I
EL ROBO
Ahmed Sadoun no acostumbraba a ensuciarse las manos. Tenía los dedos largos y las uñas bien cuidadas a pesar de que Bagdad ardía y de que las bombas continuaban estallando por doquier. Hacía dos días que los americanos habían comenzado a atacar la capital y la ciudad en guerra se consumía por el fuego. El arrullo de sus antiguos mercados callejeros había dejado paso al estruendo de las detonaciones, pero el iraquí barría las calles con el bajo de su chilaba como si estuviera por encima de todo ese caos.
Oyó el silbido de una bomba al caer demasiado cerca y encogió su cabeza bajo los hombros de una forma instintiva. Era imposible saber quién había disparado, si los norteamericanos o las fuerzas iraquíes; en todo caso, a la ciudad le produciría el mismo daño. Ahmed miró un segundo a su espalda, en dirección a los edificios que acababa de dejar atrás, pero no pudo ver el destrozo que había ocasionado. Era de noche y Bagdad estaba a oscuras, a excepción de los intermitentes incendios que iluminaban sus edificios derruidos y lanzaban al aire su inevitable carga de humo. Vivía en una tierra sin ley ni orden que, además, se estaba quedando sin historia; y él era uno de los responsables.
Había esperado casi dos días desde que comenzó la guerra para acercarse al Museo Nacional de Arqueología confiando en que los saqueadores ya habrían robado todo lo que tuviera algún valor. No podía enfrentarse a las bandas organizadas que procedían del extranjero y tampoco deseaba hacerlo con las hordas de desheredados que las siguieron. Las primeras vinieron acompañadas de camiones y furgonetas con el material de asalto más avanzado y embalaron todo lo que sus clientes de Nueva York, Londres o Suiza les habían encargado. Las segundas se acercaron armadas con cuchillos y hachas para llenar sus bolsillos con despojos que vender a los traficantes locales. Ni las unas ni las otras le importaban. «Lo que he venido a recoger —pensó acariciando su grueso bigote— continuará en su sitio. Excepto para mi cliente, es algo que carece de importancia.» O eso creía.
Ahmed había nacido en Bagdad y sus primeros años de vida fueron más fáciles que los siguientes. Siendo un adolescente, su país entró en guerra contra Irán; a ese conflicto le siguió un embargo estadounidense por haber pretendido invadir Kuwait y, aunque todo pareció terminar con una operación a gran escala, Zorro del Desierto, solo consiguió arruinar y desmoralizar aún más a la ya deprimida población civil.
Para su familia resultó muy difícil alimentarse con regularidad en aquellos años. Ahmed aprendió a hacerlo por ellos acercándose al poder y obteniendo de él todo lo que necesitaba, solo existían dos principios: carecer de moral y obedecer las órdenes. El problema llegó con las noticias de una inminente guerra contra Estados Unidos a principios de 2003. La forma de dominio que conocía iba a desaparecer y comenzó a buscar nuevos «protectores», que él llamaba «clientes». Los encontró fuera de sus fronteras, en los círculos universitarios de uno de los países que acabarían atacando al suyo: Inglaterra. Los nuevos clientes deseaban conseguir «piezas», el trabajo era fácil, solo tenía que hacérselas llegar.
El iraquí era un hombre moreno de piel tostada y rasgos duros. Tenía el pelo negro y la cara cruzada por un grueso bigote arqueado hacia abajo que le confería un perpetuo gesto de desconfianza. Rondaba la madurez, aunque su constitución delgada y una mirada oscura y penetrante le hacían poseer un halo de edad indeterminada. Había llevado una vida dura entrando y saliendo siempre por las puertas de atrás, acechando en las sombras para encontrar el momento adecuado de conseguir todo aquello que le pidieron sus viejos clientes, y ahora se le hacía muy fácil satisfacer los deseos de los nuevos.
Volvió a mirar hacia atrás para comprobar que estaba solo en el amplio descampado del museo mientras ajustaba su arma bajo la chilaba. «Posiblemente tendré que utilizarla», pensó. Cuando alcanzó la fachada del edificio comenzó a caminar con lentitud, pegando la espalda al muro de ladrillo, sin dejar de escrutar más allá de las últimas sombras. Estaba desprotegido y lo sabía; ante él se extendían los jardines que daban acceso al Museo de Arqueología y, hasta hacía bien poco, allí había tenido lugar una batalla en toda regla. Sus compatriotas iraquíes habían cavado trincheras para defenderse de los estadounidenses; alguna de ellas todavía podría contener inquilinos y no estaba de más andarse con cuidado. No sería extraño que algún soldado, de cualquiera de los dos bandos, intentara cortarle el paso.
Continuó su avance con sigilo, bordeando la fachada, hasta que alcanzó la entrada habitual de los empleados. Decidió refugiarse en la pequeña caseta que daba acceso al interior y aguardó. A excepción de las bombas que resonaban lejanas y del ruido de los aviones que surcaban el cielo negro, no logró distinguir ningún otro sonido. Tampoco oyó nada dentro del museo, ni percibió ninguna luz. Creyéndose seguro, y a solas, encendió su linterna y se dirigió hacia la sala de entrada.
No le sorprendió ver el desorden de las mesas volcadas ni el suelo tapizado de papeles, como tampoco el caos que distinguió en los despachos que iba dejando atrás a medida que se internaba en el edificio. Los saqueadores habían destrozado las puertas a hachazos abriendo en ellas boquetes del tamaño de un hombre. Se habían llevado los ordenadores y los objetos de valor que podían vender con facilidad en el mercado negro. Todo aquello que no les había sido útil estaba esparcido por el suelo o amontonado en los rincones. Incluso pudo distinguir un tenue olor a gasolina y vio alguna antorcha medio quemada que sirvió para iluminar el saqueo.
A medida que avanzaba por el entramado de pasillos, la oscuridad se tornó más densa y su linterna solo conseguía alumbrar el pequeño círculo que le precedía. Giró en una esquina y sus pasos le llevaron hasta la escalera que conducía hacia los almacenes del sótano, donde se guardaban las piezas que aún no habían sido catalogadas o aquellas que no cabían en las vitrinas de la exposición al público. Cuando estaba a punto de iniciar el descenso, Ahmed se detuvo alarmado. Creyó haber oído un leve chirrido. Recorrió con la linterna la escalera y su luz iluminó los escalones cubiertos de fichas de catalogación, de hojas de índices y de documentos oficiales arrojados sobre los peldaños y el pasamano. No vio a nadie. Sin embargo, su mirada se iluminó: tras el último peldaño, y al final de un corto pasillo, distinguió las enormes puertas de hierro acorazado que daban acceso al sótano. Esbozó un amago de sonrisa provocando que su espeso bigote negro le ocultara los labios. Tal y como suponía, las puertas habían sido forzadas. Solo tenía que cruzarlas y recoger lo que había venido a buscar.
Cuando traspasó el umbral se vio inmerso en una maraña de estanterías grises, algunas de ellas volcadas en cadena como fichas de dominó. Muy pocas conservaban aún las piezas alineadas en sus estantes. Las vasijas de barro, las estatuas y las ánforas de cinco mil quinientos años de antigüedad yacían esparcidas por el suelo en pedazos irreconocibles. Al andar crujían bajo sus pies los trozos de mármol y de cerámica sumeria que algún día adornaron los ricos palacios de reyes poderosos.
En Irak, en Sumeria, nació la civilización. Somos quienes somos gracias a ellos. Los sumerios nos enseñaron a contar el tiempo en fracciones de sesenta segundos por minuto y de sesenta minutos por hora; nos dieron las primeras leyes, el calendario, las matemáticas y la rueda. Y nos regalaron la escritura hace más de cinco mil años.
Ahmed tropezó con un pedazo de estatua especialmente grande y lo apartó sin miramientos hacia un lado. El torso humano, desprovisto de cabeza y con los brazos destrozados, fue a empotrarse contra una estantería que a punto estuvo de volcar. Un poco más lejos, otro tronco humano se apoyaba contra una pared, sin ojos para mirarle.
A petición de los coleccionistas europeos y americanos, los ladrones buscaron cabezas de estatuas con más de dos mil años de antigüedad. «Solo cabezas», les especificaron sus adinerados clientes. Así que fueron concienzudos en su trabajo estrellando las estatuas eficazmente contra el suelo para llevarse solo la parte que les interesaba.
El hombre continuó internándose entre la maraña de estanterías mientras las contaba con frialdad. A medida que se adentraba en su laberinto, le salían al paso, como fantasmas de otra época, restos de brazos marmóreos y piernas de piedra calcárea. Pero Ahmed estaba ciego ante el espectáculo de destrucción que invadía el sótano, deseaba una pieza en particular y esperaba que no estuviera rota, aunque fuese la única que quedara intacta en todo el almacén.
Cuando supuso que debía de estar muy cerca de la estantería que buscaba, extrajo una hoja de papel del bolsillo de su chilaba. La desdobló y apuntó el haz de la linterna sobre ella. Deseaba cerciorarse de que no se había equivocado. La parte superior del folio contenía un pequeño plano del entramado de estanterías de los almacenes y su parte inferior mostraba una impresión en color del objeto que le habían encargado. Se orientó en el plano e iluminó el camino que tenía por delante: era el segundo anaquel por la izquierda.
A falta de dos pasos para alcanzarlo, el sonido de pequeños trozos de cerámica golpeándose unos contra otros le alarmó. Se detuvo y apagó la linterna, aunque estaba seguro de que si había alguien más en el almacén le habría oído llegar. Aguardó en silencio conteniendo la respiración. También podría tratarse de alguna pila de objetos que se había desmoronado, allí todo se mantenía en un precario equilibrio. Pero no estaba seguro. Unos segundos después volvió a percibir un ruido similar al anterior. Le pareció que alguien revolvía entre los pedazos de cerámica. Comenzó a acercarse hacia el lugar de donde procedía el sonido. Muy despacio, tanteando los estantes con sus dedos. Avanzaba con pasos cortos, procurando no tropezarse con las piezas esparcidas por el suelo. A su izquierda, sus manos tocaron una pila de cajas de embalaje formando un sólido muro de más de dos metros. Creyó distinguir un tenue resplandor a través de sus rendijas. La bordeó despacio, sin hacer el más mínimo ruido y sin saber lo que podía encontrar al otro lado. Cuando la rebasó se topó con la figura de un joven encorvado sobre una vela a punto de apagarse.
El muchacho vestía una vieja sudadera de deporte que había conocido mejores tiempos y dueños más robustos que él. La ambarina luz de la vela marcaba sus pómulos huesudos confiriéndole un aspecto hambriento. Estaba revolviendo los restos caídos en el suelo y Ahmed le vio recoger un cuenco de barro. El chico evaluaba si aquella especie de tazón agrietado era lo suficientemente antiguo como para obtener algún beneficio por él. Quizá esa noche pudieran cenar en casa si encontraba algo valioso. Lo acercó a la luz vacilante de la vela y, al girarlo, un trozo se desprendió de la pieza y cayó entre sus dedos. Era un cuenco mediano, de barro cocido y apenas diez centímetros de altura. En su fondo se distinguía una forma similar a una figura humana dibujada con los trazos sencillos e inestables de un niño: un círculo para la cabeza y cuatro palitos, dos para representar las piernas y otros dos para los brazos. A su alrededor, como garabatos, la escritura ascendía en espiral hasta la base del cuenco. El muchacho no sabía si eran letras o simples adornos, no sabía leer, pero le gustaba el dibujo de la figura del fondo con sus brazos abiertos sosteniendo un escorpión y una serpiente.
Los ojos oscuros de Ahmed compitieron con la mortecina vela y parecieron desprender más luz que ella. Había reconocido el cuenco y estaba furioso porque se había roto en las manos del chico. Pensando en que sus clientes pagarían menos por él, encendió su linterna y la dirigió hacia el joven. El muchacho no se sorprendió, se había percatado de su presencia desde que entró en el sótano. Antes de hablar enfocó su vista hacia el suelo para no deslumbrarse.
—Aparta esa luz —le pidió al desconocido con una voz aguda que aún no era la de un hombre.
Ahmed encogió su muñeca y la luz recorrió la distancia que separaba la cara del joven del objeto que sujetaba en su mano derecha.
Ahora el chico podía ver al desconocido. Supuso que habría venido a robar lo que aún quedaba.
—Esta zona es mía —le indicó con desparpajo a Ahmed abarcando con un gesto de su delgado brazo todo lo que le rodeaba—, busca por allí si quieres.
El hombre ni siquiera miró en la dirección que le señalaba. Se había limitado a fijar el haz de su linterna en la mano que sujetaba el cuenco.
Ahora que disponía de mejor luz, al joven le pareció que la vasija de barro no era lo bastante vieja como para que tuviese algún valor y, además, estaba rota. Sin embargo, le gustaba el dibujo del fondo y la espiral de garabatos que ascendía hacia el borde. No sabía qué hacer. Se rascó la cara, como si la futura barba que algún día tuviera pudiese provocarle picor en sus mejillas suaves.
Ahmed dio un paso hacia delante. El otro le vio.
—Te he dicho que busques por allí —le contestó irritado, y volvió a señalar hacia su derecha.
Después decidió que nadie compraría el cuenco y arqueó el brazo hacia atrás para deshacerse de él lanzándolo lo más lejos posible.
—¡Dámelo! —le ordenó Ahmed.
El joven se detuvo y observó por primera vez la cara del desconocido. Fue acercando muy despacio la vasija a su cuerpo mientras volvía a mirar al hombre. Luego dirigió la vista hacia su cuenco y entonces se percató de que la luz de la linterna enfocaba la pieza de barro. No se apartaba de ella. La balanceó delante de su cara y Ahmed no dejaba de iluminarla. El muchacho pareció darse cuenta de pronto de que aquel hombre vestía mejor que él. Su chilaba se veía bien planchada y sus zapatos estaban nuevos. No era un ladrón vulgar. Frunció el ceño y pensó que si el extraño deseaba esa pieza y no otra de las que tenía alrededor era porque esa tenía valor.
—Yo la encontré primero —respondió con la intención de negociar.
—Dámela —le ordenó de nuevo Ahmed.
Su voz cortaba el aire.
El muchacho hizo ademán de guardarla en una mochila raída que tenía al lado, pero lo pensó mejor.
—¿Cuánto me das por ella? Estoy dispuesto a venderla —ofreció con una voz casi infantil—. Me da igual hacerlo aquí que en el mercado —le aclaró.
Ahmed no apartaba los ojos de los signos grabados en el interior del cuenco, ni de la figura dibujada en su fondo. Era ese, estaba seguro, era el mismo de la fotografía: se trataba del cuenco de encantamientos mandeo que le habían enviado a buscar.
Como el hombre no respondió, le hizo una primera oferta.
—¿Cincuenta dólares? —Ante el silencio decidió bajar el precio—. ¿Treinta?
Ahmed comenzaba a impacientarse. Le esperaban en el aeropuerto para sacar la pieza del país.
—Tengo prisa. Dámela —fue la única respuesta que obtuvo.
Comprendió que no habría trato, así que se incorporó y recogió su gastada mochila. La vela que había traído exhaló sus penúltimos brillos de luz dejando caer al suelo una pequeña lágrima de cera.
Ahmed apartó uno de los laterales de su chilaba y sacó el arma de la cartuchera. Cuando el chico levantó la vista se encontró con la boca de un revólver apuntando a su pecho. No era la primera vez que le ocurría en su corta vida, pero el hambre es capaz de hacer retroceder al miedo; en lugar de ofrecer el cuenco al desconocido, lo acercó aún más hacia sí. El hombre no vaciló, levantó unos centímetros la boca de su arma para no destrozar la pieza y disparó. Un solo tiro. Certero. En la frente. El joven cayó hacia atrás con los ojos muy abiertos sujetando con fuerza el cuenco junto a su pecho.
A pocos metros de allí, un hombre dio un respingo y se tapó la boca sobresaltado. Lo había visto todo. El sacerdote mandeo Basaam Jabar había observado al chico desde que llegó. Le vio ir de un lado a otro y refugiarse tras unas grandes cajas de cartón mientras buscaba alguna pieza valiosa. El corazón le dio un vuelco cuando reconoció lo que había encontrado entre un montón de escombros de cerámica. «¡Aún está aquí!», se sorprendió. Era demasiada suerte. Basaam decidió esperar para ver qué hacía el joven con la vasija. Se encontraba oculto entre la relativa seguridad de las sombras de unas estanterías volcadas y, desde su escondite, esperó pacientemente el momento. Jamás se le habría pasado por la cabeza arrebatarle el cuenco, un mandeo no roba, pero habría esperado que se deshiciera de él por inútil y, en última instancia, lo habría comprado. «¿Cuánto pedía? ¿Cincuenta dólares? Demasiado barato —pensó el sacerdote—. Nosotros habríamos pagado una fortuna», aunque sabía que el conjuro que encerraba ese pequeño cuenco no tenía precio, era impagable.
Sin embargo, el momento que esperaba nunca llegó. En su lugar apareció el iraquí Ahmed Sadoun.
Ahmed guardó su arma y se inclinó. Separó uno a uno los dedos que sujetaban con fuerza la vasija y la tomó casi con reverencia. Había temor en su mirada cuando la levantó. Sabía que la magia mandea era muy poderosa. No en vano Sadam había intentado acabar con ellos convirtiéndolos al islam, o simplemente acabar con ellos, y no había podido. En verdad, los temía, le provocaban el mismo miedo que él estaba sintiendo ahora al tener el pequeño cuenco entre sus manos. Había algo hipnótico en aquellos signos incomprensibles que ascendían en espiral, y la vista no podía separarse de la figura escuálida que le miraba desde el fondo sujetando un escorpión y una serpiente. Apartó con dificultad los ojos de la vasija, como si una sola mirada fuera capaz de embrujarle. Ahmed era una bestia sin escrúpulos que, sin embargo, se inclinaba ante lo sobrenatural, y aquel cuenco conjuraba en su mente los temores atávicos de su educación. Envolvió la vasija de dos mil años de antigüedad junto al pedazo que se había desprendido en unos trapos que encontró y la ocultó bajo su chilaba. Podía sentir el extraño calor que emanaba. En un acto instintivo la separó de su pecho. Después iluminó el pasillo y se dirigió hacia las puertas acorazadas. No se percató de unos dedos que estuvieron a punto de rozar su hombro.
Entre las sombras, el sacerdote mandeo vio cómo el asesino pasaba a su lado. Alzó un brazo, pero nunca hubiera podido detenerlo: si un mandeo no era rival para un ladrón, mucho menos lo era para un asesino. Su brazo se mantuvo en esa postura, extendido, en el simple gesto de rozar la chilaba del hombre y con él, de conseguir el tercer cuenco que ahora cruzaba las puertas acorazadas del almacén para perderse en un mundo que no sabría invocar su magia. ¿O sí?
Cuando Ahmed dejó atrás los muros del museo, la ciudad continuaba sin ley y sin orden y, como había podido comprobar, también se estaba quedando sin historia. Él escondía una parte muy molesta entre los pliegues de su chilaba.
Miró el reloj de pulsera. Era tarde. El avión que le sacaría de Irak no iba a esperarle eternamente. Sacudió la suciedad pegada a su ropa y apretó el paso. Los bajos de la chilaba imprimían estelas en el suelo con el polvo milenario del museo.
BAGDAD, IRAK. CUATRO AÑOS DESPUÉS
La brisa levantó nubes de arena de la amplia planicie de tierra y barrió los pies descalzos del sacerdote Basaam Jabar. La fuerza del viento no pudo empujar los granos más allá de un par de metros, hacia la oscura orilla del río Tigris. El sacerdote no percibió la corriente de aire, como tampoco parecía ver a la multitud de feligreses que permanecían atentos a la lectura de los tres religiosos frente a la bandera sagrada, el drabsa, que miraba al norte, hacia el punto en el que los mandeos creían que se encontraba el cielo.
Ante ella, y en el centro, se encontraba Basaam. Era el más alto y el que tenía la piel más tostada por el sol; su larga barba aún era negra. A su derecha, su amigo Naseer Kaleel leía los textos sagrados con auténtica devoción, poniendo el alma en sus palabras. Era un hombre joven, de poco más de veinte años y aún no era sacerdote, sino tarmida, todavía estaba aprendiendo el oficio, aunque ya podía llevar a cabo ciertas ceremonias religiosas como los enlaces matrimoniales. En su fervorosa lectura fruncía el ceño en exceso y elevaba los ojos al cielo. Conocía muy bien los pasajes que estaba recitando y no le hacía falta seguir el libro; no en vano una de sus labores principales consistía en aprender los textos religiosos de memoria y en repetirlos hasta que su entonación fuese realizada en un perfecto mandeo clásico.
Antes de iniciar a un alumno en los misterios de su religión, el estudiante debía aprender de memoria una enorme cantidad de material sagrado que tenía que ser pronunciado correctamente para que los ritos fuesen válidos. El discípulo sería corregido en numerosas ocasiones, pero Naseer era uno de los mejores y de ello era consciente el anciano sacerdote que se encontraba a su derecha.
Zakaria Asgari no apartaba sus ojos envejecidos del libro sagrado que sujetaba entre las manos mientras escuchaba con atención las palabras de su alumno Naseer. «El sonido es casi perfecto —pensó, y estaba seguro de que el muchacho sabría cumplir su papel llegado el momento—. El único problema consistiría en refrenar su excesivo ímpetu.» Daba gracias por contar con la ayuda del sosegado y reflexivo Basaam. Algún día, Naseer sería ordenado sacerdote y ellos dos tendrían que hacerse cargo de sus obligaciones, él ya era demasiado viejo para muchas cosas.
Zakaria ocupaba el cargo de ganzebra, era el obispo que guiaba a la pequeña comunidad mandea que vivía en el corazón de Bagdad y a todos aquellos que se desplazaban hasta la capital para celebrar las fiestas más importantes. No quedaban muchos obispos mandeos y el trabajo se multiplicaba en su región; aunque tenía que reconocer que la fiesta que estaban llevando a cabo no era una de las más importantes, como sucedía con la de Año Nuevo o el Panja, y eso hacía que no se hubiesen trasladado muchos feligreses a la ciudad para celebrarla.
Era el primer día del mes hatia mandeo, que ese año coincidía con el 22 de mayo, y honraban el nacimiento de su último profeta, Juan el Bautista. Antes de él, solo tuvieron tres más: Adán, el primer hombre; su hijo Seth; y Sam, hijo del bíblico Noé. Después de Juan no hubo ningún otro.
La fiesta era una pequeña celebración que solo duraba un día y, en ella, los niños cantaban himnos y los sacerdotes ofrecían lecturas del Libro de Juan con historias sobre su vida y sus enseñanzas. Tras los bautismos en las aguas del Tigris y la comida campestre, la jornada finalizaba en el templo de Bagdad, el mandi, recitando sermones; aunque los niños preferían comer galletas y beber los sorbetes que venían después de la ceremonia religiosa.
El ganzebra se sentía agotado, y no por la pequeña celebración que estaban llevando a cabo, sino por el inmenso trabajo que tendrían que realizar dentro de pocos días el sacerdote Basaam, el tarmida Naseer y él mismo.
Cuando otro remolino de aire hizo ondear el bajo de su túnica, Basaam Jabar levantó la vista de su libro y observó el pequeño fuego ceremonial que ardía en el suelo junto a la bandera sagrada. Consumía incienso, la fragancia del Mundo de la Luz. Lo había encendido el ganzebra con combustible puro mientras él confeccionaba el drabsa con un armazón de dos juncos atados en forma de cruz; sobre su palo transversal se disponía la bandera, como si fuera una bufanda colgando de un cuello imaginario, sin que ninguno de sus extremos llegara a rozar el suelo. La larga tira de seda sin blanquear quedaba a merced del aire, que la agitaba sin compasión aquella tarde. Recordaba, de alguna manera, a los pendones que los párrocos cristianos portaban en las procesiones, aunque el drabsa no encabezaba nunca ningún desfile, siempre permanecía anclado al suelo.
Los feligreses que escuchaban con atención a los tres sacerdotes vestían el traje ritual, el rasta. Bajo una larga túnica de algodón sin desbastar asomaban unos pantalones anchos y holgados. Llevaban la cabeza totalmente cubierta por un turbante enrollado tres veces, aunque a las mujeres les colgaba como un chal, y se ajustaban la túnica al cuerpo con un cinturón elaborado de lana trenzada. Las ropas eran de color blanco, incluidas las de los sacerdotes, como símbolo de la vestidura celestial de los ángeles y de las almas puras. Allí reunidos, bañados con la cálida luz de Bagdad, a orillas del río Tigris, parecían formar parte de un tiempo desaparecido hacía veinte siglos: la escena de san Juan bautizando en el río Jordán.
Cuando Naseer finalizó su lectura de los versos, el ganzebra alzó la mano derecha indicando que esa parte del oficio había finalizado. A la luz del sol, el pequeño anillo de oro que portaba en su dedo meñique brilló un segundo. Era el Sum Yawar, el Gran Sello que ninguno de los Siete puede borrar, y que solo es usado por los sacerdotes.
Tras la señal de su obispo, el grupo comenzó a dispersarse ocupando los bancales de arena para preparar una comida campestre.
—¿Ya se lo has contado? —le preguntó Naseer junto al fuego ceremonial.
Se dirigía a su compañero Basaam, que desmenuzaba incienso sobre la lumbre.
—No, aún no —le respondió paciente el sacerdote.
—Pero ¿le has dicho que tienes que hablar con él? —volvió a preguntar atropellando las palabras.
El tarmida mantenía una actitud de continuo nerviosismo que Basaam no lograba calmar; siempre estaba dispuesto a la acción, como si su cuerpo robusto no pudiera contener su propia energía.
—El ganzebra ya lo sabe —le respondió con parsimonia—. Vio la carta que recibí ayer.
El obispo se aproximaba con la espalda encorvada, arrastrando los pies por la arena del río. Cuando llegó a su altura se sentó junto a ellos y comenzó a preparar el petha, un pan ácimo que, junto con un poco de agua, ofrecería a sus feligreses tras el bautismo en un acto de comunión muy similar al cristiano.
Zakaria ya había cumplido los setenta años; aunque su larga barba le ocultaba gran parte del rostro, se intuía debajo una maraña de arrugas. Era alto para la constitución normal de los iraquíes, y muy delgado. Para los mandeos, el sacerdocio había sido hereditario durante muchos siglos y quizá eso los había convertido en una casta diferente, que no se mezclaba con el pueblo y que elegía a sus esposas de entre los notables de la sociedad. Eso podía explicar su piel más clara, casi occidental, y el color de sus ojos, de un azul desvaído por la edad, que contrastaban vivamente con los del resto de sus paisanos.
En la actualidad, la antigua costumbre hereditaria se había perdido, en parte por las persecuciones a que habían estado sometidos y que había reducido drásticamente su población y, en parte, a que las ideas religiosas estaban cambiando.
Quedaban pocos mandeos y cualquiera que deseara continuar con la tradición, aunque su familia no perteneciera al linaje sacerdotal, era bienvenido e iniciado en los misterios religiosos. Pero ese cambio en las costumbres no significaba que el aprendizaje se hubiese relajado, por el contrario, continuaba siendo tan duro y exigente como siempre. Eso bien lo sabía Naseer.
El tarmida se frotó las manos junto al fuego ceremonial y dio un par de codazos a su compañero Basaam para que dejara de añadir incienso y comenzara a hablar. Zakaria Asgari se había percatado de la insinuación y sonrió.
—Y bien, Naseer —le dijo el anciano con la mano derecha acariciando su barba blanca—, ¿tienes algo que contarme?
El otro se turbó y bajó la mirada.
—No, yo no. Pero Basaam sí. ¡A que sí, Basaam! —exclamó volviéndose hacia su amigo.
El sacerdote había continuado añadiendo incienso al fuego, que esparcía su dulce aroma sobre ellos, pero miró al obispo y le guiñó un ojo. Existía una gran complicidad entre aquellos dos hombres buenos a pesar de que les separaban más de cuarenta años. Carraspeó de una forma muy teatral que ilusionó a Naseer, aún fácilmente impresionable, y comenzó a hablar:
—La carta que recibí ayer venía de Jerusalén —le explicó a Zakaria—. La enviaba el anticuario al que le hemos comprado otros artículos. —El ganzebra asintió en silencio, ya disponía de esa información—. Dentro del sobre incluyó una fotografía en color...
—¡Díselo ya! —le interrumpió su amigo presa del nerviosismo al ver que daba demasiadas vueltas a su exposición. Y, como no pudo reprimirse, él mismo terminó la frase—: ¡Es el cuenco, ganzebra! ¡Nuestro cuenco!, ¡el que nos robaron en el museo!
UNIVERSIDAD DE CAMBRIDGE, INGLATERRA
Llueve. El viejo despacho del professor Sinclair en la Universidad de Cambridge huele a humedad y al perfume de su joven colaboradora. Las delicadas notas de azahar procedentes de ella no logran borrar la sensación de agobio que le provoca la lluvia. Esa tarde, las nubes oscuras habían tomado por asalto todo el cielo del campus, aunque Samuel Sinclair creía con sinceridad que se vertían con más ímpetu sobre el suelo de Downing Street solo para provocarle un fuerte dolor de cabeza.
El professor vestía un traje de tweed muy británico. Era un hombre de porte aristocrático con la barba blanquecina perfectamente recortada. El pelo, que acostumbraba a peinar hacia atrás, dejaba al descubierto una amplia frente casi carente de arrugas que desmentía su verdadera edad. Se movía con gran seguridad a pesar de arrastrar una leve cojera, fruto de sus días de investigador de campo junto a un discípulo de la señora Drower. Tras un breve descuido en el campamento arqueológico, una piedra de dos toneladas cayó sobre él. O eso era lo que le gustaba contar. En realidad, si hubiese caído sobre él, no habría podido contar nada. La enorme piedra cedió un poco y le seccionó el talón de Aquiles. Aquello le dejó una cojera de por vida que le obligó a ir siempre acompañado de un bastón que realzaba su porte.
Protegidos por la calidez de su despacho, en la planta baja del Departamento de Arqueología, Samuel Sinclair y Andrea Jacobs intentaban leer un antiguo conjuro del siglo I de nuestra era.
—No, ese sonido tiene que ser más fricativo —le corrigió Andrea.
Samuel Sinclair lo intentó de nuevo, pero no consiguió lo que deseaba y exhaló un sonido estridente parecido al de un gato cuando le han pisado el rabo. La mujer no pudo evitar reírse.
El despacho estaba decorado con gusto, pero el exceso de estanterías repletas de libros en un equilibrio inestable reducía sus verdaderas dimensiones ya de por sí modestas. Sin embargo, el mobiliario de vieja madera de roble y la alfombra persa que cubría el suelo conseguían imprimirle un aire acogedor y cálido. Al fondo de la habitación un amplio ventanal orientado al jardín filtraba con suavidad la última claridad de la tarde. Ese día, los cristales servían de tambor a la incesante lluvia que caía sobre el campus.
Sinclair y su joven colaboradora estaban sentados en el mismo lado de la gran mesa del despacho con apenas unos centímetros separando sus rodillas. El catedrático sostenía en sus manos un viejo cuenco mandeo de conjuros con una figura femenina dibujada en su interior. Samuel intentaba leer el texto de la forma correcta, aunque ya había sido corregido varias veces por Andrea.
La señorita Jacobs era una orientalista de reconocido prestigio a pesar de su juventud. Aún no había pasado de los treinta y estaba finalizando su tesis posdoctoral. Había cursado la especialidad de Estudios Hebreos y Arameos en la Universidad de Cambridge e impartía clases de arameo en la Facultad de Estudios Orientales. Sus trabajos sobre lenguas semíticas y sobre teología mandea habían sido publicados en el Journal of Semitic Studies y en la revista de la British School of Archaeologia de Irak, entre otras. Incluso se había encargado de la elaboración de un catálogo para el Museo Británico en el que recopilaba todos y cada uno de los cuencos mandeos y arameos de los que se tenía noticia hasta la fecha. No en vano, su lectura de la vasija era mucho más acertada que la del professor Sinclair. Professor con dos «eses» no con una, aclaración que al hombre le disgustaba explicar, y es que su puesto en la universidad británica correspondía al de catedrático, no al de un sencillo maestro.
La mujer le pidió el cuenco, lo ladeó y comenzó a leer otra vez los primeros signos del conjuro.
—Hay que pronunciarlo así —le indicó a Sinclair repitiendo con paciencia un par de palabras que a él se le habían atragantado.
Samuel Sinclair ocupaba la cátedra de Investigación Arqueológica en Cambridge. Sus conocimientos le hacían un experto tanto en el trabajo de campo como en la investigación de laboratorio: las técnicas y los métodos de búsqueda arqueológicos no tenían misterios para él, y también databa a la perfección vasijas, monedas, cuencos... Se había especializado en la historia antigua del pueblo judío, pero gracias a su precursora, la admirada señora Drower, comenzó a estudiar en profundidad a un grupo religioso gnóstico que aún sobrevivía en Irak, los mandeos. Y ellos le llevaron a otro precursor, el Bautista, que era uno de sus principales profetas. Su interés por Juan era muy reciente, pero gracias a él había llegado a algunas conclusiones que, de ser ciertas, cerrarían el círculo de sus investigaciones. Judíos, mandeos, Juan el Bautista, esenios... estaba casi seguro de haber encontrado lo que buscaba.
—Ha sido reparado con maestría —le dijo Andrea para cambiar de tema y olvidarse por un rato de la difícil lectura.
Absorto en sus pensamientos, Sinclair no la estaba escuchando.
—Digo que apenas si se aprecia la reparación.
Andrea rozó con sus dedos la parte del cuenco donde la pieza había sido restaurada.
La pequeña vasija, de apenas diez centímetros de altura y con forma de tazón para sopa, estaba elaborada con arcilla del río Jordán, un material muy poroso y quebradizo que la volvía sumamente frágil. Los dos mil años que habían pasado desde su fabricación no ayudaban en nada a paliar esa delicadeza. Lo extraño era que no estuviese hecha pedazos.
El cuenco mostraba un pequeño corte con forma de triángulo en uno de sus bordes. Había sido restaurado con tanto esmero que el desperfecto casi pasaba desapercibido. En su parte externa mostraba una adhesión mineral provocada por el paso del tiempo y una porción de esas adhesiones quedaba justo en la grieta, lo que hizo suponer a Sinclair que la rotura era reciente.
—Es casi imposible encontrar una pieza con esta antigüedad que aún permanezca intacta —prosiguió la orientalista, y ella conocía casi todas las que existían—. Hubiera sido una pena no tener la inscripción completa.
«Más que una pena, habría sido una catástrofe», pensó Sinclair. Pero se abstuvo de decirlo en voz alta. Lo que realmente importaba de aquella vasija antigua era su poderoso conjuro.
El texto comenzaba en la base interior del cuenco, rodeando a un pequeño demonio femenino, y subía en espiral hasta su borde como un remolino furioso. La figura del fondo contenía mucha fuerza en su simplicidad: se trataba de una forma humana, de mujer, con dos líneas rectas por piernas y otras dos por brazos. En su mano izquierda sujetaba un escorpión y en la derecha una serpiente.
BAGDAD, IRAK
—¡Es nuestro cuenco! —repitió Naseer con una gran sonrisa en la cara.
El ganzebra le reprendió con cariño dándole unas palmaditas en la rodilla.
—¿Estamos seguros? —le preguntó a Basaam en voz baja.
—La fotografía es de calidad y se aprecia el texto y el dibujo de su parte interior. Yo diría que sí —respondió con cautela—, aunque me gustaría examinar la pieza. El anticuario ha adjuntado una nota con su fecha aproximada de elaboración y el comentario de un lingüista judío sobre el texto asegurando que se trata de protomandeo clásico.
A falta de otro nombre mejor, el filólogo hebreo había decidido llamarlo protomandeo a pesar de saber que esa denominación no existía. Los mandeos de hoy conversan entre ellos en mandeo moderno, un lenguaje procedente del arameo que se hablaba en tiempos de Jesús aunque con muchas influencias árabes, persas y extranjeras. Sin embargo, solo los sacerdotes entienden a la perfección el mandeo clásico en el que están escritos sus libros sagrados, un lenguaje mucho más antiguo que el actual. De hecho, gracias a ellos se conservaba la pronunciación.
Pero la inscripción de la vasija no estaba escrita en ninguno de ellos, sino en un sistema de escritura más arcaico aún, algo parecido a un mandeo embrionario, el germen de lo que después llegaría a convertirse en mandeo clásico. Era el inicio del lenguaje mandeo cuando comenzaba a escindirse del arameo hacía más de dos mil años. Aunque el experto judío había acertado en sus conclusiones, no había sido lo suficientemente perspicaz como para comprender el verdadero alcance de su análisis.
A Basaam el nombre de protomandeo le pareció correcto y dio por sentado que no tenían por qué desconfiar de las conclusiones de otros expertos. Después prosiguió:
—Yo vi el cuenco que robaron del Museo Nacional hace cuatro años. Pude verlo muy bien y creo que es el mismo, Zakaria. En la fotografía se observa la reparación de la vasija. Hay un borde partido —aclaró—. Y el demonio femenino dibujado en el fondo es el que yo recuerdo, una representación de Ruha sosteniendo un escorpión y una serpiente.
El joven tarmida sintió un escalofrío al oír en voz alta ese nombre, el de la Traidora. Ruha era la señora del mundo de las tinieblas, la madre de Ur, príncipe de los demonios, y pertenecía al mundo de la oscuridad, al mal en estado puro. Ella y sus diablos hacían que nacieran las falsas religiones para perseguir a los mandeos y se dedicaban a confundir a los hombres con el error y la ignorancia.
—Bien —dijo el ganzebra intentando ponerse en pie y mirando a su alrededor. Los fieles aún charlaban en animados corrillos—. Entonces habrá que comprobarlo. —Naseer, todavía nervioso, le ayudó a incorporarse con tanta fuerza que el anciano se tambaleó—. Pre... preparad el viaje a Jerusalén —dijo entrecortado ante su ímpetu.
—¿Yo también voy? —preguntó entusiasmado el joven olvidando por un momento a los demonios.
—Tú también —suspiró con resignación el anciano—. Y ahora, avisa a los fieles para el bautismo.
Naseer salió a la carrera dando gritos alrededor del resto de los mandeos, como un perro carea que recoge a sus ovejas para conducirlas al redil. Ruha había pasado a un segundo plano. Era la primera vez en su vida que iba a abandonar Bagdad y a recorrer el mundo y eso le ilusionaba, aunque sabía lo que Jerusalén significaba para ellos: una ciudad de perdición y maldad, dedicada al Dios de los judíos, sin embargo, allí nació Juan el Bautista y solo por eso ya merecía una visita.
Basaam le vio alejarse al trote y esbozó una pequeña sonrisa que se reflejó en la comisura de sus labios.
—Te será útil —le dijo Zakaria—. Es fuerte y fiel, aunque te corresponderá a ti tomar todas las decisiones, él sería incapaz.
—Es un buen hombre —le respondió cuando el impetuoso discípulo estaba ya muy lejos para oírle—. Puedo confiar en él.
—Lo sé.
El ganzebra recogió los bajos de su túnica sujetándolos con el cinturón de lana en un ritual que no había cambiado durante siglos y se acercó a la orilla del Tigris. Uno de sus fieles le siguió y se sumergió tres veces en el río. Después, el sacerdote le hizo un signo en la frente con un poco de agua y recitó la fórmula tradicional del bautismo: «Has sido señalado con el signo de la vida, el Nombre de la Vida y el Manda de Hayya son llamados sobre ti...». Después le dio a beber, también por tres veces, un trago del río con su mano derecha. El discípulo Naseer le acercó al obispo una pequeña ramita de mirto que Zakaria introdujo bajo el velo del mandeo recién bautizado. Basaam aguardaba en la orilla con aceite y sésamo.
Los feligreses ya se habían bautizado en su día de fiesta semanal, el domingo, pero tenían por costumbre hacerlo siempre que sus pecados lo requiriesen o en determinadas fiestas, con un significado similar a la comunión cristiana, cuando los católicos ingieren la hostia consagrada.
Aquellos hombres y mujeres no se bautizaban como iniciación, sino como una forma de purificar el alma de sus pecados y de ahuyentar a los demonios. Creían que el bautismo en un río o en piscinas rituales, pero siempre con agua en movimiento, los conectaba con el mundo superior. Para ellos el agua era la fuente de la vida y el ganzebra pensaba lo mismo que el resto de los que estaban congregados a orillas del Tigris: que en el momento del bautizo su existencia se detenía un instante, para continuar después con más fuerza y vigor, renacidos y puros.
Tras bautizar a todos los asistentes, Zakaria realizó una pequeña comunión repartiendo el petha que había preparado con agua bendecida. Después, ayudado por Basaam, fueron posando su mano derecha sobre la frente de cada uno de ellos y los ungieron con aceite sagrado. Finalizaron el acto con una muestra solemne de compañerismo para con los hermanos, les dieron la «mano de la verdad», el kushta, un leve apretón de manos similar al que se realiza al finalizar las misas cristianas, como promesa de felicidad. Naseer recordó un proverbio mandeo que decía: «Los hermanos de carne pasan, la hermandad kushta permanece por siempre».
Finalizaba el ritual religioso y daba inicio otro mucho más mundano, ahora se sacrificaría un ave y comenzarían los festejos y el banquete. Hoy saciarían su hambre, mañana tendrían que ayunar porque al día siguiente conmemoraban, recordando con dolor, cómo los soldados romanos que intentaron asesinar a su profeta mataron a cientos de niños en Jerusalén. Se trataba de la Matanza de los Inocentes relatada en la Biblia, pero con un componente distinto: los soldados de Herodes perseguían al Bautista y no a Jesús.
Algunos mandeos ya habían encendido hogueras y aprovechaban el agradable calor del fuego para secar sus túnicas y preparar la comida.
El obispo dejó que el pato, que uno de sus feligreses había desplumado, fuera cocinándose a fuego lento en el hogar. A su alrededor, los grupos de fieles charlaban animadamente y los niños correteaban por el banco del río; más abajo, cuatro o cinco mujeres preparaban otros platos.
Basaam permanecía acuclillado al lado del ganzebra y jugueteaba con la arena del suelo. Mostraba un semblante reflexivo y preocupado.
—¿En qué piensas? —le preguntó Zakaria.
El sacerdote alzó la vista y mostró unos ojos casi ocultos por sus espesas cejas.
—Tengo miedo.
—¿De que sea el cuenco verdadero?
—Sí, y de que no sepamos leerlo —agregó con un deje de tristeza en la voz. Al obispo le pareció que había envejecido de golpe—. Si no sabemos entonar los versos, no ocurrirá nada y entonces... ¿qué les contaremos a ellos? —Extendió su brazo señalando a los mandeos diseminados por la explanada del río—, ¿que era mentira?, ¿que la magia de nuestras palabras sagradas ya no funciona? Si las palabras dejan de tener magia, ¿en qué creerán entonces?
Zakaria le pasó la mano por la espalda dándole ánimos, pero no habló, le dejó proseguir. Había un momento para todo.
—... sin embargo, si lo leemos bien, si funciona... —prosiguió Basaam—, si nuestro canto es el correcto, ¿qué ocurrirá? Tengo miedo, ganzebra. Las palabras que pronunciaremos son las más poderosas de todas.
Los dos hombres continuaban acuclillados junto al fuego y observaban la danza sinuosa de las llamas. Su calor no bastaba para caldear su alma.
—Yo también temo —respondió al fin el anciano—. Incluso por mi vida, soy el más débil de los tres —se explicó.
Basaam conocía las leyendas que hablaban de su alfabeto, pero también conocía su verdadera magia. No es que creyera en ella, es que sabía con certeza lo que era capaz de hacer. Al comienzo de su sacerdocio, el ganzebra le enseñó que el alfabeto mandeo era mágico y sagrado, algo que ya sabía porque ningún mandeo lo desconoce; pero después fue aprendiendo los conocimientos reservados solo a los religiosos, la auténtica energía que encerraba cada una de sus veinticuatro letras: la «a» era la Perfección, el Principio y el Final de todas las cosas; la «b», el Gran Padre; la «g» representaba a Gabriel, el Mensajero... Ellas poseían poder porque reflejaban la realidad y porque eran capaces de crearla. Al repetirlas una y otra vez hacían acopio de fuerza y esa fuerza disponía de la capacidad para crear; pero también para destruir. Cuando los hombres combinaban las letras y las pronunciaban, se apropiaban de su energía y las consecuencias podían ser impredecibles.
—Son tan poderosas... —suspiró Basaam en un murmullo—. Solo espero que sepamos dirigir su fuerza, y que tengamos el valor necesario para no dejarnos confundir —agregó.
Recordó una leyenda muy antigua, de cuando no existía nada, de cuando nada se había creado aún, ni siquiera el universo o los seres humanos, y nacieron las letras. Su historia cuenta que el alfabeto surgió de la Fuente Primordial, del principio femenino de la creación. Primero fue la «a», de ella surgió la «b», de la «b» la «g»... Cada nueva letra se volvía hacia la anterior y la alababa por haberla creado. Entre todas conformaron un edificio unido que no podría destruirse. Pero el alfabeto se vio amenazado. La sólida construcción se hinchó de orgullo ante su fuerza y apareció el individualismo. Cada letra creía ser más poderosa que el resto. Comenzaron a separarse por falta de solidaridad y formaron dos grupos. Dividieron al alfabeto por la mitad. Eso minó su fuerza. Al separarse unas de las otras, el edificio que habían creado se tambaleó. Si las letras no trabajaban en conjunto, no podrían crear palabras o las crearían sin sentido: se perdería su magia. Ante una perspectiva tan catastrófica, decidieron cooperar y volvieron a unirse.
Para los mandeos, esta leyenda constituye una metáfora de lo que son capaces de conseguir si trabajan unidos, si dirigen su esfuerzo de manera colectiva hacia un mismo objetivo; por eso Basaam sabía que necesitaban ser tres personas, al menos, las que despertaran de nuevo la magia dormida de su alfabeto. «Pero... ¿serían suficientes los tres?»
—Podremos —le aseguró el obispo intuyendo los pensamientos que tanto le mortificaban—. Si lo hacemos juntos, lo conseguiremos.
Oyeron el sonido de unos pasos apresurados y volvieron la cabeza. Naseer se arrodilló a su lado. Tuvo que tomar aliento un par de veces antes de poder hablar.
—¿Cuándo nos vamos? —preguntó, ya solo pensaba en Jerusalén, se había olvidado de los demonios. Ruha y su hueste de diablos infames debían de estar haciendo maldades en otro lugar y le habían dejado tranquilo.
—Pronto. En un par de días. —Zakaria detuvo su mirada un instante en las palmas de sus propias manos. Vio los dedos delgados, sin apenas carne, todo huesos, temblando, y las escondió en su regazo.
Basaam se había percatado de su temblor.
Ajeno a todo, el más joven movió el pato del fuego, que, más que asarse, se estaba quemando. El humo les anegó los ojos dejándolos enrojecidos. En la mente de los tres flotaba el cuenco mágico repleto de palabras antiguas que habría que saber entonar.
En la de Naseer era ilusión, para Basaam cautela; y en la cabeza del ganzebra se mezclaban las letras del alfabeto mandeo, el abagada completo: la «a», la «ba», la «ga», la «da»... hasta acabar de nuevo en la «a»; porque la primera y la última letra de su abecedario son iguales, como un círculo que se cierra, el Principio y el Fin unidos en un eterno retorno, la vida entendida como un ciclo que siempre se repite. Pero para que la vida continúe hay que alimentarla y a ellos les tocaba desempeñar ese papel: debían renovar el poder del abagada.
«Necesitamos el tercer cuenco —pensó el ganzebra Zakaria Asgari—, y está en Jerusalén.»
UNIVERSIDAD DE CAMBRIDGE, INGLATERRA
—¿Es Lilith el demonio del fondo? —preguntó el professor.
Sabía que los cuencos de conjuros mandeos se utilizaban ya en la antigua Babilonia para engañar a los demonios y atraparlos en su interior; una vez que el sacerdote finalizaba la lectura de su encantamiento, la vasija se enterraba boca abajo en los umbrales de las casas o en las esquinas de las habitaciones. Como la escritura era una tentación muy atractiva para los diablos, no podían evitar acercarse a leerla y quedaban encerrados en su interior. Los poderosos hechizos mandeos les impedían volver a salir y, de esta manera, los sacerdotes conseguían proteger a los habitantes de las casas de sus maldades. Era común dibujar en el fondo de los cuencos la figura de alguno de ellos para dejar constancia de una forma gráfica de que habían sido atrapados dentro.
—En Lilith fue en lo primero que pensé —le respondió Andrea—. Muchos de estos cuencos contienen conjuros para atraparla. Los hechizos contra ella garantizaban la salud de los niños y la fidelidad del marido, por eso era bastante popular entre las mujeres de los tiempos antiguos. Sin embargo, no me parece Lilith —puntualizó—. Fíjate en el borde del cuenco —dijo mientras le mostraba la vasija al tiempo que la movía para que la luz incidiese en ella de la forma adecuada.
Andrea Jacobs poseía una turbadora mirada color violeta enmarcada por una piel muy pálida. El cabello le caía en cascada formando grandes rizos pelirrojos que se deslizaban sobre sus hombros. Su enjuta silueta le hacía parecer frágil, pero nada más lejos de la realidad: contaba con una gran voluntad y la fuerza que confiere la paciencia. Samuel sabía que había heredado esas cualidades de sus padres, y las tenía en gran estima. Quizá, exceptuando a su esposa fallecida hacía un par de años, Andrea era la única persona por la que profesaba un verdadero sentimiento de afecto.
La joven continuaba mostrando a Sinclair el borde de la vasija, señalando con su dedo índice unas letras apenas legibles por el paso del tiempo, hasta que notó cómo el nerviosismo comenzaba a hacer mella en el siempre sosegado professor. La última línea del texto era bastante preocupante, sobre todo si se entendía el lenguaje mandeo y se conocía su demonología.
—¿Ruha? ¿Crees que es Ruha? —inquirió él acercándose a la mujer.
El borde de la vasija contenía escrito el nombre de Ruha una y otra vez, la última letra de una palabra enlazaba con la primera de la siguiente, como las orugas procesionarias, en una interminable fila. Sinclair no había podido verlo en un principio porque la línea estaba deteriorada y el barro del borde muy desgastado.
—¿Ruha? ¿Estás totalmente segura? —Samuel aún tenía dudas de que aquel cuenco fuera uno de los tres verdaderos, uno de los que había estado buscando desde hacía más de cuarenta años. Su pasante le había asegurado que la vasija cumplía todos los requisitos que él había solicitado: su antigüedad, la figura femenina del fondo..., pero aun así había necesitado la ayuda de la orientalista Andrea Jacobs para que lo confirmase. No tenía el más mínimo deseo de dar al traste con un plan que llevaba forjando muchos años por una identificación deficiente y prefirió ser cauto.
En un segundo, su alegría dejó paso a la duda.
—¿Has encontrado alguna vez un cuenco con la representación de Ruha? —le preguntó.
Andrea negó con la cabeza.
—Nunca. Los mandeos la temen como a la peste. Ella puede impedir que las almas humanas alcancen el Mundo de la Luz, su cielo —aclaró—. Ya sabes que eso es lo peor que podría pasarle a un mandeo tras su muerte. —«Como si un cristiano permaneciese eternamente en el Purgatorio», pensó—. Guardan un miedo muy especial para ella; al fin y al cabo, es la madre que ha engendrado a otros muchos diablos a los que también temen. Supongo que necesitarían tener un motivo muy importante para conjurarla en uno de sus cuencos.
«Su deducción es buena —pensó Sinclair—. Como gnósticos, los mandeos creían en la existencia de un mundo superior, el Mundo de la Luz, que representaba el bien; y en un mundo de la oscuridad, que encarnaba el mal. Ambos estaban regidos por un gobernante asistido de pequeños dioses llamados reyes y sobre ellos existía una única entidad, superior a todos, la Gran Vida o el Gran Dios Viviente: Mana Rabba. Sin embargo, a pesar de que los dos mundos estaban siempre en conflicto, no intervenía mucho. Ruha actuaba a voluntad y se dedicaba a atemorizar a los mandeos y a no dejar que sus almas, tras la muerte, alcanzaran ese mundo de bondad y luz donde descansarían eternamente. En realidad —concluyó Sinclair sus pensamientos—, los mandeos conjuraban a su demonio más temido para ahuyentarle y para que no interfiriera en la magia que intentaban despertar... aunque eso todavía no debe de saberlo Andrea.»
—Entonces... no tienes ninguna duda... —se dirigió con cautela a la mujer.
—Sí, sí que tengo dudas. —Ella había retirado un mechón de bucles pelirrojos de su cara y se había acercado aún más al hombre mostrándole el interior del cuenco. Señalaba los signos escritos con su dedo índice y lo hacía con vehemencia, como cada vez que no lograba entender algo del todo—. Si se trata de Ruha, la vasija es mandea. Eso es seguro. —Pero después dudó—: ¿No percibes nada extraño en el texto? No es el mandeo que conocemos, se trata de un lenguaje anterior, a medio camino entre el arameo del que procede y el mandeo clásico en que se convertirá.
Ambos sabían que el idioma mandeo había evolucionado a partir del arameo y, como todos los lenguajes, no habría surgido de repente, sino que tendría que haber sufrido un proceso de evolución que los científicos pudieran estudiar. Gracias a ello eran capaces de datar, con cierta precisión, la época de un texto en particular.
—Yo diría que el dialecto del cuenco —prosiguió la mujer— es anterior al mandeo clásico que conocemos por sus textos religiosos del siglo III. —Señaló un par de trazos apenas visibles para reforzar su afirmación—. La historia oficial nos dice que sus libros sagrados se compusieron alrededor de esa fecha, no queda constancia de ningún escrito en mandeo que sea anterior. —Se quedó un momento reflexionando y luego añadió—: Sin embargo, ya posee las veinticuatro letras características del alfabeto clásico y su grafía marca las vocales.
Pensaba que los lenguajes eran entes vivos, que evolucionaban, cambiaban y se transformaban con su uso y con el paso de los siglos. Y para Andrea era como si esa lengua se hubiera saltado doscientos años de evolución. A principios del siglo I, el idioma arameo contaba solo con veintidós consonantes y no tenía vocales, todavía no debía de ser ningún tipo de mandeo, ni siquiera sabía que se convertiría en mandeo. Un par de siglos más tarde ya se habían añadido dos consonantes, se habría cambiado la forma de las letras y comenzarían a escribirse las vocales. «Y eso no sucede de un día para otro, se necesita tiempo», pensó.
Al final expresó su duda en voz alta.
—El lenguaje mandeo tuvo que surgir doscientos años antes de lo que suponíamos. Tuvo que desarrollarse más deprisa; o comenzó su evolución con antelación —concluyó.
—¿Te confunde que el cuenco haya sido elaborado en el siglo I y que la escritura que contiene no apareciera, de forma oficial —especificó el hombre—, hasta finales del siglo tercero?
—¿Estás completamente seguro de la datación de la vasija? —argumentó.
Andrea necesitaba descartar todas las posibilidades antes de aceptar lo evidente. «Si el barro con el que estaba elaborado el cuenco era del siglo I, la única forma de explicar una escritura del siglo III en un objeto del I era pensar que alguien lo había escrito doscientos años después de su elaboración», dedujo.
Pero Sinclair echó por tierra su posibilidad.
—Sí, la prueba de la termoluminiscencia ha determinado que es de principios de nuestra era, del año 40 o 50.
Andrea se recostó en el respaldo de su butaca y suspiró. Cuando volvió a adelantarse intentó explicar, más a sí misma que a su mentor, todas las incongruencias de la vasija y de su lenguaje.
—No se ha desenterrado, nunca —y enfatizó la palabra nunca—, un cuenco mandeo del siglo I como parece ser el nuestro. Los más antiguos que se han encontrado son del siglo VI. Pero, aunque existiera uno —y miró el que sostenía entre las manos—, no podría estar escrito en un lenguaje mandeo o protomandeo, o como queramos llamarlo, porque esa lengua no apareció hasta dos siglos más tarde —lo dijo siendo muy consciente de sus palabras y de que tenía uno de esos cuencos inexistentes con un dialecto imposible entre sus manos.
—Hasta ahora —sentenció Sinclair.
—¿Hasta ahora? —se interrogó, pero una luz de certeza comenzó a brillar en los ojos de Andrea y creyó comprender lo que Samuel había estado buscando.
—Entonces... ¿sabes lo que tenemos aquí? —dijo mostrándole el cuenco.
El rió a carcajadas al ver la mirada de la mujer. Andrea acababa de confirmar lo que él sospechaba desde hacía tiempo aunque todavía no entendiera todo el alcance de su descubrimiento.
—¡Samuel! —le reprendió—. ¡Esto no es para reírse! Si no es falso, y estoy segura de que no lo es, tenemos un cuenco mandeo del siglo I en un idioma que no apareció hasta el siglo III —y lo dijo muy despacio, como si fuera consciente de que acababa de descubrir la teoría del Big Bang—. ¡Vas a dejar de piedra a los asistentes de tu conferencia!
El professor continuaba riéndose. «¡Ojalá él hubiera podido mantener esa misma ilusión cuando tenía su edad! ¿Cuándo comenzaron a cambiar las cosas?», se preguntó. Movió la cabeza para alejar esos pensamientos que no venían a cuento y que pugnaban por enturbiar su alegría.
—Será todo un éxito —le respondió a la mujer con un esbozo de sonrisa pícara todavía en sus labios—. Esos carcamales —continuó, pensando en los privilegiados cerebros que acudirían a su ponencia— no se pueden ni imaginar lo que les voy a enseñar en esta ocasión.
De nuevo volvía a revolucionar en su campo, y los mandeos le quedarían muy agradecidos. Samuel solo venía a confirmar, con una prueba irrefutable, que era cierto lo que los gnósticos llevaban siglos reclamando: que salieron de Palestina hacia Mesopotamia tras la muerte de su profeta Juan el Bautista. Las mentes cuadradas de muchos investigadores continuaban afirmando que eso era falso y que no se formaron como grupo religioso hasta bien entrado el siglo III. Sinclair acababa de retrasar doscientos años los orígenes de esa pequeña secta gnóstica y los había situado en el corazón de un lugar y de un momento histórico muy significativos: Palestina a principios de nuestra era.
Andrea levantó el cuenco por encima de su cabeza, celebrando por anticipado las sorpresas que depararía la disertación de su mentor.
En un par de días, Samuel Sinclair sería el principal ponente de un grupo de conferencias que giraban en torno a los orígenes de los mandeos, el único grupo religioso gnóstico que aún sobrevivía. La historia de esta secta se encuentra bien documentada a partir del siglo III después de Cristo, pero antes de esa época hay muchas suposiciones y pocos datos fiables. Un número reducido de eruditos sitúa a los mandeos en la Palestina de tiempos de Jesús, de la que fueron expulsados tras la muerte de su profeta Juan el Bautista. Sinclair se encontraba entre ellos, pero ahora ya no se trataba de suposiciones: tenía el cuenco mandeo, pertenecía al siglo I y su texto había sido escrito dos siglos antes de lo que la ciencia oficial enseñaba. Además, las pruebas que había practicado a la vasija habían confirmado que el barro con el que fue elaborado pertenecía al río Jordán, lo que venía a demostrar la validez de su teoría.
La lluvia continuaba aporreando incansable el ventanal de su despacho. Sin embargo, al professor ya no parecía afectarle; en realidad, ni siquiera le importaba la conferencia, lo que aquella vasija podía depararle estaba más allá del sueño de cualquier arqueólogo. Pero eso, de momento, solo debía saberlo él, y Martin, por supuesto.
BAGDAD, IRAK
Las sombras comenzaban a alargarse y las aguas del Tigris despedían brillos dorados. Cuando el sol descendiera un poco más, reflejarían la belleza de sus rayos y sería casi imposible mirar el cauce sin deslumbrarse. El río poseía unas espectaculares puestas de sol.
El ganzebra se había alejado del fuego y aprovechaba aquel bello momento contemplando los tonos irisados del agua en calma. Estaba de pie, con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo y sus ojos azules denotaban sosiego, todo en él desplegaba un aura de paz a su alrededor. Todo, menos el incesante nerviosismo de Naseer a su espalda que le distrajo de su relajación. Giró la cabeza para reprender al joven y sonrió con dulzura al ver que añadía incienso al fuego ritual.
El precavido Basaam, que repasaba mentalmente el inmediato viaje a Jerusalén, se incorporó de su asiento junto a la hoguera y se encaminó hacia el ganzebra.
—Tendremos que visitar la iglesia de la Natividad en Ein Kerem —le dijo cuando llegó a su altura.
Ein Kerem era una pequeña villa que distaba unos ocho kilómetros de Jerusalén, donde la tradición cristiana supone que nació Juan el Bautista. Los mandeos creen que su profeta abandonó el pueblo para recalar en la mística montaña de Madai donde aprendería el oficio sacerdotal. De vuelta en Judea, el profeta se reunió en Jerusalén con una comunidad mandea que ya existía en el lugar y comenzó a predicar, a bautizar y a sanar.
—¿Sí? —le respondió Zakaria todavía un poco distraído.
—Deberá avisar al sacerdote franciscano para que nos permita acceder a los baños rituales.
El edificio religioso más importante de Ein Kerem era la iglesia de la Natividad y albergaba unas piscinas rituales judías que los arqueólogos dataron en el siglo I. Los mandeos sabían que los investigadores tenían razón en la fecha pero no en la pertenencia: los baños habían sido construidos por sus propios antepasados. Se trataba de unas piscinas escalonadas y recubiertas de estuco, excavadas en la roca con el fin de realizar bautismos. Aunque se encontraban diseminadas en todos los poblados judíos de Galilea y también en torno a Jerusalén, en Judea, y constituían un signo concreto de la identidad judía, algunas de ellas, como las de Ein Kerem, eran mandeas.
El ganzebra dejó de observar el lento cauce del río y miró a Basaam ya concentrado en sus palabras.
—Le llamaré. Me temo que no podré visitar personalmente al padre Thomas en esta ocasión.
Los dos hombres hablaban de uno de los sacerdotes que cuidaban la iglesia, gran amigo del ganzebra a pesar de sus diferencias religiosas. Los dos religiosos se habían conocido cuando aún eran jóvenes e inmaduros y habían profundizado en sus respectivas fes a fuerza de intentar comprender al otro. Eso les enseñó a respetarse y a apreciarse.
El padre Thomas cargaba a sus espaldas con casi noventa años de vida y, aunque ya debería haberse retirado, se mantenía en su cargo por amor al templo. Era un franciscano de palabra suave y ademanes lentos que compartía con Zakaria su devoción por san Juan Bautista. También conservaba entre los muros de su querida iglesia un objeto muy especial para los mandeos, aunque él no lo supiera. Más de una vez el ganzebra estuvo tentado de decírselo y en todas las ocasiones venció su fe para no hacerlo. Thomas, sin pretenderlo, era el custodio de un amuleto.
Además, en sus sótanos los aguardaban las piscinas rituales cuyo valor era solo arqueológico, hablando en términos cristianos. Para los mandeos estaban revestidas de un elevado significado religioso y espiritual.
El sacerdote cristiano advirtió que poseían ciertas diferencias sutiles que las distinguían de los baños judíos e invitó a su amigo Zakaria a visitarlas. El ganzebra confirmó sus hipótesis: eran mandeas. De hecho, ya sabía lo que iba a encontrar cuando se desplazó hasta Ein Kerem; su padre le había contado todo lo que necesitaría saber si llegaba el momento de utilizar el amuleto.
Su padre también fue sacerdote, como su abuelo, y como el padre de él y así generación tras generación adentrándose en el tiempo. A través de ese linaje de sacerdotes mandeos, dentro de una casta que transfería las obligaciones religiosas de padres a hijos, fueron transmitiéndose los conocimientos necesarios para mantener la estabilidad entre las fuerzas de la luz y las fuerzas de la oscuridad. Gran parte de ese saber se resumía en unos pocos versos de difícil comprensión. «Fue creado antes que la luz y el cosmos, sin él nada puede ser dicho.» La estrofa hacía referencia a una época oscura. «Cuando la semilla del padre no produzca varón...», otro tiempo, en el que se rompería la línea sucesoria del ganzebra por falta de descendencia. «Los que guardáis los tres, recibid el bautismo en Bet Makerem, recoged el amuleto y renovad el tesoro...», un momento en el que sería preciso renovar el poder mágico del alfabeto para que la vida continuase su camino. Para hacerlo serían necesarios los tres cuencos de conjuros y un amuleto, el que permanecía oculto en los baños rituales de la iglesia de la Natividad.
El ganzebra conocía los versos, su padre se los había confiado antes de morir, y a él, el suyo. Y así, una generación tras otra desde la última vez que hubo que renovar el poder de las palabras hacía veinte siglos, desde la última ocasión en que «el padre no produjo varón». Cuando una línea genética de sacerdotes se rompe al no tener descendientes, el poder regenerador de la vida queda estrangulado, como si el tiempo se hubiera detenido. El ganzebra no tenía hijos a los que transmitir su saber, contarles los misterios del mundo ni enseñarles cómo conservar sus palabras sagradas. El alfabeto mandeo había gastado su magia de tanto usarla y era entonces cuando se tornaba necesario renovar su poder mágico para que comenzase otro ciclo con una nueva estirpe sacerdotal como símbolo de renacimiento.
Zakaria no tenía hijos, no podía tenerlos, como no los tuvo el Bautista, y por eso ambos sabían que había llegado el momento de realizar el ritual. A la muerte de Juan, la responsabilidad pasó a una nueva familia sacerdotal, los Asgari. Cuando Zakaria Asgari falleciese, le sucederían los Jabar, encabezados por Basaam Jabar, por muchos siglos, hasta que su estirpe no fuera capaz de engendrar descendencia y tuviera que renovar de nuevo el poder del alfabeto sagrado.
Su padre le contó que la historia mandea era cíclica y circular: todo comenzaba y terminaba en el mismo punto, para volver a iniciar su periplo y, de nuevo, finalizar. La historia del hombre en la tierra estaba dividida en cuatro períodos, al final de cada uno de ellos se destruyó a la humanidad dejando solo a una pareja para que la vida empezara de nuevo. Desde la creación de Adán y Eva hasta la primera destrucción pasaron 216 000 años. Sucedió a causa de la «espada y la plaga» y solo sobrevivieron Ram y Rud. La segunda acaeció a los 156 000 años y resistieron al fuego Shurbai y Sharhabi'il. Cien mil años más tarde, una inundación exterminó de nuevo a la raza humana, fue el Diluvio Universal. Nut y su esposa Nhuraitha tuvieron que volver a repoblar el mundo. Habrá una cuarta destrucción y vendrá del viento o del aire, en forma de gas. Cada vez que un período llega a su fin, la vida se regenera para comenzar desde cero. Y ahora tenían que renovarla, aunque la última destrucción aún tardaría en llegar, su misión solo consistía en regenerar otro poder, el del alfabeto. Necesitaban la reliquia de la iglesia de la Natividad.
Para Zakaria Asgari constituyó una ventaja que un amigo custodiase, aun sin saberlo, el amuleto. Hasta entonces, su principal temor había sido necesitarlo y no poder acceder a él. La situación en la zona que rodeaba a Ein Kerem, en un constante ambiente de preguerra o de guerra totalmente declarada, les impedirían acercarse al pueblo. Con su anexión a mediados del siglo pasado a los territorios judíos y el retorno de la paz, los franciscanos volvieron a hacerse cargo de la iglesia de la Natividad. Gracias a su amigo el padre Thomas, el ganzebra sabía que tendría a mano el amuleto cuando lo necesitara.
Habría sido más fácil custodiarlo en persona, tenerlo junto a él, como los cuencos, pero la tradición les impedía hacerlo. Su lugar eran los baños sagrados de la pequeña aldea de Ein Kerem y allí debería estar hasta que fuera necesario utilizarlo para después destruirlo. Tras la ceremonia, los cuencos también se romperían en decenas de pedazos hasta hacerlos irreconocibles. A partir de ese momento todo debía ser nuevo: se elaborarían otras vasijas, se grabaría otro amuleto. La historia comenzaría otra vez y la nueva casta sacerdotal de los Jabar decidiría cómo y dónde se guardarían esas piezas hasta que fuera necesario volver a utilizarlas.
A Zakaria le habría gustado recoger personalmente el amuleto y compartir una comida con su amigo, pero era posible que no tuviera tiempo ni siquiera para saludarle. Debía dejar ese trabajo en manos de Basaam. Cuando se reuniera con ellos en Jerusalén, solo les restaría realizar el ritual del abagada, Basaam y Naseer ya dispondrían de todo lo necesario: sus dos cuencos, el tercero que esperaban conseguir en la ciudad y el amuleto mágico.
La tarde llegaba a su fin en Bagdad y el sol doraba el horizonte. Comenzaba a bajar la temperatura. El ganzebra dio media vuelta y se acuclilló junto al fuego buscando su calor.
UNIVERSIDAD DE CAMBRIDGE, INGLATERRA
Sinclair se había levantado de la butaca y se había detenido frente a una de las estanterías del despacho. En su estante más alto, una fila de libros colocados al azar unos sobre otros se mantenía mal apilada desafiando las leyes de la gravedad. Samuel los empujó hacia el fondo para posponer su ineludible cita con el suelo: antes o después acabarían cayendo.
A su espalda, Andrea había depositado el cuenco mandeo sobre la mesa del despacho y le observaba. Había aprendido a admirar a aquel hombre hosco de pocos amigos, aunque no siempre fue así. Al principio le repelía su actitud arrogante y altiva, del que goza de una inteligencia superior y, además, es consciente de ello; pero él supo ganársela para su causa con una buena dosis de paciencia. La mujer le veía trabajar de forma concienzuda, profesional, sin dejar nunca nada al azar, tal como ella pensaba que debían hacerse las cosas: bien hechas. Cuando Samuel finalizaba una de sus excavaciones no quedaba ni un solo centímetro cuadrado de yacimiento sin explorar, todo se contabilizaba, se medía y se registraba. Hubiera podido decir que hasta los granos de arena del desierto estaban contados y anotados. Y además, la suerte estaba de su parte, era un hombre afortunado, siempre hallaba esa pieza que otros llevaban años buscando, ese túnel que le conducía a la sala del sarcófago. No se rendía fácilmente y ese era otro de sus puntos fuertes.
Sin embargo, había algo más, algo que le ataba a él de una forma permanente, un lazo imposible de romper. Cuando sus padres fallecieron en una excavación arqueológica que dirigía Sinclair, ella se encontraba en la peor edad, en la adolescencia, lo único que tenía claro en aquel momento era que deseaba seguir los pasos de sus padres, aunque no sabía ni siquiera cómo podría hacerlo. Samuel y su esposa se encargaron de que cumpliera su sueño. A falta de familia propia, la acogieron en su hogar. Nunca arreglaron los papeles de la adopción, pero eso no impidió que la educaran como a una hija. Andrea recordaba con cariño las miradas de complicidad de Helena, la dulce Helena, como la llamaba Samuel. Era una mujer callada, con las palabras justas de ánimo prestas en la punta de sus labios, y unos brazos enormes siempre dispuestos a ofrecerle su cariño. De carácter sencillo y comprensivo, constituía la voz del equilibrio en aquella casa. Frente a la hosquedad de Samuel, ella aportaba calidez, para luchar contra su seriedad le enternecía con sonrisas. Realmente había sido su álter ego perfecto; Helena admiraba a su marido, pero le había convertido en una persona mejor. Cuando falleció, hacía dos años, un vacío inmenso creció dentro del hombre. Andrea sabía que había intentado llenarlo con su investigación sobre los cuencos de encantamientos mandeos y con el apoyo que ella misma le ofreció y continuaba brindándole, aunque algo había cambiado en su interior, en un lugar al que ella no podía acceder.
La orientalista se había mudado de la casa familiar algunos meses después, cuando creyó que Sinclair comenzaba a recuperarse, pero, a diferencia de sus propios padres, a los que solo podía recordar tras un velo que el olvido había ido tupiendo, a Helena la echaba de menos cada vez más. Formaba parte de sus recuerdos recientes y alguna vez se sorprendía pensando en sus ojos claros, de mirada suave, o en sus ademanes tranquilos. La veía colocando margaritas en el jarrón que descansaba sobre la chimenea o pasando apacible las páginas de algún libro con los ojos perdidos entre sus letras, con el pelo color ceniza recogido sobre la nuca.
Y ella había formado parte de ese mundo sereno, como una más. Se había sentido protegida y amada, como si las manos de Helena, y por extensión las de su marido, todavía abrazasen sus hombros y guiasen sus pasos.
Su formación y su profesión se debían por tanto en gran parte a ellos, que, lejos de desanimarla, la habían apoyado para proseguir con las investigaciones de sus padres, aunque, en realidad, fueran también las de Samuel.
Tanto su padre como su madre eran especialistas en las lenguas derivadas del arameo y realizaban trabajos de campo, siempre de un yacimiento a otro. De hecho, cuando sufrieron el accidente se encontraban los tres finalizando una campaña arqueológica en Oriente Medio. Quizá era eso lo que hacía que cada vez los sintiera más lejanos, el hecho de poder arriesgar sus propias vidas sabiendo que ella los necesitaba. «¿Qué pasaría si un día no volvían? ¿Quién se ocuparía de ella?»
El professor le había contado que sus padres se habían arriesgado demasiado penetrando en un túnel muy poco estable para leer por ellos mismos una antigua inscripción que podía establecer el nexo de unión entre el arameo y el mandeo. Un texto que constituía el eslabón perdido. «Les pedí que no entraran —la orientalista recordó lo que le había contado Sinclair—, pero no me hicieron caso. Estaban muy emocionados por el descubrimiento.» Creía que sus padres no eran personas que se jugaran la vida, sin embargo... «Después oí un estruendo y el techo cedió. Tus padres no sufrieron. Aún me pregunto cómo yo fui capaz de escapar.»
Y todo por unas letras grabadas en la roca que casi eran mandeas, o no, nunca lo sabrían porque desaparecieron para siempre al derrumbarse el túnel. Andrea suspiró, había ambivalencia en sus sentimientos. Los quería, pero no habría sido necesario arriesgarse; si vivieran, hoy podrían sostener entre sus manos el cuenco que ella sujetaba con un texto mandeo que era el verdadero eslabón perdido que habían estado buscando.
Ese último pensamiento provocó que la espiral de emociones que sentía la llevara de nuevo hacia la verdadera preocupación de su investigación. Todavía les faltaba localizar otros dos cuencos, gracias a ellos podrían corroborar la fecha del primero y datarían sin ningún género de duda el origen de la secta mandea. Para Samuel aquello sería la consagración definitiva en su campo académico, pero la mujer desconocía cómo lo conseguiría; el marchante de Jerusalén aún no les había dado noticias de los dos restantes y no sería fácil localizarlos, si es que aún existían. Sin embargo, Andrea no tenía dudas: Samuel lo lograría.
—¿Sabes algo de los otros cuencos? —le preguntó a Sinclair intentando alejar sus recuerdos.
El hombre se giró y volvió a su butaca cojeando algo más de lo normal, había dejado su bastón apoyado en el paragüero de la entrada.
—Lo último que sé de mi hombre es que cree haberlos localizado y está negociando el precio de su compra.
La mujer sonrió. Lo sabía. Si había alguien que pudiera encontrarlos, ese sería Samuel Sinclair.
Sin embargo, el catedrático no le dijo a Andrea el nombre de su marchante ni añadió detalle alguno, había cosas que era mejor hacerlas uno mismo. Además, ¿para qué?, le hubiera mentido otra vez. Los dos cuencos estaban perfectamente localizados y, a su debido tiempo, llegarían al lugar donde él los necesitaba sin costarle absolutamente nada.
—¿No hubiera sido mejor tener los tres antes de ofrecer la conferencia? Las pruebas serían tan irrefutables que nadie pondría reparos a tu descubrimiento.
La mujer pensaba, con razón, que los tres serían mejor que uno solo. Lo que no sabía era que a Sinclair le hacían falta los tres cuencos, juntos, en otro sitio y para otro fin.
—No habrá reparos —respondió el professor con una seguridad aplastante ante sus dudas.
El tono que empleó dio por finalizada esa parte de la conversación, no le apetecía continuar hablando de algo de lo que ella se enteraría a su debido tiempo aunque le apenaba no poder contárselo, no poder hacerla partícipe del verdadero descubrimiento que había realizado. Y pensaba, con frustración, que saberlo la alejaría de él.
Andrea había aprendido a entender esas inflexiones en la voz de Samuel y sabía que era el momento de cambiar de tema. Desvió la mirada hacia el fondo, pero antes de alcanzar a ver las gotas de lluvia deslizándose por el ventanal, se detuvo en el fax que había debajo y, animada por un resorte, se inclinó para ver si había llegado alguno nuevo. La bandeja estaba vacía.
—¿Aún no sabemos nada del amuleto de oro? —preguntó a Sinclair.
De ese tema sí que podía hablar sin quedar al descubierto.
—La empresa que contratamos está en ello —informó—. Tarde o temprano la gente de Archeo encontrará una pista que nos llevará hasta él, pero bastará con que localicen el pergamino medieval.
—¿Crees que lo conseguirán? Y aun encontrándolo, ¿serían capaces de entender su contenido y de llegar hasta el amuleto?
—Espero que ellos consigan el pergamino con el Himno del Bautista, el resto del trabajo lo haremos nosotros.
«Además —pensó—, es necesario que nosotros realicemos ese resto del trabajo.» No le atraía lo más mínimo que unos extraños pudieran interferir más allá de lo estrictamente necesario en su investigación.
MONASTERIO DE SANTA CATALINA, MONTE SINAÍ. EGIPTO
Después de aquello, Victor creyó que tendría que visitar al oftalmólogo en cuanto finalizase el trabajo y regresara a su añorada Roma. Llevaba una semana desgranando microfilms en la pantalla de un ordenador durante doce horas diarias y cuando se acabaron las filminas comenzó a hojear con paciencia mohosos pergaminos medievales. Si no encontraba pronto una pista, tendría que usar gafas de botella el resto de su vida.
Victor Lavine trabajaba para Archeo Srl., una empresa afincada en Roma dedicada a la búsqueda de piezas de arte robadas, perdidas o, incluso, nunca encontradas. Tenían encargos de la Interpol y de la Europol, aunque también trabajaban para universidades y para clientes privados. Esta vez, su jefe, Jerôme Cavaliere, se la había jugado. Siempre le enviaba a búsquedas de campo, al aire libre, o a sitios donde estuviera entrando y saliendo, pero jamás le había encargado que permaneciera una semana encerrado en una silenciosa biblioteca perdida en mitad del desierto. Victor Lavine era un hombre activo y vital, quizá algo loco y arriesgado, pero ya había pasado el tiempo de dejarse las pestañas leyendo viejos textos. Eso correspondía a otra época, a la de estudiante. Cuando finalizó sus estudios de Historia Clásica, hizo varios másteres de especialización sobre Oriente Medio y profundizó sus conocimientos de griego y latín; un poco de arameo y siríaco, porque era obligatorio, y después le dio a su cuerpo de treinta y pocos años lo que pedía, nada muy recomendable para escribirlo en cualquier curriculum. No había dejado de amar los libros antiguos ni los pergaminos agrietados, pero una cosa era amor y otra, estar enamorado.
En Archeo Srl. el trabajo de encontrar un viejo pergamino quedaba reservado para los buscadores teóricos, que ya tenían gafas con los cristales más gruesos que el telescopio Hubble; los buscadores de campo, como él, iniciaban pesquisas, reunían pruebas, hacían entrevistas y... hasta le hubiera gustado cenar con chicas guapas, muy al estilo de James Bond, pero eso quedaba reservado para las películas.
Y ahora, encerrado en la biblioteca del monasterio de Santa Catalina, ya no era capaz de distinguir un microfilm de un manuscrito. Jerôme le había prometido que este trabajo sería diferente, y ¡vaya si lo era!; le dijo que le enviaba a un sitio al que muchos soñaban ir, eso era cierto: dos veces por semana, la paz monacal se veía turbada por los gritos de cientos, quizá miles, de turistas entusiasmados ante tanta maravilla. «La gente también quiere ir a broncearse a las Bahamas —pensó—, ¿por qué no me ha enviado a alguna isla paradisíaca llena de atentos camareros con cócteles fríos? Esta pregunta constituirá un punto muy importante en nuestra próxima reunión. Procuraré no olvidarlo», se dijo esbozando una sonrisa pícara.
Alzó la vista del viejo manuscrito que estaba consultando y miró sobre su hombro. A través de la ventana que quedaba a su espalda distinguió el lomo de una impresionante montaña tostada por el sol.
El monasterio de Santa Catalina se hallaba enclavado en un valle pedregoso y desértico de arenas brillantes al sur de la península del Sinaí en Egipto, casi deshabitada, si se exceptuaban las tribus de beduinos y las hordas de turistas. Estaba rodeado de montañas que sobrepasaban los dos mil metros de altura, muchas de las cuales tenían los pies barridos por las olas del mar. A uno de sus costados se levantaba el monte de Moisés, donde la tradición afirmaba que el profeta recibió las Tablas de la Ley de manos de Dios. Y dentro del propio monasterio, en una de sus esquinas amuralladas, pervive la zarza ardiente que viera el profeta y desde la que le hablara el Señor. Había más, muchas más maravillas que convertían a Santa Catalina en un centro de peregrinación desde hacía al menos quince siglos, pero su peregrinaje particular tenía que ver con el exceso de trabajo de su empresa y con la biblioteca del monasterio. Si acababa de examinar todas las referencias de allí, no le quedaría más remedio que indagar entre los archivos del Vaticano, ya que eran los únicos aún más extensos que los del monasterio, y no le hacía ninguna gracia.
Oyó un carraspeo cercano y volvió de su ensimismamiento. Al girar la cabeza sobre el pergamino se encontró con el hábito negro del bibliotecario rozando su nariz. El padre Linus era un buen hombre, con una larga barba moteada de canas y un gracioso acento tejano al hablar en inglés, pero, cuando se trataba de sus libros, no hacía la más mínima concesión. No en vano había ido cuatro veces a Londres en un solo año para aprender el arte de la fotografía digital. Él solo había escaneado y digitalizado cien de los más de tres mil manuscritos de la biblioteca y amenazaba con pixelarlos todos. Victor estaba seguro de que lo había hecho porque no soportaba que nadie tocase sus viejos libros. Y él debía de tenerle harto: ya había solicitado diez de esos preciosos volúmenes. Había un problema añadido, necesitaría consultar otro más. El joven se echó las manos a la cabeza y suspiró.
UNIVERSIDAD DE CAMBRIDGE, INGLATERRA
—Va a ser difícil —le interpeló Andrea—. Si suponemos que el amuleto es un objeto de leyenda, el pergamino con el Himno de Juan el Bautista puede no conducirnos a ningún sitio, por mucho que contenga el mejor mapa del tesoro que hayamos visto nunca.
Sinclair rió su ocurrencia teniendo en cuenta que aún no le había hablado del tesoro que se escondía detrás de los cuencos, de sus conjuros y del amuleto.
—Si comenzamos esta búsqueda fue porque creímos que era un objeto real, que podía existir.
«Quizá sea el momento de contarle la verdad sobre mi trabajo —pensó el professor—. Sin embargo, también es probable que, si lo hago, la pierda, y la necesito para llevar a buen puerto la investigación. Sin ella lo tendría mucho más difícil. Y la búsqueda es prioritaria.»
—Samuel —le recordó Andrea—, también nos planteamos buscar las minas del rey Salomón, ¿o ya lo has olvidado? —había exagerado con su ejemplo y lo sabía.
—¡Eso no es cierto! —se quejó el otro.
Desde que trabajaban juntos habían aunado esfuerzos para estudiar las posibilidades de desvelar misterios que la Historia había dejado atrás y que se habían resistido a otros muchos investigadores serios, pero, a pesar de sus ideas a veces poco ortodoxas, nunca habían pensado en buscar las Minas, ni el Santo Grial, ni la Mesa de Salomón, ni nada que se le pareciese.
Samuel se incorporó del asiento y dio unos pasos por el despacho para estirar las piernas. Su cojera era más pronunciada que hacía un par de horas. La mujer supuso que sería el cansancio y estuvo a punto de decirle que por hoy ya habían trabajado bastante, pero se abstuvo de hacerlo y continuó la conversación.
—Es verdad. No hemos intentado encontrar las minas del rey Salomón —claudicó la orientalista—. Pero ¿cuántas búsquedas inútiles nos hemos planteado?
A pesar de sus reparos, había suavizado el tono de la voz y se quejaba con menos fuerza.
—¿Acaso no buscó Schliemann la ciudad de Troya basándose en la Ilíada? También era una leyenda —se defendió Samuel acercándose y sentándose junto a ella—, ¿y acaso no la encontró? ¿Por qué no podemos buscar nosotros un simple amuleto de oro utilizando un pergamino medieval?
Cuando finalizó la frase había recogido sus manos entre las suyas y la miraba fijamente a los ojos, como hacía cuando era pequeña y quería convencerla de algo. Ella sintió su calor y agradeció el gesto, pero ya no era una niña y había aprendido a encontrar las respuestas por sí misma. Por eso continuó defendiendo su criterio, aunque cada vez con menos ímpetu.
—¿Encontraremos el amuleto porque es mucho más pequeño que una ciudad? —le sugirió la orientalista, aunque no había ironía en sus palabras.
—Al fin y al cabo, buscamos algo más reciente, de solo un par de milenios —intentó razonar Sinclair—. Será más sencillo que desenterrar Troya —le prometió juntando las manos cerca de la boca.
A Andrea le entraron ganas de reírse, parecía una conversación de chiquillos. Pero recordó la de veces que él debía de haber sentido lo mismo cuando de pequeña ella pedía y pedía y Sinclair comenzaba negándose hasta que al final claudicaba y le permitía casi todos los caprichos. Él siempre cedía. «¿Por qué no podía ceder ella ahora? ¿Aunque solo fuera un poco?»
—Bien —le respondió resignada—, intentaremos encontrar ese pequeño amuleto.
—Bien —repitió él contento de haberla convencido—, pero no es pequeño, ya verás.
Sus palabras finales fueron la puntilla, siempre le gustaba hablar el último y pronunciar una de esas sentencias. No decía nada, pero parecía querer decirlo todo. Andrea había aprendido a esperar su explicación. Le había visto enunciarlas en sus discursos, cuando estaba a punto de desvelar alguna noticia importante, así que aguardó. Sin embargo, él se había quedado mirando el cuenco apoyado sobre la mesa del despacho y en esta ocasión no reveló nada. Tras un par de segundos de silencio, Andrea no pudo más.
—¿Y? —le preguntó.
—Y, ¿qué?
—Que por qué no es pequeño.
A pesar de su gran intuición, no lograba ver lo que Samuel se resistía a decir. Y él se debatía entre decírselo, no decírselo o contárselo a medias. Lo de la magia podía asustarla, pero lo del tesoro la haría salir corriendo del despacho. Al final decidió tantearla, con cautela, para ver cómo respondía ella.
—Suponemos que el amuleto también es mandeo... —se arrancó por fin.
La mujer prefirió tener la boca cerrada, si le interrumpía era muy capaz de explayarse en inútiles explicaciones docentes.
—... y que los mandeos son un pueblo en el que todo está interconectado con su religión y con su forma de entender la magia como algo real. —Se detuvo al observar la cara de sorpresa de Andrea cuando escuchó la palabra magia al lado de la palabra real.
¿Samuel le estaba hablando de que la magia era real? O se había vuelto loca o no le conocía en absoluto. La magia quedaba para los buscadores de tesoros, pero ellos eran verdaderos investigadores, ¿qué le estaba contando? No pudo resistirse:
—Samuel, ¡por Dios!, ¡escúchate!
—Para los mandeos la magia existe —el hombre corrigió la frase—. Y ellos creen que tanto los cuencos como sus amuletos son capaces de desplegar acciones poderosas. Por eso se llaman mágicos: cuencos mágicos y amuletos mágicos —le recordó.
¿Adónde quería ir a parar? Andrea estaba demasiado sorprendida para haberse dado cuenta todavía.
—Yo creo que su fuerza reside en otro sitio, que su magia es otra.
Bien, definitivamente, Samuel había sido abducido, estaba irreconocible.
—Creo que los tres cuencos de conjuros y el amuleto mágico están interconectados y que juntos nos guiarán hacia un descubrimiento mayor que el mero hecho de determinar los orígenes de la secta mandea. Algo que, comparado con esto, es... bueno, es incomparable.
—Pero sin magia —fue lo único que acertó a decir la mujer.
La línea que separaba a un determinado grupo de investigadores serios pero poco ortodoxos, como eran ellos, de los simples buscadores de leyendas era muy pero que muy fina, y Andrea temía que Samuel hubiera estado a punto de cruzarla. Eso podría convertirlos en el hazmerreír de la universidad y dar al traste con el duro trabajo que habían llevado a cabo en los últimos años, y ni que decir tenía de sus carreras.
En ese punto de la conversación, el hombre entendió que era mejor dejar a un lado las medias verdades y, simplemente, no contarle nada por el momento.
—¿Cómo sin magia? —le preguntó a ella fingiendo no entender.
—Que los cuencos y el amuleto en realidad no son mágicos.
El hombre soltó un par de carcajadas falsas que aliviaron la tensión de Andrea. Por un momento había estado tentado de ofrecerle una explicación clara y sencilla de lo que realmente buscaban, pero se había equivocado, no era la ocasión adecuada. La orientalista todavía no estaba preparada.
—¡Pues claro que no, mujer! —rectificó y le palmeó la mano con seguridad—. Me estoy refiriendo a la relación que mantiene el amuleto con los tres cuencos y —aprovechó para recoger el que estaba sobre la mesa y tendérselo a Andrea—, si todos están datados a principios de nuestra era y salieron de Palestina, no es descabellado relacionarlos con Juan el Bautista. —Había dado un giro de ciento ochenta grados a la conversación—. Quizá eso pudiera conducirnos a un conocimiento más profundo de su figura y a su contribución en el pensamiento cristiano. Se armaría, sin duda, un pequeño revuelo académico, pero nos pondría en primera fila. No estarías pensando que iba a hablarte de dragones, de pócimas y de tesoros ocultos, ¿no? —finalizó bromeando.
Aún era pronto para decirle que sí, que detrás de todo eso, había tesoros ocultos, ¿quién sabía cuántos?
Samuel había llegado hasta Juan el Bautista estudiando a los mandeos. Y los mandeos le mostraron, sin pretenderlo, su vínculo con los esenios, otra secta gnóstica ya desaparecida que escribió los manuscritos del Mar Muerto. Todos estuvieron en Jerusalén en el siglo I. Y en Jerusalén, en el año 70 los romanos destruyeron la ciudad y saquearon el Templo judío, aunque no encontraron gran cosa que saquear. Alguien se les adelantó y escondió sus tesoros. Él había hallado pruebas que apuntaban hacia los esenios y hacia los mandeos; ellos tenían que saber dónde estaban ocultos. ¿Acaso Juan el Bautista no era uno de sus profetas más importantes?, ¿y no había sido esenio antes de dedicarse a bautizar? Juan era el nexo entre el tesoro del Templo de Jerusalén, los esenios y los mandeos. A los esenios no podía preguntarles, hacía casi dos mil años que habían desaparecido; no le quedaba más remedio que esperar a que los mandeos le indicaran el lugar exacto donde se encontraban los tesoros. Y estaba seguro de que ellos conocían su ubicación.
BAGDAD, IRAK
El sol descendía por el horizonte y trazaba estelas doradas en las aguas del río Tigris. Comenzaba a anochecer y la temperatura había descendido. Ahora resultaba menos agradable permanecer al aire libre. Algunos mandeos iniciaban la recogida de sus pertenencias, otros ya se habían marchado.
Los tres sacerdotes permanecían acuclillados junto a un fuego casi extinto. Se pusieron en pie y comenzaron a andar hacia el edificio que hacía las veces de iglesia, el mandi. Podían haber celebrado los preliminares de la fiesta en honor a Juan el Bautista en unas piscinas de agua corriente que había en él, allí podían bautizarse, ya que el agua procedía del río y estaba en continuo movimiento. Sin embargo, el día amaneció soleado y prefirieron realizar el festejo al aire libre. Zakaria Asgari se arrepentía ahora de su decisión, caminaba arrastrando los pies, y sus muchos años, con el cuerpo inclinado hacia delante. El corto paseo hasta la iglesia se le antojaba una larga peregrinación.
A su lado le acompañaba Basaam, ofreciéndole su brazo como apoyo.
—Debéis tomar un vuelo que salga mañana, a más tardar el jueves a primera hora —le dijo Zakaria—. No tendréis mucho tiempo para despediros de vuestras familias —se lamentó.
—En tres o cuatro días estaremos de vuelta. No es mucho —le contestó Basaam.
Dejaba en Irak a su mujer y a sus tres hijos. El más pequeño era una preciosa niña de dos años que le encandilaba con sus gracias. Pero el sacerdote lo sentía más por Naseer, le había visto mirando a una joven y se le iban los ojos detrás de ella. Aunque el tarmida no le había comentado nada, hay cosas que no era necesario explicar. De hecho, el joven no estaba escuchando la conversación, tenía la cabeza totalmente girada hacia atrás con la vista fija en un punto que él reconocía.
—Si tu esposa necesita algo, dile que nos llame —le comentó el ganzebra a Basaam suponiendo que pensaba en su familia—. Mi mujer puede ayudarla con los niños.
La mujer del ganzebra era una matrona entrada en años y con algunas carnes de más, quizá porque se había quedado con varios de los kilos que le correspondían a su esposo, pero eso no la volvía lenta en absoluto. Era rápida y decidida y tenía experiencia con los niños, no en vano había ayudado a su madre a criar a sus siete hermanos. Le encantaban los pequeños y los hijos del sacerdote la adoraban. Basaam pensó que sería una gran ayuda para su esposa, por eso le agradeció al ganzebra su ofrecimiento.
—Gracias, Zakaria, le diré a Najieh que la avise. —Acto seguido, volviendo al viaje le preguntó—: ¿Cuándo te reunirás con nosotros?
—Al día siguiente de vuestra llegada. Dejaré arreglados unos asuntos aquí y me reuniré con vosotros para el ritual. Os agradecería que os llevarais mi rosta nuevo —les pidió—, así cargaré con menos equipaje.
—Dejaré hueco en la maleta —le aseguró Basaam—. ¿Quieres que llevemos también los dos cuencos? ¿O prefieres traerlos tú?
—Llevadlos vosotros. Mañana os los entregaré junto con el dinero para pagar al anticuario. Y no permitas que Naseer lea sus textos en voz alta —le advirtió el ganzebra—. Ni siquiera el que adquiráis en Jerusalén.
—Se sentiría más seguro si pudiera verlos aunque solo fuera una vez antes del ritual.
—Lo sé, lo sé. —Zakaria pensaba.
—¿Existe algún peligro si los leyéramos sin entonar? —le preguntó Basaam.
Los mandeos conocían perfectamente los dos cuencos que estaban en su poder, y los habían leído en numerosas ocasiones, pero en voz baja, sin cantar su texto. Habían comentado el significado de alguna palabra y la habían pronunciado de forma individual. Estaba permitida la lectura aislada de algunas partes, las más difíciles, pero nunca del texto completo. Y el ganzebra temía que Naseer, con su entusiasmo, decidiera practicar las entonaciones de los tres.
En el fondo, Zakaria también dudaba de conseguir leer bien los versos del tercer cuenco durante el ritual sin haberlos estudiado antes. Con los otros dos no se les plantearía ningún problema, siempre habían permanecido custodiados por ellos y habían podido familiarizarse con sus palabras, pero con el que iban a adquirir en Jerusalén, el que perdieron hacía una generación y fue a parar al museo de Bagdad, sería distinto. Sin embargo, al ganzebra le atemorizaba permitir que Basaam y Naseer practicaran con las palabras sagradas. Si la magia surtía efecto en un lugar inadecuado, podía acarrear consecuencias desagradables.
—Sin el tono correcto serían inútiles —insistió el sacerdote.
Zakaria se vio obligado a claudicar.
—Pero colocaros la cera en los oídos para no escucharlos —le advirtió— y, sobre todo, no entonéis, por favor —el final de la frase parecía una súplica—. No permitas que Naseer lea los versos juntos, ni que los repita.
—No los entonaremos —le prometió Basaam—, ni los repetiremos.
—Una cosa más —añadió cansado el obispo. El corto paseo le estaba agotando—. Deberíais visitar la tumba de Absalón para ver el estado de la inscripción. Hace años que no vamos y estaban restaurando algunas zonas del edificio. Es casi imposible que la hayan descubierto, pero convendría que nos asegurásemos.
—Tendríamos que haberla destruido cuando aún podíamos —le contestó el sacerdote refiriéndose a los mandeos en general, ya que ellos no habían nacido cuando todavía se podía acceder a la tumba con total libertad.
—Es prácticamente ilegible desde hace varios siglos —le aseguró Zakaria—. Destruirla hubiera supuesto tener que responder a muchas preguntas. A estas alturas no hay motivos para temer nada.
—¡Ojalá no sea tarde! —Basaam no fue consciente de que sus palabras se convertirían en una profecía destinada a cumplirse.
MONASTERIO DE SANTA CATALINA, MONTE SINAÍ. EGIPTO
A su espalda, las colinas del Sinaí se teñían de un rojo intenso, como si el valle y las montañas circundantes se hubieran bañado en sangre. El sol descendía de prisa y poblaba de sombras oscuras las fachadas de los apretujados edificios del monasterio, pero Victor Lavine no podía verlo. Estaba enfrascado en la lectura del nuevo volumen.
El padre Linus tardó algo más de lo normal en traerle el último manuscrito que había solicitado, un libro de oraciones de un monje griego que vivió en la comunidad durante el siglo X. Lo depositó sobre la mesa con sumo cuidado y, tras dedicarle una larga mirada a Victor, le dio la espalda y se sentó en su mesa de madera, desde donde podía vigilarle a su antojo pese a estar atestada de papeles.
El joven no lograba encontrar sentido a tanta suspicacia. A pocos metros de él, varios investigadores desmenuzaban las letras de pergaminos más añejos que el suyo y pasaban las hojas con menos delicadeza y, sin embargo, eran tratados con más consideración.
Lo que Victor no comprendía era que los estudios realizados y los conocimientos adquiridos no se reflejaban en la cara, pero que una semana de sol en la playa, sí. Y a él acababan de acortarle sus vacaciones.
Estaba haciendo submarinismo en las ruinas romanas de Cesárea, al norte de Israel, cuando una llamada urgente de su jefe le puso rumbo a Egipto, pasando por Jerusalén. Había vuelto con un bronceado que destacaba sus ojos color miel y una fina barba de cuarenta y ocho horas cubriéndole el rostro. Su pelo largo, ondulado en los bordes, no le ayudaba en nada a darle la apariencia de un investigador ajado por las horas gastadas frente a libros con títulos impronunciables. Tenía el aspecto saludable de un ladrón de guante blanco. Y de ladrones, el padre Linus sabía bastante y no deseaba tenerlos cerca.
Un alemán, de apellido Tischendorf, les había robado su tesoro más preciado, el Códice Sinaiticus; era el manuscrito existente más antiguo, junto a otro que se custodiaba en el Vaticano, que contenía todo el Nuevo Testamento. El erudito germano prometió devolver los pergaminos, incluso escribió una carta con su promesa que se conservaba enmarcada en el monasterio. De eso hacía ya más de ciento cincuenta años y el códice todavía no había vuelto. El sacerdote aún no había nacido cuando sucedió, pero, a juzgar por las miradas que lanzaba a los volúmenes que estaban siendo usados, nadie lograría llevarse nada en su presencia. El religioso ortodoxo echó un último vistazo a Victor y reclinó la cabeza sobre el montón de papeles que ocupaban su escritorio.
Cuando el joven comenzó a leer el libro de oraciones, le sorprendió la bella caligrafía escrita a mano alzada. No era de difícil lectura y contenía miniaturas finamente dibujadas. Fue saltando algunas páginas y hojeándolo con rapidez, todo eran rezos y loas, a Dios, a la Virgen, a los santos... Estaba buscando una oración, más bien un himno, dirigido a san Juan Bautista. No es que la oración en sí misma tuviera nada de particular, era algo que había dentro de ella. Y cuando decía dentro, no tenía ni idea de a qué se refería. Pero tampoco le habían ofrecido más indicaciones, con lo cual Victor no sabía muy bien qué buscar.
Las pesquisas de Archeo Srl. habían comenzado con un texto del medievo que recreaba una antigua leyenda y ese texto los había conducido a la búsqueda de una oración dedicada a Juan el Bautista. Después de eliminar casi todos los libros de oraciones en unos siglos en los que solo se debía de rezar, la compañía seleccionó una veintena de referencias posibles y Victor fue el elegido para encontrarlas.
Su problema principal no era encontrar cualquiera de las copias existentes, sino localizar el original. Entre todas las reproducciones históricas había que localizar el único, el primero o, al menos, uno muy especial que contuviera algo en su interior.
Tras descartar las más recientes y las que claramente eran copias, Victor tuvo que buscar gran parte de las referencias que había seleccionado en el monasterio de Santa Catalina. Y allí estaba, acabando de hojear el manuscrito de cubiertas más ajadas que había tenido en sus manos sin haber encontrado el Himno de San Juan. Y ese era el último códice.
En todo caso, el himno no le parecía gran cosa para ser un misterio. «¿Quién escondería algo en el interior de unos versos tan conocidos?» Sabía que la oración la había compuesto Paulus Diaconus, un historiador de la Lombardía italiana, sobre el siglo VIII. Una leyenda que circulaba por los ambientes musicales contaba que este monje benedictino de buena familia estaba cantando cierto sábado de Semana Santa, cuando, al tener que entonar el Exsultet para la bendición del cirio pascual, le atacó una extraña ronquera. Recordó entonces cómo Zacarías, el padre del Bautista, recobró la voz. Zacarías perdió la facultad de hablar el día que se le apareció un ángel en el Templo y le anunció que, pese a su avanzada edad y a la de su mujer, tendrían un hijo que, además, obraría maravillas. Deberían llamarle Juan. El sacerdote no se lo creyó demasiado, ya eran muy viejos y lo de ponerle el nombre de Juan, cuando nadie en su familia se llamaba así... Aquello no era muy común en su época. Más tarde, cuando lo anunciado por el ángel se cumplió y Zacarías aceptó llamar Juan a su hijo, el ángel le devolvió la voz. Paulus debió de recordar estos hechos e imploró una ayuda similar para poder comenzar a cantar la primera estrofa. En agradecimiento compuso el Himno del Bautista.
Su importancia radicaba en que dos siglos más tarde otro monje italiano, éste benedictino, Guido d'Arezzo, lo utilizó para crear la escala musical. Guido era director de orquesta y cada vez que enseñaba a sus alumnos una nueva melodía se encontraba con numerosas dificultades hasta que un día se le ocurrió la idea de comparar las nuevas canciones con alguna antigua que fuera ampliamente conocida. Y eligió para tal fin el Himno de San Juan Bautista. Concretamente su último verso. Dividió cada línea por la mitad y tomó la primera sílaba de cada una: ut, re, mi, fa, sol, la. Más adelante se sustituiría el ut por un do y se añadiría el si.
Victor se sorprendió recitando mentalmente los versos: UT queant laxis REsonare fibras Mira gestorum FAmuli tourum, SOLve polluti LAbii reatum, Sancte Ioannes («con objeto de que nuestras voces puedan cantar tus grandes maravillas, desata nuestros labios mancillados, oh, san Juan Bautista»); aunque continuaba sin comprender qué podía haber «dentro» de ellos. Los había pronunciado tantas veces que acabaron perdiendo su significado original y se convirtieron en meras palabras vacías de significado.
Abatido, cerró el libro con cuidado y apoyó las palmas sobre su tapa mientras repasaba mentalmente sus posibilidades. La gruesa piel, acartonada por el paso de los siglos, cedió por el centro. Victor levantó con rapidez los brazos temiendo oír el crujido que le seguiría al partirse, pero no crujió. Permaneció pensativo un par de segundos y volvió a poner sus manos sobre la cubierta. En esta ocasión presionó con suavidad y sintió cómo la tapa se hundía hasta que hacía tope contra algo. Le hubiera gustado sacudir el libro. Si había algún objeto entre la encuadernación de la cubierta y el cuero, era posible que con los años se hubiera desprendido y estuviese suelto. Miró al padre Linus y ocultó una sonrisa. «Si lo hiciera, el bibliotecario me sacudiría a mí con más fuerza», pensó.
Abrió de nuevo el volumen y tanteó el interior de la cubierta. Por ese lado estaba dura, pero por fuera... cada vez lo percibía mejor. En su imaginación era capaz de rozar los bordes de algo. Raspó disimuladamente con la uña la parte superior de la tapa, pero no logró desprenderla.
El padre Linus se levantó de su escritorio y Victor dio un respingo sobresaltado. Uno de los historiadores había llamado al sacerdote para consultarle algo y el hombre se acercó hasta su mesa. Charlaron unos segundos y los dos salieron por un pasillo del fondo. Cuando vio alejarse a su vigilante, el joven no lo pensó dos veces y sacudió el libro con toda su fuerza de arriba abajo. Oyó un leve siseo, como un roce. Ya no tenía dudas, dentro de la cubierta había algo y no le importaba qué podía ser, había dado emoción a una semana demasiado aburrida.
Observó con cuidado los bordes interiores, donde el cuero de la parte externa se doblaba hacia dentro y se unía a otra capa de piel. Deslizó suavemente la yema de los dedos siguiendo el pliegue de unión desde una punta a la otra hasta acabar en el lomo. Había zonas que se habían combado y abierto, sería fácil rasgarlo por ahí. Lo intentó con la uña, pero el quebradizo material se rompía con facilidad y acabaría destrozando la cubierta. Miró hacia ambos lados para ver si le observaban. Comprobó que el resto de los estudiosos estaban enfrascados en sus respectivas lecturas. Entonces acercó la mano al bolsillo trasero de su pantalón y tanteó su navaja multiusos, de esas que llevan tijeras y un montón de cachivaches casi siempre inservibles pero que cuando hacen falta le sacan a uno de un apuro. Antes de extraerla volvió a mirar a sus compañeros de biblioteca. Todos concentrados. Era el momento. Seleccionó la navaja y, aprovechando la poca intimidad que le daba su propio cuerpo contra la mesa, la abrió. Colocó la espalda de tal forma que ocultara sus intenciones y acercó el arma al manuscrito. La mano le temblaba y la retiró. Lo que iba a hacer no tenía nombre y, lo que era aún peor, lo sabía.
Estaba manipulando el filo sobre la cubierta para hacer el menor daño posible, como el cirujano que estudia dónde dar el corte con el bisturí antes de que todo deje de tener remedio, cuando dio gracias a su fino oído. Había creído percibir el roce de una suela de goma contra el pavimento, y no se había equivocado. En ese momento aparecían por la esquina del pasillo el sacerdote y el historiador con un par de volúmenes demasiado pesados para que los cargara una sola persona. Tuvo el tiempo justo para esconder la navaja debajo de la mesa.
UNIVERSIDAD DE CAMBRIDGE, INGLATERRA
La orientalista tenía en sus manos el cuenco que le había entregado Samuel y observaba preocupada los signos ascendentes del interior. ¿Qué había pretendido decirle en realidad? Se dejó llevar por la espiral de letras sin poder apartar esa idea de su cabeza hasta que, poco a poco, la lectura de la vasija volvió a atraparla y no pensó en nada más. Arrinconó la explicación que Sinclair había intentado ofrecerle y se concentró en su trabajo. No solo tenía que terminar una traducción del texto para la ponencia de su mentor, sino que también le había prometido una grabación con una lectura lo más cercana posible a la realidad. No era algo imprescindible, y nadie lo hacía, pero al professor le gustaba animar sus charlas con distracciones como aquella.
Andrea continuaba ensimismada en el texto. Su comprensión era difícil, pero ella lo hacía lo mejor que podía. Decidió olvidarse, por el momento, del aspecto de su contenido porque, aunque eran palabras con sentido, todas juntas no tenían ni pies ni cabeza. El texto parecía el ejercicio de un joven escriba intentando memorizar la escritura de las palabras y encadenándolas sin orden ni concierto: pájaro junto a luz, seguido de magia y de montaña. Si había algún sentido escondido entre aquellas palabras tomadas al azar y unidas en frases inconexas, ella no podía verlo. Sin embargo, continuaba leyéndolas, hilvanando los sonidos de unas con las otras mientras Sinclair permanecía recostado en su butaca con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados.
Había musicalidad en las frases que la mujer iba desgranando entre sus labios cada vez con mayor soltura. En ocasiones, al professor le recordaba a una letanía antigua, a algún tipo de cántico primigenio. Estaba concentrado en la voz de Andrea, dejándose llevar por los sonidos. Pensaba que deberían ser más graves, como los de un bajo profundo. La voz de la mujer sonaba aguda, algo chillona, a veces parecía que chirriaba, aunque leía bien, mejoraba, se acercaba a la lectura original, a la que alguna vez debió de oírse. Era casi perfecta. Algo dentro de él se abandonó a esos sonidos que ya no eran palabras, que eran pura música. No estaba adormecido, pero se sentía ligero y se le antojaba que su butaca era como una mecedora; no, como una mecedora no, como las olas del mar y le acunaban con suavidad. Sintió una presión leve en el estómago y posó una mano sobre él de forma inconsciente para alejar la molestia. Continuaba sumido en un mundo diferente, donde todo transcurre más despacio. Ahora también le molestaba el pecho y dejó que su mano ascendiera hasta el corazón para masajearlo con delicadeza.
Andrea había terminado de leer la última palabra del texto y comenzó de nuevo en la base del cuenco. Sentía calor en las manos y le ardía la cara. Era consciente de que el pequeño tazón emitía una vibración agradable, no se movía, pero transmitía un cosquilleo constante a las palmas de sus manos. Continuó leyendo. Había en el texto una pauta que se repetía, como el estribillo de una canción, pero más contundente y rápida, cada vez más veloz. La lectura, que había comenzado lenta y pausada, ahora se había vuelto rauda; había crecido en ritmo y en intensidad, de pianissimo a allegro, de agudo a grave, de susurros a gritos. Andrea notaba que le faltaba el aire y que tenía el corazón acelerado, pero no podía parar de leer, no ahora que comenzaba a intuir algo; aún no sabía qué, aunque alcanzaba a comprender cuál era el vínculo entre esas palabras inconexas.
A dos metros escasos de ellos, sobre el borde de una estantería con los libros mal apilados, una pequeña vibración hizo tambalear la columna. La fila, con más de diez ejemplares voluminosos, se inclinó cada vez más hasta que acabó vencida por la fuerza de la gravedad. Siete u ocho libros cayeron al suelo provocando un extraño estruendo que sobresaltó a la mujer. Andrea dejó de leer como si su voz se hubiera topado contra un muro de piedra, de repente.
Samuel Sinclair dio un respingo hacia delante en su butaca y se incorporó, tuvo la sensación de que caía. Igual que en esos sueños en los que no duermes, o crees que no lo haces, y tienes la impresión de caer por un agujero profundo, sin fin.
Ambos miraron el montón de libros desparramados por el suelo con una sensación de congoja en el pecho. Se notaban ligeros y de pronto no sintieron nada. Acaso miedo, porque miraban los volúmenes con los ojos desorbitados. Andrea fue la primera en reaccionar y se echó a reír mientras señalaba los ejemplares con una mano que aún temblaba. Para evitar mirarla a la cara, el hombre también comenzó a reírse, con una risilla frenética y contagiosa al mismo tiempo. Al final los dos acabaron a grandes carcajadas hasta que les faltó el aire en los pulmones.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Andrea aún con una sensación extraña en las manos.
Samuel señaló los gruesos ejemplares esparcidos por el suelo.
—Creo que debíamos de estar tan concentrados en la lectura del cuenco que el ruido de los libros nos ha sobresaltado —lo dijo con poca convicción, la misma que tenía ella.
Más que concentrados parecían estar en otro universo.
La mujer iba a añadir algo más cuando el pitido inconfundible del fax les taladró los tímpanos y les hizo alejarse de lo que fuera que les acababa de suceder. En su lugar, Andrea se dirigió hacia el estridente aparato.
—Es de Martin —dijo al tiempo que le alcanzaba la primera página con cierta ansiedad.
MONASTERIO DE SANTA CATALINA, MONTE SINAÍ. EGIPTO
Con el libro de oraciones apoyado contra su regazo, Victor estudiaba la mejor forma de abrir la cubierta con los menores desperfectos posibles. En el fondo, se trataba de que el destrozo que iba a causar al manuscrito no se apreciara, al menos cuando le devolviese el volumen al sacerdote, luego él se encargaría de poner tierra de por medio.
Había vuelto a analizar todo el borde interno de la solapa tanteando con cuidado los sitios en donde el cuero se había combado y separado. Sería por allí por donde debería comenzar su delicada operación de cirugía, pero temía que, a medida que ampliase la brecha, el cuero se fuera deshaciendo como una hoja reseca. Sin embargo, no había muchas opciones, solo tenía una navaja y sus manos, y como lo que iba a hacer no era muy lícito, no era cuestión de solicitar la ayuda del padre Linus.
Llevaba un rato disimulando, lanzando pequeñas miradas al sacerdote y haciendo que leía el breviario. Necesitaba un momento de total distracción del monje y un movimiento rápido de la navaja, a lo mejor dos, para finalizar el trabajo. Una tos al tiempo que rajaba el cuero le serviría para ocultar el sonido que haría el acero sobre la piel. Miró su reloj y comprobó que ya era la hora del cierre, si no encontraba el momento preciso, tendría que volver al día siguiente e intentarlo de nuevo.
Y el momento llegó cuando el sacerdote se puso en pie para indicar que la biblioteca se cerraba. Comenzaba el desfile de eruditos dejando su trabajo. El sacerdote recogió con calma algunos de los documentos que tenía sobre su escritorio y luego, cuando Victor ya había perdido toda esperanza, se internó por el pasillo para archivarlos.
Ahora o nunca. El joven abrió la navaja y con un movimiento certero de su muñeca levantó el interior de la cubierta. No necesitó toser, los investigadores hacían bastante ruido al abandonar la sala.
Intentó mirar dentro del hueco, pero resultaba demasiado estrecho. Sería preciso otro corte más. Alzó la vista hacia la mesa del sacerdote, el hombre aún no había vuelto y los estudiosos continuaban su tranquila procesión, nadie reparaba en él.
Movió con celeridad la navaja y en un segundo había rasgado la cubierta en forma de «ele». Introdujo su mano en el hueco, tanteó y logró acariciar con la punta de los dedos lo que parecía un trozo de pergamino. La hundió más en el libro y consiguió asirlo.
—Caballeros, vayan acabando. —El padre Linus miró a un par de docentes que aún tomaban notas en sus cuadernos.
Victor tuvo el tiempo justo de extraer el pergamino y dejarlo caer sobre su regazo antes de pasar algunas hojas del libro y fingir que leía. No había oído llegar al sacerdote entre el barullo de gente que salía y el corazón comenzó a botar en su pecho como un saltamontes. Estaba seguro de haber empalidecido por el sobresalto. Incluso le temblaban las manos. No es que fuera la primera vez que hacía algo parecido; pero desde luego sí era la primera que destrozaba un manuscrito tan antiguo, aunque el destrozo solo fuera visible con el volumen abierto.
Con los ojos del padre Linus fijos sobre él, a unos diez metros de distancia, cerró el libro y observó la tapa satisfecho. Había hecho un buen trabajo. El sacerdote no notaría nada hasta que abriese el manuscrito, si es que lo abría. Al incorporarse, Victor se dobló algo más de lo normal sobre la mesa y aprovechó para guardar el pergamino que acababa de robar en el interior de su cazadora.
UNIVERSIDAD DE CAMBRIDGE, INGLATERRA
—Es de Martin —dijo Andrea al tiempo que le pasaba el folio que había llegado por fax.
Martin Crown, el hombre cuya cara parecía pasada por el tamiz de una nube de polución. Todo en él era gris: el color de su piel, su pelo, su mirada, hasta su sonrisa. A Andrea le daban escalofríos cada vez que le tenía delante. Sin embargo, debía reconocer que era una persona eficaz e inteligente, reflexivo, nada proclive a gestos imprudentes; aunque quizá excesivamente frío y calculador. Martin era el director de una asociación con sede en Jerusalén, los Cristianos de San Juan, dedicada a la búsqueda y «captura» de todo lo relacionado con Juan el Bautista.
A Samuel Sinclair le había sido de gran ayuda en el pasado al orientarle sobre pistas que le adelantaban, de una forma poco ortodoxa, frente a otros investigadores, pero todo tenía un precio y había pagado muy bien sus servicios. Era posible que le debiera a aquel hombre hasta su cátedra, pero eso nunca habría estado dispuesto a confesarlo. En cualquier caso, Martin dirigía la asociación gracias a sus influencias. «Si no, ¿cómo habría alcanzado un hombre de su categoría ese puesto?»
—Necesita que vayamos a Jerusalén, y es urgente —anunció el professor.
—¿Para qué quiere vernos el director? —había ironía en su forma de pronunciar el cargo de Martin. Una ironía que Andrea nunca se hubiese atrevido a mostrar en presencia de él.
—Han aparecido unas nuevas inscripciones en la tumba de Absalón.
—¿Hacen referencia al Bautista?
—No aclara nada más —dijo Sinclair mirando hacia el fax por si hubiese entrado otra página. El aparato estaba vacío—. De cualquier forma, es muy explícito, nos indica que si no podemos llegar esta noche, lo hagamos mañana a primera hora. Ya ha corrido la voz y es posible que otros arqueólogos se acerquen a husmear.
—¿Y tu conferencia? —le recordó Andrea—. No puedes anularla.
—No la anularé. Te adelantas tú y yo tomo el primer vuelo disponible en cuanto finalice mi ponencia pasado mañana. Llegaría al día siguiente a primera hora.
—¿Y no puedo esperar y viajamos juntos? —La mujer sabía que la respuesta sería negativa, pero comenzaba a sentir un sudor frío al imaginarse a solas con Martin Crown.
MONASTERIO DE SANTA CATALINA, MONTE SINAÍ. EGIPTO
Al dejar atrás el vetusto edificio que hacía las veces de biblioteca, Victor decidió callejear por el interior del monasterio para alcanzar la salida. Iba tenso, con los músculos del cuello agarrotados y sentía la mirada del padre Linus a su espalda. No se equivocaba.
El monje se había acercado hasta una de las ventanas de la biblioteca y observaba a los investigadores mientras salían. Le llamó la atención el porte rígido de Victor Lavine y le vino a la mente el robo del Códice Sinaiticus en el siglo pasado. Temiendo que se hubiera repetido, giró la cabeza con un gesto rápido hacia la mesa que había ocupado el joven y descubrió, aliviado, que no se había llevado el volumen. Suspiró.
A sus pies, Victor ya había rebasado la iglesia de la Transfiguración y dejaba atrás el edificio para dirigirse hacia la pequeña puerta de salida del monasterio. Cuando la traspasó giró hacia su derecha, bordeando las imponentes murallas de hasta treinta y cinco metros de altura del complejo monacal, y solo cuando ya no divisaba ningún ciprés y el jardín quedaba muy a su espalda, consiguió relajarse lo suficiente. Tanteó su cazadora con cuidado. El pergamino estaba en el bolsillo interior, intacto, no sabía cómo no se había deshecho en mil pedazos.
En el aparcamiento, situado a un kilómetro del recinto amurallado, solo quedaba su viejo land rover del año 75. En realidad, el viejo Serie III de su amigo Said. Abrió la portezuela del conductor y se sentó con nerviosismo. Ardía en deseos de leer el pergamino.
El pequeño documento, del tamaño de medio folio, estaba escrito con las mismas letras elegantes que le habían sorprendido en el libro de oraciones y no era tan frágil como había supuesto en un principio. Encendió la luz del vehículo y lo acercó a la lámpara del techo. Afuera, la noche cubría las montañas y el valle.
Sin darse cuenta soltó una carcajada estridente: era el Himno de Juan el Bautista. ¡Lo había encontrado! Al leerlo se percató de que era muy similar a la versión conocida aunque con algunas pequeñas variaciones. No advirtió nada que le llamara la atención y comenzó a observar el material sobre el que había sido escrito, esperando dar con aquello que fuera que estaba «dentro del texto». Giró el pergamino, le dio media vuelta, lo puso del revés... «¿Dentro de dónde?», se preguntó. Extrajo una pequeña linterna de la guantera y enfocó las líneas y luego los espacios en blanco entre ellas y entonces apreció, muy débilmente, algunos restos de tintura sobre una línea. Continuó recorriendo la fila de letras y sobre varias de ellas encontró más manchas diminutas. En la línea de debajo observó otras y en la siguiente también.
Comenzó a forjar una idea en su mente. ¿Y si hubiera un texto debajo del texto? ¿Era posible que el autor hubiese escrito unas líneas y luego las raspara para escribir sobre ellas el Himno del Bautista? La idea no era descabellada. No sería la primera vez que un copista medieval «reciclaba» un viejo pergamino para escribir de nuevo en él; sobre todo en una época en que escaseaba la piel de cordero con la que elaboraban los pergaminos. En este caso no se trataba de reutilizar el material, sino de eliminar el contenido inicial pero sin destruirlo del todo.
Victor comenzaba a entender. El monje que había escrito el libro de rezos también había sido el copista de la oración de Juan y, por supuesto, el que había raspado el texto de debajo y, hasta que no viera ese texto, no podría afirmar con seguridad si se trataba también de su caligrafía. Pero podría jurar que sería la misma. Y... dado que no había incluido la oración entre las páginas del libro y la había ocultado en su cubierta, debía de desear que alguien determinado la encontrara. Se lo había puesto aún más difícil al secreto lector al raspar el texto original y escribir encima. «¿Existía algún método en la Edad Media que permitiese leer esa escritura inicial?», dudó extrañado el joven. De lo que sí estaba seguro era de que él podría. Pensó en su amigo Benjamin Yabo y en el Laboratorio de Análisis Espectométricos de Jerusalén donde trabajaba.
Le dio un par de vueltas más al pergamino amarillento y, como no conseguía descifrar ninguna de las pequeñas manchas, lo dejó sobre el asiento y encendió el motor. Aún le quedaba un largo viaje hasta el paso fronterizo de Taba, entre Egipto e Israel, y otras cuatro o cinco horas más de camino para llegar a Jerusalén bordeando la carretera que serpentea junto al Mar Muerto, si el coche no decidía dejarle tirado antes. Aunque Said le había asegurado que era su vehículo más robusto y fiable, Victor albergaba serias dudas. Tendría suerte si conseguía devolvérselo sin llevar una grúa delante.
Metió la primera y aceleró, las ruedas levantaron el polvo del desierto del Sinaí. A su espalda, la luna recortaba la imponente silueta de las murallas del monasterio. Santa Catalina parecía una novia adornada con los brillos de las estrellas nocturnas.