DIECISÉIS
DIECISÉIS
La verdad es todo lo que tenemos
Archiprofeta
Hogar
Por una única vez Loken se inclinó a estar de acuerdo con Iacton Qruze cuando dijo:
—No es como solía ser, muchacho. No era como que solía ser —estaban de pie en la cubierta del strategium, mirando hacia el resplandor fantasmal de Davin, que colgaba en el espacio como una joya desvaída—. Recuerdo la primera vez que vinimos aquí, parece que fue ayer.
—Más bien hace una vida —dijo Loken.
—Tonterías, joven —dijo Qruze—. Cuando tengas tantos años como yo, aprenderás una cosa o dos. Cuando llegues a mi edad vas a percibir realmente el paso del tiempo.
Loken suspiró, no realmente ofuscado por los divagues de Qruze, sino ligeramente condescendiente ante sus historias de «los buenos viejos tiempos».
—Sí, Lacton, ya lo veremos.
—No me subestimes, muchacho —dijo Qruze—. Puedo ser viejo, pero no soy estúpido.
—Nunca quise decir que lo eras —dijo Loken.
—Entonces préstame atención ahora, Garviel, —dijo Qruze, acercándose a él—. Crees que no sé nada, pero yo sí se.
—¿Saber acerca de qué?
—Acerca de eso del «que se oye a medias» —susurró Qruze, en voz baja para que nadie de la tripulación de cubierta podía oír—. Yo sé bien por qué me llaman así y no es porque hablo en voz baja, es porque nadie le presta atención a lo que yo digo.
Loken miró largamente a Qruze, el rostro curtido, su piel arrugada con pliegues y dobleces. Sus ojos, normalmente encapuchados y medio cerrados ahora intensas y penetrantes.
—Lacton —empezó Loken, pero Qruze lo cortó.
—No te disculpes, no lo sientas.
—No sé qué decir —dijo Loken.
—Ach… no digas nada. ¿Qué es lo que tengo que decir que alguien quiera escuchar de todos modos? —Qruze suspiró—. Sé lo que soy, muchacho, una reliquia del pasado de nuestra querida Legión. Sabes que yo recuerdo cuando luchamos sin el Señor de la Guerra, ¿te imaginas una cosa así?
—Puede que no lo tengamos en breve, Iacton. Es casi la hora de que se abra el Delphos y no ha habido ni una noticia. El apotecario Vaddon no está más cerca de averiguar qué pasó con el Señor de la Guerra, incluso con el anatam.
—¿El qué?
—El arma que hirió al Señor de la Guerra —dijo Loken, deseando no haber mencionado el arma kinebrach frente Qruze.
—Oh, debe ser un arma muy poderosa —dijo Qruze sabiamente.
—Quería volver a bajar a Davin con Torgaddon —dijo Loken, cambiando de tema—, pero yo tenía miedo de lo que pudiera hacer si veo a Pequeño Horus o a Ezekyle.
—Ellos son tus hermanos, chico —dijo Qruze—. Pase lo que pase, nunca lo olvides. Si rompemos ese lazo es por nuestra cuenta y riesgo. Cuando le damos la espalda a un hermano, lo hacemos a todos ellos.
—¿Incluso cuando han cometido un terrible error?
—Aún así —estuvo de acuerdo Qruze—. Todos cometemos errores, muchacho. Tenemos que apreciarlos por lo que son: lecciones que sólo se pueden aprender a la manera difícil. A menos que sea un error fatal, por supuesto, pero en ese caso al menos otra persona puede aprender de eso.
—No sé qué hacer —dijo Loken, apoyado en la barandilla del strategium—. No sé qué está pasando con el Señor de la Guerra y no hay nada que yo pueda hacer al respecto.
—Sí, es un tema espinoso, hijo —estuvo de acuerdo Qruze—. Sin embargo, como solíamos decir en mis días: Cuando no hay nada que podamos hacer al respecto, no nos preocupemos.
—Las cosas deben haber sido más simples en tus días, Iacton —dijo Loken.
—Lo fueron, chico, eso es seguro —respondió Qruze sin notar el sarcasmo de Loken—. No había ninguno de estos sinsentidos. ¿Crees acaso que teníamos a un advenedizo como Varvarus en busca de sangre? ¿O que teníamos rememoradores en nuestra nave ensangrentada, escribiendo traicioneras poesías sobre nosotros diciendo que es la pura verdad? Yo me pregunto, ¿dónde está el maldito respeto que se tenía a los Astartes? Los tiempos cambian, joven, los tiempos cambian.
Loken entrecerró los ojos cuando Qruze habló.
—¿De qué estás hablando?
—He dicho que todo ha cambiado desde que…
—No —dijo Loken—, acerca de Varvarus y los rememoradores.
—¿No has oído? No, supongo que no —dijo Qruze—. Bueno, parece que a Varvarus no le gustó demasiado que el Mournival volviera a la Espíritu Vengativo con el Señor de la Guerra. El tonto piensa que deben rodar cabezas por las muertes que causaron. Él ha estado exigiendo por vox diariamente a Maloghurst exigiendo que digamos a toda la flota lo sucedido, compensemos a las familias de los muertos y luego castiguemos a todos.
—¿Castigarnos?
—Eso es lo que estoy diciendo —asintió Qruze—. Sus reclamos lograron que Ing Mae Sing despachara un comunicado al Consejo de Terra sobre el desastre que causaron. Apenas un incidente un poco sangriento si me preguntas. No tenemos por que aguantar esto, llegamos, ustedes lucharon y sangraron, y si la gente se puso en el camino, mala suerte.
Loken se horrorizó ante las palabras de Qruze. Una vez más sentía la vergüenza de sus acciones en la cubierta de embarque. Las muertes de inocentes permanecerían con él hasta su último día, pero lo hecho, hecho estaba y no quería perder el tiempo en lamentarlo. Para los simples mortales el decretar la muerte de un Astartes era impensable, sin embargo los hechos habían sido lamentables.
Aunque Varvarus resultaba problemático, era un problema para Maloghurst, pero algo en las palabras de Qruze le sonó muy familiar.
—¿Has dicho algo sobre rememoradores?
—Sí, como si no tuviéramos suficientes quebraderos de cabeza.
—Iacton, no me des vueltas. Dime lo que está pasando.
—Muy bien, aunque no sé cuál es la prisa —respondió Qruze—. Parece que hay algunos rememoradores anónimos en la nave, repartiendo propaganda anti-Astartes, poesía o alguna tontería similar. Los tripulantes han encontrado folletos en todo la nave. Uno llamado «la verdad es todo lo que tenemos» o algo tan pretencioso como eso.
—La verdad es todo lo que tenemos —repitió Loken.
—Sí, creo que sí.
Loken giró sobre sus talones y salió del strategium sin decir una palabra.
—No perece que fuera como en mis días —suspiró Qruze después de que saliera Loken.
Era tarde y estaba cansado, pero Ignace Karkasy estaba satisfecho con la labor de la semana pasada. Cada vez que había hecho un viaje clandestino a través de la nave para distribuir su poesía radical, había regresado horas más tarde para encontrarse con todos los ejemplares habían sido llevados. Aunque la tripulación de la nave sin duda había decomiso algunos, él sabía que otros debían haber encontrado su hogar en manos de aquellos que necesitaban escuchar lo que tenía que decir.
La bajada estaba tranquila, pero siempre era en estos días. La mayoría de los que celebraban vigilias por el Señor de la Guerra lo hacían bien en Davin o en los espacios más grandes de la nave. Un aire de abandono se cernía sobre la Espíritu Vengativo, como si incluso los servidores que la limpiaban y mantenían, habían detenido en sus funciones a la espera de los resultados de los acontecimientos en el planeta.
Mientras caminaba de regreso a su alojamiento, Karkasy vio el símbolo de la Lectitio Divinitatus rayado en mamparos y corredores, una y otra vez. Tenía la clara impresión de que si los siguiera, lo llevarían a un grupo de los fieles.
Los fieles. Todavía sonaba extraño pensar en tal término en estos tiempos ilustrados. Se recordó de pie en el templo de 63-19 preguntándose si la creencia en lo divino era una falla en el carácter inmutable de la humanidad. ¿Era la necesidad del hombre de creer en algo un truco para llenar algún terrible vacío en su interior?
Un hombre sabio de la Vieja Tierra había declarado una vez que la ciencia podría destruir a la humanidad, no a través de sus armas de destrucción masiva, sino demostrando finalmente que no había ningún dios. Ése conocimiento, según él, quemaría la mente del hombre y lo dejaría farfullante y loco por el conocimiento de que estaba completamente solo en un universo indiferente.
Karkasy sonrió al pensar qué hubiera dicho ese viejo si hubiese visto la verdad del Imperio iluminar con su luz secular hasta los extremos confines de la galaxia. Por otra parte, tal vez este culto Lectitio Divinitatus era la reivindicación de sus palabras, la prueba de que, frente a ese vacío, el hombre había elegido inventar nuevos dioses para reemplazar a los que se habían esfumado de la historia.
Karkasy no creía que el Emperador se había transubstanciado de hombre a Dios, pero la literatura de la secta, que aparecía con la misma regularidad que sus propias publicaciones, afirmaba que ya estaba más allá de las preocupaciones mortales.
En el interior, su cubículo era un desastre, a pesar de que era un lío de su propia creación en lugar que del de cualquier intruso. De espaldas a él y llenando el pequeño espacio con su masa corporal estaba, como él ya lo esperaba, el Capitán Loken.
—Hola, Ignace —dijo Loken, dejando uno de los Bondsman número 7. Karkasy había llenado dos de ellos con anotaciones al azar y pensamientos, y sabía que Loken no estaría contento con lo que tenía que haber leído. No hacía falta ser un estudioso de la literatura para entender la virulencia de lo escrito allí.
—Capitán Loken —respondió Karkasy—. Me gustaría preguntarle a qué debo el placer de esta visita, pero ambos sabemos por qué está aquí, ¿no?
Loken asintió con la cabeza. Karkasy sentía su corazón latiendo con fuerza dentro el pecho, viendo al Astartes como apenas podía mantener su ira bajo control. Ésta no era la furia atroz de Abaddon, pero era una rabia fría que podría acabar con él sin un momento de pausa o arrepentimiento. De repente Karkasy se dio cuenta de cuan peligrosa que era su musa recién descubierta y lo estúpido que había sido al pensar que su accion quedaría sin descubrir por mucho tiempo. Curiosamente, ahora que se desenmascaró, sintió que su desafío a sofocar el fuego de su miedo, y sabía que él había hecho lo correcto.
—¿Por qué? —siseó Loken—. Yo lo avalaba rememorador. Puse mi buen nombre en juego por usted y ¿así es como soy pagado?
—Sí, capitán —dijo Karkasy—. Usted respondió por mí. Usted me hizo jurar decir la verdad y eso es lo que he estado haciendo.
—¿La verdad? —rugió Loken. Karkasy se acobardó ante su ira, recordando la facilidad con que los puños del capitán habían aporreado a la gente hasta la muerte—. ¡Ésa no es la verdad, esto es basura calumniosa! Tus mentiras ya se están extendiendo al resto de la flota. Debería matarte por eso, Ignace.
—¿Matarme? ¿Así como mató a toda esa gente inocente en la cubierta de embarque? —gritó Karkasy—. ¿Es eso lo que significa la justicia Astartes ahora? ¿Alguien se interpone en su camino o dice algo que no está de acuerdo con ustedes y lo matan? Si eso es lo que nuestro glorioso Imperio ha llegado a ser, no quiero tener nada que ver con eso.
Él vio como la ira de Loken se diluía y sintió una punzada de tristeza momentánea, pero que anuló al recordar la sangre y los gritos de los moribundos. Levantó una colección de poemas y los mantuvo ante Loken.
—De todos modos, se trata de lo que usted quería.
—¿Acaso piensas que yo quería esto? —dijo Loken, lanzando los folletos por todo el camarote y cerniéndose sobre él—. ¿Estás loco?
—Nada de eso, mi querido capitán —dijo Karkasy, afectando una calma que no sentía—. Tengo que darle las gracias por esto.
—¿A mí? ¿De qué estás hablando? —preguntó Loken, obviamente confundido. Karkasy podía ver un resquicio de duda en la bravata de Loken. Le ofreció la botella de vino, pero el guerrero gigante negó con la cabeza.
—Usted me dijo que siguiera diciendo la verdad por fea y desagradable que pudiera ser —dijo Karkasy, vertiendo un poco de vino en una jarra de estaño, agrietada y sucia—. La verdad es que todo lo que tenemos, ¿recuerda?
—Recuerdo —suspiró Loken, sentándose en la cucheta de Karkasy con un crujido.
Karkasy dejó escapar un suspiro al darse cuenta de que el peligro inmediato había pasado y tomó un largo trago de vino. Era una mala cosecha y había estado abierta por mucho tiempo pero ayudó a calmar sus nervios. Sacó una silla de respaldo alto de su escritorio y se sentó delante de Loken, que extendió su mano hacia la botella.
—Tiene razón, Ignace, yo le dije que hiciera esto, pero nunca me imaginé que nos llevaría a este lugar —dijo Loken, tomando un trago de la botella.
—Ni yo, pero aquí estamos —respondió Karkasy—. La pregunta ahora es ¿qué va a hacer al respecto?
—No lo sé, Ignace —admitió Loken—. Creo que está siendo injusto con el Mournival, dadas las circunstancias en las que nos encontramos. Todos nosotros.
—No —lo interrumpió Karkasy—, no lo soy. Los Astartes están por encima de los mortales en todos los sentidos y merecen nuestro respeto, pero que el respeto tiene que ser ganado. Se requiere cierta ética sin lugar a dudas. No solo tienen que conocer la línea entre el bien y el mal, también deben tener bien claro las áreas grises que hay en el medio.
Loken rió, ahora sin ironía.
—Pensé que era asunto de Sindermann todo lo concerniente a la enseñanza de la ética.
—Bueno, nuestro querido Kyril no se ha hecho ver mucho últimamente, ¿verdad? —dijo Karkasy—. Admito que soy algo así como un recién llegado a las filas de los justos, pero sé que lo que estoy haciendo es lo correcto. Más que eso, ¡sé que es necesario!
—¿No tienes dudas sobre eso?
—No, capitán. Me siento más seguro de lo que he estado nunca.
—¿Seguirá publicando esto? —le preguntó Loken, levantando un montón de notas garabateadas.
—¿Quiere una respuesta honesta a esa pregunta, capitán? —preguntó Karkasy.
—Sí, respóndame honestamente.
—Si me lo permite —dijo Karkasy—, si.
—Nos traerá problemas a ambos, Ignace Karkasy —dijo Loken—, pero si no tenemos la verdad, entonces no somos nada. Y si le impido hablar, no soy mejor que un tirano.
—¿Así que no va a impedir que escriba o enviarme de vuelta a Terra?
—Debería hacerlo, pero no lo haré. Debe ser consciente de que sus poemas le han hecho poderosos enemigos, Ignace, enemigos que demandarán su regreso, o algo peor. A partir de este momento, sin embargo, está bajo mi protección —dijo Loken.
—¿Cree que voy a necesitar esa protección? —preguntó Karkasy.
—Definitivamente —dijo Loken.
—Me han dicho que me quería ver —dijo Euphrati Keeler—. ¿Podría decirme por qué?
—Ah, mi querida Euphrati —dijo Kyril Sindermann, levantando la vista de su comida—. Entra.
Ella lo había encontrado en la subcubierta del comedor después de andar buscándolo por los pasajes polvorientos de la Cámara de Archivo número tres por más de una hora. De acuerdo con los iteradores que habían quedado en la nave, el anciano había pasado casi todo su tiempo allí, faltando a sus conferencias —aunque no hubiera estudiantes a los que darle una conferencia en este momento— y haciendo caso omiso de las peticiones de sus compañeros para unirse a ellos en las comidas.
Torgaddon la había dejado sola en la tarea de encontrar a Sindermann, su deber simplemente consistía en traerla de regreso a la Espíritu Vengativo. Luego se había ido en busca del Capitán Loken, para viajar de regreso a Davin con él. Keeler estaba segura de que él le transmitiría lo que había visto en el planeta, pero ya no le importaba lo que pudiera opinar de sus creencias. Sindermann tenía un aspecto terrible, con los ojos ojerosos y grises, su rostro pálido y demacrado.
—No se ve bien, Sindermann —dijo.
—Yo podría decir lo mismo de usted, Euphrati —dijo Sindermann—. Ha perdido peso. Eso no la favorece.
—La mayoría de las mujeres estaría agradecida por ello, pero no mandó a uno de los Astartes para traerme de vuelta aquí para hablar sobre mis hábitos alimenticios, ¿verdad?
Sindermann se echó a reír, dejando a un lado el libro, que había estado estudiando, y le dijo:
—No, tienes razón, no lo hice.
—¿Entonces por qué lo hizo? —preguntó ella, sentada frente a él—. Si es por algo le ha dicho Ignace, mejor ahorre el aliento.
—¿Ignace? No, no he hablado con él desde hace algún tiempo —respondió Sindermann—. Fue Mersadie Oliton que vino a verme. Ella me dijo que te has convertido en toda una agitadora de esa secta Lectitio Divinitatus.
—No es una secta.
—¿No? Entonces ¿cómo la llaman?
Ella lo pensó por un momento y luego respondió:
—Una nueva fe.
—Una respuesta astuta —dijo Sindermann—. Si me lo permite, me gustaría saber más sobre eso.
—¿Lo haría? Creí que me trajo de vuelta para tratar de enseñarme lo erróneo del camino que hemos escogido, para usar artimañas de iterador para tratar de apartarme de mis creencias.
—No, en absoluto, querida —dijo Sindermann—. Usted puede pensar que su homenaje lo guarda en secreto en lo más recóndito de su corazón, pero se exterioriza. Somos una especie curiosa cuando se trata de la adoración. Las cosas que dominan nuestra imaginación determinan nuestras vidas y nuestro carácter. Por lo tanto, nos conviene tener cuidado con lo que adoramos, por lo que estamos adorando a que nos estamos convirtiendo.
—¿Y qué cree usted que adoramos?
Sindermann miró furtivamente alrededor de la cubierta y sacó una hoja de papel que ella reconoció de inmediato como uno de los panfletos Lectitio Divinitatus.
—Eso es con lo que quiero que me ayudes. Lo he leído varias veces y debo admitir que estoy intrigado por las cosas que postula. Verás, desde los… eventos de las Cabezas Susurrantes, yo… No he estado durmiendo muy bien y vine a sumergirme en mis libros. Pensé que si podía entender lo que nos pasó allí, entonces yo podría racionalizarlo.
—¿Y lo logró?
Sonrió, pero podía ver el cansancio y la desesperación tras el gesto.
—¿La verdad? No, en realidad, cuanto más leía, más veía lo lejos que habíamos llegado desde los días en los sermones religiosos de un sacerdote autocrático. De la misma manera, cuanto más leía más me daba cuenta que había un patrón emergente.
—¿Un patrón? ¿Qué tipo de patrón?
—Mire —dijo Sindermann, llegando a la mesa para sentarse junto a ella, y alisando el folleto ante ella—. Su Lectitio Divinitatus cuenta cómo el emperador se ha movido entre nosotros desde hace miles de años, ¿no?
—Sí.
—Bueno, en los textos antiguos, basura en su mayoría, historias y cuentos espeluznantes de barbarie y derramamiento de sangre, he encontrado algunos temas recurrentes: un ser de luz dorada aparece en varios de los textos y, por mucho que cueste admitirlo, suena muy parecido a lo que se describe en ese trabajo. No sé cuál es la verdad en esta vía de investigación, pero me gustaría saber más de él, Euphrati. —Ella no supo qué decir.
—Mire —dijo, arrojando el libro por ahí y encarándose a ella—. Éste libro está escrito en una derivación de una lengua humana antigua, una que no he visto antes. Puedo entender ciertos pasajes, creo, pero es una estructura muy compleja y sin algunas de las raíces de las palabras para hacer las correctas conexiones gramaticales, se vuelve muy difícil de traducir.
—¿Qué libro es?
—Creo que es el Libro de Lorgar, aunque no he podido hablar con el Primer Capellán Erebus para verificar este hecho. Si es así, puede ser una copia entregada al Señor de la Guerra por el mismísimo Lorgar.
—¿Por qué es eso tan importante?
—¿No recuerdas los rumores sobre Lorgar? —preguntó Sindermann.
—¿El hecho de que también adoraban al Emperador como un dios?
—Se dice que su Legión devastó mundo tras otro por no mostrar la devoción debida al Emperador y luego levantó monumentos para él.
—Recuerdo los rumores, sí, pero eso es todo lo que son, ¿verdad?
—Probablemente, pero ¿si no lo son? —dijo Sindermann, con los ojos encendidos con la posibilidad de echar luz sobre esos acontecimientos—. ¿Qué pasaría si un Primarca, uno de los hijos del Emperador, estuviera al tanto de algo que nosotros como simples mortales aún no estamos listos para conocer? Si mi trabajo hasta la fecha es correcto, entonces este libro habla de dar a luz la esencia de Dios. ¡Tengo que saber lo que eso significa!
A su pesar, Euphrati comenzó a sentir que su carrera tomaría un renovado impulso con este conocimiento potencial. Una prueba innegable de la divinidad del Emperador procedente de Kyril Sindermann elevaría al Lectitio Divinitatus muy por encima de su condición humilde y lo convertiría en un fenómeno que podría extenderse de un lado de la galaxia al otro.
Sindermann vio que la realización en su rostro y dijo:
—Miss Keeler, he pasado toda mi vida adulta la promulgando la verdad del Imperio y estoy orgulloso del trabajo que he hecho, pero ¿si estamos enseñando el mensaje equivocado? Si usted tiene razón y el Emperador es un dios, entonces lo que hemos visto debajo de las montañas de 63-19 representa un peligro más terrible de lo que podemos imaginar. Si en verdad era un espíritu del mal, entonces necesitamos un ser divino como el Emperador, más que nunca. Sé que las palabras no pueden mover montañas, pero pueden movilizar a la multitud, lo hemos demostrado una y otra vez. La gente está más dispuesta a luchar y morir por una palabra que por otra cosa. Las palabras moldean el pensamiento, remueven los sentimientos y accionan las fuerzas. Matan y reviven, corrompen y curan. Si ser un iterador me ha enseñado algo, es que los oradores, ya sean sacerdotes, profetas o intelectuales, han jugado un papel más decisivo en la historia que ningún líder militar o de Estado. Si podemos demostrar la existencia de Dios, entonces yo le prometo que los iteradores gritaran la verdad en las torres más altas de la tierra.
Euphrati miró, con la boca abierta, como Kyril Sindermann volvía el mundo al revés ¿este archiprofeta de la verdad secular habla de dioses y la fe? Lo miró a los ojos y vio la desesperante inseguridad y la crisis de identidad a la que estaba sometido desde lo que había pasado y había visto, la comprensión de cómo una gran parte de él mismo se había perdido en los últimos días, y cuánto había ganado.
—Déjeme ver —dijo y Sindermann empujó el libro hacia ella.
La escritura cuneiforme era angular, corriendo arriba y abajo de la página en lugar de a lo largo de ella. De inmediato se dio cuenta de que no sería de ayuda en la traducción, aunque algunos elementos del escrito le parecieron algo familiares.
—No puedo leerlo —dijo—. ¿Qué dice?
—Bueno, ese es el problema, no lo sé exactamente —dijo Sindermann—. Puedo traducir algunas palabras, pero es difícil hacerlo sin las claves gramaticales.
—He visto esto antes —dijo, recordando de pronto por qué la escritura le resultaba familiar.
—No lo creo, Euphrati —dijo Sindermann—. Éste libro ha estado en la cámara de archivo durante décadas. No creo que nadie lo haya leído desde que fue puesto allí.
—No sea condescendiente, Sindermann, definitivamente he visto esto antes —insistió.
—¿Dónde?
Keeler metió la mano en el bolsillo y se apoderó de la bobina de la memoria de su pictógrafo destrozado. Se levantó de su asiento y dijo:
—Reúna sus notas y lo veré en la cámara de archivo en treinta minutos.
—¿A dónde vas? —preguntó Sindermann, recogiendo el libro.
—A conseguir algo que va a querer ver.
Horus abrió los ojos para ver un cielo con nubes gruesas de polución, el gusto de los químicos en el aire y el estancamiento.
Olía familiar. Olía a casa.
Se quedó en una meseta desigual de polvo negro frente al túnel de una mina a largamente abandonada, sintiendo el dolor de la nostalgia al darse cuenta de esto era Cthonia.
La contaminación de las distantes fundiciones y el martilleo incesante de la minería del núcleo profundo llenó el cielo con las partículas en suspensión, y sintió el dolor de la soledad por los tiempos más simples que había pasado aquí.
Horus miró a su alrededor buscando a Sejanus, pero fuese lo que fuese el remolino debajo de Terra, evidentemente no había arrastrado a su antiguo compañero en su furia.
Su viaje hasta aquí no había sido tan silencioso e instantáneo como sus viajes anteriores a través de este reino extraño y desconocido. Los poderes que habitaban en la Disformidad le habían mostrado una visión del futuro. Un lugar desolado por cierto. Asquerosas razas xenos dominaban enormes extensiones de la galaxia y un manto de desesperanza se apoderaba de los hijos del hombre.
El poder de los ejércitos gloriosos de la humanidad se había roto, las legiones destrozadas y reducidas a fragmentos de lo que habían sido: burócratas, escribientes y oficiales en un régimen infernal donde los hombres llevaban una vida sin Gloria, sin logros, sin ambición.
En ese futuro sombrío, la humanidad no tenía la fuerza para desafiar a los amos, para luchar contra las amenazas ante las que el Emperador los había abandonado. Su padre se había convertido en un dios carroña que no sentía el dolor de sus súbditos ni le importaba su destino.
En verdad, la soledad de Cthonia era bienvenida. Sus pensamientos fluían por su cabeza en un loco torbellino de ira y resentimiento. El Emperador jugó con poderes mucho más allá de sus posibilidades y había fracasado en controlarlos. Había negociado con sus hijos por la promesa del poder y ahora regresaba a Terra para intentarlo una vez más.
—No voy a permitir que eso suceda —dijo Horus quedamente.
Mientras lo decía, oyó el aullido lastimero de un lobo y se puso de pie. No existía nada similar a un lobo en Cthonia y Horus estaba harto de esta persecución constante a través de la Disformidad.
—¡Mostraos! —gritó, dando puñetazos al aire y lanzando un ululante grito de guerra.
Su grito fue respondido cuando el aullido se repitió, cada vez más cerca. Horus sintió su ansia de batalla salir a la superficie. Tenía el sabor de la sangre después de la masacre de la Adeptos Custodes y acogió con satisfacción la posibilidad de derramar aún más.
Las sombras se movían a su alrededor cuando gritó:
—¡Lupercal! ¡Lupercal!
Unas formas aparecieron de entre las sombras y vio a una manada de lobos de pelaje rojo que se desprendía de la oscuridad. Lo rodearon y Horus reconoció en el líder de la manada a la bestia que había hablado con él cuando se había despertado por primera vez en la Disformidad.
—¿Qué eres? —preguntó Horus—. Y no me mientas.
—Un amigo —dijo el lobo, su forma fluía constantemente con líneas ondulantes de luz dorada. El lobo se irguió sobre sus patas traseras, su forma se alargó y ensanchó a medida que se hizo más humanoide. Sus proporciones se inflaron y cambiaron hasta que fue tan alto como el mismo Horus.
Una tez cobriza reemplazó a la piel y sus ojos corrieron como un líquido, formando un único globo dorado. Pelo rojo y espeso brotó de la cabeza de la figura y una armadura de color bronce brilló proclamando su existencia en el pecho y los brazos. Llevaba también una capa ondulante de plumas. Horus le conocía, así que ya sabía que era su propio reflejo.
—Magnus —dijo Horus—. ¿Eres tú realmente?
—Sí, mi hermano, lo soy —dijo Magnus y los dos guerreros se abrazaron con un estrépito de armaduras.
—¿Cómo? —preguntó Horus—. ¿También estás muriendo?
—No —dijo Magnus—. No lo estoy. Debes escucharme, mi hermano. Me ha llevado mucho tiempo llegar a ti y yo no dispongo de mucho tiempo. Los hechizos y los sellos colocados a tu alrededor son poderosos y cada segundo que estoy aquí una docena de mis esclavos mueren para mantener un canal abierto.
—No le hagas caso, Señor de la Guerra —dijo otra voz. Horus se volvió para vera Hastur Sejanus emerger de la oscuridad del túnel de la mina—. Esto es lo que hemos estado tratando de evitar. Es una criatura de forma cambiante de la Disformidad que se alimenta de las almas humanas. Trata de devorar la suya para que no pueda volver a su cuerpo. Todo lo que era Horus dejaría de existir.
—Miente —escupió Magnus—. Me conoces, Horus. Soy tu hermano, pero ¿quién es él? ¿Hastur? Hastur está muerto.
—Lo sé, pero aquí, en este lugar, la muerte no es el final.
—Hay verdad en eso —admitió Magnus—, empero ¿colocas tu confianza en los muertos por encima de tu propio hermano? Lloramos a Hastur, pero él se ha ido de nosotros. ¡Éste impostor ni siquiera se atreve a usar su verdadero rostro!
Magnus tiró el puño hacia adelante y cerró los dedos en el aire, como si agarra algo invisible. Luego arrancó su mano hacia atrás. Hastur grito y una luz plateada se desprendió de sus ojos como una antorcha de magnesio.
Horus miró a través de la luz cegadora. Seguía viendo a un guerrero Astartes, pero ahora blindado con la librea de los Portadores de la Palabra.
—¿Erebus? —aventuró Horus.
—Sí, Señor de la Guerra —acordó el Primer Capellán Erebus. La larga cicatriz de color rojo en la garganta ya había comenzado a sanar—. He venido bajo el disfraz de Sejanus para facilitar su comprensión de lo que debe hacerse, pero no he dicho nada más que la verdad desde que viajamos a este reino.
—No le hagas caso, Horus —advirtió Magnus—. El futuro de la galaxia está en tus manos.
—De hecho lo está —dijo Erebus—, debido a que el Emperador abandonó la galaxia en su búsqueda de la apoteosis. Horus debe salvar el Imperio, ya que es evidente que el Emperador no lo hará.