III
EIN KEREM
Cerró con tanta fuerza la puerta del despacho que la araña del techo tintineó y provocó que Martin y Jamal se volvieran alarmados.
—Lo siento —se disculpó Abdul.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó el director al ver su rostro. No había ninguna emoción en su voz a pesar de que el hombre apareció con la cara como si hubiera caído dentro de una zarza. A su antiguo corte en la ceja izquierda se unían ahora una magulladura en la mejilla, un rasguño en el puente de la nariz, otra herida en la barbilla y algunos moratones en la mandíbula y el labio—. ¿Ha sido el tal Lavine? —dijo mirándole.
—La cosa no quedará así —respondió con el orgullo herido.
Entornó tanto los ojos que parecieron finas rendijas de odio. Los otros dos hombres supieron que, tarde o temprano, se tomaría la revancha. No sería agradable estar en la piel del investigador en ese momento.
—Bien —continuó Martin retomando su conversación con Jamal—. Ya sabes lo que tienes que hacer.
El hombre asintió dócil.
—Si no manda nada más, jefe... —le contestó encaminándose hacia la puerta.
—Mantenme informado.
El otro volvió a asentir con la cabeza mientras abandonaba el despacho.
Martin se dirigió entonces a Abdul y le miró de arriba abajo. Exceptuando su rostro, parecía moverse con normalidad. Lavine no debía de haberle destrozado nada más.
—Del resto, ¿bien? —Su empleado hizo un gesto afirmativo—. Perfecto —prosiguió—, porque te necesito entero. Cuéntame cómo ha sido.
Había esperado a que su primo Abdul abandonara el despacho para formular la pregunta. Conociéndole, Martin sabía que hacerlo en presencia del otro hubiera significado humillarle aún más, y no había necesidad de ello.
—Seguí a Victor, tal y como me ordenó —comenzó.
Abdul era un hombre curtido, aún joven, pero la vida le había dejado solo a una edad demasiado temprana y él tenía que encargarse de que las cosas le fueran lo mejor posible. Sus padres eran palestinos, de la franja de Gaza y se los llevó la guerrilla. Más bien, a su padre se lo llevó la guerrilla y a su madre la pena. Se quedo solo, sin hermanos y sin apenas familia; desde luego, ningún pariente en el que apoyarse porque su primo Jamal no era alguien con quien se pudiera contar en los malos momentos, muy al contrario, había que ocuparse de él. Y lo había hecho, pero reconocía que en ocasiones era una pesada carga.
Tenía claro que no trabajaría para la oposición palestina, a fin de cuentas, no le habían dado nada y le habían quitado a sus padres. Como hombre práctico que era, dejó a un lado los ideales y se fijó en las necesidades de su estómago. Así fue como conoció a Martin. Ya hacía pequeños trabajos de encargo para maleantes de poca monta cuando su actual jefe se fijó en él. El muchacho parecía serio y no le amedrentaba ensuciarse las manos, únicamente deseaba salir de la pobreza. El director pagaba bien su lealtad y, mientras hubiera el suficiente dinero de por medio, Abdul sería su perro guardián. Jamal vino incluido en el paquete. Dos casi por el precio de uno. Lo único que le interesaba a su primo era llegar a final de mes, no pretendía hacerse rico y, aunque era un poco errático a la hora de cumplir las órdenes, ya que carecía de voluntad propia, resultaba de mayor confianza todavía que el propio Abdul; sin embargo, era menos útil.
Habían pasado diez años desde su primer trabajo y el equipo funcionaba bien. Hasta ahora. Nunca antes se había presentado Abdul en el despacho de Martin con la cara amoratada y sin cumplir las órdenes. Más aún, habiéndolas contradicho abiertamente.
—No te pedí que le atacaras —le interrumpió el director suponiendo lo que había pasado.
—Tuve que hacerlo —se justificó—. Estoy seguro de que tenían el pergamino.
—¿El pergamino?
Aquella palabra invalidó las anteriores órdenes del director. «Si estaba en juego el pergamino quedaba justificado que le descubrieran, y hasta que le apaleasen», pensó.
—Sí, el que busca el professor Sinclair —le confirmó, y añadió—: Consultaban unos papeles y señalaban la inscripción de la tumba.
—¿Llevaban el original? —preguntó escéptico. Nadie andaría por ahí paseando un viejo manuscrito medieval, pero si estaban tan locos como para hacerlo, aquel habría sido su día de suerte.
—Eran fotocopias. —Su gozo en un pozo—. Y no pude leerlas —se adelantó Abdul a una nueva pregunta—, pero uno de los textos era más largo que el otro y parecía completo.
«¡Así que Victor tenía el pergamino!», pensó el director. Ahora creía suponer quién era y eso le llevó a saber por qué Sinclair no le había pedido que le «apartase» de su camino.
—Bien —le dijo cuando finalizó su pequeña reflexión—. Vuelve al hotel —miró la hora en el viejo reloj que colgaba de una de las paredes y comprobó que marcaba las ocho y media de la mañana—, no creo que el investigador haya salido todavía. Pégate a ese hombre y síguele a donde vaya. —Abdul estaba a punto de despedirse cuando Martin añadió una última orden—. Y avísame cuando salga del hotel.
El empleado esbozó una sonrisa que le provocó un pequeño dolor en el labio partido. Había comprendido lo que pretendía su jefe.
—Hotel Jerusalén, habitación 14 —le recordó.
El otro asintió. Eso era lo que le gustaba de ese hombre, con él se ahorraba muchas explicaciones; aunque tuvo que reconocer que había estado a punto de caer en el error de pensar que había desobedecido sus órdenes por primera vez.
Cuando Abdul abandonó el despacho, el director telefoneó a Jamal, aparte del trabajo que ya le había encargado, tendría que realizar otro más. La información que le había proporcionado su primo lo hacía necesario. Le dio el nombre del hotel de Victor y el número de la habitación. Se abstuvo de pedirle que tuviera cuidado con ambos trabajos, cuanto más revuelto quedara todo, más creería la policía que se trataba de ladrones vulgares.
Desde el hotel Jerusalén las vistas sobre la Ciudad Vieja eran impresionantes, pero a Victor no le atraía mirar por la ventana de su habitación ni asomarse al balcón. Apenas si había dormido un par de horas y tenía un horrible dolor de cabeza. El pulso en el muslo derecho le latía con insistencia. La lápida de mármol le había provocado un corte profundo y cuando le atendieron en el hospital comprobó que toda la zona se había amoratado aunque no había ni rastro de infección, lo que le supuso un alivio.
Acababa de afeitarse y su cara presentaba un aspecto solo algo peor que hacía unas horas. Una de sus mejillas tenía un pequeño corte, pero la mandíbula le dolía por el único puñetazo que había recibido del hombre de la chilaba negra. «Seguro que acabará amoratándose también», pensó. Le molestaba al rozarse.
Se sentó en la cama y levantó el auricular del teléfono. Marcó directamente el número del doctor Ben Shimon. Al tercer tono descolgaron.
—¿Isaac? —apenas si lograba oír a su interlocutor.
El hombre carraspeó al otro lado de la línea.
—Soy yo.
—Le he despertado. Lo siento —se disculpó.
—No, muchacho —respondió con un tono amable—. No podía dormir y estaba repasando mis notas y comparándolas con tu texto.
Victor soltó una carcajada. Aquel hombre no solo tenía más vidas que un gato, sino también más vitalidad que nadie que él hubiera conocido. Entre el susto que se había llevado cuando apareció el ladrón y el golpe que había recibido contra el muro de la tumba, debería tener suficientes emociones como para dormir cuarenta y ocho horas seguidas.
—¿Cómo se encuentra? —le preguntó cortés.
—Algo fatigado —respondió con una sonrisa. Se imaginó lo que estaría pasando por la cabeza del joven—. A mi edad y con mi salud debería estar descansando, ¿no? —El otro rió también—. Ya tendré tiempo de descansar. —Sin embargo, no añadió cuándo pensaba hacerlo.
El anciano se acomodó en su butaca preferida, frente a una de las ventanas del salón que le permitía ver el jardincillo delantero repleto de flores. Esos arriates eran la alegría de su esposa, quizá por eso continuó cuidándolos tras su muerte. Ella estaría orgullosa de ver cómo lo había hecho. Miraba unos geranios que habían crecido en exceso aquella primavera y no escuchaba las recomendaciones de su amigo sobre su salud ni sobre lo que dijo a continuación.
Victor tuvo que repetir su pregunta.
—¿Conocía a nuestro atacante? —Ya iba a darse por vencido cuando el doctor le respondió.
—Me parece que sé quién es —contestó olvidando sus parterres—. Le vi rondar por la tumba de Absalón hace unos meses, cuando estuve tomando fotografías. No creí que fuera un hombre agresivo, solo me observaba desde lejos. Luego dejó de venir y no volví a preocuparme de él.
—Creo que hay personas —le aseguró el joven— a las que no les agrada que investiguemos esa inscripción. —No era una deducción muy brillante, pero había que decirlo—. ¿Sabe quién puede desear que abandonemos? —A él no se le ocurría nadie.
—Tengo una leve idea —respondió el anciano pasando una mano por su bigotillo blanco afilado en las puntas—. Pero es solo una conjetura —le aclaró—. Hay alguien que no me guarda mucho aprecio. —Sin embargo, se abstuvo de decirle su nombre.
A Victor le resultó extraño que alguien deseara perjudicar de esa forma al doctor, pero como el anciano no explicó nada más, prefirió no incidir sobre el tema, de momento.
—¿Ha averiguado algo sobre el lugar que menciona el pergamino? —le preguntó dando un giro de ciento ochenta grados a la conversación.
—Bet Makerem —confirmó Isaac. Percibió un asentimiento gutural al otro lado de la línea y continuó—. Todavía nada. Hay algo que me resulta familiar en ese nombre pero no consigo dar con ello.
—¿Tienen algún significado para usted esas dos palabras? —Victor rozó su mandíbula y sintió una punzada de dolor. No bastaba con los latidos pulsantes del muslo, que ahora se habían sumado los del rostro.
- Bet significa «casa», «pueblo» —le explicó—. Makerem no significa nada. En un principio supuse que podía tratarse de Bet Hakerem, una ciudad bíblica. —Lo pronunció de tal forma que Victor pudo distinguir sin problemas la «m» de Makerem de la «h» de Hakerem—. Pero —continuó— en la fotocopia de tu pergamino se aprecia con claridad que es una «m». —El doctor ordenó sus pensamientos unos segundos—. Aunque...
—¿Aunque? —le urgió el investigador.
—Aunque si eliminamos la sílaba «ma», nos queda «kerem».
—¿Y? —había conseguido atraer su atención.
- Kerem significa «jardines», «huertos fértiles». En la Biblia se traduce muchas veces como «viñedos» o «campos de vides».
—Es decir, estamos hablando de una casa o de un villorrio con campos de cultivo.
—Sí, esa sería una buena traducción —afirmó el doctor.
—Y eso, ¿adónde nos conduce?
—De momento no lo sé —le contestó con una sonrisa que el joven pudo intuir por el tono de su voz—. Pero todo se andará. Dame algo más de tiempo —le pidió.
Pero tiempo era lo que no tenían dado el cariz que habían tomado los acontecimientos.
El avión debería haber aterrizado ya. Andrea Jacobs comprobó la hora en su elegante reloj de pulsera y dirigió su vista hacia la salida de la terminal.
Un vehículo de la asociación la había recogido en su hotel y el chófer la condujo hacia Tel Aviv. El aeropuerto internacional Ben Gurión estaba atestado aquella mañana. La mujer pudo distinguir, además de los habituales turistas y viajeros de negocios, un gran despliegue policial. Muchos de ellos vestían de paisano, pero sus miradas y sus movimientos los delataban. Supuso que el habitual ambiente de tensión se habría incrementado por la llegada de algún personaje importante.
Comenzaron a salir los primeros pasajeros del vuelo de Sinclair.
Tras cinco minutos más de espera, el hombre apareció. Andrea alzó la mano y agitó el brazo. Cuando Samuel la vio, sonrió.
El chófer se adelantó y recogió la maleta del professor.
—¿Qué tal el viaje? —le preguntó la orientalista cuando él llegó a su altura.
Él le ofreció su mejilla para que le besara, como era costumbre cuando se separaban más de un día, y luego le respondió.
—Bien, tranquilo. Hemos tenido un buen vuelo.
—¿Y la conferencia? —Ella tenía algunas cosas importantes que contarle, pero prefería escuchar primero las noticias sobre su ponencia.
—Ha sido perfecta. El doctor Richmont se echó las manos a la cabeza al oír mi teoría. —Había algo de picardía en su rostro cuando acabó la frase.
—Alegó que no había pruebas, ¿verdad? —le interrumpió Andrea al tiempo que le tomaba por el brazo para caminar junto a él.
—¡Pero las había!
El doctor Richmont siempre aducía «caballeros, no tenemos ninguna prueba fehaciente de dicha afirmación» cada vez que no quería aceptar una teoría diferente de las suyas.
Ambos se rieron. A ella le habría gustado ver su cara en aquel momento.
—Cuando les mostré el cuenco se quedaron estupefactos —continuó Samuel—, y al pasar las diapositivas del texto les faltaron las palabras. El informe de la datación hizo el resto.
La mujer le felicitó apretándose contra su brazo y él lo agradeció besándole la cabellera. Olía a la flor del naranjo.
Seguían los pasos del chófer, que les precedía, hasta el vehículo. La cojera de Samuel estaba más acentuada que de costumbre y Andrea lo percibió.
—¿Fatigado? —le preguntó preocupada.
—Un poco, pero supongo que no voy a poder descansar —lo dijo con una sonrisa en los labios. Sabía que tenían mucho trabajo para los próximos días.
Ella se retiró un mechón de rizos pelirrojos que le hacía cosquillas en la frente y le respondió.
—Mucho me temo que no tendremos ni un minuto libre.
Al ver su rostro radiante, el professor comprendió que las noticias que ella tenía que darle eran buenas y le dedicó otra sonrisa. Todo estaba saliendo como él esperaba, si exceptuaba al doctor Ben Shimon y a la propia Andrea. ¡Ojalá fuera capaz de conseguir que su inteligente cabeza aceptara el verdadero fin del proyecto! Y, si eso no era posible, intentaría que ella no tuviera que enterarse de lo que no debía. Por el bien de los dos. Lo deseaba de corazón, pero dudaba de que pudiera lograr sus metas académicas y mantenerla a su lado cuando descubriera cómo era él en realidad. Suspiró. Un suspiro que Andrea interpretó como agotamiento.
El conductor acababa de disponer los bultos en el maletero cuando comenzó a sonar el móvil de Samuel. La mujer ya había entrado en el vehículo y le pidió que esperase un segundo, en seguida estaría con ella.
—Dime, Martin —le saludó cuando descolgó el aparato.
—Está aquí y en perfecto estado. —Se refería al cuenco que Sinclair había enviado por valija la noche anterior nada más finalizar su conferencia.
—Bien. ¿Algo nuevo del señor Lavine?
—Lo tiene —le respondió un tanto críptico, aunque ambos sabían que estaban hablando del pergamino.
Sinclair soltó una carcajada.
—Me dijeron que era el mejor, pero no acababa de creerlo —le dijo—. Ahora necesitamos conseguir ese material. Después, podrás apartarle de nuestra investigación.
—Estamos en ello —le contestó—. Si todo va bien, esta tarde tendremos el documento. Y algunos más —añadió—, creo que el doctor Ben Shimon nos va a prestar sus notas sobre el tema.
La forma en que utilizó la palabra prestar hizo sonreír de nuevo a Sinclair.
—Lo hará Jamal, ¿verdad? —le preguntó.
Sabía que ese hombre actuaría de forma tan chapucera que los mantendría al margen de cualquier sospecha policial.
Cuando Victor colgó el teléfono, el dolor de cabeza había remitido, pero le dejó un zumbido molesto en los oídos. Si suponía que eso lo había provocado el único puñetazo que había recibido del hombre de la chilaba negra, no quería ni pensar en cómo le habría dejado si hubiera tenido la oportunidad de golpearle en más ocasiones. Él sí que le había dado bien. Se miró los nudillos de las manos, que estaban destrozados, y pensó en cómo podría haber quedado su propia cara si el hombre se hubiera ensañado con él del mismo modo. Prefirió sonreír. Algo en su cabeza se lo desaconsejó. Sintió pequeñas punzadas como alfileres clavándose en su cuero cabelludo.
Victor Lavine no era un hombre agresivo, prefería hacer uso de todas sus dotes de persuasión para conseguir sus fines, pero el árabe no le había dejado otra opción. A pesar de que el doctor Ben Shimon consideraba prioritario recuperar los papeles que les había robado, lo que más le había dolido a él había sido el golpe que había recibido el anciano. Cuando se lanzó tras el hombre, su verdadera preocupación era Isaac, no sabía cómo podría haberle afectado. Y fue eso también lo que le cegó cuando le propinó el primer puñetazo al joven.
Aunque no conocía en persona al doctor hasta hacía un par de días, Jerôme le había hablado de sus andanzas comunes y había conseguido crear en Victor una cierta simpatía hacia él. La ayuda que el anciano le había ofrecido desinteresadamente en las últimas horas y su valentía habían hecho el resto para que comenzara a tenerle en una alta estima.
El investigador terminó de ponerse la chaqueta y salió de la habitación dando un corto paseo hacia la tienda de antigüedades.
—¡Mi buen amigo Victor! —le saludó Said cuando le vio llegar. Le recibió con una amplia sonrisa que dejaba entrever algunas muelas de oro.
Nada más traspasar el umbral de la tienda, el palestino le ofreció uno de sus abrazos de oso envolviéndole con su calurosa humanidad.
—¿Qué tal por Egipto? ¿Se portó bien mi flamante todoterreno?
Calificar al vehículo que le había prestado de «flamante» era mucho decir.
—No tuve que avisar a la grúa —le respondió el investigador con una sonrisa.
—¿Crees que habrías encontrado alguna en el desierto? —bromeó el otro—. Ese coche no sabe lo que es una ni lo va a saber mientras estas manos estén aquí —le dijo mostrándole las suyas.
Victor estaba muy seguro de ello a tenor de las reparaciones que había observado en el Serie III del año 75.
—De cualquier forma, me ha servido muy bien —aquello era un gran cumplido para Said Alami—. Pero tenías que haber visto la cara del guardia en el control de Taba cuando vio a un cristiano conduciendo el automóvil de un musulmán y cruzando la frontera a un país judío.
—¡Eso se llama entendimiento interreligioso! —le contestó el anticuario.
Y ambos se echaron a reír con grandes carcajadas.
—Gracias —añadió Victor—. Con uno de alquiler no habría podido cruzar.
—Lo sé. —Él mismo sufría día a día las incoherencias de ciertas leyes en su propio país. Era difícil cruzar las fronteras israelíes con un automóvil alquilado.
Como percatándose de su poca hospitalidad para con su amigo, le hizo ascender las escaleras hacia el museo y hacia su vivienda particular. Con un simple gesto de la mano indicó a uno de sus hijos que se hiciera cargo de la tienda.
—Necesitaré el coche unos días más —le pidió el joven.
—No hay problema, yo me arreglo con Seis Burras -dijo con naturalidad mientras ascendía los escalones tras él.
El joven sonrió de nuevo. Seis Burras era una furgoneta bastante más vieja que el todoterreno. Said la utilizaba para cargar las mercancías que transportaba y el día menos pensado dejaría de funcionar en cualquier calleja para no volver a rodar más. Aquello entristecería al anticuario, que sentía un gran apego hacia ese viejo cacharro.
El apodo se lo había puesto su propietario y no hacía referencia a sus seis caballos de potencia, que tenía algunos más aunque la mitad de ellos no funcionasen, sino a las seis burras que había tenido que vender para poder comprarla. Ya era vieja cuando Victor la conoció hacía diez años y ahora podía describirla como arcaica, aunque a Said le habría gustado más calificarla de antigua. Las antigüedades poseían un cierto halo de elegancia del que carecían las antiguallas.
—Pasa a la terraza —le indicó el comerciante—. Hoy hace un día estupendo.
Una parte de la terraza porticada, en el ático de la vivienda, estaba acristalada y era ideal para pasar las tardes invernales. En una mañana de finales de primavera como aquélla se podía disfrutar con las vistas de los tejados apiñados y de la enorme buganvilla con flores fucsias que se enredaba en las columnas y caía por el balcón.
Said pidió a una de sus hijas que les trajese té y algunos dulces de pistachos con miel de los que hacía su esposa. En el barrio se decía que eran los mejores y el anticuario no desperdiciaba ninguna oportunidad de demostrárselo a la señora Alami.
—¿Qué te han encargado ahora? —le preguntó mientras aguardaban el refrigerio.
El sol de la mañana incidía sesgado sobre el rostro de Victor, pero, a pesar de las sombras, no conseguía ocultar el rasguño de su mejilla y la mandíbula ya se había amoratado por completo.
—Un estudio sobre la tumba de Absalón.
Su amigo había observado también las heridas de sus nudillos.
—¿Y te han confundido con el hijo de David y te han apedreado a ti?
Ambos volvieron a reír.
Victor se miró las manos hinchadas y le contestó.
—Hemos debido de molestar a alguien.
—¿Tiene nombre?
—No lo sé. Quizá tú puedas ayudarme.
La hija de Said depositó unos vasos sobre la mesa y una bandeja con dos pisos de pastelitos verdes de pistacho. Después les sirvió el té.
—Gracias, princesa —le dijo su padre—. Pídele a tu madre que ponga un plato más en la mesa. —Y mirando a Victor, le preguntó—: Te quedarás a comer, ¿no?
Él negó con la cabeza.
—Mañana, si puedo —aclaró.
La muchacha se alejó dejando a los dos hombres solos en la terraza.
—¿De qué se trata el trabajo? —le preguntó Said.
—¿Conoces a un tal Martin Crown? Trabaja en una organización llamada... —hizo memoria—, los Cristianos... —dudó—, del Bautista, o algo parecido. Los Cristianos de San Juan —rectificó al recordar el nombre.
—El CSJ —abrevió su amigo mientras le miraba extrañado—. ¿Se te ha ocurrido molestarlos?
—Mantuve una reunión con el tal Martin —le explicó—. Necesitaba alguna información.
—No has ido precisamente a ver a una hermanita de la caridad. Es mejor no tener tratos con él ni con su asociación.
—Pero supongo que debían de estar bien enterados de todo lo relativo al Bautista y mi investigación está relacionada con él.
—Tuve un par de negocios con Martin, en los inicios del CSJ —le contó—, luego me alejé de ellos. —En realidad habían sido tres trabajos, pero Said desconocía que estaba implicado en el último, si lo hubiera sabido, nunca habría vendido el cuenco a los mandeos. De cualquier forma, ya era tarde para rectificar su acción—. Esa gente no es limpia, anda metida en negocios sucios.
—¡Said! —exclamó Victor con los ojos muy abiertos—, que los tuyos blanquean poco...
—Bien, sí, estoy de acuerdo —reconoció el anticuario con los mofletes más rojos de lo habitual—. Pero nadie ha perdido la vida por mi culpa.
El investigador se inclinó en su silla hacia delante. No estaba seguro de haberle entendido bien.
—Esos tipos están en el negocio del tráfico de antigüedades y de las falsificaciones, de las buenas —le aclaró—. Y no permiten que ningún curioso meta las narices donde no le importa. No es del dominio público, ¡claro está! —exclamó—, pero los que nos dedicamos a esto nos hemos apartado de su camino y ahora tienen el campo libre.
—¿Tan peligrosos son? —le preguntó pensando que el hombre de la chilaba negra podía pertenecer a esa organización.
—Puedes preguntárselo a Mohamed, el que abrió su tienda en la parte nueva de Jerusalén. Su mujer estuvo tres meses yendo a verle al hospital. Y ese tuvo suerte.
Victor ladeó la cabeza y emitió un suspiro.
—¡Vaya! Tendremos cuidado.
—¿Tendremos?
—Isaac ben Shimon y yo —le aclaró. Aunque tenía en mente incluirle también a él en su aventura, prefirió darle esa noticia más adelante.
—El doctor no está para trotes. Déjale al margen, es un buen hombre.
—¿Le conoces?
—Todos los que estamos en el negocio de las antigüedades le conocemos. Tiene demasiados años —insistió—, no hace mucho que perdió a su mujer y no le hace falta conseguir más méritos académicos.
—Es él el que no quiere dejarlo —se defendió Victor.
—En ese caso —le aconsejó—, tendrás que ayudarle. Si los del CSJ andan tras vosotros, os pueden poner las cosas muy difíciles. ¿En qué os habéis metido?
En realidad, él no sabía muy bien por qué los habían atacado. Le contó a Said qué era lo que le había llevado a Egipto y por qué había contactado con el doctor Ben Shimon y también cómo él se había involucrado en el asunto.
—¿Hay dinero de por medio? —le preguntó el comerciante.
—Según Isaac, esos mandeos son los hombres más desprendidos que existen. Ellos no esconden tesoros.
Su amigo asintió con la cabeza mientras le contestaba.
—Ayer vinieron dos de ellos a la tienda. —Al observar la cara de asombro de Victor continuó con su explicación—. Conseguí uno de esos cuencos mágicos de su secta y ellos lo compraron. Siempre les envío la mercancía a Irak y me sorprendió que en esta ocasión vinieran a buscarla personalmente.
El investigador comenzaba a tener en sus manos demasiadas piezas de un puzle que no sabía cómo armar: mandeos en Jerusalén en busca de un cuenco, su cliente misterioso, la copia en el pergamino con la misma inscripción de la tumba... Intentaba encontrar el hilo que le llevase de una a otra, pero no era capaz de ensamblarlas.
Said bebió un trago del té que ya se había enfriado y alargó la mano para tomar otro pastelito.
—Le diré a uno de mis muchachos que te acompañe —le ofreció—. Son chicos fornidos —insistió, pero Victor no estaba por la labor de poner en peligro a uno de los hijos de su amigo, por mucho que midieran dos metros, pesaran ciento veinte kilos y tuvieran el aspecto de mulas. Si a alguno de ellos le pasaba algo, no sería capaz de perdonárselo.
—Muchas gracias, Said, pero no puedo aceptar tu ofrecimiento.
Su amigo pareció aceptar el rechazo, pero el anticuario haría lo que mejor le pareciese al respecto. Ambos lo sabían. Al joven no le extrañaría que pusiera a uno de sus hijos como guardaespaldas suyo sin que él se percatase.
El comerciante esbozó una sonrisa y le guiñó un ojo. Ambos sonrieron al recordar otro momento, muy atrás en el tiempo, cuando se «reconocieron» por primera vez. Reconocerse era la palabra adecuada, porque ya se habían «conocido» por la mañana aunque sin saberlo, y el «reconocimiento» lo trajo también un guiño de Said.
Victor terminó en la tienda del anticuario casi por casualidad. En una de sus primeras visitas a Jerusalén, al poco de comenzar a trabajar para Jerôme, decidió pasear por el casco antiguo de la ciudad en una tarde que no tenía mucho que hacer. Sus pasos le llevaron hasta un comercio con tenderetes en la puerta que ofrecía sus mercancías a los turistas, como tantas otras.
Estaba distraído mirando el escaparate cuando un jovenzuelo salió corriendo del establecimiento y casi le arrolla. En un descuido de las mujeres que atendían el negocio había robado parte del dinero que los dueños guardaban en un viejo cajón. A los agudos gritos femeninos de «¡al ladrón!, ¡al ladrón!», Victor se percató de lo sucedido y echó a correr tras el muchacho, que apenas si había dejado la infancia, pero estaba demasiado flaco y corría como un demonio. Habría jurado que recorrió la mitad del casco antiguo hasta que consiguió darle alcance.
A su vuelta para devolver el dinero, se perdió un par de veces, y ya se ponía el sol cuando alcanzó la tienda. En la puerta le esperaban preocupados uno de los hijos de Said y su esposa Fátima. Otros dos de sus muchachos habían salido corriendo tras ellos, pero en algún callejón los habían perdido. El anticuario pudo observar parte de la escena desde el piso superior donde estaba atendiendo a unos clientes en el museo y por mucho que bajó a la primera planta a toda prisa, no llegó a ver por dónde se habían ido; aunque eso no impidió que se liara a dar vueltas por las calles próximas. Todavía estaba callejeando cuando Victor, en el interior del establecimiento, les devolvió el dinero a su esposa y a su hijo, que, agradecidos le pidieron que aceptase su ofrecimiento para comer al día siguiente en su casa.
Y al día siguiente Victor volvió. Ante la entrada de la tienda se encontró un corrillo de hombres maduros que palmeaban la espalda de Said mientras bebían té caliente y le felicitaban por su hazaña y su gran valor. El anticuario relataba una dura carrera por las calles del casco antiguo hasta que su argucia, más que sus piernas, le aconsejó un atajo para alcanzar al mozalbete y conseguir así recuperar su dinero. A su lado, el hijo que había invitado a comer a Victor el día anterior sonreía con la cabeza baja. Era un muchacho fornido y noble que nunca habría contrariado a su padre en público.
Cuando vio al investigador entre la gente que rodeaba a Said, su sonrisa se hizo más evidente y se acercó para estrecharle la mano. El anticuario, que contaba con unas piernas más bien lentas, pero cuyo cerebro era extremadamente rápido, captó la situación al instante y le guiñó un ojo a Victor, que le respondió con otro guiño. Y ahora, casi una docena de años después, volvía a repetir ese gesto. El joven conocía de sobra su traducción a palabras, formaba parte de la picardía de Said para afrontar la vida.
Después de aquello comenzaron a hacer negocios juntos. Victor le pedía su opinión sobre lo que se decía en la calle acerca de tal o cual tema relacionado con los encargos que recibía su empresa y Said siempre obtenía algún negocio rentable, como hacer de intermediador entre la pieza buscada por Archeo y el comprador final.
Lo cierto es que apreciaba a aquel joven cristiano que negociaba como un verdadero árabe. Hasta llegó a plantearse incluirle en la familia como yerno, pero luego descartó esa posibilidad, no quería que ninguna de sus hijas tuviera un marido siempre viajando por países extraños que nunca estaba en casa para dormir; sin embargo, eso no impidió que le considerara el mejor de sus compañeros de aventuras. Episodios que luego podría contar a sus vecinos, exagerándolos un poco, mientras compartían un té a la menta bien caliente.
El móvil de Victor comenzó a sonar.
—Disculpa —le dijo a su amigo.
Said hizo un gesto con la mano para que atendiese la llamada; mientras, aprovechó para devorar otro par de esos dulces de pistacho que tanto le gustaban.
—¿Blanco y en botella? —Victor había reconocido la voz del doctor Ben Shimon al otro lado de la línea—. ¡Leche! —respondió el anciano a su propia pregunta. El investigador creyó que el golpe del día anterior había sido más fuerte de lo que pensaba—. ¿Qué se necesita cuando hay un campo de cultivo? —No sabía de qué le estaba hablando, pero decidió seguirle la corriente.
—¿Agua...? —adelantó.
—¡Casi! —bramó de ilusión Isaac.
—¿Un río?, ¿una fuente?
—Chico listo —le premió—. ¡Una fuente!
—¿De qué va esto, doctor? —comenzaba a estar muy preocupado por él.
—Iba a darte una sorpresa, pero ¿no te dice nada una fuente en un campo de cultivo, en un huerto fértil?
—¿Una fuente en un huerto fértil? —Victor no pudo evitar repetir su pregunta en voz alta, todo aquello le parecía kafkiano.
—El pueblo de Ein Kerem, ¿no? —respondió Said entrando en la conversación con la boca llena de miel.
—¿Ein Kerem? —preguntó Victor sin creer que el doctor hubiera encontrado la villa a la que hacía referencia el Bet Makerem de la inscripción.
—¡Ein Kerem! —le respondió con una carcajada—. No sé cómo he podido estar tan ciego. Ein Kerem significa «fuente en un campo fértil». Ven a recogerme, nos vamos de excursión. —Parecía un niño al que le hubieran regalado una bolsa llena de caramelos.
—Deme media hora. Tengo que recoger el coche en el aparcamiento del hotel.
Colgó y se despidió de su amigo con un fuerte abrazo y un consejo de su parte: tened cuidado. Al abandonar la tienda miró a ambos lados de la calle, pero no vio nada que le resultara irregular ni ninguna persona que le observase. Sin embargo, unos metros más abajo, oculto por un portal pintado de color burdeos, un árabe de ojos verdes con algunos rasguños en el rostro no le perdía de vista.
El chófer mantuvo la puerta abierta mientras Sinclair entraba en el vehículo. Recibió la mirada violeta de Andrea con una gran sonrisa de satisfacción.
—¿Buenas noticias?
El hombre asintió con un gesto de la cabeza.
—Martin ha encontrado el pergamino antes que la empresa que contratamos.
—¿Cómo? —se extrañó la mujer. No era imposible, pero...
—A través de uno de sus contactos —le mintió el professor—. En estos momentos está a punto de cerrar la operación.
—No lo entiendo —le respondió ella con cara de escepticismo.
—Iban a venderlo en el mercado negro. El comerciante parece ser un viejo amigo de Martin y por un precio bajo ha accedido a ofrecerle una copia.
—¡No puedo creerlo! —se sorprendió Andrea.
«No me extraña», pensó Sinclair. Sin embargo, en voz alta expresó algo muy diferente.
—Ha sido un golpe de suerte. Si todo va bien, esta tarde tendremos en nuestras manos el texto completo de la inscripción. —Finalizó la frase con una de sus sonrisas más encantadoras y sus ojos azules parecieron chispear. Esperaba haberla convencido—. Ahora te contaré lo mejor.
—¿Todavía hay más?
«Por supuesto —se dijo Samuel a sí mismo—, si no te explico cómo vamos a conseguir los documentos del doctor Ben Shimon, cuando los veas podrías comenzar a dudar de mí.»
—Alguien quiere colaborar en nuestra investigación y está dispuesto a cedernos su estudio.
—Isaac —dijo ella bromeando.
—¡Exacto!
—¡Venga ya, Samuel! No me tomes el pelo.
La mujer continuaba sonriendo, pero había algo que no encajaba. Aunque nunca llegó a conocer a fondo lo que había ocurrido con Isaac, era consciente de la rivalidad que existía entre él y Sinclair. El que ahora cooperase en su investigación de manera voluntaria suscitaba muchos interrogantes. Del mismo modo que los originaba el que Samuel hubiera aceptado su ofrecimiento, si es que el anciano se había ofrecido.
Un pensamiento desagradable surcó su mirada en forma de nube. No deseaba que él viera su desconfianza y, para evitar que pudiera intuirlo, ocultó parte del rostro con el brazo al retirar su melena rizada hacia atrás. Se sintió mal con aquella duda, como una desagradecida ante el hombre que había hecho de ella lo que era, por eso, cuando volvió a dirigir la vista hacia Sinclair, parecía toda credulidad.
—Nos cederá sus notas por un precio —continuó mintiendo él. Creía que con aquella respuesta daría verosimilitud a su argumento.
—Elevado, ¿verdad? —ella le siguió la corriente.
No sabía por qué no podía creerse que el doctor les cediera sus notas por las buenas, aunque mediara una suma de dinero muy alta. Ese hombre no estaba pasando apuros económicos y era bien sabido el desprecio que sentía por Samuel. Resultaba difícil aceptar que colaborara con ellos de buen grado. Su lógica resultaba muy débil y le estaba haciendo daño.
—No puedo decir que haya salido barato, pero tener acceso a sus apuntes puede adelantar nuestra investigación —subrayó para hacer más creíble el razonamiento.
Ella volvió a sonreírle; sin embargo, sus ojos continuaban siendo de un azul oscuro. No había brillo en ellos. De su boca salieron palabras diferentes a las que le hubiera gustado pronunciar.
—Estoy deseando poder leer el texto del manuscrito y ni que decir de las notas del doctor Ben Shimon.
Cuando la mujer le respondió con ese ímpetu, Sinclair creyó que su actuación había sido perfecta. Supuso que no había perdido facultades con la edad.
—Ten paciencia —le recomendó—. Después de comer serán todo tuyos —acabó la frase regalándole otra sonrisa.
No podía imaginarse lo que estaba pasando por la cabeza de Andrea, de haberlo sabido se habría alarmado.
Sin embargo, ella pareció ocultar mejor sus pensamientos y cambió de tema, siempre sonriendo. Mientras le contaba su descubrimiento sobre Bet Makerem, el conductor aceleró y fue reduciendo los kilómetros que les separaban de Jerusalén.
Vio el todoterreno verde que solía conducir Victor y agitó el brazo en alto para indicarle dónde se encontraba. De los cuatro aparcamientos públicos que posee el barrio de Yemin Moshe en sus alrededores, el doctor Ben Shimon le esperaba en el más cercano a su vivienda.
—¡Tienes peor aspecto que yo! —se sorprendió el anciano nada más verle.
—Recuerde que a mí me tocó perseguir al ladrón y recibir el puñetazo —le contestó en tono jocoso.
—Es cierto. Pero la próxima vez será mía. ¡Verás como a mí no se me escapa!
Ambos estallaron en carcajadas. Victor estaba seguro de que si a Isaac le concedían un cuerpo nuevo, sería capaz de cualquier cosa.
—¿Por dónde? —le preguntó al poco.
El doctor Ben Shimon le indicó con un gesto la dirección que debía seguir. Bajarían hacia el sur para luego continuar hacia el oeste hasta penetrar en el valle del Sorek y alcanzar el pueblo de Ein Kerem.
Después abrió un bolso de mano que llevaba, muy al estilo de Sherlock Holmes, y revolvió entre un par de linternas, una pequeña ganzúa y algunos papeles hasta que localizó un cuaderno de notas. Victor le veía hacer con asombro.
—¿Para qué son todos esos cachivaches? —le preguntó lanzando un rápido vistazo al interior del bolso.
—Nunca se sabe, joven. Hombre prevenido vale por dos. —Tomó la linterna y se la mostró—. ¿Y si está oscuro? —Luego sacó la ganzúa—, ¿y si hay que abrir algo?
No tenía ni idea de dónde pretendía meterse Isaac y no estaba seguro de si debía preguntarlo. Aquel hombre era un saco de sorpresas.
—¡Vaya! —exclamó el doctor—. Se me ha olvidado la cuerda.
—¿Por si hay que bajar a algún foso? —le preguntó con sorna.
El aludido sonrió.
—Cuando voy de exploración siempre llevo este bolso —dijo apoyando la mano en él—. Puedo necesitarlo.
Victor prefirió no discutirlo.
—¿Dónde se supone que vamos a ir?
El doctor hojeó su cuaderno de notas y le miró.
—En primer lugar acudiremos a la iglesia de la Visitación, te gustará. La tradición afirma que fue levantada en el mismo lugar al que Isabel se retiró en espera del nacimiento de su hijo el Bautista.
—¿Y luego?
—Después iremos a la Fuente de María.
—¿Donde la Virgen se detuvo a beber cuando fue a visitar a Isabel? —le interrumpió con una broma recordando algunos pasajes del Nuevo Testamento.
—En efecto —se sorprendió el doctor sin percatarse del sentido burlón de la frase.
—No hablaba en serio —se disculpó—. ¿Todo en Ein Kerem está relacionado con el Bautista?
—Casi todo —le respondió—. El pueblo está construido en torno a la figura y la vida de Juan. Algo más abajo de la fuente —le explicó— se encuentra la iglesia de la Natividad. Será nuestra tercera visita. Y si en ninguno de esos tres lugares encontramos una pista, se me habrán acabado las ideas.
—¿Qué tendremos que buscar? —preguntó Victor sin apartar los ojos de la carretera.
—No tengo ni idea —le confesó—. En realidad, no sé si este viaje servirá para algo.
Acababa de finalizar su frase cuando apareció ante ellos el pueblo, esparcido sobre una sucesión de colinas jalonadas de terrazas pétreas, con buena tierra oscura para cultivar frutales y verduras. Las casas salpicaban los estrechos campos de cultivo como vigías antiguos. Todo en la villa parecía detenido en un tiempo indefinido de aspecto apacible.
A medida que se internaban entre las callejuelas pudieron observar las viviendas sombreadas por pinos y enredaderas de jazmines y buganvillas. Un perro somnoliento levantó una oreja al oírlos llegar y cuatro o cinco gatos los vigilaron curiosos desde sus atalayas improvisadas en lo alto de los muros.
Isaac le contó que Ein Kerem era el lugar tradicional de nacimiento de Juan el Bautista. «El evangelista Lucas ya mencionaba que sus padres, Zacarías e Isabel, vivieron en este país de las colinas. Siglos más tarde, los bizantinos se encargaron de identificar ese extraño país con el pueblo de Ein Kerem. Hacia aquí se encaminó la Virgen María para encontrarse con su pariente. También afirma la leyenda que ambas mujeres apagaron su sed y charlaron en la fuente llamada Ain Sitti Mariam, la Fuente de María, hoy venerada por los cristianos.»
Cruzando la travesía principal del pueblo dejaron atrás la iglesia de la Natividad de San Juan y se internaron por la calle Ma'ayan hacia el sureste. A su derecha discurría una carretera que conducía a la iglesia greco-ortodoxa y, más allá, al convento de las hermanas de Nuestra Señora de Sión. Bordearon la Fuente de María y ascendieron la colina. Las terrazas sobre la ladera de la montaña continuaban imperturbables viendo pasar el tiempo mientras en sus estrechos campos crecían los granados, los manzanos, las higueras... y se extendían los zarzales y las viñas.
Estaban llegando a la iglesia de la Visitación cuando la pregunta de Victor sorprendió al doctor.
—¿Por qué no me dijo que conocía a la gente del CSJ?
El interpelado se giró en su asiento y suspiró.
—Porque prefería que sacaras tus propias conclusiones.
—Son ellos los que nos están molestando, ¿verdad? —Fue más una afirmación que una pregunta.
El doctor asintió sin soltar su bolsa de viaje.
Fue la primera vez que Victor vio su rostro sin esa luz que le hacía sonreír y temió haber rozado algún recuerdo que el anciano prefería olvidar.
—Si he dicho algo inconveniente, yo...
Isaac le contó de dónde procedía la cautela que la organización mantenía con respecto a él y su conexión con el professor Samuel Sinclair. Aquel nombre no le dijo nada al joven, pero tampoco indagó sobre él. El anciano también le habló de que Martin Crown era muy celoso de todas las investigaciones referidas al Bautista y le comentó de pasada los negocios en los que se rumoreaba que andaban metidos. Victor dio por válida su explicación y asintió cuando Isaac finalizó.
En ese mismo momento vieron aparecer ante ellos, elevada sobre la colina sur, el complejo monacal de la iglesia de la Visitación. La verja de hierro labrado, abierta de par en par, parecía darles la bienvenida.
La pequeña cancela de metal crujió cuando Jamal la empujó sin contemplaciones. Se detuvo un segundo para comprobar si algún vecino curioso estaba observándole y, al cerciorarse de que se encontraba a solas con los parterres de geranios, ascendió de prisa los cuatro escalones que le separaban de la entrada.
La antigua puerta de madera no ofreció ninguna resistencia cuando intentó forzar su cerradura y al cabo de unos segundos se abrió con suavidad hacia adentro.
La vivienda del doctor Ben Shimon le recordó los decorados de alguna película antigua. El pequeño aparador de la entrada estaba protegido por un tapete de ganchillo y sobre él descansaba un jarrón de estilo británico con flores de plástico cubiertas de polvo. Tenía tres cajones que Jamal se apresuró a sacar de las guías esparciendo su contenido por el suelo del pasillo. Lo revolvió todo, pero no encontró nada interesante: una agenda telefónica, algunos lapiceros y una pequeña caja de costura forrada de terciopelo granate.
Pasó al salón, cuya puerta quedaba justo enfrente del aparador. Miró hacia su derecha y hacia su izquierda y elaboró un esquema mental de los lugares que debería inspeccionar: el mueble de la pared, repleto de estanterías y cajones; una pequeña mesa de centro con algunos archivadores sobre ella... y debajo de los sillones. Era poco probable que encontrase algo allí, pero aun así...
Comenzó por abalanzarse sobre los papeles de la mesa baja. Estaban clasificados en carpetas de colores y los títulos de sus portadas indicaban que eran facturas de la compañía eléctrica, del gas y del agua. Pero el hombre del CSJ no se fió. El viejo podía haber escondido entre ellas sus investigaciones. Abrió una y arrojó su contenido sobre el sofá más cercano. Lo desparramó con la mano y comprobó que, en efecto, eran facturas. Repitió la operación con las dos que quedaban para obtener el mismo resultado.
Volvió a mirar a su alrededor y ya se dirigía hacia el mueble que ocupaba toda una pared del salón y que hacía las veces de estantería para libros, cuando cambió de idea y enfiló sus pasos hacia la pequeña habitación que se abría a su izquierda. Era el despacho del doctor Ben Shimon.
Observó las paredes forradas con estantes repletos de gruesos volúmenes y supo que allí tendría más trabajo que hacer.
Una reja de hierro decorada con motivos florales separaba a Victor e Isaac del patio que daba acceso al pórtico de entrada a la iglesia de la Visitación. Hacía una mañana primaveral y los rayos del sol incidían sin piedad en el mosaico de su fachada.
Sobre el pórtico del santuario se había construido una representación de la visita de la Virgen María a su pariente Isabel con pequeñas teselas de colores. Sus tonos brillantes rompían la monotonía de los blancos adoquines de la fachada. La luz del mediodía hacía resplandecer aún más los dorados, los azules...
Ascendieron tres escalones y se colocaron frente a la verja de metal. Estaba coronada por una cruz de Jerusalén flanqueada por dos pequeñas figuras, de Zacarías y de su esposa, que les dieron acceso al patio empedrado.
—¿Qué buscamos? —preguntó Victor al anciano, que no se separaba de su bolsa de viaje.
—No lo sé —recalcó su respuesta con un gesto negativo de la cabeza—. Supongo que algún signo mandeo.
—¿Otra inscripción?
—Es posible.
Victor repasó con la mirada el amplio patio y el campo adyacente, cuyos muros estaban cubiertos de losas con la traducción en cuarenta y dos idiomas de la oración de María, el Magnificat, y luego estiró el cuello para abarcar el campanario de la iglesia que se levantaba al lado del mosaico de la fachada.
—Pero ¿dónde? —preguntó abatido por el tamaño de la empresa que tenían entre las manos.
El doctor, que le había observado mientras examinaba todo el conjunto eclesiástico, sonrió.
—Detrás está el convento, las dependencias religiosas, hay un par de iglesias, la superior y la inferior... —le explicó.
—De acuerdo, me rindo. ¿Comenzamos?
Miró hacia el pórtico de entrada y los dos hombres se encaminaron al interior de la iglesia. Dejaron una escalera que ascendía a su izquierda y se internaron directamente en la planta inferior.
—Es la que contiene los restos más antiguos —le explicó el doctor.
Los envolvió una atmósfera crepuscular, como si el día hubiera avanzado media docena de horas y afuera el sol se estuviera ocultando tras las colinas. Había un olor a humedad y a cera consumida en el ambiente que parecía emerger de las paredes para abrazarlos.
La amplia sala los recibió con un mosaico incrustado en el suelo que simulaba una esterilla de paja y, muy arriba, sobre sus cabezas, los vigilaba la bóveda completamente pintada de azul oscuro cruzada por hojas y sarmientos de vid.
La luz que penetraba por las estrechas ventanas horadadas en los muros acrecentaba la sensación de Victor de encontrarse en un lugar de culto cristiano muy antiguo y muy venerado. El doctor le dio un pequeño codazo y le hizo observar los frescos que había sobre las paredes. En medio de las sombras, el investigador descubrió las pinturas alusivas al padre del Bautista, al encuentro de su madre con la Virgen y a la Matanza de los Inocentes ordenada por Herodes, según la tradición de la villa contra el propio Juan y no contra Jesús.
Al bajar su mirada se topó con dos nichos enclaustrados en la pared. Uno de ellos contenía un pequeño altar de marfil coloreado imitando al mármol cubierto por un tapete verde y rematado por una cruz. A su lado, el otro nicho, más hundido en la pared, contenía un pozo con brocal del que colgaba un cubo metálico.
El primer pensamiento de Victor fue de alegría al recordar que Isaac se había olvidado la cuerda en casa. Lo más probable es que le hubiera obligado a descender por ese estrecho pozo.
El doctor le miró y le indicó con un gesto el nicho más profundo.
—Se supone que es de tiempos de los romanos o del período bizantino. Siglos VI a VIII —le aclaró.
—¿La parte más antigua de la iglesia?
—Casi. Debajo están los cimientos de otras construcciones de principios de nuestra era.
Ahora sí que temió verse obligado a descender por el pozo sujeto a la endeble cadena de la que colgaba el cubillo de metal. Hasta se habría alegrado de que el bolso de Isaac contuviese la cuerda.
—¿No habrá que...? —pero no terminó la frase.
—¡Por supuesto que no! —exclamó el doctor—. Debajo solo hay ruinas y algunas excavaciones arqueológicas. Aunque hubiera algo no encontraríamos nada.
El joven exhaló un profundo suspiro de alivio.
—Sígueme —le indicó el anciano.
En el suelo de la cripta un mosaico representaba a unos pececillos culebreando entre ondas de agua rodeados por una banda con flores de loto. La iconografía antigua pretendía así apagar la sed de los peregrinos. Al fondo, el pozo que estaban contemplando saciaría su deseo de beber de una forma menos metafórica. Hacia él se encaminaron los dos hombres.
El brocal estaba elaborado en piedra rosada de la zona y tenía forma octogonal. El joven lo escrutó hasta donde pudo retenido por una cadena de seguridad que impedía tocarlo, pero también por la escasez de luz.
—No veo nada —le indicó a su compañero, que no había soltado el bolso en ningún momento.
—Toma —le ofreció una de las dos linternas que llevaba.
Enfocó su haz de luz sobre la piedra rosa y sobre la pared del fondo. Algunos visitantes los veían hacer curiosos. Cuando una pareja se aproximó a Victor más de lo deseable, no aguardó a ser preguntado.
—Una filtración de agua. Somos de mantenimiento —dijo señalando al doctor.
Los turistas se alejaron contrariados, habían esperado encontrarse con algún asombroso descubrimiento arqueológico.
—¿Has visto algo? —le preguntó Isaac sonriendo ante su rápido comentario a los fisgones.
—Nada.
—Enfoca al arco —le pidió.
Sobre el brocal del pozo, un poco más arriba de la cruz que lo remataba, el techo de la cripta se cernía sobre ellos como una pequeña bóveda y se convertía en un arco de piedra que bajaba hasta el suelo.
Victor enfocó toda la longitud del arco, pero solo distinguieron la piedra erosionada por la humedad. Luego iluminó los viejos adoquines de las paredes. Nada.
El anciano meneó la cabeza apesadumbrado y se giró para salir de la cripta. En la pared que quedaba a su izquierda había un tercer nicho más pequeño aún.
Isaac recordó que en el protoevangelio de Santiago, a diferencia de lo que se narra en los Evangelios canónicos, se detalla que cuando Herodes ordenó la matanza de los inocentes lo hizo para asesinar al Bautista creyendo que él era el Mesías esperado, y no Jesús. Por eso contaban en Ein Kerem que Isabel temió por la vida de su hijo Juan y, tomándolo en brazos, corrió monte arriba para encontrar un lugar donde ocultarse. Al no encontrar ninguno y viendo que los soldados los perseguían muy de cerca, se detuvo, suspiró, y gritó a la montaña: «Montaña de Dios, recibe a una madre con su hijo». Y la montaña se abrió y la recibió. Y allí se ocultaron los dos de la ira del tirano Herodes. Ese lugar aún se veneraba hoy en día. Se trataba de una simple marca sobre la piedra en una de las paredes del pequeño nicho que Isaac estaba mirando. Pero al lado de esa señal en la roca que indicaba el lugar exacto en donde Isabel y su hijo se refugiaron, había otra incisión.
El anciano se volvió con un brillo especial en la mirada y aleccionó a Victor para que se acercara.
—Enfoca ahí —le pidió con un leve temblor en la mano y en el tono de voz.
Se accedía al despacho a través de una puerta que conectaba directamente con el salón. Jamal se vio saturado de trabajo al comprobar que tres de sus cuatro paredes estaban cubiertas de estanterías repletas de libros y de archivadores.
Miró un instante la mesa del escritorio y le disgustó observar que en ella también había varias columnas de papeles. Incluso en el suelo unos cuantos volúmenes se apilaban contra un rincón.
Sin embargo, no se desalentó y comenzó desechando los libros de los estantes. Tiró tres o cuatro al suelo para dejar un hueco por el que mirar y comprobar si había una doble fila tras ellos. Tanteó la pared y la golpeó con los nudillos. El muro le devolvió un sonido opaco, pero, no satisfecho, continuó dando pequeños golpecitos a lo largo de la estantería. A medida que avanzaba iba empujando con su brazo todo lo que encontraba a su paso. Cayeron al suelo más libros chocando unos contra otros.
Continuó así un largo rato sin que la pared le devolviese un solo sonido hueco hasta que alcanzó los archivadores y se detuvo. Leyó los títulos de sus lomos, muchos de ellos no lograba entenderlos. Pero sí comprendió el que decía «Bautismo». Lo abrió y lo hojeó, luego lo desechó lanzándolo al montón que ya se acumulaba en el suelo. Repitió la misma operación con todos aquellos relativos a Juan el Bautista, o a la tumba de Absalón o a todo lo que guardara alguna relación con esos temas y, aunque encontró las fotografías que el doctor había tomado del monumento funerario o algunos estudios sobre el Bautista, lo que estaba buscando se le resistía.
Tras una larga hora de búsqueda sin obtener ningún fruto, se sentó abatido sobre el mullido sillón del despacho, se reclinó con los brazos apoyados tras la cabeza y estiró las piernas encima de la mesa. Después de distraerse mirando unos segundos el techo, se entretuvo en dar patadas a los objetos que Isaac tenía en su escritorio. Empujó un pesado pisapapeles y volcó el portalapiceros. Al hacerlo, una pequeña llave cayó de su interior. La recogió y la observó con detenimiento. Intentó encajarla en las cerraduras de los cajones del escritorio. Pero no era de allí. Tampoco le importó, ya los había forzado. Comenzaba a preocuparle tener una llave en su mano y desconocer qué abría.
Bajó los pies de la mesa y escrutó la habitación mientras acariciaba su grueso bigote. No había dejado ni un solo libro de los estantes en pie y había golpeado todas las paredes. Sonaban macizas.
Continuó girando sobre el sillón hasta que se detuvo frente al único muro vacío del despacho, el que quedaba a su espalda. Vio el gran cuadro que la ocupaba y comprendió dónde estaba la cerradura que buscaba.
Retiró la pintura unos centímetros de la pared. Tras ella se escondía una caja de metal empotrada en el tabique. Sonrió mientras insertaba la pequeña llave pensando que hubiera sido fácil forzarla, ni siquiera era una verdadera caja fuerte.
Las paredes de la pequeña cripta eran de piedra, muy erosionada por el paso de los años y por los estragos de la humedad. Cuando Victor las enfocó pudieron distinguir un montón de cruces de diferentes tamaños talladas en la roca.
—No, ahí no —le dijo el doctor al tiempo que dirigía su brazo, el que sostenía la linterna, hacia un punto en concreto de la pared.
Dejó la luz estática en ese lugar sujetando con fuerza el antebrazo del joven. Sus ojos escrutaban cada milímetro de la deteriorada superficie. Extrajo sus gafas para presbicia del bolsillo de la camisa y se las colocó con dificultad cabalgando sobre la punta de la nariz.
—No la muevas —le pidió a Victor cuando le soltó.
Se aproximó todo lo posible a la pared y alzó la cabeza lo suficiente para poder ver a través de los cristales. La luz ambarina creaba sombras confusas en la roca. El doctor introdujo la mano en su bolsa de viaje y encontró la otra linterna que llevaba siempre consigo. Al encenderla dibujó un círculo luminoso que esparció brillos azulados sobre la superficie pétrea.
—Apaga esa.
A la luz blanca de la segunda linterna, las sombras dejaron paso a una curva pronunciada que se cerraba formando una circunferencia casi perfecta. Isaac tocó la pared con su dedo índice y cerró los ojos.
—Sí, es un círculo —susurró.
La figura geométrica estaba grabada al lado de la hendidura que marcaba el lugar donde la montaña se había abierto para ocultar a Isabel y a su hijo el Bautista. Era un círculo profundo, más hundido que las toscas cruces que adornaban las paredes. Pero también más erosionado.
—Y por lo tanto, más antiguo —supuso el profesor con un hilo de voz.
Cuando Isaac retiró su mano de la pared, Victor escrutó el lugar que había estado tocando y distinguió la circunferencia hendida en la roca. No creía posible que fuera un fenómeno de erosión natural, aquello parecía realizado por el hombre. Recordó la inscripción de la tumba y lo que el anciano le había enseñado sobre el alfabeto mandeo y entonces cayó en la cuenta de lo que significaba.
—Es una «a» —dijo incrédulo.
El doctor asintió mientras enfocaba la pared con su linterna.
—Si los mandeos han estado aquí, eso es la «a» de su alfabeto.
—Y si esa marca la han hecho los mandeos —dedujo el investigador—, tiene unos cuantos siglos más de antigüedad que las cruces.
—En efecto —le confirmó el anciano fijándose en la erosión de los bordes de la letra.
—¿Podemos estar seguros de que han sido ellos? —preguntó.
En la cabeza de Isaac comenzaba a tomar forma una teoría un tanto extravagante y, antes de exponérsela a su compañero, prefirió mostrársela.
—Sígueme. Si es mandea tiene que haber más.
Dejaron atrás el pórtico de piedra de la iglesia de la Visitación y descendieron por la empinada calle. El escuálido doctor sujetaba su bolsa con ambas manos como si en ella se hallase el secreto que andaban buscando. Victor le seguía intrigado con la linterna aún en la mano.
En pocos minutos alcanzaron un edificio blanco con un delgado minarete que era la mezquita principal de Ein Kerem, de cuando la ciudad estuvo habitada por los musulmanes. En su base había una estructura cuadrangular con arcos de medio punto en tres de sus lados. Bajando unas escaleras se accedía a un corto pasillo con el ambiente fresco y húmedo. Al fondo se encontraba Ain Sitti Mariam.
—La Fuente de María —exclamó Victor cuando la vio.
—Así es —asintió el anciano.
Un perro grande los vigilaba tranquilo recostado contra una de las paredes.
Isaac reparó en él y depositó su bolsa sobre un poyete de piedra cubierto de musgo en el lado opuesto. Ambos se dedicaron a observar la estructura olvidándose por completo del sosegado animal.
La fuente estaba alojada al fondo de un pasillo, tenía tres caños que vertían agua fresca sobre una pila verde de musgo. Y, aunque los caños no eran muy antiguos, la tradición cuenta que la Virgen María se detuvo en ella para refrescarse en su camino hacia la casa de Isabel. Desde el siglo XIV lleva su nombre. Sin embargo, los restos arqueológicos encontrados atestiguan que la fuente está en el mismo lugar desde la Edad de Bronce, momento en que una pequeña comunidad decidió asentarse en sus alrededores.
Sobre los caños se abría una estructura semicircular elaborada con sillares de piedra. Estaba tapiada en su mitad izquierda, pero la derecha mostraba una gruta algo más grande que el tamaño del perro apostado a sus pies por la que discurría el canal que llevaba el agua.
El doctor extrajo de nuevo la linterna de su bolsa y trepó al poyete resbaladizo a costa de romperse algún hueso. Victor le detuvo y le bajó en volandas.
—Ahí me meto yo —dijo señalando el hueco de la fuente.
No estaba dispuesto a que el anciano realizara esfuerzos innecesarios.
A Isaac no le quedó más remedio que conformarse. Lo único que podría hacer era seguir al joven cuando ya estuviera dentro y no pudiera volver a bajarle.
—Necesitarás saber lo que tienes que buscar —le indicó resignado sacando su bloc de notas de la bolsa.
En una hoja en blanco dibujó lo que al investigador le pareció un simple garabato. Era una especie de copa de vino de perfil con el pie muy grande o una «y» griega con la boca redonda.
—Es la «b» del abagada -le explicó el doctor. Debajo volvió a dibujar el mismo símbolo y le añadió delante una «a», un círculo con una pata recta y larga unida a la extraña «y» griega—. Te encontrarás esto —afirmó señalando el segundo dibujo— si la inscripción es «ba» en lugar de «b» simplemente.
Luego recortó la hoja y se la entregó a Victor junto con la linterna de luz azul.
El investigador puso un pie en las losas cubiertas de musgo y resbaló. El esfuerzo por mantener el equilibrio hizo que la cicatriz del muslo derecho se abriera. Victor lo sintió como un ramalazo de dolor que le alcanzó la cadera, pero, aparte de cerrar los ojos, no emitió el más mínimo sonido. Percibió que la venda se empapaba, solo esperaba que su pantalón oscuro impidiera al doctor ver la sangre.
Volvió a intentar subirse al poyete de losas, esta vez de rodillas y descargando la mayor parte de su peso sobre la pierna sana. Había guardado la linterna en el bolsillo de su pantalón y llevaba la hoja con los garabatos apretada entre los dientes.
Después alcanzó la base de la estructura de piedra que había detrás deslizándose sobre los caños que vertían el agua y se internó de rodillas en el estrecho pasillo siguiendo el canal. Giraba cada vez que el estrecho túnel lo hacía. A medida que avanzaba, el suelo y las paredes se tornaban más resbaladizas y frías. Tenía las rodilleras y la parte baja del pantalón empapadas y cubiertas del musgo que iba arrastrando.
Concentrado en mantener a raya el dolor de su muslo, no se percató de cómo Isaac se echó a la espalda su bolsa de viaje y le siguió por el túnel. El anciano aprovechaba el círculo de luz blanquecina que creaba la linterna de Victor para comprobar la edad de la piedra. Estaba a punto de pedirle al joven que se detuviera cuando lo hizo.
El investigador había alcanzado un punto en el que terminaba la obra humana y los sillares de piedra dejaban paso a la roca original de la que manaba la fuente que daba nombre a todo el pueblo. Suponiendo que los mandeos hubieran querido dejar alguna marca, sin duda lo habrían hecho allí.
Un roce a su espalda le sobresaltó. Miró hacia atrás.
—¡Doctor!
El anciano encogió los hombros al tiempo que el otro le alumbraba con la linterna.
Naseer estaba nervioso. Sus grandes ojos oscuros se movían sin cesar de un lado a otro en sus órbitas y él no paraba de caminar hacia arriba y hacia abajo. Habían dejado la casa de su amigo, lo que para el joven tarmida significaba un refugio dentro de la pecaminosa Jerusalén y estaban esperando un taxi. Basaam no habría sabido decir qué era lo que ponía más nervioso a su amigo, si la propia espera o el hacerlo en la ciudad malvada. Sonrió para sí mismo cuando escuchó la pregunta.
—Fueron 365, ¿verdad?
Solamente asintió con una leve inclinación de cabeza.
Habían sido 365 los tarmidas asesinados allí y eso le hizo recordar la historia que, seguramente, estaba preocupando al joven. Jerusalén era una ciudad malvada consagrada a Adonai, el dios del judaísmo. Fue él quien la construyó y atrajo hacia la villa mucha falsedad y persecución contra los sacerdotes mandeos que vivían en ella. Uno de sus espíritus buenos, Anush Uthra, se encaminó hacia la ciudad para sanar a los enfermos y hacer milagros, incluso se enfrentó a Jesús y refutó sus argumentos; pero los habitantes se opusieron a él y persiguieron a los conversos que había hecho.
Fue entonces cuando las gentes del pueblo asesinaron a 365 sacerdotes mandeos. Anush Uthra, lleno de rabia, solicitó permiso a Dios para arrasar la ciudad y destruir el templo judío. Hizo pedazos las siete columnas y mató a los hebreos que vivían allí y después se llevó a los creyentes mandeos que aún quedaban.
Basaam rememoró la oración del Abatan Qadmaiia, en la que los mandeos invocan bendiciones sobre los 365 creyentes que fueron asesinados, pero le sobresaltó la siguiente pregunta de Naseer.
—¿Cuánto tendremos que esperar?
En efecto, era lo que él pensaba, no sabía si lo que más le preocupaba a su amigo era la espera del taxi o las leyendas que hablaban de que Jerusalén estaba llena de maldad.
—No mucho —le respondió.
Sin embargo, el sacerdote no tuvo que apelar demasiado a su paciencia, en ese momento vieron aparecer un taxi con su inconfundible señal luminosa en el techo y Naseer levantó las dos manos para que se detuviera.
—A Ein Kerem, a la iglesia de San Juan Bautista —le indicó el mayor de los dos hombres cuando se acomodaron en su interior.
El taxista no perdió tiempo, le quedaba una maraña de carreteras atestadas hasta salir a la general. Al alcanzar campo abierto, Naseer se cansó de mirar por la ventanilla y se giró hasta quedar frente a su amigo.
—¿Qué ocurrirá?
Ahora volvía a la carga preguntándole de nuevo por el ritual de renovación del abagada. Le había hecho esa pregunta cientos de veces, pero Basaam no tenía respuesta, ni siquiera el ganzebra podría contestarla. El rito que realizarían al día siguiente se había celebrado por última vez hacía dos mil años. Su tradición les recomendaba ser cuidadosos y presentarse puros al acto, pero el peligro que implicaba cualquier error era muy alto contando con tan pocas indicaciones.
En la mente del joven Naseer se mezclaban todas las leyendas que había aprendido y los mayores peligros que podía imaginar eran los numerosos diablos de su religión privándole del Mundo de la Luz, que ya eran bastantes. Hasta él, que era un hombre valiente, tenía miedo de encontrarse cara a cara con todos ellos juntos. No en vano, aunque su profeta Juan el Bautista había nacido en Jerusalén, la ciudad rebosaba mal por los cuatro costados y eso hacía que los demonios fueran más poderosos allí.
—Los espíritus del mal nos confundirán —se quejó a su compañero.
—Sí —le respondió el sacerdote.
Comenzaba a creer que el cerebro de Naseer estaba algo confuso. También le preocupaba, y mucho, el ritual que llevarían a cabo al día siguiente. Todo eso junto, dentro de su cerebro efervescente, iba a conseguir que el día fuera muy, pero que muy largo. El sacerdote suspiró y miró por la ventanilla.
—Intentarán engañar a nuestra alma —le reprochó Naseer como si su amigo no tuviera en cuenta esos peligros.
—Sí. —La afirmación estaba desprovista de entonación. Como había repetido tantas veces sus miedos en voz alta, Basaam ya no tenía argumentos para hacerle entrar en razón. El día sería larguísimo, ahora estaba seguro.
—Y se llevarán los cuencos y nos robarán el amuleto.
—Sí.
—Y nos impedirán acabar el ritual.
—Es posible.
Aquella respuesta era nueva y desconcertó al joven tarmida.
—¿Seguro?
—No, no es seguro —le respondió lentamente su amigo.
Pero Basaam ya no tenía ninguna certeza, se movían en arenas movedizas y no sabían cuándo terminarían por no hacer pie. El nerviosismo de Naseer no le ayudaba en absoluto.
El círculo de luz de la linterna se detuvo a unos centímetros de la roca, sobre la boca abierta que manaba agua sin cesar. En ese punto la piedra apenas estaba erosionada. Era fría y áspera, a diferencia del resto que la rodeaba, que se mostraba lisa y pulida de tantos siglos dejando que la corriente se deslizase lamiendo su piel.
Los asombrados ojos del doctor Ben Shimon no se separaban de ese pedazo de roca. Grabada en ella podía distinguir la «a» con la punta muy larga encadenada a una «y» con forma de copa de vino.
—La «ba» mandea —murmuró.
Fue solo un susurro apenas audible, pero no hubiera sido necesario decirlo. Victor podía verla con tanta claridad como él. Los trazos habían sido grabados a mayor profundidad que la primera letra que encontraron en la iglesia de la Visitación. El haz azul de la linterna dibujaba sombras danzantes sobre los signos hendidos en la roca creando una sensación de irrealidad.
—No puedo creerlo —dijo Victor sin apartar sus ojos de las letras.
Y como queriendo afianzarse a la realidad, las rozó con las yemas de sus dedos para sorprenderse al comprender que estaban allí, que no eran un producto de su imaginación.
—Bien, continuemos.
El doctor se giró sobre sus artríticas rodillas, que crujieron alarmadas ante tanto dinamismo repentino, y comenzó a salir de la cripta. Victor no pudo reaccionar con tanta rapidez y, al volverse, sintió un reguero caliente que descendía por su pantalón empapado de agua. Tendría que preguntarle a Isaac si llevaba alguna venda en ese bolso suyo.
—¿A la otra iglesia? —inquirió el joven cuando consiguió girarse del todo.
—A la iglesia de San Juan Bautista. Allí encontraremos la respuesta. Espero —añadió.
La emoción le había hecho perder al anciano veinte o treinta años. Justo los que se había encontrado Victor. El pequeño corte de su mejilla izquierda estaba hinchado y la mandíbula se había oscurecido por completo confiriéndole un aspecto cansado y abatido.
Cuando el doctor asomó la cabeza por la abertura de la fuente dejó atrás el ambiente cargado del corredor y el fuerte olor a humedad. Tenía esa sensación fría pegada a la piel, pero no tuvo tiempo de quitarse el agua que le corría por la cara, un par de turistas le estaban observando con extrañeza. Un segundo después apareció tras él el investigador procurando no resbalarse con las losas cubiertas de musgo. Al verlos a los dos juntos, los turistas los reconocieron de inmediato.
—De mantenimiento, ¿verdad?
Al ver asentir a Victor, la pareja continuó llenando un par de botellas de plástico con el agua sagrada de la fuente, ajenos ya a aquellos dos hombres que se encargaban de velar por el buen funcionamiento de las ruinas cristianas.
—Estoy empapado —exclamó Isaac sacudiendo el tercio inferior de sus pantalones.
—¿No lleva en la bolsa unos de repuesto? —bromeó su compañero.
El otro se rió, pero, para sorpresa de Victor, asintió con la cabeza. —Me cambiaré en un baño público.
—Y ya puestos, ¿no tendría unas vendas?
Al ver revolver al doctor en el interior de su mochila, supuso que no y suspiró.
—Vamos a buscar esos aseos —le respondió el anciano blandiendo en alto un rollo de tela elástica de color blanco que se guardó debajo del brazo para poder extraer un frasco de yodo—. Me encargaré personalmente de esos primeros auxilios.
Media hora después, Victor tenía el muslo derecho limpio y vendado y estaba reclinado al sol dejando secar sus pantalones. El doctor se había cambiado los suyos por los de repuesto y había ido a buscar un par de refrescos y algo de comer. Descansarían un poco y harían tiempo hasta que abriese la iglesia de San Juan a las dos y media de la tarde.
La vieja buganvilla que tenían a su espalda se erguía sobre un tronco sólido y grueso y las flores rosas se desparramaban a su alrededor como un abanico. Victor cambió unos centímetros su posición para continuar estando frente al sol y evitar la sombra que comenzaba a proporcionarle la planta.
Hizo una mueca de dolor involuntaria y el doctor volvió a indagar en su bolsa.
—Toma —dijo ofreciéndole un calmante suave.
Victor se lo agradeció. Con él esperaba poder soportar el dolor de su muslo hasta que regresaran a Jerusalén.
—¿Por qué —le preguntó a Isaac después de tragarse la píldora— dejaron los mandeos esas letras grabadas en la iglesia y en la fuente? Parecen pistas.
No entendía que ese grupo, tan discreto en todo lo demás, fuera dejando rastros por la ciudad como si se tratara de antiguos «pulgarcitos» con sus miguitas de pan.
—No, yo no las consideraría pistas —precisó el anciano mientras meditaba la respuesta—. Como historiador creo más bien que es una forma de posesión. Ten en cuenta —le explicó— que esta secta ha vivido en diferentes países y han sido perseguidos a lo largo de su historia por otras religiones. Han sido expulsados de sus ciudades, han pretendido cambiarles la fe... Yo supongo que esas letras en el interior de la fuente, o la «a» en la iglesia de la Visitación, constituyen signos de pertenencia, algo similar a las cruces en un santuario cristiano o a la media luna en la cúspide de las mezquitas.
—Entonces —sugirió el investigador—, podríamos buscar emplazamientos mandeos comenzando por su «a», hasta acabar con su «z».
—No lo sé —sonrió el doctor—. Pero en cualquier caso, lo que es seguro es que comenzaríamos con la «a» y terminaríamos con la «a».
—¿Cómo? —se sorprendió Victor.
El calmante había comenzado a hacer su efecto y se encontraba menos dolorido.
—La primera letra del alfabeto mandeo es una «a» y la última, otra «a» —le confirmó.
—¿Tienen una letra repetida? —preguntó palpando sus pantalones y comprobando que ya estaban casi secos—. No entiendo muy bien la necesidad de esa duplicación. Además, al proceder del arameo creí que habrían copiado su alfabeto.
—Lo copiaron, en efecto —le confirmó el doctor—. Pero como tú mismo puedes comprobar, a pesar de conocer un poco de arameo, no eres capaz de leer el mandeo. —El joven asintió en silencio—. Transformaron las letras y le dieron una nueva forma. Es más —añadió—, sumaron dos nuevas a las veintidós existentes.
—¿Para qué necesitaban un alfabeto con veinticuatro caracteres? Con las letras de que disponían ya podían cubrir la amplia gama de fonemas necesarios para expresarse —razonó—. ¿Qué necesidad tenían de dos más si una de ellas era repetida?
—Tenían que cumplir unos propósitos...
—¿Mágicos? —le interrumpió Victor acordándose de su primera conversación.
—Mágicos, sí. —El anciano también la recordó y, al encontrarse sus miradas, se echaron a reír—. Aunque no es motivo de sorna —añadió en tono docente y con el dedo índice levantado, lo que animó al joven a reír con más fuerza.
Cuando ya solo asomaban unas pequeñas risitas en sus labios, Isaac continuó.
—Sabes que la numerología es importante dentro de la religión judía —lo dio por sentado—. También lo es para los mandeos, y veinticuatro es un número favorable. Cada una de sus letras representa una hora del día, desde una puesta del sol a otra. Y el día es un todo completo para ellos.
—¿Como un círculo que se cierra? —se atrevió a intervenir Victor.
—Como un círculo que se cierra —le confirmó.
—¿Y por qué tener dos letras iguales?
—Sus dos «a» se encuentran al principio y al final de su alfabeto, son la primera y la última letra. Con ello pretenden representar la perfección de la luz, que para ellos es fundamental —le aclaró—, y de la vida. Dicen —se refería a los mandeos— que su alfabeto ha perfeccionado el Principio y el Fin.
—¿Al finalizar de la misma forma que comienza?
El doctor asintió con la cabeza y bebió un trago de su refresco antes de continuar.
—¿Has notado que su «a» es como un círculo? —Ahora fue el turno de afirmar para el investigador—. Entre los que estudiamos a los mandeos ha surgido una corriente de pensamiento que cree que simboliza lo perfecto, lo cerrado, pero también lo cíclico, lo que comienza y acaba para volver a empezar en un movimiento continuo.
—¿Conciben la Historia como algo que se repite? —dedujo algo confuso de su explicación.
—No exactamente —le respondió Isaac—. Dividen la Historia en períodos, al final de cada uno de ellos, la humanidad es destruida dejando con vida solo a una pareja que comenzará el nuevo ciclo hasta la próxima destrucción. Todas las cosas retornan a su origen y a sus comienzos, como su alma retornará al Mundo de la Luz. En eso consiste lo cíclico.
—¿Y lo perfecto? —le recordó Victor—. También ha mencionado la perfección.
—En efecto, la perfección... —Hizo memoria—. La perfección se encuentra en el alfabeto —sentenció, y con ello dio por terminada su explicación; le palmeó la pierna sana y le ayudó a incorporarse—. Y ahora, vamos a la iglesia de San Juan. Todavía nos queda trabajo por hacer. Continuaremos hablando más tarde —acompañó su comentario con una sonrisa cálida.
—Hazle pasar —contestó Martin a su secretaria a través del interfono.
Jamal no se hizo esperar, ya estaba de pie ante la puerta de su despacho cuando oyó la respuesta.
—Veamos qué has encontrado.
—Tome, jefe —le dijo mientras le tendía los documentos que había sustraído de la casa de Isaac, el primero de ellos con una mancha de grasa en la portada.
El director los recogió y se entretuvo en hojearlos dejando a su subordinado de pie ante el escritorio. Estaba bastante satisfecho de su labor, aunque no lo manifestó de ninguna forma.
—Ahora finaliza el trabajo —le ordenó—. Tómate tu tiempo. —Fue más una orden que un consejo. Sabía que el joven investigador era menos confiado que el anciano y que no sería tan fácil encontrar sus archivos—. Y no vuelvas con las manos vacías.
Aquella última frase puso firme a Jamal. Hasta su mostacho, curvado de forma natural hacia abajo, estuvo a punto de estirarse.
—Sí, jefe.
El director hizo un gesto con la mano indicándole que podía abandonar el despacho y al hombre no hubo que repetírselo. Al salir se cruzó con Samuel y Andrea y los saludó con una inclinación de cabeza.
Martin estaba colocando los documentos que acababa de traerle Jamal cuando se percató de la llegada del professor y se incorporó para estrecharle la mano.
—Por favor, sentaos —les dijo mientras señalaba los dos sillones apostados frente a su escritorio.
Samuel apoyó su elegante bastón contra la mesa y se reclinó en la butaca como si fuera suya.
—¿Has recibido ya la copia del pergamino? —le preguntó.
—Aún no, pero tenemos los documentos del doctor Ben Shimon. Nos han llegado a primera hora. —Era una mentira con la que trataba de ocultar a Andrea algunos de sus procedimientos menos confesables.
Samuel estiró el brazo cuando Martin se los ofreció y se los pasó a la orientalista para que fuera estudiándolos. Ella sonrió, pero ninguno de los dos hombres se percató del verdadero sentido de esa sonrisa. La mancha de grasa que vio en la cubierta le hizo pensar que el doctor no había realizado la entrega personalmente: Isaac era demasiado pulcro.
Sin embargo, la mujer los tomó con avidez. No perdió tiempo en comenzar a hojear los dosieres y en darse cuenta de lo avanzada que el anciano llevaba la investigación. Al poco se alarmó.
—¡Lo sabe! ¡Isaac lo ha averiguado!
La iglesia de la Natividad de San Juan Bautista se levantaba en el centro de Ein Kerem. Para poder admirar el complejo en toda su extensión había que ascender a una colina cercana, pero Victor no estaba preparado para realizar grandes alardes físicos. A pesar de la cura de urgencia de Isaac, el descenso desde la fuente le había supuesto un esfuerzo excesivo. El muslo le latía con fuerza y, aunque había dejado de sangrar, le pedía a gritos un descanso. Cuando vio que la entrada a la iglesia estaba precedida por una escalera de casi una decena de escalones, suspiró.
El complejo de la Natividad había sido reconstruido en el siglo XVII gracias a los franciscanos, que para esta ocasión pidieron ayuda a la monarquía española, por eso en la fachada de la iglesia puede contemplarse su escudo de armas. También sorprende a los turistas encontrarse en su interior con las paredes cubiertas de azulejos blancos y azules al más puro estilo andaluz. La nueva edificación había aprovechado estructuras anteriores de la época romana y bizantina, aunque algunos de sus estratos más profundos pertenecían a la época de Jesús y del Bautista.
El acceso a San Juan consistía en un edificio cuadrangular de piedra blanca con arcos lanceolados en tres de sus lados haciendo las veces de puertas. Su frontón externo carecía de ornamentos, a excepción de dos estrechas ventanas en cada una de sus fachadas, que también poseían el arco acabado en forma de punta.
Nada más cruzar la entrada, a Victor le sorprendió otra fila de escalones y estaba a punto de echarse para atrás y dejar todo el trabajo a su compañero, cuando Isaac le empujó hacia su derecha. Entonces vio la puerta.
—Por ahí —le indicó el anciano.
No entraron en la iglesia, sino que se dirigieron hacia las capillas inferiores. Bajo el edificio cuadrangular, que hacía las veces de pórtico, se hallaban la capilla de los Mártires y la capilla Sur. Estaban situadas una al lado de la otra y fueron construidas en el siglo XII, aunque contenían restos más antiguos en parte de sus muros y de los ábsides, así como algunos mosaicos en los suelos.
Victor seguía a Isaac e iba más pendiente del dolor de su pierna que de mirar dónde pisaba. Por eso, cuando el anciano frenó en seco estuvo a punto de llevárselo por delante.
Desde donde se encontraban, la luz filtrada era muy tenue y se respiraba una verdadera atmósfera de tranquilidad. Hasta el polvo parecía haberse detenido para no turbar la paz de aquella pequeña habitación, una cámara cortada en la roca de la montaña de unos trece metros de largo por casi nueve de ancho. Al fondo se divisaban un coro y un presbiterio derruidos sobre los que aún quedaban restos del ábside. Esa zona de la capilla se encontraba a más altura y había sido separada de su cuerpo central por unas pilastras que aún mostraban sus muñones.
—¿Dónde estamos? —preguntó Victor.
En la quietud de la cámara, su voz sonó grave y estentórea levantando ecos de las paredes.
—En la capilla Sur —le respondió Isaac sacando las linternas de su bolsa de cuero—. No es la construcción más antigua, pero contiene restos del siglo VII. Si no encontramos nada aquí, miraremos en la de los Mártires, que tiene vestigios de unos doscientos años antes —añadió.
—Pues comencemos por esa —razonó el joven.
Isaac le ofreció una de las linternas mientras le contestaba.
—Aquí al lado —señaló la pared sur de la capilla— aún existe un pequeño baño ritual, como los que usaban los judíos para purificarse —le aclaró— y pertenece al siglo I de nuestra era. De encontrar alguna letra mandea supongo que lo haremos en esta capilla o en los baños, que mucho me temo que no van a ser judíos...
—¿Mandeos?
—Posiblemente. Después de lo que he visto —lo dijo pensando en la Fuente de María y en la iglesia de la Visitación—, creo que ellos también estuvieron aquí en el pasado.
Victor asintió y comenzó a enfocar una de las paredes con el haz de su linterna. Le sorprendió ver restos de color rojo en ella.
—En la época bizantina era costumbre decorar los muros de las iglesias con pinturas —le explicó el anciano.
—¿Qué buscamos?
El hombre hizo un gesto con su índice, como si escribiera algo en el aire, que no significaba nada para Victor.
—La «ga», su «c» —Y volvió a pintar la letra con el dedo, de forma imaginaria, sobre la pared.
Era como una serpiente vista de perfil con un bulto al final del rabo.
—Comienza por aquí —le indicó Isaac—. El muro sur está lindando con los baños y es el sitio más probable para encontrarla.
Sin embargo, pronto comprobaron que, a excepción de algunos rastros de pintura roja, no quedaba nada del período original. Toda la pared había sido enyesada.
El doctor hizo un gesto al investigador para que le siguiera y se concentraron en unos mosaicos que había en el suelo del ábside. Su centro estaba decorado con motivos florales y rodeado por una banda de diferentes colores. Los bordes del mosaico consistían en una serie de cuadrados rojos y negros. Pero a pesar de las fiorituras, no encontraron nada parecido a una serpiente con un bulto en el rabo.
—Veamos las pilastras —sugirió el doctor cuando ya le dolían las rodillas de estar acuclillado en el suelo.
El coro y el presbiterio de la capilla se hallaban separados del resto de la nave por cuatro pilastras, de las cuales una aún permanecía en su sitio, otra había desaparecido y de las dos restantes solo quedaba la mitad. Isaac estaba escrutando cada centímetro de la que estaba entera, cuando Victor llamó su atención.
—Mire aquí —le señaló una parte de su media pilastra, la que limitaba con el muro sur.
El anciano dirigió la luz de su linterna hacia ese punto.
—Es una estría —confirmó desilusionado.
El pilar mostraba una acanaladura vertical, de abajo hacia arriba, que había servido para sostener una pantalla que separaba físicamente el coro del resto de la capilla.
El joven continuaba enfocando su luz, había visto la hendidura, pero cerca del borde donde se acababa la pilastra quebrada...
—Aquí —repitió más alto—. Esto parece una serpiente de perfil.
El doctor volvió a mirar sabiendo que sería una marca del paso del tiempo o una grieta natural de la piedra.
—¡Es una serpiente de perfil! —se sorprendió con una carcajada—. ¡La has encontrado!
Allí estaba, una vieja «ga» grabada con trazos toscos sobre un lateral de la pilastra, apenas visible por la erosión pero suficiente para los ojos instruidos de Isaac.
Se demoró unos segundos acariciándola con la punta de los dedos. Luego se puso en pie.
—Nos quedan los baños rituales —dijo—. En ellos tiene que estar la «da» y lo que sea que hay tras el alfabeto mandeo. ¿Quizá el amuleto? —se preguntó el anciano.
—«Recibid el bautismo en Bet Makerem, recoged el amuleto y renovad el tesoro» —Victor rememoró el final de la inscripción del pergamino que encontró en Santa Catalina.
—Abagada —Isaac terminó la frase soltando una risa que reverberó contra las paredes de la oscura capilla.
La carretera serpenteaba a través de las colinas y los valles y el espectáculo de las terrazas cubiertas de frutales y viñedos le pareció a Basaam algo espectacular. El taxi continuaba su lento avance hacia Ein Kerem atravesando la campiña que lo circundaba y dejando que sus pasajeros disfrutasen de las increíbles vistas.
En poco menos de diez minutos atravesaban el barrio de Wa'ar Sara ascendiendo por la cuesta este que los llevaría hasta la iglesia de la Natividad de San Juan Bautista. El taxista los dejó ante las mismas puertas del templo.
Tras pagar el servicio, los dos mandeos se bajaron del vehículo y comenzaron a ascender los antiguos escalones de piedra bordeados por macetas con geranios en flor. Ya dentro del santuario preguntaron a un clérigo por el padre Thomas.
—Aguarden aquí, voy a avisarle.
El monje desapareció tras la puerta de la sacristía y al poco regresó acompañado de un anciano enjuto y bajito que, con ademanes lentos, les tendió la mano. Al ver sus keffiyahs blancos y negros supo quiénes eran y los saludó con una sonrisa.
—Buenos días. Me alegro de verlos. ¿Qué tal se encuentra mi buen amigo Zakaria?
—Bien, padre. Le envía recuerdos —le respondió Basaam—, Y me ha pedido que le diga que lamenta no poder verle cuando llegue a Jerusalén.
—¿Tiene problemas? —intuyó el sacerdote preocupado.
—Más bien, se trata de poco tiempo.
El anciano cambió la expresión de su cara y se relajó. Temía que su amigo no se encontrara bien; la edad, o quizá la situación delicada que atravesaba su país...
—¿Cómo van las cosas por Irak? —les preguntó.
—Algo revueltas. —El sacerdote restó importancia al asunto para no alarmar al anciano.
Aunque decir «algo revueltas» era quedarse corto cuando el país se encontraba a las puertas de una guerra civil y la comunidad internacional no era capaz de tomar decisiones eficaces para impedirlo. Además, la posición de los mandeos era más grave que la del resto de la población. Ellos eran perseguidos con saña acusados de ser los culpables de la situación, como en otro tiempo sucedió en Europa con los judíos. La gente inculta suele buscar un chivo expiatorio para sus propios errores y lo encuentra en los grupos minoritarios y en las otras religiones.
No hacía mucho, en el año 2003, el prominente líder chiíta y jurista ayatolá al-Hakeem decretó que los mandeos ya no tenían el estatus de gente del Libro, y en ese momento comenzó su verdadera persecución.
Los musulmanes protegen, o al menos soportan de alguna manera, a aquellas religiones que el Corán afirma que poseen uno o varios libros sagrados y tienen sus propios profetas, como el cristianismo, el judaísmo y el sabeísmo. Con los ahl-i-kitab, la «gente del Libro», eran tolerantes y les permitían practicar sus creencias, previo pago de un impuesto, la jizyah, y también eran exonerados del servicio militar. Sin embargo, con los infieles y los paganos actuaban de forma muy drástica, reprimiéndolos con firmeza y obligándolos a convertirse al islam. Basaam había podido comprobar por sí mismo cómo en los últimos años habían asaltado muchos de los comercios de sus amigos, bien con un arma en la mano o incendiándolas con botellas llenas de gasolina. Algunos incluso habían muerto de un disparo. También sabía de mujeres que habían sido violadas o forzadas a casarse con un musulmán; y a los niños los maltrataban en el colegio o los circuncidaban. No solo estaban atentando contra su propia fe, también vulneraban gravemente sus derechos humanos.
Los musulmanes sabían dónde hacer daño porque los conocían desde siempre y conocían su religión. Un mandeo que moría de un tiro no alcanzaría el Mundo de la Luz; ni una mujer violada, ni un niño circuncidado...
La situación se tornó muy grave cuando los musulmanes los tacharon de paganos de forma generalizada, ya no eran considerados gente del Libro y no debían ser protegidos, sino perseguidos. La confusión surge dentro del propio Corán cuando, al referirse a ellos, los denomina sabeos y no mandeos.
Existió en la ciudad de Harrán, al sur de Turquía, una secta pagana de adoradores de las estrellas que coincidió en el tiempo con los mandeos cuando estos emigraron desde Palestina hasta Mesopotamia. Durante los tres siglos que vivieron allí, los mandeos convivieron con otras sectas religiosas en paz, hasta que comenzó una dura persecución contra los idólatras y los paganos. Estos, para evitar la muerte, adoptaron el nombre que por aquel entonces recibían los mandeos, el de sabeos, y copiaron algunas de sus creencias. El tiempo se encargó de mezclar los conceptos, y aunque ellos demostraron en reiteradas ocasiones, con pruebas históricas, que eran los verdaderos sabeos, la miseria que impera actualmente en Irak por el embargo, por la guerra del Golfo y por la invasión estadounidense ha provocado que la sociedad musulmana crea que Dios los está castigando porque hay demasiados infieles entre ellos. Alentados por los clérigos musulmanes, están forzando la conversión, asesinando y violando impunemente a todos aquellos que no son ahl-i-kitab. Y, ahora, los mandeos, o los sabeos, habían dejado de serlo.
Pero todo eso se lo guardó Basaam para sí.
—¿Habéis tenido problemas con los musulmanes? —Se refería a ellos en particular, no a los mandeos en general, que ya sabía que sí por las noticias que leía en los periódicos.
La conversación continuó durante largo rato y dejaron los conflictos atrás para hablar de la belleza de la iglesia y de sus obras de arte hasta que el sacerdote mandeo le preguntó al padre Thomas:
—¿Podríamos visitar los baños?
En el muro sur de la capilla aún podían distinguirse los restos de una antigua puerta. Tenía un metro y medio de ancho, aunque no quedaba nada de la abertura original. Los restauradores habían tapiado parte de ella y la oquedad que dejaron la habían cubierto con una plancha de madera afianzada con goznes y asegurada con una gruesa cadena para impedir el paso.
Los escombros habían acortado su altura reduciéndola a unos escasos noventa centímetros; la tosca puerta de madera era aún más baja. Los dos hombres estaban arrodillados en el suelo y Victor intentaba hacer saltar el candado con su navaja suiza mientras Isaac le alumbraba con la linterna.
Los baños judíos no estaban abiertos al público, en gran medida porque su restauración aún no se había llevado a cabo, pero en una pequeña parte porque el padre Thomas la había ido retrasando debido a las reiteradas peticiones de su amigo Zakaria Asgari.
Con un ruidoso clic, el candado saltó por fin y dejó libre la cadena de eslabones de hierro. Ambos hombres giraron sus cabezas hacia la entrada de la capilla temiendo que el sonido los hubiera delatado. Hasta aquel momento habían tenido suerte y nadie había acudido a hacerles preguntas molestas.
Al comprobar que no acudía nadie, Victor empujó la puerta, pero no cedió. Lo intentó de nuevo apoyando su espalda en la madera y afianzando bien los pies en el suelo. Contuvo la respiración e hizo presión con todos los músculos de su cuerpo, solo consiguió moverla unos centímetros y los latidos de dolor de su muslo comenzaron a volverse insoportables. Tenía la frente cubierta de sudor. La secó con su manga mientras resbalaba rendido hasta quedar sentado sobre las frías losas.
El doctor revolvió en su viejo bolso y fue depositando en el suelo un montón de cachivaches: su cuaderno de notas, un mapa, una ganzúa que apartó hacia la izquierda, hasta que encontró un frasco oleoso de un producto multiuso y se lo ofreció al agotado Victor.
—Es una solución aceitosa —le explicó con una sonrisita tímida—, si llenamos los goznes con ella quizá podamos abrir la puerta.
El joven le miró estupefacto y pensó que podía haberse evitado el esfuerzo de empujar.
—No sabía si la había traído —se excusó el anciano al ver su mirada.
El otro se dio media vuelta y gastó más de la mitad del contenido en los oxidados goznes. Cuando el líquido chorreaba decidió que ya era suficiente y le devolvió el frasco a Isaac.
Volvió a tomar aire, apoyó su espalda contra la puerta y empujó con todas sus fuerzas. Un chirrido continuo, como un quejido, se extendió por la capilla. Victor no cedió, inspiró de nuevo y esta vez cogió impulso.
Cuando cayó al suelo verificó que la puerta había cedido unos cuarenta centímetros, muy escasos para poder cruzarla. Metió la mano por el hueco y comprobó que al otro lado se acumulaban los escombros. Retiró algunos hacia atrás y empujó de nuevo. Otro chirrido le acompañó en su esfuerzo, algo más suave porque los goznes ya se habían empapado de aceite. Había conseguido abrir un hueco suficientemente ancho como para pasar arrastrándose.
El doctor se acercó a él y enfocó su linterna hacia la habitación del fondo. El haz iluminó diminutas motas de polvo suspendidas en el aire. Cuando fueron asentándose en el suelo, los dos hombres pudieron distinguir una cámara tallada en la roca, pero estaba demasiado oscuro para percibir los detalles.
El primero en cruzar el umbral fue Isaac, le siguió Victor arrastrándose por el suelo repleto de escombros. Ya dentro, recogió la cadena y el candado y cerró la puerta. Se encontraban sumidos en una oscuridad opaca y densa con el ambiente tan húmedo que les resultó molesto. La linterna alcanzaba, con dificultad, la pared contraria, pero no lograba iluminar los límites este y oeste de la cavidad. Victor levantó la suya y comprobaron que el techo era muy bajo. Hacia delante el suelo comenzaba a descender con suavidad y, unos tres metros más allá, la cueva se elevaba hasta los dos metros de altura. Se desplazaron a gatas hasta que pudieron ponerse en pie sin peligro para sus cabezas.
Los baños judíos eran en realidad mandeos y consistían en una habitación rectangular excavada en la roca de la montaña. En algunos puntos aún permanecían restos de enyesado, pero en su gran mayoría pudieron ver la piedra desnuda. Hacia la izquierda había un par de escalones con el piso ancho que conducían a la piscina de purificación que hacía muchos siglos debió de estar cubierta de agua. De hecho, Isaac comprobó las marcas que había dejado el líquido en el borde de los peldaños. Aún se respiraba la humedad del ambiente y en el fondo del foso se veían algunos charcos. En otra época, una fuente fluyó incansable dentro de la cueva.
—¿Cómo es la «da»? —preguntó el joven yendo directamente al asunto que les había llevado hasta allí.
Isaac le describió la letra.
—Una «y» minúscula con la pata estirada acabada en una especie de montaña. —Victor no le había entendido—. Como la «ga» pero cambiando la serpiente por una «y» —le aclaró.
—De acuerdo —respondió cuando consiguió visualizar la letra en su mente—. ¿Por dónde empezamos?
El investigador miró hacia su izquierda y vio de nuevo los escalones tallados en la roca. Dio un par de pasos a su derecha y enfocó la linterna hacia allí. Los últimos metros de la cueva se extendían en una pequeña elevación con un metro de diferencia respecto al resto del suelo de la nave. La pared del fondo estaba construida con adoquines de piedra formando un muro desde el suelo hasta el techo.
—¿Qué le parece? —le preguntó a Isaac.
El anciano había estado comprobando los escalones de acceso a la piscina ritual y se giró al oírle. Cuando vio el muro de adoquines le respondió.
—Creo que será un buen comienzo.
La pared medía unos cuatro metros de ancho por dos de alto. Las piedras estaban tan desgastadas que a veces resultaba difícil encontrar la separación entre ellas. Isaac observó que en algún momento debieron de estar adornadas con pinturas porque encontró rastros de color negro. Pero no descubrieron ninguna letra tallada en los adoquines, ningún bajorrelieve medio borrado por el tiempo que pareciese una «y» minúscula con una montaña al principio.
Victor se sentó abatido en el suelo dejando colgar las piernas en el desnivel y dando la espalda a su compañero.
—¿Ha examinado ya la piscina? —le preguntó a Isaac.
—Mmm —el anciano contestó abstraído. Estaba comprobando los adoquines del centro del muro.
—La piscina, ¿ha visto algo en ella? —repitió.
—No. —Era un «no» distante, casi perdido.
El joven se giró al oír un tintineo metálico y observó al hombre golpeando la piedra con su pequeña ganzúa.
—¡Un momento! —le gritó.
El doctor sonrió. Ambos habían percibido el sonido hueco. Uno de los adoquines era una simple pantalla que ocultaba una cavidad.
Mientras Victor se incorporaba, Isaac raspaba los sedimentos del borde de la piedra con la ganzúa hasta que dejó a la vista el adoquín que había sonado a vacío. Introdujo la parte curva de la herramienta en el hueco e hizo palanca hacia fuera. Poco a poco, la estrecha loseta de piedra fue cediendo hasta que se abrió del todo. El doctor tenía en sus manos un adoquín de apenas un centímetro de espesor.
Los dos hombres se quedaron observando el hueco sin atreverse a mirar dentro. Temían haber llegado hasta allí para nada. Cuando por fin Victor lo enfocó comprobaron que era más profundo de lo que habían imaginado. Al fondo distinguieron la sombra de una pequeña caja de piedra blanca.
Isaac introdujo su brazo en el hueco y tuvo que estirarlo para lograr alcanzarla. La arrastró hasta el borde sin dejar de iluminar el objeto. En su cubierta podía verse con claridad la «ga» del alfabeto mandeo, grabada con una hermosa caligrafía redondeada.
Al doctor le temblaron los dedos cuando levantó la pesada tapa que encajaba a la perfección con el resto de la piedra. Ocupando casi la totalidad de la pequeña caja había una bolsita de cuero enmohecido. Isaac extrajo la bolsa y dejó la caja en el hueco del muro. Sus manos continuaban temblando cuando desató la cinta y extrajo su contenido.
Se trataba de una fina lámina de oro enrollada sobre un cordón de cuerda deshilachada formando una gargantilla. A la luz de la linterna, el metal estallaba en brillos de bronce con sombras oscuras. Alguien había escrito sobre él con una fina caligrafía las veinticuatro letras del alfabeto mandeo y, debajo de ellas, algún tipo de oración.
—«Por el nombre de... —tradujo el doctor—, el cielo y la tierra son atados...» —No quiso desenrollar más la lámina de oro para no quebrarla y dejó de leer. Su voz vibraba de emoción—. Es un amuleto mandeo —dijo—. El único amuleto mandeo de oro que conozco.
Victor se había quedado sin palabras. No sabía qué decir. El cliente de Archeo les había pedido que encontraran el pergamino, solo el pergamino, que halló en el monasterio de Santa Catalina. ¿Qué pensaría ahora si supiera que tenía el amuleto en su poder? ¿Y para qué lo querrían ellos?
El doctor volvió a guardar la pieza de oro dentro de la bolsita de cuero y luego la introdujo en la caja de piedra. Pensó en esconderla en el bolsillo de su chaqueta, apenas si era algo más grande que un paquete de cigarrillos, pero resultaba bastante pesada. Finalmente, la ocultó en el fondo de su bolsa de viaje.
Antes de abandonar la cueva del siglo I volvieron a colocar el adoquín en su posición inicial y sellaron sus laterales con escombros que recogieron del suelo; al salir dejaron también la pequeña puerta cerrada asegurándose de echar el candado. Isaac se entretuvo en limpiar el aceite que había caído al suelo y echó algo de la tierra del suelo sobre los goznes para que no brillaran.
Al ascender hacia la iglesia, Victor lanzó un rápido vistazo a su interior. Tres o cuatro grupos de turistas examinaban las pinturas y un par de monjes charlaban con dos hombres tocados con keffiyahs blancos y negros que le resultaron familiares. Ninguno les vio abandonar el santuario.
Agradecieron la luz y el débil calor de la tarde cuando salieron al exterior y se encaminaron hacia su vehículo. Tenían por delante un corto paseo, y ninguno dijo nada hasta que llegaron a él. Ya sentados en el viejo todoterreno, con Victor al volante, el joven creyó ver que los ojos de Isaac estaban vidriosos por la emoción.
—Es un gran descubrimiento —dijo el hombre—. Nadie había encontrado antes un amuleto mandeo de oro.
No solo continuaban temblando sus artríticas manos, también su voz tenía el movimiento pendular de la gelatina.
—Y ahora ¿qué hacemos con él? —preguntó Victor.
—¡Lo sabe! —exclamó Andrea—. El doctor Ben Shimon lo ha descubierto.
Los dos hombres la miraron interrogantes.
—¡Sabe dónde está Bet Makerem! —se explicó.
Samuel se acercó a ella para comprobar con sus propios ojos esa confirmación en las notas de Isaac, pero no había preocupación en su respuesta cuando dijo:
—Nosotros también, ¿no?
—Sí, pero... —La mujer no llegó a finalizar la frase, Martin Crown la interrumpió.
—No tenemos por qué preocuparnos, Andrea. —Y miró al professor buscando su asentimiento.
—Aunque vayan a Ein Kerem, ¿qué crees que encontrarán?, ¿dónde buscarías tú? —preguntó él.
Ella se levantó un mechón de rizos pelirrojos antes de responder, aquella pregunta la había pillado por sorpresa y más viniendo de Sinclair. Le había contado sus descubrimientos en el camino desde el aeropuerto y él se había mostrado satisfecho. Es cierto que no le había sugerido una visita a Ein Kerem, pero... «¿por qué se resistían a investigar en esa dirección?», pensó.
—¡No sé dónde buscaría! —lo dijo con un tono defensivo y algo brusco que alarmó a Samuel—. Pero resulta preocupante que Isaac lo sepa, ¿no lo veis así?
El professor intentó hacerla entrar en razón, su razón.
—Andrea —comenzó, como el padre que regaña a un niño díscolo—, si quieres que vayamos a visitar ese pueblo, iremos —miró a Martin, que asintió con la cabeza—, pero es del todo innecesario. Esta tarde tendremos una copia del pergamino —volvió a dirigir su vista hacia el director—, y nos aclarará muchas dudas. Entonces nos pondremos en marcha.
«Eso espero», pensó la mujer con las ideas confusas. Algo no encajaba en su mapa mental, aunque todavía no sabía muy bien de qué se trataba. Quizá si hubiera llegado a ver el esbozo de sonrisa que surcó la cara de Martin, habría podido intuir el giro que estaban tomando los acontecimientos.
Isaac había depositado la bolsa de viaje a sus pies y tenía la caja de piedra abierta sobre las rodillas. Intentaba desenroscar la fina lámina de oro con cuidado para no romperla. Era especialmente flexible y, poco a poco, calentándola entre sus manos, había conseguido estirar diez centímetros. Comprobó el grosor que permanecía enrollado y calculó que aún quedarían otros tantos. Volvió a mirar el inicio del texto. Comenzaba con el alfabeto y eso le resultó de lo más natural porque era común que muchos rollos mágicos contuviesen escritas las veinticuatro letras del abagada. Los mandeos consideraban que su lectura en voz alta era un conjuro que alejaba a los espíritus diabólicos. Habían dado nombre a ese exorcismo y lo llamaban al abaga, algo así como abagar, que traducido literalmente significaba abecear. En realidad se trataba de leer un encantamiento o un hechizo.
—¿Sabías que los mandeos poseen una bonita historia relacionada con estos amuletos? —Ante la negativa de Victor, el doctor prosiguió—: Cuentan que aquellos que necesitan el consejo divino sobre algún asunto deben escribir las letras del alfabeto sobre veinticuatro pedacitos de oro o de plata y guardarlos bajo su almohada. Cada noche que pasa van retirando una de las letras. Si un día, mientras duerme, el hombre tiene un sueño relacionado con su problema, se considera que el espíritu que pertenece a esa letra le ha hecho una revelación. A partir de ese momento usará el pedacito de oro o de plata con la letra enrollada en un cordón y lo llevará alrededor de su cuello como un amuleto.
Victor encendió el motor del todoterreno con la historia mandea resonando en sus oídos mientras el profesor continuaba con su traducción de la letanía que acompañaba al alfabeto.
En la distancia los observaba un hombre moreno de ojos verdes con un viejo corte al final de su ceja izquierda. Algunos moratones adornaban el resto de su cara. Sin embargo, sonreía mientras desgranaba las cuentas de su rosario recitando Allâh al-Muntaqim, Alá el Vengativo.
El padre Thomas hizo tintinear el llavero que llevaba colgado del cinturón y buscó con sus artríticos dedos la llave que abría el candado de la sala de los baños.
—Síganme —les indicó a los dos mandeos.
Cruzaron la iglesia y descendieron unas escaleras hasta alcanzar un pequeño patio. Tomaron la puerta que se abría a su izquierda y bajaron a la planta inferior del santuario, hacia la capilla Sur. El anciano los precedía con la llave apretada entre sus manos.
Allí abajo olía a humedad y la leve iluminación los dejó sin palabras. Sobre todo a Naseer, fácilmente impresionable. Mientras el padre Thomas manipulaba el candado, se entretuvo admirando los fragmentos de mosaico que adornaban el suelo del ábside.
—¡Ya está! —dijo el anciano cuando consiguió introducir la llave y la giró dos veces. Retiró la cadena de hierro y la depositó en el suelo, después se volvió hacia los dos hombres—. Avísenme cuando hayan terminado. —Basaam iba a añadir algo, pero el padre Thomas continuó—: Colocaré a uno de nuestros hermanos a la entrada de la capilla para que nadie les moleste. Y le hizo un gesto al sacerdote que le acompañaba para que les ofreciese la linterna que había traído.
—Muchas gracias —fue todo lo que dijo el mandeo.
Cuando el sacerdote abandonó la capilla Sur, Basaam y Naseer empujaron la pequeña puerta de madera, que cedió con facilidad. Naseer se inclinó hasta acabar de rodillas y cruzó su umbral sujetando la linterna con la boca. Le siguió Basaam. Al otro lado se vieron sorprendidos por pequeñas montañas de escombros y por el polvo flotando en el aire. El olor a humedad era mucho más fuerte allí, en los baños.
Aunque Zakaria les había descrito la habitación y les indicó dónde debían buscar el amuleto, se quedaron sobrecogidos al ver el lugar. La cámara había sido excavada en la roca a golpe de cincel por antepasados suyos hacía muchos siglos. Para Naseer era un recinto sagrado y, al ver un par de escalones que descendían hacia la piscina ritual, se dirigió hacia allí. El hueco que debía de ocupar el agua para realizar los bautismos llevaba mucho tiempo vacío, pero aún quedaban restos de humedad en el fondo. Más que verlos con la linterna, los percibía con el olfato. No pudo evitar imaginarse cómo serían las ceremonias celebradas allí. Los feligreses vestirían sus rastas blancos y los sacerdotes recitarían pasajes del Ginza, su libro más sagrado, su tesoro.
Sus dos ritos más importantes eran el bautismo como forma de purificación y la misa de difuntos para ayudar al alma a encontrar el Mundo de la Luz tras la muerte, y Naseer se sentía pequeño, casi diminuto, en aquel recinto que representaba un antiguo lugar de culto que para él palpitaba lleno de una luz espiritual. Estaba emocionado y a punto de llorar cuando su compañero le tomó por el hombro.
—Vamos, no tenemos mucho tiempo.
El joven se frotó los ojos con la manga de su camisa y dio media vuelta.
Hacia el fondo de la cueva, una elevación de un metro separaba la zona bautismal de un pequeño estrado cuya pared final estaba adoquinada. Naseer se apoyó con las manos para rebasar el escalón y ayudó a subir a su compañero.
A pesar de la linterna que les había prestado el padre Thomas, la oscuridad era casi total. El muro parecía una losa pulida, aunque estaba construido con adoquines de piedra. La erosión, el agua y los años habían fundido unos contra otros y, en muchos puntos, habían desaparecido las líneas divisorias.
El joven tarmida acariciaba con lentitud las piedras deteniéndose cuando localizaba algún saliente. Parecía encontrarse en trance. Basaam le dejaba hacer. Esbozó una pequeña sonrisa, casi invisible, al pensar en la sobrecargada imaginación de Naseer. Seguro que creía que su profeta Juan también había bautizado a sus fieles allí.
—Ayúdame —le dijo al cabo de unos minutos.
Las palabras rebotaron contra las paredes levantando ecos dormidos y distrajeron al tarmida de su ensimismamiento.
Basaam había localizado el adoquín falso y le necesitaba para que lo alumbrase con su linterna. Comenzó a retirar la fina capa de polvo que bordeaba los límites de la piedra y, cuando creyó que ya era suficiente, empujó el adoquín por su parte inferior para que se desprendiera. Lo hizo con facilidad y eso debería haberles sorprendido, pero estaban tan absortos en la importancia de su trabajo que no se percataron de ese pequeño detalle.
Cuando la fina losa cayó en manos de Basaam, su compañero, incapaz de reprimirse, introdujo el brazo con la linterna en el hueco y ambos miraron hacia el fondo.
—Enfoca bien —le indicó Basaam.
El otro movía el haz de luz de arriba abajo y de un lado al otro, pero no lograba ver la pequeña caja de piedra que tenía que estar allí.
—No la veo, ¡no la veo! —En los labios de Naseer la frase se convirtió en un grito desesperado.
El hotel Jerusalén aún no se había modernizado. La puerta de la habitación era de las que se abrían con una antigua llave de metal. Jamal se alegró de su buena suerte mientras rebuscaba en el bolsillo de su chaqueta un juego de ganzúas. Apenas tardó unos segundos en forzar la cerradura y desaparecer en el interior.
Era una sencilla habitación de hotel. La puerta de la derecha conducía al baño y un corto pasillo, con un espejo y un armario empotrado, desembocaba en una cama doble con dos pequeñas mesillas. Un par de cuadros sobre ellas servían de decoración. En la pared de enfrente había una cómoda antigua con cajones que hacía las veces de escritorio. Una silla y dos sillones con una mesita de centro cerca del balcón completaban el resto del mobiliario.
Al abrir la puerta del baño, Jamal descubrió que Victor era un hombre pulcro y ordenado. Había alineado sobre el lavabo el frasco de colonia junto al after shave y la crema de afeitar. No se molestó en revolverlo, nadie escondería objetos de valor allí.
Sin embargo, se dirigió con prisa hacia el armario buscando la caja de seguridad. Cuando la encontró vio que estaba abierta y vacía. Se dedicó, entonces, a husmear en la cómoda y en las mesillas. Desparramó unos papeles que había en uno de los cajones, pero no revestían ninguna importancia, eran del hotel. Luego revolvió las camisas y los jerséis de Victor para descubrir un par de libros de turismo. Comenzaba a enfadarse, había registrado gran parte de la habitación y no había encontrado nada que despertara su interés.
Abdul los estaba observando con una media sonrisa que no podía permitirse, le dolía el corte en el labio cada vez que lo hacía. Pero no le importaba, había visto desplegar a Isaac una fina lámina de metal que brillaba como el oro y, aunque no podía oírle, sabía que estaba tratando de traducir un texto. Luego vio una delgada cuerda que sujetaba la hoja enrollada y supo de inmediato que habían encontrado el amuleto. Por eso sonreía; por eso y porque le llevaría la pieza a su jefe. Sería una gran sorpresa para Martin.
Cuando Victor encendió el motor y puso el vehículo en marcha, él arrancó el suyo. Dejó que le adelantaran un par de automóviles antes de seguirle sin perderlos de vista. Comprobó que tomaban la calle principal para salir del pueblo. «Será perfecto», pensó.
La cadena de colinas que corre desde Jerusalén hacia el oeste se estrecha en un largo brazo en el este en cuyo extremo se encuentra Ein Kerem. La ciudad se extendía sobre las colinas circundantes y sobre el fondo de un pequeño valle. A vista de pájaro, se observaban las carreteras y los caminos serpenteantes entre montes y terrazas de cultivo, con pendientes peligrosamente inclinadas. Y antes de alcanzar Jerusalén había un par de curvas en las que convenía conducir con cuidado. Abdul lo sabía. El más mínimo error a una velocidad inadecuada podía desembocar en un contratiempo indeseable.
Al poco de dejar atrás el pueblo, uno de los vehículos que precedía al hombre del CSJ giró hacia la izquierda internándose por un camino de tierra. El otro adelantó al viejo todoterreno verde que circulaba demasiado despacio. Abdul miró por el retrovisor y comprobó que estaban solos en la carretera. Decidió que era el momento de actuar y pisó el acelerador. Su coche era más potente y también mucho más nuevo que el de su adversario. Poco a poco fue acortando la distancia que los separaba hasta que le rozó con su parachoques y comenzó a empujarle. Victor miró por el espejo, alarmado al sentir la presión.
—¡Es el de la tumba de Absalón! —exclamó.
El doctor no hizo ademán de comprobarlo. Empalideció de repente mientras guardaba el amuleto en su bolso y lo apretaba con fuerza junto a su pecho. Esperaba lo peor.
—Ten mucho cuidado —murmuró muerto de miedo, como si aquellas tres palabras constituyeran un exorcismo lo suficientemente poderoso como para protegerlos.
El joven le mostró una sonrisa de circunstancias. No podía hacer gran cosa en aquella carretera estrecha, llena de socavones y con árboles centenarios custodiando sus bordes. Lo único que se le ocurrió fue apretar a fondo el acelerador y, cuando lo hizo, el vehículo comenzó a quejarse. Victor sintió que todo en él se resentía del esfuerzo.
Abdul aumentó aún más su velocidad, pero con medida. Empujaba al todoterreno lo suficiente para que su conductor estuviese concentrado en manejarlo y no previera lo que iba a suceder a continuación. No deseaba que se percatase con antelación de lo que le esperaba en la próxima curva.
El viejo automóvil de Said iba al máximo de sus fuerzas. Victor intentaba que el otro no le empujase porque podría sacarle de la carretera con facilidad y los árboles que la bordeaban estarían esperándolos para frenarlos en seco. Sabía que el todoterreno no resistiría el golpe.
Se acercaba una curva cerrada. Isaac le avisó. Victor pisó el freno. Los ejes chirriaron. Las ruedas dejaron la mitad de su caucho sobre el asfalto, pero Abdul continuaba empujando con calculada precisión. El todoterreno coleó al entrar en la curva y pretendió tomarla recta. El joven reaccionó y enderezó el vehículo a tiempo de golpear la parte trasera contra un tronco macizo. Casi suspiraron al unísono.
Sin embargo, Abdul derrapó y su automóvil, más pesado, no respondió igual de bien. La potencia que le había exigido le cobró factura y las ruedas traseras le jugaron una mala pasada. Cuando consiguió recuperar el control comprobó que se había dejado parte de la chapa contra un árbol y el maletero parecía un acordeón. Le preocupó haberse quedado atascado contra el centenario ciprés, pero metió la marcha atrás y pisó el acelerador. Las ruedas giraron en el aire unos segundos y luego se afianzaron en la tierra hasta salir de nuevo a la carretera.
Vio cómo se alejaba el todoterreno. Tenía que alcanzarlo antes de que llegara al próximo desvío, allí la pendiente caía de forma más pronunciada y era el lugar idóneo para sacarlo del asfalto y dejarlo varado en una de las terrazas de cultivo. Aceleró.
Isaac tenía el miedo en el cuerpo y se agarraba con fuerza a su bolsa como si fuera un flotador de salvamento. Su compañero lanzaba vistazos al espejo retrovisor casi rezando porque el otro vehículo se hubiera quedado atascado en la tierra al borde de la carretera, pero habían celebrado su victoria demasiado pronto. Lo vio avanzar con rapidez hacia ellos y ya no tuvo ninguna duda de que no llegarían a la carretera principal. Les daría alcance mucho antes.
Los ojos verdes de Abdul enfocaban el todoterreno de forma hipnótica, como si fuese su mirada, y no la potencia de su motor, la que reducía la distancia que los separaba. Lo tenía a veinte metros y aumentó la velocidad. Comprobó el velocímetro y calculó que Victor entraría en la siguiente curva a cien por hora, bastaría un leve impulso para enviarle al fondo del valle. El hombre del CSJ pisó aún más el acelerador pensando que al investigador no le quedaría más remedio que continuar recto.
Fue un segundo decisivo.
—¡Agárrese! —le gritó Victor al anciano.
Al tiempo que rugió sus palabras, giró el volante con determinación, pero no hacia la derecha como esperaba su perseguidor, sino a la izquierda. Iba directo hacia el grueso tronco de un pino. Isaac cerró los ojos con fuerza temiéndose lo peor.
Victor intentó detener el vehículo y hundió el frenó en el suelo, pero el todoterreno no se clavó a la tierra como él había esperado. En contra de su previsión, avanzó a cámara lenta unos metros más acercándose al tronco de un grueso árbol, levantó nubes de polvo a su espalda enturbiando el aire y dejó que crujiera cada una de sus piezas antes de detenerse. Los dos hombres cabecearon hacia delante con violencia y el joven sintió la presión del volante en su estómago.
Aunque Abdul vio cómo el todoterreno giraba hacia su izquierda, él no pudo reaccionar a tiempo y continuó en línea recta. Pisó el freno y echó su cuerpo hacia atrás en un intento desesperado de reducir la velocidad, pero el vehículo se salió de la carretera cabeceando un par de veces al tropezar con algunas piedras y terminó su carrera al borde del precipicio. Colgaba sobre una terraza de cultivo construida en la pendiente de la colina y se mantenía en precario equilibrio balanceándose sobre las ramas de unos frutales viejos. Su suerte dependía de la resistencia de esos árboles.
—¡Tenía que estar! —le decía Naseer. Su voz era ahora un murmullo apagado muy cercano al llanto—. ¡Tenía que estar! ¿Me oyes?
Basaam le oía perfectamente, pero también estaba intentando escuchar el sonido de su móvil y no conseguía comunicarse con el ganzebra. Ya había realizado tres intentos y una voz femenina grabada le informaba de que «el número al que usted llama está fuera de cobertura o está apagado». Lo intentó una cuarta vez. Miró la hora en su reloj y pensó que Zakaria ya debería haber bajado del avión.
—¡Tenía que estar! —repitió Naseer en un susurro.
Debería haber estado, pero la pequeña caja de piedra que protegía el amuleto no estaba. El padre Thomas les confirmó que nadie había tenido acceso a los baños rituales y que la única llave del candado que existía era la que él guardaba. Volvió a mostrársela cuando lo dijo para imprimir más énfasis a sus palabras.
—Nadie ha podido acceder a los baños sin mi permiso —afirmó levantando la llave.
Pero alguien había entrado. Los dos hombres estaban desolados, aunque el joven era el que más le preocupaba y el anciano le ofreció una infusión calmante que rechazó. Después de eso abandonaron la iglesia y ahora estaban intentando contactar con su obispo.
«¡Por fin!», pensó Basaam. El teléfono le había dado tono. Aguardó unos segundos y alguien descolgó al otro lado de la línea.
—¡Zakaria!
No llegó a oír la respuesta, la comunicación se cortó.
Estaban llegando al barrio de Yemin Moshe. Ya podían distinguirse sus plácidas casas de piedra y los árboles centenarios que la rodeaban. Incluso las aspas de su típico molino de viento, como los de Holanda, cuyo cometido había consistido en moler la harina para el hospicio judío de 1865.
Habían acordado no denunciar al hombre, de momento, porque tendrían que dar demasiadas explicaciones a la policía y, desde luego, entregar el amuleto a la Autoridad de Antigüedades de Israel.
Victor estacionó el vehículo en el parquin con la intención de acompañar a pie al doctor hasta su residencia, pero él se lo impidió.
—Estoy bien —le garantizó.
Era cierto que ya no temblaba, aunque continuaba sujetando su bolsa de piel contra el cuerpo de forma compulsiva.
—Estoy bien —repitió el anciano más seguro al comprobar que el joven no terminaba de creerle.
Ninguno había sufrido daños en la carretera de Ein Kerem, pero Victor no se fiaba, sabía que Isaac tenía tres baipases en el corazón y si el susto no le había pasado factura todavía, aún estaba a tiempo de hacerlo.
—Vamos, le acompañaré —dijo cerrando la puerta del vehículo a su espalda.
—No es necesario —insistió el doctor—. Iré dando un paseo.
Cuando estaba a punto de marcharse, se giró, abrió su bolsa y extrajo la pequeña caja de piedra.
—Ten —le ofreció al joven—, es preferible que la guardes tú.
Al tomarla, Victor acarició con las yemas de sus dedos los ásperos bordes de la inscripción y miró al anciano.
—Es... hermosa —dijo, al no poder encontrar otro adjetivo más adecuado—, y parece brillar.
La caja de piedra no brillaba, pero con los últimos rayos de la tarde alguna de sus vetas parecía refulgir.
—Como si fuera magia —añadió Isaac mirándola.
Pero aquella palabra no surtió el efecto deseado y ninguno de los dos se rió, demasiado preocupados para apreciar el chiste.
—¿Por qué todo esto, doctor? —le preguntó de pronto Victor.
El investigador no lograba entender el objetivo final de aquella aventura, la persecución, el amuleto...
Isaac dejó vagar su vista un instante hacia los árboles que bordeaban Yemin Moshe y luego le contestó abatido.
—No lo sé.
—¿Y si la leyenda fuera cierta? ¿Y si sus palabras tuvieran poder? —La mirada que le dirigió el anciano le hizo explicarse mejor—. No me refiero al poder de cambiar el mundo o de mover montañas, pero ¿por qué no leemos entre líneas? ¿Es posible que ese poder en el que creen los mandeos se encuentre dentro del alfabeto? —Y remarcó la palabra dentro cuando la pronunció.
Recordó al instante cómo había encontrado una copia de la inscripción de la tumba dentro del Himno del Bautista.
—No te entiendo muy bien. ¿Te refieres a que los mandeos han usado su alfabeto para esconder en él algún tipo de conocimiento?, ¿una clave?
—¿Por qué no? No he dejado de darle vueltas a la conexión que puede existir entre ellos, el Bautista y los esenios. Y ese vínculo tiene que ofrecernos por fuerza una respuesta a nuestro rompecabezas.
—El nexo de unión con Juan es evidente —repuso el doctor—, pero relacionarlos con los esenios es bastante más complicado.
—No tanto. Si nos atenemos a que ambos grupos religiosos eran gnósticos y vivieron durante el siglo primero de nuestra era en Jerusalén y Jerusalén era una ciudad pequeña, entonces tenían que haberse conocido y, probablemente, se habrían tratado.
—¿Adónde nos conduce tu hipótesis? —quiso saber Isaac.
El investigador buscaba en su mente la respuesta a esa pregunta, pero por el momento no tenía ninguna que ofrecerle a Isaac, solo contaba con conjeturas.
—Aunque los mandeos no tengan tesoros —hilaba su sospecha—, ha de haber algo más detrás de ese alfabeto que lo vuelva tan importante. Estará de acuerdo conmigo en que, en caso contrario, los Cristianos de San Juan no se molestarían en absoluto. —El anciano asintió, en eso sí que estaba de acuerdo con Victor—. Cabe la posibilidad —prosiguió— de que hubieran escondido o guardado algo de gran valor que no era suyo, que pertenecía a otros.
—Entonces los mandeos actuarían únicamente como depositarios.
Esa era, expresada de manera exacta, la idea que rondaba la cabeza del investigador.
—Creo que su amigo, el doctor Cohen, podría ayudarme. Si está buscando un tesoro, es posible que haya oído hablar de otros. ¿Tiene su número de teléfono?
Isaac vio en sus ojos la misma mirada que le ofrecía Elijah Cohen cada vez que hablaban de sus avances en el yacimiento cuando suponía que pronto aparecería alguna prueba incontrovertible que le llevaría hasta el descubrimiento de su vida.
—Apunta —le dijo—. Quizá tengas razón.
Después, Isaac volvió a observar los árboles que rodeaban su barrio y sintió que la debilidad le embargaba; necesitaba descansar, ya era un poco viejo para aquellas correrías. Se despidió del joven con intención de irse, pero Victor se lo impidió.
—Aguarde, le acompañaré.
—No es necesario, me encuentro bien. —Hizo un gesto cómico palpándose todos los huesos para comprobar que estaban en su sitio y ahora sí que fue capaz de arrancarle una sonrisa al joven.
Al final, Victor no tuvo más remedio que aceptar su decisión y le vio alejarse despacio. No se atrevió a insistir de nuevo. A pesar del día que habían pasado no le vio andar encorvado. Continuaba erguido, como si todo hubiese sido un sueño. Le acompañó con la mirada hasta que su figura se perdió entre las primeras casas. Después subió al todoterreno de Said, que no se encontraba en tan buen estado como ellos, y abandonó el aparcamiento.
Al doctor Ben Shimon nunca le había importado que un decreto impidiese la entrada de los vehículos a motor en su barrio. El ayuntamiento había construido cuatro aparcamientos públicos en los alrededores, más que suficientes para los vecinos. Y ahora le importaba menos que nunca: aprovecharía el corto paseo hasta su casa para terminar de relajarse. Luego se prepararía una taza de té, vertería una nube de leche en ella y dejaría pasar lo que quedaba de jornada escuchando a Vivaldi y arreglando los arriates de la entrada.
Solo necesitó quince minutos para alcanzar la pequeña cancela de hierro, subió los cuatro escalones e introdujo la llave en la cerradura. En ese momento ya supo que algo andaba mal. El cerrojo de seguridad no estaba echado.
Al abrir la puerta por completo vio los cajones del armario de la entrada desencajados y su contenido esparcido por el suelo. Pasó al salón y cruzó con rapidez hacia su despacho. Se quedó boquiabierto, sin poder reaccionar.
Parecía que un vendaval había asolado la habitación. Sus notas estaban desparramadas por la mesa, el ordenador volcado, los libros de las estanterías tirados... Se dejó caer abatido en el sillón de su escritorio y respiró con lentitud intentando controlar los latidos de su corazón mientras contaba hasta diez. Repitió otra serie y se palpó el pecho. Ahora golpeaba más despacio.
Cuando consiguió recuperar el aliento levantó algunos papeles y carpetas, todo estaba revuelto pero no echaba nada en falta. «¡Las notas sobre Absalón!», gritó su cerebro de repente. Se giró sobre el asiento y no fue necesario buscar el dosier sobre el Bautista. El falso cuadro estaba separado unos centímetros de la pared y la caja de seguridad abierta. Su investigación había desaparecido.
En realidad, no le preocupaba la falta de los documentos, estaban archivados en el ordenador y podría obtener las copias que necesitase, incluso había escaneado los papeles de Victor, lo que le inquietaba era saber quién los había robado.
Levantó el auricular del teléfono de su despacho y marcó el móvil del investigador. La línea dio el primer tono. Aguardó. A la décima señal saltó el contestador automático. Volvió a intentarlo de nuevo, pero tampoco tuvo suerte.
Se puso en pie para prepararse un té con leche y, mientras calentaba el agua, telefoneó a la policía.
Jamal se colocó en el centro de la habitación y comenzó a fijar su mirada en cada una de las paredes, de arriba hacia abajo, peinando la zona con cierta profesionalidad. Cuando llegó al armario empotrado se percató de que tenía paneles superiores que llegaban hasta el techo. Se mesó el grueso bigote y sonrió al aire, seguro de que los papeles estaban allí.
Acercó la silla del escritorio al armario y se encaramó a ella. Abrió las portezuelas y le cayó encima un almohadón que estuvo a punto de tirarlo al suelo. Tanteó el hueco y encontró un par de mantas de repuesto y otra almohada que arrojó sobre su espalda.
Al ponerse de puntillas no vio nada más, pero no se rindió. Apoyó las dos manos sobre la base superior del armario y se alzó unos centímetros. Al fondo había un portafolios negro. Estiró uno de los brazos todo lo que pudo hasta quedarse en un precario equilibrio; sin embargo, no lograba alcanzarlo.
Entonces se bajó de la silla y la apartó. Se dirigió hacia la cómoda, barrió con el brazo todos los objetos que había sobre ella y la empujó hacia al armario. Colocó la silla encima y se subió, solo cuando introdujo medio cuerpo dentro del estante consiguió alcanzar el portafolios.
Ya en el suelo, lo abrió. Contenía papeles y documentos cuyo idioma no sabía leer. Casi al final del dosier vio unas cuantas fotografías de la tumba de Absalón y de su inscripción. Aquello sí lo entendía.
Acababa de guardar el portafolios bajo su brazo cuando oyó que manipulaban el picaporte de la puerta, solo tuvo tiempo de huir hacia el balcón.
Victor vio la cómoda fuera de su sitio y la silla volcada al tiempo que un hombre se abalanzaba hacia el fondo de la habitación y reaccionó con rapidez. No hizo falta que comprobara sus pertenencias para saber lo que le habían robado.
Corrió tras él saltando por encima del mueble y estuvo a punto de alcanzarle cuando resbaló. Se incorporó sin perder un segundo y salió al balcón, pero el hombre había aprovechado un viejo canalón pegado a la pared y descendía hacia la planta inferior con riesgo de romperse la cabeza.
Victor se encaramó a la desvencijada tubería para seguirle, pero comprobó que no ofrecía ninguna seguridad y prefirió no arriesgarse. Vio cómo el ladrón saltaba de un balcón a otro y alcanzaba la planta baja para perderse entre las callejuelas de Jerusalén.
El nerviosismo que había sufrido Naseer esperando al taxi para desplazarse a Ein Kerem no fue nada comparado con el que sentía ahora. Paseaba de arriba abajo de forma compulsiva en el patio de la casa donde se alojaban. Su queja cien veces repetida de «tenía que estar» se había convertido en una letanía que repetía una y otra vez en murmullos.
Culpaba a la malvada ciudad de Jerusalén y a Ur, el hijo de Ruha. Estaba seguro de que las fuerzas del mal se habían aliado contra ellos para impedirles renovar el poder de su alfabeto. Los demonios deseaban el mal para ellos, querían confundir a los hombres. Naseer lo sabía, sabía que algo saldría mal, tenía que haber estado preparado para ello. «Los espíritus del mal no nos dejarán realizar el ritual, ya se lo dije a Basaam, pero él no me prestó la atención suficiente. Y, ahora, ¿qué haremos? Sin el alfabeto tampoco podremos alcanzar el Mundo de la Luz.»
Su primera y su última letra, una «a», representaba el Principio y el Fin de todas las cosas, pero también indicaba que todo volvía a sus orígenes. Ahora no podría devolverlos a ellos a los suyos. No solo no restaurarían el poder, tampoco encontrarían el mundo de donde procedían, el Mundo de la Luz. Y aquello sí que asustaba a Naseer. El terror se apoderó de él al pensar que vagaría durante eones por el cosmos, asaltado por todos los demonios, hasta el día del juicio final, el Gran Día del Fin. Ese día todos serían rehabilitados, incluso los seres luminosos caídos, como Jofamin o Ptahil, o todos aquellos que moraban en el Infierno, y entonces podría volver al Mundo de la Luz.
Aquel último pensamiento le confortó de alguna manera, aunque pasara mucho tiempo, el Gran Día del Fin un mensajero conduciría su alma desde el mundo de la oscuridad hacia el Paraíso. Y ese día solo existirá el Mundo de la Luz y los sufrimientos habrán terminado. Con esa idea en la cabeza volvió a recitar su pesada letanía: «Tenía que estar, tenía que estar».
Basaam se había sentado sobre una pequeña butaca y le observaba en su ir y venir sin poder calmarle. Había apoyado los brazos sobre las rodillas y tenía las manos entrelazadas bajo la barbilla. En ocasiones se sujetaba la cabeza como para poder sostener el peso de sus pensamientos en el cerebro. No había conseguido contactar con Zakaria Asgari, aunque eso carecía de importancia ya. No tardaría mucho en aparecer por la puerta. Hacía más de hora y media que su avión había aterrizado en el aeropuerto Ben Gurión y un taxi apenas tarda cuarenta minutos en llegar a Jerusalén.
El sacerdote volvió a comprobar la hora en su reloj de pulsera mientras su compañero continuaba paseando apesadumbrado por el patio.
Cuando alguien golpeó con seguridad la aldaba de la puerta, Naseer se abalanzó sobre ella y la abrió. Al ver al ganzebra dejó de murmurar y se echó en sus brazos.
—¡Tenía que estar!
El anciano no le entendió, pero comprendió la situación con rapidez al observar a Basaam con los hombros caídos mirándole como si todo hubiera acabado.
—¡Tenía que estar! —repitió en un lamento el más joven.
Zakaria le acarició el pelo y palmeó su espalda para tranquilizarle.
—Ayúdame a llegar hasta una silla.
Acercó una pequeña banqueta y ayudó al anciano a sentarse. Después trajo otras dos para Basaam y para él.
—¡Tenía...!
—Lo sé, lo sé —le interrumpió el obispo con la voz tranquila—. Tenía que estar. —Y continuó con la mano posada en su cabeza. Aquello parecía tranquilizar a Naseer. Utilizó la que le quedaba libre para apoyarla en una rodilla del otro sacerdote—. ¿Qué ha pasado?
—El amuleto ha desaparecido —le respondió sin poder mirarle a los ojos. Basaam parecía más viejo que el propio Zakaria.
—¿Habéis visto a alguien robarlo? ¿Tenéis alguna sospecha?
—No. Simplemente no estaba en el hueco de la pared. ¿Qué vamos a hacer ahora? No podemos retrasar el ritual.
—Continuaremos como si nada hubiera pasado —le contestó el ganzebra con la voz cargada de paz. Parecía que, en efecto, no había pasado nada.
El anciano fue consiguiendo, poco a poco, apaciguar el ánimo de los hombres. Aunque a él también le había afectado la pérdida del amuleto, sabía que enfurecerse o entristecerse no cambiaría la situación.
—Esta noche nos purificaremos, mañana iremos a la gruta, vestiremos nuestros rastas nuevos y realizaremos el rito hasta donde podamos. La Luz nos ayudará.
Confiaba en la Luz, su Luz, esa que rodeaba todo lo divino y a la que habrían de volver tras su muerte. El señor que gobernaba el mundo del bien, Mana Rabba, y sus uthras luminosos los ayudarían en su difícil empresa. Confiaba en ello.
—Pero no servirá —se quejó Naseer en voz baja.
—Eso no lo sabemos, muchacho. Hoy haremos lo que tenemos que hacer y mañana haremos lo que habíamos planeado, y del resto se encargarán Mana Rabba y sus uthras. Ellos velarán por nosotros y guiarán nuestros pasos.
Había apelado a Mana Rabba, el ser supremo, y a sus seres luminosos, los uthras. Un cristiano habría pedido ayuda a Dios y a su corte de ángeles celestiales.
La policía llegó al hotel en menos de quince minutos. Para entonces, Victor ya había metido en su mochila los objetos de aseo personal y algo de ropa limpia; firmó los documentos que le pidieron e interpuso la denuncia por el robo alegando que no echaba en falta ninguno de sus bienes y que no conocía al ladrón ni le había visto la cara.
Mintió con descaro, pero no tenía forma de probar que los informes que se había llevado eran de su propiedad y, además, verse involucrado en una investigación policial le impediría salir del país. Prefería que ellos dieran el caso por cerrado antes siquiera de haberlo abierto.
Sin embargo, sí conocía al ladrón. O al menos eso creía. «¿Dónde he visto antes a ese tipo con una camisa de rayas naranjas?», pensó. Revolvió entre sus recuerdos mientras conducía hacia el comercio de su amigo Said, pero no lograba recuperar de su memoria el lugar y el momento en que ese hombre le había resultado extraño y había llamado su atención.
Poco después, Said Alami le recibía con un fuerte abrazo en la puerta de atrás, la que daba paso directamente a su vivienda sin tener que atravesar la tienda.
—Siento lo del todoterreno —se disculpó señalando las nuevas abolladuras en su chapa.
El palestino le empujó hacia dentro de la casa restando importancia a los golpes.
—Mañana mismo lo llevo a un taller para que lo reparen. Te lo devolveré como nuevo.
—Ya lo haré yo —le respondió su amigo palmeando con resignación la espalda del joven.
Le gustaba ser el único que arreglara su viejo vehículo y, cuando era necesario, echaba mano de un mecánico conocido suyo, pero estando siempre presente en todas las reparaciones que se llevaban a cabo. El viejo land rover había sido un capricho de hacía treinta años, cuando apenas si podía permitirse un lujo como aquel, y el automóvil le había servido bien. Lo arreglaría con cariño hasta el día en que se negase a andar. Dio por zanjado el asunto y miró a su amigo de arriba abajo para comprobar que el todoterreno le había protegido bien.
—¿Qué ha pasado?
—Han intentado echarnos de la carretera.
Mientras subían la escalera hasta llegar al patio de la azotea, Victor le contó lo que había sucedido. El anticuario no dejaba de echarse las manos a la cabeza. Pensaba que el investigador estaba loco, pero el viejo Isaac no se quedaba atrás.
Se sentaron en unas mullidas butacas de mimbre en la parte acristalada de la terraza. Podían disfrutar de la espectacular puesta de sol que doraba los tejados del viejo Jerusalén. A través de sus rayos, las flores fucsias de la buganvilla parecían talladas en oro rojo.
Apenas cinco minutos después apareció la hija mayor de Said con una tetera hirviendo y un par de vasos labrados. El hombre echó en falta la bandeja de pastelillos de pistacho, pero se resignó, ya los comerían de postre después de cenar. Se pasó la mano por su abultada barriga. Tenía la profunda convicción de que su mujer le había puesto a régimen sin consultarlo con él.
—El del coche debe de ser Abdul. Es la mano derecha de Martin Crown —le comentó a Victor mientras servía el té y le añadía unas hojas de menta—. El otro, el de la camisa de rayas, creo que es su primo Jamal. Le reservan para los trabajos más básicos.
Victor le miró intrigado, preguntaba con la mirada por qué habían intentado echarlos de la carretera.
—No lo sé —le respondió ofreciéndole su té y el azucarero—. Pero estoy seguro de que sabéis algo que no deberíais. O ellos creen que lo sabéis —añadió.
Volvió a su asiento y calentó las palmas de sus manos al contacto con el vaso. La noche primaveral se auguraba algo fresca. No dijo una sola palabra mientras el joven le contaba sus nuevos descubrimientos en Ein Kerem, pero le miró con especial atención cuando comenzó a describirle el amuleto.
—Isaac dice que es auténtico. A simple vista no ha podido datarlo con precisión, pero por el tipo de escritura ha deducido que tuvo que ser elaborado entre los siglos I y III de nuestra era.
Mientras hablaba sacó la caja de piedra blanca de su mochila y le mostró al anticuario la letra inscrita en su tapa antes de retirarla.
—Es una «d», en mandeo —le aclaró.
Después tomó la funda de cuero, que parecía de reciente factura a pesar de los estragos que había producido la humedad en ella y la abrió. Extrajo con mucho cuidado el canutillo de oro enrollado sobre el cordón y comenzó a desplegarlo con exasperante lentitud.
Said se levantó y encendió las luces de la terraza. Apenas si tardó tres segundos en llegar hasta el interruptor y en volver. Seguía con mucha atención el proceso de su amigo. Cuando el investigador ya había alisado unos diez centímetros, se detuvo y le pasó el amuleto. Los ojos del árabe casi se salieron de sus órbitas y a Victor le pareció que su aguileña nariz de comerciante se afilaba hasta el infinito.
—Dejadlo ahora, esos tipos os van a matar —anunció en un tono cargado de pesimismo.
Sin embargo, ni él mismo estaba seguro de que hubiera que dejarlo. Su instinto mercader le indicaba que allí había algo que merecía la pena, y mucho. Estaba dispuesto, incluso, a no volver a tocar un solo pastelillo de pistacho el resto de su vida si aquello resultaba ser cierto.
—¿Qué es? —le preguntó Victor señalando el rollo de oro.
—Es como si me hubieras traído un clavo de la cruz de Cristo, pero en versión mandea. Algo así como la escudilla con la que bautizaba Juan. Esto no se puede vender, es para exponerlo en un museo —dijo suspirando.
En ninguno de sus más de cuarenta años como traficante y después como vendedor legal de antigüedades se había topado con una pieza como aquella. Su precio en el mercado negro sería altísimo y no por su cantidad de oro, pero hay objetos que deben pertenecer a todos. Hace siquiera un par de años ni se le habría ocurrido pensar aquello. «Me estoy ablandando con la edad», supuso.
—Pero ¿qué es en realidad? —insistió el joven.
—El doctor debe de suponerlo. ¿No te lo ha dicho? —Ante el gesto negativo de su amigo, prosiguió—: Lo habrá hecho para protegerte, pero si los del CSJ saben que lo tenéis, no hay protección posible. —Victor continuaba mirándole y Said le ofreció una explicación—. Yo tampoco estoy seguro. —Se cubrió las espaldas, aunque sí lo estaba. Le dio un par de vueltas a la lámina de oro y observó la cuerda que lo sujetaba—. Isaac tiene razón, es auténtico y pertenece al siglo I. Podría decirte que se escribió poco antes de la muerte del Bautista.
Ahora fue Victor quien abrió los ojos y no perdió ni una coma de lo que decía Said. Jamás supuso que su amigo conociera tan bien ese período de la historia.
—¿Te ha contado Isaac la leyenda? —le preguntó como si solo existiera una. El otro asintió con la cabeza—. ¿Y te ha contado lo que es capaz de hacer el amuleto? —La negativa del joven le instó a continuar—. Posee el conjuro más poderoso. Contiene dentro de él la magia más grande.
«Eso ya lo sabía», pensó. Lo que Victor no sabía era si echarse a reír o permanecer impasible, pero su amigo, de risa fácil, no mostraba el menor síntoma de estar gastándole una broma y eso le desconcertó.
—¿Y qué se consigue con esa magia?
—Nadie lo sabe —le respondió encogiéndose de hombros y dejándole sumido en una total perplejidad.
—Entonces, ¿por qué es tan importante?
—Tampoco lo sabemos. Tendríamos que preguntárselo a... —De pronto le vino a la cabeza la inesperada visita de los mandeos. Su desmesurado afán por hacerse en persona con el último cuenco que encontró le había sorprendido, pero ahora comenzaba a entenderlo—. Tendríamos que preguntárselo a los mandeos —finalizó la frase.
Fue entonces cuando relacionó los dos hechos. Los iraquíes no habían acudido a Jerusalén solo para comprar una vieja pieza de cerámica. Había algo más. «Los del CSJ andan muy revueltos y Victor e Isaac han metido el dedo en la llaga», pensó contemplando el amuleto.
—Va a ocurrir algo —fue todo lo que dijo en voz alta.
Y Said quería estar presente cuando eso sucediera. Su relación con el joven investigador siempre le había deparado buenas piezas con las que aumentar sus ahorros y dejar a sus hijos bien situados. Era consciente de que no podría quedarse con el amuleto, pero, «quién sabe, podría llevarnos a otros descubrimientos», pensó.
Ya estaba cansado de atender a los turistas y de oír sus gritos en la planta baja emocionándose ante babuchas de colores que costaban dos euros. En los últimos años se había despreocupado de la tienda y la había dejado en manos de sus hijos. Él se encargaba de su museo, su verdadera pasión, piezas de calidad para buenos coleccionistas. El hecho de que el negocio fuera bien le permitía no tener que ensuciarse las manos ni arriesgarse en exceso como había hecho en el pasado. Además, le ofrecía la posibilidad de meterse en algunas aventuras, sin demasiado riesgo, que poder contar a sus vecinos.
Esbozó una sonrisa suave. En la calle del mercado le tenían por un héroe local y él no lo desmentía. Siempre que podía entretenía a los comerciantes de los alrededores con sus fábulas de arqueólogo aficionado mientras bebían té. Estaba deseando que sus pequeños nietos crecieran un poco, lo suficiente como para que pudieran entenderle y, entonces, también los entretendría a ellos con sus cuentos.
Aquella investigación de Victor le ofrecería muchas nuevas historias para distraerlos. Estaba seguro, el investigador tenía algo importante entre sus manos. Y él no quería perdérselo.
El interfono sonó dos veces, pero Martin no pulsó el interruptor para contestar. En cambio, se incorporó de su sillón y pidió disculpas a Samuel y a Andrea antes de abandonar el despacho.
Afuera le esperaba Jamal, sudoroso y con la respiración entrecortada.
—¿Lo tienes?
El hombre asintió con la cabeza y le entregó un portafolios negro.
—Bien —le dijo al tiempo que le palmeaba la espalda—. Ahora ve a descansar, si te necesito te llamaré.
A continuación se dio media vuelta y volvió a su despacho. Entró con una sonrisa demasiado pequeña, pero Samuel supo interpretar su gesto.
—Ha llegado el mensajero —confirmó Martin al tiempo que le guiñaba un ojo que Andrea no pudo ver.
Sinclair se incorporó de su asiento y se acercó a él tendiéndole sus manos para recoger la carpeta negra.
—El pergamino —anunció en voz alta dirigiéndose a Andrea.
Se sentía muy satisfecho de sí mismo y mostraba cara de satisfacción.
A la mujer le desagradó la expresión de su rostro. Nunca le había gustado aquel hombre. A pesar de su rechazo personal, recogió el dosier que le ofrecía Samuel y lo abrió con rapidez. Comenzó a desplegar su contenido sobre la mesa del despacho inundándolo de papeles. Por un instante se preguntó cómo el professor conseguía todo lo que se proponía, pero sus dudas pasaron a un segundo plano con demasiada rapidez. Detrás de sus ojos violetas solo ocultaba su insaciable necesidad de saber y, con los nuevos documentos en sus manos, dejó de pensar en lo demás.
—Fotografías de Absalón —comenzó a enunciar el contenido, aunque hizo una pequeña acotación—, las nuestras son mejores. Unos apuntes manuscritos, la traducción... —Pero entonces se detuvo—. ¡El Himno del Bautista!
—Así que el investigador lo había encontrado... —murmuró Samuel confirmándose a sí mismo que había sabido elegir a los mejores para su búsqueda.
Andrea, ajena a la expectación que levantaba, alzó la copia con las dos manos y comenzó a leerla. Cuando finalizó volvió a mirar la hoja de papel con una visión más profesional y, aun tratándose solo de una copia, distinguió con claridad algunos trazos borrosos entre las líneas que no era capaz de descifrar.
Como no podía obtener nada más de ese documento, lo depositó sobre la mesa y tomó el siguiente. Entonces esbozó una sonrisa enorme y sus ojos brillaron más intensos que nunca.
—¡El pergamino! —anunció a los dos hombres que observaban sin perder detalle de cada uno de sus movimientos—. Bueno, una copia —rectificó al ver que Samuel se abalanzaba sobre ella olvidándose de cojear—. Está en griego —adelantó—, no en arameo como habíamos supuesto en un principio.
Después leyó en voz alta sus ocho líneas y se sintió decepcionada. Los dos hombres también.
—Es una simple copia de las dos inscripciones de la tumba de Absalón —dijo con la voz apagada—. No nos dice dónde encontrar el amuleto.
Aunque contenía el texto completo del segundo grabado del mausoleo, ya habían sido capaces de descifrar lo más importante de él gracias a sus propias fotografías. El hecho de que no les indicara cómo proseguir la investigación les defraudó. Parecían haber llegado a un punto muerto.
El brillo de los ojos de Andrea había desaparecido. Ni siquiera se alteró cuando el móvil de Martin comenzó a sonar con insistencia alterando el silencio que se había instalado en la sala.
Con la noche cerrada sobre los tejados del viejo Jerusalén, la buganvilla de la terraza parecía una masa informe y lúgubre donde ya no se distinguían sus hermosas flores rosas pero sí sus ramas inclinándose amenazadoras. Victor sintió un escalofrío y notó cómo se erizaba el vello de su nuca. Comenzaba a comprender dónde se habían metido.
—Hace unos años se descubrió una cueva a siete u ocho kilómetros de Ein Kerem —le contó Said, pero aquello no le decía nada al investigador—. El arqueólogo que dirige la excavación ha anunciado que es la misma en la que Juan el Bautista bautizaba a sus seguidores.
—Ya —bromeó Victor intentando alejar el miedo que sentía—, ¿y han encontrado su escudilla?
El anticuario también rió, pero era una risa de compromiso.
—Aparte de restos de los cruzados y de los bizantinos, han hallado cerámica de la época romana. —El semblante de Victor era de incredulidad, pero sabía que si algo de importancia aparecía en los alrededores de Jerusalén, su amigo era de los primeros en enterarse y su información sería verídica aunque ignoraba adónde pretendía llegar—. Las vasijas estaban rotas —continuó Said—. Los judíos solían usarlas para purificarse con el agua y después las arrojaban al suelo para destruirlas porque ya no podían contener líquidos impuros. —Victor no seguía con mucha atención lo que decía—. Yo no creo que se trate de rituales judíos. —Ahora sí que le escuchó.
—¿Mandeos? —aventuró el investigador adelantándose en su sillón.
—Mandeos —suspiró afirmativamente su amigo—. Se trata de cuencos mandeos.
—¿Mágicos?
Said asintió con la cabeza.
—Destruidos porque no eran perfectos. Una de las versiones de la leyenda que te contó Isaac dice que las tres vasijas verdaderas se elaboraron en una cueva de agua corriente. ¿Conoces la importancia del agua en movimiento para ellos? —inquirió—. Es la Vida, con mayúsculas. El agua que fluye es la Vida que los nutre.
Ahora Victor tenía la cabeza llena de preguntas y no sabía por cuál comenzar. No fue necesario.
—La misma versión de la leyenda narra cómo había que elaborar el amuleto de oro y dónde debía guardarse hasta que fuera necesario utilizarlo. Supongo que los sacerdotes mandeos lo ocultaron en los baños de la iglesia de San Juan en Ein Kerem ya que lo habéis encontrado allí. Y también supongo que, si ya poseen los tres cuencos, ahora se dirigirán a buscar su amuleto. Quizá después visiten la Gruta del Bautista. Y si todo esto es cierto, los del CSJ no andarán muy lejos.
Y entonces Victor supo dónde había visto al hombre de la camisa a rayas naranjas: en la tumba de Absalón. Said tenía razón, los mandeos andaban detrás de algo, y los del CSJ también, solo quedaba un camino posible.
—¿Me acompañarías mañana a esa Gruta del Bautista? —le pidió suplicante.
El té se había enfriado, la noche era fresca y soplaba una suave brisa que mecía los oscuros brazos de la buganvilla. Lo más alarmante era, sin embargo, que Said había perdido su voraz apetito por los pastelillos verdes de pistacho.
Martin miró la pantalla de su móvil y comprobó que la llamada era de Abdul. Volvió a pedir disculpas y se ausentó de nuevo del despacho. La secretaria ya había acabado la jornada laboral y su mesa se veía pulcra y ordenada. El hombre se acomodó en su silla, colocó los pies sobre el escritorio y oprimió el botón de descolgar.
—Dime.
—Lo tienen. Lo he visto.
—¿Qué tienen? —inquirió el director, al que la afirmación había pillado desprevenido.
—El amuleto.
Martin estuvo a punto de caerse de la silla por la sorpresa, pero consiguió equilibrarse a tiempo.
—¿Estás seguro?
—Sí, es un rollo de oro sujeto por una cuerda —le confirmó su empleado, que prefirió no contarle que había intentado apoderarse de él sin conseguirlo.
—¿Quién lo guarda?
—El viejo.
Abdul ya sabía cuál era la primera orden que iba a recibir.
—Hazte con él. —Y había estado esperando la siguiente—. Y encárgate de esos dos, ya no los necesitamos, llevan demasiado tiempo incordiando.
—De acuerdo. —No había sentimiento en su voz, parecía la de un autómata.
—Primero del doctor. Es una presa fácil.
Al otro lado de la línea se oyó un titubeo, pero duró solo un segundo, Abdul Jaled hubiera preferido comenzar por el más joven, tenía alguna cuenta pendiente con él, pero acataría las órdenes de su jefe. Cuando apagó el móvil se pasó la mano derecha por su mandíbula dolorida, de ella colgaba su inseparable rosario.
—Y a mí —le estaba diciendo Victor.
Había telefoneado a Isaac cuando descubrió en el móvil un par de llamadas suyas perdidas, pero no podía imaginarse que a él también le habían robado.
—Supongo que habrán sido los mismos —le respondió el anciano—. Han revuelto toda la casa, pero lo único que he echado en falta ha sido la investigación sobre las inscripciones.
—¿Se encuentra bien? —le preguntó el investigador, más preocupado por su salud que por los documentos.
—No gano para sustos, pero el corazón aguanta —respondió con un amago de sonrisa—. A pesar de las dificultades me gustaría llegar al final de esta investigación, se ha convertido en un desafío personal.
Victor soltó una carcajada.
—¿Nunca se rinde? —Al presentir que el doctor asentía, le puso al corriente de su próxima aventura con Said, que prometía ser bastante menos peligrosa que la última junto a él.
—¿A la cueva de Juan el Bautista? Tu amigo y tú podéis contar conmigo.
Andrea se despidió de los dos hombres, ya era tarde y ambos se ofrecieron para acercarla a su hotel, sin embargo, ella prefería tomar un taxi. Tenía la cabeza embotada y el cuerpo cansado. Un buen sueño repararía su cansancio, pero se fue con la terrible sensación de que las cosas no eran como ella había creído. Tendría que poner sus ideas en orden y no le agradaba lo que pudiese descubrir. Desde hacía un par de días había comenzado a pisar un terreno resbaladizo que nunca había estado ahí. Aunque le desagradaba Martin, había aceptado siempre sus colaboraciones porque Sinclair lo creía necesario. Y ¿el professor?, parecía comportarse de forma distinta a como suponía que era. Había nacido un cierto secretismo entre los dos hombres que la excluía a ella. ¿O acaso ese secreto ya existía y era ahora cuando comenzaba a percibirlo? ¿Por qué había estado tan ciega? Esos pensamientos no la ayudaban en nada a mitigar su dolor de cabeza.
Cuando la mujer abandonó el despacho y los dejó a solas, Samuel se inclinó hacia delante en su sillón y le preguntó a Martin:
—¿Era Jamal?
—¿El de la llamada telefónica? —Ante el asentimiento de su jefe prosiguió—: No, Abdul. Tenía una buena noticia.
—¿Cómo de buena?
—Ha visto el amuleto.
Sinclair se quedó sin respiración.
—¿Estás seguro?
—Totalmente —le respondió Martin—. Lo llevaba el viejo —añadió— y he aprovechado para ordenarle que consiga la pieza aunque para ello tenga que volver a apartarle de nuestro camino.
El término apartarle resultaba demasiado familiar para Sinclair, él solía emplearlo. Sin embargo, no mostró ninguna curiosidad en saber cómo lo haría. El director tampoco le ofreció ninguna explicación, sabía que no deseaba escucharla.
—Bien —pensó el professor en voz alta—, tenemos nuestro cuenco, tu hombre nos traerá el amuleto y mañana nos encontraremos con los mandeos en la cueva del Bautista...
Los cálculos de Samuel habían sido muy precisos: ellos celebraban la fiesta en honor de su profeta Juan el 22 de mayo; el 23 era un día nefasto por lo de la Matanza de los Inocentes, con lo que no podrían iniciar ningún ritual. De esa forma, solo irían a la gruta el 24 o el 25, pero sabía que el ganzebra había llegado esa misma tarde a Jerusalén y que poner en marcha el rito por la noche desataría las fuerzas del mal; con lo cual concluyó, con acierto, que debería ser al día siguiente, el 25, el elegido para renovar el poder de su alfabeto. Y él estaría esperándolos en la Gruta del Bautista. Sería toda una sorpresa que no se esperarían.
—¿Iremos mañana? —le interrumpió Martin, pero entonces cayó en la cuenta de otro problema—, ¿y Andrea?
—De ella me encargo yo —le respondió Samuel.
Mientras, la orientalista se dejaba abrazar por la suavidad de las sábanas de su hotel, apagaba la lámpara de la mesilla y la habitación se inundaba de oscuridad. Dentro de su cerebro también bullían las sombras oscuras.