NUEVE

NUEVE

Torres de plata

Un sangriento retorno

El velo se vuelve más tenue

De aquí, podía ver el techo piramidal del Athenaeum, el sol crepuscular se reflejaba sobre sus paneles dorados como si se tratara de llamas y, aunque Magnus sabía que había utilizado una colorida metáfora, la idea le daba una punzada de dolor. Imaginar que el gran repositorio de conocimiento se perdía en las llamas, era abominable y apartó su ciclópea mirada de la pirámide de cristal y oro.

Tizca, la llamada Ciudad de la Luz, se extendía ante él, sus columnas de mármol y amplias avenidas arboladas y pacíficas. Enormes torres de plata y oro se erigían por encima de la ciudad dorada de bibliotecas, museos y plazas dedicadas al aprendizaje. La mayor parte de la ciudad estaba construida en mármol blanco y ouslita, que brillaba como una corona de joyas al sol. Su arquitectura hablaba de un tiempo pasado, sus edificios construidos por artesanos que habían perfeccionado sus operaciones durante siglos bajo la tutela de los Mil Hijos.

Desde su balcón en la Pirámide de Photep, Magnus el Rojo, Primarca de los Mil Hijos, contemplaba el futuro de Próspero. Su cabeza aún le dolía por la ferocidad de la pesadilla y su ojo palpitaba dolorosamente en su cuenca ampliada. Agarró la balaustrada de mármol de la terraza, tratando de hacer desaparecer las visiones que le asaltaron en la noche y ahora lo perseguían a la luz del día. Los misterios de la noche se daban a conocer más fácilmente a la luz del día, pero estas visiones de la oscuridad no podían ser interpretadas tan fácilmente.

Desde que tuvo memoria Magnus había sido maldecido y bendecido con el don de atisbar el futuro y su interpretación alegórica del Athenaeum en llamas le preocupaba más de lo que quería admitir.

Se sirvió un poco de vino de una jarra de plata, frotando con una mano de piel cobriza su melena de pelo rojo fuego. El vino le ayudó a calmar el dolor de su corazón y su cabeza, pero sabía que era sólo una solución temporal. Los eventos se encontraban en movimiento y aunque tenía el poder para darle forma y gran parte de lo que había visto era una locura sin sentido, conocía lo suficiente para saber que tenía que tomar una decisión pronto, antes de que los eventos entraran en una espiral incontrolable.

Magnus apartó la vista sobre Tizca e hizo su camino de regreso dentro de la pirámide, haciendo una pausa mientras veía su reflejo en los paneles de plata brillante. Enorme y de piel rojiza, Magnus era un gigante con una melena de cabello rojo brillante. Sus rasgos patricios eran nobles y justos, su único ojo dorado y salpicado de color carmesí. Donde debería asentarse el otro ojo el lugar se hallaba vacío, con una delgada cicatriz que iba desde el puente de la nariz hasta el extremo de su pómulo.

Magnus el Cíclope le llamaban, o algo peor. Desde su creación, los Mil Hijos habían sido vistos con sospecha por abrazar los conocimientos a los que los demás tenían miedo. Poderes que, debido a que no se entendían, eran rechazadas por ser de alguna forma impura; se rechazaban desde el Concilio de Nikea.

Magnus dejó caer su copa, enojado con el recuerdo de su humillación a los pies del Emperador, cuando había sido obligado a renunciar al estudio de la hechicería por temor a lo que pudiera aprender. Ésta idea era sin duda ridícula, ¿no estaba el reino de su padre basado en la razón y en la búsqueda del conocimiento? ¿Qué daño podía hacer el estudiar y aprender?

A pesar de que se habían retirado a Próspero y jurado a renunciar a tales actividades, el planeta de los hechiceros tenía un atributo esencial que hacía de él un lugar perfecto para estos estudios: se hallaba muy lejos de las miradas indiscretas de los que afirmaban que incursionaba con poderes más allá de su control.

Magnus sonrió ante la idea, deseando poder mostrar a sus detractores las cosas que había visto, las maravillas y la belleza de lo vivido más allá del velo de la realidad. Las nociones de bien y mal quedaban desfasadas al lado del poder que se asentaba en la disformidad, ya que eran los conceptos anticuados de una sociedad religiosa, hacía ya tiempo superada.

Se agachó para recuperar su copa y la llenó una vez más antes de regresar a su despacho y tomar asiento en su escritorio. Dentro de ella estaba fresco y el olor de las tintas de varios pergaminos, le hizo sonreír. La cámara estaba amurallada con estanterías y vitrinas de cristal, llenas de curiosidades y los restos de conocimientos perdidos obtenidos de mundos conquistados. Magnus mismo había escrito muchos de los textos de esta sala, aunque otros habían contribuido a esta, la más personal de las bibliotecas: Phosis T'kar, Ahriman y Uthizzar por nombrar sólo algunos.

El conocimiento siempre había sido un refugio para Magnus, la emoción embriagadora de ahondar en lo desconocido hasta encontrar sus partes constituyentes y lograr hacerlo cognoscible. La ignorancia acerca del funcionamiento del universo había creado falsos dioses en el pasado del hombre y el conocimiento debería destruirlos. Tal era el noble objetivo de Magnus.

Su padre negó tales cosas, mantuvo su gente en la ignorancia de los verdaderos poderes que existían en la galaxia y, a pesar de que promulgó una doctrina basada en la ciencia y la razón, era nada más que una mentira, una manta reconfortante arrojada sobre la humanidad para protegerla de la verdad.

Magnus había mirado profundamente en la disformidad, sin embargo, y conocía la verdad.

Cerró su ojo, viendo de nuevo la oscuridad de la cámara corrupta, el brillo de la espada y el golpe que iba a cambiar el destino de la galaxia. Vio la muerte y la traición, héroes y monstruos. Vio a la lealtad puesta a prueba y como se faltaba a ella o se permanecía firme, en la misma medida. Un terrible destino aguardaba a sus hermanos y lo peor de todo, sabía que su padre era totalmente ignorante de la ruina que amenazaba la galaxia.

Hubo un suave golpear a su puerta y la figura enfundada en una armadura de color rojo de Ahriman entró, sosteniendo delante de él un largo bastón rematado con un solo ojo.

—¿Ha decidido ya, mi señor? —le preguntó su bibliotecario jefe, sin preámbulos.

—Lo he hecho, amigo mío —dijo Magnus—. Entonces ¿reúno el aquelarre?

—Sí —suspiró Magnus, en las catacumbas debajo de la ciudad—. Ordena que los esclavos monten el conjunto y yo estaré allí con vosotros.

—Como desees, mi señor —dijo Ahriman.

—¿Algún problema? —preguntó Magnus, detectando un tono de reticencia en la voz de su viejo amigo.

—No, mi señor, no soy quien para decirlo.

—Tonterías. Si tienes alguna preocupación te doy permiso para que la menciones.

—Entonces, ¿puedo hablar con libertad?

—Por supuesto —asintió Magnus—. ¿Qué tienes?

Ahriman dudó antes de contestar.

—Éste hechizo que usted propone es peligroso, muy peligroso. Ninguno de nosotros realmente entiende sus sutilezas y puede haber consecuencias aún no previstas.

Magnus se echó a reír.

—Es la primera vez que cuestionas un hechizo, Ahriman. Cuando el poder es de esta magnitud siempre habrá incógnitas, pero sólo esgrimiéndolo lo podremos controlar. Nunca hay que olvidar que somos los amos de la disformidad, mi amigo. Es fuerte, sí, y un gran poder vive dentro de ella, pero tenemos el conocimiento y los medios para someterla a nuestra voluntad ¿no es así?

—Lo tenemos, mi señor —asintió Ahriman—. ¿Por qué entonces no lo usamos para advertir al Emperador de lo que vendrá, más aún cuando se nos ha prohibido proseguir estos asuntos?

Magnus se levantó de su asiento, con su piel cobriza llameando de ira.

—¡Porque cuando mi padre vea que es nuestra magia que la ha salvado su reino, no podrá negar que lo que hacemos aquí es importante, más aún, vital para la supervivencia del Imperio!

Ahriman asintió con la cabeza, temeroso de la ira de su Primarca y Magnus suavizó su tono.

—No hay otra manera, mi amigo. En el palacio del Emperador se conjura contra el poder de la disformidad y sólo un conjuro de ese poder romperá esas objeciones.

—Entonces reuniré el aquelarre de inmediato —dijo Ahriman.

—Sí, reúnelos, pero esperan mi llegada antes de empezar. Horus aún puede sorprendernos.

Pánico, miedo, indecisión: tres emociones desconocidas se apoderaron de Loken cuando Horus cayó. El Señor de la Guerra se estrelló contra el suelo en cámara lenta, chapoteando en el lodo mientras su cuerpo quedaba completamente flácido. Se sucedieron los gritos de alarma pero la parálisis de la inacción se cebó en los más cercanos al Señor de la Guerra, como si el tiempo se había desacelerado.

Loken se quedó mirando el Señor de la Guerra en el suelo delante de él, inerte y como muerto, sin poder creer lo que estaba viendo. El resto del Mournival estaba igualmente inmóvil, clavado en el suelo con incredulidad. Se sentía como si el aire se hubiera espesado, los gritos de temor del exterior eran ecos difusos y distantes, como si se tratara de una holopictografía funcionando demasiado lenta.

Sólo Petronella Vivar no parecía afectada por la inacción que se apoderó de Loken y sus hermanos. De rodillas en el barro junto al Señor de la Guerra, estaba llorando e intentaba hacerle recuperar la conciencia.

El reconocimiento de que su comandante estaba caído y que una mujer mortal había reaccionado antes que cualquiera de los Hijos de Horus, avergonzó a Loken motivándolo a la acción y se arrodilló junto a Horus.

—¡Apotecario! —gritó Loken y el tiempo se aceleró de vuelta con un cacofonía de gritos y lamentos.

El Mournival cayó al suelo junto a él.

—¿Qué tiene de malo? —exigió Abaddon.

—¡Comandante! —gritó Torgaddon.

—¡Lupercal! —exclamó Aximand.

Loken no les hizo caso y se obligó a concentrarse.

Se trata de una lesión en el campo de batalla y lo voy a tratar como tal, pensó.

Echó un vistazo el cuerpo del Señor la de Guerra a la vez que los otros ponían sus manos sobre él, alejando a la rememoradora. Cada uno luchó para despertar a su amo y señor. Demasiadas manos estaban interfiriendo y Loken gritó:

—¡Alto! ¡Atrás!

La armadura del Señor de la Guerra estaba abollada y rota pero Loken no veía otras violaciones evidentes de las placas blindadas salvo en el protector del hombro que había sido arrancado y donde la sangre manaba de una herida en su pecho.

—¡Ayúdenme a sacarle su armadura! —gritó.

El Mournival, unidos como hermanos, asintió y, agradecidos de tener un objetivo para sus esfuerzos, al instante obedecieron las órdenes de Loken. En momentos, le habían quitado la coraza, las hombreras y los correajes, dejando su hombre al descubierto.

Loken le arrancó el casco y lo arrojó a un lado, presionando su oreja contra el pecho del Señor de la Guerra. Podía oír el corazón de su Comandante, golpeando con un redoble mortalmente lento.

—¡Todavía está vivo! —exclamó.

—¡Fuera de mi camino! —gritó una voz detrás de él y se volvió para reprender a este recién llegado antes de ver el símbolo de la doble hélice del caduceo en las placas de su armadura. Otro apotecario se unió al primero y el Mournival fue empujado sin miramientos a un lado a medida que comenzaron a trabajar, con sus siseantes Nartheciums punzando la carne del Señor de la Guerra.

Loken observaba impotente como ellos luchaban para estabilizar al Señor de la Guerra. Sus ojos se llenaron de lágrimas y miró a su alrededor en vano buscando algo que hacer, algo para hacerle sentir que estaba ayudando. No había nada, y sentía que ganas de gritar a los cielos por hacerlo tan poderoso y sin embargo tan inútil.

Abaddon lloraba abiertamente y ver el Primer Capitán tan conmocionado hizo que el miedo de Loken por el estado del Señor de la Guerra se hiciera aún más terrible. Aximand miraba a los apotecarios trabajar con un estoicismo sombrío, mientras que Torgaddon se mordía el labio inferior y mantenía a la rememoradora fuera del camino.

La piel del Maestro de Guerra estaba cenicienta, con los labios azules y sus piernas rígidas, y Loken supo que debían destruir el poder que había derribado a Horus. Se volvió y comenzó a marchar de nuevo hacia la Gloria de Terra, determinado a tomar la nave infestada, pieza por pieza si es necesario.

—¡Capitán! —lo llamó uno de los apotecarios, un guerrero que Loken conocía como Vaddon—. ¡Necesitamos Stormbird aquí ahora! Tenemos que llevarlo a la Espíritu Vengativo.

Loken se quedó inmóvil, atrapado entre su deseo de venganza y su deber para con el Señor de la Guerra.

—¡Ahora, capitán! —gritó el apotecario y el hechizo se rompió.

Él asintió con la cabeza sin decir nada y abrió un canal hacia los capitanes de las Stormbirds, agradecido de tener un propósito en este torbellino de confusión. En unos momentos, una de las naves médicas hizo su entrada y Loken observó, fascinado, como los apotecarios luchaban para salvar al Señor de la Guerra.

Podía ver en la naturaleza frenética de sus manipulaciones, que estaban luchando una batalla cuesta arriba, en sus Narthecium zumbaban las centrifugadoras de sangre en miniatura y le administraban parches de sinte-piel para tratar sus heridas. Sus conversaciones pasaban sobre él, pero captó una palabra familiar aquí y allá. «Células Larraman ineficaces…». «Envenenamiento hipóxico…».

Aximand apareció a su lado y le puso su mano sobre el hombro.

—No lo digas, Pequeño Horus —advirtió Loken.

—No iba a hacerlo, Garviel —dijo Aximand—. Va a estar bien. No hay nada en este lugar que pueda acabar con el Señor de la Guerra, ni lo detendrá por mucho tiempo.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Loken, con voz quebrada.

—Sólo lo sé. Tengo fe.

—¿Fe?

—Sí —respondió Aximand—. Fe en que el Señor de la Guerra es demasiado fuerte y demasiado terco para ser humillado por algo como esto. Antes de que te des cuenta seremos sus perros de guerra una vez más.

Loken asintió con la cabeza en el momento en que una corriente de aire descendente provocada por la Stormbird le arrebató el aliento.

La nave sobrevolaba el lugar, levantando láminas circulares de agua en su descenso. Se desplegaron los patines de aterrizaje y la nave descendió en medio de un chorro de agua fangosa.

Antes de que hubiera aterrizado, entre el Mournival y los apotecarios levantaron a Horus. Sin esperar a que la rampa de asalto tocara tierra, corrieron al interior, colocando al Señor de la Guerra en una de las camillas al mismo tiempo en que los chorros de la Stormbird se dispararon para elevarla de la luna de Davin.

La rampa de asalto se cerró detrás de ellos y Loken sintió la sacudida de la aeronave cuando el piloto apuntó a los cielos. Los apotecarios engancharon al Señor de la Guerra a las máquinas medicae, agujas y tubos a sus brazos, y colocaron una mascarilla de oxígeno a la boca y a la nariz.

Súbitamente, Loken se dejó caer en uno de los asientos de blindados contra el fuselaje de la aeronave y sostuvo su cabeza entre las manos.

Frente a él, todos los del Mournival hicieron lo mismo.

Decir que Ignace Karkasy no era un hombre feliz era un eufemismo. Su comida estaba fría, Mersadie Oliton se había retrasado y el vino que bebía no era apto ni para lubricar los engranajes de un motor. Para colmo, su pluma garabateaba el papel grueso del Bondsman número 7 sin ningún tipo de inspiración. Había optado para evitar el Retiro, en parte por el temor de encontrarse con Wenduin otra vez, pero sobre todo porque sólo lo deprimía mucho. El vandalismo hacía que la barra presentara un aspecto muy triste y sombrío y, si bien algunos de los rememoradores necesitaban la miseria para inspirar su trabajo, Karkasy no era uno de ellos.

En su lugar, se relajó en la subcubierta donde la mayoría de los rememoradores se reunión para sus comidas, pero que estaba vacía durante la mayor parte del día. La soledad le estaba ayudando a hacer frente a todo lo que había sucedido desde que había desafiado a Euphrati Keeler acerca de su distribución de los folletos de la Lectitio Divinitatus, aunque ciertamente eso no lo estaba ayudando a componer poesía.

Ella se había arrepentido, cuando él la había enfrentado, instándolo a reunirse con ella en una oración al Dios-Emperador, ante una especie de santuario improvisado.

—No puedo —le había dicho—. Es ridículo, Euphrati, ¿no puedes ver eso?

—¿Qué es tan ridículo, Ig? —ella le había respondido—. Piensa en ello, hemos emprendido la mayor cruzada conocida por el hombre. ¡Una cruzada: una guerra motivada por las creencias religiosas!

—No, no —protestó él— no es eso en absoluto. Hemos ido más allá de la necesidad de la muleta de la religión, Euphrati y no salimos de Terra para dar un paso hacia atrás en tales conceptos religiosos anticuados. Es sólo disipando las nubes supersticiosas de la religión que se descubren la verdad, la razón y la moral.

—No es superstición creer en un dios, Ignacio —dijo Euphrati, sosteniendo otro de los folletos Lectitio Divinitatus—. Mira, lee esto y luego decide.

—No necesito leerlo —le espetó, lanzando el folleto a la cubierta—. Ya sé lo que va a decir y no me interesa.

—Pero no tienes idea, Ignace. Todo es tan claro para mí ahora. Desde esa cosa me atacó, me he estado escondiendo. En mi folleto y en mi cabeza, pero ahora me doy cuenta que todo lo que tenía que hacer era permitir que la luz del Emperador entre en mi corazón y pueda ser sanada.

—Mersadie ¿yo no tengo nada que ver con esa sanación? —se burló Karkasy—. ¿Y todas esas horas que pasamos llorando sobre nuestros hombros?

—Por supuesto que sí —sonrió Euphrati, adelantándose y poniendo sus manos en sus mejillas—. Es por eso que quería darte el mensaje y decirte lo que había comprendido. Es muy simple, Ignace. Creamos nuestros propios dioses y el bienaventurado Emperador es el Señor de la Humanidad.

—¿Crear nuestros propios dioses? —dijo Karkasy, alejándose de ella—. No querida, la ignorancia y el miedo crean a los dioses, el entusiasmo y el engaño los adornan, y la debilidad humana rinde les rinde culto. Ha sido lo mismo en toda la historia. Cuando los hombres destruyen sus antiguos dioses tienen que encontrar otros nuevos para ocupar su lugar. ¿Qué te hace pensar que esto es diferente?

—Porque siento la luz del Emperador dentro de mí.

—Oh, bueno, no puedo discutir con eso, ¿no?

—Ahórrate tu sarcasmo, Ignace —dijo Euphrati, de repente hostil—. Pensé que podrías estar abierto a escuchar la buena palabra, pero puedo ver que eres más que un tonto de mente cerrada. ¡Fuera, Ignace, no quiero volver a verte!

Así despedido, se encontró a sí mismo solo, privado del único amigo que había logrado hacer. Ésa había sido la última vez que había hablado con ella. Él la había visto una sola vez desde entonces y había ignorado su saludo.

—¿Perdido en tus pensamientos, Ignace? —preguntó Mersadie Oliton y él la miró sorprendido, sacudido de su ensueño miserable por su repentina aparición.

—Lo siento, querida —dijo— no te he oído acercarte. Yo estaba a kilómetros de distancia; componiendo otro verso para el Capitán Loken lo malinterprete y Sindermann lo descarte.

Ella sonrió, levantando su ánimo al instante. Era imposible ser demasiado sensiblero en torno a Mersadie, ella tenía una manera de hacer dar cuenta a un hombre que era bueno estar vivo.

—La soledad te conviene, Ignace, estás mucho menos susceptibles a la tentación.

—Oh, ya no lo sé —dijo, levantando la botella de vino—. Siempre hay espacio en mi vida para la tentación. Para mí, es un mal día si no estoy tentado por una cosa u otra.

—Eres incorregible, Ignace —dijo riendo— pero basta de eso, ¿qué era tan importante para sacarme de mis transcripciones para encontrarnos aquí? Quiero estar al día para el momento en la punta de lanza regrese de la luna.

Nervioso por su franqueza, Karkasy no estaba seguro de por dónde empezar y por lo tanto optó por una suave, muy suave aproximación.

—¿Has visto a Euphrati últimamente?

—La vi ayer por la noche, justo antes de que se lanzaran las Stormbirds. ¿Por qué?

—¿Te parece a sí misma?

—Sí, creo que sí. Yo estaba un poco sorprendida por el cambio en su apariencia, pero es una imaginista. Supongo que es lo que hacen de vez en cuando.

—¿Ella trató de darte algo?

—¿Darme algo? No. Mira ¿qué es todo esto?

Karkasy deslizó un folleto maltratado a través de la mesa hacia Mersadie, observando el cambio en su expresión cuando ella lo leyó y lo reconoció como lo que era.

—¿De dónde sacaste esto? —preguntó cuando hubo terminado de leerlo.

—Euphrati me lo dio —respondió—. Al parecer, quiere difundir la palabra del Dios-Emperador a nosotros primero, porque la ayudó cuando ella necesitaba ayuda.

—¿Dios-Emperador? ¿Se ha vuelto loca?

—No sé, tal vez —dijo, sirviéndose una copa. Mersadie arrimó un vaso y lo llenó también—. No creo que fuera por su experiencia en las Cabezas Susurrantes, aunque eso la haya trastornado.

—Esto es una locura —dijo Mersadie—. Podrían revocarle su certificación. ¿Se lo dijiste a ella?

—Algo así —dijo Karkasy—. Traté de razonar con ella, pero ya sabes lo que pasa con los tipos religiosos, nunca aceptan una opinión disidente.

—¿Y?

—Y nada, ella me echó después de eso.

—Así que lo manejaste con tu tacto habitual, entonces.

—Tal vez podría haber sido más delicado —estuvo de acuerdo Karkasy—, pero estaba shockeado por enterarme que una mujer de su inteligencia podia estar en esa tontería.

—Entonces, ¿qué podemos hacer al respecto?

—Tú dímelo. No tengo ni idea. ¿Crees que debemos decirle a alguien lo de Euphrati?

Mersadie tomó un largo trago de vino y dijo:

—Creo que tenemos que hacerlo.

—¿Tienes idea de a quién?

—¿Sindermann, tal vez?

Karkasy suspiró.

—Tuve la sensación de que ibas a sugerirlo. No me gusta el hombre, pero es probablemente la mejor opción en estos días. Si alguien puede hablar Euphrati ese es un iterador.

Mersadie suspiró y se sirvió un par de bebidas.

—¿Quieres emborracharte?

—Ahora estás hablando mi idioma —dijo Karkasy.

Intercambiaron historias y recuerdos de tiempos menos complicados por una hora, terminando la botella de vino y enviando a un sirviente en busca de más cuando se agotó. En el momento en que habían vaciado la mitad de la segunda, ya estaban planeando una gran obra sinfónica de sus hallazgos documentales adornados con sus versos.

Se rieron y evitaron cualquier mención de Euphrati Keeler y a cómo iban a traicionarla.

Sus pensamientos se disiparon inmediatamente cuando sonaron las campanas de alarma y el corredor comenzó a llenarse de gente corriendo. Al principio, ignoraron el ruido, pero como el número de personas crecía más y más, decidieron averiguar qué estaba pasando. Recogieron la botella y los vasos, y ambos se dirigieron con paso inestable hacia la escotilla, donde vieron una escena de caos total.

Soldados y civiles, rememoradores y tripulación de la nave, se dirigían a las cubiertas de embarque con gran apuro. Vieron las caras surcadas de lágrimas y personas acurrucadas llorando, consolándose unas a otras en su miseria compartida.

—¿Qué está pasando? —gritó Karkasy, agarrando a un soldado que pasaba.

El hombre se volvió hacia él con enojo.

—¡Suéltame, viejo tonto!

—Yo sólo quiero saber lo que está pasando —dijo Karkasy, sorprendido por la furia del hombre.

—¿No lo has oído? —sollozó el soldado—. Por toda la nave.

—¿Qué pasó? —exigió Mersadie.

—El Señor de la Guerra…

—¿Qué pasa con él? ¿Está bien?

El hombre negó con la cabeza.

—¡Que el Emperador nos guarde, el Señor de la Guerra ha muerto!

La botella resbaló de las manos Karkasy, destrozándose contra el suelo, y quedó inmediatamente sobrio. ¿El Señor de la Guerra muerto? Sin duda, tenía que haber algún tipo de error. Sin duda, Horus estaba más allá de preocupaciones tales como la mortalidad. Se enfrentó a Mersadie y pudo ver exactamente que los mismos pensamientos atravesaban su cabeza. El soldado que había detenido se encogió de hombros y corrió por el pasillo, dejando a los dos de pie, horrorizados ante tamaña perspectiva.

—No puede ser verdad —susurró Mersadie— simplemente no puede ser.

—Lo sé. Debe haber algún error.

—¿Y si no lo es?

—No lo sé —dijo Karkasy— tenemos que averiguar más.

Mersadie asintió y esperó a que recogiera el Bondsman antes de unirse a la multitud que corría hacia las cubiertas de embarque. Ninguno de los dos habló durante el viaje, demasiado ocupados tratando de procesar el impacto de la muerte del Señor de la Guerra. Karkasy sentía la musa revolverse en su interior con urgencia y trató de no menospreciar el hecho de que llegaba en un momento tan terrible.

Vio el pasillo que conducía a la plataforma de observación junto al puerto de lanzamiento desde donde las Stormbirds se podían ver desplegando o regresando. Ella se resistió a su tirón hasta que le explicó su plan.

—No hay manera de que nos dejen entrar —dijo Karkasy, sin aliento por el esfuerzo—. Podemos ver llegar a las Stormbirds desde aquí y hay un pórtico que permite observar la propia cubierta.

Se separaron del río humano, haciendo su camino hacia la cubierta de embarco y siguieron el pasillo abovedado que conducía a la plataforma de observación. Dentro de la cámara, la pared de cristal blindado mostraba las manchas de luz de las estrellas y los cascos relucientes de los cruceros de mayor alcance que pertenecían al Ejército y al Mechanicum. Debajo de ellos quedaba la apertura de la cubierta de embarque, con sus luces intermitentes de localización parpadeando con un rojo furioso.

Mersadie atenuó la iluminación, y los detalles más allá del vidrio se hizo más claros.

El fondo amarillo-marrón de la luna de Davin se curvaba alejándose de ellos con su superficie sucia y manchada de nubes. Un halo de luz enfermiza rodeaba la luna y, desde aquí, se veía tranquila.

—No veo nada —dijo Mersadie.

Karkasy se apretó contra el vidrio para eliminar los reflejos y trató de ver algo distinto de sí mismo y Mersadie. Entonces la vio. Al igual que una luciérnaga, un punto distante de fuego se apartaba de la superficie de la luna y la partía hacia la Espíritu Vengativo.

—¡Allí! —dijo, señalando hacia la luz que se aproximaba.

—¿Dónde? Oh, espera, ¡ya lo veo! —dijo Mersadie, observando de repente la parpadeante imagen de la nave se aproximaba.

Karkasy vio como la luz se acercaba, hasta convertirse velozmente en la figura de una Stormbird preparando el ángulo de entrada a la cubierta de embarque. A pesar de que Karkasy no era piloto, que daba cuenta de que su aproximación era imprudentemente rápida, doblando las alas de la nave en el último momento entrando casi en la abertura, fuertemente iluminada de rojo.

—¡Vamos! —dijo, tomando la mano de Mersadie y encarando el camino por las escaleras hacia el pórtico de observación. Los escalones eran empinados y estrechos por lo que Karkasy tuvo que detenerse para recobrar el aliento antes de llegar a la cima. En el momento en que llegaron al pórtico, la Stormbird ya se había ubicado y su rampa de asalto estaba descendiendo.

Una gran cantidad de Astartes se reunieron alrededor de la nave cuando la Campana del Retorno empezó a sonar y cuatro guerreros surgieron de ella, las placas de sus armaduras abolladas y manchadas de sangre. Entre ellos llevaban un cuerpo envuelto en una bandera de la Legión. Karkasy retuvo el aliento en la garganta y sintió que su corazón se volvía de piedra.

—El Mournival —dijo Mersadie—. ¡Oh, no…!

A los cuatro guerreros les seguía una enorme camilla sobre la que había un guerrero de talla magnífica, parcialmente cubierto por armadura.

Incluso desde ese lugar, Karkasy podía afirmar que la figura sobre la camilla era el Señor de la Guerra y, aunque las lágrimas saltaron espontáneamente a sus ojos al ver a un guerrero tan magnífico abatido, se alegró de que el cadáver amortajado no era el del Comandante. Oyó el parpadeo de Mersadie para tomar imágenes, aunque sabía que no tendría ningún sentido; tenía los ojos empañados por las lágrimas de manera similar. Detrás de la camilla venía la rememoradora Vivar, con su vestido desgarrado y ensangrentado. El barro manchada la fina tela, ahora andrajosa, pero Karkasy la apartó de su mente cuando vio a unos guerreros moverse deprisa hacia la camilla. Enfundados en una armadura blanca, rodearon el Señor de la Guerra mientras era llevado a través de la cubierta de embarque con gran prisa. El corazón de Karkasy pegó un salto cuando los reconoció como los Apotecarios de la legión.

—Todavía está vivo… —dijo.

—¿Qué? ¿Cómo lo sabes?

—Los apotecarios siguen trabajando en él —rió Karkasy, degustando el socorro como si fuera un dulce vino. Ellos se arrojaron en brazos uno del otro, abrazándose con el alivio de la mera supervivencia del Señor de la Guerra.

—Está vivo —sollozó Mersadie—. Yo sabía que no podía pasar. No puede estar muerto.

—No —convino Karkasy—, no puede.

Se separaron y se apoyaron en la barandilla mientras los Astartes acompañaban al Señor de la Guerra sobre la cubierta. Al momento en que las puertas se abrieron, la masa de personas que se agolpaban fuera se aproximó como una gran ola. Sus gritos por el dolor de la pérdida eran audibles a través del cristal blindado de la grúa de observación.

—No —susurró Karkasy—, no, no, no.

Los Astartes no estaban de humor para ser frenados por esta masa de gente y brutalmente las apartaron a un lado, abriendo a un camino a través de la multitud. El Mournival llevó la camilla a través de la multitud, despejando un camino sangriento a través de la gente que se amontonaba ante ellos. Karkasy vio a hombres y mujeres humildes, pisoteados y sus gritos eran lamentable de escuchar.

Mersadie apretó su brazo mientras observaban como los Astartes se abrían camino a golpes desde la cubierta de embarque. Desaparecieron por la puerta blindada y se perdieron de vista a medida que se precipitaban hacia la cubierta médica.

—Ésa pobre gente… —exclamó Mersadie, cayendo de rodillas cuando miró hacia abajo hacia una escena que se parecía a las secuelas de una batalla: soldados heridos, rememoradores y civiles caídos, ensangrentados, quebrados, simplemente porque tuvieron la mala suerte de estar en el camino de los Astartes.

—No les importaban —dijo Karkasy, no pudiendo creer todavía las sangrientas escenas que había presenciado—. Han matado a esas personas. Era como si no les importara.

Aún en estado de shock por la facilidad con la que los Astartes habían vapuleado a la multitud, Karkasy se aferró a las barandillas, los nudillos blancos y su mandíbula apretada con indignación.

—¿Cómo se atreven? —siseó—. ¿Cómo se atreven?

Su enojo por las escenas de abajo todavía hervía cerca de la superficie, sin embargo, observe a una figura vestida con una túnica mientras hacía su camino a través de la carnicería, llegando a los heridos y aturdidos.

Sus ojos se estrecharon, pero reconoció las formas de Euphrati Keeler.

Ella estaba repartiendo panfletos Lectitio Divinitatus y no estaba sola.

Maloghurst observó la grabación de los sucesos de la cubierta de embarque con una expresión triste, al ver como sus camaradas Hijos de Horus maltratan a la multitud que pululaba alrededor del cuerpo del Señor de la Guerra. La pictografía se repetía en el visor colocado en la mesa del santuario del Señor de la Guerra y cada vez que la veía, deseaba que la escena fuera diferente, pero cada vez, las imágenes parpadeantes se empeñaban en ser siempre las mismas.

—¿Cuántos muertos? —preguntó a Hektor Varvarus, de pie ante Maloghurst.

—No tengo las cifras definitivas todavía, pero por lo menos hay veintiún muertos y muchos más están gravemente heridos o están en coma.

Maldijo a Loken y a los otros por la violencia que demostraban al correr las imágenes de nuevo, pero suponía que no podía culparlos por su ardor. El Señor de la Guerra se encontraba en estado crítico y no se sabía si iba a vivir, por lo que su desesperación por llegar a la cubierta médica era perdonable, aunque muchos podrían decir que sus acciones no lo eran.

—Un mal asunto, Maloghurst —dijo Varvarus innecesariamente—. Los Astartes no van a salir de ese pozo.

Maloghurst suspiró y dijo:

—Ellos pensaban que el Señor de la Guerra se estaba muriendo y actuaron en consecuencia.

—¿Actuaron en consecuencia? —repitió Varvarus—. No creo que mucha gente acepte esa explicación amigo. Si una palabra de esto se sabe, será un golpe devastador para la moral.

—No se va a saber —aseguró Maloghurst—. Tengo controlados a todos los que estaban en ese piso y se ha cerrado todo el tráfico vox no oficial de la nave.

Alto y precisa, Hektor Varvarus tenía rasgos finos y angulares, y todos sus movimientos estaban calculados, rasgos que encajaban en su papel como Señor Comandante de las fuerzas del ejército de la 63.ª Expedición.

—Confía en mí, Maloghurst, se va a saber. De una forma u otra, se va a saber. Nada se mantiene en secreto para siempre. Tales cosas tienen el hábito de ser contadas y esto no será diferente.

—Entonces, ¿qué sugiere usted, señor comandante? —preguntó Maloghurst.

—¿Realmente me lo pregunta, Mal, o simplemente es observar una cortesía, porque estoy aquí?

—Yo realmente se lo estaba preguntando —dijo Maloghurst, sonriendo al darse cuenta de que hablaba en serio. Varvarus era un soldado astuto que entendía los corazones y las mentes de los hombres mortales.

—Entonces debe decirle a la gente lo que pasó. Sea honesto.

—Las cabezas van a rodar —advirtió Maloghurst—. La gente va a demandar sangre como compensación.

—Entonces désela. Si eso es lo que se necesita, désela. Alguien tiene que pagar por esta atrocidad.

—¿Atrocidad? ¿Así es como lo llaman ahora?

—¿De qué otra manera pueden llamarlo? Los guerreros Astartes han cometido un asesinato.

La enormidad de lo que estaba sugiriendo Varvarus hizo tambalear a Maloghurst, y él se dejó caer lentamente en una de las sillas ante la mesa del Señor de la Guerra.

—¿Insinúas que entregue a un guerrero Astartes por esto? No puedo hacerlo.

Varvarus se inclinó sobre la mesa, las decoraciones y las medallas de su uniforme de gala se reflejaron como soles de oro en la superficie de color negro.

—Sangre inocente ha sido derramada y el hecho de que yo pueda entender las razones detrás de las acciones de sus hombres, no cambia nada.

—No puedo hacerlo, Hektor —dijo Maloghurst, sacudiendo la cabeza.

Varvarus se movió hasta situarse junto a él.

—Usted y yo juramos lealtad al Imperio, ¿o no?

—Lo hicimos, pero ¿eso qué tiene que ver?

El viejo general miró a Maloghurst a los ojos y dijo:

—Juramos que íbamos a defender los ideales de nobleza y justicia que representa el Imperio, ¿no?

—Sí, pero esto es diferente. De no mediar circunstancias atenuantes…

—Eso es irrelevante —contestó Varvarus—. El Imperio debe representar algo o no representa nada. Si nos apartamos de eso, entonces traicionaremos el juramento de lealtad. ¿Está dispuesto a hacerlo, Maloghurst?

Antes de que pudiera responder, se produjo un suave golpear en el cristal del santuario y Maloghurst se volvió para ver quien osaba molestarlos.

Ing Mae Sing, Señora de los Astrópatas, se presentó ante ellos como un fantasma esquelético vestido con una túnica blanca con capucha, las porciones superiores de la cara envueltas en sombras.

—Señora Sing —dijo Varvarus, haciendo una profunda reverencia hacia la telépata.

—Señor Varvarus —respondió ella, su voz suave como el roce de una pluma. Se volvió hacia la figura del señor comandante y, a pesar de su ceguera, inclinó la cabeza precisamente en la dirección correcta, un talento que nunca dejaba de poner nervioso a Maloghurst.

—¿Qué sucede, Señora Sing? —preguntó, aunque en verdad se alegraba de la interrupción.

—Traigo nuevas que le conciernen a usted, señor Maloghurst —dijo, volviendo la mirada ciega hacia él—. Los coros astropáticos permanecen inquietos. Ellos sienten un poderoso incremento en las corrientes de la disformidad, poderoso y en crecimiento.

—¿Qué significa eso? —le preguntó.

—Que el velo entre los mundos se vuelve más tenue —dijo Ing Mae Sing.