Ocho
Ocho
Los tambores de guerra marcaban el ritmo de la marcha: grandes timbales montados en desafiantes altares de guerra tocados por rudos y orgullosos hombres cubiertos por poco más que unos retorcidos tatuajes. Tótems hechos de cráneos que se alzaban en la parte posterior de los altares de guerra ostentaban las marcas de los Dioses Oscuros y, tras ellos, unas criaturas bestiales, de largas y descuidadas cabelleras, corrían y saltaban llenas de excitación, bramando plegarias a sus amos infernales.
El gran zar Aelfric Cyenwulf cabalgaba a la cabeza de cuarenta mil guerreros, un ejército de tribus del norte que nunca había conocido la derrota, y observaba el relampagueante firmamento del este, mientras las primeras señales de la salida del sol se derramaban sobre las cumbres cubiertas de nieve de las Montañas del Fin del Mundo. El año nuevo había empezado hacía apenas unas semanas y espumosos ríos corrían por los flancos de las oscuras montañas —unas aguas inhóspitas y frías alimentadas por el deshielo—, mientras la joven primavera, jadeando, iba ganando terreno.
Él y sus tenebrosos caballeros, gigantescos guerreros montados en corceles negros y protegidos con mallas ensangrentadas, se detuvieron en la cima de un escarpado solevantamiento de roca negra. Sus gigantescos caballos tenían ojos como brasas de carbón, pechos anchos, enormes y abultados músculos; la altura de esas bestias era de veinte manos como mínimo. Eran las únicas monturas del mundo capaces de transportar a los caballeros del Caos, de pesadas armaduras, que servían al gran zar.
El gran zar exploró el terreno que se extendía ante él y divisó la ruta que pasaba entre las estribaciones de las montañas y que su ejército debía seguir sin dificultad; sus exploradores ya habían recorrido aquel camino el año anterior con objeto de encontrar la mejor ruta para el avance del ejército. Aquel itinerario no tardaría en conducirlos hacia el oeste en dirección al afluente más meridional del Tobol y después al valle de Urszebya.
Hacía una semana habían dado un rodeo para evitar Praag sin incidentes; sus jinetes de vigilancia capturaron y despellejaron patrullas itinerantes de exploradores Ungol que se les habían acercado sin la debida cautela. Cyenwulf sabía que era inevitable que la noticia de la ruta seguida por su ejército llegara pronto al sur, pero pensaba que cuanto más pudiera retrasarla, mejor.
Desde la silla de su enorme yegua negra se volvió para contemplar su horda de guerreros protegidos con armaduras oscuras, bestias, monstruos y pesados carros, mientras salían de una profunda hendidura de las estribaciones de las montañas. ¿Qué fuerza en el mundo podía hacer frente a semejante ejército? Ardía en deseos de entrar en combate de nuevo; las tareas preparatorias del invierno habían irritado su alma de guerrero, que anhelaba escuchar los chillidos de sus enemigos y las lamentaciones de sus mujeres, y obtener la gloria para el Caos, que sería la suya cuando barrieran a los ejércitos de los sureños.
Una ronca aclamación se levantó del ejército cuando la oscuridad que ocultaba el Ancestro apareció en la hendidura del terreno. Cyenwulf vio que la relampagueante oscuridad que lo envolvía parecía, en cierto modo, hacerse más delgada, menos sustancial, como si a medida que se alejaba de su guarida en la montaña, perdiera capacidad de ocultación. Extremidades de reptil, de macizos y fuertes músculos, con garras tan grandes como la mano de un hombre, y una rebelde y abundante melena de pelo negro y descuidado, fue lo único que Cyenwulf vislumbró a través de la fina envoltura de humo, pero entonces sabía que los relatos sobre la fuerza y la potencia del Ancestro no iban desencaminados.
Las mismísimas bestias de su ejército se postraron ante aquel ser y aullaron en honor de su terrible majestuosidad, y agitaron a su paso rudas hachas de hierro. Cyenwulf vio que sus propios guerreros honoraban a aquel ser como un símbolo del favor de los Dioses Oscuros y le ofrecían cuerpos despellejados de prisioneros aún vivos para que los devorara.
El Ancestro era una bendición, pero tal como era característico de las bendiciones de Tchar, había que pagar un precio por ella. Con la presencia del Ancestro no podían perder, pero a medida que su culto se extendía por todo el ejército, Cyenwulf advertía que su disciplina para combatir menguaba.
Algunos grupos de fieros Norses habían caído ya en una sangrienta locura y se mataban unos a otros de tal modo que el brillo de la sangre permitía seguir su rastro. Otros habían vuelto al canibalismo, lo cual, en sí mismo, no era demasiado inusual, pero aquellos asesinos atacaban a guerreros de otras tribus y semejantes matanzas sólo podían conducir a devastadoras venganzas.
Tan sanguinarias manifestaciones de devoción aumentaban día a día, y Cyenwulf se daba cuenta de que, sin tardanza, tenía que llevar a su ejército al campo de batalla o, de lo contrario, correría el riesgo de que sus tropas se convirtieran en una turba descerebrada y derrotada de antemano.
* * *
Chekatilo apuró el vaso de kvas y lo arrojó al crepitante fuego, en donde los restos de alcohol ardieron brevemente con una llama brillante. Su humor había ido empeorando a medida que pasaban las semanas y la primavera se instalaba en Kislev; ni siquiera la gran victoria de los aliados en Mazhorod lo había disuadido de abandonar la ciudad.
La víspera, unos jinetes de la guardia personal de la zarina, destacados cerca del frente, habían llevado la noticia de que los ejércitos conjuntos de Kislev y del Imperio se habían topado con el ejército de un jefe guerrero kurgan, llamado Surtha Lenk, en el cruce fluvial de Mazhorod y lo habían destruido por completo. El boyardo Kurkosk se había quedado en el oeste para perseguir a los últimos miembros del ejército de Lenk, pero los ejércitos de Stirland y Talabecland habían enterrado a sus muertos y habían partido con la zarina hacia el este en dirección a Kislev para luchar contra una hueste de norteños que, según se rumoreaba, seguían el itinerario de las Montañas del Fin del Mundo. Se decía que los ejércitos aliados estaban a un día de las murallas de Kislev.
Chekatilo necesitaba abandonar Kislev: cada día que pasaba en la condenada ciudad sufría una creciente sensación de ahogo. Pero sin los salvoconductos y el sello imperial que el embajador tenía que proporcionarle, era demasiado arriesgado —por decirlo de forma suave— viajar por Kislev y por el Imperio hacia Marienburgo. Se encontraría con problemas si emprendía el viaje como cualquier pobre desgraciado; pero eso no iba a suceder.
Rejak le sirvió otro kvas en un vaso limpio.
—Es mejor que no lo rompas, es el último que nos queda —dijo.
Chekatilo gruñó para expresar que lo había comprendido. Rejak bebió un largo sorbo de la botella sin dejar de ir y venir por la sala, mientras el fuego lanzaba un parpadeante resplandor sobre las desnudas paredes de madera. Las pertenencias de Chekatilo estaban empaquetadas en un convoy de carros cubiertos, listos para que los condujeran al Imperio en cuanto el Chekist tuviera en su poder lo que el embajador tenía que darle.
Le exasperaba que Von Velten hubiera rehusado pagar su deuda. Esas cosas simplemente no ocurrían; por lo menos a él, no.
—¿Estás seguro de que todavía no hay noticias de Korovic? Han pasado semanas —dijo Chekatilo.
—No ha llegado nada en absoluto —le confirmó Rejak—. De todos modos, no espero que lleguen; probablemente, ya se habrá ido de la ciudad. Pero si no se ha ido, tampoco te hará ese trabajo; no traicionará al embajador.
—Subestimas la debilidad de Korovic, Rejak —afirmó Chekatilo.
—Hace tiempo que deberías haberme dejado que lo matara.
—Quizá —asintió Chekatilo—, pero estaba en deuda con Drostya y no podía hacerlo; aunque ya ha pasado mucho tiempo para tener en cuenta semejantes detalles.
Rejak sonrió ampliamente.
—Entonces, ¿puedo matar a Korovic?
Chekatilo asintió con la cabeza.
—Naturalmente, pero creo que antes Yon Velten necesita aprender el significado de la palabra dolor. Tal vez entonces empiece a lamentar su decisión de haberse desentendido de su deuda.
—¿Qué se te ha ocurrido? —le preguntó Rejak con impaciencia.
—He sido demasiado indulgente con el embajador —murmuró Chekatilo—. Creo que me cae bien, pero no importa; ya he matado en otras ocasiones a gente que también me agradaba.
—¿Quieres que mate a Von Velten?
—No —dijo Chekatilo, sacudiendo la cabeza y dando un sorbo de kvas—. Quiero que sufra, Rejak. Un estúpido sentido del honor me ha impedido tratarlo igual que a cualquier otro, pero se ha acabado. Mañana por la noche iré de nuevo a hablar con el embajador Von Velten y le instaré a que me dé lo que necesito.
—¿Por qué piensas que esta vez estará dispuesto a acceder?
—Porque antes de ir, te enviaré a casa de aquella mujer que le interesa, Anastasia Vilkova, a quien los soldados llaman la Blanca Señora de Kislev.
—¿Para qué?
—Para violarla, torturarla, matarla —dijo Chekatilo, encogiéndose de hombros—; me da absolutamente igual. Ya viste lo desesperado que estaba Von Velten hasta que consiguió recuperar a su doctora, o sea que imagínate lo muy aterrorizado que va a estar cuando le diga que tienes prisionera a Anastasia Vilkova. No le quedará otra alternativa que entregarme lo que le pida. Cuando descubra que la mujer está muerta, ya no nos podrá hacer nada.
Rejak asintió con la cabeza, impaciente por las cosas terribles que iba a hacerle a Anastasia Vilkova.
* * *
La sala de banquetes del Palacio de Invierno era el centro oficial del conjunto de salones destinados a galas y recepciones del fortificado recinto de la zarina. Al igual que en la antesala de los Héroes, las paredes estaban hechas de hielo pulido y disponían de puertas centrales que conducían a una terraza que dominaba los jardines. Desde donde estaba sentado, Kaspar calculó que aquella sala estaba preparada para unos cuatrocientos comensales y que disponía de puestos de servicio a lo largo de la pared, uno para cada mesa. El servicio de mesas incluía la cristalería necesaria para la comida, unas piezas impecablemente talladas y esmaltadas con el monograma de la zarina y del oso kislevita. El animado zumbido de las conversaciones llenaba la sala; autoridades del gobierno y militares contaban emocionantes relatos de batallas ganadas o aún por librar.
El ejército aliado había llegado a Kislev aquella mañana en medio de celebraciones tan bulliciosas que Kaspar había creído que la guerra ya estaba ganada. Una entusiasmada muchedumbre se había alineado a lo largo de la carretera que conducía a la ciudad para saludar el regreso a casa de su victoriosa Zarina, y había colgado guirnaldas de flores primaverales en torno a los cuellos de los soldados. Los hombres estaban fatigados y hambrientos, pues habían caminado casi sin descanso para llegar a Kislev lo antes posible. Kaspar tan sólo deseaba que pudieran reposar el tiempo suficiente, porque si los rumores en torno a la horda de Aelfric Cyenwulf merecían crédito, el jefe de los Lobos de Hierro se acercaba con una fuerza mucho mayor de lo que nadie podía imaginar.
Con una celeridad que Kaspar había considerado increíble, la zarina había anunciado la celebración de un banquete en el Palacio de Invierno para conmemorar la victoria, y aquella misma tarde, en calidad de embajador, Kaspar había recibido su invitación ribeteada en oro. Un festín parecía muy poco apropiado cuando había tanta gente hambrienta en las calles de la ciudad, pero tal como Pavel había puntualizado muchos meses antes, el protocolo obligaba a atender las invitaciones de la Reina del Hielo con prioridad sobre cualquier compromiso previo, incluso por encima del respeto debido a los muertos.
Mientras Kaspar y Sofía se encaminaban a su mesa, el embajador había dejado el paso libre a un lancero uniformado de rojo, cuya pálida camisa sin mangas apenas podía contener su prodigioso estómago; instantes después Kaspar había advertido con cierto sobresalto que aquel hombre era Pavel.
—¡Pavel! ¿Qué haces aquí? —le había preguntado Kaspar.
Su viejo amigo había arrastrado alternativamente uno y otro pie, y luego había dicho:
—Me he unido al antiguo regimiento ahora que la guerra ha estallado. Hubo muchos muertos en Mazhorod y necesitan a todos los hombres que puedan pelear. Como lucho por ellos, luego me harán towarzysz.
Kaspar había asentido con un gesto de cabeza.
—Está bien, está bien.
—Quiere decir «camarada» —le había explicado Sofía al ver la confusión de Kaspar—. Significa ser jefe de la tropa de caballería.
—Comprendo —había dicho Kaspar.
Pensar que su viejo camarada iba a entrar en combate sin él le había producido una sombría impresión premonitoria. Pero, junto a Sofía, había seguido su camino.
—Algún día tendrás que contarme lo que pasó entre vosotros dos —había dicho Sofía.
—Algún día, tal vez —había asentido Kaspar mientras llegaban al fin a la mesa que tenían asignada y se sentaban a tiempo para escuchar una breve plegaria de agradecimiento rezada por un sacerdote desde la mesa principal.
A la luz de enormes y macizos candelabros de plata, él y Sofía compartían la mesa con varios oficiales jóvenes del ejército de Stirland, y a medida que la velada avanzaba, la conversación se animó y se hizo más interesante. Quienquiera que hubiese organizado la distribución de los comensales en las mesas del banquete, era evidente que conocía su antipatía hacia Spitzaner, el cual estaba sentado a la mesa principal con la mismísima Reina del Hielo, junto con los boyardos del pulk de Kislev y el general Arnulf Pavian, que comandaba el ejército de Stirland. De pie, detrás de la zarina, se encontraba Pjotr Losov, y Kaspar tuvo que reprimir las ganas de hacer algo que sabía que tendría que lamentar.
Había ido acompañado de Sofía porque odiaba asistir solo a semejantes fiestas, pues sabía que mientras los jefes del ejército celebraban la victoria, los hombres que realmente la habían conquistado generalmente no obtenían la menor recompensa por sus muestras de valor. La mujer, vestida con un elegante traje largo de terciopelo de intenso color carmesí, tenía un aspecto magnífico y llevaba el cabello castaño rojizo recogido de forma que le quedaban al descubierto los hombros y el esbelto cuello. De una fina cadena colgada en torno al cuello pendía una gema azul pálido engarzada en una red de hilo de plata. Kaspar sonrió, satisfecho por ir tan bien acompañado.
Sofía estaba conversando con un hombre de cabellos oscuros, vestido con un ostentoso y holgado uniforme de seda azul chillón y plata, y adornado con un fajín blanco que le cruzaba diagonalmente el pecho repleto de medallas; tenía la piel muy morena y el bigote encerado y pulcramente curvado hacia arriba. Al sentirse observada por Kaspar, Sofía levantó la vista y le devolvió la sonrisa.
—¿Conoces al general Albertalli, Kaspar? —dijo—. Está al mando de los regimientos mercenarios de Tilea que lucharon con el general Pavian en Krasicyno y efectuaron una carga que rompió la línea de los kurgan en Mazhorod.
—No, no lo conocía —dijo Kaspar amablemente, y alargó la mano para que el tileano se la estrechara—; es un placer, señor.
El tileano agitó la mano de Kaspar con gran entusiasmo.
—Yo sí te conocía. Lo he leído todo sobre ti. Jamás perdiste una batalla —apuntó.
Kaspar trató de disimular la satisfacción que sentía al encontrar a alguien conocedor de su carrera en el ejército, pero se sonrojó cuando se dio cuenta de que Sofía estaba sonriendo ante su evidente orgullo.
—En efecto, señor. Te agradezco que lo hayas mencionado. Mis felicitaciones por las victorias de Krasicyno y Mazhorod.
El tileano inclinó la cabeza respetuosamente.
—Son días duros: se derramó mucha sangre para ganarlos.
—No lo dudo —asintió Kaspar—. ¿Qué aspecto tienen? Los kurgan, quiero decir.
Albertalli aspiró profundamente y sacudió la cabeza.
—Son unos bastardos. Hombres grandes y duros que pelean como demonios con espadas tan largas como un hombre alto. Disponen de bandas de perros salvajes, y los guerreros van montados en los caballos más corpulentos que jamás he visto. Nadie quiere reconocerlo, pero tuvimos una suerte condenada en Mazhorod. Luchar en un río parece fácil, ¿no? Pero el río se heló en un instante y los kurgan se nos echaron encima. La batalla fue dura y sangrienta, pero matamos muchos hombres y conseguimos ponerlos en fuga, ¿sabes?
Kaspar y Albertalli se enzarzaron en una profunda conversación sobre los kurgan, sobre sus tácticas y sobre cómo, aquel día, los distintos generales habían guiado a sus tropas. Kaspar se sorprendió al oír que Spitzaner había actuado bien y había mandado a sus soldados con competencia y firmeza.
Los dos hombres siguieron charlando hasta que sonó el gong y se empezó a servir la cena de la victoria. Resultó ser un espléndido banquete compuesto de siete platos de la más exquisita calidad, acompañados por una igualmente esmerada selección de vinos del valle de Morceaux, en Bretonia, y de las colinas en torno a Luccini. Kaspar advirtió que se trataba de un asunto al que era en especial sensible Albertalli, que expuso con todo detalle que los vinos tileanos eran claramente superiores.
En el transcurso de la velada, Kaspar no tardó en descubrir que había reglas no escritas relativas a las cenas kislevitas cuando le retiraron el plato de asado de ternera que apenas había probado.
Antes de que tuviera tiempo de protestar, Sofía le explicó que si un comensal dejaba en el plato el cuchillo y el tenedor, quería decir que los criados debían retirarle el servicio. Al parecer, el tiempo para cada degustación estaba rígidamente previsto y, una hora después, mientras retiraban los últimos platos, Kaspar estaba absolutamente asombrado ante la implacable logística que implicaba servir, comer y retirar una comida de siete partes para cuatrocientas personas en menos de una hora.
Terminado el ágape, empezaron los discursos y, muy a su pesar, Kaspar se sintió atrapado por el espíritu de la velada. En primer lugar hablaron los generales del Imperio, lo cual recordó a Kaspar discursos similares que él mismo había pronunciado. Los boyardos intervinieron a continuación, y la diferencia fue increíble. Los hombres del Imperio hablaron del deber y del honor, en tanto los kislevitas llenaron la sala de pasión visceral, gritando y gesticulando salvajemente mientras se dirigían al auditorio.
Sofía le traducía fragmentos, pero Kaspar entendía lo suficiente del fiero celo de los boyardos como para comprender que encrespaban ardientemente las almas de los militares allí reunidos. Se produjeron exaltados vítores y brindis, y se arrojaron vasos al suelo en medio de un penetrante griterío que rasgaba el aire.
Los gloriosos vítores de los militares llenaron la sala, y Kaspar rio con satisfacción cuando Sofía le cogió la mano, totalmente convencido de que ganarían la guerra.
* * *
La luna creciente se deslizó tras una nube baja y sumergió las paredes del palacio en una momentánea oscuridad. Pero duró lo suficiente como para que una tenebrosa figura vestida con una túnica pudiera salvar con gran destreza el muro coronado de pinchos y posarse suavemente en el suelo del palacio.
Pegada a las sombras, la figura avanzó con cautela por los jardines en dirección al palacio.
La luz de la luna se derramaba sobre el bosque invernal de helada hierba, entre las flores de brillo diamantino y los árboles. Un caminito de grava serpenteaba entre numerosas y espléndidas esculturas de hielo: árboles labrados, pájaros exóticos y bestias legendarias. La luz de la luna lo bañaba todo con un resplandor monocromo, y el silencio y una sensación de aislamiento eran algo físico en aquel reducto helado y salvaje de dragones, águilas y un frío que penetraba en los huesos.
La figura de la túnica negra se detuvo de súbito y se fundió tan íntimamente con una zona umbría que ni siquiera el más atento de los observadores hubiera sido capaz de advertir su presencia.
Sobre la grava del camino se oyeron las pisadas de un par de caballeros, que patrullaban protegidos con armaduras de bronce y con las manos en las empuñaduras de las espadas; los osos plateados de los yelmos reflejaban la luz de la luna. Sin darse cuenta, los caballeros pasaron a pocos metros del intruso.
Pero las vidas a menudo dependen del más sutil giro del destino, y en aquel preciso momento la luna decidió salir por detrás de otra nube. Las sombras de aquella parte del sendero desaparecieron, de modo que la luz lunar bañó la figura de la túnica.
Uno de los caballeros aún pudo pronunciar algunas palabras de alerta, pero al instante un acero plateado le abrió la garganta: la hoja del asesino había encontrado con gran destreza el espacio entre el yelmo y la gorguera. El otro guardia tenía la espada a medio desenvainar cuando el arma del intruso centelleó de nuevo, y la cabeza del caballero cayó al camino y rodó por el reluciente sotobosque.
La figura se detuvo el tiempo justo para limpiar su hoja, y luego se internó otra vez en las sombras.
Las luces del palacio brillaban ante él.
* * *
Kaspar y Albertalli intercambiaban bromas amistosas mientras entraban en la sala oeste, un salón de paredes recubiertas con paneles de madera, en el que grandes vigas de roble se extendían a lo ancho. Una enorme chimenea, dispuesta bajo una inmensa cubierta de piedra, llenaba la sala de calor y aroma a leña recién cortada. Centenares de velas se alineaban a lo largo de los muros entre altos ventanales, junto con innumerables escudos y armaduras de bronce. Descoloridas banderas enarboladas en batallas pendían de las vigas, y el suelo de madera devolvió el ruido metálico de sables y espuelas cuando los oficiales de más edad se retiraron con la Reina del Hielo para planificar la estrategia contra la horda de Aelfric Cyenwulf.
Las mujeres y los oficiales jóvenes se quedaron en la sala de banquetes, y mientras apuraban el vino de la cena, se preguntaban lo que estaría sucediendo en la otra sala. En circunstancias normales, Kaspar también hubiera tenido que quedarse en la sala de banquetes, pero la mismísima zarina había enviado un funcionario para indicarle que se reuniera con ella y con los mandos.
Sofía se había quedado atrás, charlando con unos elegantes y atractivos lanceros, y Kaspar se sorprendió al sentir un repentino ataque de celos. No tenía la menor duda de que la apreciaba muchísimo, y se preguntó si su relación se había convertido en algo más que una buena amistad después de que ella fuera secuestrada por Sasha Kajetan. Lo ignoraba, pero deseaba tener ocasión de averiguarlo.
Mientras la Reina del Hielo hacía su entrada en la sala, acompañada por sus fieros y rasurados guardianes y por Pjotr Losov, que cerró la puerta de la sala de banquetes tras ella y luego despareció por el fondo, el silencio se fue apoderando gradualmente de la asamblea de oficiales y boyardos.
La Reina del Hielo se dirigió al centro de la sala, y los boyardos se dispusieron en círculo en torno a ella, a la respetuosa distancia que imponían los guardias de la zarina.
—La horda de Aelfric Cyenwulf se acerca y ha llegado la hora de hacerle frente —dijo la Reina del Hielo sin preámbulo alguno.
Los boyardos prorrumpieron en sonoros vítores y los oficiales del Imperio aplaudieron cortésmente. Como estaba cerca, Kaspar pudo observar al jefe del ejército de Stirland con detalle, lleno de curiosidad por dilucidar qué clase de hombre era. El general Pavian era más delgado de lo que había pensado; no era alto, pero poseía una aura de mando que le gustó de inmediato.
—Ese Cyenwulf es astuto —prosiguió la zarina cuando se extinguieron los vítores—; sus ambiciones van más allá del simple pillaje.
—¡No importa, reina mía! —gritó un lancero boyardo, uniformado de rojo—, pues vamos a enviarlo de nuevo al norte, pero sin pelotas, ¿no es cierto, camaradas?
La fanfarrona y grosera intervención fue seguida por rugidos de aprobación y risas. Kaspar vio cómo la Reina del Hielo reprimía un gesto de enojo. Se acordó de que una vez la zarina le había hablado de los boyardos de su padre. Los había calificado de insufrible banda de brutos, pero había añadido que habían sido los hombres más leales y los guerreros más firmes que se podía desear. A decir verdad, los boyardos que la rodeaban no parecían distintos de los de su padre, pero el embajador se daba perfecta cuenta de que su rudeza no casaba bien con el porte helado de la zarina.
—Estoy segura de que lo lograremos, boyardo Wrodzik —dijo la Reina del Hielo por encima de las risas—, pero ese bárbaro se propone atacar un lugar en el mismísimo corazón de Kislev: se dirige a Urszebya.
Las risas se disiparon en seguida, reemplazadas por una mortal seriedad. Kaspar estaba confuso. ¿Qué era Urszebya? Tras unos instantes de reflexión, se aventuró a traducirlo como Dientes de Ursun, pero ¿qué era, aparte de un reniego de los rudos soldados?
Satisfecha de que sus palabras hubieran surtido el efecto deseado, la zarina continuó.
—Ese Cyenwulf sabe lo que nos hace ser quiénes somos. Kislev es la tierra, y la tierra es Kislev.
—Kislev es la tierra, y la tierra es Kislev —repitieron los boyardos al unísono.
—El valle de Urszebya, la herida de la que el Gran Ursun se llevó un bocado de nuestra tierra y nos dejó sus colmillos de piedra, está en peligro, pues nuestros enemigos se han propuesto profanarla. Sus condenados chamanes utilizarían magias negras para pervertir los espíritus de la tierra, para corromper con el Caos el primigenio y básico poder de Kislev y para contaminar nuestra tierra para siempre.
Los boyardos rugieron para rechazar tal posibilidad, y Kaspar vio hasta qué punto les horrorizaba la idea de que el valle pudiera ser profanado.
—Allí, mis boyardos, reside un poder, un poder que no debe ser tomado por las fuerzas de los Dioses Oscuros. Sobre nosotros recae la responsabilidad de impedirlo.
Los ojos de la Reina del Hielo barrieron la asamblea de boyardos con fiero orgullo, y Kaspar se estremeció cuando la mirada se posó en él. La zarina asintió con un lento gesto de la cabeza.
—La tierra os ha convocado a todos y cada uno de vosotros a este lugar, en este momento, y llama a todos los que tengan alma kislevita a unirse para defenderla. ¿Responderéis a su llamada?
El salón atronó con el ruido de cientos de gargantas que proclamaban a gritos la aceptación del compromiso.
* * *
No tardaron mucho tiempo en descubrir los cadáveres de los dos caballeros. La seguridad de la zarina era un deber que los encargados de protegerla se tomaban muy en serio y, escasos minutos después del asesinato, un segundo par de caballeros encontró los cuerpos tumbados en medio de grandes charcos de sangre, que se enfriaba rápidamente, y dieron la alarma.
Pero entonces ya era demasiado tarde.
* * *
De pie, junto a los ventanales de la sala oeste, Kaspar oyó repiques de campanas de mano por encima de las aclamaciones del auditorio y se preguntó qué querrían decir. Pero dado que los apremiantes repiques continuaban, le invadió una creciente sensación de intranquilidad. Pocos boyardos habían oído las campanas y, rodeados por los rugientes guerreros, los guardias de la zarina tampoco habían advertido los repiques.
La sospecha de Kaspar de que sucedía algo malo se convirtió en certeza cuando miró por la ventana, hacia la oscuridad, y vio a varios caballeros con antorchas encendidas y las espadas desenvainadas que corrían por los senderos del Jardín de Invierno.
Kaspar se apartó de la ventana y empezó a abrirse paso a empujones entre los exaltados boyardos. Muchos ya llevaban varias copas de más y confundían los esfuerzos del embajador con un etílico entusiasmo por la inminente guerra. Kislevitas de rostros congestionados lo agarraban por los hombros y lo besaban en ambas mejillas, profiriendo juramentos norteños, mientras él trataba de abrirse paso y llegar junto a la zarina.
—¡Uf, suéltame de una vez! —exclamó mientras un hombre corpulento lo abrazaba estrechamente y gritaba algo a un boyardo cercano.
El hombre lo soltó y Kaspar prosiguió su avance como pudo. Los guardias de la Reina del Hielo vieron que se les acercaba y advirtieron la expresión alarmada de sus ojos; el sonido de las campanas por fin se percibía en medio del tumulto que decrecía lentamente.
—Majestad… —gritó Kaspar.
En aquel preciso momento una ventana se rompió y los cristales cayeron al suelo hechos añicos; una esfera de latón rebotó sobre el parquet y rodó por las alfombras hacia la asamblea de militares. Más pequeña que una bala de cañón, osciló ligeramente a un lado y a otro hasta detenerse ante Arnulf Pavian.
—¿Qué demonios es esto? —dijo el general de Stirland.
—¡No! —gritó Kaspar intentando abrirse paso para llegar junto a Pavian.
No conocía con exactitud la naturaleza de la esfera, pero sabía lo suficiente como para darse cuenta, desde el primer momento en que la vio, de que era peligrosa. El general, asombrado, levantó la vista, y eso fue lo último que Kaspar vio del infortunado militar: con una explosión, una estridente oscuridad emergió de la esfera.
Un viento demoledor aulló en la sala oeste; apagó todas las velas de una sola ráfaga y los lamentos llenaron la sala de un cacofónico griterío. Voces que farfullaban, que parecían provenir directamente de la morada de los condenados, resonaron dentro de los cráneos, y un terrorífico y angustioso miedo llenó las almas, mientras los persistentes ecos de algo depravado, proveniente de otro mundo, fluían desde la corona de energía maligna que ardía tenebrosamente en el centro del salón.
Kaspar sintió que unas invisibles garras de hielo le devastaban lo más íntimo del alma, y gritó de dolor cuando un tremendo frío espiritual, tan profundo que no podía tener un origen natural, se clavó como un puñal en su interior. El fuego que ardía bajo la repisa de la chimenea de piedra iba menguando mientras en torno a Kaspar se retorcían arremolinadas sombras que lo exponían a la imponente vastedad del universo y ponían de relieve su propia pequeñez. El embajador trató de alejarse a rastras, pero tenía los miembros fatigados, impotentes, y sabía que aquello significaba la muerte, una pizca de polvo en un universo indiferente.
Unas manos lo agarraron y se sintió arrastrado y apartado del vórtice de la pesadilla. Abrió los ojos: la dolorosa oscuridad salió de su alma y respiró fatigosamente después de la terrible experiencia que había sufrido. Rodó para ponerse de lado y trató de recobrar el aliento, mientras la arremolinada negrura del centro de la habitación empezaba a difuminarse hasta desaparecer, y se cerraba así la ventana al horripilante reino del más allá. El fuego se avivó de nuevo; entretanto, el embajador, con una mueca, consiguió ponerse de rodillas y se volvió para dar las gracias a quien lo había salvado.
Reconoció los rasgos, enrojecidos e iluminados por el fuego, de Pavel Korovic; posó la mano en el hombro de su viejo amigo y se lo apretó con fuerza.
—Gracias —dijo Kaspar.
—No tiene importancia —repuso Pavel.
Tenía la cara cenicienta, y el embajador estaba seguro de que también él había sufrido la horrenda locura que subyacía bajo aquellas tinieblas. Se volvió hacia el centro de la sala y no vio nada más que un cráter poco profundo en las tablas del parquet astilladas y fragmentos de los cimientos del edificio en el lugar en el que había estallado la esfera de latón. No había rastro del general Pavian ni de sus oficiales de más edad.
En la sala resonaban chillidos de las víctimas que yacían despedazadas, y se veían miembros arrancados de cuajo por donde la energía del Caos los había alcanzado; boyardos que habían perdido la mitad de la cabeza o a los que les faltaba la parte anterior de la caja torácica yacían tumbados en torno a la circunferencia del cráter, y alrededor de los cuerpos mutilados había abundantes charcos de sangre.
Kaspar trató de localizar a la zarina y vio que ella y sus guardias retrocedían hacia la puerta principal que conducía a la sala contigua. De un profundo corte en la sien de la Reina del Hielo manaba abundante sangre, y uno de sus boyardos la ayudaba a caminar. Un capitán de arcabuceros del Imperio yacía chillando ante Kaspar con las piernas seccionadas del cuerpo por debajo de la pelvis a causa de la letal explosión.
Empezaron a oírse gritos airados y confusos, pero antes de que nadie pudiera hacer otra cosa más que levantarse del suelo, Kaspar vio una fantasmal forma oscura a través de la ventana, una consistente oscuridad que destacaba contra el firmamento iluminado por la luz de la luna.
—¡Mirad! —aulló a los guardias de la zarina, señalando hacia la ventana.
Dos de los guerreros de torso desnudo saltaron hacia la figura, mientras el tercero se quedaba junto a la Reina del Hielo. Al lanzarse al ataque, sus espadas se convirtieron en destellos dorados y sus golpes vertiginosamente rápidos levantaban chispas. La negra figura se hizo a un lado para esquivar un espadazo que, según Kaspar habría asegurado, la iba a partir en dos, y rodó bajo la guardia de su oponente blandiendo la espada. El primer guardia se desplomó: le abrieron la barriga con mano experta y las entrañas se le enmarañaron en las rodillas. El segundo desvió el arma desesperadamente, retrocedió ante la tremenda velocidad de su oponente y utilizó todos sus recursos para limitarse a defender su vida.
Kaspar sentía desesperados deseos de ayudarlo, pero era consciente de que moriría en un abrir y cerrar de ojos si se enfrentaba al asesino de la túnica negra. No llevaba armas, pues a los que carecían de rango militar no se les permitía ir armados en presencia de la zarina. Se arrastró lo más rápidamente que pudo hasta la chimenea, ya que se dio cuenta de que la única forma de ayudar a los guardias de la zarina consistía en proporcionarles una oportunidad para pelear en aquel desigual combate.
El segundo guarda cayó al suelo: el asesino le había hundido la hoja en el pecho. Kaspar vio cómo el último guardia de la zarina profería un fiero juramento y se lanzaba al ataque. Los boyardos, finalmente, se sobrepusieron a la confusión y el pánico, y profirieron gritos de alarma al ver a su reina en peligro. Se estaban armando, pero Kaspar comprendió que la ayuda llegaría demasiado tarde, cuando la zarina ya habría muerto.
Alargó la mano hacia el fuego y extrajo un lefio ardiente; sintió que las llamas le quemaban la piel, pero apretó los dientes para resistir el dolor. Se puso en pie, mientras el asesino daba un giro por debajo de un golpe destinado a decapitarlo y tajaba con la espada al guerrero de la zarina desde el bajo vientre hasta el esternón.
Kaspar disponía como mucho de unos pocos segundos. En tanto el criminal extraía la espada del cuerpo de la víctima, Kaspar le lanzó a la espalda el tremendo proyectil, con toda la fuerza que pudo reunir.
Gruesas chispas saltaron del lugar del impacto, y cuando el fuego prendió en la ropa, la figura de la túnica negra pegó un chillido.
—¡Kaspar, abajo! —gritó una voz que el embajador reconoció como la de Pavel.
Se agachó mientras algo pasó centelleando sobre su cabeza, y vio que una botella se hacía añicos al estrellarse contra el asesino. Las llamas envolvieron al criminal, se propagaron violentamente por su cuerpo y lo transformaron en una antorcha ardiente. Se tambaleó compulsivamente por la sala como un borracho, envuelto en llamas de los pies a la cabeza, y sus agudos chillidos alcanzaron niveles altísimos, que resonaron como los de un animal herido.
La puerta de la sala se abrió bruscamente, y numerosos guerreros irrumpieron de forma precipitada, armados con lanzas y largos mosquetes. Las armas de pólvora negra retumbarón y la ardiente figura se alzó y de inmediato se desplomó desgarbadamente en el centro del cráter que había abierto su misteriosa esfera.
Los guerreros provistos de lanzas corrieron hacia el cuerpo en llamas y lo apuñalaron repetidas veces con las puntas de hierro de sus lanzas, hasta que la figura se quedó inmóvil.
Kaspar rodó para ponerse de lado.
—¿Kvas?
Pavel asintió con la cabeza mientras las llamas consumían la carne del asesino y llenaban la habitación de un mareante hedor.
—Ya no lo necesito ni lo necesitaré nunca más —dijo Pavel, ofreciendo la mano a Kaspar.
—Bien —dijo Kaspar, aceptando la mano de Pavel y poniéndose en pie.
Vio que la zarina ya no corría peligro. Sus guerreros la habían rodeado mientras los boyardos contaban las bajas que habían sufrido y proferían juramentos de venganza a Ursun, Dazh y Tor.
Kaspar se acercó cojeando al lugar en el que los agitados boyardos se habían reunido en torno al carbonizado cadáver y escupían sobre sus requemados restos. La mayor parte de la carne se había quemado por completo y los chamuscados restos estaban retorcidos y deformados, pero el cráneo era extrañamente alargado y tenía un parecido más que notable con…
Kaspar apartó la vista del cuerpo, negándose a aceptar que lo que acababa de ver fuese real. Aquello era un hombre, deformado y obviamente desfigurado, pero era un hombre. Sin duda, no podía ser ninguna otra cosa; sin duda…
Cuando la zarina se dirigió con firmeza hacia el borde del cráter, los boyardos se apartaron. El rostro de la mujer era una máscara de rabia controlada, y un lado de la cara le brillaba por causa de una fina capa de sangre; en torno a la zarina había en el aire una neblina de chispeantes cristales de hielo. Mientras los cristales caían a su alrededor y se estrellaban musicalmente en el suelo, Kaspar y los boyardos que acompañaban a la zarina retrocedieron para apartarse de una furia que incendiaba el aire con su helado calor.
—Traedme a Losov —dijo la Reina del Hielo.