Nueve

Nueve

Encontrar a Pjotr Losov resultó más difícil de lo esperado, pero al fin lo condujeron ante la zarina; su rostro arrugado expresaba preocupación y pesar. La sala oeste ya no era el baño de sangre en que se había convertido media hora antes: habían retirado los cuerpos de los muertos y se habían llevado a los heridos a la sala de banquetes, en donde Sofía y otros médicos llamados a toda prisa se ocupaban de ellos lo mejor que podían.

La zarina había desenvainado la temible espada llamada Hielo del Miedo y la sujetaba por la empuñadura, de forma que la punta de la reluciente hoja azul se apoyaba en el suelo. La espada del asesino muerto yacía ante ella.

Kaspar estaba sentado en un banco de madera cerca de la chimenea y bebía pequeños sorbos de una jarra de kvas, con los nervios aún alterados después del horror provocado por el ataque del criminal. No podía borrar de la memoria la imagen del cuerpo carbonizado y deformado ni, sobre todo, la repugnante y humillante sensación de insignificancia y miseria que había experimentado mientras yacía junto al condenado reino, cualquiera que fuese, cuyo portal había sido abierto por la esfera de latón del asesino.

—Reina mía —dijo Losov cayendo de rodillas ante ella—. ¡Pero si estás herida!

—Sobreviviré, Pjotr, pero…

—¡Oh, qué feliz me siento al verte! —la interrumpió Losov—. Cuando me enteré de que había habido un ataque, me temí lo peor y dupliqué el número de guardias en las puertas. ¡Que Ursun nos bendiga! Estoy loco de contento de que estés viva.

—Ahórrate tus mentiras, Pjotr —dijo la zarina con una voz que era una daga de hielo puro—. A partir de ahora, tendrás que preocuparte más de tu propio pellejo.

—¿Mentiras? No te entiendo.

—Vamos, Pjotr…, ¿de veras crees que me has podido traicionar durante todo este tiempo sin que me enterara? —le preguntó la zarina mientras una fría niebla chispeante se formaba a su alrededor.

—¿Traicionarte? ¡Te juro que te soy leal! —protestó Losov.

La zarina sacudió la cabeza.

—Basta ya, Pjotr; lo único que consigues es denigrarte aún más. Tú, mejor que nadie, tienes que saber que los Chekist tienen ojos en todas partes. Lo sé todo de tus sórdidas visititas al Lubjanko y de lo que haces allí. Tus prácticas desviadas me repugnan y pagarás por todo el sufrimiento que has causado. Pero que hayas creído que podrías engañarme tanto tiempo es simplemente insultante.

A pesar la helada neblina que emanaba de la zarina, Kaspar vio que el arrodillado Losov estaba sudando y se alegró de lo mal que lo pasaba.

—¡No, no, estás en un error, reina mía!

—Me resultaba útil y divertido tenerte cerca y escuchar tu parloteo, tus patéticos intentos de manipularme y de manipularte a ti mismo; pero ahora muchos de mis mejores guerreros han muerto o están agonizando y el jefe de mis aliados ha desaparecido. Ya no eres ni útil ni divertido, Pjotr.

Losov se dio la vuelta en busca de alguien que lo apoyara, pero no encontró a nadie en toda la sala. Kaspar vio el miedo reflejado en sus ojos y alzó la jarra de kvas a modo de burlona salutación.

—Ahora lo único que te queda por hacer es contarme con quién has estado colaborando, pues es obvio que un hombre tan estúpido como tú no ha podido confabular sin un maestro más astuto. Dime, Pjotr, ¿quién más está implicado en esta conspiración para matarme y destruir mi país?

Kaspar y Pavel escuchaban con atención, pues ambos estaban impacientes por saber más cosas sobre la infamia de Losov. Kaspar ansiaba saber por qué razón Losov había pagado para que asesinaran al marido de Anastasia, y estaba persuadido de que el nombre que la zarina obtendría del traidor sería la respuesta.

—Ahora no tiene importancia, Pjotr —continuó la Reina del Hielo al ver que Losov no contestaba su pregunta—. De uno u otro modo, averiguaré lo que quiero. Has visto las mazmorras de los Chekist y sabes que no hay ser humano capaz de resistir sus torturas. Cuéntame lo que me interesa saber y ahórrate esos sufrimientos.

Una desesperación definitiva centelleó en los ojos de Losov, y Kaspar vio cómo recogía del suelo el arma del asesino. Losov se puso en pie y dirigió la espada hacia adelante para hundirla en el estómago de la zarina.

Kaspar vio un destello de azulado acero y un chorro fino y potente de color rojo: Pjotr Losov se desplomó con el brazo que empuñaba el arma seccionado a la altura del codo y el torso rajado desde la pelvis hasta un omoplato por el gélido borde de Hielo del Miedo.

De la temible espada que la Reina del Hielo mantenía ante ella pendían goteantes carámbanos de sangre helada.

El boyardo Wrodzik empujó con los pies el desmembrado cuerpo hasta el interior del cráter junto al carbonizado cadáver del asesino de la túnica negra, y escupió sobre los restos de Losov.

—Así es la ira de las reinas khan, y ése es el destino de todos los traidores —sentenció la zarina.

* * *

La luz del alba iluminaba el firmamento cuando Kaspar y Sofía pudieron, por fin, regresar a la embajada, montados en uno de carruajes laqueados y descubiertos de la zarina, que conducía un cochero nada comunicativo, tocado con un birrete de color rojo. Iban completamente envueltos en pieles y, aunque ni mucho menos hacía tanto frío como en los meses anteriores, se apretaban el uno al otro bajo sus gruesos abrigos para darse calor y sentirse más cómodos; se daban la mano y habían entrelazado los dedos.

Durante todo el camino de vuelta guardaron silencio, todavía sobresaltados por los sangrientos sucesos de la noche y por la fría cólera de la zarina. Lejos de la distante majestuosidad de un monarca con que la zarina acostumbraba a mostrarse, la ejecución de Pjotr Losov había recordado la salvaje ferocidad de las primeras reinas khan; Kaspar se estremeció al recordar cómo él le había gritado hacía unos meses.

Cirujanos más expertos en heridas de guerra habían sustituido a Sofía, y ésta, a regañadientes, había permitido que la condujeran a un lugar donde pudiera lavarse las manos llenas de sangre y cambiar por ropas limpias las que llevaba, sanguinolentas.

El ataque había costado diecisiete vidas. Clemenz Spitzaner y la mayoría de sus oficiales habían sobrevivido al violento atentado, pero el general Pavian y sus mandos de más edad habían corrido peor suerte. Comparado con las vidas humanas perdidas en Kasicyno y Mazhorod, ese número de bajas era reducido; pero incluían los niveles de mando más altos del ejército de Stirland.

Habían muerto siete boyardos, destruidos al igual que el general por la terrible arma que había utilizado el asesino de la túnica, y otros seis no podrían volver a luchar.

Kaspar se había ofrecido al instante como voluntario para participar como oficial en las batallas. Por supuesto, Spitzaner había protestado de inmediato, pero el embajador se había percatado de que la idea resultaba interesante a los ojos de los oficiales de Stirland que habían sobrevivido, pues su buena reputación como jefe les era bien conocida. Kaspar había organizado una reunión con ellos por la mañana, para que todos tuvieran tiempo de recuperarse de la carnicería de la noche anterior antes de abordar materias tan serias.

A pesar de la violenta velada, el hecho de pensar que una vez más volvería a entrar en combate al mando de tropas le proporcionaba la gratificante sensación de que sería capaz de representar un digno papel en la guerra que se avecinaba. Vio que su decisión de ofrecerse voluntariamente como mando entristecía a Sofía, pero ya no podía volverse atrás.

Antes de abandonar el palacio, Kaspar se había acercado a Pavel.

—Nunca te agradeceré bastante que me salvaras de las tenebrosas tinieblas; creo que sin tu ayuda habría perecido —le había dicho.

—No tiene importancia —le había contestado Pavel como si no lo afectara, pero Kaspar había percibido gratitud en su tono de voz.

—No es cierto —había puntualizado Kaspar—; tiene mucha importancia. Tú y yo habíamos estado muy unidos y te consideraba uno de mis amigos más auténticos, pero en Kislev me han ocurrido demasiadas cosas para olvidar lo que has hecho desde la última vez que te vi.

—Lo sé. Nada puede deshacer lo que hice, pero desearía…

—Los deseos son para las canciones, Pavel, y ni tú ni yo tenemos ni idea de cantar. Pero quiero que sepas una cosa: si de nuevo los hados nos llevaran a pelear uno al lado del otro, me sentiría muy contento. Creo que nuestra amistad ha muerto, pero no voy a ser enemigo tuyo.

—Muy bien —había asentido Pavel—. No se puede pedir nada mejor.

Kaspar había hecho un gesto de aceptación con la cabeza y le había dado la mano.

—Lucha como es debido y trata de que no te maten —le había deseado.

—Ya me conoces —había dicho con una amplia sonrisa el enorme kislevita mientras estrechaba la mano del embajador—. Pavel Korovic es demasiado tozudo para morir. ¡Se contarán leyendas de mi bravura desde aquí hasta Magrita!

—Estoy completamente seguro. Adiós, Pavel —se había despedido Kaspar mientras Sofía lo conducía al carruaje que los llevaría de vuelta a la embajada.

El viaje transcurrió en silencio hasta que el cochero detuvo el vehículo ante la embajada y bajó del pescante para abrirles la portezuela. Aceptó una moneda de cobre que le dio Kaspar, subió de nuevo al pescante y se alejó en medio de un repique de cascos.

Guardias con libreas rojas y azules les abrieron la verja, y caminaron cogidos del brazo hacia el edificio.

—¿De veras piensas aceptar un puesto de oficial en las batallas si mañana te lo ofrecen? —le preguntó Sofía.

Kaspar asintió con la cabeza.

—Sí, lo aceptaré. Tengo que hacerlo.

—No tienes por qué, lo sabes perfectamente. Has cumplido con tu deber en el ejército y ahora hay otros a quienes Ies incumbe esta misión —afirmó Sofía.

—No, no hay otros, y tú lo sabes —dijo con suavidad Kaspar al advertir preocupación en el rostro de Sofía—. Spitzaner no puede comandar dos ejércitos, y yo soy el único hombre que tiene experiencia de mando sobre un número de soldados tan alto.

—Seguramente podría hacerlo uno de los boyardos.

—No, los soldados del Emperador no aceptarían que su general fuera un kislevita.

—Pero eres demasiado mayor para entrar en combate —protestó Sofía.

Una silenciosa risita se pintó en el rostro de Kaspar.

—Muy bien, tal vez tengas razón, pero eso no cambia nada. Si me ofrecen el puesto, lo aceptaré; las cosas se están moviendo demasiado aprisa para que pueda rechazarlo.

—¿Qué quieres decir?

—¿No te das cuenta, Sofía? La historia se está desplegando ante nosotros —declaró Kaspar—. Recuerdo que una vez la Reina del Hielo me dijo que yo tenía alma de kislevita, que la tierra me había reclamado aquí para luchar por ella y que aquí tenía una misión que desempeñar. «Llega el momento, llega el hombre», fueron sus palabras textuales. Entonces no comprendí lo que significaban, pero creo que estoy empezando a entenderlas.

—¡Maldita sea, Kaspar! No tuvimos tiempo —dijo Sofía mientras afloraban lágrimas en las comisuras de sus ojos—. ¿Por qué ha tenido que ocurrir esto ahora?

—No lo sé —respondió Kaspar. Se detuvo y se volvió hacia ella—. Pero ha ocurrido, y a veces hay cosas que tenemos que hacer independientemente de lo que el corazón nos diga.

—¿Y qué te dice ahora el corazón?

—Esto —le contestó Kaspar mientras se inclinaba para besarla en la boca.

Se besaron hasta que se oyó una atronadora carcajada que provenía del exterior de las verjas de la embajada.

—Esto es muy emocionante, embajador Von Velten —dijo Vassily Chekatilo—; creo que estaba en lo cierto cuando te pregunté si estabas enamorado de madame Valencik.

—Chekatilo —rugió Kaspar, volviéndose para mirar al kislevita que, vestido con una gruesa capa de piel negra, estaba apoyado en la verja de la embajada—, fuera de ahí, bastardo.

Chekatilo rio silenciosamente y sacudió la cabeza.

—No, esta vez no, hombre del Imperio. Esta vez me vas a escuchar.

—Tú y yo no tenemos nada que decirnos, Chekatilo.

—¿De veras? Creo que estás en un error. Todavía estás en deuda conmigo y he venido a cobrártela.

Sofía abrió la puerta de la embajada y aparecieron más guardias; sus alabardas brillaban con los primeros rayos del sol de la mañana.

—Y te volveré a decir que no pienso darte lo que me pides. Estoy enterado de lo que le hiciste hacer a Pavel, por lo que puedes olvidarte para siempre de que él te haga el trabajo sucio. ¡Quítatelo de tu gruesa cabezota, Chekatilo! ¡Jamás te ayudaré! —gritó Kaspar.

Advirtió que su estado de ánimo estaba de nuevo haciendo aflorar lo mejor de su interior, pero aquella noche había visto demasiado dolor y sufrimiento para dejarse coaccionar por un vulgar criminal.

—Creo que me pagarás tu deuda esta noche —auguró Chekatilo.

—¿Por qué iba a hacerlo? —preguntó Kaspar, al que no le gustó ni pizca la sonrisa felina de Chekatilo.

—Porque si no lo haces, Anastasia Vilkova morirá dentro de una hora.

* * *

Rejak bostezó doblando los hombros mientras observaba cómo la casa volvía a la vida. Sirvientes llenaban vasijas con agua del pozo y abrían ventanas de cerrados postigos para permitir que la débil luz del sol matinal entrara en las habitaciones. Rejak hizo crujir los nudillos y golpeteó con los dedos la empuñadura de la espada en tanto sonreía con expresión de depredador.

Estaba sentado con la espalda apoyada en la pared del edificio situado al otro lado de la calle, frente a la casa de Anastasia Vilkova; escondía la espada debajo de la capa y ocultaba el rostro bajo una capucha de piel. No creía que Anastasia fuera a reconocerlo, pero no era prudente correr ningún riesgo.

Sabía que la señora estaba en casa, pues la había visto regresar hacía menos de media hora. No sabía dónde había estado la mujer, pero Rejak consideraba probable que hubiera ido a disfrutar de una cita amorosa con el embajador y que hubiera vuelto antes de la mañana para no escandalizar a la hipócrita sociedad.

Consideró que había transcurrido suficiente tiempo para que Anastasia ya se hubiera lavado y tal vez desnudado. Se puso en pie e hizo una mueca de dolor cuando le tiraron las heridas del hombro y del estómago. Siempre se había curado muy de prisa, y las semanas transcurridas desde que lo había herido el asesino de la túnica negra le habían resultado muy duras porque no estaba habituado a soportar la inactividad. Pero las lesiones habían sanado bien y, aunque no volvería a ser tan ágil y rápido como antes, seguía siendo tan diestro como el mejor de los espadachines que conocía.

Rejak cruzó la calle a grandes zancadas; su excitación crecía al pensar que iba a violar a una mujer tan hermosa y respetada. Normalmente, sus conquistas eran putas drogadictas de los burdeles de Chekatilo, y la idea de tener debajo a aquella influyente mujer suplicándole por su vida mientras la poseía le hacía acelerar el paso. Al pensar en la suave boca de Anastasia, en la larga cabellera oscura, en los pechos generosos, se relamía. Sí, disfrutaría penetrando a aquella zorra.

Entró en los jardines de la casa de Anastasia, subió por la pendiente de grava y pasó ante los patéticos individuos a quienes había dado refugio en el interior de sus muros. Docenas de personas acampaban en los jardines, pero muy pocos lo miraron más de un segundo mientras se dirigía a la puerta frontal.

La puerta principal era de madera negra, laqueada con una aldaba de latón en medio. Agarró la empuñadura de la espada y golpeó con fuerza el anillo de latón contra la puerta. Supuso que era preferible dar la impresión de ser una persona civilizada.

Oyó que el mecanismo del cerrojo giraba y luego un clic, y después la hoja se separó del marco. Rejak pegó un patadón a la madera y la abrió de golpe, lo que provocó que la vieja sirvienta cayera y salpicara el suelo con la sangre que le salía de la cara.

Cruzó el umbral a toda prisa, entró en un vestíbulo con suelo de mármol y vio una escalera curvada con una barandilla de latón que ascendía a la planta superior. Dos armaduras idénticas y completas flanqueaban el pie de la escalera, y del muro adyacente pendía el emblema de la familia, en el que figuraban dos sables de caballería cruzados. Una incongruente puerta de hierro se encontraba en la curva que dibujaba la escalera, parcialmente oculta por una frondosa planta de hoja perenne, pero Rejak no le prestó atención, pues oyó el estrépito de una puerta al cerrarse en el piso de arriba.

«Debe de ser ella», dedujo Rejak. Cerró con llave la puerta frontal y se la guardó en el bolsillo. Corrió escaleras arriba, subiendo los peldaños de dos en dos. Cuando llegó al rellano de la planta superior, desenvainó la espada y avanzó por un largo pasillo alfombrado. A un lado del corredor había una serie de pesadas puertas, y procedió a derribarlas a patadas una tras otra.

—¡Sal, sal, dondequiera que estés! —gritó.

Advirtió un destello de color por delante de él y en su rostro se dibujó una ancha sonrisa al ver a Anastasia con un largo camisón verde esmeralda que corría hacia otra escalera en el extremo opuesto del pasillo.

—¡Oh no, preciosa!, no vas a librarte de Rejak con tanta facilidad —gritó lanzándose tras ella.

La mujer era rápida, pero Rejak aún lo era más, y la atrapó cuando llegaba a la parte superior de la escalera. Anastasia se dio la vuelta y disparó el puño hacia un lado de la cabeza.

El hombre soltó una carcajada, le agarró la muñeca y le pegó un revés en la barbilla con la mano que sostenía la espada.

La mujer, a la que le bajaba sangre por el mentón, chilló y chocó contra la pared.

—¡Bastardo! —gritó ella, tratando de propinarle una patada en la entrepierna.

Rejak esquivó el golpe y la abofeteó con la mano libre. Su excitación iba en aumento y se apretó contra ella desgarrándole el camisón por el hombro.

—Ten cuidado ahí, encanto. No me vayas a hacer daño en ese lugar; aún tengo que hacerte muchas cositas.

En honor de la mujer hay que decir que siguió resistiéndose, a pesar de que debía de ser consciente de la absoluta inutilidad de sus esfuerzos ante la muy superior fuerza de su enemigo y de que su resistencia sólo servía para excitarlo todavía más.

—Ya veo por qué le gustas a Von Velten —le siseó al oído—. Espero que no le importe la carne picada, porque no tardarás en convertirte en eso.

Rejak la clavó contra la pared y le apretó el pecho con una mano. Se lo estrujó con fuerza, sonriendo lascivamente, y consiguió arrancarle un grito de dolor. El pecho de la aterrorizada mujer palpitaba aceleradamente.

—¡Eso es…, pelea duro! —se rio el hombre.

Bajó la cabeza para lamerle la mejilla.

Entonces, la mujer le propinó un golpe con la frente; él gritó de dolor y la soltó para llevarse las manos a la cara mientras le manaba abundante sangre de la nariz.

—¡Zorra! —gritó, y le dio un puñetazo en la mandíbula.

La mujer cayó al suelo, pero se levantó rápidamente mientras el agresor sacudía la cabeza para recuperarse del cabezazo recibido. Rejak volvió su ensangrentada cara hacia Anastasia en tanto ella se precipitaba por el corredor hacia la escalera que conducía a la entrada principal.

—¡Eso es lo que eres, una zorra! ¡Ahora voy a hacerte daño de veras!

Salió corriendo tras ella; su rabia era ardiente, apremiante.

La atrapó en lo alto de la escalera, la agarró por el brazo y la hizo girar. Ella le escupió a la cara El hombre la golpeó de nuevo y, a causa del impacto, la mujer cayó escaleras abajo. Rodó hasta el pie y chocó desgarbadamente contra el suelo. El criminal la siguió; ya no le interesaba poseerla, sólo quería matarla.

Anastasia se apartó a rastras del pie de la escalera, corrió hacia la puerta principal y trató en vano de girar el pomo de latón.

Rejak sacó la llave del bolsillo y sonrió burlonamente.

—¿Acaso buscas esto?

La mujer se fue alejando de él pegada a la pared, pero no tenía escapatoria.

—Ahora, vas a morir —dijo el asesino.

* * *

Kaspar le quitó la alabarda a uno de sus guardias y corrió hacia la verja de hierro de la embajada. Chekatilo retrocedió con las manos en alto, mostrando un terror teatral, hacia la cantarína fuente de bronce situada en el centro del patio que había ante la embajada.

—Si me matas, ella morirá —le prometió—. Si Rejak no sabe nada de mí en una hora, la tratará como a una puta y después la cortará a trocitos. Creo que es peor que el Carnicero. Le encanta matar, quizá demasiado.

Kaspar se obligó a detenerse, a bajar la alabarda y a pensar con serenidad. Se daba cuenta de que el odio que sentía por Chekatilo amenazaba con obnubilarle la mente. Con un angustiado grito arrojó la alabarda a un lado y respiró profundamente varias veces, tratando de recobrar la calma.

—¿Qué le habéis hecho? —exigió—. Pongo a Sigmar por testigo de que, si le ocurre algo, no habrá fuerza en el mundo capaz de detenerme: te atraparé y te mataré.

—No sufrirá ningún daño si pagas lo que me debes dándome lo que necesito —dijo Chekatilo.

—¿Cómo puedo saber que todavía sigue con vida? Por lo que sé, ya debe de estar muerta.

Chekatilo pareció afectado por la acusación de Kaspar.

—Puedo ser muchas cosas, embajador, pero no soy un monstruo. Hago daño a gente porque a veces es la única manera de obtener lo que quiero; de modo que me darás lo que quiero, o Rejak la matará de una forma tan atroz y degradante que la gente hablará del crimen durante años.

Kaspar deseaba echar a correr hacia la verja y estrangular a Chekatilo con sus propias manos; dejar sin vida aquel depravado y sucio cuerpo y escupirle a los ojos mientras agonizaba. Pero no podía hacerlo, y por la expresión confiada de Chekatilo advirtió que aquel bastardo también lo sabía.

—¡Maldito seas! Pero te equivocas en algo, Chekatilo: eres un monstruo —dijo.

Chekatilo se encogió de hombros.

—Tal vez lo sea, pero consigo lo que quiero, ¿no?

—Muy bien —dijo Kaspar, asintiendo con la cabeza—; te daré lo que quieres —dijo despacio.

Chekatilo se echó a reír mientras Kaspar se daba la vuelta y entraba en la embajada.

* * *

Anastasia se movía lentamente en torno a la antesala respirando de forma fatigosa y entrecortada. Rejak sintió que volvía a excitarse cuando vio la curva de sus pechos descubiertos entre el camisón desgarrado.

—No puedes escapar —dijo el hombre, limpiándose la sangre del mentón.

—No —asintió ella, que continuó su recorrido por la antesala, pegada a la pared y mirando hacia algo situado detrás del hombro de Rejak—. Es cierto, no puedo.

—Entonces, es mejor que no te resistas, ¿eh? Quizá no te duela mucho, pero no te lo puedo prometer.

Ella se movió hacia la izquierda. No intentó llegar a la escalera y, en cambio, fue acercándose hacia el lugar donde se hallaba el emblema familiar con los dos sables de caballería cruzados. Con un rápido gesto alargó el brazo y descolgó bruscamente las armas; al punto, se volvió para encararse con su agresor empuñando desgarbadamente un sable en cada mano.

—No creo que sepas manejar un sable, o sea que de dos ni hablemos —dijo riendo Rejak.

—No son para mí —dijo Anastasia, lanzando las espadas al otro lado de la habitación.

Las armas volaron por encima de la cabeza del criminal y prosiguieron su trayectoria hasta un hombre que, situado junto a la puerta de hierro que Rejak había advertido antes, las agarró en el aire.

El recién llegado era delgado y tenía un aspecto demacrado; su piel escamosa estaba llena de manchas. Rejak se tranquilizó.

Pero la tranquilidad duró sólo hasta que el espadachín volteó las espadas dibujando una deslumbrante red de acero plateado y se agachó para adoptar una posición de pelea. Los movimientos del hombre eran sublimes, cada gesto rayaba la perfección, y Rejak pensó que sólo conocía a una persona que pudiera moverse así.

Los rasgos hundidos y desdibujados del espadachín le confundieron, pero cuando miró intensamente sus ojos violeta, finalmente lo reconoció.

Sasha Kajetan.

El Droyaska. El Maestro de Esgrima.

* * *

Mientras Kaspar y los Caballeros Pantera cabalgaban desesperadamente por las calles de Kislev hacia la Magnustrasse en dirección a la casa de Anastasia, el embajador fustigaba el caballo para que corriera aún más. Las calles estaban repletas de gente, y Kaspar profería terribles juramentos para conseguir que la muchedumbre se apartara de su camino.

Tenía el corazón en un puño, pues albergaba un negro presentimiento; pero no podía hacer nada salvo cabalgar más y más aprisa, animando a Magnus a galopar en dirección al barrio distinguido de la ciudad.

Kaspar rezaba para que al final del trayecto no encontrara aún más pena.

* * *

Rejak advirtió que su momentáneo estremecimiento de miedo se desvanecía al observar que el legendario espadachín estaba hecho una ruina. Tenía las extremidades delgadas y maltrechas; la carne le pendía fláccidamente de los huesos y, a través de la piel del pecho, se le marcaban con claridad las costillas.

No tenía mejor aspecto que un pordiosero, y Rejak sonrió burlonamente por debajo de su máscara de sangre.

—Siempre quise pelear contigo —dijo Rejak, dibujando un círculo por la habitación con la espada dirigida al corazón de Kajetan—, sólo para saber quién era el más rápido.

—Hiciste daño a mi matka —siseó Kajetan, describiendo también una circunferencia.

Rejak miró de forma fugaz a Anastasia, lleno de confusión. En nombre de Ursun, ¿de qué estaba hablando el espadachín? Era absolutamente imposible que aquella mujer fuera la madre de Kajetan.

—Es cierto, apuesto príncipe mío —dijo Anastasia—. Lo hizo; me hirió del mismo modo que lo hacía tu padre, el boyardo.

—¡No! —chilló Kajetan, y se precipitó hacia Rejak.

Las espadas entrechocaron, y Rejak con un giro se apartó del ataque mientras con su arma pegaba un barrido bajo para cortarle las piernas al espadachín; pero Kajetan esquivó el golpe dando una voltereta completa por encima de la espada y cayendo de pie en el suelo con gran agilidad.

—¡Mátalo, príncipe mío! —chilló Anastasia.

Kajetan volvió a la carga: sus espadas gemelas tajaban en dirección a la cabeza del rival. El asesino a sueldo de Chekatilo desvió certeramente el ataque y emprendió una letal respuesta: con la hoja le propinó un corte transversal en el muslo, junto a una cicatriz de una herida que evidentemente había sufrido hacía poco. El espadachín se tambaleó, y Rejak le pegó una patada en la entrepierna.

Kajetan gruñó de dolor, apoyó una rodilla en tierra y vomitó sobre el suelo. Rejak saltó hacia atrás, horrorizado al ver cómo el líquido negro y fibroso, burbujeante y siseante, corroía las losas de mármol.

Se sobrepuso al profundo asco y se acercó para asestarle el golpe definitivo: su espada cortaría el cuello de Kajetan. Pero el espadachín rodó por debajo del filo y se puso en pie de un salto. Tuvo el tiempo justo para bloquear el siguiente ataque de Rejak.

Kajetan se recuperó en seguida. Sus espadas hicieron manar sangre del brazo de Rejak, y los dos espadachines intercambiaron golpes, avanzando y retrocediendo sobre el piso de mármol de la antesala, enzarzados en un duelo como no se había visto jamás otro igual. Kajetan era, con diferencia, el mejor espadachín, pero su energía era una sombra de lo que había sido, y Rejak se apercibió de que se estaba cansando por momentos.

Pero también Rejak acusaba la fatiga: le ardía el brazo que empuñaba la espada a causa del esfuerzo realizado, y la herida del vientre le daba dolorosas punzadas cada vez que se movía para esquivar o desviar los golpes del rival.

Ambos hombres reemprendieron sus desplazamientos circulares con gran cautela, exhaustos debido a los furibundos ataques y sabedores de que sólo uno de los dos saldría del combate por su propio pie.

Rejak volvió a la carga con una poderosa serie de tajos y cortes destinados a mantener a su contrincante a la defensiva. Su esgrima era impecable, pero nada podía penetrar entre los dos sables gemelos de Kajetan y, con vertiginoso horror, se dio cuenta de que no podía hacer mucho más.

Las hojas de Kajetan atraparon la espada de Rejak en el último golpe hacia abajo que había dado y, a causa de un giro de la muñeca del rival, Rejak no pudo seguir sujetando su arma, que cayó y resbaló por el suelo, y no se detuvo hasta el pie de la escalera.

Rejak saltó hacia atrás y se lanzó al suelo en dirección a la espada.

Cerró la mano alrededor de la empuñadura forrada de piel y se dio la vuelta para encararse de nuevo con su enemigo.

Kajetan estaba ante él: sus hojas cruzadas se apoyaban una a cada lado del cuello de Rejak.

—¿Quieres saber quién es el más rápido? —gruñó el espadachín—. Pues ahora lo sabrás.

Kajetan cortó el cuello de Rejak con ambas espadas, y éste se desplomó hacia atrás, sobre los escalones, con la cabeza prácticamente seccionada del tronco.

Lo último que vio fue el rostro de Anastasia Vilkova, una mirada de puro odio.

La mujer le escupió en el ojo.

—¡Que Tchar se lleve tu alma! —exclamó.

* * *

Cruzaron a caballo la vej abierta de la casa de Anastasia; Kaspar saltó de la silla antes de que el caballo se detuviera. Se olvidó de las punzadas de dolor de la rodilla y, mientras desenfundaba ambas pistolas, se dirigió a todo correr hacia la puerta negra. Estaba cerrada con llave, pero unas cuantas patadas fuertes de la bota de la armadura de Kurt Bremen no tardaron en arrancarla de las bisagras.

Kaspar se lanzó al interior y gimió al ver un cuerpo tendido al pie de la escalera en medio de un charco de sangre. Se acercó y se arrodilló junto al cadáver, y sintió que el corazón le daba un vuelco al reconocer los rasgos de Rejak, el experto tirador. La cabeza del asesino le colgaba de los hombros y sólo estaba unida al cuerpo por ensangrentadas tiras de músculos y tendones seccionados.

Kurt Bremen se reunió con él mientras los caballeros se afanaban en buscar a Anastasia por la casa.

—No lo entiendo —dijo—. ¿Qué demonios ha ocurrido aquí?

Kaspar no le contestó. Sus ojos se posaron en un par de ensangrentados sables de caballería que yacían en el suelo junto al cuerpo y en un charco de brillante líquido negro en el centro del suelo de mármol.

Dejó el cadáver donde estaba y se inclinó para examinar el charco negro y el suelo. La losa de mármol había sido comida por las propiedades corrosivas de la hedionda sustancia, y Kaspar cayó en la cuenta de que sólo había visto algo parecido una vez en su vida.

Había sido debajo de la Urskoy Prospekt, cuando el peto de una armadura de hierro se había convertido en escoria al fundirse ante sus propios ojos.

—¿Es lo que pienso? —preguntó Bremen.

—Eso creo —le respondió Kaspar, asintiendo con la cabeza.

Bremen miró hacia atrás, hacia donde yacían el cuerpo de Rejak y los dos sables de caballería.

—Pero eso quiere decir que…

—Sí; Sasha Kajetan estuvo aquí y mató a Rejak.

—Pero ¿cómo es posible? —preguntó Bremen—. No tiene sentido. ¿Por qué iba a estar aquí Kajetan?

Kaspar se preguntaba lo mismo y sentía que le invadía un horror creciente, como una náusea, al considerar lo que significaban la muerte de Rejak y la presencia de Kajetan. Sasha era un hombre destrozado, prácticamente catatónico, y en opinión de Kaspar, sólo una cosa había podido desencadenar tanta violencia en el espadachín: su matka.

—Tiene sentido, Kurt. Que Sigmar me perdone, pero lo tiene —dijo Kaspar con tristeza mientras, al fin, le caía la venda de los ojos y veía cuán magistralmente había sido manipulado.

—¡Por la sangre de Sigmar!, ¿crees que Kajetan tiene a madame Vilkova?

—No —dijo Kaspar, sacudiendo la cabeza—; y tus caballeros no la encontrarán aquí.

—¿Qué quieres decir? ¿Dónde está esa dama?

—Desde siempre ella lo ha manejado todo, Kurt. Ahora todo tiene sentido —dijo Kaspar tanto a sí mismo como al Caballero Pantera.

Se puso en cuclillas, dejó caer las pistolas, y el corazón empezó a latirle salvajemente al advertir la magnitud de la traición.

—¿Qué es lo que tiene sentido? Kaspar, lo que dices es incoherente.

—Ella nos ha tomado por estúpidos a todos nosotros, amigo mío. La mujer que nadie fue capaz de describir y que liberó a Sasha Kajetan; la mujer que en la alcantarilla se hizo cargo del ataúd; nuestro desconocido adversario que se enteraba de todo lo que nosotros descubríamos; la mujer que al principio incluso trató de convencerme de que dejara de indagar; la cómplice de Losov: era ella, era ella.

—¿Anastasia? —dijo Bremen con incredulidad.

Kaspar asintió con la cabeza, maldiciéndose a sí mismo por haber sido tan estúpido.

—¡Maldita sea! Kajetan ya nos lo había dejado claro cuando dijo: «Todo lo hice por ella». No me di cuenta de que lo decía en sentido estrictamente literal. Era ella la que siempre ordenaba los asesinatos de Kajetan. No debe sorprendernos que ella tratara de que lo mataran antes de que pudiéramos entregarlo a los Chekist.

—Es increíble —susurró Bremen.

—Cuántas cosas le conté —dijo Kaspar, que se frotó los ojos tratando de eliminar del rostro el sofoco producido por la vergüenza que sentía—. Mientras yacíamos en la cama, le hablaba de todo: de los boyardos, de las fuerzas del Imperio, de dónde se reagrupaban, de cómo lucharían y de los hombres que ostentarían el mando de las tropas. Como un maldito imbécil se lo conté todo.

Kaspar se sentó pesadamente en el suelo y se sostuvo la cabeza con las manos.

—¿Cómo es posible que haya sido tan estúpido? Su marido… Ella pagó a Losov para que lo hiciera matar, de modo que pudiera apoderarse de sus riquezas. Durante todo este tiempo…

—Todavía me resulta difícil creerlo, pero suponiendo que tengas razón, ¿dónde crees que pueden estar ahora ella y Kajetan?

Kaspar se frotó la cara, se levantó y se inclinó para recuperar las pistolas.

—Es una pregunta condenadamente buena —dijo.

La cólera iba desplazando progresivamente el dolor que sentía.

—Anastasia sabe con toda seguridad que la habremos desenmascarado en el preciso instante en que nos encontremos con este caos —dijo Kaspar mientras se dirigía hacia la puerta principal y luego caminaba en dirección a los maltrechos refugiados acampados en los jardines de la residencia de Anastasia.

»Habla con esta gente, Kurt —le ordenó Kaspar—. Averigua si han visto adonde se ha ido Anastasia y no dejes de preguntar hasta que consigas alguna condenada respuesta satisfactoria.

Kurt Bremen deambuló entre los refugiados, gritando en kislevita chapurreado, en tanto Kaspar caminaba hacia la verja abierta en el muro con la cabeza llena de un torbellino de pensamientos confusos.

Había cabalgado hasta aquel lugar para salvar a Anastasia, pero finalmente no había hecho falta rescatarla; cómo podía haber sido de otro modo, si contaba con el más mortífero guardaespaldas de Kislev para protegerla. Se preguntaba si alguna vez él había significado realmente algo para ella, pero en seguida se reprendió por tener pensamientos tan egoístas cuando le esperaban asuntos mucho más trascendentes.

Se apoyó en un soporte de la verja y sus ojos recorrieron desanimadamente la profusión de huellas en la nieve medio derretida que cruzaban la verja. La mayor parte de la nieve embarrada había sido aplastada por el paso de sus propios caballos, pero una zona del suelo tenía huellas distintas de las suyas: huellas de carro…

Eran huellas de carro con el borde exterior de una de las ruedas dañado, de forma que a cada vuelta dejaba impresa una uve.

A Kaspar le llevó escasos segundos recordar dónde había visto unas huellas parecidas.

En las alcantarillas de Kislev.

Hechas por un carro que habían conducido hasta allí cargado con un extraño ataúd.

Kurt Bremen se le acercó.

—Dicen que la Blanca Señora de Kislev ha salido de aquí poco antes de nuestra llegada conduciendo un carro cargado con una caja larga. Nadie ha mencionado a ninguna persona más, por consiguiente no creo que Kajetan estuviera con ella.

Kaspar sintió un miedo horrible al levantar la vista hacia el cielo.

Ya hacía horas que había amanecido y el embajador sabía exactamente hacia dónde se dirigía Anastasia en aquellos momentos.

Durante meses la gente había visto a la Blanca Señora de Kislev conducir carros cargados con suministros y alimentos a los ejércitos acampados extramuros. Era una imagen de esperanza, y los soldados de Kislev y del Imperio la consideraban una bendición.

Por lo tanto, nadie parpadearía al verla conducir un carro en medio de las tropas.

—¡Qué Sigmar se apiade de nosotros! —juró Kaspar, y corrió hacia su montura—. ¡Todos a caballo!

—¿Qué ocurre, Kaspar? —gritó Bremen.

—¡Tenemos que detenerla, Kurt! —exclamó Kaspar, saltando a la silla de montar y conduciendo a Magnus hacia la verja—. No sé con exactitud de qué se trata, pero creo que sea lo que sea lo que se halle en ese ataúd, es alguna arma terrorífica. ¡Se propone destruir nuestros ejércitos antes de que entren en combate!

* * *

En la incipiente mañana, en dirección a la Puerta del Urskoy, la mujer azotaba a los caballos para animarlos a correr todo lo que estimaba prudente. A su paso, la gente agolpada al lado de la carretera agitaba las manos para saludarla, ya que reconocía su característica capa blanca ribeteada de piel de leopardo de las nieves. Anastasia no les respondía; estaba demasiado ocupada en tratar de llegar a la puerta de la ciudad antes de que alguien la detuviera.

¿Cómo era posible que la hubieran descubierto? ¿Quién había enviado al hombre que había ido a matarla? ¿El embajador? ¿Acaso aquel estúpido habría comprendido finalmente que lo había estado engañando y le había enviado un asesino en uno de sus ataques de cólera? No, las palabras del hombre que había tratado de matarla le permitían asegurar que no era Kaspar quien lo había enviado. Entonces, ¿quién lo había hecho?

¿Chekatilo? ¿La Reina del Hielo? ¿O había sido por pura casualidad que, aquella mañana de entre todas las posibles, se había presentado un asesino en su casa precisamente cuando estaba a punto de consagrar su destino a su señor de las tinieblas?

Se permitió una tensa sonrisa al recordar que en las palabras del Gran Tchar no figuraba ninguna alusión a la casualidad. Todo lo que había sucedido se había desarrollado de acuerdo con sus grandes e inextricables designios, y ningún mortal podía creerse capaz de desentrañar sus verdaderos propósitos.

La encolerizaba pensar que un enemigo tan embrutecido casi hubiera conseguido echarlo todo a perder, que una escoria humana como aquel tipo hubiera estado a punto de matar a una iniciada de Tchar como ella…

Si ella no hubiera dedicado muchas de sus energías a conservar de modo seguro la letal corrupción en el interior del ataúd de bronce, no habría tenido que recurrir a la protección de Sasha Kajetan.

Y a Anastasia le llenaba de satisfacción saber que su decisión de liberar a Kajetan siempre había formado parte del plan previsto por Tchar, aunque al pensar en el espadachín se le dibujó una profunda arruga en la frente.

Cuando Sasha hubo matado al otro espadachín, había caído de rodillas ante el cadáver y había empezado a sollozar como un niño. Ella le había puesto la mano en el hombro.

—Bien, apuesto príncipe mío —le había dicho—. Has prestado un gran servicio a tu matka y…

—¡Tú no eres mi matka! —había chillado el espadachín, soltando las espadas y poniéndose en pie con el rostro ardiente de angustia.

Las callosas manos de Sasha la habían agarrado por los hombros, y ella había visto con gran sobresalto que sus ojos, normalmente de color violeta, refulgían con una radiación interior y que ambas órbitas chispeaban con reluciente fuego invernal.

—¡Oh no, por favor! Otra vez no… —había gemido Kajetan mientras se arrodillaba y lloriqueaba al ver la sangre vertida por el hombre que acababa de matar—. No soy yo, no soy yo…

—Sasha —había susurrado Anastasia—, tienes que ayudarme.

—¡No! —había chillado apartándose de ella a rastras—. Aléjate de mí. Mujer, eres Blyad. Ahora te veo bien.

—¡Soy tu matka! —había rugido Anastasia—. ¡Y vas a obedecerme!

—¡Mi matka ha muerto! —había gritado Kajetan mientras se ponía en pie y se golpeaba las sienes con los puños—. Murió hace muchos años.

Anastasia había avanzado unos pasos, pero Kajetan se había internado en la casa y ella no tenía tiempo de perseguirlo. Quienquiera que hubiera organizado el violento ataque de aquella mañana, no tardaría en darse cuenta de que su asesino había fracasado; entonces, se pondrían en movimiento determinados engranajes que situarían los acontecimientos fuera de su control.

No había tiempo que perder, y por lo tanto, la mujer había bajado por la puerta de hierro del vestíbulo a la helada bodega inmediatamente y, como había podido, había arrastrado el ataúd hasta lo alto de la curvada escalera. El ataúd pesaba mucho, pero al fin había conseguido transportarlo hasta el patio trasero de la casa y poner un extremo sobre la parte de atrás del carro. Jadeando de cansancio, finalmente había logrado colocar su letal carga encima del carro y, después, se había apoyado contra la rueda ribeteada de hierro.

Una vez que hubo recuperado el aliento, había sacado de las casillas un par de caballos y los había enganchado al carro. Echando en falta una montura del establo, se había encogido de hombros al suponer que debía de haberla cogido Sasha Kajetan.

«¿Adonde habrá ido el espadachín?», se había preguntado, pero había desechado la cuestión por irrelevante. En aquellos momentos no podía preocuparse por eso: Kajetan era un canalla al que era preferible olvidar. Se había detenido en la casa sólo para recoger su capa blanca y había salido a las calles de Kislev.

Al fin divisó ante ella las altas torres de las murallas de la ciudad y salió de la Goromadny Prospekt para entrar en la explanada situada ante el portal de entrada. Las verjas estaban abiertas y, cuando se aproximó a ellas, tiró de las riendas; los hombres allí apostados, protegidos con armaduras y provistos de largas hachas, sonrieron y agitaron las manos a su paso, pues la reconocieron por su deslumbrante capa blanca.

Anastasia se obligó a devolverles la sonrisa mientras ellos le daban los buenos días. La dama se oyó a sí misma pronunciar amistosas banalidades a modo de respuesta al cruzar la penumbra del portal. Luego, salió a la cresta de la colina sobre la que se desparramaba Kislev.

El carro cruzó lenta y ruidosamente el puente de madera que salvaba el foso y se desvió de la carretera principal para seguir los senderos de profundas roderas que conducían a los campamentos de los ejércitos aliados. Centenares de fogatas para preparar el desayuno y millares de tiendas llenaban la llanura esteparia que se extendía ante Kislev; ella, al pensar que aquel lugar no tardaría en convertirse en un osario, sintió una excitante emoción que crecía en su interior.

Poco menos de veinte mil soldados y tal vez unos diez mil refugiados acampaban en torno al pie de la Gora Geroyev, la Colina de los Héroes.

Desde entonces se la conocería como la Colina de los Muertos.

El sendero iba descendiendo, y la dama se recostó en el asiento mientras oía los amables gritos de bienvenida salidos de las gargantas de cientos de soldados que la habían reconocido. Se vio rodeada por el bullicio del campamento: entrechocar de potes mientras se preparaba la comida para los hambrientos soldados, gemidos de niños, ladridos de perros, relinchos de caballos.

Pronto en aquel lugar sólo se oiría un sepulcral silencio.

Al pie de la colina habían despejado una zona a modo de plaza para que los generales y los boyardos pronunciasen arengas con objeto de levantar el ánimo de la tropa, y allí fue donde Anastasia finalmente detuvo el carro.

La mujer tiró de las riendas, bajó del vehículo y caminó por el barro hacia la parte trasera mientras extraía del interior de la capa una oxidada llave de bronce.

Deslizó la llave en el primer candado que aseguraba el cierre del ataúd. En tanto giraba la llave, el candado se desintegró en un polvo ocre oscuro, y un soplo de corrupción, como emanaciones mortales de un millar de cadáveres, emergió de la caja.

En el rostro de Anastasia se dibujó una sonrisa mientras se demoraba un instante para saborear el momento; por fin, el sol empezaba a romper las nubes de la primera hora de la mañana y a disipar la niebla baja.

Iba a ser un día espléndido.

* * *

Kaspar tiró de las riendas para cambiar de dirección y así evitar a un corpulento kossar que agitaba su hacha mientras se aproximaban a las verjas. Él y los Caballeros Pantera habían cabalgado por las calles de Kislev hasta casi agotar los caballos. El embajador rezaba para que llegaran a tiempo de impedir el terror, fuera cual fuese, que Anastasia planeaba desencadenar.

Los kossars agitaron las manos para que se detuvieran, pero Kaspar ni tenía tiempo ni se sentía inclinado a malgastar su aliento con ellos en aquel momento. Pasó ante los soldados kislevitas y siguió galopando velozmente en dirección al portal abierto, seguido de cerca por sus caballeros, que lanzaban salvajes gritos a los confundidos kislevitas.

Llegaron a la fría extensión batida por el viento de la Gora Geroyev. Kaspar se irguió sobre los estribos buscando desesperadamente alguna señal que delatase la presencia de Anastasia. El aire se estremeció con los juramentos que profirió cuando se vio incapaz de localizarla y se sintió inundado por una terrible impotencia.

Kaspar espoleó al caballo y se dirigió hacia un grupo de arcabuceros vestidos con libreas rojas y doradas que estaban sentados junto a una parpadeante fogata preparando el áspero té de los soldados.

—¿Habéis visto a la Blanca Señora de Kislev? —les preguntó a gritos.

—Sí —respondió un sargento de Talabecland, señalando hacia el pie de la colina—. La bondadosa dama ha ido hacia allí, señor.

—¿Cuánto tiempo hace? —preguntó Kaspar, haciendo describir un círculo al caballo.

—Sólo hace unos minutos.

Kaspar inclinó la cabeza para darle las gracias y espoleó de nuevo la montura; mientras bajaba corriendo como un loco por la ladera de la colina, esquivando apenas grupos de soldados, gente que se había unido al campamento y rocas, y arriesgando brazos, piernas e incluso la vida, gritaba a las gentes para que se apartaran de su camino y no cesaba de proferir airados chillidos y juramentos. La frenética galopada del embajador facilitaba obviamente el paso de los caballeros que le seguían de cerca.

Tensó las riendas de Magnus y de nuevo se puso en pie sobre los estribos, girando a derecha e izquierda.

Se le aceleró el pulso cuando por fin la vio; estaba a varios centenares de metros de distancia, y su capa blanca era como un faro en medio del lodazal del campamento. Se hallaba en la parte trasera de un carro pequeño, sobre el cual brillaba a la luz del sol un ataúd de bronce.

—¡Kurt! —gritó señalando el pie de la colina—. ¡Ven conmigo!

Fustigó a Magnus con energía y, desde la silla, se inclinó hacia adelante mientras guiaba la montura por el concurrido campamento en dirección a Anastasia.

Cuando Kaspar estuvo cerca, ella se volvió al oír el ruido atronador de los jinetes; al embajador no le quedó la menor duda de que ella había sido la artífice de sus desdichas cuando la vio sonreír con depredadora coquetería.

—Sabía que vendrías —le dijo mientras Kaspar desmontaba de su jadeante caballo.

—Sea lo que sea esa cosa —le pidió el embajador indicando el oxidado ataúd—, te ruego que no lo abras.

Sólo dos candados lo mantenían cerrado, por lo que Kaspar percibió que un terrorífico peligro emanaba de su interior.

—¿Tú rogando, Kaspar? —dijo riendo Anastasia—. Creía que estabas por encima de eso. Siempre te mostraste muy orgulloso, aunque creo que tal vez por ese motivo resultaba fácil manipularte.

—Anastasia —dijo Kaspar mientras los Caballeros Pantera desmontaban y una muchedumbre de curiosos espectadores empezaba a agruparse en torno a la crispada escena que tenía lugar—, no lo hagas.

—Es demasiado tarde, Kaspar. Eso es una entropía corruptora que ha tomado forma física, y algo tan maravilloso no puede guardarse durante mucho tiempo; debe dársele rienda suelta para que haga aquello para lo cual fue creada.

—¿Por qué, Anastasia? ¿Por qué lo haces?

Anastasia le dedicó una sonrisa.

—Son los últimos días, Kaspar. ¿No te das cuenta? El Señor de los Tiempos del Fin recorre la tierra, y este mundo está a punto de caer en el Caos. Si supieras lo que les aguarda a estos países en manos del Señor Archaon, te pondrías de rodillas ante mí y me rogarías que abriera el ataúd.

—¿Serás capaz de matar a todos los que están aquí, Anastasia? —le preguntó Kaspar—. Hay millares de personas inocentes; mujeres y niños. ¿Eres realmente un monstruo?

—¡Por Tchar, mataría a doce veces más de los que hay aquí! —exclamó Anastasia, que soltó una carcajada, le dio la espalda y deslizó una llave en el penúltimo candado del ataúd.

Kaspar desenfundó las pistolas y las apuntó a la espalda de la mujer.

Ella ladeó la cabeza al oír el clic del percutor.

—¡Anastasia, por favor, no lo hagas!

Kaspar vio cómo giraba la llave y cómo el candado se veía reducido a polvo. Un puro horror fluyó morosamente de la tapa del ataúd, y la gente que los rodeaba empezó a murmurar, asustada, en cuanto advirtió la presión del poder maligno encerrado allá dentro.

—Deténte. Por favor, no lo hagas —le imploró Kaspar. Las pistolas le temblaban en las manos.

—No eres capaz, ¿verdad? —dijo Anastasia sin volverse—. No eres capaz de matarme a sangre fría. No encaja en tu manera de ser.

Puso la llave en el último candado.

Kaspar le disparó a la espalda.

Anastasia se desplomó sobre el ataúd; un limpio agujero le atravesaba la capa.

Se agarró al carro y se esforzó para encararse con Kaspar; tenía el rostro retorcido de dolor y de incredulidad.

—¿Kaspar…? —farfulló, y el embajador sintió que algo moría en su interior cuando vio cómo una horrible rosa de sangre brillante se formaba en la capa blanca. La mujer se llevó una mano al pecho y los dedos se le mancharon de carmesí.

Kaspar cayó de rodillas; mientras Anastasia trataba de mantenerse en pie, las lágrimas nublaron la vista del embajador.

La mujer alargó la mano para alcanzar la llave. Kaspar le disparó la segunda pistola al pecho y la bala arrojó a Anastasia contra el costado del carro. Luego, se desplomó en el suelo.

Cayó en el barro con los ojos inexpresivos y apagados de los muertos.

Kaspar vio que había actuado demasiado tarde: el último candado se desprendió del ataúd convertido en fino polvo y desapareció en la mortífera ráfaga que emergió de la tapa desbloqueada.