OCHO

OCHO

Dios caído

Loken apenas podía recordar una pelea en la que él y sus guerreros hubieran gastado todas sus municiones. Cada Astartes llevaba cargadores suficientes para sostenerlos en la mayoría de tipos de enfrentamiento, donde ninguna munición se malgastaba y cada objetivo se eliminaba con un único disparo.

Las tolvas de munición se habían devuelto al lugar del aterrizaje y no había manera de que pudieran llegar hasta ellos. La firme resolución del Señor de la Guerra se había encargado de ello.

La mayoría de las rondas del bólter de Loken se habían acabado hacía tiempo y se encontraba agradecido por la insistencia de Aximand en las rondas subsónicas, ya que estas explotaban satisfactoriamente dentro de los cuerpos de las cosas muertas.

—Por el Trono, ¿es que alguna vez van a acabarse? —jadeó Torgaddon—. Debo haber matado a un centenar o más de esas condenadas cosas.

—Probablemente seguirás matando a los mismos —respondió Loken, agitando su espada cubierta de materia gris—. Si no destruyes la cabeza, se vuelven a levantar de nuevo. He aniquilado una media docena o más con heridas de bólter en ellos.

Torgaddon asintió con la cabeza y dijo:

—Espera, aquí vuelve la Legio.

Loken se aferró a una porción más o menos sólida de desechos en el momento en que los Titanes abrieron fuego contra la masa de monstruos putrefactos. Al igual que los gigantes monstruosos que rondan por las noches de Barbarus, los Titanes emergieron de la niebla entre puñetazos de truenos y fuego. Las explosiones proliferaron por el pantano arrojando cadáveres por los aires o bien eran enterrados profundamente en el cieno del pantano bajo los poderosos pisotones de las gigantescas máquinas de guerra.

El mismo aire temblaba con las vibraciones del ataque de los titanes, las avalanchas de escombros y barro se deslizaban desde la Gloria de Terra con cada explosión o cada paso que daban los titanes. Las cosas muertas habían ganado las laderas de escombros que conducían a la nave por tres veces y por tres veces se las hizo retroceder, primero con las armas de fuego y, cuando la munición se agotó, con las espadas y la fuerza bruta. Cada vez habían derribado a cientos de sus enemigos, pero cada vez un puñado de Astartes caía y se hundía bajo las aguas del pantano.

En circunstancias normales, los Astartes no habrían tenido problemas para hacer frente a estas abominaciones, pero al desconocer la suerte del Señor de la Guerra se sentían desorientados, desamparados, incapaces de pensar o de pelear con su ferocidad habitual. Loken sabía exactamente lo que sentían, porque él también lo hacía.

Incapaces de comunicarse con el Señor de la Guerra, Aximand o Abaddon, los guerreros fuera del casco estaban paralizados y en desorden, sin su amado líder.

—Temba —dijo el Señor de la Guerra, poniéndose de pie y marchando hacia su antiguo gobernador planetario. A cada paso, veía una prueba más de la traición de Eugan Temba, la sangre coagulada en el filo de su espada y una sonrisa feroz de anticipación. Donde una vez hubo un fiel seguidor y un hombre recto, Horus ahora veía sólo un sucio traidor que merecía la más dolorosa de las muertes. La luz alrededor de Temba reveló aún más la corrupción de su carne y Horus supo definitivamente que nada de su antiguo amigo permanecía en la cáscara enferma que estaba delante de él.

Horus se preguntó si eso era lo que había experimentado Loken en las montañas de 63-19: el horror de ver como un antiguo compañero sucumbía a la disformidad. Horus tenía conocimiento de la animosidad entre Jubal y Loken y ahora comprendía que tal enemistad, por trivial que pareciera, había sido el punto flaco de Jubal por el cual la disformidad lo había poseído.

¿Qué error había sido la perdición Temba? ¿Orgullo, ambición, celos?

El monstruo hinchado que había sido Eugan Temba levantó la vista del cadáver de Verulam Moy y sonrió, completamente satisfecho con su trabajo.

—Señor de la Guerra —dijo Temba, cada sílaba glotal y húmeda, como si hablara a través del agua.

—No te atrevas a hablarme de tal manera, abominación.

—¿Abominación? —siseó Temba, sacudiendo la cabeza—. ¿No me reconoces?

—No —dijo Horus—. No eres Temba, eres un inmundo engendro de la disformidad y yo estoy aquí para matarte.

—Estás equivocado, Señor de la Guerra —y se echó a reír—. Yo soy Temba. El llamado amigo que dejaste atrás. Soy Temba, el fiel seguidor de Horus que dejaste pudriéndose en este mundo atrasado, mientras ibas en busca de la Gloria.

Horus se acercó a la tarima del trono del capitán y arrastró los ojos desde Temba al cuerpo de Verulam Moy. La sangre manaba de una terrible herida en su costado, bombeada con energía en el suelo manchado del puente. La carne de su garganta variaba entre el púrpura y el negro, un trozo de hueso roto asomaba de la piel lastimada en el lugar donde su cuello se había roto.

—Es una lástima lo de Moy —dijo Temba—. Hubiera sido un buen converso.

—No digas su nombre —advirtió Horus—. No estás en condiciones de hablar por él.

—Si te sirve de consuelo, te fue leal hasta el final. Le ofrecí un lugar a mi lado, con el poder de Nurgh-Leth llenando sus venas con su necrosis inmortal, pero él se negó. Sintió la necesidad de matarme; un tonto de verdad. El poder de la disformidad me inunda por lo que no tenía ninguna oportunidad en absoluto, pero eso no lo detuvo. Lealtad admirable, aunque equivocada.

Horus puso un pie en el primer escalón del estrado, su espada dorada en alto, su rabia contra esta bestia ahogaba todas las demás preocupaciones. Todo lo que quería hacer era el acabar con la vida de este hijo de puta traidor con sus propias manos, pero mantuvo la cabeza lo suficientemente clara para saber que si Moy había sido asesinado con esa aparente facilidad, entonces sería un tonto si descartaba el arma.

—No tenemos por qué ser enemigos, Horus —dijo Temba—. No tienes ni idea del poder de la disformidad, viejo amigo. Es como nada que haya visto antes. Es realmente hermoso.

—Es un poder —estuvo de acuerdo Horus mientras subía un escalón más— elemental e incontrolable y por lo tanto no se puede confiar en él.

—¿Elemental? Tal vez, pero es mucho más que eso —dijo Temba—. Hierve con la vida, con la ambición y el deseo. Piensas que es un flujo de energía furiosa que puedes domeñar a voluntad, pero no tienes ni idea del poder que se encuentra allí, el poder de dominar, controlar y gobernar.

—No tengo ningún deseo de eso —dijo Horus.

—Mientes —se rió Temba—. Lo puedo ver en tus ojos, viejo amigo. Tu ambición es muy grande, Horus. No tengas miedo de él. Abrázalo y no vamos a ser enemigos, vamos a ser aliados, embarcados en un viaje que nos convertirá en los amos de la galaxia.

—Ésta galaxia tiene ya un amo, Temba. Él es llamado el Emperador.

—Entonces, ¿dónde está? Se paseó por todo el cosmos a la manera de las tribus bárbaras de la antigua Terra, destruyendo a todo aquel que no se sometiera a su voluntad y luego los dejó a ustedes para recoger los pedazos. ¿Qué clase de líder es ese? Él no es más que un tirano con otro nombre.

Horus dio otro paso, ya casi estaba en la parte superior del estrado, casi a distancia de ataque del traidor que se atrevió a profanar el nombre del Emperador.

—Piensa en ello, Horus —lo instó Temba—. Toda la historia de la galaxia ha sido la realización gradual de eventos que no ocurren de una manera arbitraria, sino que reflejan un destino subyacente. Ése destino es el Caos.

—¿Caos?

—¡Sí! —gritó Temba—. Dilo otra vez, mi amigo. El Caos fue la primera potencia en el universo y será la última. Cuando el primer hombre mono desparramó los sesos de un semejante con el golpe de un hueso, o gritó a los cielos en la agonía de la peste, alimentó y engrandeció al Caos. La liberación del exceso de felicidad y la alegría de la intriga, todo es grano para moler en los molinos del alma del Caos. Mientras perdure el hombre, el Caos también lo hará.

Horus llegó a la parte superior de la tarima y quedó cara a cara con Temba, un hombre que había sido una vez su amigo y compañero en esta gran empresa. Aunque hablaba con la voz de Temba y sus características eran aún las de su compañero, no quedaba nada de ese buen hombre, sólo esta miserable criatura de la disformidad.

—Vas a morir —dijo Horus.

—No, porque ese no es el deseo de Nurgh-Leth —rió entre dientes Temba—. Nunca moriré.

—Pronto lo veremos —gruñó Horus, y hundió su espada en el pecho de Temba, la hoja dorada se deslizó fácilmente por las capas de grasa hacia el corazón del traidor.

Horas arrancó la espada liberando un baño de sangre y pus negra maloliente, el olor era demasiado fétido, incluso para lo que él podía soportar. Temba se echó a reír, al parecer sin inmutarse por esa herida mortal, y levantó a su propia espada, de hoja fracturada como si estuviera tallada en obsidiana.

Llevó la hoja a sus labios azules y dijo:

—El Señor de la Guerra Horus.

Con una velocidad que no era natural en algo de su tamaño, la punta de la hoja buscó la garganta del Señor de la Guerra.

Horas levantó su espada, desviando el arma de Temba apenas un centímetro de su cuello y dio un paso hacia atrás cuando el traidor se tambaleó hacia él. Recuperado de la sorpresa del ataque, Horus agarró la espada con las dos manos, bloqueando cada golpe letal y embate que hacía Temba.

Horus luchó como nunca antes lo había hecho aunque todos sus movimientos eran de parada y defensa. Eugan Temba nunca había sido un espadachín por lo que Horus no tenía ni idea de cómo había adquirido esta súbita habilidad. Los dos hombres intercambiaron golpes en el puente de mando, la forma hinchada de Eugan Temba se movía con una velocidad y destreza bastante más allá de lo que debería haberle sido posible para alguien de esa corpulencia. De hecho, Horus tenía la clara impresión de que no era la habilidad de Temba con la espada, sino que la misma provenía de la hoja.

Se agachó para esquivar un mandoble dirigido a su cuello y se metió dentro de la guardia de Temba, introdujendo su espada a través del vientre de su oponente, derramando una papilla espesa de sangre infectada y de grasa sobre la cubierta. La hoja oscura contraatacó y golpeó la guarda de su hombro, arrancando un destello de chispas de color púrpura.

Horus retrocedió de nuevo por el golpe recibido a la vez que el retorno de la hoja pasaba por donde un instante antes había estado su cabeza. Cayó y rodó al tiempo que Temba volvía su cuerpo ensangrentado hacia él. Cualquier hombre normal habría muerto una docena de veces o más, pero Temba parecía no tener problemas por esas heridas mortales.

La cara de Temba brillaba de sudor y Horus parpadeó cuando el contorno del monstruo vaciló, como aquellos monstruos ciclópeos con los que había luchado en el pasillo central de la nave. Pudo ver algo profundamente dentro del cuerpo monstruosamente hinchado, la silueta de un hombre gritando, con las manos en las orejas y el rostro contraído en una mueca rictus de horror.

Arrastrando sus entrañas como cuerdas pegajosas, Eugan Temba descendió los escalones de la tarima como un noble haciendo su entrada en una de las esferas Mericanas. Horus vio la maldita espada relucir con un hambre terrible, su hoja temblaba en la mano de Temba, como si ardiera de ganas de enterrarse en su carne.

—No tiene por qué terminar de esta manera, Horus —gorjeó Temba—. No tenemos por qué ser enemigos.

—Si —dijo Horus—. Debemos. Asesinaste a mi amigo y traicionaste al Emperador. No puede ser de otra manera.

Incluso antes de que las palabras salieran de su boca, la hoja gris se dirigió hacia él y Horus se echó hacia atrás cuando el borde afilado le rozó la coraza y cortó la Ceramita. Horus se alejó de Temba, mientras oía el ruido de los dos tobillos monstruosamente hinchados del traidor que por fin se rompían bajo su tremendo peso.

Horas vio como Temba se arrastraba hacia adelante, los extremos astillados de hueso que sobresalían de la carne sangrienta de sus tobillos. Ningún hombre normal podría soportar tanta agonía y Horus sintió un atisbo de compasión por su antiguo amigo que se rebelaba dentro de su pecho. Nadie merecía semejante situación y Horus se comprometió a terminar con el sufrimiento de Temba, viendo de nuevo la parpadeante imagen dentro de la carne disforme alienígena.

—Debería haberlo escuchado, Eugan —susurró.

Temba no respondió. La hoja resplandeciente tejió patrones brillantes en el aire, pero Horus la ignoró, siendo como era un guerrero avezado que no caería en un truco tan elemental.

Una vez más, la hoja Temba llegó hasta él, pero Horus fue tomando la medida de su capacidad de hacerle daño. Atacó sin pensarlo, sólo el deseo simple de destruirlo. Él giró su propia hoja trabando los gavilanes de la empuñadura de Temba y barrió el brazo en un movimiento de desarme, antes de acercarse para asestar el golpe mortal.

En lugar de liberar la hoja por temor a romperse la muñeca, Temba mantuvo su control sobre la espada, su punta se retorció en el aire y cayó hacia el hombro de Horus.

Las dos cuchillas atravesaron la carne en el mismo instante. Horus desgarro el pecho de su enemigo, atravesando el corazón y los pulmones, al mismo tiempo que Temba lo apuñalaba en el músculo del hombro, donde le había sido arrancada la armadura.

Horus gritó ante el súbito dolor, su brazo ardía por el corte de la espada resplandeciente y reaccionó con toda la velocidad que el Emperador le había legado. Su espada dorada trazó un arco hacia afuera, cortando el brazo de Temba justo por encima del codo. La espada sonó al golpear contra la cubierta donde se estremeció con una repugnante vida propia aún sostenida por el brazo cortado.

Temba vaciló y cayó de rodillas con un grito de agonía mientras Horus se erguía ante él con la espada en alto. Aunque su hombro le dolía y sangraba profusamente la victoria era suya y rugió de ira, dispuesto a realizar su venganza.

A través de la niebla roja de ira y dolor, vio la patética, llorosa y sucia forma de Eugan Temba despojado del poder repugnante que la disformidad le había obsequiado. Aunque su cuerpo continuaba hinchado, la luz oscura de sus ojos había desaparecido, sustituida por las lágrimas y el dolor cuando la enormidad de la traición se desplomó sobre él.

—¿Qué he hecho? —preguntó Temba, con una voz que era poco más que un susurro.

La ira de Horus se esfumó en un instante y bajó su espada, arrodillándose junto al hombre moribundo que había sido su amigo de confianza.

Trepidantes sollozos de agonía y remordimiento recorrían el cuerpo Temba. Con la mano que le quedaba se aferró a la armadura del Señor de la Guerra.

—Perdóname, amigo mío —dijo—. Yo no lo sabía. Ninguno de nosotros.

—Calla, Eugan —lo tranquilizó Horus—. Fue la disformidad. Las tribus de la luna la han usado en tu contra. Ellos la llamaban magia.

—No… Lo siento mucho —lloró Temba, con los ojos apagados ante la inminencia de la muerte—. Nos mostraron lo que podían hacer y vi el poder de la misma. Vi más allá y me asomé a la disformidad. Vi los poderes que habitan allí y, el Emperador me perdone, aún sigo deseándolos.

—Ningún poder habita allí, Eugan —dijo Horus—, fuiste engañado.

—¡No! —dijo Temba, agarrando el brazo de Horus—. Yo era débil y caí de buen grado, hasta quedar convertido en esto. Existe un gran mal en la disformidad y deseo que conozcas la verdad del Caos antes de que la galaxia esté irremediablemente condenada.

—¿De qué estás hablando? ¿Cómo que condenada?

—Pude verlo, Señor de la Guerra. La galaxia como un páramo, el Emperador muerto y la humanidad bajo el yugo de un infierno pesadillesco de burocracia y superstición. Todo es tinieblas y guerra. Sólo tú tienes el poder de detener ese futuro. Debes ser fuerte, Señor de la Guerra. Nunca olvides que…

Horus quería preguntar más, pero vio impotente como la chispa de la vida huía de Eugan Temba.

Su hombro todavía quemaba. Horus se puso en pie y se dirigió hacia las consolas y al paquete palpitante de cables que llegaba hasta el techo de la cámara.

Con un rabioso grito de dolor por la pérdida, cortó los cables con un poderoso golpe de su espada. Se dejó caer y giró en el suelo mientras que chispas y líquido verde brotaban de los tubos internos y cables, y Horus pudo asegurar que la condenada transmisión vox hubo cesado.

Horus dejó caer su espada y agarrándose el hombro lesionado, se sentó en la cubierta junto al cuerpo muerto de Eugan Temba y lloró por su amigo perdido.

Loken deslizó su espada a través del cuello otro cadáver, arrojando al zombi carcomido a la pila que se formaba delante de él. Él y Torgaddon lucharon espalda con espalda, sus espadas cubiertas por la carne de las cosas muertas. Empero eran empujados más y más por las laderas de metal que llevaban al interior de la nave. Sus guerreros luchaban desesperadamente, dando golpes cada vez más débiles por el agotamiento. Los titanes de la Legio Mortis aplastaban lo que podían y ocasionalmente bañaban la base de los escombros con chorros de fuego, pero no podían detener a la horda.

Decenas de Astartes estaban muertos y aún no había noticias de las fuerzas que habían entrado en la Gloria de Terra. Transmisiones casi ilegibles por vox de los Jenízaros Byzantinos parecían indicar que finalmente avanzaban, pero nadie podía estar seguro por dónde estaban exactamente.

Loken luchó con movimientos robóticos, cada uno de sus golpes dado con regularidad mecánica en lugar de habilidad. Su armadura estaba abollada y rota en una docena de lugares, pero aún así luchó por la victoria, a pesar de la absoluta desesperación de su causa.

Eso era lo que hacían los Astartes: triunfar con todas las probabilidades en contra. Loken había perdido la noción del tiempo que había estado luchando, las sensaciones de este combate brutal cegaban sus sentidos a todo lo que no fuera el siguiente de sus atacantes.

—¡Tenemos que refugiarnos en la nave! —gritó.

Torgaddon y Nero Vipus asintieron con la cabeza, demasiado ocupados con sus propias situaciones para responder verbalmente. Loken se volvió y comenzó a emitir órdenes a través del vox interpersonal, recibiendo reconocimientos de todos sus comandantes de pelotón de supervivientes.

Oyó un grito de ira y, reconociéndola como perteneciente a Torgaddon, se volvió con su espada en alto. Una multitud de cadáveres hediondos inundaban la parte superior de las laderas, sobrepasando a los Astartes allí reunidos en un frenesí de garras y mandíbulas. Torgaddon cayó a tierra, las bocas de los cadáveres se fijaron en su cuello y los brazos lo arrastraron hacia abajo.

—¡No! —gritó Loken mientras saltaba hacia lo más recio del combate. Cargó con el hombro contra ellos, enviando los cuerpos volando por las laderas. Sus puños aplastaron cráneos y su espada partió las cosas muertas en dos. Un puño enguantado empujó a través de la carne gris y el Astartes se agarró la mismo, sintiendo el peso de un guerrero blindado al final de él.

—¡Aguanta Tarik! —le ordenó, arrastrando del brazo a su amigo. A pesar de su fuerza, no podía liberar a Torgaddon y se sintió que algo se le envolvía en las piernas y la cintura. Golpeó con la mano libre, pero no pudo matar a bastantes de ellos. Las manos le desgarraron la cabeza, manchándole la visera con sangre, cegándolo mientras se sentía caer.

Loken golpeó en vano, arrancando trozos de cosas muertas, pero no pudo evitar que lo separaran de Torgaddon. Con fuerza no natural, las garras de sus enemigos arrancaron su armadura, penetraron su carne y drenaron su preciosa sangre. Un cráneo sonriente cayó sobre su pecho, se puso cara a cara con él, y sus mandíbulas se cerraron en la visera. No pudo penetrar el cristal blindado, pero arroyos de saliva fangosa borronearon su visión cuando las mandíbulas se abrieron y cerraron.

Loken decapitó a la cosa y rodó sobre su frente para ganar algo de espacio. Soltó la empuñadura de su espada y gritó con ira cuando finalmente comenzó a liberarse de su abrazo intolerable. Loken luchó con cada onza de su fuerza, ganando finalmente un respiro para poder ponerse de pie.

A su alrededor, los guerreros Astartes luchaban con las cosas muertas y supo que no tenían nada que hacer.

Entonces, de golpe, cada una de las cosas muertas cayó al suelo con un suave suspiro de liberación.

Donde segundos antes el área alrededor de la nave había sido un campo de batalla con guerreros acorralados entre la vida y la muerte, ahora era un cementerio extrañamente silencioso. Desconcertados Astartes se levantaban y miraban a su alrededor los cuerpos sin vida que les rodeaban.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Nero Vipus, apareciendo de entre un montón de cadáveres apaleados—. ¿Por qué se han detenido?

Loken negó con la cabeza. No tenía una respuesta para darle.

—No lo sé, Nero. No tiene ningún sentido ¿Prefieres que tiene sigan atacando?

—No molestes. Sólo quiero decir que si alguien animaba a estas cosas, entonces ¿por qué parar ahora? Nos tenían.

Loken se estremeció. Alguien que poseyera el poder para derrotar a los Astartes era algo serio. Nunca antes en todo el tiempo que viajaron a través de la galaxia hubo nada que pudiera oponerse a ellos por mucho tiempo; eventualmente la voluntad del enemigo se rompía ante la superioridad abrumadora de los Marines Espaciales. ¿Qué sucedería cuando se encontraran con un enemigo con una voluntad tan implacable como la suya propia?

Se liberó de esos pensamientos tan sombríos y comenzó a emitir órdenes para disponer de los cadáveres. Comenzaron a destruir los restos, o separar las cabezas de los hombros para que no se reanimaran.

Con el tiempo Aximand y Abaddon sacaron a sus hombres de entre los restos de la nave, maltratados y ensangrentados aunque bastante ilesos. Erebus también regresó con sus Portadores de la Palabra algo maltratados pero también con pocas bajas.

Todavía no había señal de los hombres de Sedirae o del Señor de la Guerra.

—Vamos a regresar allí por el Señor de la Guerra —dijo Abaddon—. Yo iré al frente.

Loken estuvo a punto de protestar, pero asintió con la cabeza al ver la determinación inquebrantable en la cara de Ezekyle.

—Todos vamos a ir —dijo.

Encontraron a Luc Sedirae y sus hombres atrapados en una de las cubiertas inferiores, cercados por mamparos caídos y toneladas de escombros. Les tomó casi una hora el abrir un espacio lo suficientemente grande para liberar a la tropa de asalto de Luc. Apenas salido de su prisión, todo lo que pudo decir Sedirae fue:

—Estaban aquí. Monstruos con un solo ojo… Salieron de la nada, pero los matamos a todos. Ahora se han ido.

Luc había sufrido bajas, siete de sus hombres habían muerto y su sonrisa perpetua había sido reemplazada por una expresión de venganza que le recordó a Loken un niño caprichoso. Negros residuos malolientes recubrían las paredes, y Sedirae tenía una mirada enloquecida que a Loken no le gustó en absoluto. Le recordó a Euphrati Keeler en el momento en que casi la mató aquella cosa disforme que había poseído a Jubal.

Con Sedirae y sus guerreros en el remolque, el Mournival siguió adelante con Loken liderando el camino, buscando entre los signos de la batalla dispersos por toda la nave, los impactos de bólter y los cortes de espada que llevaban inexorablemente hacia el puente de mando.

—Loken —susurró Aximand—. Temo por lo que podemos encontrar más delante. Debemos estar preparados para ese momento.

—No —dijo Loken—. Sé lo que sugieres, pero no voy a pensar en eso. No puedo.

—Tenemos que estar preparados para lo peor.

—No —dijo Loken, más fuerte de lo que había previsto—. Ya sabríamos si…

—¿Si qué? —preguntó Torgaddon.

—Si el Señor de la Guerra estuviera muerto —dijo finalmente Loken.

Un silencio espeso los envolvió a medida que luchaban por asimilar una idea tan horrible.

—Loken está en lo cierto —dijo Abaddon—. Sabríamos si el Señor de la Guerra hubiera muerto. Bien lo sabes. De todos nosotros, tú lo habrías sentido, Pequeño Horus.

—Espero que estés en lo cierto, Ezekyle.

—Basta ya de esa porquería —dijo Torgaddon—. Toda esa cháchara sobre la muerte y todavía no hemos encontrado ni un cabello del Señor de la Guerra. Guarda tus pensamientos sombríos para los muertos que ya conocemos. Además, todos sabemos que si el Señor de la Guerra estuviera muerto, el cielo se hubiera venido abajo ¿eh?

Eso aligeró un poco su estado de ánimo y siguió adelante, haciendo su camino a lo largo del corredor central de la nave, que pasaba a través de varios mamparos y corredores de luces parpadeantes, hasta que llegaron a las puertas blindadas que conducían al puente.

Loken y Abaddon iban en cabeza, con Aximand, Torgaddon y Sedirae en la retaguardia.

El interior estaba completamente a oscuras, solo la luz suave de las consolas destruidas proporcionaban una tenue iluminación.

El Señor de la Guerra encontraba de espaldas a ellos, su gloriosa armadura abollada y sucia, sosteniendo algo vasto e hinchado en su regazo.

Loken se acercó al Señor de la Guerra, haciendo una mueca al ver una cabeza humana grotescamente hinchadas en el regazo de su comandante. Una gran grieta atravesaba la coraza del Señor de la Guerra y la sangre se filtraba desde una herida en su hombro, por la armadura de su brazo.

—¿Señor? —dijo Loken—. ¿Se encuentra bien?

El Señor de la Guerra no respondió, en lugar acunaba la cabeza de lo que Loken sólo podía asumir que era de Eugan Temba. Su masa era inmensa y Loken se preguntó cómo una criatura tan monstruosa podría haberse movido por sus propios medios.

El Mournival se unió a Loken, sorprendidos y horrorizados por la apariencia del Señor de la Guerra en este terrible lugar. Se miraron unos a otros con un creciente malestar, sin saber muy bien qué hacer ante una escena tan extraña.

—¿Señor? —dijo Aximand, de rodillas ante el sollozante Señor de la Guerra.

—Yo le fallé —dijo Horus—. A todos ellos. Debería haber escuchado, pero no lo hice y ahora están todos muertos. Es demasiado.

—Señor, vamos a salir de aquí. Las cosas han dejado de atacar. No sabemos cuánto tiempo va a durar, por lo que necesitamos salir de este lugar y reagruparnos.

Horus movió lentamente la cabeza.

—No nos van a atacar de nuevo. Temba está muerto y yo corté la señal del vox. No sé exactamente cómo, pero creo que era lo que animaba a esas pobres almas.

Abaddon corrió a Loken a un costado y susurró:

—Tenemos que sacarlo de aquí y no podemos permitir que nadie vea el estado en que se encuentra.

Loken sabía que Abaddon tenía razón. Ver así al Señor de la Guerra rompería el espíritu guerrero de todos los Astartes. El Señor de la Guerra era un dios invencible, una figura legendaria que nunca podría ser humillada.

Verlo así humillado sería un golpe para la moral del que la 63.ª Expedición nunca podría recuperarse.

Suavemente, colocaron el cuerpo de Eugan Temba lejos del Señor de la Guerra y ayudar a su comandante a ponerse de pie. Loken colocó el brazo del Señor de la Guerra por encima de su hombro, sintiendo contra su cara la humedad caliente de la sangre que aún goteaba del brazo de Horus.

Entre ellos, él y Abaddon sacaron al Señor de la Guerra del puente.

—Déjenme —dijo el Señor de la Guerra, con a voz débil, casi inaudible—. Voy a salir de este lugar por mi cuenta.

De mala gana lo dejaron ir y aunque se balanceó un poco, el Señor de la Guerra se mantuvo sobre sus pies, a pesar de la palidez de su rostro ceniciento y el dolor obvio que se reflejaba en él.

El Señor de la Guerra dedicó una última mirada a Eugan Temba y dijo:

—Recoged a Verulam y salgamos de aquí, mis hijos.

Maggard se desplomó contra la compuerta acerada de la Gloria de Terra, su espada cubierta de los negros fluidos de las cosas muertas. Petronella luchó por contener las lágrimas al pensar en lo cerca que habían estado todos a la muerte en esta sombría luna, abandonada del Emperador.

Escondida detrás de la mampara donde Maggard la había metido, había oído más que visto el conflicto desesperado que se desarrollaba afuera: los gritos de guerra, el sonido de las espadas sierra desgarrando la carne húmeda, las explosiones y el parpadeo lumínico de las armas de los Titanes.

Su imaginación llenaba los espacios en blanco y aunque un terror visceral la llenaba de pies a cabeza, se imaginaba gloriosos combates y duelos heroicos entre los imponentes gigantes Astartes y los enemigos corruptos que buscaban su destrucción.

Su respiración era entrecortada, convulsa, cuando se dio cuenta de que acababa de sobrevivir a su primera batalla. Con esa comprensión llegó una extraña calma, sus miembros dejaron de temblar y le entraron ganas de echarse a reír. Se pasó la mano por los ojos, corriéndose el kohl que se alineó en sus mejillas como pintura de guerra tribal.

Petronella miró a Maggard, viéndolo ahora como el gran guerrero que realmente era, bárbaro, sangriento y magnífico. Se puso de pie y se asomó más allá de su refugio en el campo para observar el campo de batalla a continuación.

Era como una escena de uno de los paisajes Keland Roget y la visión sublime le quitó el aliento. La niebla se había levantado y el sol estaba empezando a bañar el paisaje con su rojo resplandor rojizo. Los espejos de agua de los pantanos brillaban como fragmentos de vidrio roto propagándose a través del paisaje. Los tres magníficos titanes de la Legio Mortis sobrepasaban a los escuadrones de Astartes y, armados con lanzallamas, quemaban los cadáveres de las cosas muertas. Las piras de monstruos caídos ardían con una luz verde azulada.

Ya estaba pensando en las metáforas y las imágenes que utilizaría: los guerreros del Emperador llevando su luz a los lugares más oscuros de la galaxia o quizá que los Astartes como Ángeles de la Muerte llevando su retribución a los injustos.

Las palabras tenían el justo tono épico, pero tenía la sensación de que a esas imágenes todavía les faltaba algo en verdad fundamental. Sin eso sonaban más a consignas de propaganda que otra cosa.

Esto era de lo que se trataba la Gran Cruzada y el miedo de las últimas horas fue reemplazado por una ola de admiración por los Astartes y los hombres y las mujeres de la 63.ª Expedición.

Se volvió al oír pisadas fuertes. Los oficiales del Mournival marchaban hacia ella, llevando una placa blindada con un cuerpo sobre sus hombros y la ligereza que había visto en ellos antes ahora estaba totalmente ausente. La cara de cada uno, incluso la del bromista Torgaddon, estaba seria y sombría.

La figura encapuchada del propio Señor de la Guerra iba detrás de ellos, y ella se sorprendió por rígido aspecto. Su armadura estaba rota y salpicada de inmundicia. Salpicaduras de sangre moteaban su cara y el brazo.

—¿Qué pasó? —preguntó al capitán Loken cuando pasó a su lado—. ¿De quién es ese cuerpo?

—Cállate —le espetó y se alejó.

—No —dijo el Señor de la Guerra—. Ella es mi documentalista y si eso significa algo, entonces ella debe ver lo peor y lo mejor de nosotros.

—Señor —empezó Abaddon y Horus le retira la palabra—. No voy a discutir sobre esto, Ezekyle. Ella viene con nosotros.

Petronella sintió que su corazón saltaba ante esta inclusión y se puso a caminar al lado del Señor de la Guerra, comenzando su descenso a la tierra.

—El cuerpo es el de Verulam Moy, el capitán de mi 19.ª compañía —dijo Horus, con la voz cansada y llena de dolor—. Cayó en el cumplimiento del deber y será honrado como héroe.

—Mis más profundas condolencias, mi señor —dijo Petronella, con el corazón dolorido por ver el dolor del Señor de la Guerra.

—¿Fue Temba Eugan? —preguntó ella, tomando su tabla de datos y la mnemo-pluma—. ¿Acaso mató al capitán Moy? —Horus asintió con la cabeza, demasiado cansado incluso para responder—. ¿Y Temba ha muerto? ¿Usted lo mató?

—Eugan Temba ha muerto —respondió Horus—. Creo que murió hace mucho tiempo. No sé exactamente lo que lo mató allí, pero no era él. No lo entiendo.

—No estoy seguro de lo que hice —dijo Horus, tropezando al llegar a la parte inferior de la pendiente de escombros. Ella extendió una mano para sostenerlo antes de darse cuenta lo ridícula que era esa idea. Su mano se mojó con sangre y vio que el Maestro de Guerra aún sangraba de una herida en el hombro.

—Terminé la vida de Eugan Temba, pero lloré por él después.

—¿Pero no era un enemigo?

—No tengo problemas con mis enemigos, señorita Vivar —dijo Horus—. Puedo encargarme de mis enemigos en una pelea. Pero mis llamados aliados, mis condenados aliados, ellos son los que me mantienen despierto durante la noche.

Los apotecarios de la legión se dirigieron hacia el Señor de la Guerra, mientras trataba de dar sentido a lo que estaba diciendo. Ella permitió que la memo-pluma para escribiera sus palabras de todos modos. Ella vio las miradas que recibía del Mournival, pero las ignoró.

—¿Habló con él antes de matarlo? ¿Qué dijo?

—Él dijo… que sólo yo tenía el poder… para detener el futuro… —dijo el Señor de la Guerra, con voz débil y con un tenue eco repentino, como si viniera del otro extremo de un largo túnel.

Desconcertada, miró hacia arriba a tiempo para ver como los ojos del Señor de la Guerra de ponían en blanco y sus piernas se plegaban debajo de él. Ella gritó, extendiendo la mano hacia él, sabiendo que era incapaz de ayudarle, pero que necesita tratar de evitar su caída.

Al igual que una avalancha en cámara lenta o un deslizamiento de montaña, el Señor de la Guerra se derrumbó.

La memo-pluma rascó los datos en la tabla y ella lloró mientras leía las palabras allí escritas.

Yo estuve allí el día en que Horus cayó.