Seis
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Los pendones de palos dorados y rematados con águilas que relucían al sol, los estandartes de brillantes dibujos que ondeaban bajo la fuerte brisa y los caballeros vestidos con colores vivos convertían el ejército de Talabecland en un vibrante espectáculo de casi siete mil hombres, que marchaban en perfecto orden a lo largo de la carretera de profundos surcos que conducía a Kislev. El corazón de Kaspar se llenó de gozo y admiración al contemplar semejante exhibición de poderío marcial, y también de orgullo al ver cómo aquellos bravos guerreros de su nación acudían a ayudar a su aliado.
Él y Kurt Bremen estaban montados sobre sus corceles a un lado de la carretera principal, al pie de la Gora Geroyev, envueltos en gruesas capas de piel. Oficialmente, Kaspar estaba allí en calidad de embajador imperial para saludar al general del ejército y darle la bienvenida a Kislev, pero conocía a Clemenz Spitzaner de los días en los que también él había llevado el bastón de mando de general y no tenía ninguna prisa por restablecer aquella relación.
No; Kaspar había ido a ver el espectáculo.
Grupos densamente apretados de hombres provistos de picas, vestidos con largos tabardos de color rojo y oro, marchaban detrás de los alabarderos, que llevaban túnicas acolchadas multicolores sobre las armaduras y empuñaban con orgullo armas de mango largo y hojas resplandecientes como un bosque de espejos. Kaspar contempló los distintos regimientos mientras pasaban ante su vista en una profusión de colores: dorados, rojos, blancos y azules; espadachines protegidos con emplumados yelmos ligeros que llevaban escudos ribeteados de hierro a la espalda; arcabuceros envueltos en largas camisas sin mangas y llenos de entusiasmo con sus plateadas cajas de cartuchos; arqueros tocados con sombreros tricornios adornados con escarapelas y provistos de arcos envueltos en hule; guerreros que vestían cotas de malla y calzones holgados de color escarlata y llevaban a la espalda pesados espadones.
Uno tras otro, los regimientos del cuerpo de infantería de Talabecland marchaban al ritmo de los jóvenes tamborileros, que interpretaban animados aires marciales acompañados por los cuernos de los regimientos que los seguían.
Al lado de la infantería, la caballería montaba con elegancia corceles alimentados con cereales del Imperio; los caballos eran de evidente calidad y un símbolo inequívoco de riqueza. Los jóvenes jinetes llevaban petos de cuero endurecido, ligeros y flexibles, yelmos emplumados y carabinas de cañón largo sujetas con tiras de cuero amarradas al pomo de la silla. Rápidos y extremadamente valientes, hasta lindar con la imprudencia, muchos enemigos habían tenido que lamentar el haber subestimado a aquellos jinetes de armaduras tan ligeras.
Pero lo más glorioso del ejército lo constituían los caballeros de relucientes armaduras metálicas montados sobre caballos enormes, de por lo menos diecisiete manos de altura. Aquellos grandes caballos de guerra de raza norteña, unas bestias que resoplaban y pateaban con fuerza, transportaban a los Caballeros del Lobo Blanco, unos intimidantes guerreros barbudos, cuyo impresionante aspecto no desmerecía de sus monturas.
Envueltos en usadas pieles de lobo y desdeñando protegerse con escudos, llevaban pesados martillos de caballería y bromeaban con gran algarabía mientras avanzaban.
—Ésa no es manera de comportarse un templario —dijo Kurt Bremen, sacudiendo la cabeza.
Kaspar ahogó una carcajada, consciente de la rivalidad que existía entre los templarios de Ulric y Sigmar. Sonrió cuando al fin vio aparecer las puntas de los pendones negros y dorados del batallón de artillería de Nuln. Esforzados bueyes y ruidosos conductores guiaban, látigo en mano, los macizos cañones y bombardas por la carretera; cuando las ruedas de los carros se atascaban en el barro, brigadas de sudorosos y musculosos hombres empujaban aquellas armas de bronce monstruosamente pesadas. A la artillería la seguían multitud de carros cargados con proyectiles, escudos, pólvora negra, picas y balas perforadoras.
—¡Ah!, el corazón se me llena de orgullo al ver esas armas, Kurt. La Escuela Imperial de Tiro todavía fabrica las mejores armas del mundo, a pesar de lo que puedan decir los enanos.
—Te puedes guardar tus armas, Kaspar —dijo Bremen con una sonrisa—. A mí, dame un corcel Averland y una buena lanza en cualquier ocasión.
—Las técnicas de la guerra evolucionan, Kurt —dijo Kaspar—. Los artefactos que están desarrollando en la Escuela de Ingenieros tienen una potencia pavorosa. Pistolas que sólo hay que volver a cargar cuando se agota el mecanismo giratorio, cohetes de pólvora negra con alcance superior a los del cañón más pesado y de efectos aún más devastadores, y máquinas blindadas que pueden transportar un cañón por el campo de batalla.
—Sí, y dentro de poco un simple soldado será irrelevante.
—Me temo que tienes razón, Kurt —dijo Kaspar con tristeza—. ¡Que Sigmar nos libre de semejantes tiempos! Me horroriza pensar lo que las guerras podrían llegar a ser cuando ya no sea preciso pelear cara a cara con el enemigo. ¡Cuánto más fácil será matar cuando se pueda hacer a leguas de distancia y no haya que mancharse las manos con la sangre del enemigo o mirarlo a los ojos mientras agoniza!
—Todo demasiado fácil, me temo —comentó Bremen.
Tan melancólicos pensamientos diluyeron el disfrute del espectáculo que suponía la llegada a Kislev de sus compatriotas, y Kaspar sintió que su humor empeoraba cuando vio que se acercaba el inconfundible pendón del general al mando de las tropas: un grifo rampante de color escarlata sobre fondo dorado, rodeado por una corona de laurel y adornado con abundantes rollos de pergamino y colgantes banderolas triangulares con plegarias.
—¡Mierda!, ahí viene —suspiró Kaspar.
—¿Conoces al general? —le preguntó Bremen.
Kaspar asintió con la cabeza.
—Era un oficial de mi estado mayor al que nunca pude quitarme de encima; desgraciadamente, su familia tenía dinero y me vi obligado a tenerlo cerca. Es un militar bastante competente, al que le falta la humildad y el sentido del deber que obliga a mantener con vida el mayor número posible de soldados. Ponlo ante el enemigo: arrojará hombres y más hombres al campo de batalla hasta ganarla, sin importarle el coste.
—De lo que me dices deduzco que no os queréis mucho.
—No, no mucho —dijo Kaspar con una risita—. Cuando me retiré del ejército, Spitzaner supuso que, como era el oficial más antiguo, iba a ocupar mi cargo, pero yo no estaba dispuesto de ningún modo a que se saliera con la suya y promocioné a un oficial llamado Hoffman, un buen hombre, de corazón valiente y con un increíble espíritu conciliador.
—No debió de resultarle fácil digerir que un oficial más joven le pasara delante.
—No, pero jamás me habría perdonado que por mi culpa Clemenz el Asesino consiguiera el mando de mi regimiento. Gracias a Sigmar, el padre de la condesa electora, el conde de Nuln, estuvo de acuerdo conmigo, y Spitzaner se fue a Talabecland para encargarse de un regimiento.
—Y parece obvio que allí las cosas le fueron bien, puesto que ya es general —puntualizó Bremen.
—O, para ser más precisos, que su dinero engrasó el mecanismo de la escalera de las promociones.
La llegada de Spitzaner y de los jinetes que lo acompañaban impidió que siguieran hablando. La comitiva estaba formada por oficiales, sacerdotes, contables, cronistas, sirvientes personales, un par de hombres vestidos con largos abrigos que ostentaban, prendido en las solapas, el sello imperial de Karl Franz y un grupo con hombres de barba en forma de horca, largas espadas y aspecto de saberlas usar perfectamente. Además de su portaestandarte, el general Clemenz Spitzaner iba acompañado de su propio corneta, el cual, mientras el grupo de jinetes se aproximaba a Kaspar y Bremen, interpretaba una serie de notas de intensidad creciente con un clarín de latón.
Spitzaner era un hombre de poco más de cuarenta años, pero parecía mucho más joven gracias a una vida ordenada y sin vicios, muy diferente de la que caracterizaba a buena parte de la nobleza del Imperio. Su cara era alargada, de facciones hundidas y angulosas, como si los huesos le apretaran la piel con fuerza, y tenía los ojos de color verde pálido. El general iba uniformado con un largo y grueso abrigo escarlata, con un galón de oro enlazado sobre un hombro y una pelliza de terciopelo verde esmeralda con flecos dorados colgando sobre el otro. Los pantalones de montar eran de un impoluto color crema, y las botas, que le llegaban hasta la rodilla, de color negro, brillante y lustroso.
Kaspar dedujo del atuendo del general que Spitzaner se había enterado de quién iba a encontrar en Kislev. Cualquier otro habría llevado una gruesa chaqueta acolchada y sin mangas, y prácticas pieles, pero no Spitzaner: tenía que dejar algo claro. Kaspar se preguntó cuánto rato había obligado al ejército a aguardar, poco antes de avistar Kislev, mientras se cambiaba y se ponía aquellas ridiculas y delicadas prendas.
El grupo que acompañaba al general se detuvo en medio de un bullicio de pisadas y riendas, y Kaspar dibujó en su rostro la mejor de las sonrisas.
—Te presento mis saludos, general Spitzaner. En calidad de embajador en Kislev te doy la bienvenida a estas tierras del norte —dijo Kaspar, y se volvió hacia el caballero que estaba a su lado—. Permíteme que te presente a Kurt Bremen, el jefe de mi destacamento de Caballeros Pantera.
Spitzaner dedicó a Bremen una ligera reverencia, y después, una brusca inclinación de cabeza a Kaspar.
—Ha pasado mucho tiempo, Von Velten.
—Sí, en efecto —dijo Kaspar—. Creo que la última vez que hablamos fue en el baile que dio en el año 2512 la condesa electora.
Vio cómo Spitzaner apretaba las mandíbulas y no pudo resistir dar otra vuelta de tuerca.
—¿Cómo está Marshal Hoffman? ¿Te relacionas con él? —dijo.
—No —le espetó Spitzaner—. Marshal Hoffman y yo no nos escribimos.
—¡Ah!, así suele ocurrir cuando un oficial es ascendido en lugar de otro. Yo, por mi parte, de vez en cuando recibo cartas suyas. Siempre he pensado que es uno de mis protegidos de más talento. No dudo de que te alegrarás de saber que prospera.
—Por supuesto, pero sea como fuere —dijo Spitzaner con voz un poco demasiado alta—, él no está aquí y yo sí. Soy general de este regimiento y te convendría tratarme con el respeto debido a mi rango.
—Desde luego, general; nunca he pretendido otra cosa —dijo Kaspar.
Spitzaner no pareció convencido, pero no insistió más. Lanzó una mirada a los desaliñados soldados acampados en torno a las murallas de la ciudad y vio que aquí y allá había estandartes del Imperio plantados en el duro suelo.
—¿Ya había soldados del Imperio?
—Sí —dijo Kaspar—; restos de regimientos dispersos después de la masacre de Zhedevka; tal vez, unos tres mil hombres.
—¿Son buenos? —preguntó Spitzaner.
Kaspar se tragó una réplica airada.
—Son soldados del Imperio, general —dijo.
—¿Y quién es su jefe?
—Un capitán llamado Goscik, un buen hombre. Ha mantenido los soldados en orden y listos para cuando llegue la hora de los combates.
—¿Un capitán al mando de tres mil hombres? —exclamó Spitzaner, ofendido.
—Es el oficial de mayor rango y el más competente que sobrevivió a la batalla.
—¡Es intolerable! Asignaré un oficial más veterano de mi estado mayor en cuanto nos hayamos instalado en este horrible país. Te agradecería que nos mostraras dónde tenemos que alojarnos; venir desde el Imperio ha sido un largo y arduo viaje.
—Ya lo veo —dijo Kaspar, admirando el reluciente uniforme de Spitzaner.
Spitzaner no hizo caso del punzante comentario y, desde la silla de montar, se volvió para ordenar con un gesto que se adelantaran los dos hombres que llevaban el sello del Imperio en las solapas.
—Te presento a Johan Michlenstadt y a Claus Bautner, emisarios del Emperador —dijo Spitzaner a modo de introducción—. El mismísimo mariscal del Reiks me encargó que los condujera a Kislev sanos y salvos.
Kaspar saludó con la cabeza a los recién llegados, mientras se preguntaba lo desesperado que debía estar Kurt Helborg para confiar a Spitzaner la custodia de las vidas de aquellos dos hombres.
—Es un placer conoceros, caballeros.
—Lo mismo digo, embajador Von Velten —dijo Michlenstadt.
—Sí; el general Spitzaner nos ha contado muchas cosas de ti, aunque estoy seguro de que, en algunas ocasiones, exageraba —dijo Bautner.
Kaspar advirtió el tono irónico del hombre y simpatizó con él de forma inmediata. Imaginaba perfectamente el veneno que Spitzaner habría inoculado sobre su anterior general y se alegraba de encontrar a alguien que no se había dejado engañar.
—Estoy seguro de que el general me honra en sus relatos —dijo Kaspar, cortésmente—, pero me intriga saber qué clase de misión tenéis encomendada para que el mismísimo mariscal del Reiks se haya tomado tanto interés en ella.
—Es un asunto de la máxima urgencia —dijo Michlenstadt—. Es imprescindible que vea a la Reina del Hielo a la primera oportunidad que se presente.
—Sí —continuó Bautner—; traemos cartas del Emperador y debemos entregárselas en propia mano.
—Eso tal vez no sea tan sencillo —dijo Kaspar, al que hacía una cierta gracia la costumbre de los emisarios de empezar uno una frase para que la terminara el otro—. No es fácil ver a la zarina.
—Es de vital importancia —dijo Michlenstadt.
—Sí —corroboró Bautner con un gesto—. El destino del mundo depende de eso.
* * *
Del tejado de la bodega pendían carámbanos; en la habitación helada resonaba pesadamente un goteo uniforme sobre la tapa del ataúd de bronce. El azul pálido del hielo que cubría paredes y suelo se veía cruzado por venas negras y verdes, una perniciosa putrefacción que se había propagado rápidamente a partir de los miasmas que rodeaban el ataúd, y que infectaban con microbios funestos y mutantes todo cuanto se encontraba a su alrededor.
La epidemia que acechaba por las calles y que cada día mataba docenas de personas era una buena demostración del poder de lo que yacía en el interior del ataúd; sus artífices se habían superado a sí mismos al crearlo. «Tal vez, demasiados», pensaba ella mientras vagaba perezosamente en torno al ataúd y el aliento se le condensaba en el acto a causa del intenso frío. Entonces la energía del interior del ataúd era algo vivo —su poder para contaminar crecía día a día— y se habían necesitado poderosas medidas de seguridad para controlar la malignidad de aquel ser con objeto de que su impaciencia por contorcerse y mutar no la desenmascarara antes de que ella estuviera preparada para liberarlo.
Los diminutos cadáveres que yacían helados en el rincón de la bodega daban testimonio de la cantidad de sangre inocente que había costado controlar su malignidad, pero afortunadamente Losov había conseguido en el Lubjanko una casi ilimitada provisión de víctimas sin nombre ni rostro.
Cuando llegara el momento de suprimir las medidas de seguridad y permitir que la malignidad de aquel ser se propagara a rienda suelta, la mujer se regocijaría con el espectáculo del terrible dolor y la mutación que en seguida se produciría. La llegada de las fuerzas del Imperio, dos días antes, la había llenado de gozo y después de decepción. Le habían comunicado que los ejércitos de Talabecland y Stirland se dirigirían a Kislev, pero según parecía el ejército de Stirland se marchaba hacia el oeste para reunirse con las fuerzas del boyardo Kurkosk.
Una vez que se hubieron congregado tantos hombres al otro lado de las murallas, la mujer había percibido el latente y fatal deseo de liberación que emanaba del corrosivo ser encerrado en el interior del ataúd, su latente y fatal deseo de descargar la desolación sobre tantos seres vivos, de reducirlos a fétidos amasijos de huesos y carnes mutados. La mujer sospechaba que el ejército de Stirland acabaría por ir a Kislev, y sabía que podía infligir mucho mayor sufrimiento si esperaba el momento oportuno.
Pasó sus delicados dedos por la herrumbrosa tapa del ataúd y percibió el poder y el deseo de aquel ser, su ansia de causar horribles cambios. Pero estaba tocada por la gracia de los Dioses Oscuros y resistió ante su maldad.
—Ya falta menos —murmuró—. Controla tu furia tan sólo un poco más y podrás truncar más vidas de las que eres capaz de imaginar.
Luego, la mujer giró sobre sus talones, pues tenía asuntos más urgentes en los que pensar.
Sasha Kajetan.
Sabía que el espadachín se había hundido en la más profunda de las locuras y que su obsesión por el embajador lo había consumido enteramente.
Había llegado el momento de hacer que su apuesto príncipe se dedicara de nuevo a cazar.
* * *
—¡Maldita sea! ¿Cuánto más tendremos que esperar? —bramó Clemenz Spitzaner yendo y viniendo ante el gran retrato de la reina khan Miska en la antesala de los Héroes.
El interior del Palacio de Invierno de la zarina era tan impresionante como Kaspar recordaba; las paredes de hielo macizo relucían a la luz de miles de velas colocadas en titilantes candelabros. Columnas de hielo negro, rasgadas por sutiles vetas doradas, se alzaban hasta la gran bóveda del techo, en la que un inmenso mosaico representaba la coronación de Igor el Terrible.
—Acabarás gastando la alfombra —dijo Kaspar, que estaba de pie y con las manos juntas a la espalda.
Aunque lo juzgaba en exceso ostentoso, se había puesto el atuendo oficial para la audiencia que al fin la zarina se había dignado concederles: sombrero con escarapela y una larga pluma azul, levita bordada y chaleco abrochado con botones de plata grabados, y elegantes pantalones enfundados en unas botas de montar negras y pulidas. Spitzaner y los oficiales de su ejército iban vestidos de uniforme; eran unas ropas de colorines, casi ridiculas y nada prácticas, con profusión de galones de oro y guarnecidas de encaje y charreteras de bronce.
Los dos emisarios del Emperador llevaban sobrios trajes oscuros, y la única concesión decorativa eran los fajines dorados y escarlatas atados en torno a la cintura, y los sellos imperiales prendidos en las solapas. Bautner miraba maravillado a su alrededor, mientras Michlenstadt se quitaba algunas hebras de la chaqueta.
—Tú eres el embajador —dijo Spitzaner, enojado—. ¿No podría habernos procurado una audiencia con la zarina sin tanta demora? Mi ejército ya lleva cinco días acampado al otro lado de las murallas de su maldita ciudad. ¿Acaso no quiere que la ayudemos?
—La zarina decide por sí misma a quién y cuándo recibe —le explicó Kaspar—. Su consejero, Pjotr Losov, digamos que no es precisamente el más colaborador de los hombres cuando se trata de conceder audiencias.
—¡Que Sigmar la maldiga, pero esto me saca de quicio! —gruñó Spitzaner.
—Me temo que no nos queda más remedio que esperar —terció Michlenstadt, amigablemente.
—Sí —dijo Bautner—. Ninguno de nosotros puede obligar a un monarca a moverse a un repique de tambor que no sea el suyo. Hay que esperar a que le plazca recibirnos, puesto que tenemos órdenes estrictas de librarle las cartas en mano a ella y sólo a ella.
Kaspar se obligó a sí mismo a no prestar atención a las impacientes idas y venidas de Spitzaner —en los últimos días no había hecho más que comportarse como un estúpido, incordiando más que un grano en el culo—, y se alejó por la antesala deteniéndose ante el retrato de Anastasia, otra infame reina khan. La mujer del cuadro montaba en su carro de guerra empuñando las armas mientras el cielo se abatía sobre ella. Alta y hermosa, aquella Anastasia tenía las facciones de una ferocidad que traducía la dureza de la tierra en la que había nacido, ferocidad que no se hallaba en el rostro de la Anastasia que Kaspar conocía. La reina del retrato era la viva imagen de todo lo que había hecho de los kislevitas una luchadora raza de apasionados guerreros.
Al pensar en Anastasia lo invadió una melancolía familiar, pues rememoró la forma en que habían discutido y se habían distanciado. En parte quería volver a verla y disculparse por las duras palabras que habían intercambiado, pero era consciente de que había transcurrido demasiado tiempo para encontrar el modo de efectuar semejante acercamiento. Se sentía muy triste, pero se conocía lo suficiente como para saber que era tarde para cambiar y que la manera más sencilla de soportar la tristeza era recluirla en el rincón más recóndito de su ser.
El sonido del reloj situado sobre la puerta de doble hoja de oro batido distrajo a Kaspar de sus pensamientos y volvió a la antesala principal, mientras Spitzaner y sus oficiales vestidos de colorines se colocaban ante las puertas en estricto orden jerárquico.
Bautner y Michlenstadt se pusieron un poco más atrás y a la izquierda de Spitzaner, el cual, naturalmente, ocupó el lugar central para la prometida audiencia. Mientras sonaba la novena campanada, las puertas que daban a las salas interiores se abrieron y la zarina Katarina, la Reina del Hielo de Kislev, entró en la antesala de los Héroes.
Una vez más, Kaspar quedó impresionado por la pura y primitiva fuerza de su belleza. Las bien esculpidas facciones de la Reina del Hielo eran regias y frías, como si hubieran sido talladas en el más helado de los glaciares y los ojos fuesen diamantes azules. Inspiraba un temor reverencial, y Kaspar se acordó del miedo y de la admiración que había invadido a los súbditos de la zarina la última vez que la había visto andar entre ellos. Vestía un resplandeciente traje largo color marfil, cuya cola arrastraba, con franjas de seda salpicadas de hielo y ristras de perlas. Llevaba trenzada la cabellera, de un blanco intenso —el color de una mañana invernal—, con finos y ondulados flecos de color azul hielo, y se la adornaba con ristras de esmeraldas que se extendían bajo una deslumbrante corona de hielo. Kaspar advirtió que iba armada con la temible espada de guerra de las reinas khan, Hielo del Miedo, y percibió la ola de frío que la precedía.
De forma inusual iba sin su habitual grupo de lacayos, sirvientes y familiares. Por el contrario, la seguían cuatro guerreros con el pecho descubierto, las cabezas rapadas, largos moños y bigotes caídos, que transportaban un pesado trono dorado. Todos llevaban un par de curvados sables cruzados sobre la espalda y un cuchillo de delgada hoja envainado en un pliegue de la piel de sus musculosos estómagos.
«Guerreros del antiguo regimiento de Sasha Kajetan», pensó Kaspar, al reconocer la desagradable costumbre de envainar armas blancas en el cuerpo. ¿Una demostración de fanfarronería, un rito pasajero o una tradición? Kaspar lo ignoraba y no tenía intención alguna de preguntarlo.
La temperatura siguió bajando a medida que la Reina del Hielo se acercaba; una niebla fantasmal se levantó entre los tobillos del auditorio. Kaspar oyó un ligero tintineo, como si se formara hielo, y el olor de los fríos e inhóspitos bosques norteños se expandió hasta llenar el aire. Oyó ahogados jadeos de incomodidad emitidos por los hombres del Imperio mientras se inclinaban ante la zarina; un viento helado que llevaba el amargo frío del oblast serpenteaba en torno a ellos. Todos habían oído hablar de la reputación de poderosa hechicera que tenía aquella mujer, pero ninguno había esperado que un día sentiría tan cerca semejante poder.
Kaspar sonrió para sus adentros mientras hacía una reverencia. Habida cuenta de su gran inteligencia, la Reina del Hielo no demostraba mucha sutileza en las manifestaciones de su poder. Kaspar quedó impresionado por lo mucho que aquella mujer le agradaba. Los guardias situaron el trono detrás de la zarina, y ella se las arregló para sentarse con gran elegancia. Los guerreros se situaron a ambos lados del trono, con los brazos cruzados y una actitud agresiva.
—Embajador Von Velten —dijo la Reina del Hielo con voz inesperadamente cálida—. Me alegro de volver a verte. Te hemos echado de menos en palacio.
Kaspar se inclinó de nuevo cortésmente.
—Es un honor estar aquí otra vez, majestad.
—¿Y cómo va tu humor? —dijo ella en tono festivo.
—Tan mal como siempre —respondió Kaspar, sonriendo.
—Bueno —dijo la Reina del Hielo, inclinando ligeramente la cabeza—. ¿Y a quiénes has traído contigo para que me vean? ¿A otros hombres malhumorados como tú?
—Me temo que no —dijo Kaspar, que se volvió para señalar a sus compañeros—. Majestad, te presento al general Clemenz Spitzaner de Nuln. Está al mando del ejército acampado extramuros.
—Es un honor para mí, majestad —dijo Spitzaner, haciendo una estudiada reverencia y moviendo el emplumado sombrero en un exagerado gesto de saludo.
—Bien —dijo la Reina del Hielo, y apartó los ojos de los colorines del disciplinado militar.
Kaspar continuó.
—Te presento a los enviados de tu colega, el monarca del sur, el muy noble emperador Karl Franz; son los emisarios Michlenstadt y Bautner.
Kaspar vio que un destello de cólera cruzaba el rostro de Spitzaner por el poco caso que le había hecho la zarina, pero prudentemente el general no dijo nada.
El emisario Michlenstadt dio un paso al frente.
—Me han contado que traes noticias del mayor interés para mí —dijo la Reina del Hielo.
—Desde luego, majestad —repuso Michlenstadt mientras avanzaba y metía la mano en el bolsillo interior de la chaqueta.
Tan sólo había dado unos pocos pasos, cuando los guerreros situados detrás de la zarina desenvainaron las espadas y las dirigieron a la garganta del emisario.
—¿Qué pasa? —farfulló Michlenstadt con rostro demudado en tanto sacaba del bolsillo una carta sellada con cera.
El guerrero más próximo a él emitió un gruñido, le arrancó la carta de las manos y se la entregó a la zarina.
—¡Que Sigmar nos proteja! —murmuró Bautner mientras el sobresaltado Michlenstadt se apartaba de aquellos fieros guerreros.
—Perdona su ardor —dijo la Reina del Hielo—. Su deber es proteger mi vida, y estos hombres se lo toman muy en serio; recelan mucho de las personas que se me acercan si no las conocen.
—Está bien —farfulló Michlenstadt, aunque Kaspar advirtió que el hombre estaba visiblemente afectado—. Su celo te honra.
Los guerreros envainaron las espadas y se volvieron a situar detrás del trono, aunque Kaspar no tenía la menor duda de que la Reina del Hielo, llegado el caso, era perfectamente capaz de protegerse a sí misma. La mujer rompió el sello de la misiva, desplegó el pergamino y su vista recorrió rápidamente las palabras que contenía.
—Emisario Michlenstadt —dijo la Reina del Hielo sin levantar la vista.
—¿Majestad?
—Explícame qué pone, si te place.
—No estoy seguro de comprender, majestad —dijo Michlenstadt, intercambiando con Bautner una confusa mirada—. Yo mismo ayudé al Emperador a escribir el borrador de la carta y me esmeré para que todo quedara muy claro.
—Discúlpame —dijo la zarina, pero Kaspar percibió la frialdad subyacente en sus palabras—. Supongamos que soy una ingenua joven reina a quien deseas impresionar con tu elegante léxico. Cuéntame lo que esta misiva quiere de mí.
—Es una invitación para que vayas a Altdorf y te reúnas con los que están dispuestos a hacer frente a las fuerzas oscuras que amenazan con destruirnos a todos —explicó Michlenstadt—. El Emperador ha decretado que en el equinoccio de primavera se celebre un gran Cónclave de Luz, una reunión de grandes y poderosos en la que se decidirá el destino del mundo.
—¿Crees que esa decisión os corresponde a vosotros? —dijo riendo la zarina—. Pues sois unos insensatos, al igual que todos los que se creen con derecho a salvar el mundo o a destruirlo según les plazca.
Los dos emisarios se miraron llenos de confusión, pues no habían previsto que la zarina pudiera reaccionar de aquel modo.
—El mundo seguirá girando al margen de lo que vosotros y vuestro Cónclave de Luz decidáis. Ahora lo que importa no es hablar sino actuar. Hay ejércitos que asuelan mi país, matan a mi gente y saquean mis ciudades. Mis guerreros luchan y mueren. ¿Cómo es posible que vuestro Emperador me pida que abandone mi país en una hora tan crítica como ésta?
—Sólo trata de derrotar a la mayor amenaza que se cierne sobre todos nosotros —protestó Michlenstadt.
—En efecto —asintió Bautner—. Como pueblos libres que somos, debemos mantenernos todos unidos, pues de lo contrario pereceremos cada uno por su lado.
—Una oportuna toma de posición, ahora que hay ejércitos que saquean vuestro propio país —dijo la zarina, volviéndose hacia Kaspar, y éste sintió sobre él la fría mirada de la mujer y bajo las ropas notó que se le ponía la carne de gallina—. Embajador Von Velten, ¿no dices nada?
Kaspar se dio cuenta de que tenía que medir muchísimo sus palabras al observar cómo los desesperados ojos de los emisarios se posaban en él.
—Majestad, estas cuestiones de Estado las dejo para los que están mejor preparados para tratarlas.
La zarina frunció el ceño.
—¿Acaso no eres tú el embajador del Emperador en Kislev?
—Lo soy —asintió Kaspar.
—Y por ser su embajador aquí, ¿no es cierto que hablas en su nombre?
—En efecto —dijo Kaspar viendo la trampa que ella le había tendido, pero incapaz de escabullirse.
—Por consiguiente, dime, embajador, ¿qué haría tu Emperador si la situación se invirtiera, si el Imperio estuviera asolado por la guerra y alguien le pidiera a él que abandonara su país mientras los enemigos mataban a su pueblo y quemaban sus casas?
Kaspar vaciló antes de contestar, aunque conocía suficientemente bien la respuesta a la pregunta de la zarina.
—Se negaría a irse, majestad —dijo oyendo al punto ofendidas aspiraciones de aire por parte de Spitzaner y de los emisarios del Imperio—. Karl Franz es un hombre de honor, un rey guerrero, y jamás abandonará a su gente mientras le lata el corazón.
La zarina asintió con la cabeza y sonrió, como si hubiera sabido de antemano la respuesta de Kaspar con toda exactitud. Se levantó del trono y se dirigió directamente hacia los dos emisarios imperiales.
—Podéis transmitirle al Emperador que agradezco su invitación, pero que, lamentablemente, no puedo aceptarla. Tengo que salvar a mi país y no puedo abandonarlo mientras las tribus del norte guerreen contra nosotros. Cuando regreséis a Altdorf haré que os acompañen mis más fiables representantes para que hablen en mi nombre en ese cónclave.
La zarina hizo una reverencia a los hombres del Imperio, y luego se dio la vuelta y abandonó airosamente la antesala, cruzando las puertas doradas por las que había entrado, seguida muy de cerca por sus guerreros. Mientras las puertas se cerraban, un destacamento de caballeros con armaduras de bronce abrió la entrada que conducía al vestíbulo del Palacio de Invierno y montó guardia a cada lado.
Despedidos de ese modo, Kaspar y sus compatriotas, plenamente decepcionados, abandonaron la antesala de los Héroes bajo la inmutable mirada de los zares y las reinas khan de Kislev.
* * *
Kaspar sacudió la cabeza cuando el escudero se le acercó para coger las riendas de Magnus, desmontó y, doblando la esquina de la embajada, condujo personalmente el caballo al establo. Vio que los guardias que le habían acompañado al palacio murmuraban ante la perspectiva de no disfrutar de la calidez del interior de la embajada.
—¡Eh, vosotros!, podéis iros. No tardaré.
Los guardias, agradecidos, se refugiaron en la embajada y dejaron que Kaspar abriera la puerta del establo cubierta de hielo e hiciera entrar a la montura. El embajador estaba cansado y tenía frío, pero se encontraba sometido a demasiada tensión para pensar en irse a dormir en aquel momento. Se inclinó e hizo una mueca de dolor cuando le crujió la rodilla; aflojó la cincha que rodeaba el abdomen de Magnus, le quitó la pesada silla de montar de cuero y la colocó en un estante cercano.
Dio unos puñados de grano al caballo, y luego cogió un cepillo de firmes cerdas metálicas y empezó a almohazar el pelo del animal y a peinarle la crin, para que cada caricia le fuera liberando de la tensión del día.
Aunque sabía que no podía haber respondido a la zarina de ninguna otra manera, se preguntaba si el Emperador lo vería del mismo modo cuando Michlenstdat y Bautner regresaran a la capital y le comunicaran que ella se había negado a asistir al cónclave. Spitzaner y los emisarios se habían puesto furiosos con él después de abandonar el Palacio de Invierno.
—¡Que Sigmar te maldiga, Von Velten! —había gritado Spitzaner, y su rostro normalmente pálido se había congestionada a causa de la cólera—. ¿Te das cuenta de lo que acabas de hacer?
—No he dicho nada que la zarina no supiera de antemano —había puntualizado Kaspar.
—Ésta no es la cuestión —había dicho Michlenstadt, tratando de mantener la voz serena.
—No —había asentido Bautner, sacudiendo la cabeza—. Un embajador no es un simple portavoz del Emperador en otro país, sino un medio de cumplir su voluntad. No has debido decir lo que has dicho, embajador, ha sido especialmente inapropiado.
—¿Quieres decir que tenía que haber mentido?
Bautner había suspirado, como si lo obligaran a explicar algo muy sencillo a una persona muy simple.
—Vivimos una época muy oscura, embajador, y algunas veces valores apreciados en tiempos de paz deben, por así decirlo, flexibilizarse en tiempos de conflictos. Si la idea de mentir te ofende, tal vez podrías haberte limitado a no mencionar algunas verdades susceptibles de influir en la decisión de la zarina.
—¿No mencionar algunas verdades? ¿Desde cuándo eso no es lo mismo que mentir? —había preguntado Kaspar.
—En asuntos de alta política a veces puede haber una gran diferencia —había dicho Michlenstadt.
—La zarina no habría ido a Altdorf en ningún caso, independientemente de lo que yo hubiera dicho.
—Eso no lo sabemos con certeza, Von Velten —le había espetado Spitzaner—. No te engañes, el Emperador se enterará de todo lo que aquí ha ocurrido esta noche.
—De eso no tengo la menor duda —había dicho Kaspar, harto ya del tono de Spitzaner.
El general y los emisarios habían vuelto a caballo a su alojamiento de la ciudad sin que hubieran mediado más palabras, escoltados por soldados provistos de alabardas, mientras Kaspar y sus guardias cabalgaban por la plaza Geroyev en dirección a la embajada.
La noche estaba siendo fría, pero sin la crudeza que la había caracterizado durante todo el invierno, y resultaba claro que, aunque todavía no había apartado su garra de Kislev, el invierno estaba en franca retirada.
Kaspar había sudado de lo lindo acicalando a Magnus y, cuando terminó la tarea y dejó la montura en el establo preparada para pasar la noche, sintió cómo se le enfriaba el sudor sobre la piel. Echó una gruesa manta con dibujos de vivos colores sobre el lomo del caballo para mantenerlo abrigado y, después de tomar la precaución de echar el pestillo, salió del establo.
Cruzó el patio, dando lentos y pesados pasos sobre la nieve medio derretida, en dirección a la puerta de servicio situada en la parte de atrás de la embajada, con la intención de comer algo y tomar unos tragos de kvas. Empujó la puerta y su aparición sorprendió a los escasos sirvientes que estaban jugando a cartas. Se apresuraron a fingir que estaban ocupados, pero Kaspar les permitió que siguieran con la partida; se quitó las botas y la capa, y se las entregó a su asistente.
Pensaba tomar una cena ligera en la cama, pero soltó una maldición en voz baja al recordar que en la embajada no quedaba kvas. Sofía se había asegurado de que se hubiera vertido en el desagüe hasta la última gota de alcohol, para evitar que Pavel cayera en la tentación de bebérselo.
Kaspar se encogió de hombros. Probablemente, era mejor así; lo último que en aquel momento necesitaba era alcohol. Tal vez esa noche había tirado por la borda su carrera de embajador, pero no estaba dispuesto a enfrentarse con resaca a las malditas repercusiones de lo que había ocurrido. Cortó algunas rebanadas de pan, jamón y queso, y se preparó una tisana dulce; luego, cogió una vela y subió las escaleras de la parte de atrás hasta el piso de arriba de la embajada y se dirigió a su dormitorio.
Los pasillos de los sirvientes estaban débilmente iluminados con velas de sebo que parpadeaban debido a la corriente de aire que subía de la planta baja, pero se encontraban en calma, cosa que Kaspar agradeció. Esa noche no tenía ganas de hablar y sólo esperaba aprovechar unas horas de sueño antes de las primeras luces del día siguiente.
Salió de las dependencias de la servidumbre, se dirigió a su dormitorio y puso la cena sobre la mesilla que había junto a la cama. En medio del lecho vio el bulto de un calientacamas de bronce lleno de carbón caliente, e inclinó la vela que había cogido en la cocina para encender las lámparas.
Con el rabillo del ojo vio algo que le llamó la atención y se detuvo; oyó ruido de papeles y un golpecito provenientes del despacho situado junto al dormitorio, y ladeó la cabeza hacia allí. Apartó la vela de la lámpara sin haberla encendido y cogió la empuñadura de la pistola con su mano libre. A aquella hora de la noche no tenía que haber nadie en el despacho, y empezó a aventurar siniestras posibilidades acerca de quién podía andar por allí.
Caminando con cautela para no alertar al intruso, Kaspar se acercó a la puerta del despacho; su cólera aumentaba a cada paso que daba. Era consciente de que debería haber bajado las escaleras para avisar a los guardianes de que alguien se había colado en su despacho, pero estaba de tan mal humor que prefería atrapar a aquel bastardo con sus propias manos. Observó un parpadeo de luz y sombra por debajo de la puerta y echó hacia atrás el percutor de la pistola.
Empuñó el arma, respiró profundamente y abrió de una patada la puerta del despacho.
—¡No te muevas! —gritó mientras entraba en la habitación a toda prisa—. Voy armado.
Vio una voluminosa figura de pie detrás del escritorio, y estaba a punto de repetir la advertencia cuando reconoció al hombre que andaba rebuscando algo. Era Pavel. El condenado Pavel.
* * *
Cuando cambió de posición, Sasha Kajetan emitió un gruñido, pues las cadenas que llevaba en torno a las muñecas se le hundieron en la carne viva. Su mundo se había reducido de tal modo que lo único que notaba era el dolor y el hambre, y los aceptaba de buen grado. El yo auténtico le había erosionado casi todos los últimos vestigios de su cordura, y lo único que permanecía en su mente eran impulsos de violencia y muerte.
Se daba cuenta de que sus ansias de arrepentimiento nunca se cumplirían y, en silencio, rogaba a cualquier deidad que aún no lo hubiese abandonado que le concediese la muerte. Pero la muerte no se lo llevaría. Parecía que incluso le negaban el reino de Morr. Y no podía culpar al guardián del reino de la muerte; después de todo, ¿quién podía querer a una alma tan perversa como la suya?
Había aceptado que tenía que soportar esa carga: una eternidad de sufrimientos y hambre atroz, encerrado en la mazmorra con tan sólo un constante goteo de agua y ratas sarnosas por única compañía.
Había un roedor en el umbral de la puerta, adonde había conseguido llegar a través de una abertura que había entre el hierro oxidado del quicio y el deteriorado muro de ladrillo. Ampliaba el boquete por el que había llegado, excavando con las garras y apartando húmedos ladrillos, con algún propósito inconfesable.
Durante un rato el prisionero miró la rata y llegó a perder la noción del tiempo cautivado por el diligente trabajo del animal. Al fin, el roedor terminó su tarea, se volvió para encararse con él y emitió sonidos como si quisiera transmitirle algún mensaje. El prisionero no le hizo caso, y el animal se le acercó aún más y chilló con mayor premura.
Sasha le pegó una rápida patada. La rata se apartó a un lado a gran velocidad, pero eso no bastó para impedir que el talón del pie del espadachín le golpeara en plena espina dorsal y se la partiera por la mitad. Mientras la rata se retorcía y agonizaba, en el rostro del prisionero se pintó una torcida sonrisa burlona. Era un ser humano roto, una sombra de lo que había sido, pero todavía era rápido. Arrastró la rata muerta con el pie hacia él y se inclinó para hincarle los dientes en la peluda barriga.
Sintió cómo los huesecillos crujían bajo sus dientes podridos y advirtió que la sangre caliente del animal le llenaba la boca como si fuera una bebida tonificante. Se tragó un trozo de astillosa carne y, mientras mordía otro pedazo, de repente se dio cuenta de que lo estaban vigilando; volvió la cabeza y vio una hinchada rata blanca que se abría paso por el agujero ensanchado de la pared de ladrillo. Tenía los colmillos largos y curvados como los puñales de los nómadas de la estepa, y sus ojos en forma de rendija brillaban en un tono rojo maligno.
El espadachín observó la rata durante unos instantes, mientras la sangre le resbalaba por el mentón. El roedor lo miraba de arriba abajo como si le estuviera tomando las medidas; los colmillos curvaban hacia atrás los labios del animal. De pronto, emitió una especie de prolongado y agudo relincho, un sonido que Sasha jamás hubiera esperado de una rata.
¿Era una señal de algún tipo? Ya antes había sentido que las ratas maniobraban y confabulaban, pero hasta aquel momento se habían limitado a mirarlo. ¿Tenían a partir de entonces otros planes para él?
Débilmente oyó el sonido metálico de una puerta de hierro y, al cabo de un momento, vio un suave resplandor por debajo de la entrada de la celda. El miedo le agitó el pecho cuando oyó ruido de llaves y se abrió la puerta. La rata blanca se escabulló de la habitación, pero Sasha se olvidó de ella inmediatamente al ver la resplandeciente figura que llenaba el umbral.
La mujer estaba ante él con toda la gloria y la belleza que él recordaba, con su cabellera de color castaño rojizo y llena de amor. Llevaba un traje largo de color verde; la tela reluciente y los pálidos nimbos de luz formaban en torno a su rostro un halo que le hacía daño en los ojos.
—Matka… —susurró llorando lágrimas de vergüenza, de amor y de felicidad al ver que su matka le abría los brazos.
Sasha sollozaba como un niño; al verla, el yo auténtico emergía hacia el centro de su conciencia. Alargó la mano hacia ella, pero no pudo tocarla debido a la cadena que lo mantenía atado al muro.
Entonces, como si sus pensamientos lo hubieran llamado, el carcelero entró en la celda a trompicones y se echó a lloriquear descontroladamente cuando una figura con los hombros echados hacia delante, cubierta por completo con una túnica negra y armada con una corta espada curvada, lo derribó al suelo de un golpe.
—Libéralo —dijo su matka.
El carcelero asintió con la cabeza precipitadamente y, aterrorizado, rebuscó la llave. Al fin, encontró la que necesitaba y desbloqueó las argollas que encadenaban a Sasha. El espadachín se desplomó en el suelo; tenía las muñecas en carne viva y llenas de sangre, y la piel recubierta de laceraciones infectadas.
Su matka se arrodilló ante él y le cogió la cara con unas manos de maravillosa suavidad. No podía verle el rostro con nitidez, pues los rasgos aparecían borrosos e indiferenciados debido a la luz que había alrededor de la cabeza de la mujer.
—Soy yo, hermoso príncipe mío —dijo ella.
—Matka… —siseó con la garganta seca y atenazada.
—Sí; he venido a buscarte.
—¡Cuánto lo siento! —consiguió decir él mientras se ponía en pie.
Su matka le pasó un dedo por la mandíbula y después se lo limpió de la sangre de la rata frotándolo en la pared de ladrillo de la celda. La mujer sacudió la cabeza.
—¿No te gustaría comer otra cosa? ¿Algo mejor que la sangre de una alimaña?
La figura de la túnica que empuñaba una espada se lanzó hacia adelante, agarró al carcelero por el cuello y, quitándole la capucha provista de lentes de vidrio, le rebanó el cuello con la hoja. La sangre manó de la herida como una fuente: un abundante chorro de sangre arterial roció la cara de Sasha como si saliera de una manguera.
Sangre caliente, recién bombeada por el corazón, llenó la boca del espadachín, que se la bebió con glotonería; mientras sentía sobre él las manos de su matka, tragaba y tragaba insaciablemente.
Sentía el calor de las manos de la mujer: una calidez agradable y una excitante sensación se propagaban desde donde ella lo tocaba.
Mientras bebía y su matka, de alguna manera, le ayudaba a recobrar la vitalidad, un renovado vigor le invadió el cuerpo y sintió cómo fluía por sus músculos atrofiados una olvidada energía. Emitió un fiero gruñido al advertir de qué modo crecía la avidez de muerte del yo auténtico. Alargó la mano, agarró al carcelero, que se movía de forma espasmódica, y empezó a morder y desgarrar frenéticamente la carne del cuello del desgraciado.
—Sí —dijo su matka—; come, robustécete. Tchar te necesita.
Sasha arrojó a un lado el cadáver mutilado, se puso en pie, y una caliente y colérica energía le recorrió el cuerpo.
—No tan de prisa, amor mío —le advirtió su matka mientras él trataba de recuperarse apoyado en la pared de la celda—; te llevará tiempo recobrar enteramente las fuerzas.
El espadachín asintió con la cabeza mientras observaba cómo el asesino del carcelero limpiaba la espada en la camiseta de su víctima. Las manos que empuñaban el pomo de la espada estaban cubiertas de pelo y dotadas de garras, y como si se diera cuenta de que lo estaba mirando, el asesino se volvió hacia Sasha silbando y adoptó una actitud desafiante.
Sasha miró con fijeza los ojos negros, redondos y brillantes que se atisbaba debajo de la capucha y se preguntó si aquel individuo no sería también un esbirro de la hinchada rata de pelo albino.
Dio la espalda a la alimaña asesina y siguió a su matka, que había salido de la celda y caminaba por el corredor en dirección a una puerta de hierro abierta que conducía a una escalera. Al pie de la misma, yacía un cuerpo con una pieza metálica de forma triangular incrustada en el cuello.
—Ven, Sasha —le dijo su matka—; quiero que hagas tantas cosas…
El yo auténtico asintió con la cabeza mientras oía a aquel chiquillo que antaño había sido Sasha Kajetan llorando en lo más profundo de su alma torturada.