Diez
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Como la débil exhalación del cuerpo de un ahogado, un leve gemido salió del ataúd y jirones de centelleante niebla emergieron de la rendija abierta entre la cubierta y los costados. El ataúd vibraba y se agitaba animado por una vida sobrenatural. Cuando la cubierta se abrió del todo, sinuosos zarcillos de iridiscente niebla salieron bruscamente de sus corrompidas profundidades y un brillante chorro de luz de colores y vapor brotó del interior.
Un piquero de Stirland fue el primero en morir; la luz espectral lo envolvió en una niebla reluciente, cuyo poder mutante le desprendió la carne de los huesos y lo volvió del revés. El conjunto de músculos y órganos en que se había convertido se desplomó y formó un brumoso amasijo; sus chillidos se transformaron en un gorjeo. Otro hombre murió en cuanto aquella luz lo rodeó, y de cada seis centímetros cuadrados de piel empezaron a brotarle extraños apéndices: brazos, manos, cabezas y piernas salieron del cuerpo entre un caos de sangre y huesos astillados.
Todo lo que la expansiva niebla de corrupción tocaba se deformaba y adquiría aspectos nuevos y raros. Había hombres que se veían reducidos a una masa de carne sin esqueleto de textura gelatinosa, y mujeres que se hinchaban y se convertían en gordas arpías de piel tirante con protuberantes vestigios de alas. El mismísimo suelo se retorcía a su contacto, y de la tierra, fecundada de modo sobrenatural, brotaban hierba brillante y plantas exóticas.
Kaspar, horrorizado, se apartó del ataúd, que en aquel momento estaba oculto casi por completo bajo la espuma multicolor que se expandía más y más a cada segundo que pasaba. Se oían chillidos y gritos de terror ante aquel poder mutante; el embajador se maldijo por no haber disparado antes.
Él y sus caballeros corrieron a hacia los caballos, sin embargo Kaspar no tenía intención de alejarse a caballo de aquel poder infernal. Era consciente de que lo que se proponía implicaba su propia destrucción, pero esperaba conseguir que hubiera gente capaz de superar aquel poder engendrado por el demonio antes de que acabara con todos los seres humanos.
Los caballeros montaron en los corceles, y Kaspar los vio partir con el corazón encogido. Lo habían servido con lealtad, y no había tenido tiempo de decirles cuán honrado se había sentido por haber contado con ellos en Kislev. La corruptora luz estaba a punto de alcanzarlo y se preguntó si aún podría llegar hasta el ataúd y cerrarlo antes de que el maléfico poder lo convirtiera en algo abominable e infernal. ¿Bastaría con cerrarlo para detenerlo?
No lo sabía, pero tenía que intentarlo.
Kaspar vio retorcidas figuras en la brumosa luz y agradeció no ser capaz de distinguirlas con nitidez, aunque los lastimeros gritos de dolor le desgarraban el corazón. Siluetas monstruosas agitaban las extremidades transidas por el sufrimiento y bestias mutantes, que poco antes eran seres humanos, devoraban la carne de los muertos.
Kaspar alargó la mano hacia el caballo y saltó a la silla; desvió su montura al oír un golpeteo de cascos que se acercaba y a alguien que gritaba su nombre. Aguzó la mirada para averiguar quién era y vio a Sasha Kajetan que cabalgaba hacia él en medio de la deslumbrante luz multicolor. El embajador se dispuso a empuñar las pistolas, pero recordó que ya las había disparado y buscó la espada.
Kajetan se dio impulso con los pies en los estribos y saltó de la silla sobre el embajador. Los dos hombres se estrellaron contra el suelo. Kaspar se quedó sin aliento a causa de la violencia del impacto; rodó sobre el costado y trató de ponerse en pie, pero cayó al fallarle una rodilla.
Kajetan estaba de pie ante él, y Kaspar no pudo evitar un escalofrío al ver la ruina en que se había convertido. El fiero y orgulloso espadachín de antaño había sido reemplazado por una criatura demacrada y desesperada por el sufrimiento y la miseria. Kaspar gruñó de dolor, pero se las apañó para ponerse de rodillas y desenvainó la espada.
—No te muevas, Kajetan —dijo mientras la impresionante bruma iba avanzando.
—Embajador Von Velten… —siseó Kajetan, y Kaspar se dio cuenta de que el espadachín estaba gravemente herido. Era evidente que Rejak no había muerto sin haber dejado una buena muestra de sus dotes.
El espadachín clavó la vista en la espuma de irisaciones multicolores que emergía a borbotones del ataúd.
—Te dije que aún me quedaba algo por hacer —le recordó.
—Ahora no tenemos tiempo para eso, Kajetan. Tengo que detener esta locura —dijo Kaspar, blandiendo la espada.
—Te dije que aún me quedaba algo por hacer —repitió el espadachín sin hacer ningún caso de las palabras de Kaspar—, y también te dije que tenía que ver contigo.
El espadachín apartó la vista del embajador al oír que se aproximaba un jinete.
—No hay tiempo —dijo, y se acercó a Kaspar.
El embajador rugió y atacó con la espada: la hoja se hundió en el vientre de Kajetan y la punta le emergió por la espalda. Brotó sangre de la herida. El espadachín gruñó y lanzó el puño contra la mandíbula de Kaspar; éste cayó, pero Kajetan lo puso en pie y arrastró su cuerpo inerte hacia el caballero que se les acercaba al galope con arrolladora furia.
Kurt Bremen había regresado tan pronto como se había dado cuenta de que el embajador no había huido con ellos, y en aquel momento frenaba al caballo y alzaba la espada para derribar a Kajetan.
—¡Eh, tú! —farfulló Kajetan—. ¡Recógelo y llévatelo de aquí!
Cogido por sorpresa, Bremen bajó el arma al darse cuenta de lo que Kajetan se había propuesto. El caballero envainó la espada, cogió al embajador de manos del espadachín y lo alzó por encima del cuello de su caballo de guerra. Luego, inclinó la cabeza para dar las gracias a Kajetan y observó, lleno de asombro, cómo el espadachín montaba en su propio caballo con la espada de Kaspar aún profundamente hundida en el vientre.
—¡He dicho que os vayáis! —gritó Kajetan, y cabalgó a toda prisa hacia el infernal epicentro de aquella pesadilla de deslumbrantes colores.
* * *
El dolor amenazaba con doblegarlo, pero Sasha lo mantuvo a raya mientras cabalgaba entre la chispeante niebla de luz. En torno a él criaturas que habían sido humanas agitaban sus extremidades y maullaban lastimeramente; frondas silvestres de una materia vegetal en constante cambio emergían rápidamente del suelo y una incesante fertilidad saturaba el mismísimo aire.
Cuando el poder mutante lo alcanzó, el aliento se le retorció con vida propia, parpadeando como si estuviera formado por diminutas luciérnagas. Durante unos instantes se preguntó qué negros milagros y tenebrosos portentos podrían estar ocurriendo en sus otros fluidos corporales: saliva, sangre, semen.
Advirtió que su montura empezaba a tambalearse, pues el poder corruptor ya la había alcanzado. Por los flancos del animal se propagaban tensas ondas espasmódicas; unas desgarbadas alas de plumas, deformes y gelatinosas, emergieron de su cuerpo. El caballo protestó lastimosamente, tropezó y cayó; mientras se agitaba de forma violenta a causa del dolor, derribó al jinete de la silla. Sasha chocó contra el suelo, rodó y aulló de dolor cuando la espada que tenía clavada se torció y le cortó aún más.
Entonces, Sasha se desclavó la espada, la arrojó a un lado y cayó de rodillas en tanto un dolor atroz le recorría el cuerpo. De la herida manaba abundante sangre, y el espadachín se dio cuenta de que, como mucho, tan sólo le quedaban unos pocos instantes. Del suelo, en donde la sangre caía, brotaron bruscamente unas flores obscenas, todas ellas con el rostro de su matka, entonces, Sasha se puso en pie.
Tambaleándose y cojeando, avanzó hacia el carro en el que estaba el ataúd. Unas luces asombrosas estallaron ante sus ojos, pero no estaba seguro de si se trataba de la muerte que alargaba la mano para atraparlo definitivamente o se debían al poder encerrado en el ataúd, que estaba rodeado por una corona de luz cegadora como la del sol. Por eso, mientras subía al carro y observaba el interior de la siniestra caja, tuvo que protegerse la vista.
No le sorprendió ver un cuerpo en el interior del ataúd, pero el cadáver tenía venas por las que circulaba fuego, y ojos que brillaban con la luz de la mismísima creación. Percibió la poderosa magia que se había concentrado en la creación de aquel ser: toda la ciencia misteriosa y demoledora de las criaturas subterráneas y de la tenebrosa brujería del Caos.
Los ojos rodaban en las órbitas y lo miraban con una expresión que encerraba todo lo que había existido o un día podría existir en el mundo. Sintió que aquel poder le arrancaba la piel y que la carne pegada a los huesos se le ennegrecía mientras lo iba consumiendo. Pero Kajetan tenía un último regalo para el mundo, una postrera manera de culminar el perdón que tanto anhelaba.
Con el estómago revuelto se inclinó para mirar los ardientes ojos del retorcido cadáver luminoso. La mandíbula del cuerpo se abrió y el aliento que exhaló era la mismísima creación.
Pero si aquel aliento era creación, el de Sasha era destrucción, y arrojó sobre la cara del cadáver una masa espumosa de su letal vómito negro. Cuando el viscoso líquido negro hubo corroído el cuerpo quemándolo y fundiéndolo hasta convertirlo en una sustancia nauseabunda, la luz se desvaneció. La malignidad del cadáver chilló en el interior de la cabeza de Sasha, pero éste sabía que aquel ser ya no podía evitar su aniquilamiento.
Mientras el cuerpo le ardía por las emanaciones de la magia primigenia que expelía el cadáver en descomposición, el mundo del espadachín se redujo al puro dolor que sentía, pero siguió vomitando aquella masa negra, vaciándose por completo. Inmediatamente después se desplomó sobre los restos medio disueltos.
El pecho se le alzó y el espadachín trató de moverse, pero ya no pudo.
En su rostro se dibujó una sonrisa al percibir una radiante luz que iba creciendo detrás de un portal que se iba abriendo lentamente. Alargó la mano para tocar aquella luz.
Y todo el dolor, y la culpa, y el terror, y la cólera, y el yo auténtico desaparecieron, y sólo permaneció Sasha Kajetan, el apuesto príncipe de su matka.
No quedaba nada por hacer.
Entonces, podía morir.
* * *
La devastación desencadenada por Anastasia Vilkova originó la muerte de trescientas setenta personas, que en su mayoría tuvieron la suerte de perecer en los primeros momentos de la vertiginosa catástrofe. Otros, menos afortunados, fueron posteriormente abatidos a tiros por llorosos arcabuceros, o bien liberados de su insufrible desgracia por horrorizados piqueros.
Pero otras criaturas, con terribles y abominables mutaciones, huyeron a la estepa y aullaron a la luna y a las estrellas, desesperadas por lo que les había ocurrido. El lugar de la carnicería se convirtió en un sitio maldito y, en menos de una hora, aquella parte del campamento quedó desierta: la gente dejó las tiendas plantadas y abandonó todas sus pertenencias. Nadie se había atrevido a acercarse al carro, completamente derruido, cuyos restos permanecían en el centro del abandonado lugar. Durante la noche, una excepcional tormenta de hielo de proporciones terroríficas barrió el devastado terreno y eliminó todo vestigio de vida: acabó con la hierba, las plantas sobrenaturales e, incluso, con la mancha del Caos.
Por la mañana, tan sólo quedaba una zona desierta y límpida, y fuera lo que fuese la causa de los terroríficos sucesos del día anterior, había quedado enterrado para siempre debajo de una dura capa de imperecedero hielo.
«Es una tumba adecuada para Sasha Kajetan», pensó Kaspar. Era un lugar en el que jamás volvería a ser torturado por los demonios de su pasado o por los que otros habían conjurado en su alma.
A pesar de todo lo que había sucedido, el embajador no podía odiar a Sasha, un hombre que le había salvado la vida dos veces. Sofía tenía razón: Kajetan no era un monstruo de nacimiento, sino que lo habían transformado en monstruo, y su acto postrero de ser humano había servido para salvar miles de vidas… Bueno, a Kaspar le parecía que aquello era una digna redención.
Hasta qué punto esa redención podía contrapesar las atrocidades que había cometido siendo el Carnicero, Kaspar lo ignoraba, pero confiaba en que Sasha, por lo menos, se habría ganado una posible absolución en el otro mundo.
Se apartó del cementerio helado sabiendo que el cuerpo de Anastasia también estaba allí, enterrado en el hielo para siempre, y sintió la rara mezcla de cólera, tristeza y culpa que lo asaltaba cuando pensaba en ella. La mujer había estado a punto de matar a decenas de miles de personas, pero eso no le hacía más llevadero el hecho de que le había disparado por la espalda. Kaspar era consciente de que había hecho lo que debía, pero jamás olvidaría la expresión de dolor e incredulidad reflejada en los ojos de Anastasia al caer al suelo.
Aunque Kaspar no había sido testigo de la última cabalgada del espadachín por la letal niebla de luz, Bremen le había contado que se había producido un último estallido de energía en medio de la brillante bruma y que luego, de forma súbita, todo se había desvanecido, todo se había reducido a la nada. Lo que Kajetan había hecho para impedir que aquel poder destructor matara a todo el mundo era un misterio que, a juicio de Kaspar, tal vez jamás sería desvelado.
Se dirigía a caballo hacia la ciudad. Cabalgaba lentamente a través de la masa de soldados que se preparaban para partir hacia el norte con objeto de enfrentarse a un terrible enemigo; a su paso, los soldados le saludaban, pues la noticia de su nuevo rango había circulado rápidamente entre la tropa. Aunque él todavía llevaba los colores negro y dorado de Nuln, había engualdrapado a Magnus con las tonalidades verde y amarilla de Stirland para mostrar a sus hombres que entonces era uno de los suyos.
En la reunión de los oficiales de las fuerzas del Imperio de más edad que habían sobrevivido, de nuevo había vuelto a ofrecerse para comandar el ejército de Stirland. Spitzaner había planteado diversas objeciones, pero como no había nadie más capacitado para manejar una fuerza de tales dimensiones, sus palabras habían caído en saco roto.
Era frecuente en el ejército que brillantes jefes de regimiento fracasaran en niveles superiores de mando, y también que hombres capaces de dirigir las fuerzas de una provincia entera no tuviesen ni idea de cómo dar órdenes a un batallón. En el seno de los ejércitos del Imperio era común, entre los hombres que alcanzaban un puesto de mando, aposentarse en sus niveles de competencia, y hasta entonces nadie, excepto Kaspar, se había presentado voluntario para tomar las riendas de la jefatura.
La idea de estar al frente de la tropa en una batalla le hizo sentir una vez más una impaciente emoción, y aunque sabía que era una estupidez y que lo lamentaría en el preciso instante en que se derramara la primera gota de sangre, deseaba entrar en combate como cuando había sido un recluta. Con objeto de llegar a Urszebya antes que el gran zar, las fuerzas aliadas partieron al amanecer del día siguiente: el ejército de Stirland, cuyo mando ostentaba Kaspar; el ejército de Talabecland de Clemenz Spitzaner, y el pulk de Kislev, que combatiría bajo las órdenes de la Reina del Hielo.
Veinticinco mil combatientes, conocidos entonces entre los soldados con el nombre de pulk de Urszebya, se iban a enfrentar con una fuerza formada, según los rumores, por cuarenta mil hombres. El boyardo Kuskosk se dirigía hacia el este con cerca de veinte mil guerreros, pero era poco probable que llegara a tiempo de participar en la batalla, y no había posibilidad de esperarlo.
Si derrotaban al ejército del gran zar, sería la victoria más espectacular desde la Gran Guerra contra el Caos. Pero si perdían…
Kaspar aún no acababa de comprender qué clase de poder albergaban las imponentes rocas de Urszebya, pero era obvio que los kislevitas las consideraban lo bastante importantes como para arriesgarse en una batalla abierta con una fuerza sensiblemente superior.
En todo aquello había una gloriosa locura, pero Kaspar conocía perfectamente bien la naturaleza real de lo que se iban a encontrar. Sangre y muerte, horror y pérdidas. Cyenwulf había derrotado a todos los ejércitos que se le habían enfrentado y las filas de su ejército se habían engrosado a cada victoria.
Nunca había conocido la derrota y estaba preparado para destruirlos.
Kaspar no se hacía ilusiones respecto a las posibilidades de vencer al gran zar.
Pavel había dicho que la gente relataría historias sobre su valentía que irían tan lejos que llegarían a Magritte, y Kaspar le había creído.
Sólo esperaba que fuesen historias de victoria y no relatos de derrotas.
* * *
Todos los guardias de la embajada formaron al otro lado de la valla de hierro, listos para marchar hacia las puertas de la ciudad y unirse al pulk de Urszebya. Ninguno de ellos estaba obligado a incorporarse al ejército, pero la tarde anterior, después de que Kaspar regresara a la embajada, un decidido Leopold Dietz se había dirigido a él para expresarle el deseo de sus hombres de acompañarlo en la expedición al norte. Al aceptar el puesto en Kislev, habían pronunciado un juramento en virtud del cual tenían que proteger la vida del embajador, y no veían cómo podían cumplir su misión si se quedaban en la ciudad.
Kaspar había aceptado la propuesta lleno de satisfacción y a su vez había concedido a Leopold Dietz el honor de portar el pendón del embajador. Hubo apretones de manos, y después guardias y Caballeros Pantera aguardaron la orden de partida. Los caballeros tenían un magnífico aspecto: las armaduras pulidas brillaban como espejos y el confalón de oro y púrpura ondeaba por encima de ellos sostenido por Valdhaas. Las monturas, limpias y descansadas, iban engualdrapadas con vistosos colores. Era un honor estar al frente de tan distinguidos guerreros.
El embajador llevaba un práctico justillo acolchado con los colores oro y negro de Nuln, peto sin adornos, avambrazos y escarcelas. Las ropas eran nuevas y prácticas, pues el pulk de Urszebya tardaría por lo menos diez días de marcha en llegar al valle de los Dientes de Ursun. Envuelta en una pashmina de gruesas pieles de colores rojo, oro y negro, Sofía permanecía en silencio mientras Kaspar apretaba la cincha de la silla de Magnus. La cabellera castaño rojizo ondeaba en torno a los hombros de la mujer, cuya expresión denotaba una ansiedad apenas controlada.
—En Kislev es costumbre llorar a los que se van a la guerra como si ya hubieran muerto —dijo mientras Kaspar ultimaba los preparativos de su montura.
—He oído hablar de ella —dijo Kaspar—; siempre me ha parecido un hábito más bien morboso.
—Sí —admitió Sofía, inclinando la cabeza para asentir—, por esta razón no voy a seguirlo. Todas las mañanas rezaré para que vuelvas.
—Gracias; eso significa mucho para mí, Sofía —afirmó Kaspar, y le cogió la mano.
La mujer bajó la cabeza.
—Nunca hemos tenido tiempo para nosotros, ¿no es cierto? —dijo.
—No, no lo hemos tenido —asintió Kaspar con tristeza—; pero cuando hayamos derrotado al ejército del gran zar, volveré a buscarte.
—¿De veras crees que podréis vencerlo? —le preguntó Sofía.
—Desde luego —mintió Kaspar.
Le costó mentir, pero percibió la necesidad de esperanza que reflejaban los ojos de la mujer y, aunque iba contra todos sus principios, prefirió hacerlo para no estropear aquel último momento.
Sofía asintió con la cabeza, y el alivio que expresaba su mirada hizo que Kaspar sintiera ganas de llorar. La mujer alargó la mano, se descolgó el medallón que le pendía del cuello, tomó la mano de Kaspar y lo depositó en su palma vuelta hacia arriba.
Aquella joya la había llevado en la cena de la victoria de la zarina; era una gema pulida de color azul, engarzada en una red de hilo de plata. Kaspar se sintió emocionado por la afectuosa sencillez del gesto.
—Guárdala cerca del corazón —dijo ella.
—Lo haré, gracias —le prometió él.
Quería decirle más cosas, pero no se le ocurría nada que no fuera tópico o excesivamente melodramático. Vio que Sofía estaba a punto de llorar, y pese a que él ardía en deseos de tomarla en sus brazos y decirle que tendría cuidado, que regresaría y se ocuparía de lo que podrían hacer los dos juntos, no pudo articular palabra.
Por el contrario, se limitó a abrazarla.
—Te veré en mis sueños —consiguió decir al fin.
Ella asintió, y mientras Kaspar se daba la vuelta y montaba, se secó los ojos con el dobladillo de la pashmina.
—Prométeme que volverás a buscarme —dijo Sofía cuando Kaspar ya empuñaba las riendas.
—Te lo prometo —contestó él, aunque no estaba nada seguro de que pudiera cumplir esa promesa.
Sofía sonrió tristemente, y mientras Kaspar cruzaba el portal para ponerse a la cabeza de los Caballeros Pantera, retrocedió unos pasos. El embajador saludó con orgulloso respeto a los guerreros agrupados a su alrededor.
Levantó el brazo y señaló hacia adelante. Se volvió para mirar a Sofía por última vez, pero ya no pudo verla: la puerta de la embajada ya se había cerrado tras ella.
El viaje hacia el norte a través del oblast fue mucho más fácil que la última vez que Kaspar lo había cruzado. El invierno se retiraba, aunque la nieve todavía cubría la tierra con una espesa capa y el viento penetraba a través de las pieles más gruesas. El pulk de Urszebya avanzaba a buen ritmo por aquellos solitarios parajes, precedido por los salvajes jinetes Ungol, que cabalgaban a bástante distancia de los soldados y trataban de detectar cualquier signo que delatara la presencia del ejército del gran zar.
Avanzaban por la vasta extensión del oblast, bajo la rara belleza del firmamento azul purísimo y entre la resistente hierba esteparia que salpicaba de color la variable blancura del paisaje. «Es palpable la sensación de que esta tierra renace a la vida», pensó Kaspar, como si hubiera estado durmiendo durante los largos y oscuros meses de invierno y en aquel momento despertara para desplegar su ruda belleza. Era un mundo salvaje, saturado de antiguas pasiones y de primitivas emociones, y a Kaspar no le resultó difícil comprender que los kislevitas, originarios de esas tierras, se hubieran convertido en la clase de pueblo que entonces eran.
En el transcurso de la marcha, Kaspar se había propuesto firmemente conocer los puntos fuertes, los débiles y el carácter de los oficiales a sus órdenes. Eran hombres bien dotados, hombres con vista de águila, y él estaría orgulloso de luchar a su lado cuando llegara la ocasión. No hacía mucho que habían combatido en dos importantes batallas y estaban ansiosos por entrar de nuevo en combate.
Algunos oficiales hablaban de los alabarderos de Ostland y de lo afortunados que eran por regresar a casa, pero añadían que luego les envidiarían el honor ganado en el campo de batalla. Cada vez que Kaspar oía mencionar al regimiento que les faltaba, experimentaba un gran sentimiento de culpabilidad, ya que se trataba del regimiento que él había cedido a Chekatilo cuando creía que la vida de Anastasia corría peligro. Lo había escogido porque estaba compuesto por apenas un centenar de hombres, que habían estado en Kislev durante casi un año, atrapados en el norte después de la masacre de Zhedevka. Kaspar imaginó que se habían alegrado muchísimo de volver al Imperio, pero eso no aliviaba el peso de la culpa que sentía.
Después del caos originado a raíz del intento de Anastasia de destruir el pulk de Urszebya, Kaspar y Bremen habían visitado a los Chekist y habían contado detalladamente a Vladimir Pashenko lo ocurrido en los últimos seis meses. Juntos habían registrado la ciudad en busca de Chekatilo, pero había sido en vano. El gigante kislevita se había marchado; los alabarderos de Ostland se habían ido con él y todos los lugares que los Chekist sabían que Chekatilo frecuentaba estaban abandonados.
No se podía destacar a ningún hombre para tratar de atrapar a Chekatilo, y Kaspar se vio obligado a aceptar que era probable que aquel bastardo escapara al hacha ejecutora que tanto merecía. Ofendía su sentido del honor que alguien como Chekatilo no pagara por aquello que había hecho, pero era consciente de que ya no podía hacer absolutamente nada más.
Todas las noches, mientras el ejército estaba acampado, Kaspar rondaba entre las fogatas de los soldados y contaba exagerados relatos de las batallas en que había participado compartiendo con ellos comida y bebida. Era una tarea fatigosa, pero sus hombres tenían que conocerlo para que pudieran formarse una opinión de la persona cuyas órdenes podían enviarlos a la tumba.
Por la mañana del duodécimo día de marzo, mientras empezaba a caer la nieve del último coletazo del invierno, los jinetes exploradores les llevaron noticias del ejército de Cyenwulf. Si había que hacerles caso, y Kaspar no tenía razón alguná para dudar de su palabra, el gran zar estaba a menos de dos días de la entrada del valle.
Una nerviosa impaciencia se extendió por el ejército a medida que corría la voz de la proximidad del enemigo, pero en su ronda nocturna entre la tropa, Kaspar tuvo la satisfacción de comprobar el sereno valor que mostraban los soldados. Aquellos hombres ya habían luchado y habían derrotado a los ejércitos de los terribles y fieros norteños, y volverían a hacerlo. Kaspar les dijo que se sentía orgulloso de ellos y que los contadores de historias de Altdorf narrarían sus hazañas durante centenares de años.
La nieve continuó cayendo a lo largo del día, y cuando el sol alcanzó el cénit, el pulk de Urszebya llegaba al valle del mismo nombre. Aquellos parajes eran todavía más inclementes que la estepa; a lo lejos, en la nevada llanura, Kaspar divisó dos rocosos riscos gemelos que se alzaban abruptamente desde el suelo y dibujaban un imponente corte en el paisaje.
Un profundo valle se hundía hacia la estepa; las laderas, de pronunciada pendiente, estaban constituidas por oscuras rocas estriadas. Mientras la mirada de Kaspar se dirigía hacia las crestas de las laderas, desde la vanguardia llegaron hasta él los distantes gritos de alegría de los soldados que acababan de alcanzar la entrada del valle.
Aunque todavía a muchos kilómetros de distancia, Kaspar divisó una dentada columna de roca negra, el primero de los altos menhires que se extendían a lo largo del valle y que le habían dado el nombre.
Urszebya. Los Dientes de Ursun.
La abrupta belleza del paraje era sorprendente; Kaspar reconoció que nunca había visto nada parecido. Pero su asombro ante aquel esplendor se veía afectado por la pena de pensar que jamás podría volver a contemplar el valle de aquella manera.
Entonces era hermoso, pero al día siguiente sería un odioso campo de batalla bañado en sangre.
* * *
El cielo se estaba volviendo de color púrpura descolorido. Kaspar y Kurt Bremen se encaminaron hacia el pabellón de la Reina del Hielo, cuya cubierta, hinchada por el viento, era de color azul celeste. A pesar del inclemente frío y de la ligera nevada, los guardias de la zarina que rodeaban la gigantesca tienda iban desnudos de cintura para arriba y no manifestaban el menor signo de incomodidad. Recogían las armas de todo aquel que entraba en la residencia de la reina, pues no querían correr riesgos respecto a la seguridad de la soberana después del ataque sufrido en el Palacio de Invierno.
Kaspar entregó las pistolas y la espada, y Bremen se desabrochó el cinto que sostenía su arma. Un gigantesco guerrero con largas dagas envainadas en la piel de sus músculos pectorales y un dandi alto, de pelo tieso, les abrieron el pabellón para que pudieran entrar.
En el interior, oficiales del Imperio y boyardos kislevitas se habían reunido en torno a una crepitante fogata, en donde otro de los guardias de la zarina daba vueltas a un jabalí atravesado por un largo espetón. Un humo dulzón escapaba por un agujero situado en el centro de la cubierta del pabellón, y a Kaspar la boca se le hizo agua con el penetrante olor de carne asada.
Las mesas y las sillas estaban hechas con hielo ondulado, y los soportes del pabellón eran altas y curvadas columnas de nieve. La zarina estaba sentada en su trono dorado y tenía un aspecto regio, vestida con un radiante traje largo de helado color crema. A pesar de los rigores de un día de marzo, la Reina del Hielo ofrecía una imagen tan inmaculada como siempre, y Kaspar se preguntó cuánto esfuerzo le costaba a la zarina mostrarse de aquel modo.
Pero cuando vio las extasiadas caras de los boyardos, se dio cuenta de que no era mera vanidad lo que la hacía aparecer con tan ostentoso atuendo, sino que resultaba necesario. Para sus súbditos, la Reina del Hielo era una figura adorada, de distante y regia majestad, y verla vestida con algo que no fuera de la calidad más refinada para ellos habría sido un anatema.
Clemenz Spitzaner y su camarilla de oficiales estaban todo lo cerca que podían de la Reina del Hielo, y Kaspar inclinó la cabeza hacia su colega general al advertir su presencia. Spitzaner le dedicó una rígida reverencia, aún molesto por encontrarse con él, pero con la suficiente entereza como para no dejar que aquello le alterase en modo alguno.
Kaspar saludó a sus colegas de la oficialidad de Stirland y aceptó una copa de brandy de Estalia que le ofreció un sirviente. Sorbió un trago corto y disfrutó del bravo calorcillo que sintió en el estómago.
—Es un modo civilizado de guerrear —dijo alzando el vaso hacia Kurt Bremen.
El caballero asintió con la cabeza y se llenó un vaso de agua de un jarro hecho con chispeante hielo. Boyardos de aspecto variopinto pululaban por la tienda tratando de conseguir un pedazo de carne de jabalí y contando bravuconadas sobre la gloria que alcanzarían a la mañana siguiente. Kaspar vio al tileano Albertalli al otro lado de la fogata y levantó la copa para saludarlo.
El general mercenario sonrió ampliamente, levantó su propia copa y dio la vuelta alrededor de la fogata para reunirse con Kaspar y Bremen.
—General Von Velten —dijo—, me alegro de volver a verte. Me llena de esperanza saber que un hombre de tu reputación luchará a nuestro lado.
—Mis saludos, general —respondió Kaspar—. Mientras cabalgaba, he oído buenas noticias sobre tus soldados. Dicen que tus hombres mantuvieron el frente de Krasicyno durante cinco horas luchando contra los kurgan.
Albertalli sonrió con modestia.
—En realidad, fueron más bien tres; pero sí, mis soldados son buenos chicos, pelean duro y bien. Mañana van a hacer lo mismo, cuenta con ello.
—Sin duda —asintió Kaspar—. Necesitaremos guerreros capaces de hacer frente con firmeza a esa brutalidad que el gran zar va a desencadenar.
—Por supuesto —asintió Albertalli—. Mañana nos espera un día terrible.
—¿No son siempre terribles esos días? —dijo Kaspar.
La Reina del Hielo se levantó del trono y empezó a circunvalar la fogata. Las conversaciones se desvanecieron y todos los ojos se posaron en ella cuando tomó la palabra.
—Kislev es la tierra, y la tierra es Kislev —dijo.
—Kislev es la tierra, y la tierra es Kislev —repitieron los boyardos allí reunidos.
La Reina del Hielo sonrió.
—Mirad en torno, amigos míos —añadió—. Mirad los rostros de los hombres que están a vuestro alrededor y recordadlos. Recordadlos. Mañana estos hombres lucharán a vuestro lado y de ellos va a depender vuestro destino. En efecto, ahora nos aguarda una misión grande y terrible. Percibo el flujo y reflujo de la tierra bajo mis pies y oigo sus gritos de rechazo por la presencia del Caos. Si fracasamos, la tierra que tanto amamos se esfumará, no volverá jamás, y todos los que la hemos conocido seremos destruidos.
Todos los hombres del pabellón guardaban silencio mientras la zarina seguía su ronda; el crepitar de la grasa al gotear en el fuego era lo único que rompía la calma. El frío provocado por la proximidad de la Reina del Hielo puso a Kaspar la carne de gallina.
—Mañana —continuó la zarina—, nos enfrentaremos a un enemigo que cuenta con muchísimos más guerreros que nosotros. El gran zar dispone de sanguinarios combatientes sedientos de victoria, monstruos salidos de las peores pesadillas y una criatura sacada del alba del mundo. He oído sus pisadas sobre la tierra y viene hacia aquí para destruirnos a todos. Y no os equivoquéis: si no contara con vuestro valor y vuestra energía, lo conseguiría.
—La fuerza de Kislev reside en todos vosotros. El país os ha convocado aquí a todos y aquí es donde pondréis a prueba vuestro coraje frente al Caos. Este paraje encierra un poder, y mañana ese poder correrá por vuestras venas. Utilizadlo bien.
—¡Así lo haremos, reina mía! —exclamó solemnemente un boyardo kislevita.
Clemenz Spitzaner habló a continuación.
—Mañana saldremos de este valle y juntos destruiremos a esos bárbaros —dijo, y levantó el vaso para brindar.
Un tenso silencio saludó sus palabras, y la Reina del Hielo se volvió para encararse con el general del Imperio.
—General Spitzaner —dijo—, creo que debe de haberme entendido mal. ¿Salir del valle? No, no nos vamos a ir a ninguna parte; nos quedaremos aquí mismo, en el extremo del valle.
—¿Qué? —farfulló Spitzaner— Majestad, yo desaconsejaría semejante estrategia.
—Es demasiado tarde para cambiar de plan, general Spitzaner. La decisión ya ha sido tomada.
Kaspar frunció el ceño, pues vio que algunos de los boyardos estaban igualmente inquietos ante la perspectiva de luchar en aquel valle rocoso.
—Majestad —dijo avanzando unos pasos—, creo que muchos de nosotros compartimos el convencimiento del general Spitzaner de que íbamos a combatir contra el gran zar en la estepa. Si bien es cierto que este valle ofrece algunas ventajas tácticas, tiene un inconveniente que tal vez no hayas advertido.
—¿De veras, general Von Velten? —dijo la Reina del Hielo—. Bueno, pues te ruego que me lo muestres.
—Sólo hay un lugar para entrar o salir del valle —explicó Kaspar—. Si nos derrotasen, no tendríamos ningún sitio por donde retirarnos. Nos aniquilarían hasta el último hombre.
—En tal caso, tendremos que esforzarnos al máximo para que no nos venzan, ¿no?
—Por supuesto, pero el problema sigue siendo que pueden vencernos.
—¿No tienes confianza en mí, general Von Velter?
—No es una cuestión de confianza, es…
—Es esencialmente una cuestión de confianza, Kaspar Von Velten; de todos, tú eres el que mejor deberías saberlo.
Kaspar sintió cómo se posaba sobre él la gélida mirada de la zarina y comprendió que ella tenía razón. En el campo de batalla, todo llegaba a depender de momentos de confianza; confianza en el acero del hombre que tuvieras al lado, confianza en que los oficiales cumplieran las órdenes adecuadamente, confianza en que el valor del ejército se mantuviera y confianza en que los que ostentaban el mando supieran lo que se hacían. Ése era uno de tales momentos, y Kaspar se rindió de buen grado a los planes de la Reina del Hielo, y con un frío pero no desagradable estremecimiento sintió que ella aceptaba su confianza.
—Muy bien —dijo él con gran solemnidad—, si la Reina del Hielo de Kislev desea que nos hagamos fuertes aquí, el ejército de Stirland acatará sus deseos. No te defraudaremos.
La Reina del Hielo sonrió.
—Tengo fe en ti, general Von Velten; gracias —dijo.
Mientras Kaspar hacía una reverencia, el general Spitzaner intervino.
—Majestad, por favor, al margen de lo que diga herr Von Velten, quiero expresarte que mantengo serias dudas respecto a ese plan.
—General Spitzaner —dijo la Reina del Hielo—, la decisión ha sido tomada y no hay vuelta atrás. O luchamos juntos o nos destruirán. Es así de sencillo.
Kaspar se dio cuenta del enfado de Spitzaner por haber sido manipulado de aquel modo, pero en su honor reconoció que no arrojó más dudas sobre el plan de la zarina ante los otros oficiales.
—En tal caso —dijo Spitzaner, inclinándose rígidamente—, el ejército Talabecland se sentirá orgulloso de combatir a tu lado.
—Gracias, general Spitzaner —respondió la Reina del Hielo mientras un sirviente le ofrecía un vaso helado de brandy.
—¡Por la victoria! —gritó la zarina, que apuró el brandy y arrojó el vaso al fuego.
Todos los allí reunidos repitieron sus palabras y arrojaron los vasos al fuego. Las llamas se avivaron considerablemente, como si quisieran reflejar la pasión ardiente de los corazones de los guerreros.
—¡Muerte o gloria! —exclamó Kurt Bremen, y le tendió la mano a Kaspar para estrechársela por la muñeca al modo de los guerreros.
—¡Muerte o gloria! —repitió Kaspar— No importa…