Once

Once

Kaspar contemplaba cómo se elevaba el sol en el cielo del amanecer y se preguntaba si aquélla sería la última mañana que vería. Afortunadamente, los gritos de los jinetes Ungol capturados por el enemigo durante la noche habían cesado y habían sido sustituidos por el estrépito de los cuernos tribales.

Jirones de niebla se adherían al suelo, y Kaspar observó que el cielo plomizo auguraba más nevadas. Debido al frío le dolía la rodilla, por lo que se alegró de que su rango le diera derecho a ir al campo de batalla a caballo. Desde su puesto, en el extremo del valle, podía admirar el impresionante aspecto que ofrecían los millares de soldados que llenaban la hondonada: piqueros, alabarderos, arqueros, kossars, espadachines y caballeros protegidos con armaduras de plata y bronce. Pendones multicolores ondeaban ruidosamente bajo el frío viento que soplaba desde la boca del valle. Kaspar se sentía orgulloso de entrar en combate encabezando a hombres de tanta valía.

Centenares de caballos relinchaban y pateaban, inquietos por la presencia de tantos soldados y por el olor de las terribles criaturas que formaban parte del ejército del gran zar. Caballeros del Imperio tranquilizaban a sus corceles con palabras severas; lanceros kislevitas, montados en caballos pintados con los colores de guerra, llevaban pendones emplumados fijados a las sillas de montar. Miembros de la Iglesia kislevita, vestidos con túnicas negras, circulaban entre los soldados y bendecían las hachas, las lanzas y las espadas que encontraban a su paso, mientras sacerdotes guerreros de Sigmar leían en voz alta el Cántico del martillo del héroe.

Kaspar oyó una lejana vibración transmitida por el frío suelo, el tram, tram, tram de decenas de miles de pisadas de los guerreros que se acercaban. Las brumas matutinas de momento conspiraban para mantenerlos ocultos a su vista. Kaspar ansiaba que la niebla levantara pronto para permitir que los cañones y bombardas emplazados en la cresta del valle pudieran disparar. Bostezó, sorprendido de que pudiera sentirse tan fatigado y a la vez tan tenso, y volvió a pensar en lo que había soñado la pasada noche.

Había visto un resplandeciente cometa de colas gemelas que cruzaba el cielo, y a un joven que peleaba con una hueste de criaturas retorcidas y con bestiales facciones de animales, aunque andaban erguidas como los hombres. Con un par de martillos de herrero, ese joven había golpeado duramente a las bestias y el corazón de Kaspar se había llenado de fiera alegría.

Pero entonces la escena del sueño había cambiado de lugar: había visto el Imperio en llamas, las ciudades convertidas en escombros y las gentes quemadas hasta morir en los fuegos del Caos.

No dudaba de que se trataba de un presagio, pero ignoraba si era un augurio bueno o malo.

Kurt Bremen y los guardias de la embajada, con sus libreas rojas y azules, estaban a su alrededor, y Leopold Dietz portaba el estandarte oro y negro. Una docena de hombres jóvenes a caballo esperaba tras él: eran expertos mensajeros que se encargarían de transmitir sus órdenes a los capitanes de regimiento en la línea del frente.

Una tropa de lanceros kislevitas de magnífico aspecto, con los emplumados pendones silbando al viento, pasó ante Kaspar, que reconoció a Pavel a la cabeza del grupo; su enorme corpachón iba montado en un corcel igualmente corpulento. Banderolas rojas y blancas se agitaban en sus lanzas, y cada uno de ellos llevaba un carcaj con pequeñas jabalinas de punta de hierro colgado del pomo de la silla de montar.

Aquella mañana, había compartido una jarra de té con Pavel a modo de despedida; cuando había desaparecido de su vista oculto por un pelotón de infantería kossar, Kaspar, en silencio, había deseado suerte a su antiguo camarada. Los altos y robustos hombres iban riendo y bromeando mientras fumaban en pipa y se apoyaban en sus hachas. Kaspar admiró su calma.

Regimientos de infantería cubrían la suave pendiente del llano situado ante él. Los ejércitos del Imperio ocupaban el centro de la línea; miles de hombres formaban enormes bloques de sesenta de ancho por cuarenta de profundidad. Kaspar y Spitzaner habían organizado sus fuerzas de un modo asombroso, pues cada regimiento podía dar soporte a otro, y había pequeñas unidades de arcabuceros y lanceros vinculadas a cada uno de ellos. Por separado, cada regimiento era una potente unidad de combate, pero luchando en equipo constituían la formación más sólida del mundo.

Tanto los caballeros del Imperio como los de Kislev ocupaban los flancos del ejército, y delante de ellos galopaban grupos de chillones jinetes Ungol y la caballería ligera del Imperio; ambas fuerzas constituían una prolongación frontal del cuerpo principal del ejército. Llegado el momento del ataque, se lanzarían a todo correr hacia los flancos del enemigo para tratar de desviar guerreros de la carga frontal.

Detrás de Kaspar, en lo alto de la sierra, humeaban braseros situados detrás de puestos de tiro que consistían en unos pozos bordeados de cilindros de mimbre llenos de piedras. Esos hoyos los habían excavado en el suelo helado los pioneros imperiales durante la noche. Los cilindros de bronce de los temibles cañones y bombardas de la Escuela Imperial de Tiro sobresalían de sus emplazamientos; los ingenieros, llenos de frustración, erraban por el borde de la cresta deseando desesperadamente que escampara la niebla.

La Reina del Hielo montaba un caballo blanco cuyos flancos relucían con chispeante hielo y cuyos ojos eran del color del más azul de los zafiros. La rodeaban sus leales guardias, y ella ya había desenvainado Hielo del Miedo. Una capa de arremolinados cristales de hielo la envolvía estrechamente y en torno a los cascos de su montura se formaba una niebla fantasmal. Se volvió hacia Kaspar y levantó la espada para saludarlo; luego miró, expectante, hacia las altas rocas negras de la parte superior de ambas laderas del valle.

Kaspar siguió la mirada de la zarina y observó las enormes y erguidas rocas negras que daban nombre al valle, esperando que la Reina del Hielo tuviera razón al arriesgarlo todo por ellas.

Un rugido creciente llegó desde la boca del valle: salmodias guturales de los guerreros del gran zar resonaban al mismo tiempo que el ruido metálico de las espadas y hachas al golpear los bordes, o de los escudos de hierro.

—Bueno, esto va a empezar… —dijo Kaspar.

* * *

Mientras el sol subía por el horizonte, el viento arreció y en cuestión de minutos los cuernos de los kurgan empezaron a sonar; la niebla matinal se desvaneció y el enemigo, contra el que se habían preparado para luchar durante todo el invierno, apareció de repente ante su vista.

Una línea de guerreros con armaduras se extendía de uno a otro lado del valle; las pieles negras, los yelmos con cuernos y los oscuros petos les daban un aspecto más propio de bestias que de hombres. Marchaban en una formación poco ordenada y avanzaban sin disciplina; gritando, jinetes que no llevaban más que calzones de piel y arremolinados tatuajes corrían delante de ellos. Jaurías de agresivos perros de largos colmillos y pelo espeso, manchado con sangre reseca, acompañaban a los caballos; sus terribles aullidos helaban la sangre.

El sonido de los cuernos se mezclaba con el griterío, pero la algarabía no tardó en quedar ahogada por el estruendo de los disparos de las armas de fuego del Imperio. Kaspar vio cómo una bala de cañón estallaba en el suelo ante el enemigo y abría un boquete en la densa masa de guerreros. Los hombres alcanzados por el proyectil quedaron reducidos a una niebla roja, y el suelo se cubrió de sangre; pero en pocos segundos, cerraron filas y prosiguieron su avance. Se oyó una rítmica serie de explosiones y nuevos surcos ensangrentados se abrieron en la masa de guerreros enemigos.

Al ver cómo cargaban las armas y abrían fuego una y otra vez, disparando balas de cañón de hierro que abatían al enemigo y enormes bombas que explotaban en el aire y se convertían en afilados fragmentos metálicos al rojo vivo de letales efectos, Kaspar se sintió muy orgulloso de los hombres de Nuln. Hombres y caballos chillaban mientras la temible artillería imperial ocasionaba centenares de bajas.

Pero mientras las posiciones de los artilleros se veían una vez más envueltas en humo, Kaspar se dio cuenta de que esas armas, por sí solas, no ganarían aquella batalla. El viento favorecía a los artilleros, pues se llevaba por detrás de sus posiciones las informes bocanadas de humo y les permitía apuntar mejor a sus víctimas.

—Esos jinetes se están acercando demasiado —murmuró para sus adentros.

Los guerreros tatuados galopaban a la cabeza del ejército enemigo e iban de pie en las sillas; sus coletas ondeaban al viento, se acercaban muchísimo y luego, con gran destreza, hacían que sus monturas dieran media vuelta y se alejaran. En cada incursión, disparaban flechas con arcos potentes y curvilíneos, y conseguían derribar, como mínimo, a una docena de hombres, atravesados por aquellos negros proyectiles.

Se aproximaron en repetidas ocasiones, tratando de provocar que los guerreros a quienes disparaban cargaran contra ellos, pero Kaspar y Spitzaner habían dejado claro que no tenían que caer en provocaciones. Disparos dispersos de regimientos de arcabuceros derribaron a algunos de aquellos salvajes jinetes, pero cuando finalmente se marcharon, dejaron pocos muertos tras ellos.

Sin embargo, mientras los jinetes se retiraban, los agresivos perros atacaron las líneas imperiales. Tan sólo unos pocos habían caído bajo las armas de pólvora negra, y constituían una furiosa horda de garras y colmillos. Los regimientos atacados se estremecían al ver cómo los canes derribaban y destrozaban a los hombres, pero la mayor parte de los perros no tardaron en ser eliminados por disciplinadas filas de alabarderos. Los muchachos tamborileros empezaron a retirar a los heridos mientras los soldados supervivientes cerraban filas.

La negra línea de guerreros enemigos seguía aproximándose; auténticas hordas que provocaron en Kaspar un estremecimiento de miedo al comprobar las tremendas proporciones de las fuerzas del gran zar. Llegaban formando una interminable marea de hierro negro y cuernos: hombres monstruosos, con pieles gruesas e intimidantes hachas y espadas; hordas de guerreros protegidos con armaduras, que cabalgaban junto a la infantería y cuyos corceles negros resoplaban y pateaban el suelo, ansiosos de sangre. Los jinetes eran verdaderos gigantes; portaban hachas de guerra y pallasz de enormes hojas. Kaspar sintió terror al pensar en el momento en que aquellos intimidantes asesinos entrarían en combate.

Los seguían un par de macizos tótems instalados en descomunales plataformas provistas de ruedas; se trataba de ídolos dedicados a los terribles dioses del norte. Los cuerpos de una docena de hombres colgaban de lo alto de los tótems, y sus entrañas, suspendidas en los vientres abiertos, se balanceaban de forma tétrica mientras aves carroñeras se las iban comiendo.

Criaturas de cabello largo y descuidado empuñaban hachas enormes y corrían tranquilamente tras los ídolos, acompañadas por amenazadores monstruos con grandes palos. Tres veces más altas que un hombre, aquellas distorsionadas criaturas tenían músculos sobredimensionados y parecían capaces de partir en dos a sus víctimas utilizando solamente las manos. Algo inmenso y oscuro marchaba ante los ídolos; su aspecto era indistinto y borroso, la sombra oscura de una nube traspasada por un relámpago envolvía su terrible aspecto.

La nube protectora se levantó, y Kaspar contempló entonces a la inmensa criatura en todo su terrorífico esplendor. Sin duda, era una bestia de los tiempos remotos de los que la zarina había hablado; un monstruo horroroso cuya parte inferior del cuerpo se parecía a un dragón con oscuras escamas correosas, y la superior, a un cuerpo humano grotescamente musculoso. Tenía el torso y el pecho marcados con antiguos tatuajes y perforados con aros y pinchos de hierro, tan gruesos como la muñeca de un hombre. Una espesa melena de pelo descuidado le bajaba desde la coronilla hasta donde empezaba su cuerpo de monstruo. Alrededor de la grotesca cabeza centelleaban rayos y de las enormes mandíbulas emergían unos impresionantes colmillos.

—¡Que Sigmar nos proteja! —murmuró Kaspar.

—Que así sea —añadió Kurt Bremen, y Kaspar se sorprendió al percibir temor en la voz del Caballero Pantera.

Una hueste de carros blindados retumbaba en medio del ejército; los guerreros que salmodiaban y las bestias se apartaron para dejarle paso. Incisivas y ganchudas hojas emergían de las ruedas de los carros. Kaspar sintió escalofríos al pensar en la confusión y el daño que ocasionarían entre los soldados imperiales.

Apartó la vista del enorme monstruo del centro del ejército del gran zar y se volvió hacia uno de los mensajeros.

—Envía mis saludos al capitán Goscik —dijo— y ordénale que dispare sobre esos malditos carros tan pronto como pueda. Dile que apunte bajo. Quiero que derribe a los caballos que tiran de ellos.

El mensajero manifestó con una inclinación de cabeza que había comprendido y partió al galope mientras el lejano tronar de la mosquetería se intensificaba. Los arcabuceros dispararon sucesivas oleadas de balas de plomo sobre la vanguardia de las hordas enemigas, y el valle no tardó en llenarse de columnas de humo acre.

Un enorme rugido se levantó del ejército del gran zar. Kaspar observó la primera ola de guerreros, abrigados con pieles, que se lanzaba a la carga. Llegaban en grupos desordenados agitando violentamente enormes espadones por encima de la cabeza, y sus gritos enloquecidos resonaban en las laderas del valle. Con un disciplinado grito, los piqueros del frente imperial bajaron las armas y espetaron a los primeros guerreros enemigos con sus picas letalmente afiladas. Se oyeron gritos y chillidos entre los combatientes en tanto muchos hombres morían traspasados por el acero del Imperio o tajados por hierro forjado en la estepa.

El frente imperial cedió ante el empuje de la carga. Frenéticos guerreros tajaban a diestro y siniestro con pesadas hachas y espadas. Pero precisamente ahí, en el gran tamaño de las armas, estaba su punto más débil. Cada uno de los hombres de la tribu necesitaba un espacio muy amplio alrededor para mover el arma y no matar a sus propios compañeros, pero las prietas filas del ejército del Imperio permitían que una docena de hombres combatiera contra un solo guerrero kurgan.

La lucha fue brutal y breve. Kaspar vio que los guerreros kurgan se retiraban del lugar de la pelea, ensangrentados y heridos por la fiera defensa de los compatriotas del embajador. Insultos y el estrépito de ululantes trompetas los persiguieron en su huida, pero Kaspar sabía que aquello era tan sólo la punta del iceberg.

Lo peor estaba por llegar.

* * *

El general Albertalli se limpió la sangre de los ojos y, lleno de orgullo, dio una palmada en la espalda a los hombres que tenía más cerca y que gritaban imaginativos insultos a los enemigos que se batían en retirada. Había cuerpos esparcidos por el suelo, y el general ordenó a gritos a sus hombres que cerraran filas y transportaran a los heridos y a los muertos a la retaguardia del regimiento. Los sargentos animaban a los hombres a avanzar con juramentos y con los extremos de los mangos de las alabardas.

—¿Estás bien, señor? —preguntó uno de los soldados al ver que Albertalli se limpiaba la sangre que le continuaba saliendo de los ojos.

—Sí, muchacho, estoy bien —contestó él con una tranquilizadora sonrisa—; me he hecho cortes más graves afeitándome. No te preocupes por mí y, en cualquier caso, al bastardo que me ha hecho esto le he cortado la cabeza.

El soldado asintió con un gesto, pero Albertalli advirtió en su mirada la sombra del miedo. No se lo echó en cara. A pesar de sus sonrisas y de su actitud tranquilizadora, poco había faltado para que el último ataque rompiera sus líneas. Él y sus sargentos, enormes tileanos provistos de grandes hachas que protegían el estandarte de Luccini, habían dirigido un brutal contraataque que había obligado a los kurgan a replegarse, pero había sido un combate muy reñido. Del campo de batalla se alzaban columnas de humo; intentó averiguar cómo les había ido al resto de las líneas aliadas, pero no pudo ver nada a causa del espeso humo de la mosquetería y de la turbamulta de combatientes.

Sus hombres rompieron a gritar avisando que otra oleada de enemigos emergía del humo.

Sus hombres eran valientes, sin ninguna duda, pero el coraje no podía durar eternamente.

* * *

Pavel atrapó a un kurgan que huía, le golpeó la cara con la espada y le abrió la cabeza. Sus lanceros abatieron a los rezagados de un grupo de una tribu que había escapado de un enfrentamiento con un regimiento de mercenarios tileanos; pero se habían acercado demasiado al grueso del ejército enemigo sin nadie que los cubriese y se estaban exponiendo demasiado.

Pavel avisó a gritos al trompeta, que tocó una frase de tres notas de estrépito creciente, y tiró de las riendas. Los lanceros, montados en caballos pintados de rojo, dieron la vuelta con destreza y regresaron a sus propias líneas, seguros de ser capaces de rechazar cualquier ataque que les llegara.

* * *

Durante otra hora, los kurgan arremetieron contra las líneas aliadas chocando siempre con la marea negra de las disciplinadas formaciones de picas, alabardas y hachas. A cada ataque tenían que ceder terreno y sufrían docenas de bajas, pero una y otra vez lograban rechazar a los kurgan, que se veían obligados a retirarse dejando montones de muertos. Decenas de pesados carros se habían lanzado a la carga contra los flancos de un regimiento de kossar y, con sus ruedas de cortantes hojas, arrollaban a los hombres, que gemían de dolor. Los conductores eran expertos y hacían girar los carros para dirigirlos de un lado a otro por la parte frontal de las líneas enemigas, pero eran derribados y hechos trizas por los vengativos kislevitas.

Kaspar observaba, lleno de orgullo, cómo luchaban aquellos hombres, pero sabía que la batalla no seguiría desarrollándose de ese modo. Caían centenares de kurgan, pero sus propias bajas también aumentaban rápidamente, y en una guerra de desgaste la ventaja era para el gran zar, que contaba con miles de hombres más que ellos. El centro del ejército resistía, pero a duras penas. Kaspar había ordenado que se adelantaran dos regimientos de alabarderos, hombres de las ciudades y pueblos de Talabheim, que al fin habían conseguido que los enemigos retrocedieran. La caballería cargó contra los flancos de los kurgan y derribó a muchos guerreros; los ensartó con las lanzas o les aplastó los huesos con los pesados martillos.

Por el momento, la disciplina del pulk de Urszebya se mantenía firme, pero Kaspar era consciente de que el gran zar todavía no había hecho intervenir en la batalla a sus tropas más terroríficas.

* * *

—¡Ahora! —gritó Albertalli.

Sus hombres bajaron las alabardas de nuevo mientras el enemigo se les venía encima; se lanzaron hacia adelante para enfrentarse a los kurgan, hombres bestiales que llevaban yelmos con cuernos y armaduras oscuras; las dos fuerzas chocaron en una audaz colisión de hierro y carne. El general pegó un barrido a la altura del cuello de un adversario con su pesada espada, cuyo borde ya no estaba bien afilado después de tantas horas de lucha, y mientras avanzaba dificultosamente por encima de los cuerpos tumbados en el suelo, pateó a otro en la horcajadura.

Le atacaron con una hacha, pero se agachó por debajo de su vuelo y dirigió la espada hacia la ingle del contrincante. Este chilló y, al desplomarse, arrancó la hoja de la mano de Albertalli. El general cogió una alabarda caída y obstruyó el descendente ataque vertical de otra hacha; inmediatamente, asestó un golpe en la sien al enemigo con el extremo del mango, y luego le dio la vuelta y le hundió en el pecho la punta de la alabarda.

Alrededor se oían por doquier gritos y chillidos. Todas las costumbres de la civilización se habían olvidado en el fragor de la batalla. El aire hedía a terror y sangre, y retumbaba con el áspero entrechocar del acero de las armas y con el ensordecedor estruendo de los cañones. Albertalli apuñalaba una y otra vez con la alabarda, y consiguió clavarla entre las costillas de otro miembro de la tribu.

El estandarte de Luccini ondeaba por encima de él y, cuando la luz del sol se reflejó en el oro de la parte superior, prorrumpió en gritos de ánimo dirigidos a sus hombres.

Y entonces, todo acabó; los kurgan se retiraron una vez más, difuminados entre el humo, obligados por el coraje y la disciplina de los guerreros de Luccini. ¡Qué tremendamente orgulloso estaba Albertalli de ellos! Se había apoyado en el mango de la alabarda para recobrar el aliento, exhausto por la lucha, cuando escuchó otro grito de alarma. ¿Otra vez? ¿Tan pronto?

Mientras más figuras corrían hacia ellos a través del humo, se enderezó y el corazón le dio un vuelco al ver las formas monstruosas de los que cargaban. Bestias enormes, con cuernos, de pelo largo y descuidado, mandíbulas babeantes y cuerpos de poderosas musculaturas, avanzaban a grandes zancadas entre los montones de muertos, empuñando toscas hachas y espadas cobradas como botín.

—¡Manteneos firmes, muchachos! ¡Nos los quitaremos de encima! —exclamó mientras desde algún lugar cercano arreciaban los gritos de alarma.

No pudo ver de dónde venían y no tuvo tiempo de averiguarlo, pues la primera de las bestias irrumpió violentamente en sus líneas.

Monstruos que bramaban desaforadamente derribaron a muchos combatientes con brutales barridos de sus armas, mordedores colmillos desgarraban las caras, miembros terminados en garras arrancaban extremidades de los cuerpos. Las bestias devoraban carne con gran avidez y se abrían paso sin problemas entre los soldados. Albertalli propinó un golpe vertical con la alabarda en el brazo de una criatura con cabeza de perro; se sobresaltó cuando ésta rugió y se volvió para encararse con él sin que, al parecer, se hubiera apercibido de la herida.

Lo apuñaló con el arma, que se le hundió un palmo en el vientre. El monstruo rugió y de sus mandíbulas salieron espumarajos de saliva ensangrentada; su brazo provisto de garra se movió bruscamente hacia abajo y partió la alabarda por la mitad.

Albertalli se tambaleó hacia atrás y desenfundó la pistola, pero la bestia se abalanzó sobre él antes de que pudiera disparar. Aquellas enormes mandíbulas se cerraron violentamente sobre el cráneo del oficial y le arrancaron la cabeza de un mordisco.

* * *

Las monstruosas bestias los iban devorando y los gritos del regimiento tileano desgarraban el corazón, pero Pavel, espoleando el caballo hacia adelante, trataba desesperadamente de no oírlos. Le seguían sesenta lanceros, inclinados hacia adelante en las sillas de montar y con las lanzas bajas. En torno a ellos se levantaban remolinos de humo que lo oscurecían todo salvo al jinete más próximo, pero a Pavel no le hacía falta ver a sus presas para encontrarlas. Todos oían claramente los mareantes ruidos de huesos partidos que se producían en el festín de carne humana que los monstruos se estaban dando.

Los jinetes emergieron del humo y contemplaron lo que quedaba del regimiento tileano: la carnicería era prácticamente total. Muchas bestias habían cargado de manera salvaje contra los hombres que huían, pero muchas más se habían quedado para desgajar grandes bocados de carne de los cadáveres de sus víctimas.

—¡A la carga! —gritó Pavel, bajando la lanza y apoyando el peso en los estribos mientras se inclinaba sobre el cuello de la montura.

El suelo tembló con el atronar de los cascos, y el penetrante y estridente silbido del viento al pasar entre los pendones los empujó hacia adelante con mayor furia. Las cornúpetas bestias, con morros ensangrentados y dientes ávidos, levantaron la vista de su monstruoso banquete.

En medio de un furibundo atronar de cascos y de lanzas astilladas, los kislevitas cargaron contra los monstruos. Pavel arrojó la lanza al pecho de una enorme bestia con cabeza de cabra y el ímpetu de la carga hizo que la punta del arma se le hundiera por completo en el torso. Alrededor de la lanza brotó abundante sangre y la criatura aulló mientras se desplomaba. La lanza se rompió bajo el peso de la bestia, y Pavel apartó a un lado la entonces inservible arma y desenvainó la espada curvilínea.

Los lanceros dispusieron sus caballos en círculo para masacrar a la última de las bestias, pero el daño ya estaba hecho. Pavel advirtió que la carga de aquellos monstruos bestiales había conseguido abrir el flanco derecho del Imperio. Algunos regimientos comenzaron a desplazarse para tapar el boquete, pero una nueva marea de guerreros kurgan ya estaba atacando otra vez para aprovechar la vía abierta.

—¡Lanceros, a mí! —gritó Pavel, tirando de las riendas y dando una vez más la vuelta al caballo.

* * *

Kaspar envió otros mensajeros para ordenar el avance de los regimientos de reserva, temeroso de que el ataque de la derecha pudiese haber desbordado a sus fuerzas en aquel lugar. Pero los de reserva no corrían con rapidez y no podían seguir avanzando a aquel ritmo ni un instante más. Su ojo experto exploró las zonas del campo de batalla que podía divisar a través del humo y de la nieve que había empezado a caer.

Los cañones seguían castigando al enemigo y el centro continuaba resistiendo. El ejército de Talabecland al mando de Spitzaner luchaba de forma ejemplar, y Kaspar se veía obligado a admitir que tal vez el oficial que tiempo atrás había conocido había madurado y se había convertido en un mando razonablemente decente. Habían llegado a Kaspar terribles informes en relación con los monstruos que atacaban los regimientos de mercenarios de la derecha, y se había visto obligado a reubicar a los soldados que había destinado al centro.

—Somos demasiado vulnerables por la derecha —dijo pasándose una mano por la cabeza.

—¿Deberíamos ordenar el avance del capitán Proust? —sugirió uno de los oficiales de su estado mayor.

—Sí, envía a sus hómbres hacia el hueco de la derecha, entre los piqueros Ostermark y los hombres de Trondheim —ordenó Kaspar.

El fragor del combate era tremendo: gritos, cañonazos y golpeteos discordantes de armas metálicas. Oyó chillidos provenientes de algún lugar cercano y se volvió en la silla de montar para tratar de descubrir el sitio exacto.

—¡Tú! —gritó a uno de los pocos mensajeros que le quedaban—. ¡Averigua de dónde proceden esos chillidos y regresa tan pronto como hayas averiguado algo!

Sintió que una extraña sensación le recorría la espina dorsal y miró alrededor: ante él apareció la Reina del Hielo con las manos alzadas, gritando al viento en una lengua que Kaspar no entendía. Rodeándola, se había formado una parpadeante niebla que dejaba caer en el suelo exploradores zarcillos de luz. Kaspar se preguntó al punto qué clase de hechizos estaría conjurando la zarina.

Esos pensamientos se desvanecieron de su mente cuando sopló otra vez un frío viento y el humo se disipó lo suficiente como para que se pudiera ver una buena parte del valle.

—¡Oh, no…! —murmuró, al ver la enorme criatura con aspecto de dragón que cargaba hacia sus líneas acompañada por una ingente masa de gigantescos jinetes.

El corpulento guerrero que los mandaba atrajo su atención. A pesar de la considerable distancia, Kaspar se dio cuenta de que llevaba una reluciente armadura y un yelmo que representaba un lobo de fiero aspecto.

No cabía la menor duda.

Era el gran zar.

* * *

A pesar del frío, los artilleros que se ocupaban de los cañones sudaban mucho, pues tenían que arrastrar los pesados artefactos hasta el emplazamiento protegido, una vez que sus ennegrecidos servidores hubiesen atiborrado el tubo con pólvora y con la correspondiente bala. Mientras un artillero desbloqueaba el tubo, el jefe de pieza mantenía su correoso pulgar envuelto en un trapo sobre el agujero de ignición para evitar que una chispa extraviada o una brasa encendida pegara fuego a la carga antes de tiempo.

Para los hombres de la Escuela Imperial de Tiro, la batalla se había convertido en poco más que una serie de acciones repetitivas: cargar, apuntar, disparar…, cargar, apuntar, disparar. No podían divisar el campo de batalla a causa del hediondo humo y se limitaban a seguir disparando contra el enemigo.

El cargador apartó con gran esfuerzo el cilindro de mimbre lleno de piedras del emplazamiento protegido y se agachó mientras el jefe de pieza levantaba un largo y fino leño ardiente para disparar el arma. Aplicó la llama al agujero de ignición, y el pesado artefacto rodó hacia atrás; el emplazamiento se llenó de ruido y de humo. Los servidores de la pieza empezaban de nuevo a recolocar el cañón cuando el artillero jefe fue derribado chorreando sangre.

Ensordecidos por el atronar de la batalla, los artilleros no habían oído los aullidos y rugidos del enjambre de bestias que cargaban a gran velocidad por la cresta. Docenas de monstruos, criaturas bestiales, aplastaron los emplazamientos de la artillería y destrozaron las armas con sus garras largas y ensangrentadas, y con sus poderosas y mordientes mandíbulas.

* * *

De repente, Kaspar se dio cuenta de que ya no se oía el estruendo de las armas de fuego, y sus peores temores se confirmaron cuando vio el caballo de su mensajero que regresaba al galope en medio de la humareda con el jinete decapitado, pero todavía sujetando las riendas. Vio a las aulladoras bestias moviéndose salvajemente de un lado a otro por la ladera donde estaba emplazada la artillería; apartaban cilindros de mimbre llenos de piedras y arrojaban al suelo miembros y cuerpos mutilados.

Las monstruosas criaturas estaban ebrias de sangre; la carnicería había aumentado su frenesí hasta límites delirantes. Las bestias habían aplastado los emplazamientos de los cañones y bajaban por la ladera en dirección a la Reina del Hielo, gritando con ávida ferocidad.

Kaspar tiró de las riendas del caballo.

—¡Kurt! —gritó.

Kurt Bremen ya había desviado su montura.

—¡Caballeros Pantera, a mí! —había ordenado a gritos.

Kaspar y los caballeros galoparon desesperadamente por el duro suelo con objeto de interceptar el ataque de las criaturas. Era consciente de que él no debería exponerse a aquel riesgo, pero sus viejos instintos de soldado lo habían espoleado y ya era demasiado tarde para detenerse. Las aullantes bestias observaron su aproximación y desviaron la dirección del ataque para lanzarse frontalmente contra ellos.

Los caballeros se precipitaron hacia las bestias: sus pesadas lanzas hicieron diana en las fieras criaturas, se quebraron, y los caballos empezaron a propinar patadas con los cascos provistos de herraduras de hierro, que se hundían en las cajas torácicas de las bestias y les aplastaban los cráneos. Docenas de monstruos fueron reducidos a una pulpa sanguinolenta bajo la acción de los pesados caballos de guerra, y cuando los caballeros volvieron grupas, tan sólo quedaban en pie cuatro criaturas.

Kaspar consiguió volar la cabeza de una bestia de un certero disparo de pistola; entretanto, los caballeros rodearon a las tres restantes y las abatieron con sus pesados espadones. Mientras se desplomaba el último monstruo, Kurt Bremen se acercó a Kaspar.

—Embajador, has cometido una… imprudencia —le dijo.

—Ya lo sé —admitió Kaspar sin aliento; se sentía a la vez exhausto y exultante—. No te preocupes; no volverá a suceder.

Bremen ahogó una risita.

—Ya lo veremos.

Kaspar recargó la pistola y regresó a caballo al lugar desde donde él había estado observando el campo de batalla. El frente aliado cedía ante los ataques de las fuerzas enemigas y, mientras miraba, vio claramente cómo la descomunal bestia de los tiempos antiguos se disponía, finalmente, a atacar a sus hombres.

* * *

La monstruosa criatura con aspecto de dragón se abalanzó contra un regimiento de piqueros de Talabecland; las armas se hacían añicos al chocar con la gruesa piel de la bestia. Las espadas rebotaban en su carne ancestral y, a modo de respuesta, un barrido de su enorme hacha mató a una docena de hombres. Veinte guerreros caían abatidos a cada golpe de su espada y sus garras inmensas aplastaban soldados bajo el peso de sus brutales pisadas. Sus rugidos cuarteaban la tierra y en torno al monstruo estallaban rayos que quemaban por igual a amigos y enemigos. No era posible hacer frente a una criatura tan terrorífica, y los hombres del Imperio dieron la vuelta y escaparon. La enorme bestia pisoteó el estandarte que se les cayó en la huida.

Regimientos vecinos, que ya se veían muy presionados por hombres de tribus kurgan, retrocedieron a pesar de los apremiantes gritos de los sargentos. Al ver al horripilante dios de la guerra entre ellos, los kurgan se embravecieron hasta alcanzar enfermizas cotas de osadía y se lanzaron contra los hombres del pulk de Urszebya con infatigable furia.

Mientras el ánimo de los hombres del Imperio estaba en el filo de la navaja, hordas de jinetes con armaduras, conducidas por el mismísimo gran zar, cargaron entre los remolinos de humo y niebla, y rompieron sus formaciones.

Ante una violencia tan tremenda, los soldados aliados no tardaron en derrumbarse, pues los feroces atacantes los estaban matando como a conejos. Ríos de hombres empezaron a huir a todo correr de los sangrientos jinetes, que los perseguían y derribaban con tremendos hachazos y golpes de sus enormes espadas.

El centro del ejército había sido roto.

* * *

Kaspar ordenó a gritos a sus mensajeros que comunicaran la noticia a los flancos del ejército. El boquete del centro permitía a los guerreros enemigos introducirse en las filas y destrozar a cuantos encontraban a su paso. Nevaba con más intensidad y, por eso, los sonidos de la batalla se veían amortiguados y todo quedaba envuelto en remolinos blancos.

Kaspar sintió que se apoderaba de él un frío mucho peor que el de la nieve, una mareante sensación de que Spitzaner estaba en lo cierto. Pelear en aquel valle sin posibilidad de emprender retirada alguna los había condenado a todos. Incluso mientras gritaba órdenes para tratar de reparar el boquete del centro, sabía que el tapón era demasiado pequeño y llegaba tarde. Hordas de pesados jinetes cargaban colina arriba y ni siquiera el regimiento más rápido hubiera sido capaz de impedir el desastre.

—¡General Von Velten! —gritó una voz detrás de él.

Hizo dar la vuelta al caballo y, al ver a la Reina del Hielo haciéndole señas, espoleó su montura hacia ella. Cuando estuvo cerca de la zarina, sintió la impresionante sensación de los poderes mágicos que la rodeaban.

—Majestad —dijo precipitadamente—, han roto el centro de nuestras líneas y me temo que nos han derrotado.

—Te rindes demasiado pronto, general. Ten fe en mí —afirmó la Reina del Hielo.

Kaspar vio que los ojos le ardían con una radiación interior: ambas órbitas centelleaban con llameante fuego invernal.

—Del mismo modo que nosotros defendemos la tierra, la tierra nos defiende a nosotros.

—No lo entiendo —admitió Kaspar.

—Ya lo entenderás —le prometió la Reina del Hielo—. Limítate a mantener a raya al enemigo durante un poco más de tiempo.

—Haré todo lo que pueda —le aseguró Kaspar—, pero te aseguro que se han metido entre nosotros.

—Debes retenerlos, Von Velten; sólo necesito un poco más de tiempo.

Kaspar asintió con un gesto, y la zarina echó la cabeza hacia atrás. Un rayo blanco partió el cielo y provocó remolinos de nieve y de nubes hirvientes en torno a ella, como una tormenta en miniatura. Kaspar y los guardias de la reina se apartaron de la figura incandescente de la zarina, mientras emergía del suelo un ronco gemido, que resonó como si hubiera salido del mismísimo centro de la tierra.

—¡En marcha! —gritó la Reina del Hielo—. ¡Retenedlos!

* * *

Una auténtica marea humana de kislevitas y de hombres del Imperio huía ante el furor del gran zar y de sus escogidos guerreros. Enormes jinetes protegidos con armaduras y montados en gigantescos y demoníacos corceles atronaban por el centro del pulk de Urszebya, y, mientras avanzaban violentamente entre los cuerpos destrozados de los caídos, mataban a centenares de soldados. Tras ellos venía la gigantesca bestia, pero a menor velocidad, pues iba matando y devorando a sus víctimas.

Kaspar sabía que no cabía albergar la menor esperanza de derrotar a los guerreros del gran zar, pero la zarina no le había pedido eso, sino tan sólo que los retuviera durante un tiempo. Por encima de la reina, se formaron nubarrones de tormenta y, aunque no sabía lo que ella estaba planeando, juró que él y sus soldados le proporcionarían todo el tiempo que pudieran conseguir con sus vidas. Kurt Bremen y los Caballeros Pantera se dispusieron a cabalgar con él, y Leopold Dietz, que portaba en alto el pendón del embajador, gritó a los guardias de la embajada que se prepararan para luchar.

Kossars y grupos dispersos de soldados imperiales se unieron al estandarte negro y oro mientras la tierra temblaba ante el avance del gran zar. Kaspar sabía que llevar a los hombres al campo de batalla era la parte más fácil de cualquier combate, pero conseguir que unos hombres que habían huido de una desigual pelea volvieran a luchar era poco menos que imposible; por lo que se sintió lleno de un sencillo orgullo al constatar que más y más guerreros se agrupaban para unirse a ellos, movidos por alguna invisible señal que los impulsaba a defender a la reina de Kislev.

Delante de ellos, los tenebrosos jinetes se lanzaron pendiente abajo, y Kaspar percibió el miedo que aquellos impresionantes guerreros provocaban en los rostros de los soldados agrupados. Pero ni un solo hombre dio un paso atrás.

Un rugido creciente salió de las gargantas de los hombres de Kislev y del Imperio, y Kaspar levantó el puño. Luego, bajó bruscamente la mano, y el pulk de Urszebya se lanzó hacia adelante para enfrentarse al gran zar cuerpo a cuerpo, espada contra espada.

La pesada caballería chocó con la masa de soldados, y sus espadas y hachas los tajaron con terrorífica facilidad. Chillidos y sangre llenaron el aire; una veintena de hombres sucumbieron en los primeros instantes de la pelea. Kaspar disparó las dos pistolas y descabalgó a un enemigo; luego, se deshizo de las armas de fuego y desenvainó la espada.

Kurt Bremen, con sendos espadazos, derribó a un jinete kurgan y decapitó a otro, dando prueba de una hábil y valerosa audacia. Kaspar tajó con la espalda a un jinete enemigo, pero el arma le rebotó debido a la gruesa armadura del guerrero.

Su enemigo se volvió y cortó hacia abajo con la espada, de modo que la hoja pasó cerca de la cabeza de Kaspar y produjo una profunda herida en el flanco del caballo. Magnus se puso de manos, lanzó sus cascos hacia adelante y consiguió hundirlos en el cráneo del guerrero. Kaspar trató de tirar de las riendas para controlar al caballo enloquecido por el dolor; el arma del kurgan le había infligido un considerable corte, y eso era lo único que podía hacer para resistir, pues luchar era impensable.

Los jinetes del gran zar, protegidos con armaduras, los masacraban en medio de un estrepitoso caos: chillidos, sangre, ruidos, muerte. Kaspar perdió por completo el control del cabailo, que pateaba de dolor; pero era evidente que aquella batalla no iban a ganarla.

Otra hoja tajó violentamente, y el embajador gritó negándose a aceptar la realidad: una pecada hacha había poco menos que decapitado a su caballo. Magnus se desplomó, y Kaspar se vio expulsado de la silla y cayó desgarbadamente en medio de la confusión de la multitudinaria batalla.

Oyó un agudo silbido, cuyo origen no pudo localizar, y se puso en pie. Una vez que se hubo incorporado, recibió numerosos empujones: caballos que cargaban, hombres que luchaban. Levantó la espada cuando un enorme caballo negro se puso de manos ante él y le hundió en el pecho un tramo de espada tan largo como el mango de una pica. En su agonía, el animal pateó de forma tan descontrolada y violenta que arrojó al jinete al suelo.

El guerrero rodó, se levantó y volvió al fragor del combate. Kaspar descubrió, gracias al yelmo en forma de fiero lobo y a las iridiscentes placas de la armadura, que aquel jinete no era otro que el mismísimo gran zar. El gigante se quitó el abollado yelmo, levantó el enorme pallasz y, empuñándolo con las dos manos, empezó a tajar enemigos por docenas.

Bajo la nevada cada vez más intensa, Kaspar avanzó dificultosamente hacia el gran zar, consciente de que no podría derrotar a tan terrorífico enemigo, pero negándose a perder aquella batalla sin haberse enfrentado cara a cara con su Némesis, su divinidad vengativa. Algunos Caballeros Pantera y guardias de la embajada se acercaron también al gran zar, que no parecía alterado por la presencia de tantos oponentes.

Pegó un barrido con el pallasz y mató a un caballero. Kaspar se quedó atónito al ver que una lanza chocaba con el peto de la armadura del zar y se astillaba sin que consiguiera penetrarla. Otro caballero murió después de que aquel terrible enemigo le matara el caballo y luego le propinara un golpe vertical con el pallasz. Kaspar llegó junto al jefe de los guerreros kurgan al mismo tiempo que Kurt Bremen y los dos hombres atacaron al líder tribal con magnífico heroísmo. La ancha espada de Bremen chocó contra el pallasz de Cyenwulf produciendo una lluvia de chispas, y el sable de Kaspar resbaló sobre la armadura del gran zar.

El salvaje gigante pegó con el puño en el pecho de Kaspar un golpe de revés que lo derrumbó; a pesar de la armadura, Kaspar advirtió que le había roto varias costillas y al caer sintió un ardiente dolor. Vio que Kurt Bremen se tambaleaba después de recibir un golpe en la cadera; del muslo del caballero empezó a manar sangre por el sitio donde el pallasz había atravesado la cota de malla bajo la armadura.

Kaspar intentó ponerse en pie, pero un terrible dolor le oprimía el pecho. Oyó de nuevo aquel sonido silbante y consiguió arrodillarse; miró hacia arriba a tiempo de ver una marea de jinetes pintados de rojo que salían atronando entre el humo y se lanzaban al ataque. Los pendones emplumados que portaban a la espalda y las largas lanzas les daban un aspecto glorioso, como si el cielo los hubiera enviado.

Pavel encabezaba al galope la carga de los lanceros con la espada en alto; con las lanzas, derribaban de las sillas a los jinetes kurgan, y aplastaban carne y acero, a pesar de las armaduras que llevaban. Pavel golpeaba a diestro y siniestro, y Kaspar, de repente, se sintió transportado a los días en que habían luchado codo a codo cuando eran jóvenes. Su viejo amigo era una fuerza de la naturaleza, mataba a cada golpe que daba con la espada, y sus lanceros rompieron el centro del frente de los guerreros del gran zar.

La espada de Pavel golpeó la cabeza de Cyenwulf: el descomunal líder guerrero se tambaleó sangrando por la frente. Tajó con su pallasz, y el caballo de Pavel cayó con las patas delanteras cortadas. Kurt Bremen aprovechó que el gran zar no se fijaba en él para atacarlo, pero una vez más su armadura rechazó un golpe que a juicio de Kaspar debería haberlo partido por la mitad. Mientras el caballo de Pavel emitía mortales estertores, el jinete se unía a los Caballeros Pantera en medio de la pelea.

Kurt y Pavel luchaban con el gran zar. Kaspar, apretando los dientes por el dolor, consiguió ponerse en pie e ir en ayuda de sus camaradas. Era una pelea desigual; sin embargo, aunque eran varios los que luchaban contra el jefe kurgan, la fuerza y la destreza de éste resultaba inmensamente mayor que la de todos ellos. Con el corazón apesadumbrado, Kaspar era consciente de que no podían batirlo.

El embajador dirigió la espada hacia adelante en dirección a la ingle del gran zar, pero su hoja fue desviada con facilidad y la respuesta de Cyenwulf le desgarró el vientre. Cayó de cara sobre la nieve, atenazado por un dolor como nunca había sentido, y luego rodó sobre la espalda mientras perdía abundante sangre.

Pavel gritó de desesperación y arriesgó un golpe elevado para tratar de cortar la cabeza de Cyenwulf, pero el gran zar lo advirtió, y Kaspar observó horrorizado cómo el kurgan se agachaba y levantaba la temible espada para tajar el costado del kislevita.

El enorme pallasz hizo añicos el peto de Pavel y se le hundió en el pecho; tambaleándose a causa del tremendo impacto, Pavel perdió la espada, pero apresó el arma del gran zar con las dos manos. Cyenwulf se debatió para liberarla del agarro de Pavel, pero el gigante kislevita la mantuvo asida firmemente en sus manos, mientras sacaba espumarajos sanguinolentos por la boca y perdía sangre por el costado. El tiempo se ralentizó, y Kaspar vio el completo desarrollo de la pelea atrapado por la expresión de los rostros de los dos guerreros: la del brutal e inimaginable odio del gran zar y la del apasionado heroísmo de Pavel.

Mientras el gran zar intentaba liberar su hoja de las manos del agonizante Pavel, la ancha espada de Kurt Bremen golpeó y se hundió en plena cara del kurgan. Cyenwulf se desplomó sin emitir sonido alguno; sangre y sesos se desparramaron con los fragmentados trozos del astillado cráneo.

El Caballero Pantera tiró del arma para desclavarla de la cabeza de Cyen wulf y cayó de rodillas. Tenía la cara pálida, jadeaba profundamente y del muslo le manaba abundante sangre.

Sonreía, satisfecho por su pequeña victoria en medio de tanta carnicería y tanto horror.

Entonces, el mundo se echó a temblar: una criatura de ancestrales tinieblas emergió de entre los remolinos de nieve y bruma. Su figura maciza se encumbró por encima de ellos, y de su cabeza salieron llameantes rayos; mientras, aullaba su furia por todo el campo de batalla.

* * *

Kaspar trató de alejarse de la descomunal criatura, pero el intenso y ardiente dolor lo atenazaba y sólo fue capaz de incorporarse apoyándose en el costado de un caballo muerto. Llevaba la camisa tan empapada en sangre que ésta incluso le salía de debajo del peto y le inundaba el regazo. La bestia, cuya estatura era unas tres veces la de Bremen, levantó una enorme hacha, y el caballero trató desesperadamente de incorporarse para presentar batalla, aunque no tenía la menor posibilidad de salir victorioso.

Hielo y nieve fustigaron violentamente al monstruo. Kaspar vio que profundos cortes ensangrentados surcaban el inmenso cuerpo de la criatura mientras la sobrenatural tempestad la tumbaba de espaldas. El débil gemido que había oído cerca de la Reina del Hielo resonó de nuevo; en esa ocasión, mucho más débil. Levantó la vista y constató que el cielo se oscurecía y que un prolongado temblor agitaba la tierra.

Latigazos de rayos blancos emergían de las enormes rocas erectas que rodeaban el valle y retumbaban con energía apenas contenida. Mientras Kaspar contemplaba aquel extraño fenómeno, cada una de las rocas vomitó una espesa niebla y se formó una especie de tortuoso humo, que se agitaba y se enroscaba como una serpiente. Crepitante de energía, la arremolinada niebla descendió y se extendió por el suelo del valle.

La visión se le nubló, pero vio que se formaban figuras en la niebla, formas indistintas que se transformaban a partir de aquella sustancia inmaterial en algo completamente distinto.

A lo largo de todo el valle, la extraña niebla se fue cerrando sobre los combatientes kurgan y, cuando éstos vieron lo que se les venía encima, sus enérgicos gritos de guerra se convirtieron en aullidos de pánico. Fantasmales figuras de niebla cargaban contra ellos con hachas y espadas formadas de sombras. Modelados por los miedos más letales, los guerreros de niebla atacaban a los guerreros kurgan y, aunque sus cuerpos y armas habían sido engendrados de la niebla y el humo, mataban cuanto golpeaban.

Kaspar, atónito, contempló cómo los espectrales guerreros de niebla masacraban a los guerreros kurgan. Durante un minuto tenían el aspecto de los corpulentas y barbudos guerreros del viejo Kislev; instantes después, parecían soldados del Imperio, y luego, de nuevo, guerreros primitivos abrigados con pieles de animales salvajes. Había algo primario y elemental en ellos; hicieron retroceder a los kurgan de forma inclemente. Kaspar se volvió, a pesar del dolor, para observar a la zarina. La vio envuelta en una arremolinada tormenta de nieve mientras zarcillos de humo y luz la traspasaban y penetraban en la tierra.

En aquel momento, Kaspar se dio cuenta de lo que eran realmente los guerreros de niebla, y entendió por qué la zarina se había empecinado en que la batalla se librase en aquel lugar.

Mientras el ejército kurgan se desintegraba bajo la imparable ofensiva de aquellos guerreros, Kaspar comprendió que la zarina había invocado algo ancestral y terriblemente peligroso: el poder de la tierra, la energía elemental que estaba en el origen de todo su poder. La tierra había sido llamada para defenderse a sí misma, y la Reina del Hielo le había proporcionado un modo de devolver el golpe a aquellos que la habían profanado y querían arrasarla.

Un ronco rugido de dolor sacudió la nieve de las laderas del valle. Kaspar observó cómo los guerreros de niebla rodeaban al enorme monstruo y lo obligaban a retroceder valle abajo. Tal vez aquel monstruo ya era viejo cuando el mundo era joven, pero la tierra se había fortalecido con el transcurso de los siglos y tenía un poder que nadie podía negar.

La bestia no tardó en perderse de vista en medio del aullante viento y de las voces chirriantes que hendían el aire. Mientras los sonidos del combate se desvanecían, Kaspar se dejó caer.

Cuando unas manos le levantaron la cabeza, gritó y gruñó de dolor, y entonces vio a Kurt Bremen arrodillado a su lado. La piel del caballero era del color de los pergaminos y estaba manchada de sangre.

Detrás del caballero se encontraba la Reina del Hielo; parecía tener problemas para mantener el equilibrio y la rodeaba un halo de luz invernal.

—¿Hemos ganado? —preguntó Kaspar.

—Eso creo —dijo la Reina del Hielo con voz reverberante y fatigada—. La tierra de Kislev es implacable.

—Bueno —dijo él—; me habría fastidiado pasar por todo esto para nada.

—Te has portado como un auténtico hijo de Kislev, Kaspar von Velten —dijo la Reina del Hielo arrodillándose junto a él y tomándole la mano.

Kaspar esperaba que ella tuviera la mano fría, pero la tenía más caliente que la suya, y entonces el embajador sonrió.

—Gracias, majestad —susurró.

La Reina del Hielo se inclinó hacia él y le besó la mejilla, y de nuevo, Kaspar se sorprendió porque la piel de la mujer tampoco estaba fría, sino que era muy suave y cálida. La zarina se levantó y le brindó una sonrisa de agradecimiento; luego, se dio la vuelta y se alejó en medio de la menguante luz del atardecer.

—Kurt —dijo el embajador con una voz que era poco más que un susurro.

—Dime.

—¿Quieres hacerme un favor?

—Claro; ya sabes que sí.

Kaspar rebuscó debajo del peto y extrajo algo del bolsillo de la camisa.

—Cógelo —dijo, y alargó la mano.

—¿Qué es? —preguntó Bremen, abriendo su palma.

Kaspar puso un colgante con una cadenita de plata y una gema azul pálido engarzada en una red de hilo de plata en la palma de la mano de Bremen y se la cerró.

—Dale esto a Sofía, Kurt. Y dile…

—¿Qué tengo que decirle? —preguntó el Caballero Pantera mientras las palabras del embajador se desvanecían.

—Dile… que lo siento…, que siento no haber sido capaz de cumplir mi promesa.

Kurt Bremen asintió con la cabeza; por las mejillas le bajaban gruesos lagrimones.

—Lo haré —dijo.

* * *

Con la muerte del gran zar Aelfric Cyenwulf y la retirada del Ancestro, el ejército kurgan se fundió como la nieve durante el deshielo primaveral. Mientras los sobrevivientes de la horda kurgan huían por el valle, los guerreros de niebla se esfumaron, arremolinados en la brisa primaveral, hasta que no quedó nada de ellos, salvo ecos distantes de antiguos gritos de guerra.

Los guerreros del pulk de Urszebya contemplaron la desbandada de los kurgan, pero no les persiguieron, pues estaban demasiado exhaustos después de la furiosa batalla como para hacer algo que no fuera desplomarse y sollozar, o dar gracias por haber salvado la vida.

Con muchísima razón se dice que lo único más doloroso que una batalla perdida es una batalla ganada. Los hombres del Imperio y de Kislev se lamentaban y daban gracias todos a una mientras caía la noche y se preparaban las piras para los muertos.

Habían muerto muchos hombres y las pérdidas eran demasiado recientes como para que tuvieran ganas de celebrar la victoria; ya lo festejarían más adelante. En tanto caía la noche, lo único que se movía en la estepa era un solitario y afligido caballero que cabalgaba hacia el sur.