Tres

Tres

Durante los últimos días de Uriczeit, a Kislev llegó la noticia de que incursores Norscan habían saqueado Erengrado. Centenares de largas embarcaciones de vela que portaban los distintivos de los viejos dioses del norte habían entrado en el puerto y habían vomitado enloquecidos guerreros que habían barrido la ciudad y habían matado a millares de personas arrastrados por su furia sanguinaria.

Los sacerdotes kislevitas, nunca muy convencidos de la fraternidad entre los hombres, tomaron las calles de Kislev y proclamaron que la condenación de la perversa raza humana era inminente, que aquéllos eran los Tiempos del Fin profetizados en la Saga de Ursun el Oso y que todo el mundo debía prepararse en cuerpo y alma. Algunos de los fanáticos de mayor elocuencia atrajeron a muchos seguidores, y durante algunos días los amplios bulevares de Kislev estuvieron repletos de columnas móviles de flagelantes sacerdotes y de turbas extremistas que mortificaban su carne con terroríficas correas, garfios y látigos.

Tales exhibiciones de fanática piedad inevitablemente condujeron a los extremistas a descubrir y castigar a los que percibían como causantes de los desastres de la ciudad. Linchamientos y apaleamientos se sucedían un día tras otro —más de dos docenas de personas fueron asesinadas sin otro motivo que el de ser originarias de la devastada ciudad de Praag—, hasta que Vladimir Pashenko capturó a los más vociferantes predicadores de la condenación y los encarceló. Pero la sensación de miedo que habían sembrado en la ciudad era más difícil de disipar. En todos los campamentos y en todas las tabernas se contaban relatos de ejércitos que se peleaban por el este y por el norte.

Separar la realidad de la ficción resultó mucho más duro de lo que nadie había supuesto. Viajeros de distintos lugares del país explicaban muchas historias contradictorias, a menudo tan adornadas que se habían convertido en irreconocibles en el momento de llegar a oídos de quienes necesitaban desesperadamente informaciones precisas.

Un desastre más que añadir a los que padecía Kislev no tardó en manifestarse: una epidemia se había apoderado de los barrios más pobres de la ciudad. Al principio, no se identificó la causa real de la misma, pues los médicos negaban que aquella plaga pudiera ocurrir en una época tan fría, y se pensó que muchas de las muertes iniciales se debían a las bajas temperaturas. Pero cuando terminó Uriczeit y empezó Vorhexen, ya no pudieron seguir negándola, y enviaron soldados con pañuelos empapados en vinagre alcanforado que les cubrían bocas y narices para que pusieran en cuarentena varios distritos.

Desde el Imperio seguían llegando embarcaciones fluviales cargadas con suministros muy necesarios, pero no bastaban para cubrir la demanda. Las llegadas se fueron espaciando más y más cuando la hambruna empezó a apoderarse de las tierras de Karl Franz y el Emperador se vio obligado a destinar los recursos a su propio pueblo. Anastasia Vilkova continuaba dirigiendo caravanas de carros hacia los campamentos de refugiados y también hacia los de los regimientos kislevitas y del Imperio para distribuir comida y agua entre los soldados. Con su distintivo, la capa de leopardo de las nieves, no tardó en ser conocida entre los soldados con el nombre de la Blanca Señora de Kislev.

Pero tales símbolos de esperanza eran raros y en los días venideros los necesitarían más que nunca.

* * *

Kaspar estaba montado en su caballo al principio de la Gora Geroyev, mirando cómo los guardias de la embajada se entrenaban con los Caballeros Pantera, y disfrutaba del sencillo espectáculo ofrecido por el rápido aprendizaje de aquellos buenos soldados. El severo sistema de adiestramiento de Kurt Bremen había hecho maravillas con los guardias de la embajada: había transformado los perezosos holgazanes que Kaspar había heredado de Andreas Teugenheim en soldados de los que podía sentirse orgulloso. Leopold Dietz, un joven soldado de Talabecland, se había hecho cargo de la jefatura de los guardias, un puesto que a Kaspar le hubiera gustado ocupar. El muchacho era de confianza, tenía buena formación y sabía cómo motivar a sus hombres, unas cualidades que, según Kaspar, eran esenciales para estar al mando de guerreros.

El frío era aún muy intenso, pero Kaspar podía afirmar que lo peor del invierno ya había pasado y que aquellos guerreros entrarían en combate cuando terminaran las nieves. Como mucho, faltaba un mes para la temporada guerrera, y no tardaría en llegar un ejército que había sacado de sus casas a millares de hombres. No se trataba de si llegaría o no, sino simplemente de cuándo lo haría.

Kaspar se alegraba de ver que los oficiales de los regimientos kislevitas y del Imperio también se daban cuenta de todo ello, y había iniciado un programa de marchas y de ejercicios para preparar a sus hombres ante el conflicto que se avecinaba.

Volvió su atención a sus propios soldados; cuando vio que Kurt Bremen había indicado que la instrucción del día había finalizado, dirigió su montura hacia adelante. Los escuderos de los caballeros y los portadores de lanzas largas distribuyeron agua fresca y comida a los soldados mientras los caballeros se reunían formando un círculo para rezar.

Kaspar cabalgó hacia Leopold Dietz, que estaba sentado en una roca pelada y masticaba a gusto su ración de pan y queso.

—Mis saludos, herr Dietz; parece que tus hombres se portan bien.

Dietz levantó la vista, se protegió los ojos del sol lateral y se puso en pie. Se alisó el uniforme y pasó una mano por el oscuro y rebelde cabello.

—Gracias, señor. Te dije que eran buenos chicos, ¿no?

—Sí, en efecto —asintió Kaspar—. Al contemplarlos uno se siente lleno de orgullo.

Una sonrisa de satisfacción se dibujó en el rostro de Dietz ante el cumplido, mientras Kaspar seguía su camino y dejaba que el joven diera cuenta de su comida. No interrumpió a los caballeros que rezaban, y cuando oyó el ruido de las ruedas con bordes de hierro de los carros al traquetear por la carretera, hizo virar el caballo.

Anastasia estaba sentada en un carro de plataforma vacío, y lo guiaba con mano experta hacia él mientras sonreía nerviosamente. No se habían visto desde que habían discutido en casa de la dama. Una deliberada tozudez le había impedido visitarla y, a pesar de sus deseos por parecer distante, no pudo evitar una sonrisa cuando ella estuvo cerca.

—Hola, Kaspar —dijo cuando llegó a su altura.

—Hola. Me alegro de verte, Ana —respondió el embajador, mientras desmontaba del caballo y la dama bajaba del acolchado asiento del carro.

Se miraron cara a cara, sumidos en un embarazoso silencio, pues ninguno de los dos sabía muy bien qué decir.

—Kaspar, lo siento —dijo Anastasia, al fin—. No debería haber sido tan dura contigo. Sólo…

—No sigas —la interrumpió Kaspar—, no hace falta, no necesitas disculparte.

—Te he echado mucho de menos —dijo Anastasia, abrazándolo estrechamente.

El embajador se sorprendió, pero la mantuvo en sus brazos, aspirando el perfume de su cabellera negra y la fragancia de su piel. Quería decirle que también él la había echado mucho de menos, pero se limitó a seguir estrechándola y a gozar de su proximidad.

Le acarició el pelo y ella levantó la cabeza, permitiendo que Kaspar se inclinara para besarla en la boca. El sabor de la lengua y de los carnosos labios de la mujer era como el de un buen vino recordado repentina e imperiosamente. Sintió un excitante hormigueo e interrumpió el beso; estaba demasiado sorprendido por la intensa sensación como para reaccionar de otro modo. Hombre apasionado, pero de apariencia reservada, Kaspar normalmente no era dado a ofrecer en público semejantes muestras de afecto, y mientras oía los lisonjeros y festivos silbidos que le dirigían los guardias, sintió que se sonrojaba.

Anastasia soltó una carcajada.

—Te estás sonrojando, embajador Von Velten.

Kaspar sonrió, y encontró que sonreír era bueno. Después de la violenta entrega de Kajetan a los Chekist y de los recientes disturbios en las calles de la ciudad, sonreír de nuevo era algo muy bueno.

—Vamos —dijo—, entremos en la embajada.

* * *

Cuando oyó gente que bajaba por la escalera, Kaspar se despabiló, bostezó, cambió de posición y retiró el brazo que rodeaba los hombros de Anastasia. La mujer emitió un ligero gemido, pero no se despertó, y Kaspar, durante unos instantes, la miró mientras dormía, admirando la dulzura de sus facciones y la calidez de su piel pálida.

La tarde anterior habían regresado a la embajada con la idea de ofrecerse una cena ligera, pero sin duda tanto Kaspar como Anastasia pensaban en la urgente necesidad física que tenían de estar uno en brazos del otro.

A diferencia de otras veces en que habían hecho el amor de forma amable y cautelosa, en esa ocasión había sido algo apasionado y salvaje, hasta el punto de que ambos se habían sorprendido de su intensidad. Se habían saciado el uno al otro, satisfaciendo sus contenidas necesidades antes de caer rendidos en un sueño feliz y apacible.

Kaspar se inclinó para besar la mejilla de Anastasia y se deslizó hacia su lado de la cama. Mientras él se movía, la mujer se volvió hacia el lado contrario.

—¿Kaspar? —dijo.

—Estoy aquí, Ana; ya es de día.

—¿Sales de la cama? —dijo soñolienta, y se giró hacia él para pasarle el brazo por el pecho.

—Tengo que hacerlo; he quedado para hablar con Sofía. Ha estado trabajando con los apotecarios y los representantes de la ciudad para tratar de detener la extensión de la plaga. Creo que quiere estar segura de que no he venido con nada malo.

—No… —susurró Anastasia—, quédate aquí conmigo. Dado tu comportamiento de anoche, creo que puedo afirmar con toda seguridad que tienes una salud de hierro.

Kaspar soltó una carcajada.

—Gracias, pero tengo que irme; también tengo que atender mis obligaciones de embajador.

—¿Y eso es más importante que quedarte en la cama conmigo todo el día? —dijo Anastasia, sonriendo burlonamente mientras jugueteaba por debajo de las sábanas.

—Bueno, si me lo pones así —respondió Kaspar, y rodó hacia ella.

Varias horas después, estaban tumbados, agradablemente exhaustos y cubiertos por una fina y brillante transpiración. Kaspar acomodó las almohadas para sentarse en la cama y dejó que Anastasia yaciera con la cabeza sobre su estómago. Alargó la mano por encima de ella para servirse un vaso de agua de una jarrita de peltre. Ya llevaba allí un día entero, pero seguía siendo refrescante.

Ofreció el vaso a Anastasia, pero la mujer sacudió la cabeza.

—Bueno, ¿qué obligaciones de embajador habías planificado para hoy? —le preguntó, soñolienta.

Kaspar le acarició su bien esculpido hombro.

—Había previsto visitar a los oficiales que están al frente de las fuerzas del Imperio fuera de las murallas para mantenerlos informados de las novedades provenientes del campo de batalla —dijo.

—Por lo que he oído, no hay mucho que contar. Nadie parece saber con suficiente certeza lo que está ocurriendo. Circulan toda clase de violentas historias por doquier.

—Sí, las hay, pero creo que es de fuente fiable la que explica que el boyardo Kurkosk ha infligido considerables daños a un gran ejército kurgan agrupado en el noroeste.

—¿De veras? Es una magnífica noticia. ¿Dónde está ahora Kurkosk? ¿Se dirige a Kislev?

—No, su ejército, dividido durante el invierno, se reagrupará cuando la época de batallar empiece de nuevo.

—¡Oh!, ¿así que no viene hacia aquí?

—No lo creo. Kurkosk congregó los trineos en un lugar llamado Zoishenk, por lo que creo que acuartelará allí a todos sus guerreros en primavera, cuando los ejércitos imperiales se pongan en marcha.

—Es estupendo que tu Emperador envíe sus ejércitos al norte.

—En efecto, he recibido la noticia de que los condes de Stirland y de Talabecland acuartelan a sus hombres con objeto de tenerlos preparados para su marcha hacia el norte. Un ejército del Imperio es algo digno de verse, Ana: una fila tras otra de disciplinados regimientos, ristras de cañones y centenares de jinetes con armaduras, y estandartes y banderolas formando algo parecido a un arco iris de un lado a otro del paisaje. Si algún ejército puede derrotar a los kurgan, será uno del Imperio.

Kaspar hablaba con el fiero orgullo de un hombre que había estado al mando de tan buenos soldados en muchas batallas, y con la pena de haber transferido a militares más jóvenes la responsabilidad y el honor inherentes a tales deberes.

Se quedaron tumbados en silencio un poco más, y al fin Kaspar se liberó de sábanas y mantas y se vistió con una sencilla chaqueta corta y ajustada y con pantalones de montar. Mientras cogía las botas, Anastasia se apoyó en el codo para incorporarse un poco.

—¿Kaspar? —dijo con voz vacilante.

—Dime —respondió él, después de volverse y percibir el temblor de la voz de la mujer.

—Kaspar… ¿has…, has visto a Sasha desde que lo entregaste a los Chekist? —preguntó ella.

—¿Sasha? —dijo con cautela, al recordar la reacción que la dama había tenido la última vez que habían hablado del espadachín asesino; sin embargo, tampoco quería convertirse en un mentiroso—. Sí, en efecto. Lo vi la semana pasada.

—¿Y cómo estaba?

Kaspar meditó la pregunta unos instantes.

—No es el hombre que era antes, Ana, y jamás volverá a hacer daño a nadie. Ha desaparecido; a mi juicio no queda nada de Sasha Kajetan. Creo que fuera lo que fuese lo que hacía de él un ser humano murió en las soledades heladas.

—¿Pudiste averiguar por qué hacía aquellas cosas tan terribles?

—En realidad, no —admitió Kaspar mientras se quitaba las botas—. De hecho, apenas pude hablar con él.

—No me extraña, Kaspar. Ahora resulta muy claro que Sasha era malo, simplemente malo, o sea que no debes perder más tiempo por su culpa. En cualquier caso, ¿no han previsto colgarlo pronto?

—Acabarán haciéndolo; pero he convencido a Pashenko para que me dé un poco más de tiempo con objeto de penetrar en su interior antes de que lo envíen a la horca.

—Creo que estás perdiendo el tiempo, Kaspar.

—Tal vez, pero tengo que intentarlo.

Anastasia no contestó, se subió las sábanas hasta el cuello y rodó sobre sí misma hasta darle la espalda.

Kaspar sabía cuándo no convenía insistir y abrió la puerta del despacho; Anastasia se quedó en la cama. El embajador se dirigió tranquilamente a su escritorio para ver si le había llegado correspondencia mientras se había demorado en la cama, pero no había nada que exigiera su atención inmediata y se acercó a la helada ventana que dominaba los nevados tejados de Kislev.

De no haber sido porque sabía que la ciudad estaba llena de gente desesperada, hambrienta y con frío, y que no tardaría en verse asediada por un ejército dispuesto a destruirla, la serenidad del panorama lo habría calmado. Echó un vistazo por encima del hombro hacia la puerta de su dormitorio y vio una parte del pálido cuerpo de Anastasia, que se movía en la cama.

El rechazo de la mujer a sus intentos de comprender a Kajetan le molestaba, pero no había ningún motivo auténtico que condicionara a Kaspar a juzgarlo como ella; después de todo, él no era la persona que había estado más próxima a Sasha Kajetan antes de que se descubriera que era un asesino. De hecho, Anastasia había sido el objeto del amor obsesivo de Kajetan durante un tiempo, y quizá ella percibía que ésa era una explicación suficientemente plausible de sus crímenes. Pero Kaspar no podía creer aquello sin más, y el rechazo de Anastasia a contemplar cualquier otra causa Ío incomodaba en gran manera.

Se frotaba el mentón, sin saber muy bien qué pensar, cuando oyó que alguien llamaba a la puerta de forma apresurada.

—Adelante —dijo, y mientras se apartaba de la ventana, entró Sofía Valencik, que no se molestó en cerrar la puerta tras ella. Por la cara de la mujer, dedujo que algo grave había ocurrido.

—¿Qué pasa, Sofía?

—Tienes que bajar ahora mismo —dijo.

—¿Por qué? ¿Que sucede?

—Se trata de Pavel.

* * *

Al principio, Kaspar no reconoció a su viejo amigo, completamente cubierto de suciedad y sangre. Las mangas y las perneras de su traje estaban desgarradas y ensangrentadas, y hedían a porquería de la calle, y su cuerpo, normalmente robusto, no era ni sombra de lo que había sido. Su piel tenía la palidez de un cadáver, y los antebrazos y la cara estaban llenos de cortes profundos mal curados y, en algunos casos, visiblemente infectados. Kaspar observó que en el rostro de su amigo todavía había finas astillas de cristal incrustadas.

El gigante kislevita yacía inconsciente en el suelo del vestíbulo de la embajada, respiraba de forma irregular y tenía la mirada turbia. Kaspar advirtió que los dos guardias que estaban junto a la puerta abierta tenían moratones a cada lado de la cara. El embajador se arrodilló al lado de su compañero de armas y cerró el puño mientras aumentaba su cólera hacia quienquiera que fuese el bestia que había hecho aquello.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó—. Y cerrad esa maldita puerta. ¿Queréis que se nos muera de frío?

El más bajo de los dos soldados respondió atropelladamente.

—Estábamos de guardia en la verja como siempre, y vimos a herr Korovic, que se acercaba tambaleándose, pero al principio no sabíamos que se trataba de él. Intentó cruzar la verja, pero nosotros no estábamos dispuestos a permitírselo. Creíamos que era un mendigo loco o algo por el estilo.

El otro guardia retomó el relato mientras Sofía se inclinaba para examinar las heridas de Pavel.

—Pues sí; se acercó para colarse a la fuerza por la verja. Naturalmente, nosotros no se lo íbamos a permitir y le hicimos ver que su osadía terminaría en la punta de una alabarda, pero no se enteró de nada.

—Y entonces, ¿qué? —les espetó Kaspar mientras ambos guardias, llenos de confusión, no cesaban de apoyarse en uno y otro pie.

Sofía hizo un gesto con la mano a un grupo de Caballeros Pantera que habían salido de sus aposentos, situados en la parte de atrás del edificio, al oír el tumulto, y les ordenó que llevaran a Pavel a su habitación.

Kaspar se incorporó en tanto los caballeros subían con gran esfuerzo el pesado cuerpo de Pavel por la escalera. Fue detrás de ellos e hizo un signo a los dos guardias para que lo siguieran.

—Bueno, señor… —dijo el primero de los guardias, apresurándose para no distanciarse—, tratamos de detenerlo, pero gritó algo en kislevita y empezó a pegar puñetazos por doquier. Hizo caer a Markus y luego me derribó a la velocidad del rayo. Después abrió la verja, se dirigió hacia la puerta y la cruzó, mientras farfullaba algo sobre ratas, momentos antes de desplomarse como un saco. Entonces reconocimos quién era y llamamos a madame Valencik.

Kaspar se volvió para encarase con los guardias mientras los caballeros llevaban a Pavel a su habitación.

—Hicisteis lo que debíais. Ahora, buscad a alguien que os releve en la verja y a alguien que se ocupe de vuestras caras. Podéis iros.

Los guardias saludaron y volvieron al vestíbulo. Kaspar recorrió el pasillo a grandes zancadas en dirección a la habitación de Pavel y encontró a Sofía impartiendo órdenes fulminantes a los caballeros.

—¡Preparad un baño caliente cuanto antes! Caliente, pero no demasiado, ¿lo entendéis? Y una palangana con agua limpia y caliente, y unos paños para lavarle los cortes. Traedme también tantas mantas como podáis encontrar; tenemos que conseguir que entre en calor en seguida. Necesito que alguien me traiga mi bolsa, la que contiene agujas y cataplasmas. Y preparad una tisana dulce; ayudará a que su cuerpo se defienda del frío interior.

Los caballeros se apresuraron a obedecer las instrucciones de Sofía.

—¿Qué puedo hacer? —dijo Kaspar.

—Ayúdame a quitarle la ropa. Por el aspecto y el olor parece que haya permanecido una semana o más en la calle. Los cortes están llenos de porquería y se diría que algunos están infectados.

—Por la sangre de Sigmar, ¿cómo ha podido ocurrir?

—Conociendo a Pavel, todo es posible —afirmó Sofía, cortando los pantalones de Pavel con un cuchillo de sierra de hoja larga y afilada.

Kaspar hizo una mueca de dolor al observar las heridas del cuerpo de su amigo.

En seguida empezó a quitarle la camisa; la desgarró cuando fue preciso y lanzó a un lado los trozos de tela ensangrentados. Su compañero tenía la piel de los hombros cubierta de ceniza y el rostro y el torso marcados con profundos desgarrones; algunas heridas brillaban a causa de los fragmentos de cristal incrustados en la piel. Dedos y brazos estaban igualmente cubiertos de sangre seca, aunque las heridas eran mucho más pequeñas.

Cuando finalmente Sofía consiguió quitar a Pavel los pantalones y la ropa interior, Kaspar vio que los tobillos y las pantorrillas de su amigo estaban llenos de cortes similares a los de los brazos, y se preguntó de nuevo qué podía haber ocurrido. Aquellas pequeñas heridas parecían mordiscos, pero ¿qué las habría causado?

—Por el sagrado Sigmar —murmuró Kaspar cuando vio la magnitud de los daños sufridos por Pavel—, ¿dónde demonios se habrá metido esta vez?

—Después ya nos ocuparemos de eso, Kaspar —le dijo Sofía en tono imperioso—. Necesitamos lavarlo y que entre en calor. Está poco menos que congelado y, si no logramos aumentarle en seguida la temperatura del cuerpo, se nos morirá de todos modos.

La noticia del estado de Pavel se expandió rápidamente por todo el edificio y el personal de la embajada se apresuró a conseguir todo lo que Sofía había solicitado. Anastasia se les había unido en sus esfuerzos para ayudar a Pavel: se dedicaba a cortar sábanas de lino en largas tiras para hacer vendajes y también a calentar agua para el baño. El fuego brillaba en el emparrillado, y mientras envolvían el cuerpo tembloroso de Pavel en mantas calientes, Sofía utilizaba unas finas pinzas para extraer de los cortes los dentados trozos de cristal.

A medida que las heridas quedaban limpias, Kaspar empapaba un paño en agua caliente y las lavaba con tanta delicadeza como podía. Pavel gemía, pero no recobró el conocimiento en tanto, con sumo cuidado, le fueron librando de la sangre reseca.

A su espalda, Kaspar oyó que se abría la puerta y vio que un grupo de caballeros, entre los que se hallaba Kurt Bremen, introducían en la sala una pesada bañera de hierro. El agua rebosaba por los lados.

—Ponedla ante el fuego y alzadlo para meterlo dentro. Tened mucho cuidado —dijo Sofía.

Los caballeros levantaron el cuerpo desnudo de Pavel y lo introdujeron suavemente en el baño caliente. Se derramó más agua por el suelo, pues la bañera era demasiado pequeña para alguien del tamaño de Pavel; en otras circunstancias, el aspecto de aquel hombre tan grande en la bañera habría resultado cómico.

—¿Podemos hacer algo más? —preguntó Kaspar, súbitamente muy asustado por su amigo.

Sofía sacudió la cabeza y puso su mano sobre el brazo del embajador.

—No; lo único que ahora podemos hacer es confiar en que la temperatura del cuerpo no haya bajado demasiado. Es preciso dejarlo en agua caliente un rato, después lo secaremos y seguiremos manteniéndolo caliente. Y tendremos que ocuparnos de esas mordeduras. Estoy casi segura de que son de rata.

—¿Mordeduras de rata? ¿Es eso lo que son?

—Sí, y me preocupa que puedan estar infectadas. Es posible que Pavel haya estado vagando por las calles, enfebrecido y delirando, durante días. Es prodigioso que haya sido capaz de encontrar el camino para volver aquí.

—Pero ¿por qué tantos mordiscos? Jamás he oído hablar de que tantas ratas hayan atacado a un hombre adulto.

—Y hay algo más —dijo Sofía.

—¿Qué?

—Algunos doctores piensan que la epidemia que se ha declarado en la ciudad la han propagado las ratas, de modo que a partir de ahora vamos a tener que alejar a todo el mundo de esta sala por si Pavel estuviera infectado.

—¡Oh no, Pavel! —murmuró Kaspar mientras le invadía una profunda y abrumadora tristeza. En Kislev ya había perdido un gran amigo, y esperaba fervientemente no perder a otro.

—Lo siento, Kaspar —dijo Sofía mientras Pavel se movía un poquito y murmuraba algo en voz baja.

Kaspar se arrodilló junto a la bañera.

—Estoy aquí, viejo amigo mío —dijo.

Los ojos de Pavel parpadearon al abrirse, aunque Kaspar advirtió que eran incapaces de reconocer. El herido trató de hablar, pero sólo emitió una serie de gruñidos apenas audibles.

—¿Qué pasa, Pavel? —dijo Kaspar, que ni siquiera estaba seguro de que su amigo lo entendiera—. ¿Quién te hizo esto?

El malherido Pavel intentó hablar otra vez, balbuciendo una ristra de palabras kislevitas, y Kaspar acercó la cabeza a la de su amigo y lo escuchó con gran atención; su expresión se endureció y se transformó en una fría y letal cólera cuando entendió una única palabra del delirante discurso de Pavel.

Se levantó y se fue rápidamente hacia la puerta.

—Cuida de él, Sofía —dijo.

—Espera. ¿Qué ocurre, Kaspar? ¿Qué ha dicho? ¿Ha dicho quién se lo hizo? —preguntó Sofía, percibiendo un deje asesino en el tono de voz de Kaspar.

El embajador agarró la puerta: tenía los nudillos blancos y el rostro congestionado.

—Dijo: «Chekatilo».

* * *

—Embajador, piensa bien lo que vas a hacer —dijo Kurt Bremen.

—No quiero escucharte, Kurt —le espetó Kaspar mientras se ceñía la pistolera y se pasaba el cinto de la espada en torno a la cintura—. Ya has visto lo que le hizo a Pavel.

—No lo sabemos con seguridad —puntualizó el caballero—. Es de Pavel de quien estamos hablando; le puede haber pasado cualquier cosa.

—Pronunció el nombre de Chekatilo. ¡Maldita sea!, ¿qué se supone que tengo que pensar?

—De eso se trata precisamente, embajador, de que no estás pensando. Permites que el odio que sientes por Chekatilo te ciegue la razón.

Kaspar se puso su larga capa y se volvió para encararse con el jefe de los Caballeros Pantera, situado entre él y la puerta.

—Tengo que hacerlo, Kurt.

Bremen se cruzó de brazos.

—Ya te lo he dicho antes: no podremos cumplir con nuestras obligaciones hacia ti si te comportas de un modo que nos fuerce a violar nuestro código de honor. Te lo vuelvo a recordar.

—Que así sea —gruñó Kaspar, dirigiéndose hacia la puerta.

Kurt Bremen extendió bruscamente el brazo y agarró con firmeza el hombro del embajador. Los ojos de Kaspar, de súbito encolerizado, centellearon y sus puños se cerraron con fuerza.

—Si matas a Chekatilo —dijo Bremen del modo más claro y sereno de que fue capaz—, ni mis caballeros ni yo mantendremos el juramento de lealtad hacia ti.

Kaspar miró al caballero con fijeza, sabiendo que tenía razón, pero estaba demasiado dominado por la cólera como para cambiar el curso de los acontecimientos. Levantó la mano y lentamente separó la que Bremen le había puesto sobre el hombro.

Clavó la vista en el severo rostro del caballero.

—O vienes conmigo, o te apartas de mi camino —dijo— Porque de una manera o de otra voy a cruzar esta puerta.

—No lo hagas, Kaspar; piensa en lo que estás a punto de hacer.

—Es muy tarde para eso, Kurt; demasiado tarde.

Kaspar apartó al caballero para pasar, bajó por la escalera apresuradamente y atravesó el vestíbulo. Se detuvo al fondo al oír que Kurt Bremen le seguía; levantó la vista y vio que el caballero estaba ciñéndose el cinto con la espada.

—¿Qué haces, Kurt?

—Que Sigmar me perdone, pero voy contigo.

—¿Por qué?

—Ya te dije que no pensaba ayudarte a matar a Chekatilo, pero alguien tiene que procurar que no te maten a ti, maldito estúpido.

—Gracias —dijo Kaspar con una sonrisa severa.

—No me lo agradezcas tan pronto —le espetó Bremen—. Es posible que tenga que hacerte caer de culo para conseguirlo.

El frío de la tarde no rebajó la temperatura de la rabia de Kaspar, pero no estaba en absoluto preparado para contemplar el panorama que apareció ante él cuando, acompañado de Kurt Bremen, llegó al burdel donde ambos habían visto a Chekatilo por última vez.

En el lugar del anodino edificio de negras maderas combadas y de bloques de piedra burdamente tallada colocados de cualquier manera, sólo había un amasijo de cascotes y de maderas ennegrecidas por el fuego. Lo único que quedaba del burdel de Chekatilo eran fragmentos de vidrios de colores cubiertos de hollín y restos quemados de una faja carmesí ondeando en un hierro fundido de la fachada que emergía lastimosamente de las ruinas. Los edificios situados a los lados del burdel habían salido mejor parados de las consecuencias del fuego: se habían salvado de la destrucción gracias a que la nieve había caído sobre las llamas y había permitido que los bomberos extinguieran el incendio antes de que ardiera todo el barrio.

Kaspar supuso que no habría habido muchos intentos altruistas para salvar el establecimiento de Chekatilo. Las personas amontonadas al socaire de los edificios constituían un patético espectáculo, envueltas en pieles y cubiertas de nieve polvo recién caída; Kaspar no se las podía imaginar ayudando a Chekatilo. Si acaso, simplemente se habían agrupado para aprovechar el pasajero calor que emanaba de las llameantes ruinas.

—¿Qué demonios ha ocurrido aquí? —se preguntó Kaspar mientras desmontaba. Dio una patada a un trozo de madera medio quemada para expresar su frustración.

—Tal vez fue alguien que se la tenía jurada a Chekatilo —sugirió Bremen.

—Bueno, eso nos deja toda una ciudad llena de sospechosos —repuso Kaspar y, haciendo crujir la nieve, avanzó en dirección a los restos del burdel.

Incluso en el aire helado percibió un olor enfermizamente nauseabundo, que identificó de forma inequívoca: carne humana quemada. En tiempos, había encendido bastantes piras funerarias y para él aquel olor era fácilmente reconocible.

Kaspar señaló hacia la gente agrupada en los refugios adosados a los edificios próximos.

—Kurt, tú hablas kislevita mejor que yo; pregunta a esa gente si saben qué ha pasado.

Bremen asintió con la cabeza mientras Kaspar amarraba a Magnus a una viga de madera que emergía y trepaba por los cascotes del derruido edificio, con objeto de empezar a inspeccionar los exiguos restos que quedaban del burdel. Todo había sido saqueado por la gente de Kislev; las maderas no del todo reducidas a cenizas se las habían llevado para aprovecharlas como leña y habían robado cualquier bagatela no destruida para intercambiarla por comida. Cuando estaba a punto de dejarlo, Kaspar advirtió los cadáveres de varias ratas, cuyos cuerpos estaban carbonizados y retorcidos en posiciones no naturales debido al calor de las llamas. Al observarlos, se sorprendió de su gran tamaño: poco menos de medio metro desde el morro hasta la grupa.

Se arrodilló junto al cadáver carbonizado de una rata y utilizó un trozo de un mueble roto para dar la vuelta al rígido cuerpo. El pelo negro se había quemado por completo, pero aún podía verse la carne del lomo, y Kaspar se dio cuenta de que en la piel tenía tres marcas rojas que formaban un triángulo escaleno.

—¿Qué es? ¿Has encontrado algo? —gritó Bremen desde el borde de las ruinas.

—Una rata de gran tamaño —explicó Kaspar—, pero te juro que parece marcada con un distintivo.

—¿Marcada? ¿Quién en su sano juicio se dedicaría a marcar ratas con un distintivo?

—No tengo ni idea —afirmó Kaspar—, pero…

—Pero ¿qué?

—Sólo estaba pensando en algo que dijo Sofía sobre la epidemia. Afirmó que los doctores temían que se propagara a través de las ratas. Al ver este distintivo me pregunto si es posible que algo así pudiera estar dirigido por alguien.

—¿Insinúas que la epidemia es deliberada?

—No lo sé, tal vez —dijo Kaspar, poniéndose en pie y sacudiéndose la ceniza de los pantalones—. ¿Has averiguado algo de esta gente?

—No mucho —admitió Bremen—. Su reikspiel es casi tan malo como mi kislevita. Los pocos que estaban aquí cuando ocurrió el siniestro dicen que oyeron chillidos en el interior momentos antes de que empezara el incendio.

—¿Sólo eso?

—Sólo eso —asintió Bremen con un movimiento de cabeza y encogiéndose de hombros—; no pude sacar nada más en claro.

—¡Maldición! Intuyo que aquí hay algo importante, pero no soy capaz de verlo.

—Quizá sepan algo los Chekist o los guardias de la ciudad; seguro que ya han estado aquí.

Kaspar asintió con un gesto.

—Es cierto; no puedo imaginarme a Pashenko desentendiéndose del hecho de que una de las guaridas de Vassily Chekatilo ardiera y se desplomara.

—Y aunque sepa algo, ¿crees que te lo dirá?

—Vale la pena intentarlo —comentó Kaspar, saliendo del burdel y volviendo a saltar a lomos del caballo—. Lo peor que puede ocurrir es que no me diga nada.

Bremen echó un último vistazo al burdel destruido.

—Me pregunto si Chekatilo estaba en el interior cuando el edificio ardió y se desplomó —dijo.

Kaspar sacudió la cabeza.

—No, no creo que tengamos esa suerte. Apostaría a que ese bastardo es demasiado escurridizo como para que lo maten de este modo.

Mientras él y Bremen hacían girar a los caballos para entrar en la Urskoy Prospekt, Kaspar sintió un escalofrío nervioso al recordar la última vez que había recorrido la avenida y la carnicería que se había producido a continuación. El Caballero Pantera que había sido alcanzado por un impacto había perdido un brazo, y poco después había sucumbido a una enfermedad maligna que Sofía había sido incapaz de detener.

Avanzaban por un lado de la concurrida avenida. Kaspar advirtió que Bremen también estaba explorando los tejados y las ventanas oscuras que dominaban la calle, y se sintió aliviado por el hecho de no ser el único que tomaba precauciones.

Un grupo de kossars provistos de armaduras marchaban por el centro de la Urskoy Prospekt y ofrecían un aspecto resplandeciente con sus uniformes verdes y escarlatas, protegidos con petos de hierro y bronce. Portaban hachas de hoja ancha y arcos curvados y cortos colgados al costado. Todos llevaban colbacs y gruesas bufandas enrolladas en torno a la parte inferior de la cara. Los brazales negros que lucían revelaron a Kaspar que habían recibido órdenes de ir a las zonas de la ciudad cerradas a causa de la epidemia, y vio que la gente acampada en la avenida retrocedía asustada para apartarse de los soldados.

Kaspar hizo una inclinación de cabeza al jefe de los kossars, pero el hombre no le correspondió y pasó con sus hombres sin apenas advertir su presencia.

Al fin llegaron al recinto de los Chekist y se dieron a conocer ante los dos guardias de la puerta. Ambos se quedaron atónitos cuando Kaspar les pidió que los dejaran entrar, pues más bien estaban acostumbrados a que la gente les rogara que no los obligaran a hacerlo. Pero al reconocer al embajador del Imperio, abrieron la puerta con cierta dificultad y permitieron que Kaspar y Bremen entraran a caballo en el patio empedrado.

Mientras la puerta se cerraba tras ellos, Kaspar vio que había sido sustancialmente reforzada con gruesos tablones de madera; el agujero ocasionado por el arma del tirador había sido reparado con una plancha de hierro. Era obvio que Pashenko no quería correr el menor riesgo de que un experto tirador aprovechara el mismo agujero para enviarles un proyectil.

La puerta negra de la severa fachada del edificio se abrió y el jefe de los Chekist apareció bajo el resplandor crepuscular del atardecer: su oscura armadura reflejaba la luz de las antorchas que flanqueaban la entrada.

—Embajador Von Velten —dijo Pashenko en su tono cortante—, vaya coincidencia. Espero que no me causarás problemas en la puerta una vez más.

—No, esta vez no —afirmó Kaspar—. ¿Y por qué es una coincidencia?

—No importa. ¿Por qué has venido?

—Acabo de visitar el lugar donde antes había un burdel que pertenecía a Vassily Chekatilo. ¿Tienes alguna idea de lo ocurrido?

—Se quemó y se hundió.

Kaspar se tragó una respuesta encolerizada.

—Me preguntaba si tal vez se te ha ocurrido quién puede haberlo hecho.

—Tal vez; pero arrestar a todos los posibles sospechosos me llevaría desde ahora hasta el año que viene por la misma época. Chekatilo no era un hombre querido, embajador.

—Un amigo mío está gravemente herido y puede morir. Creo que estuvo en el burdel la noche del incendio. Sólo quiero averiguar qué sucedió.

Pashenko hizo una seña a un par de mozos de cuadra para que se adelantasen y se hiciesen cargo de los caballos de Kaspar y Bremen.

—Entrad; no os puedo decir gran cosa sobre el incendio que aún no sepáis, pero, tal como os he dicho, es una coincidencia que hayáis venido aquí esta noche —explicó Pashenko.

Kaspar y Bremen entregaron las riendas a los mozos de cuadra y siguieron a Pashenko hasta el interior del edificio de los Chekist. Al entrar, se quitaron las gruesas capas de invierno.

—Eso has dicho, Pashenko, pero ¿por qué? —preguntó Kaspar, que empezaba a perder la paciencia.

—Porque hace menos de una hora Sasha Kajetan ha empezado a pedir que se le permita verte.

* * *

Una parpadeante lámpara iluminaba el pasadizo de ladrillo que conducía a las celdas situadas en el sótano del edificio de los Chekist. Kaspar, al percibir un débil gemido que venía de abajo, se sintió muy impresionado. El eco de sus pisadas sobre los escalones de piedra resonaba en los muros y, aunque jamás había sentido claustrofobia, experimentó una profunda aprensión por aquel lugar, como si las mismísimas paredes hubieran visto demasiadas miserias y, no pudiéndolas albergar por más tiempo, su horror estallara en el aire como una maldición.

La pintura se había desprendido de la pared en muchos puntos y los ladrillos aparecían salpicados con viejas manchas de color herrumbroso. Pashenko abría la marcha portando una linterna sorda que oscilaba a cada paso y lanzaba sombras monstruosas en torno a ellos.

¿Cuántos hombres habían sido arrastrados sollozando por aquellos escalones y no habían regresado jamás al mundo de arriba?, se preguntaba Kaspar. ¿Qué palabra había empleado Pavel? Desaparecido. ¿Cuánta gente había desaparecido en la fría oscuridad de aquel siniestro lugar? Probablemente más de la que se atrevía a pensar, y entonces advirtió que el desprecio que sentía por Vladimir Pashenko iba en aumento.

Vio que el jefe de los Chekist se detenía ante una sólida puerta de hierro, que tenía una rejilla de alambre a la altura de los ojos, y la golpeaba con el puño; el retumbo era, en cierta manera, intimidante. Una luz surgió de detrás de la rejilla, y Kaspar oyó un golpeteo de llaves y el ruido que hacían varias trancas de hierro al ser retiradas. La puerta gimió al abrirse, y Pashenko los condujo a las celdas.

Bajaron a una amplia galería cubierta de paja que se perdía en la oscuridad; en los muros de ladrillo habían perforado, a intervalos regulares, estrechas puertas de hierro oxidado. El hedor a sudor viejo, a desechos humanos y a miedo les provocaron náuseas a Kaspar y a Bremen, pero Pashenko no se inmutó.

—Bienvenidos a nuestra cárcel —sonrió Pashenko, y su rostro sombrío tenía un aspecto demoníaco a la luz de la lámpara—. Aquí es donde encerramos a los enemigos de Kislev, y éste es nuestro carcelero.

El carcelero era un hombre corpulento, de brazos muy musculosos, que llevaba una linterna sorda y una porra terminada en un largo pincho de hierro. Le ocultaba la cara una capucha negra con agujeros para los ojos, ribeteados de latón y cubiertos con cristales transparentes, y llevaba un lienzo grueso sobre la boca, un peto de hierro, guantes de piel con pinchos de bronce incrustados y pesadas botas claveteadas. Su aspecto le recordó a Kaspar el de los cuidadores de las fieras exóticas que el Emperador albergaba en el parque zoológico de Altdorf. ¿Los prisioneros eran tan peligrosos como aquellos animales? La cuestión lo hizo reflexionar, y Kaspar intercambió con Kurt Bremen una mirada que expresaba incomodidad.

—¿Dónde está Kajetan? —preguntó Kaspar, anhelando abandonar aquel maldito agujero infernal lo antes posible.

Pashenko ahogó una carcajada y señaló hacia el negro corredor.

—A la izquierda, la celda del fondo —respondió encabezando la marcha—. Está bien encadenado al muro, pero os aconsejo que no os acerquéis demasiado a él.

—¿Se ha vuelto violento de nuevo? —preguntó Bremen.

—No, pero está cubierto por su propia porquería.

Kaspar y Bremen siguieron al Chekist por el corredor; tras ellos iba el carcelero. Al pasar por delante de las celdas, Kaspar percibía ruido de pies que se arrastraban desesperadamente y peticiones de ayuda o de gracia apenas audibles.

—Realmente es un infierno —susurró Kaspar, sintiéndose forzosamente aliviado cuando llegaron al final del horrible e inhumano pasadizo.

—Si es un infierno —dijo Pashenko—, entonces todos los que están aquí son demonios.

El carcelero se dirigió hacia la puerta de la celda y buscó en su cinto la llave. Sus movimientos eran lentos debido a los gruesos guantes y a la embarazosa capucha que llevaba. Al fin la encontró, giró los fiadores del cerrojo y abrió la puerta.

Pashenko entró en la celda y Kaspar lo siguió poco menos que vencido por el hedor a excrementos humanos. La lámpara, parpadeando, iluminó una celda cuadrada, con casi todos los ladrillos rotos, y un suelo húmedo en el que brillaban manchas de gotitas de agua. Kaspar se llevó la mano a la cara para amortiguar el hedor y se quedó sobrecogido al ver el cuerpo desnudo de Sasha Kajetan acurrucado en un rincón en posición fetal.

La última vez que Kaspar había visto al espadachín, éste era una sombra de lo que en otros tiempos había sido, pero entonces no era más que una piltrafa apaleada, cuyo cuerpo estaba cubierto de moratones y cortes. La luz de la lámpara proyectaba sombras en las costillas, que sobresaliendo del torso inusitadamente delgado formaban un siniestro relieve, y resaltaba sus mejillas, hundidas como las de las víctimas de terribles hambrunas.

Cuando entraron, el prisionero gimió y se tapó los ojos para protegerlos de la luz; se movió y resonaron las cadenas que lo mantenían atado al muro. A pesar del horror de sus crímenes, Kaspar no pudo menos que sentir compasión por un hombre sometido a tan brutales condiciones.

—Kajetan —dijo Pashenko—, el embajador Von Velten está aquí.

El espadachín levantó la cabeza y trató de ponerse en pie, pero el carcelero le golpeó la parte lateral del muslo con la porra. Kajetan gruñó de dolor y se desplomó como un saco gimiente, chorreando sangre por la pierna.

—Embajador… —siseó; tenía la voz rota y poco nítida—. Todo lo hice por ella.

—Estoy aquí, Sasha —dijo Kaspar—. ¿Qué querías decirme?

El pecho de Kajetan se levantaba como si respirar le costara un gran esfuerzo.

—Las ratas —dijo—; aquí…, por todas partes. Precisamente cuando creo estar solo… las veo. No dejan de vigilarme a causa de ella. Ya han tratado de matarme una vez, pero ahora por fortuna se limitan a mirar cómo sufro.

—¿Ratas, Sasha? No te entiendo.

—¡Sucias ratas! ¡Las veo, las siento! —dijo con voz chillona Kajetan, y Kaspar temió que la mente del espadachín hubiera estallado al fin en aquel intolerable lugar—. Arriba, en la ciudad; oigo sus patitas mientras hacen planes y preparan complots con ella.

—¿Con quién, Sasha? No te entiendo —repitió Kaspar mientras se acercaba a Kajetan.

—Embajador —le previno Bremen—, ten cuidado.

Kaspar asintió con la cabeza mientras escuchaba los delirios de Kajetan.

—Los pestilentes clanes de los Señores de la Alimaña están aquí. El mal que hay en mí los percibe; somos hermanos de corrupción. Te dije una vez que estaba contaminado por el Caos, y ellos también lo están, pero a ellos les gusta. Los noto en la sangre, oigo sus voces parlanchinas en mi cabeza. Traen sus mejores enfermedades y la muerte en nombre de ella, pero la muerte no se me quiere llevar. ¡No se me quiere llevar!

—Sasha, cálmate. Lo que dices no tiene sentido alguno —dijo Kaspar, alargando la mano para tocarle el hombro.

Con una rapidez que desmentía su lastimoso estado, la mano del espadachín salió disparada y agarró la muñeca de Kaspar.

—¡Sus enfermedades no se me llevarán porque soy como ellos, una criatura del Caos! ¿No lo entiendes?

Kaspar se apartó cuando Kajetan lo soltó. El carcelero se inclinó sobre el espadachín y con su enguantada mano le pegó un puñetazo en la cara que lo hizo tambalear. Le salió sangre de la nariz y profirió un aullido salvaje, bestial, pero encajó el golpe, se abalanzó hacia adelante y rodeó con las manos el cuello del carcelero.

Sin embargo, la fuerza de Kajetan no era la de antes y el carcelero no era un aprendiz en el trato con prisioneros violentos. Golpeó duramente el plexo solar de Kajetan con el guante provisto de pinchos y le hizo doblar las rodillas; aun así, el espadachín no lo soltó, a pesar de que el pecho le oscilaba a causa de violentos espasmos.

El carcelero levantó entonces su porra terminada en una punta metálica, pero antes de que pudiera propinarle un golpe, Kajetan vomitó una masa espumosa y fibrosa de sangre negra sobre el peto del guardián. Kaspar contempló, horrorizado, cómo el viscoso líquido bajaba por la armadura y la fundía; el ruido era parecido al de la grasa cuando se fríe en una sartén. Del metal disuelto se alzaba un hediondo humo, y el carcelero rugía de dolor mientras la armadura se iba corroyendo. El hombre soltó el arma y se apresuró a desatar las tiras que le sujetaban al cuerpo la armadura que iba derritiéndose.

Bremen se apresuró a ayudarlo y, entre los dos, consiguieron desatar la armadura y arrojarla al suelo, donde crujió y siseó mientras el corrosivo vómito de Kajetan completaba su destrucción.

Kajetan se deslizó muro abajo de la celda, sollozando y frotándose la frente con la palma de la mano. Por el mentón descendía un flujo de vómito sanguinolento que no causaba en él los efectos que había producido en la armadura.

—¡Que Sigmar se apiade de nosotros! —gritó Bremen, tirando de Kaspar para que se pusiera en pie y se apartara del agrio hedor de la celda—. ¡Es un mutante!

El carcelero salió tambaleándose; se le había quemado la camiseta acolchada y tenía el pecho corroído y sangrante. Pashenko, con un terror que Kaspar no había visto nunca en ningún hombre, se precipitó detrás de él.

—¡Cierra la puerta! ¡Encierra a ese monstruo ahora mismo! —gritó el jefe de los Chekist al carcelero.

Kurt Bremen cerró con una patada la puerta de la celda y al fin el carcelero se las apañó para encontrar la llave que encerraría a Kajetan una vez más.

—Por la sangre de Ursun —jadeó Pashenko, tosiendo ante el repugnante hedor que emanaba de la celda de Kajetan—. No había visto nada igual.

Kaspar aún tenía los sentidos alterados por el horror de lo que acababan de ver y seguía profundamente impresionado por la proximidad de un ser tocado, sin duda, por la mano de los Dioses Oscuros. Había creído que la pretensión de Kajetan de ser una criatura del Caos en aquella solitaria cima de la colina del oblast era la alucinación de una mente enferma.

Pero entonces lo entendía.

Sin mediar palabra, él y Bremen abandonaron las celdas de los Chekist.

* * *

Kaspar y Bremen regresaron a la embajada envueltos en silencio y oscuridad, impresionados por lo que habían presenciado. La luna estaba alta cuando llegaron y, después de que entraran en la calidez del edificio, uno de los guardias hizo un gesto hacia la sala de visitas en la que los invitados esperaban ser recibidos por el embajador.

—Alguien desea verte, embajador Von Velten —dijo el hombre.

Kaspar no estaba de humor para visitas a aquellas horas.

—Dile que estoy…

Pero las palabras se ahogaron en su garganta y el pulso se le aceleró cuando vio a los tres hombres que aguardaban en la sala de visitas.

Sabía que el primero era un hombre que tenía fama de ser un asesino de mirada fría; el segundo era un hombre desaliñado que no reconoció; pero el tercero…

—Buenas noches, embajador —dijo Vassily Chekatilo.