fiesta celebrada por el nacimiento de Juan el Bautista era un día aciago, el día de la Matanza de los Inocentes.

Ahora, de pie en el patio de su amigo, con los rostros mirando a la estrella polar porque el norte es el punto cardinal en el que se encuentra el Paraíso, los dos mandeos se disponían a orar. Hacía unos minutos que el sol había comenzado a calentarles con su luz cuando ya se encontraban dispuestos frente a la pequeña fuente del patio para iniciar su primer rezo del día.

Comenzaron con las abluciones. Los hombres se lavaron las manos en el surtidor, alimentado por agua corriente de un manantial subterráneo, y luego tocaron su brazo izquierdo desde el codo hasta los dedos; tras repetir la misma operación con el brazo derecho, volvieron a sumergir sus manos en el agua y rozaron con la derecha, mojada, la frente por tres veces. Volvieron a introducir sus manos en la fuente y las colocaron sobre sus orejas.

Cada uno de sus actos iba acompañado de un pequeño verso. Cuando cubrieron sus orejas, la voz de Naseer, más grave que la de su amigo, levantó ecos en el pequeño patio.

—Mis oídos escuchan la voz de Dios —recitó repitiendo la oración tres veces.

Su ritual continuaba con cada parte de su cuerpo. Cada vez que introducían sus manos en la fuente y se tocaban con ellas la cara, las piernas o las rodillas, entonaban un verso que repetían no solo en alabanza a Dios, sino para decirle que todo su ser se encontraba con Él, dispuesto para Él.

Tras esa larga serie de abluciones comenzaron la auténtica primera oración del día: «En el nombre de Dios todopoderoso, Dios será alabado con el corazón puro. La Vida existe, Dios existe, el Conocimiento de Vida existe...». Cada vez que mencionaban el nombre de Dios o de algún ángel, se inclinaban ligeramente hacia delante formando un arco con su torso. No se habían arrodillado para rezar y en todo momento lo hicieron en voz alta dejando que sus voces se juntaran sobre sus cabezas en una espiral que ascendía hasta el cielo, hasta Mana Rabba, la Gran Vida, su Dios único y todopoderoso.

Aquella oración, bärakheh, debían repetirla tres veces cada día, la primera al amanecer, la segunda una hora después del mediodía y la tercera por la tarde, antes de que el sol hubiera desaparecido del cielo; hacerlo de noche no sería apropiado porque podrían atraer a los espíritus de la oscuridad y eso era algo muy poco deseable. Había sido Juan el Bautista, su cuarto y último profeta, quien modificó la costumbre anterior de hacerlo cinco veces al día y reducir su número solamente a tres.

Tras recitar los versos dedicados a la Unidad de Dios, entonaron los Versos para los Ángeles y después de cuatro estrofas más, finalizaron la oración: «En el nombre de Dios, rezamos por el eterno Dios, Mana Rabba, y por Manda ed Haii, el Conocimiento de Vida. Nuestras oraciones le dignifican. Alabamos su semblante digno que es resultado de su esencia y por ella es esparcido».

Al terminar, Basaam permaneció unos segundos mirando hacia el norte, sin hablar en voz alta. Se permitía conversar con su Dios desde el corazón, pidiéndole fuerza y valor para llevar a cabo el trabajo que habían venido a realizar en Jerusalén.

El tarmida ya se había alejado y se dirigía hacia el salón de la casa para comenzar el desayuno. La esposa de su amigo Sinan les había preparado una comida abundante para resarcirse del ayuno del día anterior. El aroma de los alimentos cocinados envolvió a Basaam cuando entró en la pequeña sala y despertó quejas en su estómago al aspirar el olor del pan recién horneado, que todavía humeaba.

Cuando saciaron su hambre, sobre todo Naseer, que parecía no haber comido en una semana, se despidieron de la joven pareja para dirigirse a la tienda de antigüedades. Habían concertado una reunión con el anticuario para comprobar la autenticidad del cuenco por sí mismos con intención de adquirirlo.

Vestían ropa de calle occidental que destacaba aún más sus peculiares rasgos. A Basaam la barba oscura le colgaba sobre el pecho y ambos cubrían sus largos cabellos con sendos keffiyahs blancos y negros.

Bajo su calzado, el enlosado de la calle no emitía el más mínimo sonido, pero la ciudad se había despertado ya y los mercaderes locales se afanaban en montar sus tenderetes portátiles. El aire bullía con los incipientes ruidos del día que nace. Estaban disfrutando con su paseo cuando alcanzaron la tienda.

La puerta se mantenía abierta de par en par y de ella emanaba un aliento cálido y dulzón, algo rancio. Dentro, el dueño había dispuesto la mercancía de tal forma que no quedaba ningún hueco vacío. Se necesitarían varios días para poder apreciar cada uno de los objetos que vendía. Las pequeñas teteras árabes de metal oxidado permanecían junto a vasos decorados en oro, grandes alfombras de innumerables colores y formas se extendían bajo chilabas y caftanes brillantes. En una esquina se apilaban babuchas caníbales, comiéndose unas a otras para que el cliente encontrara los dos pies del mismo número.

Naseer se sorprendió de aquel desorden de colores y formas que llamaron su atención. Pero era un desorden estudiado, equilibrado en su aparente caos. Said Alami había aplicado en su tienda los conocimientos de márquetin turístico más actuales: todo amontonado, de cualquier manera, sabía que a sus clientes les gustaría rebuscar.

Nada más asomar la cabeza por el vano de la puerta, un hombre rechoncho de grandes mofletes les franqueó la entrada. Mostraba una enorme sonrisa en la que brillaban algunas muelas de oro y vestía una chilaba blanca que hacía juego con su escueta barba.

—¿El señor Alami, por favor? —preguntó Basaam con cortesía.

—Yo mismo, ¿en qué puedo servirles? —No les dejó tiempo para responder—. Pero pasen, no se queden en la puerta —les apremió extendiendo el brazo para que accedieran a su establecimiento.

El mandeo inició las presentaciones y explicó los motivos de su visita, aunque a Said Alami no le hicieron falta ni las unas ni los otros. Sus estrechos ojos habían reconocido a sus visitantes en cuanto les vio asomar la cabeza. Realmente eran distintos al resto de su clientela: tan educados, de modales pausados, sin exteriorizar la prisa.

El árabe les hizo pasar a una amplia trastienda carente de espacio por el apilamiento de cajas y paquetes. Basaam pudo distinguir una puerta al final del estrecho pasillo que dejaba libre la mercancía. Daba acceso a otra habitación con algunos muebles desvencijados y una mesa baja rodeada de cuatro sillas. Sobre la mesa aún humeaba una tetera caliente. En una de sus paredes se abría una estrecha escalera, casi insuficiente para contener toda la humanidad de Said.

Mientras el anticuario los guiaba hacia su vivienda, en la planta superior de la tienda donde había instalado su «museo», no paraba de hablarles y de preguntar por el viaje, y por el vuelo, por la guerra... Los mandeos respondían a sus preguntas con cortesía y evitaron de una forma especial contestar a la última. Hablar de la guerra les supondría hacerlo de las persecuciones a que estaban sometidos por los musulmanes de su tierra, incluidos los atropellos, violaciones, conversiones forzadas... El sacerdote prefirió no pensar en ello.

El último escalón hasta la parte superior del edificio dejó a Naseer sin aliento, ya pensaba que se habían equivocado de local, que aquello era una tienda para turistas, cuando la visión de la nueva estancia le sacó de su error. Delante de él se extendían relucientes vitrinas acristaladas que exponían una mercancía muy distinta a la que se vendía en la planta de abajo. Aquello parecía un museo, cada pieza estaba colocada junto a otras de su misma época y una pequeña ficha mostraba la fecha de datación y un breve resumen explicativo.

Su anfitrión los guió hacia un rincón y les señaló un objeto de barro cocido con una espiral de letras ininteligibles que ascendían desde el fondo en sentido contrario a las agujas del reloj. Mientras Naseer contemplaba embobado el cuenco mandeo, su compañero le pidió al anticuario que les permitiese examinar la vasija más de cerca.

—Esperen un momento, voy a por las llaves.

Cuando el hombre desapareció, el más joven de los dos no pudo reprimirse y pegó su nariz al cristal.

—¡Es el nuestro, Basaam! ¡Mira! —le dijo tirando de la manga de su chaqueta con un nerviosismo infantil.

El otro se acercó al expositor y observó el cuenco de apenas diez centímetros de alto. A través del cristal podía ver con claridad la pequeña pieza triangular reparada en uno de sus bordes. «De cuando se rompió en el museo», pensó. Naseer le señalaba ahora la figura del demonio Ruha en el fondo con los brazos extendidos sujetando un escorpión y una serpiente.

Martin Crown había decidido ubicar su despacho en un elegante edificio de la parte moderna de Jerusalén. Las cosas antiguas estaban bien para traficar con ellas, pero trabajar en ellas ya era harina de otro costal. Le habría desagradado tener que vivir o trabajar en la Ciudad Vieja, con sus fuertes olores a verduras hirviendo o a especias irreconocibles. Al fin y al cabo, él tenía que residir en esa parte del mundo porque era una de las pocas en las que podía hacerlo. Volver a su Inglaterra natal no era ni siquiera un sueño, era imposible.

Aunque sus años de traficante habían pasado a la historia y ya no era el mismo hombre que robaba reliquias en las iglesias de su país, su rostro resultaba demasiado conocido en los círculos de arte. Samuel Sinclair se había aprovechado de su trabajo y, en compensación, le había ofrecido su cargo actual. En realidad, continuaba realizando labores poco legales, pero ahora ya no era un vulgar ratero. Con los años había aprendido a lanzar la piedra y esconder la mano. Disponía de una nueva identidad, nuevo aspecto físico y una colección de buenos trajes en su armario. En Jerusalén nadie le reconocería, pero en su vieja Inglaterra cualquiera podría hacerlo y no deseaba terminar con sus huesos en la cárcel.

Al otro lado de la mesa de su despacho estaba sentado Abdul Jaled, un atractivo árabe que le escuchaba con interés mientras desgranaba las cuentas de un rosario musulmán. Abdul era un hombre delgado que vestía con elegancia tanto los trajes occidentales como las prendas típicas de su tierra. La chilaba negra que llevaba puesta tenía un corte digno de las agujas más renombradas de Egipto.

—¿Cree que el professor Samuel o la señorita Andrea serán capaces de leerlo? —le preguntó a su jefe acariciando el finísimo bigote que le cubría el labio superior.

—Algo obtendrán.

Martin miró la fotografía con la inscripción del texto y dudó de su propia respuesta. Había reproducido el monumento funerario de Absalón cientos de veces desde decenas de ángulos distintos y en diferentes momentos del día. La que mejor se veía era aquella que sostenía en las manos y, aun así, entre lo deteriorada que estaba la pared del edificio y la antigüedad de la inscripción, temía que todo fuera en balde.

Según la tradición, durante muchos años los cristianos, los musulmanes y los judíos atribuyeron por error a aquel edificio el dudoso honor de constituir la tumba de Absalón, uno de los hijos del rey David, el que asesinó a su hermano Amnón por violar a su hermana Tamar y el que incitaría después un levantamiento contra su padre. La creencia popular provocó que, durante siglos, todo el que pasaba por allí lanzara una piedra contra el muro como muestra de rechazo a los depravados actos de su morador.

A nadie se le ocurrió que Absalón había muerto unos mil años antes de que el monumento funerario fuese construido, por lo que difícilmente podría estar enterrado en él. Levantado en el siglo I después de Cristo, la tumba había sido rehabilitada hacía pocos años porque unos investigadores descubrieron en su fachada una estela conmemorativa dedicada a Zacarías, el padre de Juan el Bautista. La inscripción constaba de tan solo cuarenta y siete letras en griego distribuidas en dos líneas y decía: «Esta es la tumba de Zacarías, mártir, sacerdote muy piadoso, padre de Juan». Y, aunque el devoto sacerdote ya no se encontraba en ella, los historiadores creían que existían serias posibilidades de que en alguna ocasión su cuerpo hubiera ocupado uno de los tres nichos que contenía.

Martin Crown giró la fotografía y la acercó a sus ojos. Él no sabía griego, si es que la segunda inscripción, grabada a la derecha de la primera y que era la que les interesaba, estaba escrita en el mismo idioma; pero podía apreciar unos palos y unas rayas y hasta alguna forma circular que no le decían nada.

Cuando el antropólogo físico de reconocido prestigio Joe Zias descubrió a principios del año 2003 la primera inscripción, Samuel Sinclair creyó que había encontrado la que él estaba buscando, la de los mandeos, pero se equivocó. Desde entonces, Martin estuvo fotografiando el monumento funerario de Absalón desde todos sus ángulos y con diferente iluminación porque el professor había observado algo en una antigua fotografía del siglo pasado. Creía que los juegos de luces y sombras que creaba el sol del atardecer en los meses próximos al verano eran los que habían provocado que apareciesen unos trazos borrosos que asemejaban letras. Y en eso no se había equivocado Sinclair. Eran letras, Martin así lo creía, pero dudaba de que alguien fuese capaz de leerlas.

—Si estuviera en mejor estado, no necesitaríamos el pergamino —afirmó el director de los Cristianos de San Juan mirando a su hombre de confianza.

—Ni a la empresa que lo está buscando —le secundó Abdul con desagrado en sus palabras.

A ninguno de los hombres le hacía la más mínima gracia que alguien ajeno a su organización los estuviera ayudando. Pero no les quedaba otra posibilidad, los historiadores de su asociación debían quedar al margen de esta búsqueda. Samuel Sinclair había sido muy explícito cuando lo dijo: «Excepto a vosotros —y señaló a Martin y a Abdul—, y a tu primo Jamal, no quiero a nadie del CSJ en esto. Somos más que suficientes para el reparto».

Martin Crown desconocía en aquel momento cómo sería ese reparto, pero no había olvidado el resto de sus palabras y los historiadores pertenecientes a los Cristianos de San Juan quedaron al margen de la investigación.

—Espero que no nos causen problemas. —Martin se refería a los colaboradores externos—. A veces la gente quiere saber más de lo que necesita.

—Desistirían muy pronto —le respondió Abdul enarcando una ceja partida.

Su respuesta se vio acompañada de un esbozo de sonrisa mientras continuaba separando con la mano derecha las cuentas de su rosario de ámbar.

La mujer de Said les había servido un té bien caliente en unos pequeños vasos de cristal ahumado. Los tres hombres degustaban la bebida sentados en taburetes bajos en torno a una mesa. Sobre ella descansaba el cuenco mandeo de conjuros esperando a que sus futuros dueños se decidiesen por fin.

Habían resultado ser unos negociadores excelentes, a decir del anticuario, que nunca lo habría imaginado.

—Es mi última oferta y la hago porque son ustedes buenos clientes —les indicó Said—. No puedo bajar más el precio. Este cuenco no es como los otros que les he vendido —se explicó—, es cinco siglos más antiguo que los últimos que les envié.

Aunque nunca los había visto en persona, había mantenido negocios anteriores con ellos y les había hecho llegar algunas piezas hasta Irak.

Basaam tenía la certeza de que el cuenco era el verdadero y miró a Naseer buscando su aprobación o su rechazo por la oferta, pero el joven no apartaba los ojos de la pieza.

—Está bien —claudicó el mandeo—. Aceptamos. —No tenía otra opción.

Extrajo un sobre del bolsillo de su camisa y comenzó a contar los billetes sobre la mesa. El tarmida ya había recogido el cuenco y se había puesto en pie. Cuando Said le vio reprimió una sonrisa. Esos hombres siempre habían sentido un gran apego por las antigüedades de su religión, pero no podía imaginarse que sería tan grande.

—Un momento, joven. Les envolveré el cuenco para que no sufra ningún daño.

Tras contar de nuevo el dinero, el árabe se puso en pie y se acercó a un mostrador. De uno de sus cajones extrajo un pliego de plástico acolchado de burbujas y momificó el cuenco ayudado por un rollo de cinta de embalar, después lo introdujo en una caja de cartón y, antes de cerrarla, depositó una de sus tarjetas de visita en el interior.

Acompañó a sus clientes hasta la puerta de abajo y les deseó una feliz estancia en Jerusalén. No esperó a ver cómo se alejaban, el teléfono comenzó a sonar con insistencia. Se despidió de ellos con un fuerte apretón de manos y dio media vuelta para alcanzar el aparato.

Frente al local de Said se desplegaba una hilera de vetustas casas de piedra. Una de ellas tenía la entrada en forma de vano y su puerta se abría medio metro más atrás de la calle. En ese hueco, con el enorme portal pintado de color burdeos acariciando su espalda, Jamal no apartaba la vista de los dos mandeos que se alejaban calle abajo. Llevaba de guardia desde el día anterior y los había visto entrar en la tienda esa misma mañana, muy temprano.

Aguardó hasta que salieron y los siguió a una distancia prudencial: tres metros. No tuvo que esconderse en ningún momento, ninguno de los dos hombres se molestó en mirar hacia atrás ni una sola vez.

Jamal era un hombre «discreto», bajo su traje negro vestía una camisa de gruesas rayas naranjas y rojas y, pese a lo que le había indicado su primo, no se molestó en pasarse por la oficina de Crown para ponerles al día. Muy al contrario, marcó el número privado de Abdul en su móvil; y aquello resultaba peligroso en una ciudad en la que hasta las ratas eran informantes de alguien: del Mosad, de los servicios secretos palestinos o de cualquier congregación religiosa. En Jerusalén, todos tenían confidentes.

—¿Abdul? ¿Eres tú? —La señal era muy débil y oía a su interlocutor de forma entrecortada. Se desplazó un metro hacia la derecha sin dejar de observar el edificio donde habían entrado los dos hombres.

—¿Dónde estás? —le reprendió su primo con la voz cortante.

—En Jerusalén —gritó.

—¡Ya sé que estás en Jerusalén, idiota! ¿En qué parte?

A Jamal no le afectaban aquellos insultos, era al menos diez años mayor que Abdul, pero su primo siempre había sido el listo de la familia y los más inteligentes tienen algunas prerrogativas, como desahogarse con los que no lo son. Jamás pensó que aquello era maltrato, gracias a Abdul conseguía tener un sueldo con el que llegar a fin de mes. Su trabajo en el despacho de Martin Crown era una de las muchas cosas que le debía y era sencillo de realizar. Cuando le dio las indicaciones que le pedía, su primo le ordenó que no los perdiera de vista y colgó.

Abdul Jaled guardó su móvil en el bolsillo interior del pantalón y, al hacerlo, la chilaba se abrió y dejo entrever una fina cadena de oro. El hombre se arregló el cuello de la prenda antes de volver a sentarse frente a Martin Crown.

Separados por el escritorio del despacho, Abdul le informó de que los mandeos ya habían recogido el cuenco y de que su primo se apostaría en las cercanías de la casa en donde se alojaban.

—Bien —meditó en voz alta Martin.

Las comisuras de sus labios curvados hacia arriba de forma permanente, unidas a sus ojos ocultos en unas profundas cuencas, harían creer a cualquiera que observaba al mundo desde muy alto.

—Bien —repitió—. Los pececillos están en la red.

—Sí —confirmó el joven. No entendía por qué le gustaba hablar así, a menos que fuera para parecer más interesante.

De cualquier forma, no le dio mayor importancia y comenzó a dejar correr entre los dedos las cuentas de su rosario con gran parsimonia.

—Era de esperar, la copia es idéntica al original —prosiguió su jefe—. Ni siquiera el anticuario se ha percatado y los mandeos tenían tantas ganas de encontrar la pieza que todo ha sido un juego de niños. Ya solo nos queda atrapar al pez gordo.

Se refería a su líder, al ganzebra.

—Sinclair nos ha asegurado que vendrá.

—Sí, lo hará pronto —aclaró Martin—. Y entonces comenzará el baile.

Era otra de esas frases suyas y, al decirla, sus labios se combaron hacia arriba algo más de lo habitual. El hombre parecía despreciar al género humano desde su elevada atalaya.

Unos leves golpes en la puerta del despacho hicieron que Abdul se girara cuarenta y cinco grados en el asiento. La secretaria de Martin asomó su rubia cabellera.

—Señor Crown, la señorita Jacobs acaba de llegar —anunció con su voz aguda.

—Dame un par de minutos y hazla pasar.

Ella solo asintió. Cuando la mujer volvió a cerrar la puerta, Abdul se incorporó y se despidió de su jefe.

Al otro lado de la línea telefónica, Jerôme Cavaliere escuchaba con atención a Victor mientras le contaba el avance de sus investigaciones. El Boss, como le llamaban a veces en broma sus empleados, era un hombre con la piel casi negra, del color de la madera del ébano. Había nacido en Etiopía cuando Etiopía se llamaba Abisinia y era colonia italiana, allá por los años cuarenta. Su madre debió de ser una de las primeras inmigrantes ilegales que conoció la historia moderna porque cuando quedó embarazada y al padre del niño, un soldado del ejército italiano, le destinaron de vuelta a su tierra, no lo pensó dos veces. Abandonó su poblado de chozas y se presentó al otro lado del Mediterráneo entrando por el tacón de la bota. Nunca encontró al padre, pero ella y el bebé salieron adelante en una Italia difícil cuando el color de la piel era oscuro, muy oscuro, y nadie hablaba de la igualdad de razas.

—Me acordé de Benjamin Yabo, el técnico de análisis espectométricos —le estaba diciendo Victor—. En su laboratorio de Jerusalén son capaces de hacer maravillas. Él me preguntó si preferíamos el método rápido o el lento. Los dos eran igual de caros, así que elegí el rápido.

Jerôme acababa de perderse. Era un hombre hecho a sí mismo, inteligente y metódico, y conocía muchas formas de leer textos ocultos, pero de esas dos nuevas variantes no había oído hablar.

—¿El rápido o el lento?

—El de imagen hiperespectral o el de fluorescencia de Rayos X —le aclaró Victor.

Aquello ya lo comprendía.

Ambas técnicas eran capaces de recuperar una escritura antigua oculta bajo otra más reciente; cada una lo conseguía de una manera diferente y con resultados distintos, pero era preferible comenzar por la más rápida, que era la que Benjamin podía llevar a cabo en su trabajo. Para la segunda tendría que enviar el manuscrito al Laboratorio de Sincrotón de la Universidad de Stanford y eso haría que fuese más lenta, aunque sin lugar a dudas más efectiva: conseguiría leer ese veinte por ciento que a veces no era capaz de descifrar la imagen hiperespectral. En esta ocasión podrían prescindir de ella.

—Es visible casi el cien por cien del texto —le adelantó Victor.

La técnica de imagen hiperespectral utilizaba cámaras fotográficas de alta tecnología. Benjamin Yabo aplicó con ellas luz de distintas longitudes de onda, incluidos los rayos ultravioleta y los infrarrojos, al pergamino. Después pasó toda esa información a su ordenador, la procesó y ofreció sus resultados a Victor.

—Con lo que aparece aquí no nos hará falta enviar el pergamino a Stanford —dijo señalando el informe que había realizado su amigo—, es suficiente para poder leer el texto completo.

—¿Es lo que nos encargó el cliente? —preguntó Jerôme.

—El texto ha aparecido debajo de un himno dedicado a Juan el Bautista, tal como nos informaron, pero no estoy seguro. Ellos dijeron que estaría escrita en algún dialecto del arameo y esto es griego —dijo mirando una copia de los versos.

—¿Habla del amuleto de oro?

—Sí y no —le respondió con ambigüedad—. Menciona un amuleto, pero no especifica que sea de oro.

—¿Qué dice?

—Es un tanto críptico. Ya sabes —contestó Victor con desparpajo—, a los místicos de antes les gustaba el misterio. Habla de la tumba de un tal Zacarías y de algo que fue lo primero en crearse. ¡Y de bautismos! ¿No te resulta extraño?

—Lee el texto —le pidió Jerôme algo intrigado.

El joven se retiró de la cara un mechón de su cabello y comenzó la lectura.

—«Esta es la tumba de Zacarías, mártir, sacerdote muy piadoso, padre de Juan.» Hasta aquí es una frase que se entiende perfectamente —aclaró—. Ahora viene la parte que no tiene ni pies ni cabeza. Escucha: «Fue creado antes que la luz y el cosmos, sin él nada puede ser dicho. Cuando la semilla del padre no produzca varón, los ritos estarán vacíos. Los que guardáis los tres, recibid el bautismo en Bet Makerem, recoged el amuleto y renovad el tesoro». Hay una última palabra, consta de las cuatro primeras letras del alfabeto griego —prosiguió—: alep, bet, gimel y dalet. Algo así como «a, b, g, d». Lo he traducido como abecedé, pero no estoy muy seguro —le explicó—. Y aunque entiendo ese vocablo, no sé qué hace en medio de todo esto. Es como acabar una carta diciendo: «a, b, c, d», en lugar de «atentamente» o «con cariño». ¿Tiene algún sentido para ti?

Su jefe había permanecido en silencio desde el inicio de la lectura y el texto le dejó tan perplejo como a Victor.

—¡Un momento! —se sorprendió a sí mismo el joven—. Aquí en Jerusalén existe una tumba de Zacarías, ¿no? —dijo buscando la confirmación de Jerôme. Pero su jefe no contestó—. ¿Puede referirse a ella?

—No lo sé. —Se mantuvo en silencio un segundo y luego le aconsejó—: ¿Por qué no visitas al doctor Ben Shimon? Él podría ayudarte.

—¿Tu amigo Isaac ben Shimon? ¿Aún vive? —le preguntó admirado.

Jerôme no se sorprendió del comentario. El anciano tenía ochenta años y una mala salud de hierro que terminaría por enterrarlos a todos.

—Ha superado con éxito tres intervenciones de by-pass en los últimos años y parece que pueda vivir otra docena más con el corazón en ese estado. Pásate a verle y dale recuerdos de mi parte, él te ayudará. Aguarda un momento —dijo rebuscando en el cajón de su escritorio—, voy a darte su número. —Tras unos segundos revolviendo los papeles sin encontrar lo que buscaba se dio por vencido—. Yo le llamaré. En cuanto cuelgue pediré a mi secretaria que le localice. —Estaba a punto de dar por finalizada la conversación cuando recordó algo—. ¡Ah!, y envíame el informe.

Victor era el único de su empresa que tenía la costumbre de contarle cómo llevaba las investigaciones, no solía escribirlo. Pero en esta ocasión sorprendería a su jefe.

—Ya te he remitido los documentos originales.

Fue una lástima que no pudiera contemplar su cara de sorpresa.

—Pasa, por favor. Siempre es un placer volver a verte.

A Andrea la palabra placer le sonó sucia en la boca de Martin, sin embargo, le tendió la mano derecha a modo de saludo. El hombre, en lugar de estrecharla, la besó.

—¿Cómo se encuentra nuestro buen professor Sinclair? —preguntó a la mujer tras indicarle que tomara asiento.

—Entusiasmado —le respondió ella, aunque su voz no delataba la misma emoción.

—¿Has tenido un viaje agradable? En el aeropuerto Ben Gurión suelen ser muy molestos con los visitantes.

Se refería a la entrevista personal que algunas veces realizaban a los que entraban y salían del país preguntando los motivos de su viaje. Aunque, en realidad, quienes lo pasaban peor eran los palestinos. En ocasiones habían perdido el vuelo, Martin lo sabía por propia experiencia; más de una vez habían dejado en tierra a Abdul.

—Todo bien. No he tenido ningún problema.

—¿Y...?

—Veamos esas fotografías —le interrumpió la mujer. No pretendía ser grosera, pero tampoco deseaba establecer ningún tipo de relación más personal con Martin, por eso terminó la frase con un «por favor».

El director no solía ser una persona agradable, pasaba de un extremo a otro en su escala de amabilidad; desde el servilismo más absoluto hasta la prepotencia más grande, pero con ella hacía esfuerzos sobrehumanos para resultar cortés. Sinclair le había dejado muy claro que no podrían prescindir de Andrea, por eso no insistió, aunque se percató del cambio de tono en su voz. Recogió los papeles esparcidos por su escritorio y, tras ordenarlos, le ofreció un par de ellos a la orientalista. Ella reconoció en seguida la tumba de Absalón en una de las imágenes.

—Esa es la mejor que tenemos —dijo mientras señalaba con el dedo la primera fotografía que le había pasado—. Y la otra está tomada en un ángulo diferente. Se pueden apreciar con mayor calidad algunos palos y también esta raya —señaló la primera imagen y la segunda en el mismo punto.

Le concedió un par de segundos para que pudiera hacer por sí misma la comprobación y luego prosiguió.

—Esta otra —le alcanzó una tercera— deja en sombra la zona de la derecha. Hace más evidente esa parte de la inscripción.

—Sí, ya lo veo —confirmó ella.

—Como desconozco el griego, si es que es griego —aclaró con cautela—, no me he atrevido a escribir lo que veía y he pedido a un laboratorio fotográfico que elaborase un montaje con la parte más visible del texto de cada fotografía. Este es el resultado —dijo pasándole una imagen de alta calidad en la que podían apreciarse los puntos de unión entre sus diferentes fragmentos.

Si Martin esperaba algún tipo de reconocimiento profesional hacia su trabajo, no lo obtuvo.

—Déjame un folio, por favor.

La orientalista comenzó a descifrar, hasta donde era posible, el texto de la fotografía digital. Fue transcribiendo una a una las letras que podían leerse con claridad y dejando espacios en blanco para todas aquellas que ofrecían dudas, aunque escribía en su lugar las diferentes posibilidades. Esta segunda inscripción en la tumba de Absalón constaba de cinco líneas. Era imposible leer el principio de las cuatro primeras y su parte central, ya que la loseta de piedra estaba totalmente erosionada. No había manera de saber qué ponía allí.

—¿Es griego? —le interrumpió el director antes de que ella hubiera acabado.

—No, no es griego —lo dijo sin levantar la vista de la fotografía.

—Entonces, ¿qué es? —insistió.

Ella no le contestó, intentaba saber cuál era el alfabeto usado observando algunas letras que no ofrecieran confusión. La orientalista evaluaba las posibles lenguas que se hablaban en la zona durante la construcción de la tumba y también las posteriores, aunque, hasta que no llegara Samuel, no podría saber con exactitud la fecha de la inscripción.

Por sus conocimientos sospechaba de un margen de cuatro siglos, del I al IV de nuestra era, desde que se erigió el monumento hasta la datación de la primera inscripción que descubrió el doctor Zias. Sospechaba que la que tenía en sus manos debía de ser anterior, ya que estaba, si cabe, en peores condiciones y su lenguaje era más arcaico, pero no quería arriesgarse.

Durante esos cuatrocientos años se hablaban el latín y el griego, pero los descartó; la grafía no se parecía en nada. En un principio creyó en alguna forma de judaico, pero lo desechó en seguida. Tampoco era sirio-palestino.

Aunque lo lógico sería pensar en el arameo, el problema estribaba en saber de qué dialecto se trataba y es que el arameo era un lenguaje extraño. En realidad, eran un montón de extrañas lenguas. En la Palestina del siglo I, solo en la zona que rodeaba el Mar Muerto, se hablaban siete dialectos diferentes del arameo, en la mayoría de los casos ininteligibles entre sí. Y si a eso sumaba otro centenar que podía estarse hablando por toda la zona de Oriente Medio..., resultaban muchos arameos, demasiados.

Cuando estaba a punto de desanimarse, lo encontró. La prueba que había estado buscando entre aquel galimatías de letras medio borradas: una vocal, la primera vocal, y la tenía delante de sus ojos.

—¡Seré imbécil! —exclamó—. ¡Pues claro!, es mandeo. —No había sido capaz de reconocerlo en un inicio por el deterioro de la inscripción, pero también porque no era el dialecto clásico. Ni se le había ocurrido pensar que podía ser similar al del cuenco—. Es protomandeo.

—¿Es proto qué? —preguntó Martin, que había terminado por esperar con paciencia una respuesta.

—Protomandeo.

—¿Y eso fue antes o después del griego?

La pregunta era un poco estúpida y explicarle a Martin que ya hacía muchos siglos que se hablaba griego antes de que surgiese el mandeo no solucionaba su problema. Aun así decidió no ofenderle más.

—Después —le contestó, y sin darle tiempo a una de sus habituales réplicas, añadió—. ¿Podría visitar la tumba?

Pensó que si analizaba la inscripción directamente en el monumento, sería posible que pudiera resolver las dudas que le creaban bastantes letras, las que le hacían pensar en diferentes posibilidades: una «1» parecía una «z», y también tenía problemas entre la «q» y la «r» y algunas «s» se confundían con «p»; todo ello en grafía mandea convertida al alfabeto latino, porque en realidad no había «q», ni «r», ni «p», sino unas formas redondeadas parecidas al arameo.

—¿Nos permitirían hacer un molde de la piedra? —le preguntó al hombre—. Con uno de yeso bastaría. Podríamos ver algunas depresiones de la pared y eso nos ayudaría. Aunque quizá con un calco de papel maché sería suficiente.

Pensaba en una vieja técnica del siglo XIX que no había podido ser sustituida por la más moderna tecnología del XXI. Consistía en colocar el papel sobre la superficie de piedra en donde estaba grabada la inscripción y frotar la zona con carboncillo, las depresiones de la pared quedarían marcadas y serían visibles.

Martin se frotó la barbilla mientras respondía.

—Para obtener el molde de yeso tendríamos que pedir permiso al gobierno israelí y la burocracia es lenta, para lo del papel también. —Pero el director ya estaba pensando en otras posibilidades que le ahorrarían tiempo—. Si lo necesitas, creo que podremos conseguirlo en un par de días —le aseguró.

Se vería obligado a encargar el trabajo a Abdul y a Jamal. Sería mucho más rápido que realizar una petición en toda regla. Incluso podrían hacer el molde esa misma noche.

—Primero inspeccionaré la inscripción en la tumba —decidió Andrea fijándose en las partes de la fotografía que le planteaban más problemas—. Y si aun así no consigo transcribirlo, no nos quedará más opción que solicitar esos permisos. ¿Qué horarios de visita tienen?

—Puedo conseguirte una reunión con el encargado en cualquier momento. Es de los nuestros.

La orientalista no sabía qué era lo que le provocaba más rechazo de aquel hombre: si su servilismo para con ella o la prepotencia con la que solía tratar a sus subordinados.

—Creo que iré a verle de inmediato.

—Dame un segundo para avisarle —le pidió.

Cuando el director marcó el número de teléfono directo de las oficinas, nadie levantó el aparato al otro lado de la línea. Insistió una segunda vez, pero obtuvo los mismos resultados.

—Telefonearé directamente al monumento, el guarda también está en nuestra nómina.

Giró la tarjeta y en la parte posterior había un número de móvil anotado con bolígrafo.

—¡Buenos días, Uri! —respondió cuando descolgaron.

En un momento de la conversación que mantuvieron los dos hombres, Martin hundió sus ojos en las cuevas de sus cuencas. Andrea le vio más gris que nunca y por un momento creyó que sus labios habían dejado de curvarse hacia arriba y que se convertirían en una fina línea recta cortando su cara por la mitad.

—¿Qué sucede? —le preguntó la mujer cuando devolvió el auricular del teléfono a su sitio.

—Problemas.

—¿De qué tipo?

—De los peores. El doctor Isaac ben Shimon ha estado en la tumba.

Andrea pareció aplastarse contra su silla. Samuel Sinclair se molestaría, y con razón.

—¿Sabe el guarda lo que estaba buscando?

—Lo mismo que nosotros —le aseguró Martin—. Y parece ser que ya andaba tras la pista. Cuando el doctor Joe Zias descubrió la primera inscripción, una oleada de arqueólogos se apresuró a venir para ver qué más podían encontrar. Después de unos meses casi todos se rindieron.

—Pero Ben Shimon no —aventuró la mujer.

—No. Ben Shimon continuó sus investigaciones. Hacía tiempo que no le veía por el mausoleo y pensé que él también había desistido.

—Pues parece ser que no —apuntó ella.

Tenían un grave problema entre las manos. El doctor Ben Shimon era un reputado arqueólogo bíblico. Fue profesor del Departamento de Civilizaciones y Lenguas del Antiguo Oriente en la Universidad Hebrea de Jerusalén y era uno de los pocos eruditos que podrían descifrar la inscripción.

Martin observó la expresión abatida de la orientalista.

—Me encargaré de averiguar lo que sabe —aseguró.

Victor Lavine empujó la pequeña cancela de metal y subió los cuatro escalones que le separaban de la puerta. El doctor Isaac ben Shimon vivía en el barrio de Yemin Moshe, al suroeste del casco antiguo de Jerusalén, en una acogedora casa de dos plantas construida en piedra. Al joven no le costó encontrarla en un plano, lo que resultó más difícil fue llegar hasta ella. Tuvo que dejar el viejo todoterreno de su amigo Said, que aún no le había devuelto, en uno de los aparcamientos que rodeaban el barrio. Unos veinte minutos después empujaba la cancela de la entrada.

No le importó dar aquel pequeño paseo. Nunca antes había visitado ese barrio y le sorprendió encontrar un pueblo en miniatura, con las calles embaldosadas en piedra y los jardines florecientes en cualquier rincón hacia donde dirigiese su vista. Le acompañaron en su camino los gorjeos de los pájaros que habían hecho de aquel reducto su cielo particular. Aunque en realidad, el barrio era el paraíso de los gatos.

No tuvo que esperar demasiado ante la puerta de madera, escuchó el sonido de un cerrojo de segundad al ser abierto y, al poco, un anciano erguido y delgado le invitaba a entrar con una sonrisa.

Le salió al paso una vaharada de café recién hecho.

—Victor Lavine, supongo... —le preguntó el doctor, que ya había sido avisado por Jerôme.

Ante el gesto de asentimiento del joven, Isaac le tendió la mano y le acompañó al salón.

El doctor Ben Shimon tenía el pelo blanco, al igual que las cejas y el pequeño bigote perfectamente recortado que le cubría el labio superior. Miraba a Victor con unos ojos pequeños y alegres que desmentían su edad, mientras le indicaba con una mano que tomara asiento.

—¿Algo de beber? ¿Un café? —le ofreció señalando hacia la cocina.

—No, gracias.

Tras una breve conversación sobre la suerte que tenía el doctor por vivir en Yemin Moshe y las hermosas vistas de que gozaba sobre la Ciudad Vieja, pasaron a hablar del tema central de su reunión.

—Jerôme me ha comentado que encontraste un pergamino en latín y el texto es difícil de entender. ¿Has traído una copia?

Victor extrajo de su portafolios una hoja con la inscripción y se la pasó.

—El latín no es mi especialidad —adelantó Isaac mientras abría las patillas de sus gafas para leer. Las ajustó sobre su nariz y las dejó resbalar hasta la punta—. Aunque todos los que nos dedicamos al mundo antiguo lo entendemos —añadió buscando confirmación a sus palabras en la mirada del joven. Luego recogió el documento y dijo—: Vamos a ver qué tenemos aquí.

Se acercó el folio, leyó el Himno del Bautista en latín y después las ocho líneas en griego del texto que había debajo de un tirón. Cuando finalizó, su gesto había cambiado, continuaba siendo amable, pero le dirigió una mirada de preocupación a Victor.

—¿Dónde lo has encontrado? —le preguntó quitándose las gafas.

—En un manuscrito del siglo X, en un libro de oraciones.

—Pero ¿dónde?, ¿en qué lugar?

—En una biblioteca. Mis métodos no han sido muy ortodoxos, doctor —reconoció—, sería preferible que no añadiera nada más. —Su jefe le había dicho que Isaac era de confianza, que podía hablar con libertad, pero Victor no creía muy conveniente explicarle que había destrozado un manuscrito y que había robado el pergamino. Ya intentaría ser más explícito en otros puntos de la conversación.

El anciano asintió con la cabeza y, ajustándose de nuevo las gafas, releyó los últimos ocho renglones, los que estaban en griego.

—¿Quién os ha encargado este trabajo, joven?

—No lo sé. La única información que posee Jerôme es que ha sido una universidad, pero ha actuado a través de un intermediario y desconoce el nombre del cliente real. Pensamos en rechazarlo, pero los honorarios eran buenos y pagaron por adelantado. Incluso aunque no encontráramos nada, Archeo se quedaría con el pago. Era un buen trato y decidimos aceptar el encargo.

—¿De qué se trataba exactamente? —el anciano fue al grano.

—De encontrar un himno dedicado a san Juan Bautista. Partimos de una antigua leyenda que nos condujo hasta él, tal como nos habían dicho. Nos contaron, además, que dentro del texto hallaríamos lo que estaban buscando. Según el cliente, la oración debía estar escrita en arameo y la encontraríamos en un manuscrito medieval en latín. Todo el libro estaba compuesto de oraciones, a diversos santos, a la Virgen... y una de ellas sería la de Juan. —Victor se acomodó en el sillón y prosiguió—. Cuando la encontré, no estaba seguro de que fuera la que el cliente nos había solicitado, así que recurrí a unos laboratorios que descubrieron un texto que había debajo de la oración —resumió—, y lo que aparecieron fueron esas ocho líneas —señaló con su mano derecha los folios que le había entregado.

Isaac se pasó la mano por la barbilla y suspiró. Tenía una leve idea de quién podía ser ese cliente escurridizo que se negaba a revelar su nombre. Pero no dijo nada, era solo una sospecha y prefería esperar a tener pruebas sólidas.

—¿Le resulta familiar el texto? —preguntó Victor.

—Sí —afirmó—, muy familiar. Supongo que el que está escrito en latín también lo es para ti. —El investigador asintió con la cabeza—. Es el Himno del Bautista de Paulus Diaconus; y respecto al segundo, ¿has oído hablar de la tumba de Absalón?

El joven negó con la cabeza y el doctor le ofreció una pequeña descripción del monumento.

—En realidad, las posibilidades de que Absalón, el hijo del rey David, esté enterrado en ella son nulas —observó Isaac—. Es mucho más plausible que sea Zacarías quien algún día descansó en uno de sus nichos.

—¿Zacarías? ¿El padre de Juan el Bautista? —se extrañó el joven.

—El mismo —le confirmó.

—¿No tiene su propia tumba?

—Algo más abajo del camino que conduce a la de Absalón se encuentra el monumento a Zacarías, pasando el mausoleo de Benei Hezir —le explicó—. Pero esa no es la que te interesa. Las dos primeras líneas en griego de tu pergamino —dijo mostrándole el documento— son idénticas a una inscripción que apareció hace unos años en la tumba de Absalón.

A partir de ese momento ya solo hicieron referencia a los versos que había ocultos bajo el himno latino.

—Entonces, ¿las dos primeras líneas del texto las grabaron en ese mausoleo, no en el de Zacarías?

—En efecto —le confirmó—. De hecho, es una transcripción al griego del pasaje mandeo del mausoleo, como si alguien hubiese copiado esa inscripción.

Victor no entendía por qué habían escrito la frase en la tumba de Absalón en lugar de en la de Zacarías y lo preguntó. El doctor no pudo aclararle mucho; sin embargo, le respondió:

—Lo que debería preocuparnos son las cinco líneas restantes. Las que aún no han sido traducidas. —Las dos primeras ya habían sido estudiadas por Joe Zias y por el especialista en escritura antigua Emile Puech.

Ambos estaban de acuerdo con la afirmación: el buscador de campo, porque no las entendía y el doctor Ben Shimon, porque comenzaba a comprenderlas.

—Voy a enseñarte algo —dijo al tiempo que se levantaba de su asiento—. Aguarda un segundo.

Isaac se dirigió hacia su despacho y cuando regresó traía en sus manos un fajo de papeles.

—Desde que apareció la primera inscripción en la tumba de Absalón —le dijo—, no he dejado de investigar ese edificio. Una tradición cristiana cuenta que el mismo monumento funerario en que fue enterrado el padre de Juan el Bautista también sirvió de sepulcro para el anciano Simón, un hombre que reconoció a Jesús como el Mesías —explicó—, y para Santiago, el hermano de Jesús. Al hallar una referencia clara a Zacarías, supuse que solo sería cuestión de tiempo y de tenacidad encontrar los otros textos que hicieran referencia a Simón y a Santiago. Y en ello llevo cuatro años.

—¿Ha tenido suerte? —le preguntó cortés Victor.

—Sí y no, según cómo se mire. No encontré lo que buscaba, pero he descubierto una nueva inscripción casi invisible y prácticamente destruida en mandeo antiguo, que es mucho más interesante.

El camino más recto era seguir la Vía Dolorosa y alejarse de Jerusalén por la Puerta de los Leones. El taxi abandonó la carretera a Ha'Ophel saliendo por su derecha y continuó en dirección a Jericó. En apenas cinco minutos había dejado a los dos hombres ante la tumba de Absalón. Basaam pagó la carrera y los dos mandeos descendieron del vehículo.

Hacía una espléndida mañana de primavera y los turistas que visitaban el monumento disparaban sus cámaras a cada piedra con más de doscientos años que veían por los alrededores, y que eran todas.

A los pies de la tumba se extendía el monte de los Olivos. Lo que dos mil años antes fuera una colina repleta de árboles centenarios se había convertido en un cementerio judío. Plantadas unas junto a otras en apretadas filas, las lápidas sepulcrales formaban un jardín de piedra gris. Tras un pequeño descampado circundado por un par de carreteras, comenzaba el cementerio musulmán. Estaba pegado a la muralla que rodeaba la Ciudad Vieja, con las sepulturas acariciando sus sillares, incluso taponando la Puerta de Oro, la única de Jerusalén que estaba tapiada.

Cuenta una antigua leyenda musulmana que el Mesías judío entraría por ella en su retorno a la ciudad y, para asegurarse de que no pudiera hacerlo, los árabes no solo cubrieron de ladrillos la puerta; también instalaron su cementerio justo delante. Ningún Mesías judío se atrevería a atravesar un campo de sepulcros que le dejaría impuro y, aunque pudiera, la puerta tapiada le impediría el paso.

Naseer echó una ojeada a las increíbles vistas más allá de los dos camposantos y se detuvo un segundo observando el brillo dorado de la Cúpula de la Roca. Basaam tuvo que tirarle de la manga para que comenzara a andar.

Unos metros más atrás, otro taxi dejaba su carga junto al camino. Un solo hombre descendió del vehículo. Vestía una llamativa camisa a rayas rojas y naranjas.

Cuando alcanzaron la tumba de Absalón no les sorprendió su estado de deterioro. La fachada contenía un enorme agujero que a Basaam le recordó el que hicieron las bombas en el frontispicio del Museo de los Niños en Bagdad. De la inscripción, ni rastro. El ganzebra ya les había advertido que no había nada que temer.

El monumento, de planta cuadrada, era un pequeño edificio de unos veinte metros de alto cortado en la roca del monte y su aspecto era ruinoso.

Naseer se acercó al panteón y vio que sus paredes estaban decoradas con columnas clásicas; sobre el friso se elevaba un techo en forma de cono que se mantenía milagrosamente en pie. Buscó la inscripción con la mirada y rodeó el edificio, pero no encontró nada. Se volvió hacia su compañero y encogió los hombros. Basaam señaló hacia arriba con la mano derecha al tiempo que le hacía un gesto de reconocimiento con los ojos. Pero el tarmida continuaba sin descubrir la inscripción. Se colocó a la altura de su amigo y volvió a mirar al friso de la fachada. Nada.

—A diez metros del suelo —le indicó Basaam.

El mandeo alzó la vista diez metros, pero la piedra estaba tan erosionada que no pudo distinguir el más mínimo rastro de escritura.

—No hay nada que temer —dijo como si estuviera repitiendo las palabras de Zakaria—. Si nosotros, que sabemos dónde está, no somos capaces de verla, nadie podrá. No tenemos que destruir nada —concluyó Naseer dando por finalizada esa parte de su trabajo.

Como para llevarle la contraria, una pequeña nube perdida en el cielo primaveral cubrió con su sombra la parte del friso que acababa de señalar el sacerdote y resaltó algunas imperfecciones en la piedra. Fue entonces cuando logró vislumbrar algunas hendiduras en la loseta que, con un esfuerzo de imaginación, parecían letras o signos. Él las reconoció en seguida, ambos conocían los versos.

—Ahora las veo —comentó emocionado el más joven—. Pero no creo que alguien pueda descifrarlas. Ni siquiera parecen letras.

Basaam asintió convencido.

—Están peor de lo que creía —añadió.

—Ves —le confirmó Naseer—. No tenemos nada de qué preocuparnos.

La nube se alejó y el edificio volvió a quedar inundado por la brillante luz del sol. Los signos ilegibles habían vuelto a desaparecer.

—Puede que tengas razón —le respondió el sacerdote.

Sin embargo, Basaam era un hombre muy cauto y tenía la certeza de que los versos estaban escritos en otra parte. Una tradición mandea, transmitida entre sacerdotes, aseguraba que un monje medieval se interesó por la inscripción y que la copió traduciéndola al griego. La mayoría de ellos la tenían por una simple leyenda, pero Basaam no estaba tan seguro, solo esperaba que si el manuscrito existía, se hubiera convertido en polvo hacía mucho tiempo o que estuviera enterrado donde fuera imposible encontrarlo.

—¿Podemos ver el interior? —le estaba preguntando Naseer casi con un pie dentro del mausoleo.

—¿Mandeo antiguo? —Victor desconocía ese lenguaje.

—Un dialecto del arameo —le aclaró el doctor—. ¿Entiendes algo de su evolución lingüística?

—Poco —respondió, pero la expresión de su cara denotó que no sabía nada.

—Resumiendo mucho —le explicó—, el lenguaje mandeo se creó alrededor del siglo tercero en la zona de Mesopotamia.

Ahora sí que le había entendido y el investigador consiguió deducir su explicación antes de que la terminara.

—El problema es que la inscripción de la tumba se encuentra en Jerusalén, no en Mesopotamia, y es anterior a esa fecha, ¿verdad?

—En efecto —confirmó el anciano con una sonrisa sorprendido por la rapidez de su razonamiento. Habría sido uno de sus alumnos más aventajados—. El primer texto de Zacarías se ha datado en el siglo IV, pero el segundo es anterior porque se encuentra mucho más deteriorado. Yo diría que se grabó en el primer siglo. Lo que nos conduce a un dialecto que ya existía dos siglos antes de lo que pensaba la arqueología oficial.

—Entonces, si contradice las tesis establecidas —concluyó Victor—, ¿la inscripción podría ser falsa?

—No lo creo —negó con la cabeza un par de veces—. Además de su estado de deterioro, no se trata del mandeo clásico, sino de un lenguaje anterior.

—Es decir, es posible que ese lenguaje evolucionara antes de lo que acepta la ciencia oficial y que surgiese en un sitio distinto del que se creía.

Aquello era mucho decir para el anciano. Sus años como investigador le habían enseñado a tener pruebas fehacientes antes de intentar cambiar algo que el resto de los eruditos daba por sentado.

—Si aceptáramos tu hipótesis —respondió con cautela al joven—, significaría comenzar la investigación con pies de barro. Y si no pisamos suelo firme, podemos acabar en un callejón sin salida.

—Aun así —le presionó él—, si damos por verdadera la inscripción, ¿hacia dónde nos conduciría?

Isaac observó los dos textos y se concentró en el de Victor, que estaba completo cuando al suyo le faltaban palabras enteras e, incluso, mostraba problemas evidentes para interpretar muchas de las que podían leerse.

—Todavía no he acabado de traducirlo —se refería a su propia transcripción—, pero las palabras que he podido entender me indican que tu texto puede ser una copia del de la tumba. —Le cedió los papeles para que lo comprobara por él mismo.

Cuando el joven leyó la traducción del doctor quedó impresionado.

—¡Es la misma! —exclamó—. Falta casi la mitad, una palabra aquí —señaló—, en este otro lugar el final de la frase; pero yo diría que el texto griego del pergamino y su inscripción son idénticas. —Le brillaban los ojos.

¡Por fin!, sus pesquisas en el monasterio de Santa Catalina le habían conducido hacia algún sitio, aunque aún no supiera si eso podría servirle de algo.

—Y ahora que ya sé de dónde han salido los versos del pergamino, ¿tiene alguna idea de lo que significan? —preguntó al doctor mientras le devolvía los dos textos.

Aquella era una pregunta difícil.

El anciano leyó para sí la alusión a Zacarías, «el sacerdote muy piadoso, padre de Juan», y los dos siguientes renglones en voz alta.

—«Fue creado antes que la luz y el cosmos, sin él nada puede ser dicho...»

—¿Se refiere a Zacarías?

A Isaac le pareció una actitud impetuosa y una conclusión precipitada.

—No estoy seguro —le respondió—, los mandeos poseen una teología compleja y a veces es muy difícil desentrañar sus misterios. ¿Has leído algo sobre su grupo?

Victor hizo un gesto con la cabeza que le dio a entender que no había oído hablar de ellos en toda su vida, así que el anciano prosiguió.

—Son una secta religiosa de gran antigüedad que actualmente vive en Irak y en Irán, aunque, por las persecuciones y el acoso a que están sometidos, muchos de ellos han tenido que emigrar y existen algunas agrupaciones en Estados Unidos, Canadá, Australia y también en Europa.

—¿Son muchos? —le interrumpió el investigador.

—Se cree que pueden ser unas cien mil personas en total, pero no hay fiabilidad en el número porque no cuentan con ningún tipo de censo. —Como el joven permanecía callado, Isaac prosiguió—: Su origen es un verdadero misterio para los historiadores. —Ante la palabra misterio Victor se arrellanó en su sillón esperando una larga explicación—. Los mandeos afirman que llegaron a Jerusalén desde Egipto, muchos eruditos lo dudan, pero es innegable que hay una cierta conexión egipcia con su calendario, con sus creencias y con su teología; incluso con una de sus fiestas, el Banquete de los Egipcios en conmemoración a los que escaparon del faraón en el Mar Rojo.

—¿Han intentado reconstruir su historia a través de su lenguaje o de su religión? Resulta útil en la mayoría de las ocasiones —intentó ayudar el otro.

El doctor Ben Shimon sonrió al ver que Victor le seguía.

—Lo han hecho, pero con resultados confusos. Una parte de su religión ha sido poco estudiada, aunque cuenta con elementos judíos y ese es el motivo por el que muchos historiadores creen que eran una secta judía escindida de la rama principal; pero también poseen paralelismos con la religión cristiana y con la persa. Sin ir más lejos, Jesús aparece en sus escrituras y fue bautizado por Juan el Bautista, tal como lo cuenta la Biblia. Sin embargo, la paloma que apareció sobre su cabeza no era el Espíritu Santo, según los mandeos fue Ruha, su demonio principal. Para ellos, el Hijo de Dios cristiano fue un embaucador y un mentiroso, un discípulo de su maestro Juan que se descarrió y confundió a la gente.

El investigador estaba cada vez más interesado en la conversación.

—¿Y con el lenguaje?

—Se ha estudiado mucho sobre su nombre, la palabra mandeos significa «conocimiento», «conocedores». Pero otra denominación mucho más antigua los llama nazoreos o nazareos, que significa «observantes», custodios de la tradición. El origen de esta palabra, nazoreos, nos indica que bien podrían haber existido unos cuantos siglos antes del nacimiento de Cristo porque los nazarenos son anteriores a él. Pero no tenemos pruebas fiables y la mayoría de los eruditos prefieren ser cautos y opinan que debieron de nacer como grupo en torno al siglo III de nuestra era. —Reflexionó un instante y prosiguió—: Aunque ha aparecido una corriente de pensamiento cada vez más segura de que ya estaban en Palestina sobre el año 30 o 40 y que los expulsaron de la ciudad a la muerte de su profeta el Bautista.

—¿Usted también lo cree?

El anciano le miró esbozando una sonrisa pícara.

—No, creo que soy demasiado heterodoxo para mi edad. —Victor se rió también, Isaac no parecía de los que seguían la opinión de la mayoría dominante—. Considero que es muy posible que procedieran de Egipto y, por supuesto, debieron de constituirse como un grupo gnóstico baptista dos o tres siglos antes de Cristo, pero no tengo muchas pruebas que lo confirmen.

—¿Un grupo gnóstico? —se extrañó el joven—. ¿Todavía existen gnósticos? Pensé que la Iglesia católica había acabado con ellos hacía tiempo.

El doctor rió ante el comentario.

—Quizá sean los últimos gnósticos que quedan en pleno siglo XXI y, créeme, con estos también lo intentó. —Le explicó que los jesuitas portugueses pretendieron convertirlos al cristianismo en el siglo XVII, pero no lo consiguieron—. Al fin y al cabo, no son peligrosos. —Se percató del fuerte significado de la palabra y decidió rectificar—. Son un grupo muy reducido que ha tenido problemas para sobrevivir a lo largo de la Historia y, además, no admiten adeptos, solo el que nazca de madre mandea y de padre mandeo será un mandeo, con lo cual no suponen una gran amenaza para el poder eclesiástico de Roma.

Por la cabeza de Victor bullían todas aquellas ideas gnósticas que la Iglesia persiguió con saña a lo largo de los siglos, como las que propugnaba el catarismo. Ideas que amenazaron con furia los cimientos del cristianismo oficial. Aunque, si las analizaba despacio, incluso podía llegar a compartirlas.

—¿En qué creen estos mandeos? —le preguntó con curiosidad.

Isaac se arrellanó en su sillón y dudó entre ofrecerle la explicación larga o la más resumida. Al final optó por una síntesis.

- Gnosis significa «saber», «conocimiento», lo mismo que mandeo. Los gnósticos creían que alcanzarían la liberación a través del conocimiento. Es una ciencia religiosa, profunda y secreta que hace referencia a la salvación del hombre.

Aquella pequeña explicación no le decía nada a Victor.

—Pero ¿qué los define como grupo?

Tras un momento, Isaac prosiguió.

—Si nos olvidamos de los gnósticos actuales, esas escuelas de pensamiento que se suceden con mayor o peor fortuna y que, en la mayoría de los casos, de gnosticismo solo tienen el nombre para engañar a incautos —se explicó—, los gnósticos verdaderos creen que el cosmos se compone de dos fuerzas: el Mundo de la Luz, situado al norte, que representa el bien, y el mundo de la oscuridad, al sur, es el mal. Entre las dos fuerzas hay hostilidades y a través de esos conflictos se crea el mundo. —Isaac hizo una pausa para comprobar que el joven comprendía sus explicaciones, después prosiguió—: Pero el universo no ha sido creado por Dios, que es bueno y puro, tuvo que haberlo hecho alguien que no lo fuera, ya que la tierra no lo es. Así, la creación de nuestra tierra se debió a un espíritu que desobedeció a Dios, por eso los gnósticos sienten un intenso rechazo hacia la vida terrenal considerándola algo impuro.

—¿Por eso se bautizan? —le interrumpió Victor recordando que Isaac había dicho que eran un grupo gnóstico baptista—. ¿Para purificarse?

—En efecto. Para ellos las almas son la única parte del cuerpo que participa de la divinidad, es lo que queda del espíritu de Dios en los hombres. Pero están encerradas en el cuerpo material, que es algo degradante y sucio. Para liberar al alma y hacer que retorne al mundo espiritual, o a lo que los mandeos llaman el Mundo de la Luz, era necesario conseguir el conocimiento revelado por Dios, la gnosis. Por ese motivo ellos intentan mantenerse lo más puros posible a través de sus repetidos bautismos, de ciertos ayunos y de cumplir algunas normas más.

—Eso me suena a los baños rituales judíos o a los esenios, que también se purificaban con agua. —Victor amplió su idea—. En las ruinas de Qumrán, considerado un enclave esenio, se han encontrado numerosos baños rituales para uso de la comunidad.

—Los esenios también eran gnósticos —le aclaró el doctor Ben Shimon—. Aunque sobre el esenismo y la gente de Qumrán te puede concretar más cosas un buen amigo mío, Elijah Cohen. Impartimos clases al mismo tiempo en la facultad y te puedo asegurar que es un erudito del qumranismo. Lleva más de veinte años dedicándose a buscar un tesoro esenio que no debe de existir porque esa gente era muy pobre. Pero él está empeñado en encontrarlo. Debería darse prisa porque es tan viejo como yo y se le acaba el tiempo. —Rió ante su comentario y también porque se imaginó la cara de Elijah si le oyera, pero, casi de inmediato, comprendió que se había desviado de la conversación inicial y volvió a ella—. Discúlpame. Retornando a los mandeos y a los esenios, aunque son dos grupos diferentes, es posible que existiera algún tipo de conexión entre ellos.

—¿Está seguro? —se extrañó el investigador.

—Verás —se explicó—, un número cada vez más elevado de historiadores cree que Juan el Bautista fue esenio antes de comenzar su misión entre los hombres. Basan sus afirmaciones en su estilo de vida ascético retirándose al desierto. Además, predicó el arrepentimiento entre los hombres porque creía que el día del juicio final estaba cerca. Y esa idea apocalíptica del fin del mundo es muy gnóstica.

—Esas doctrinas también se desprenden de los manuscritos del Mar Muerto que escribieron los esenios —estuvo de acuerdo Victor, al que nunca antes se le habría ocurrido relacionar al Bautista con ellos y con los mandeos.

—Por eso no descarto la idea de que Juan pudo haber sido esenio o haber estado entre ellos en algún momento de su vida. Y no podemos olvidar que el Bautista es uno de los principales profetas mandeos, así que tuvo que estar en contacto con ambos grupos.

—Entonces, Juan el Bautista era el nexo de unión entre los mandeos y los esenios —resumió el investigador.

—Es muy posible —añadió el doctor Ben Shimon a modo de conclusión—, la religión mandea también posee elementos en común con la persa y con la cristiana: un único dios, sus profetas, Adán como el primer hombre... Te recuerdo que estamos hablando de un momento histórico muy particular, del siglo I en Jerusalén.

—Sí, y fue un siglo muy revolucionario para las ideas religiosas.

Victor intuyó que Isaac era todo un experto en ese campo, pero con aquella explicación se había hecho una primera idea de quiénes eran los mandeos y dio un giro a la conversación.

—Si fueron esos mandeos los que escribieron la inscripción de la tumba, ¿qué significado podrían tener esas líneas para ellos?

El doctor volvió a apuntalar las gafas sobre su nariz y leyó en voz alta, por enésima vez, la fotocopia del pergamino que le había entregado el investigador.

—«Esta es la tumba de Zacarías, mártir, sacerdote muy piadoso, padre de Juan.» Nos da a entender que en algún momento el padre de Juan el Bautista estuvo enterrado allí. —Releyó la tercera y cuarta líneas y prosiguió su explicación—: «Fue creado antes que la luz y el cosmos, sin él nada puede ser dicho». Aún no he logrado comprender a qué se refiere; aunque en un principio supuse que sería a Zacarías, ahora no estoy tan seguro.

Isaac continuó la lectura.

—«Cuando la semilla del padre no produzca varón, los ritos estarán vacíos.» Para esta frase ni yo mismo tengo explicación. No sé a qué padre se refiere, aunque sea cual sea, cuando ese padre no tenga un hijo varón, es decir, no tenga descendencia, los ritos mandeos carecerán de sentido.

El joven le escuchaba atentamente. Permanecía inclinado hacia delante con los brazos apoyados sobre las piernas y las manos entrelazadas. De vez en cuando acariciaba una pulsera de cuero que rodeaba su muñeca, junto al reloj, recuerdo de un antiguo viaje a Kenia donde dejó muy buenos amigos. Tenía la costumbre de tocarla cada vez que se concentraba en un problema.

—Y ahora viene una parte relacionada con sus creencias más populares —Ben Shimon leyó el final—. «Los que guardáis los tres, recibid el bautismo en Bet Makerem...»

—¿Bet Makerem? ¿Qué es eso? —le interrumpió.

—Un lugar, supongo —se aventuró con precaución el anciano.

—¿Existe actualmente?

—No me suena —lo dijo mientras pensaba en los nombres de localidades que rodeaban Jerusalén—. No he podido estudiarlo, en las fotografías que hice de la inscripción resultaba difícil ver con claridad esas dos palabras. —Le mostró el fragmento en el grabado de la tumba y, en efecto, ahora que la había leído en el pergamino de Victor, «Bet Makerem» era la transcripción más probable. Pero sin esa ayuda... era casi imposible interpretar esos cuatro garabatos.

—Continúo —le indicó Isaac releyendo las dos últimas líneas—: «Los que guardáis los tres, recibid el bautismo en Bet Makerem... recoged el amuleto y renovad el tesoro».

—¿Qué tres?, ¿qué amuleto?, ¿y qué tesoro? —Eran demasiadas preguntas al mismo tiempo, pero el anciano las respondió por orden con paciencia.

- Los tres son tres cuencos... —y antes de decir la palabra miró a Victor a los ojos— mágicos. —El joven fue a abrir la boca, pero se lo pensó mejor y la cerró—. El amuleto es...

—¿Mágico? —le cortó sin poder contener una sonrisa.

—Sí, mágico —le confirmó sonriendo a su vez—. Y el tesoro.... —y antes de que el investigador pudiera interrumpirle, prosiguió—, por supuesto, es mágico también.

Victor mantenía la sonrisa en sus labios, había demasiada magia en aquel texto y no podía evitar pensar que les estaban tomando el pelo.

—¿Para qué necesitaría alguien tantos objetos mágicos? ¿Por qué buscaría mi cliente, que parece un investigador formal, todo eso?

—Solo encuentro una explicación —le aclaró el doctor—, que se haya tomado en serio una antigua leyenda que acompaña a ese pergamino tuyo.

—¿Qué leyenda? —inquirió curioso—. Porque la que encontró Archeo no tenía ninguna relación con la magia.

Victor reprimió una sonrisa.

—Una mandea. La de los tres cuencos mágicos... —Miró un instante al joven pensando en que volvería a reírse y prosiguió—:... el amuleto mágico y el alfabeto mágico.

Ambos estallaron en carcajadas.

—Los mandeos creen —comenzó Isaac cuando pudo— que existen tres cuencos que han sido elaborados en barro y que contienen unos conjuros muy especiales. En su interior poseen unos textos que, al ser leídos, son capaces de producir algún tipo de magia. —El joven iba a decir algo, pero el doctor se le adelantó—. Desconozco de qué tipo. Después hay que utilizar el amuleto de alguna manera y, finalmente, sucederá algo.

—¿Relacionado con lo que ellos llaman «el tesoro» en la inscripción?

El doctor afirmó con una leve inclinación de la cabeza.

Victor estaba haciendo uso de todas sus facultades mentales para intentar averiguar por qué el cliente que les había encargado aquel trabajo había sido más críptico que la propia inscripción de la tumba. Además de ocultarles su nombre, les había negado casi toda la información necesaria para saber qué estaban buscando. Y la única opción viable que le quedaba era pensar que detrás de aquel tesoro se escondía una verdadera fortuna.

—¿No cabría alguna posibilidad de que ese tesoro fuera algo de gran valor en el mercado? —le preguntó.

—No es probable. Si conocieras a los mandeos, sabrías que la palabra tesoro significa algo muy distinto para ellos. Su libro sagrado se llama Ginza, que, traducido, es «tesoro»; sus obispos reciben el nombre de ganzebra. La palabra posee la misma raíz que Ginza y su significado es «tesorero». Para ellos se trata de algo espiritual, no material. El tesoro son sus almas y el tesorero cuida de ellas.

—O sea, ni oro, ni joyas...

—Me temo que no —le confirmó el anciano con una graciosa expresión de pesar en el rostro. —Pero luego esbozó una sonrisilla pícara—. Si quieres riquezas tendrás que acompañar al doctor Elijah Cohen en su búsqueda, que hasta el momento no le ha ofrecido muy buenos resultados.

El investigador sonrió ante el comentario, pero pensó: «Si no hay tesoro tendré que especular con otro motivo para tanto misterio». Pero aún le quedaba otra pregunta.

—¿Y las letras finales? —Isaac le miró extrañado—. La «a», la «b»... —se explicó Victor.

—¡Ah, sí! En mi transcripción no aparecen —observó unos segundos la copia del joven y comprobó que eran las cuatro primeras letras del alfabeto griego—. No tiene mucho sentido que el copista las haya puesto ahí. Yo lo traduciría como abecedario.

—Eso mismo pensé yo —estuvo de acuerdo el investigador—. Pero no soy capaz de establecer ninguna relación con el resto del texto.

Isaac tampoco le pudo ofrecer una explicación satisfactoria.

En algún rincón del pasillo, un reloj de cuco dio la hora y su sonido se esparció creando ecos en el salón. El joven miró el suyo de forma instintiva y se percató de que ya había pasado gran parte de la mañana.

—Lo siento, doctor —se disculpó—, le he entretenido demasiado. Debería irme.

—No te preocupes, joven, para un jubilado es una maravilla poder llenar su tiempo. Aunque yo no puedo quejarme, me siguen requiriendo de la universidad de vez en cuando y, además, continúo con mis propias investigaciones.

—Aun así... se ha hecho tarde.

Ambos se incorporaron. Victor se disponía a recoger sus papeles, esparcidos sobre la mesita del salón, cuando Isaac le pidió que le prestara las copias del pergamino que había encontrado; deseaba estudiarlas más despacio. El joven se las entregó. Después le acompañó a la puerta. Cuando el investigador abrió la cancela de hierro, el doctor le dijo:

—Si tienes tiempo, acércate a la tumba de Absalón, está a solo diez minutos en coche. Puede que te resulte interesante.

—Lo haré —le prometió al tiempo que alzaba la mano a modo de despedida.

No se veía nada, absolutamente nada. Andrea llevaba cinco minutos con la cabeza erguida mirando hacia arriba, hacia el centro de la fachada. Sobre ella, a unos diez metros de altura, estaba escrita la inscripción, pero no era capaz de distinguir el más mínimo resto, ni siquiera el esbozo de una letra.

Martin Crown le había asegurado que la tumba se encontraba en muy mal estado, hasta hacía poco tiempo toda la zona era refugio de delincuentes. Incluso, un periódico local afirmó que el monumento había sido la vivienda habitual de un mendigo. Sin poder confirmar esos extremos, lo que sí podía apreciar la orientalista era su enorme grado de erosión. Entre las grietas de las paredes habían germinado algunas plantas que colgaban en jirones buscando el suelo y en su fachada, como el ojo único de un cíclope mitológico, se abría un boquete por el que pasaría con facilidad un hombre.

Se asomó al camino descendente, que conducía a otros dos monumentos funerarios construidos en el siglo I después de Cristo y lo que observó desde su posición no mejoró la impresión que ya tenía. También estaban en ruinas. «Jerusalén poseía demasiados lugares históricos como para poder conservarlos todos», pensó.

Retrocedió y volvió junto a la fachada principal de la tumba de Absalón cuando vio pasar a alguien que no tenía aspecto de turista. Se dirigió hacia él.

—Disculpe, ¿Uri Sarel?

El hombre había rebasado la cincuentena con un rostro surcado de profundas arrugas, tenía las manos grandes y encallecidas y una manera de andar que inclinaba su cuerpo en exceso hacia delante. Se movía con dificultad, como si la vida le hubiera añadido veinte años más a su edad real.

—Sí, señorita. ¿Es usted la doctora Jacobs? —Como Andrea asintiera con la cabeza, el guarda prosiguió—: La estaba esperando, el señor Crown llamó esta mañana para decirme que vendría. ¿Necesita alguna cosa? —le preguntó solícito.

—¿No tendría usted una escalera, verdad? —lo dijo mitad en broma mitad en serio, pero Uri se lo tomó como una petición en toda regla.

—Veremos lo que puedo hacer, señorita.

—Muchas gracias —respondió perpleja.

El hombre dio media vuelta y comenzó a andar encorvado hacia el camino de Jericó. Andrea solo podía esperar. Se entretuvo observando el paisaje primaveral y las espléndidas vistas mientras los turistas andaban de un lado hacia otro intentando fotografiarlo todo, grabarlo todo, retenerlo todo. Incluso tomó el camino hacia el mausoleo de Benei Hezir, unos metros más abajo, para hacer tiempo.

Victor decidió visitar la tumba de Absalón antes de comer. La distancia hasta el monumento era corta. Pudo comprobarlo en un mapa de carreteras que Said guardaba en su viejo land rover. Con un poco de suerte no tardaría ni los diez minutos que le había augurado Isaac. Al salir del parquin de Yemin Moshe se dirigió hacia el sepulcro.

No conducía a excesiva velocidad, pero cuando abandonó la carretera a Jericó y tomó el desvío hacia la tumba, aminoró el paso. Aparcó nada más entrar en el camino y continuó a pie el resto del trayecto. La senda descendente, bordeada por un muro bajo de adoquines de piedra, le condujo hacia el monumento de Absalón.

El edificio se erguía orgulloso dando la espalda a la pequeña elevación pétrea que se alzaba detrás, pero todo en él era caduco. Victor dudó de que fuera a encontrar una inscripción aun sabiendo dónde buscar, sus paredes parecían desmoronarse grano a grano, como las dunas de arena del desierto. De todas formas, se acercó a su fachada principal y miró hacia arriba, donde se suponía que debía estar el grabado.

Aunque el doctor Ben Shimon le había sugerido la visita, le desmoralizó comprobar que no había nada que pudiera ayudarle allí. Estuvo un par de minutos más con la vista girada hacia lo alto del monumento y cuando comenzó a dolerle el cuello, se rindió. «Será mejor preguntarle al encargado», pensó.

No fue necesario que esperara mucho. Acababa de distinguir a un hombre con traje de faena portando una larga escalera de madera. Cuando llegó a su altura la apoyó contra la fachada del edificio y sacudió las manos. Victor aprovechó ese momento para preguntarle.

—¿Es usted el encargado?

—Uri Sarel —le contestó ofreciéndole la mano—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Victor Lavine —se presentó—. Estoy buscando la nueva inscripción que ha aparecido en la fachada y no soy capaz de localizarla. ¿Sería usted tan amable...?

Uri tuvo un instante de indecisión, pero reaccionó con rapidez.

—Por supuesto. —Dio un par de pasos al frente y le indicó con un gesto de la mano el lugar exacto donde él había estado mirando—. No se ve gran cosa.

—Para ser exactos, no se ve nada —confirmó Victor.

El hombre sonrió.

—Si está usted interesado en lo que ponía ahí, yo podría serle útil. ¿Conoce a Martin Crown? —El joven negó con la cabeza—. Dirige una asociación dedicada al estudio de Juan el Bautista y su empresa está investigando la inscripción. Tengo el teléfono en mi guía. Acompáñeme, por favor.

Siguió al guarda hacia la entrada del mausoleo que se abría en un lateral del monumento. La puerta era una amplia abertura fundida con la piedra que la circundaba, rematada por un pequeño frontón clásico y se accedía a ella subiendo cuatro escalones. Antes de entrar dejó paso a dos hombres que salían. Iban vestidos de forma occidental cubiertos con un par de keffiyahs blancos y negros. A uno de ellos la barba casi le llegaba a la cintura. El otro parecía emocionado y no dejaba de hablar. Los siguió con la mirada unos metros. Pero no era el único, apostado contra el murete de enfrente, un hombre que intentaba pasar desapercibido entre un grupo de turistas no les quitaba ojo. Su camisa a rayas rojas y naranjas llamó la atención de Victor. Cuando los dos hombres ascendieron por el camino, el árabe los siguió.

—Entre usted —le indicó el guarda al ver que se había quedado rezagado—. Debo de tener el número por aquí. —Se entretuvo unos segundos buscando la tarjeta de visita—. ¡Ah!, ¡aquí está! Llámele, le atenderá encantado.

A Martin Crown no le gustaban los mirones en lo que consideraba su territorio y había prevenido a Uri para que le tuviera al corriente de los posibles arqueólogos o buscones que se interesaran por la inscripción. A diferencia de los otros, de los que el encargado se había deshecho en persona, a Victor se lo enviaba directamente. «El señor Crown sabrá qué hacer —pensó el guarda—, este parece de los insistentes.»

Victor le dio las gracias por su ayuda y se encaminó hacia la salida. Antes de irse no pudo evitar echar un último vistazo al lugar donde debería estar la inscripción. La escalera que el guarda había traído continuaba apoyada contra la pared y decidió utilizarla. Subió los primeros escalones y comprobó su resistencia. No estaba muy seguro de que pudiera aguantar su peso, de vez en cuando crujía, aunque parecía haber sido restaurada hacía poco. Resolvió proseguir su ascenso a pesar de no confiar totalmente en ella.

Cuando llegó a la altura del texto, tenía la nariz pegada a la piedra y lo único que distinguía eran surcos irregulares, débiles hendiduras que para él carecían de sentido. Acarició el friso y sintió la textura rugosa. Cerró los ojos para dejar que las yemas de sus dedos «vieran». En ocasiones, la lectura podía ser más clara. Sus manos recorrieron despacio la superficie y percibió con más nitidez las pequeñas depresiones, pero, aunque creyó poder descifrar alguna letra, el conjunto no le decía nada. Al fin y al cabo, ni siquiera conocía el alfabeto mandeo.

Inició el descenso cuando el guarda salía del mausoleo. Uri le vio y pensó que no se había equivocado al entender que podría causarles problemas y que sería preferible que el señor Crown se encargara personalmente de él.

Andrea ascendía tranquila el pequeño repecho que separaba la tumba de Absalón de la de Benei Hezir y vio que el guarda la miraba y señalaba con sus ojos en dirección a la fachada. Ella esbozó una sonrisa y asintió mientras aceleraba el paso para dirigirse al pie de la escalera.

—Buenos días —saludó a Victor cuando llegó a tierra.

—Buenos días, Victor Lavine —se presentó.

—Andrea Jacobs. Veo que está interesado en Juan el Bautista —le dijo mientras retiraba algunos rizos pelirrojos de su rostro.

—¿Cómo? —se sorprendió él.

—En la inscripción de su padre Zacarías, ¿no es lo que estaba observando ahí arriba como si fuera una ardilla?

Ambos se rieron de la comparación y Victor se extrañó de no poder dejar de mirar sus ojos violetas. Cuando reía parecían brillar.

—Pues sí —le contestó—. Estaba intentando comprobar si era posible leerla. Pero ¿de verdad cree usted que parecía una ardilla?

Volvieron a reír.

—Se encuentra en muy mal estado —se lamentó la joven cuando consiguió serenarse—. Después de tantos años ha sido muy difícil poder rescatarla. —Ante la cara de extrañeza del hombre decidió explicarse—. Estoy llevando a cabo un estudio sobre la influencia religiosa del Bautista en su época —mintió—, y esta inscripción podría aclarar algunos puntos.

—¿Es usted arqueóloga? —le preguntó.

—Sí, de alguna manera sí, orientalista.

—Entonces debe de haber oído algo de una segunda inscripción que ha aparecido. Creo que es mandea, si no me equivoco.

Algo en el estómago de Andrea se rebeló y sintió un escalofrío. Aquel joven le resultaba encantador con solo haber intercambiado un par de frases, y eso para ella resultaba de lo más desconcertante. Sin embargo, comenzaba a pisar un terreno resbaladizo con sus preguntas y esas situaciones ella sí sabía manejarlas a la perfección.

—¿Periodista? —Ante el movimiento de cabeza de Victor, preguntó de nuevo—: ¿Arqueólogo?

—No, en absoluto, ninguna de las dos cosas. —«Esta mujer pregunta mucho, ¿no?»—. Discúlpeme si la he confundido. Soy un simple curioso.

El joven comenzó una retirada discreta a pesar de que le hubiera gustado continuar hablando con ella.

—Creo que soy yo la que debe ofrecerle mis disculpas. Y también supongo que soy más curiosa que usted, no dejo de entrometerme. Acabo de conocerle y no he parado de hacerle preguntas.

Ambos sonrieron y a ella se le marcaron diminutas pecas en las mejillas. «Andrea Jacobs, se llama Andrea Jacobs —repitió Victor para sí—, debería preguntar por ella al doctor Ben Shimon. Quizá él sepa quién es.» Observó la hora en su reloj de pulsera anticipando con su gesto lo que iba a decir.

—Se me ha hecho muy tarde, señorita Jacobs. Me alegro de haberla conocido —le tendió la mano cortés.

Ella se la estrechó y Victor comenzó a andar hacia su coche. Tuvo un momento de incertidumbre al volver la vista atrás un segundo. Andrea continuaba mirándole y él alzó el brazo a modo de despedida.

Cuando llegó al land rover telefoneó al número que le había facilitado el guarda y una voz de mujer le indicó que el señor Crown ya había dejado el despacho, pero que ella podía anotar la cita en su agenda. Le informó de que el director tenía un hueco a las cuatro y el joven decidió no desperdiciar su buena suerte.

—A las cuatro está bien —le dijo. Confirmó la dirección y cortó la comunicación.

Cuando subió al vehículo todavía conservaba en su retina los ojos de la orientalista y su cerebro se negaba a desprenderse de su rostro. Había algo que le había alertado contra ella. Sin embargo, existía otro algo que no le daba importancia a esa alerta.

—Creo que pediré pescado —contestó Andrea.

Martin la había citado para comer en un pequeño restaurante cercano a las oficinas de la asociación. Tenía una amplia entrada, pero su interior era pequeño y acogedor. Disponía de pocas mesas y la decoración combinaba diferentes tonos pastel. Una mano femenina había añadido con paciencia ribetes bordados a los visillos y había colocado centros florales en los poyetes de las ventanas.

El camarero aprobó la decisión de la mujer, el pescado estaba recién traído, y se alejó hacia la cocina con la comanda.

—¿Has hablado con Uri hace poco? —le preguntó Andrea.

—Me acaba de llamar. Dice que habéis estado hablando.

—Entonces ya lo sabes, tenemos dos problemas, no uno —le aseguró.

—El guarda no obtuvo gran cosa, ¿tú has podido averiguar algo sobre ese hombre? —inquirió Martin.

—Lo intenté, pero no me dijo más de lo que ya sabía Uri.

—Espero tener más suerte con él esta tarde. —Ante la mirada interrogante de Andrea, Martin se explicó—: Uri le dio mi tarjeta y Victor ha hablado con mi secretaria para concertar una reunión. Le veré a las cuatro.

La mujer sonrió, aunque no le agradase demasiado el director, había trabajos que él desempeñaba muy bien. Solo esperaba que supiera ser sutil al quitárselo de encima. Aquel joven era muy agradable.

—No parece saber demasiado de cómo andan las cosas por aquí —prosiguió él—. Yo en su lugar no habría contactado con la asociación. —Se refería a ellos mismos—. Parece querer meterse en la boca del lobo.

—Que desconozca los entresijos no significa que no haya llegado tan lejos en la investigación como nosotros —apuntó Andrea con cautela suponiendo que buscaba lo mismo que ellos.

Él tuvo que asentir.

—Veremos qué ha descubierto —concretó—, después informaré a Sinclair, es posible que desee que «apartemos» de la investigación a nuestros dos problemas.

La palabra apartar sonó un tanto siniestra en sus labios y Andrea habría jurado que no tendría el más mínimo inconveniente para hacerlo en persona, aunque debía reconocer que, tras casi diez años dirigiendo los Cristianos de San Juan, nunca le había visto saltarse la ley y siempre se había comportado de forma educada y correcta. Sin embargo, sabía que ocultaba muchos secretos.

El aroma del pescado recién asado precedió al camarero, que depositó el plato junto a Andrea. Una ensalada compartida y un bistec poco hecho para Martin completaban el menú; aprovechó para rellenar sus copas de vino y les deseó buen provecho.

El director no se demoró en atacar su suculenta pieza medio sangrante y, con el primer pedazo en el tenedor, le preguntó a la orientalista por la inscripción.

—¿Te ha sido útil ver el texto por ti misma?

—A simple vista no es gran cosa —le contestó—, pero he adelantado algo.

—¿Importante para comprender lo que dicen los versos?

—Creo que sí. —A Andrea le resultaba desconcertante el interés que mostraba Martin. Quizá por eso le ofreció una explicación detallada—. En el texto se menciona un lugar donde han de bautizarse los mandeos. Gracias a tus fotografías he conseguido transcribir algo así como «bet» o «beit erem».

—No me dice nada —apuntó el director acercando la copa de vino a sus labios.

—A mí tampoco —le respondió ella—. Creí que visitando la tumba lo entendería mejor. —Él la dejó proseguir mientras continuaba devorando su pedazo de carne medio crudo—, pero me ha desconcertado.

—Ya te dije que en mis fotografías se apreciaban más garabatos que en el original.

A la orientalista le molestaba la falta de conocimientos de Martin, pero Sinclair no le había ofrecido el puesto de director por estar doctorado en Historia.

—Es cierto —declaró muy a su pesar—. Aun así he tenido un poco de suerte. Entre la palabra bet o beit y la palabra erem he conseguido descifrar una «m», falta otra letra en el medio, quizá dos. Veré si consigo saber cuáles son estudiando tus fotografías.

El director sonrió, aunque fue una sonrisa extraña, al pensar que, de algún modo, Andrea le necesitaba o, al menos, precisaba de su trabajo cuando en realidad eran Samuel y él los que la necesitaban a ella para que los condujera hacia el final de la investigación. El professor le había explicado con claridad que sin Andrea no lo conseguirían. Su forma de ayudar consistía en tratarla bien y en ofrecerle todo lo que estuviese en su mano para que ella pudiera descifrar la inscripción. Tendría que pensar qué harían con ella cuando hubiera finalizado el trabajo; aunque todo dependería de cómo se comportase la mujer en un futuro. Si aceptaba su forma de trabajar, era posible que compartieran parte del dinero con ella. «A ese respecto Sinclair no me ha comentado nada. Por otro lado —pensó Martin—, sería preferible dejarla a un lado y quedarnos con todo.»

Sin embargo, sabía disimular muy bien sus emociones y continuaba atento a deleitar su paladar con el vino y el bistec, y como no le resultaba de gran trascendencia el descubrimiento de esa simple «m» de Andrea en medio de otras dos letras que no significaban nada para él, hizo lo único que estaba en sus manos.

—¿Necesitarás el molde de yeso? Debería ir preparando la solicitud. Ya sabes, la burocracia —se justificó. En realidad, quería saber si tendría que encargar el trabajo a Abdul y a Jamal para esa misma noche.

Andrea negó con la cabeza mientras se acercaba la copa de vino a los labios. Sin llegar a beber le contestó:

—Todavía no, antes iré a la biblioteca de la universidad. Necesito consultar unos manuales y afinar un poco la traducción.

—¿La de monte Scopus?

Ella asintió con la cabeza.

Le ofreció el vehículo de la asociación para su desplazamiento, aunque la orientalista lo rechazó y continuaron hablando de temas profesionales hasta casi las cuatro. Llegada esa hora, Martin se disculpó. Victor estaría al llegar a su oficina. El hombre pidió la cuenta y, cuando la pagó, ambos se levantaron y abandonaron el restaurante.

Ya en la puerta, Andrea paró un taxi que pasaba y le indicó la dirección de la universidad. El director del CSJ observó al vehículo mientras se alejaba pensando en si esa mujer sería capaz de guiarlos hasta su meta. Después se encaminó paseando hacia la sede de los Cristianos de San Juan, a apenas una manzana de allí.

Frente a las puertas de su despacho le esperaba la secretaria con la permanente sonrisa que mostraba siempre en sus labios. Parecía tenerla impresa a fuego, o nada le afectaba o era de plástico. Martin nunca se había fijado demasiado en ella, era eficiente y no hacía preguntas, que para su sexo constituía lo esencial. Además, decía las palabras justas, «y era difícil que una mujer no hablara de más», pensó.

—¿Ha llegado la visita? —le preguntó.

Ella dirigió su mirada hacia la cristalera que los separaba de la sala de espera. En uno de sus sillones, un hombre joven pasaba las hojas de una revista que había sobre la mesa. Martin se acercó hasta él y se presentó. Después le acompañó a su despacho.

Victor tomó asiento en uno de los dos sillones que bordeaban el escritorio del director y observó que el mobiliario era nuevo pero con una pátina de años en la madera. En realidad, la asociación se había establecido en un edificio de nueva construcción, pero habían intentado darle un aire de antigüedad de tal forma que el interior parecía un mausoleo. El decorador había elegido el mobiliario de factura reciente aunque elaborado de acuerdo a técnicas artesanales y con maderas nobles. Las estanterías se veían robustas, la lámpara del techo era de araña y el suelo estaba cubierto por oscuras láminas de roble.

—Gracias por recibirme —comenzó Victor—. Supongo que es usted un hombre muy ocupado —El otro hizo un gesto que restaba importancia a la afirmación con fingida humildad. En realidad, le encantaban los halagos—, y mi petición ha sido tan precipitada... —se excusó.

—No se preocupe. Aquí intentamos atender a todos los investigadores y facilitarles la información que puedan necesitar, siempre que sea posible —precisó—. Y bien, ¿en qué podemos ayudarle?

Toda aquella introducción le pareció a Victor un tanto rimbombante y pasada de época. Aquel hombre comenzaba a resultarle desagradable. No sabía qué podía ser lo que le disgustaba de él. Quizá los ojos hundidos en las cuencas con pronunciadas ojeras o sus labios curvados hacia arriba en una mueca de desprecio. Sin embargo, no tenía ningún elemento objetivo para llegar a esa conclusión.

—Estaba interesado en un texto referente a Juan el Bautista —le expuso—, y he visitado la tumba de Absalón. Me ha sorprendido encontrar la primera inscripción en un estado penoso, pero la segunda es totalmente ilegible.

—Es una verdadera pena —le dio la razón—. Nosotros llevamos meses intentando descifrarla y está siendo un trabajo muy laborioso. Nuestros mejores especialistas están en ello y, créame, avanzan muy despacio. Un par de letras hoy, tres mañana, y eso si tienen suerte.

—Exceptuando las líneas referentes al padre de Juan, ¿tiene algún sentido para ustedes el resto del texto? —elaboró la pregunta con cautela, entre investigadores no solían ofrecerse toda la información, máxime si no eran del mismo equipo.

Para su sorpresa, él le respondió con claridad.

—Como ya sabrá, es mandea —Victor asintió—, y las tradiciones de esta secta gnóstica son de difícil comprensión. Suponemos que está relacionada con alguna de sus muchas leyendas. Aunque aún desconocemos con cuál.

Martin supuso que sería poco inteligente dar rodeos con un conocimiento que el joven debía de conocer de sobra.

—Hay un par de referencias que me han llamado la atención. —El sillón de Martin crujió cuando se inclinó hacia delante. Intuía que la conversación comenzaría a ponerse interesante—. ¿Saben dónde se encuentra una ciudad o una casa llamada Bet Makerem?, ¿o algo con ese nombre? —generalizó.

Aquella pregunta sorprendió al director. ¿Cómo podía haber descifrado esa parte? A duras penas Andrea había conseguido leer unas cuantas letras. «¿Qué me comentó durante la comida?» —intentó hacer memoria—. «Bet», una «m» en medio y «erem». Sí, ¡eso era!: bet, m, erem. Y este joven le había ofrecido las dos palabras completas: Bet Makerem. Procuraría no olvidarlo.

No permitió que su interlocutor se percatara de su sorpresa. En ningún momento sus ojos mostraron la más mínima emoción, continuaron hundidos en el fondo del cráneo.

—¿Bet Makerem? —repitió Martin. Era una pregunta hecha para sí mismo, meditativa, para ganar tiempo y encontrar una respuesta aceptable—. Lo desconocemos, no hemos encontrado nada con ese nombre, ninguna montaña, valle, pueblo... en la actualidad.

—Quizá en la antigüedad... —adelantó Victor.

—Es posible —le interrumpió—. Pero la historia desconoce ese topónimo, ningún manual de los que hemos consultado lo menciona —mintió.

El joven tuvo una idea y, como el Bautista vivió en los tiempos bíblicos, no resultaba descabellada. Formuló la pregunta.

—¿Han estudiado la topografía de la Biblia?

—Sí, pero sin resultados.

Aunque continuaba respondiendo al investigador con cortesía, Martin no dejaba de pensar que era imposible que hubiera podido detectar esas palabras en la inscripción sin las fotografías que él había hecho. Y ese hombre no había tenido acceso a ellas, eso desde luego. «Entonces, ¿cómo?...» No pudo continuar su razonamiento.

—Y en los textos sagrados judíos, ¿han buscado en ellos?

—También, y ahora estamos revisando la literatura mandea —volvió a mentir—. Y si no encontramos nada, se nos habrán acabado las ideas. —Lo dijo sonriendo, pero en sus labios la sonrisa resultaba grotesca.

El director hilaba sus ideas y tuvo un pensamiento fugaz: «Si no ha visto mis fotografías y la inscripción es ilegible... entonces... ¡Por supuesto!, ¡ha encontrado el pergamino!». Aquella deducción no le produjo la más mínima alegría. Ahora uno de sus dos problemas graves se había transformado en gravísimo. En el caso de que el texto del pergamino estuviera en mejor estado que su inscripción, aquel joven les llevaba una gran ventaja. Y comenzó a centrarse en otra incertidumbre: «¿A qué equipo de investigación pertenecería?, ¿iría por libre?».

—¿Con qué universidad trabaja usted? —le preguntó.

Antes de que pudiera responderle, alguien dio un par de golpecitos en la puerta y luego la abrió. Abdul Jaled estaba a punto de entrar cuando comprobó que su jefe estaba reunido.

—Lo siento, la secretaria ha salido un momento y... —Al percibir la expresión de Martin no finalizó su frase, se limitó a cerrar sin hacer ruido.

Victor ni siquiera tuvo tiempo para girarse; solo supo, por el acento, que debía de tratarse de un árabe.

—Disculpe la interrupción. Me estaba diciendo usted... —fingió hacer memoria— la universidad que le ha encargado el trabajo.

El joven advirtió un brillo desagradable en su mirada, como si el director evaluase hasta qué punto él podía ser un competidor y, a estas alturas de su investigación, no le interesaba lo más mínimo crearse enemigos. No sabía a quién podría necesitar, aunque, desde luego, deseaba no tener que recurrir de nuevo a ese hombre.

—Soy un investigador aficionado —le respondió con humildad—, nada más. Mis trabajos no son tan eruditos como los de su organización.

—No sea modesto, caballero. —Aunque aquella explicación le satisfizo, continuaba preocupándole que estuviera en posesión del pergamino. Pero no podía preguntárselo directamente y él no parecía dispuesto a revelar sus fuentes. Cabía otra posibilidad, que hubiera hablado con el doctor Ben Shimon y que él sí hubiera logrado descifrar más líneas de texto que ellos. Eso podía ser igual de preocupante. Sin embargo, aquella pregunta sí podía formularla—. ¿Ha contactado usted con otros investigadores en Jerusalén?

El interrogatorio le pareció un poco extraño a Victor y tuvo dudas en decir la verdad o en mentir. Al final, sin saber muy bien por qué, acabó mintiendo.

—Aún no, aunque tengo algunos nombres en mi agenda.

«Pues si no había hablado con Isaac, ya solo quedaba la opción de que hubiese encontrado el pergamino.» Tendría que solucionarlo, pero antes llamaría a Samuel Sinclair.

Entonces sonó el móvil del investigador. Victor se limitó a visualizar el número y después colgó. Era una ocasión única para despedirse, ya no creía oportuno mencionarle su segunda duda y de allí no sacaría nada en claro, a lo sumo, podría decir algo de lo que arrepentirse más tarde.

—Tendrá que perdonarme —se disculpó señalando el teléfono—, una reunión que había olvidado.

—No se preocupe, podemos continuar en otra ocasión. —Martin no tenía intención de perder de vista a ese curioso.

Como el investigador ya se había incorporado, él se levantó también para acompañarle hasta la puerta.

—Vuelva usted en otra ocasión. Será bien recibido —le dijo mientras le estrechaba la mano a modo de despedida.

Lo que menos le apetecía a Victor era tener que volver, había un nudo en su estómago que se lo desaconsejaba. Sin embargo, asintió con una de sus sonrisas más encantadoras. El director le vio alejarse por el pasillo del fondo con su figura encajada en el vano de la puerta.

Abdul aguardaba en la salita acristalada y cuando los oyó despedirse alzó la vista del periódico que ocultaba su rostro. Fue suficiente un leve gesto de su jefe. Se incorporó y siguió al joven. Cuando alcanzaron el portal del edificio, Victor marcó un número en su móvil. Al otro lado de la línea descolgó el doctor Ben Shimon.

—Se me ha ocurrido algo —le dijo el anciano sin darle tiempo para hablar—, por eso te llamé.

—Disculpe que colgara, estaba reunido con Martin Crown.

—¿Con el director del CSJ? —se extrañó.

—Con él.

—Te has metido en la boca del lobo, muchacho. —Y sin ofrecerle una explicación ni darle tiempo a pedirla, continuó—: Acércate a la biblioteca del monte Scopus, hablaremos allí. He tenido una idea y creo que puede aclararnos algo del texto, pero antes necesito consultar un par de libros.

—Deme quince minutos.

—Tómate tu tiempo —le respondió—, yo estoy llegando y aún tengo que solicitar algunos manuales.

Victor avanzó por la acera buscando el todoterreno. Tras él caminaba un hombre vestido con una chilaba negra y no dejaba de pasar las cuentas de un rosario de ámbar mientras murmuraba algunas palabras en árabe.

El día 1 de abril de 1925 tuvo lugar la inauguración de la Universidad Hebrea en Jerusalén. Era un día típico de primavera, luminoso y soleado, que atrajo a numerosos judíos del exilio. Albert Einstein dictaría más tarde la clase inaugural. Fue una verdadera ocasión histórica para el pueblo judío, que, incluso, escribió un Himno a la universidad, con su correspondiente partitura musical.

En el importante diario egipcio Al Abram se informó al pie de una fotografía que la Biblioteca Nacional Israelí era uno de los edificios más espléndidos de Oriente, construida en un estilo hebreo clásico. Sin embargo, su verdadero mérito consistía en el importante caudal científico que albergaba en su interior. Y era eso precisamente lo que Andrea Jacobs había ido a consultar; solo se demoró unos minutos en admirar los exuberantes jardines y la magnífica vista que podía observarse de la ciudad antigua de Jerusalén cuando su móvil comenzó a sonar.

—¡Lo tengo! Es Bet Makerem —le espetó Martin.

En un principio Andrea no sabía de qué le estaba hablando, pero solo necesitó un segundo para comprenderlo.

—¿Estás seguro? —exclamó con el tono de voz más alegre que el director le había oído en su vida.

—Totalmente. —Y antes de que inquiriera sobre sus fuentes, le respondió—: El investigador curioso, Lavine, me ha preguntado sobre ese nombre en nuestra reunión. Creo que son dos de las palabras que no entendías.

—¿Cómo? —La mujer no salía de su asombro.

—¿Cómo lo sé?

Eso podía imaginárselo ella.

—No, ¿cómo lo sabe él?

—Supongo que ha encontrado el pergamino o que el doctor Ben Shimon lo ha descifrado antes que nosotros y, aunque no ha querido decirme que trabajaba con él, lo debe de estar haciendo.

El rostro de Andrea se ensombreció y sus ojos violetas se tornaron más oscuros, casi del color de la noche.

—Eso no es una buena noticia —confirmó.

—No, no lo es —estuvo de acuerdo Martin—. Tendré que avisar al professor Sinclair.

—Bien —acertó a decir la mujer, aunque en el fondo temía que Samuel le ordenara que los «apartase» de la investigación y tenía que reconocer que el joven resultaba agradable y que el anciano era una eminencia en su campo.

Era cierto que ella tampoco deseaba tener competencia; al menos, no la de Isaac. El descubrimiento resultaba muy importante y el doctor Ben Shimon era más que capaz de descifrar la inscripción y de llegar hasta los cuencos mandeos él solo, pero Sinclair y ella llevaban demasiados años con esto como para permitir que otros se les adelantaran y les robaran los laureles. Tendría que ser Samuel el que comunicara a la comunidad científica la trascendental noticia de que los mandeos y su lenguaje surgieron dos siglos antes de lo establecido por la ciencia oficial. Ella sería su colaboradora y aquel descubrimiento los catapultaría al éxito académico. Sabía que se les abrirían las puertas para realizar cualquier investigación que desearan, ya no tendrían que luchar contra la falta de financiación para sus excavaciones.

De pie en la entrada de la biblioteca, nada más cortar la comunicación con Martin, Andrea sintió de pronto un frío enorme. Permaneció unos minutos dejando que el sol de la tarde calentara su rostro al tiempo que respiraba profundamente. Al final accedió al edificio prefiriendo no pensar en qué sucedería si el doctor Ben Shimon se les adelantaba, sabía que Sinclair era un mal perdedor.

Quince minutos después se reclinaba sobre un voluminoso ejemplar de la antigua historia judía intentando encontrar un par de escurridizas palabras: Bet Makerem. Buscaba algo similar a lo que había sucedido con el topónimo de la ciudad de Belén. Antiguamente se llamaba Bethelem, «casa del pan». Así que comenzó a darle vueltas a las posibles transformaciones de Bet Makerem: Beit Makerem, Beth ma kerem... Pero no conseguía dar con ninguna de las variantes que le acercara a una ciudad real. Cuando estaba a punto de rendirse pensando que debía de tratarse de un lugar utópico, al igual que otras tantas localizaciones mandeas, como la Montaña Madai, decidió recurrir a los mapas antiguos. No era una tarea fácil, habría que revisar todos y cada uno de los lugares hasta encontrar alguno cuyo nombre se pareciese a Bet Makerem desde la parte alta de Galilea hasta mucho más al sur, hasta Judea e Idumea, y quizá hasta tuviera que revisar la antigua cartografía siria.

Según avanzaba la tarde, la sala comenzó a llenarse de estudiantes y Andrea apenas si progresaba en su investigación. Decidió solicitar unas fotocopias de una parte de los planos que deseaba estudiar con más detalle. Tendría que volver a la biblioteca en más de una ocasión si quería localizar en un mapa la villa de Bet Makerem.

Cuando Martin colgó el teléfono a la orientalista, mostraba una expresión de desagrado en su rostro. A ambos les había disgustado la existencia de un nuevo curioso de su inscripción, pero a Samuel Sinclair le inquietaría bastante más cuando se lo contara.

Comprobó la hora y supuso que el professor estaría en su residencia preparando las maletas para el viaje a Jerusalén. Decidió telefonearle. Al cabo de un par de segundos alguien levantó el auricular al otro lado de la línea. Una voz de mujer le preguntó qué deseaba, era la asistenta.

—Con Samuel Sinclair, por favor. —La mujer le pidió que esperara un segundo, aunque en realidad transcurrieron varios minutos.

—Sinclair al habla.

—Buenas tardes. —El professor reconoció de inmediato el timbre característico de la voz de Martin Crown. Hablaba con un tono neutro y apagado, carente de inflexiones. Resultaba difícil concentrarse en lo que estaba diciendo siempre que expusiera más de dos frases seguidas, porque conseguía adormecerte; solo en raras ocasiones le había visto manifestar alguna emoción. Una de ellas fue cuando le ofreció el puesto como director en el CSJ. Cierto es que no tenía curriculum para acceder a él, pero también era verdad que le sobraban otra clase de cualidades y aptitudes, como la fidelidad. Y trabajaba bien, eso no podía negarlo Sinclair.

Martin Crown era un simple contrabandista de antigüedades de tres al cuarto, ni siquiera se encontraba en la cúpula, y aquello fue determinante para que le otorgara el puesto. Aunque Scotland Yard le estaba buscando, era una cara desconocida en Israel y podía colocarle bien. Bastaría adecentarle un poco: con un traje de firma, un rasurado de la barba y un par de clases de comportamiento social, Martin pasaría por un serio hombre de negocios. Y eso era lo que él necesitaba, una persona que le debiera mucho y que supiera pagárselo. El director tenía muy claro esa circunstancia y nunca le había fallado cuando le solicitaba algún servicio. Sinclair jamás le había preguntado por sus métodos, pero tampoco le importaba cómo conseguía cumplir sus órdenes. Las cumplía y punto.

—¿Qué tal van las cosas? —inquirió al cabo de un rato.

—Tenemos algunos problemas.

Siempre se dirigían al asunto principal, entre ellos dos se dedicaban muy pocas cortesías verbales.

—Aguarda un momento, voy al teléfono del despacho.

Pensó que desde allí hablaría más tranquilo. En un instante Samuel estaba sentado en su butacón de piel.

—Cuando quieras —le dijo el professor.

—Uno de los problemas era previsible —comenzó—. El doctor Ben Shimon está metido en esto. Mi preocupación por él es relativa, tiene muchas cosas que perder y conocemos de sobra sus puntos débiles.

Aquello no sorprendió a Sinclair.

—El otro problema... —Martin titubeó, lo que para Samuel fue un gesto humano de los que no solía abusar nunca—. El otro puede ser peligroso.

—¿De qué se trata?

—Es un hombre joven investigando por su cuenta. Ha estado en la tumba curioseando y ha venido a verme.

—Será un turista perdido más que cree que va a descubrir el Santo Grial —bromeó balanceándose en su butacón de piel.

—No lo creo. Al menos conocía una parte de la inscripción que Andrea no ha sido capaz de leer. —Aquella frase preocupó a Samuel—. Sin ver nuestras fotografías no hubiera podido suponer que allí había algo grabado. Y desde luego, aun viéndolas sería imposible que supiera lo que estaba escrito.

La inquietud del profesor creció y dejó su cómoda postura en el sillón para inclinarse sobre la mesa del despacho.

—¿Qué palabra es?

—Bet Makerem. —Martin esperó haberlo pronunciado correctamente.

—Un pueblo o una casa en algún sitio —le confirmó el otro.

—Sí, Andrea lo está investigando. Según ella —prosiguió—, en la inscripción de la tumba no pueden verse esas dos palabras.

—¿Y? —le interrumpió Samuel para que fuera al grano.

—Y el investigador me preguntó por Bet Makerem como si fuese de dominio público, cuando es la primera vez que hemos oído ese nombre.

La preocupación del professor era cada vez mayor. No solo se trataba de un fisgón, Martin podía tener razón: a la larga resultaría peligroso.

—¿Te dijo algo más?

—Nada, se excusó alegando que tenía una reunión a la que acudir y salió del despacho. No me extrañaría que fuese a visitar al doctor Ben Shimon.

Ese nombre le producía a Sinclair malos recuerdos. Había que tener cuidado con él. Ya en una ocasión estuvo a punto de dejar al descubierto su «especial» método de trabajo y eso hubiera significado su muerte académica. Martin consiguió destruir las pruebas que había reunido en su contra, pero, desde entonces, evitaba cualquier confrontación con Isaac. Tenía que reconocer que en aquella ocasión, el trabajo del director del CSJ había sido impecable, no le preguntó cómo había conseguido que el viejo retirara los cargos y mantuviese la boca cerrada, pero, fuera cual fuese el método que había utilizado, resultó eficaz.

—¿Cómo se llama el joven? —quiso saber en un intento de apartar al doctor de sus pensamientos.

—Lavine... aguarda un minuto. —Martin hojeó la agenda, en la que su secretaria había anotado la cita—. Victor Lavine.

Casi pudo sentirse el alivio de Sinclair al otro lado del teléfono.

—¿Le has puesto vigilancia?

Martin asintió con un sonido gutural, luego preguntó.

—¿Qué más hacemos?

—Por el momento nada más, no le perdáis de vista.

Aquella respuesta sorprendió al director, que esperaba algo así como un «apártale de la investigación», pero no se atrevió a discutir la decisión de su jefe.

—Aunque él aún no lo sepa, es de los nuestros —fue la única explicación que recibió.

Al retirar la silla hacia atrás, las patas rechinaron sobre el áspero suelo de la biblioteca. Dos o tres investigadores hundidos en el estudio de gruesos volúmenes levantaron la cabeza. Andrea pidió disculpas con las mejillas coloradas.

En el fondo de la sala, el doctor Isaac ben Shimon también detuvo su lectura para ver qué había producido ese horrible sonido. «Un descuidado», pensó. Volvía a centrar la atención en los legajos que tenía repartidos por su mesa cuando alzó de nuevo la vista sobresaltado y miró con más detenimiento a la señorita que acababa de incorporarse. Se desprendió de sus gafas para presbicia y la observó fijamente. Cuando ella se giró para abandonar la sala pudo verla bien. Y la reconoció. Era Andrea Jacobs, el perrillo faldero de Sinclair. «Si ella está en Jerusalén, no tardaré en tropezar con ese farsante», supuso; y lo cierto es que deseaba encontrarle y ponerle en su sitio, pero, por otro lado, tenía mucho que perder si lo hacía. El director de los Cristianos de San Juan volvería a hacerle una visita y no deseaba recibirla.

Samuel Sinclair era un hombre respetado y de reconocido prestigio en el ámbito internacional, sabía conferir importancia a cada uno de sus descubrimientos y se rodeaba de gran pompa para darlos a conocer. Desagradaba a mucha gente, pero era casi intocable. Si alguien encontrase la forma de hundirle, no dudaría en hacerlo, aunque lo tendría difícil: él sabía cubrirse muy bien las espaldas. Y luego estaba Martin, que trabajaba en la sombra para él, y el director era todavía más temible que el propio Sinclair.

En una ocasión Isaac estuvo a punto de arrojarle de su trono académico; reunió las suficientes pruebas y estaba dispuesto a usarlas, pero tuvo que dar marcha atrás. El doctor fue amenazado, pero su mujer sufrió un par de pequeños accidentes que no imputó a la casualidad. Creyó que la gente del CSJ no se detendría ante nada y tuvo miedo. Se retiró de la investigación y les dejó el camino libre. En realidad, le habían robado años de trabajo que Sinclair hizo suyos, pero tuvo que callarse.

«¿Qué haría ahora?», pensó. Su esposa había fallecido el año pasado y él ya era muy viejo como para temer por su vida. De hecho, su corazón podría fallar en cualquier momento. ¿Tendría valor para enfrentarse a ellos? Sacudió la cabeza un par de veces para alejar sus pensamientos y volvió mentalmente a la biblioteca. Tenía trabajo que hacer.

Andrea había dejado sus libros colocados con orden sobre la larga mesa de consulta en espera de que uno de los asistentes de la biblioteca pasara a recogerlos. Isaac, ya instalado de nuevo en el presente, se incorporó procurando que las patas de su silla no rasparan el suelo y se acercó hasta ellos. Leyó los títulos de sus lomos y abrió dos o tres. Después los dejó como estaban y volvió a su mesa. Andrea consultaba índices topográficos sobre Judea y algunos mapas antiguos de Jerusalén. «Estáis metidos en algo —se dijo para sí el doctor—, ¿otro de vuestros falsos descubrimientos?», se preguntó, pero fue una pregunta imbuida de miedo. ¡Ojalá no tuviera nada que ver con la inscripción que él estaba estudiando! Sin embargo, sin pretenderlo, Victor se lo había confirmado: su misterioso cliente tenía que ser Sinclair, estaba seguro, y el texto del pergamino medieval era idéntico a la inscripción de la tumba de Absalón. Ambos se encontraban de nuevo en el mismo camino. Su deseo era una quimera. Tendría problemas con ellos otra vez.

Isaac acababa de volver a colocarse las gafas sobre el puente de la nariz, algo caídas como tenía por costumbre, mientras dejaba escapar un largo suspiro cuando Victor le hizo una seña desde la otra esquina de la sala.

—Le estaba buscando —le dijo al acercarse a él. Apenas fue un susurro audible—. ¿Ha terminado?

El anciano hizo un gesto con el dedo índice indicándole que le diera un segundo. Anotó un par de datos en su cuaderno y colocó los legajos en orden sobre la mesa.

—Podemos irnos —le contestó.

Victor le notó algo abatido, pero no dijo nada. Ambos hombres abandonaron la Biblioteca Hebrea por su puerta principal.

La arquitectura del edificio se prolongaba por el suelo con una explanada adoquinada. La sobriedad del conjunto estaba rota por macizos circulares de flores con grandes coníferas repartidas a trechos irregulares. Tras una de ellas los observaba un hombre delgado vestido con una chilaba negra de corte perfecto que fue girando su cabeza a medida que se alejaban hacia el aparcamiento. Cada dos segundos golpeaba rítmicamente una de las bolas de su rosario contra otra. Entre golpe y golpe recitaba Allâh as-Sabûr, Alá el Paciente. De los noventa y nueve nombres de Dios podía haber elegido cualquier otro para honrarle, el Compasivo, el Justo, el Benevolente, el Generoso..., pero había escogido el Paciente. Incluso podía haber recitado todos y cada uno de ellos, pero Abdul recitaba noventa y nueve veces el que le resultaba más útil en cada momento. Y lo que ahora necesitaba era paciencia, para vigilar a Victor Lavine.

—¿Qué ha averiguado? —le preguntó el joven a Isaac.

—Más que averiguar, he confirmado —le dijo—. He estado repasando la leyenda de la que te hablé y ahora ya no tengo dudas. Las dos primeras líneas de tu inscripción no tienen relación con las cinco últimas. Mejor dicho —rectificó—, sí la tienen, pero no era la que yo pensaba. —El doctor intentó explicarse—. El escriba de tu texto se limitó a copiar las dos inscripciones del monumento. Dejando a un lado la primera, la que nos dice que «esta es la tumba de Zacarías...», la segunda comienza... —trató de hacer memoria para no equivocarse—: «Fue creado antes que la luz y el cosmos.» —Abrió su cuaderno por las últimas notas escritas, comprobó que no se había equivocado y prosiguió—. Existe una relación entre ambas y es que Zacarías es el padre de Juan el Bautista y Juan es un profeta mandeo. Eso nos dirige hacia la secta mandea, que es a quien pertenece la segunda inscripción. Mi opinión personal es que algún mandeo escribió el texto sobre la luz y el cosmos en la pared y, como resultaba críptico, años más tarde otra persona intentó aclararlo grabando la de Zacarías. Sin la alusión al padre de Juan, es muy probable que nunca hubiéramos obtenido la relación con los mandeos. Por lo tanto, la del padre del Bautista, la primera —le repitió—, tuvo que ser escrita unos tres siglos más tarde que la segunda.

Aquello estaba muy bien, pero Victor se había perdido en algún punto de la explicación.

—Sigo sin entenderlo —dijo.

El doctor, que había realizado su razonamiento más para sí mismo que para ser escuchado, le miró.

—Discúlpame, lo que quiero decir es que alguien aprovechó la inscripción que ya existía sobre la leyenda del alfabeto mandeo para escribir la del padre del Bautista encima. Como una pista. Por sí solos, los últimos renglones son un galimatías, pero unidos a los dos primeros, hace que sepamos dónde buscar. Si relacionamos a Zacarías con su hijo Juan, es solo cuestión de tiempo establecer una nueva relación con sus seguidores los mandeos. Y a partir de ahí podemos entender el texto si conocemos su teología o sus leyendas.

—Es decir, que sin el entorno que nos proporciona la alusión a Juan el Bautista, nunca llegaríamos a saber que la leyenda es mandea.

—Así es —le contestó el doctor—. El texto es oscuro y enigmático y pudo ser escrito por cualquiera de las innumerables sectas que hubo a lo largo de la historia, pero, si lo relacionamos con Juan, el número se reduce mucho.

—Pero los mandeos no fueron los únicos que siguieron las doctrinas del Bautista —le rebatió Victor—. ¿Está seguro de que se trata de los mandeos?

—Ahora sí. Es cierto que existieron otras muchas sectas baptistas, también gnósticas.

—Como los esenios de los que hablamos el otro día —recordó el investigador apelando a su memoria.

—Reconozco que al principio supuse que podría tratarse de ellos. —Victor asintió sin decir nada permitiendo que el anciano prosiguiera—. Pero cuando localicé la segunda inscripción en la fachada del mausoleo y comencé a descifrar algunas letras ya no tuve dudas, la grafía era mandea.

—Entonces, al ser parte de un texto mandeo, ¿usted podría encontrarle sentido a esos versos?

El doctor rió, aquel muchacho estaba sobrevalorando sus conocimientos.

—No sé si seré capaz —le contestó con humildad—, pero es un gran paso saber dónde buscar las respuestas.

En eso estuvo de acuerdo el investigador.

Ahora que ya sabían dónde buscar, a Victor le preocupaba el significado de la segunda inscripción porque para él parecía no decir nada.

El profesor volvió a recitar el primer verso e intentó aclarar el sentido de la frase.

—«Fue creado antes que la luz y el cosmos»... ¿Qué fue creado lo primero de todo? —se preguntó—. Es imposible que se tratase de Zacarías, para los mandeos el primer hombre fue Adán y antes que él se crearon muchas cosas. Además, la inscripción continúa con la frase «sin él nada puede ser dicho».

—¿Qué es lo que no puede ser dicho sin Zacarías? —preguntó Victor.

—Supongo que muchas cosas, era el sumo sacerdote del Templo y conocía fórmulas secretas que solo él podría pronunciar. Pero entendida así la frase resulta muy artificial. Yo prefiero la otra posibilidad. —El investigador escuchaba—. El alfabeto.

—¿Qué alfabeto? —preguntó sorprendido Victor.

—El alfabeto —repitió Isaac—. El alfabeto mandeo fue creado antes que la luz y el cosmos y sin él nada puede ser dicho —respondió repitiendo por enésima vez los dos primeros versos de la segunda inscripción—. Una de sus leyendas nos cuenta que el alfabeto mandeo fue lo primero que apareció, antes que cualquier otra cosa, y fue así porque sin él, al no haber letras con las que componer palabras, no podría decirse nada. Nadie podría comunicarse. Por lo tanto, era necesario que lo primero en crearse fuese el alfabeto.

Luego aprovechó para contarle en qué consistía su poder para los mandeos y por qué ellos lo consideraban mágico.

Habían mantenido la conversación de camino hacia el aparcamiento y acababan de alcanzar el todoterreno de Victor. El joven abrió la puerta al doctor y dio la vuelta por la parte delantera para sentarse en el otro lado.

—¿Le llevo a casa?

—No —Isaac se asomó por la ventanilla del vehículo y comprobó que los rayos del sol perdían fuerza—. Vamos a la tumba de Absalón, tenemos la luz ideal para poder comprobar algo, dentro de poco anochecerá.

—Bien, hacia Absalón. —Puso en marcha el motor y giró el volante—. ¿Y qué es lo que vamos a comprobar?

—Que no me equivoco. —El doctor sonrió sabiendo que la vejez le permitía algunos accesos de orgullo—. Creo saber qué significan esas letras griegas al final de tu pergamino: «a, b, c, d»...

—Y también vamos a comprobarlo, ¿no? —apuntó el joven con una sonrisa cómplice en los labios.

La habitación de Andrea resultaba cómoda sin llegar a lujosa y el trato era atento. Tenía un buen servicio de habitaciones y era agradable que pareciese más una casa de huéspedes que un frío hotel.

Junto a su mesilla de noche habían dispuesto un cestillo con unos bombones y un par de folletos turísticos sobre Israel; uno de ellos contenía un mapa de toda la zona.

Andrea tomó uno de los bombones y echó un vistazo rápido a las guías. Mientras degustaba el chocolate se quitó los zapatos y se instaló en la gran cama doble. A su alrededor dispuso las fotocopias que había solicitado en la biblioteca y, rozando su pierna derecha, colocó el bloc de notas.

Giró la cabeza hacia la mesita y comprobó que quedaban tres chocolatinas más, estuvo tentada de comerse otra y alargó el brazo, pero lo pensó mejor y recogió el bolígrafo dispuesta a comenzar su trabajo.

Primero fue tachando en uno de los antiguos mapas de Israel todas las poblaciones alejadas de Judea cuyo nombre no se pareciera ni por asomo a Bet Makerem, fueron muchas; también eliminó las ciudades más romanizadas. Cuando descartó Cesárea Marítima se quedó sin ideas. Pensó que sería un buen momento para comerse otro bombón.

El azúcar del chocolate pareció hacer efecto en su cerebro antes de lo esperado porque recordó unas palabras de la inscripción que había logrado traducir. Eran las precedentes a Bet Makerem: «Recibid el bautismo»; y tuvo la idea de señalar todas las localidades que contaban con antiguos baños rituales. Eran judíos, por supuesto, localizar los mandeos hubiera sido una tarea imposible en aquellos momentos. Al menos contaría con nuevas referencias. Después repasó los nombres de los pueblos que había seleccionado, pero ninguno era ni remotamente similar al que buscaba.

Al ir a por el tercer bombón, reparó en el mapa que había sobre la mesilla. Se encontraba entre las guías turísticas y lo recogió. Contenía las ciudades con sus denominaciones actuales, quizá pudiera sugerirle algo. Lo desplegó sobre la cama, superponiéndolo a los otros y comenzó a comparar los lugares. Primero marcaba los nombres antiguos y luego los cotejaba con los nuevos. Inició su búsqueda con las poblaciones más cercanas a Jerusalén y, poco a poco, fue abriendo el círculo hasta alcanzar Tel Aviv.

—¡Nada! —se desesperó.

Aquella investigación se estaba tornando cada vez más compleja y sentía que sería imposible encontrar Bet Makerem en ningún mapa. Decidió que tomaría un baño, quizá después se le ocurriera alguna idea nueva. Estaba a punto de levantarse cuando su mirada se centró en dos palabras, un pequeño pueblo a apenas ocho kilómetros de Jerusalén y comenzó a reír a carcajadas.

—¡Soy idiota! ¡Dios mío!, ¡lo tenía delante de los ojos!

Tocaba el punto en el mapa con su dedo índice creyendo que de un momento a otro podría borrarse hasta que dejó el papel hundido como un pequeño valle entre las sábanas de la cama.

La escalera de madera aún permanecía apoyada contra la fachada del mausoleo. En un principio Victor no se atrevió a permitir que el doctor ascendiera por ella, pero al final tuvo que claudicar, él no podía hacer nada allá arriba. No tendría forma de explicarle a Isaac lo que viera, ni él mismo lo sabría.

A esa hora de la tarde, el sol incidía sobre la tumba de Absalón en un ángulo oblicuo. Su piedra parecía refulgir y el juego de sombras en sus irregularidades provocaba en el anciano la ilusión de que el texto mandeo era legible. Nada más lejos de la realidad, solo con mucho esfuerzo podían apreciarse mejor algunos trazos.

Estaba trabajando en el final desconocido del último verso. En sus fotografías, la línea finalizaba con la palabra tesoro. Y no habría pensado que aún quedaba otra más por descubrir de no haber sido por el pergamino de Victor.

Sus dedos suaves acariciaban esa parte de la piedra, sabían dónde buscar. También qué buscar. «¡Aquí está!», se sorprendió. Localizó una hendidura con forma de pequeño círculo, era la «a» del alfabeto mandeo. Luego deslizó su índice sobre una «y» mayúscula, con el pie más grande: eran la «a» y la «b» de los gnósticos. Tras unos minutos más escrutando la piedra, se giró hacia Victor.

—¡Abagada! —le gritó con una sonrisa que estiró su bigote hasta las comisuras de los labios.

—¿Qué? —Creyó haberle oído decir «abracadabra», aunque no podría asegurarlo.

—Abagada —repitió el hombre mientras iniciaba su descenso. Ya con los dos pies en el suelo, volvió a reiterar su descubrimiento—. Abagada.

—Pues muy bien —le respondió Victor pensando que se refería al nombre del autor del texto—. Hemos encontrado a la señora Abagada. Y ahora, ¿qué hacemos?

El doctor se rió con ganas ante la cara perpleja del joven. Victor era consciente de haber dicho una solemne tontería, pero todavía no sabía cuál.

—El abagada -le corrigió Isaac cuando pudo parar de reír—. El abagada -repitió.

—Lo siento. Es un nombre, ¿no? —rectificó sin comprender el porqué.

—Saca esas fotocopias —le indicó a duras penas entre risas.

El otro hizo lo que le pedía y sacó unos folios doblados del interior de su cazadora. Cuando los abrió, el doctor señaló en el texto del pergamino las cuatro letras griegas que aparecían al final.

A unos metros de distancia y oculto por un muro bajo de piedra los observaba Abdul. Le molestaba que el polvo le estuviera estropeando su carísima chilaba negra, pero se olvidó de inmediato de sus preocupaciones cuando vio que consultaban unos papeles y señalaban la inscripción de la tumba. Supo lo que tenía que hacer, uno de ellos debía de ser el texto del manuscrito del que le habló Martin.

—«A, b, g, d» en griego, se convierte en nuestro idioma en «a, b, c, d» —le explicó el doctor con los ojos húmedos todavía por la risa.

—Abecedé —repitió Victor—. Es la forma en que lo traduje yo.

—Y es correcta. Lo único que hizo el copista fue traducir al griego lo que en la tumba estaba escrito en mandeo: de «a-ba-ga-da» lo pasó a «a, b, g, d».

El investigador se palmeó la frente.

—Ahora lo entiendo, ¡son las primeras letras del alfabeto mandeo! —Había en su voz un tono de alegría que compartía la de Isaac, aunque continuaba sin comprender del todo.

Al observar su expresión confusa, el doctor le ofreció una nueva explicación.

—Ya no hay dudas —le dijo—. Esto nos confirma que los versos hacen referencia a la leyenda que te comenté, pero lo más importante para un arqueólogo... ¿sabes lo que significa esto para un investigador? —le preguntó.

Victor podía hacerse una idea, más reconocimiento en el ámbito universitario. Pero le parecía muy poca cosa para que su misterioso cliente se hubiera tomado tantas molestias.

Antes de que pudiesen darse cuenta alguien los embistió con brutalidad. El doctor se golpeó la sien contra la fachada del mausoleo y cayó al suelo como un pesado fardo. Tuvo el tiempo justo de ver cómo el atacante arrebataba a Victor Las fotocopias de sus manos. El joven estaba desequilibrado por el primer golpe y bastó un simple empujón para que terminara contra la arena del camino magullándose una mejilla.

Cuando logró incorporarse miró a los ojos de su agresor. Resultaban extraños en su rostro moreno, de un verde pálido. Abdul retiró su mirada con rapidez y la dirigió hacia el anciano. Hasta ese momento Victor no había advertido su estado. Tuvo que olvidarse del árabe y acudió en ayuda del doctor. Eso era lo que pretendía el desconocido, ahora tendría tiempo de poner tierra de por medio.

—¡Doctor! —le llamó inclinándose sobre él, pero sin moverle, podía tener fracturado algún hueso—. ¡Isaac! —El anciano permanecía inmóvil.

Victor intentó tomarle el pulso en el cuello y respiró aliviado cuando lo encontró. Casi al mismo tiempo abrió los ojos.

—¡Gracias a Dios! —suspiró el investigador—. Temía que...

No pudo finalizar la frase, con apenas un hilo de voz el doctor Ben Shimon le instó a que persiguiera a su atacante.

—Se ha llevado la copia de tu pergamino. Tienes que recuperarla —lo dijo mientras le empujaba con sus escasas fuerzas.

—No puedo irme. Usted no se encuentra bien.

El anciano se incorporó a medias y se tocó las piernas.

—Yo estoy perfectamente. Lo único que me pasa es que soy demasiado viejo para estas peleas. —Victor iba a replicar cuando Isaac se lo impidió—. Recupera esa copia como sea, no deben leerla.

Por un instante sus miradas se cruzaron y el joven interpretó la angustia en los ojos del doctor. Comprendió que era muy importante recuperar el documento. Eso y un leve empujón bastaron para ponerle en pie. Antes de echar a correr volvió a mirar a Isaac.

—¡Vete ya!

El investigador saltó la valla que separaba el camino de la tumba de Absalón del cementerio judío y se internó en una maraña de lápidas apretadas. En ocasiones no podía pasar entre ellas y se veía obligado a subirse encima, rezaba para que aguantaran su peso.

Al fondo, el sol caía sobre el casco antiguo de Jerusalén y formaba sombras grotescas sobre los sepulcros. Distinguió una que se movía con dificultad delante de él. Apretó el paso a riesgo de partirse una pierna. No sabía si conseguiría alcanzarla.

Abdul no había desperdiciado sus escasos minutos de ventaja y con su carrera casi había dejado atrás las últimas lápidas. Cuando llegó a la fila de cipreses que bordeaban el muro de la carretera a Ha'Ophel se detuvo un segundo para mirar hacia atrás. No vio a su perseguidor y sonrió. Aprovechó su ventaja para echar un vistazo a los papeles que había robado y lo que vio le desagradó: la traducción de esos dos hombres era más larga que la que tenían ellos, por lo tanto, debía de estar más completa que la suya.

Solo transcurrió un segundo desde que Victor pisó el borde de la sepultura y su propio peso la venció haciéndola volcar, hasta que se puso en pie de nuevo. La piedra estuvo a punto de caerle encima, pero supo esquivarla a tiempo y el incidente se saldó con la pernera del pantalón rota y una fea herida en la pierna derecha. Continuó corriendo a sabiendas de que el corte del muslo sangraba. Había visto a su atacante alcanzar la línea de cipreses y temía perderle.

Después de sortear los árboles, Abdul se internó en campo abierto, una tierra de nadie cruzada por la carretera de Ha'Ophel que le separaba del cementerio musulmán enclavado a los pies de la muralla de Jerusalén. No tenía tiempo de localizar la parte más baja del muro, volvió a mirar hacia atrás y en esta ocasión distinguió a Victor. Comenzó a ascender por los sillares buscando algunos huecos en donde apoyar los pies. Al alcanzar el borde dejó que su propio peso le venciera hacia el otro lado. Cruzó una segunda carretera y continuó corriendo. Le quedaba otra pared que salvar, la del cementerio musulmán.

Cuando Victor logró llegar al descampado, no había ni rastro del hombre, pero no aminoró la marcha. Saltó el muro que lo separaba de la carretera dejándose en el acto la parte del pantalón que arrastraba, y entonces le pareció ver una figura que traspasaba la pared que había al otro lado de la vía. Se sentía cansado y le faltaba la respiración. Sabía que estaba perdiendo mucha sangre aunque ni se había molestado en comprobar el calibre de su herida. Pero no podía perder un segundo, había conseguido acortar la distancia que le separaba del otro hombre.

Lo que no podía esperar Abdul era que le alcanzase. Para Victor supuso un esfuerzo titánico. Ya casi al final de su resistencia se lanzó hacia él y consiguió asir la chilaba del árabe. El hombre trastabilló y cayó con los brazos en alto. Aún llevaba los documentos en la mano, pero no los soltó a pesar de que podría haberse ahorrado el primer golpe. Intentó patear al investigador para que soltara su prenda. Victor no se rendía, aunque necesitaba permanecer en el suelo un par de segundos más y recuperar la respiración.

Al final Abdul se giró. Fue un error. Su perseguidor acababa de soltar la chilaba y le esperaba medio incorporado. El primer puñetazo lo recibió a bocajarro. Victor ya no pudo parar. Le sujetó por la pechera y le soltó un segundo golpe, y un tercero. El árabe tenía la ceja izquierda partida desde pequeño, su oponente equilibró las cosas abriéndole el labio en su parte derecha. El fino bigotillo de Abdul se tiñó de sangre. Al ladrón no le quedó más remedio que soltar los documentos para poder defenderse, pero el otro no paraba de golpearle. Intentó levantarse. Victor no lo permitió, de pie tenía todas las de perder. No sabía si sería capaz de mantenerse erguido, sentía que le fallaban las fuerzas.

Al final, la única preocupación de Abdul fue conseguir que aquel loco le soltara. Comenzó a ceder terreno hacia atrás hasta que logró que su chilaba se rasgara y dejó a Victor con un pedazo de tela entre los dedos. Se levantó y le propinó el único golpe que pudo en la mandíbula. Al haber enrollado el rosario en su mano para no perderlo le dejó marcadas las cuencas de ámbar en la mejilla.

Abdul intentó buscar a tientas los documentos, pero la noche había caído sobre Jerusalén y no los localizó. Tampoco pudo demorarse en la tarea, el investigador ya se estaba incorporando y no deseaba recibir otra tanda de golpes. Le dio la espalda y se internó corriendo entre las tumbas. Sabía que había perdido la primera batalla, pero vendrían otras más. Tendría tiempo de cobrarse su precio.

Victor logró ponerse en pie con dificultad. Cuando estaba a punto de erguirse por completo tuvo que sujetarse a una de las lápidas. La pierna herida no soportó su peso y resbaló hasta que su espalda quedó apoyada contra un lateral del nicho. Aún sujetaba el trozo de tela de la chilaba de Abdul, la arrojó furioso a un lado y apoyó la mano en el suelo. Al hacerlo le sorprendió el tacto de la arena. No era tierra, ¡era papel! Levantó los folios y los acercó a sus ojos. Ya resultaba casi imposible distinguir nada, pero pudo comprobar que se trataba de las fotocopias que les había robado. Suspiró con alivio.

Ahora tendría que volver a buscar a Isaac y llamar al servicio médico, solo pensar en desandar el camino acabó con sus escasas fuerzas. Se echó hacia atrás las guedejas tostadas de cabello que le habían caído sobre el rostro y se palpó el pecho en busca del móvil. Llamaría a una ambulancia. No era capaz ni de ponerse en pie. ¿Qué le iba a contar a los del servicio de urgencias?, pensó que ya se le ocurriría algo.