SEIS
SEIS
Tierra putrefacta
Cosas muertas
Gloria de Terra
Los Astartes se dispersaron a través de la niebla, moviéndose tan rápidamente como las condiciones pantanosas lo permitían, siguiendo la fuente de la señal de vox. Horus iba por delante, un dios viviente marchando a través de los lodazales y pantanos malolientes de la luna de Davin, sin preocuparse la atmósfera nociva. Despreciaba el uso del casco, su físico sobrehumano era capaz de resistir los venenos en el aire con facilidad.
Cuatro escuadras de Astartes marchaban en formación, entre la bruma, con cada miembro del Mournival, cerca de doscientos guerreros cada una. Detrás de ellos venían los soldados del ejército imperial, compañía tras compañía de guerreros de camisas rojas con pistolas láser y lanzas plateadas. Cada uno de ellos estaba equipado con aparatos de recirculación de aire, apenas se descubrió que sus constituciones mortales eran incapaces de soportar la atmósfera tóxica de la luna. Los desembarcos iniciales de blindados resultaron ser desastrosos, cuando los tanques se hundieron en el pantano y las naves de descenso se encontraron atrapadas en el lodo.
Empero las mayores máquinas de guerra fueron los que surgieron de las sondas del Mechanicum. Incluso los Astartes habían detenido su avance para ver el descenso de las tres naves monstruosas. Lentamente cayeron a través de los cielos amarillentos en desafío a la gravedad como gigantescos monolitos primitivos; los cascos ennegrecidos cabalgaron sobre humeantes columnas de fuego cuando sus colosales retroreactores lucharon por reducir la velocidad. Incluso con semejante desaceleración, el suelo se estremeció con la rudeza del impacto. Géiseres de agua turbia se alzaron cientos de metros en el aire junto con cegadores nubes cuando los pantanos se convirtieron en vapor. Las escotillas volaron y los andamiajes anti-movimiento cayeron cuando los titanes de la Legio Mortis salieron de sus barcazas de desembarco a la superficie de la luna.
El Dies Irae lideraba a los Warlords Cabeza de la Muerte y Espada de Xestor, los largos pergaminos de honor aleteaban colgando de su tórax blindado. Cada paso atronador de los poderosos titanes enviaban ondas de choque a través de kilómetros de pantanos en todas direcciones, con los bastiones de sus piernas hundiéndose varios metros en el terreno pantanoso hasta la roca debajo del mismo. Sus pasos levantaban chorros enormes de lodo y agua; su aspecto imponente de dioses de la guerra anunciaba que venían a aplastar a los enemigos del Señor de la Guerra debajo de sus poderosas patas.
Loken observó la llegada de los Titanes con una mezcla de temor y malestar: respeto a la majestad de su aspecto colosal, malestar por el hecho de que el Señor de la Guerra sintiera la necesidad de desplegar tales máquinas de destrucción masiva.
El avance era penosamente lento, caminaban por el barro pegajoso y maloliente, hundidos en el agua salobre, a la vez que no podían ver mucho más allá de algunas decenas de metros. Los bancos de niebla amortiguaban el sonido de tal manera que algo cercano podía ser inaudible mientras Loken claramente podía escuchar el chapoteo de los guerreros de los hombres de Luc Sedirae, muy lejos a su derecha. Por supuesto que no podían ver a través de la niebla amarilla, por lo que cada escuadra se mantenía en contacto regular por vox para tratar de asegurarse de que no se separaban.
Loken no estaba seguro de que esto ayudara mucho, sin embargo. Extraños gemidos y silbidos, como el aliento expelido por un cadáver, burbujeaban desde la tierra y borrosas formas sombrías se movían en la niebla. Cada vez que levantaba su bólter para apuntar a un posible objetivo, la niebla se abría y una figura de blindada con el verde de los Hijos de Horus o el gris acero de los Portadores de la Palabra se revelaba. Erebus había conducido a sus guerreros a la luna de Davin en apoyo del Señor de la Guerra y Horus había acogido con beneplácito su presencia.
La niebla se espesaron a una velocidad inquietante, poco a poco los engulleron hasta que todas las figures que Loken pudo ver fueron los guerreros de su propia compañía. Pasaron a través de un oscuro bosque de árboles sin hojas, muertos, de brillante corteza y aspecto húmedo. Loken hizo una pausa para examinar uno, presionó su guantelete contra la superficie del árbol e hizo muecas cuando su corteza se desprendió en pedazos húmedos. Gusanos retorcidos y criaturas reptantes se retorcían dentro de la albura podrida.
—Estos árboles… —dijo.
—¿Qué pasa con ellos? —preguntó Vipus.
—Pensé que estaban muertos, pero no.
—¿No?
—Están enfermos. Podridos.
Vipus se encogió de hombros y siguió adelante, y una vez más Loken fue golpeado por la certeza de que algo terrible había sucedido aquí. Y mirando el corazón enfermo de la madera del árbol, no estaba seguro de que todo hubiera terminado. Se limpió el guantelete manchado en la pernera de la armadura y continuo detrás de Vipus.
La marcha continuó extrañamente silenciosa a través de la niebla y, con la asistencia de la musculatura de sus servoarmaduras, los Astartes rápidamente comenzaron a superar a los soldados del ejército imperial, que encontraban las cosas mucho más difíciles.
—Mournival —dijo Loken al enlace de su traje—. Tenemos que frenar nuestro avance. Estamos dejando una brecha demasiado grande entre nosotros y los destacamentos del Ejército.
—Entonces tendrán que coger el ritmo —respondió Abaddon—. No tenemos tiempo para esperar a esos hombrecitos. Estamos casi en la fuente del vox.
—Hombrecitos —dijo Aximand—. Ten cuidado, Ezekyle, que estás empezando a sonar un poco como Eidolon.
—¿Eidolon? Ése tonto he venido aquí por su cuenta para ganarse la gloria —gruñó Abaddon—. ¡No me compares con él!
—Mis disculpas, Ezekyle. Obviamente, no tienes nada que ver con él —dijo inexpresivamente, Aximand.
Loken escuchó con diversión las bromas de sus compañeros del Mournival que, junto con el silencio de la luna de Davin, comenzó a asegurarle que su preocupación por su despliegue aquí podría ser infundada. Levantó su bota blindada del barro y dio otro paso hacia adelante, esta vez sintiendo que algo se rompía bajo su paso. Miró hacia abajo y vio algo redondo y verdoso agitarse en el agua.
Incluso sin llegar a volverlo pudo ver que era un cráneo, la palidez del hueso necrótico envuelto en tiras de carne podrida y músculo. Un par de hombros se levantaron desde el fondo seguidos de una columna vertebral expuesta debajo de una capa de carne hinchada de un color verdoso.
Los labios de Loken se curvaron con disgusto cuando el cadáver descompuesto rodó sobre su espalda, las cuencas de los ojos llenas de barro y maleza. Después de ver el primer cadáver podrido, más regresaron a la superficie, sin duda movidos de sus lugares de reposo en el fondo de los pantanos por las pisadas de los Titanes.
Dio la orden de alto y abrió el enlace a sus camaradas comandantes una vez más cuando todavía más cadáveres, cientos ahora, flotaron a la superficie del pantano. La carne gris y sin vida aún se aferraba a sus huesos y la impronta de las pisadas de los Titanes daba a sus miembros muertos una horrible animación.
—Aquí Loken —dijo—. He encontrado algunos cadáveres.
—¿Son los hombres de Temba? —inquirió Horus.
—No puedo asegurarlo, señor —contestó Loken—. Su estado de descomposición es demasiado avanzado. Es difícil de decir. Lo estoy comprobando ahora.
Se colgó su bólter del hombro y se inclinó hacia delante, agarrando el cadáver más cercano y lo levantó del agua. Su carne hinchada, estaba viva retorciéndose con el movimiento de los insectos carroñeros y las larvas que anidaban en su interior. Efectivamente, restos enmohecidos de un uniforme colgaban de él y Loken limpió una mancha de barro de su hombro.
Apenas legible por debajo de la escoria y la suciedad de los pantanos se encontró con un parche cosido con el número sesenta y tres estampado sobre el contorno de una cabeza de lobo gruñendo.
—Sí, la 63.ª Expedición —confirmó Loken—. Son de Temba, pero yo…
Loken nunca terminó la frase, porque el cuerpo hinchado de repente levantó la mano y posó sus huesudos dedos alrededor de su cuello, sus ojos llenos de un fuego verde ondulante.
—¿Loken? —dijo Horus, cuando el vínculo se cortó de repente—. ¿Loken?
—¿Algo anda mal? —preguntó Torgaddon.
—No lo sé todavía, Tarik —respondió el Señor de la Guerra.
De repente, estampidos de disparos de bólters y zumbidos de lanzallamas se oyeron provenientes de todas direcciones.
—¡Segunda Compañía! —gritó Torgaddon—. ¡Atención, armas preparadas!
—¿De dónde vienen? —gritó Horus.
—No puedo decirlo —respondió Torgaddon. La niebla está mandando al infierno la acústica.
—Averígualo —ordenó el Señor de la Guerra.
Torgaddon asintió con la cabeza, pidiendo lo reportes de todas las compañías. Confusos informes sobre cosas imposibles llegaron a través del enlace, junto con el ruido más alto del fuego de bólters pesados.
Los disparos sonaron a su izquierda y se dio la vuelta para hacerles frente, su bólter alzado ante él. No podía ver nada salvo los destellos de fuego y el estallido ocasional azul de un disparo de plasma. Incluso los sentidos externos de su armadura no podían penetrar en la espesa niebla.
—Señor, creo que…
Sin previo aviso el pantano explotó cuando algo enorme e hinchado emergió del agua delante de él. Un amasijo de carne gangrenada, podrida, se lanzó sobre él, su volumen suficiente para derribarlo de espaldas en el pantano.
Antes de hundirse en el agua oscura, Torgaddon tuvo la impresión fugaz de una boca abriéndose llena de cientos de colmillos y un único ojo glauco debajo de un cuerno de hueso amarillento.
—No lo sé. La red de comando simplemente se volvió loca —dijo el Moderati Primus Aruken en respuesta a la pregunta del Prínceps Turnet. Los sensores externos de repente se encontraban cada vez más llenos de ecos que no habían estado allí hace un segundo y su prínceps había exigido saber lo que estaba pasando.
—¡Averígualo, maldita sea! —ordenó Turnet—. El Señor de la Guerra se encuentra allí.
—Armas principales cargadas y listas para disparar —informó el Moderati Primus Titus Cassar.
—¡Necesitamos un objetivo maldita sea! ¡No voy a meterme en ese lío sin saber a lo que estoy disparando! —dijo Turnet—. Si se tratara del ejército me arriesgaría, pero no con los Astartes.
El puente del Dies Irae estaba bañado en una luz roja, los tres oficiales de comando sentados en sus asientos de control en un estrado, iluminados por el verde de la pantalla táctica. Con conexiones cableadas a la esencia misma del Titán, podían sentir cada movimiento como si fuera el suyo propio.
A pesar de la poderosa máquina de guerra que tenía debajo de él, Jonah Aruken se sentía impotente ante este enemigo desconocido que se había alzado para destruir a los Hijos de Horus. Esperando una oposición blindada y un enemigo que podían ver, habían sido poco más que un punto de referencia para el reagrupamiento las fuerzas imperiales. Pese a la abrumadora superioridad del Titán en potencia de fuego, era poco lo que podía hacer para ayudar a sus camaradas.
—Conseguí algo —informó Cassar—. Una señal entrante.
—¿Qué es? ¡Necesito más información, maldita sea! —gritó Turnet.
—Contacto aéreo. Aumenta a cada momento. Se mueve rápido y se dirige hacia nosotros.
—¿Es una Stormbird?
—No, señor. Todas los Stormbirds se encuentran en la zona de despliegue y no estoy captando señales de transpondedores militares.
Turnet asintió con la cabeza.
—Entonces es hostil. ¿Tiene una solución, Aruken?
—Recibiendo ahora, Prínceps.
—Seiscientos metros y acercándose —dijo Cassar. Que el Dios-Emperador nos proteja, está viniendo hacia nosotros.
—¡Aruken! Está demasiado cerca, maldita sea, dispara bajo.
—Estoy trabajando en ello, señor.
—¡Trabaja más rápido!
Las densas nieblas hacían que mirar a través del parabrisas frontal careciera de sentido, sin embargo, había una fascinación irresistible en mirar un mundo alienígena, aunque no hubiera mucho que ver. Así, las primeras impresiones de Petronella desde la atmósfera superior eran decepcionantes, ya que esperaba paisajes exóticos de una extrañeza alienígena inimaginable.
En cambio, habían sido golpeados por los violentos vientos de la tormenta y no se podía ver nada excepto los cielos amarillos y los bancos de niebla que parecía reunirse alrededor de uno que otro parche de pantano marrón.
Aunque el Maestro de Guerra había cortés, pero firmemente, negado su solicitud para viajar a la superficie con los guerreros de la punta de lanza, había estado segura de que había un destello de picardía en sus ojos. Tomando esto como una señal de aprobación tácita, había reunido inmediatamente a Maggard y a su tripulación en la bahía de la lanzadera a fin de prepararse para el descenso a la Luna. Su bote de aterrizaje dorado fue lanzado después de las naves del Ejército, perdiéndose en la masa de embarcaciones de asalto que partían hacia la superficie de la luna. Incapaces de mantener el ritmo de la fuerza de invasión, se habían visto obligados a seguir los rastros de emisiones y ahora se encontraban dando vueltas en una sopa de niebla impenetrable que convertía el suelo debajo en prácticamente invisible.
—Recibo algunos ecos más adelante, mi señora —dijo el primer oficial—. Creo que es la punta de lanza.
—Por fin —dijo—. Mantente lo más cerca que nos permitan. Quiero salir de esta niebla para que pueda ver algo digno de escribir.
—Sí, señora.
Petronella se acomodó en su asiento mientras el bote seguía un curso angular hacia la fuente de la emisión; irritada, alteraba la posición de su arnés de sujeción para tratar de evitar arrugar los pliegues de su vestido. Se dio por vencida y decidió que el vestido estaba más allá de cualquier arreglo y volvió su mirada hacia el parabrisas cuando el piloto dio un grito repentino de terror.
El miedo caliente bullía en sus venas cuando la niebla ante ellos se aclaró y se encontraron con un gigante mecánico enorme delante de ellos, de proporciones masivas, y completamente blindado. Baluartes serrados y torres llenaron su visión, cañones masivos y una cara terrible de hierro oscuro.
—¡Por el Trono! —gritó el piloto, tirando de los controles en una desesperada maniobra evasiva cuando una luz horriblemente brillante llenó el parabrisas.
El mundo de Petronella explotó en dolor y vidrios rotos cuando las armas de fuego del Dies Irae abrieron fuego hacia su bote desde los cielos amarillos.
Loken saltó hacia atrás por el horror y la repugnancia cuando el cadáver intentó estrangularlo con sus dedos viscosos. A pesar de ser algo tan aparentemente frágil como un cadáver descompuesto, estaba poseído de una fuerza temible y fue cayendo de rodillas debido al peso y a la potencia de la criatura.
Con un pensamiento, su metabolismo se inundó con drogas de batalla y nuevas fuerzas irrumpieron en sus extremidades. Agarró los brazos de su atacante y los arrancó de su tronco en un torrente de fluidos muertos y sangre corrompida. El fuego se apagó en los ojos de la cosa y se dejó caer sin vida al pantano.
Se puso de pie e hizo un balance de la situación, su formación Astartes suprimía cualquier noción de pánico o desorientación. A su alrededor, los cuerpos que había pensado hasta entonces sin vida se alzaban de las aguas oscuras y se lanzaban contra sus guerreros.
Las ráfagas de bólters desgarraban trozos de carne putrefacta de sus cuerpos o arrancaban miembros de las torsos podridos, pero aún seguían llegando, desgarrando a los Astartes con sus uñas enfermas, amarillentas. Más de esas cosas aparecían a su alrededor y Loken derribó tres con sendos disparos, reventando cráneos o desintegrando torsos con proyectiles de masa reactiva.
—¡Hijos de Horus, a mí! —gritó—. Fórmense a mi alrededor.
Los guerreros de la 10.ª Compañía calmadamente comenzaron a acercarse a su capitán, disparando mientras avanzaban a los horrores necróticos que surgían del pantano como las criaturas de sus peores pesadillas. Cientos de cuerpos los rodeaban, cadáveres hinchados y abominaciones, murmurando, cada uno con un solo ojo lechoso abierto y un cuerno escabroso brotando de su frente.
¿Qué diablos eran? ¿Monstruosas criaturas xenos con el poder de reanimar a carne muerta o algo mucho peor? Espesas nubes de moscas zumbaban en torno a ellos y Loken vio caer a un Astartes, con las aberturas de su casco tapadas por una espesa masa de insectos. El guerrero se arrancó frenéticamente el casco y Loken se horrorizó al ver su carne pudriéndose con una rapidez antinatural, su piel cayendo a pedazos, revelando debajo la licuefacción de sus tejidos.
Los estampidos de bólter lo centraron y volvió su atención a la batalla que se desplegaba ante él, después de vaciar cargador tras cargador en la masa vacilante de criaturas repugnantes delante de él.
—¡Disparen a la cabeza! —gritó mientras derribaba otra de las cosas muertas, el cráneo una ruina de los huesos ennegrecidos y supurar chapoteo. La marea de la batalla comenzó a cambiar a medida que más y más de los horrores cayeron definitivamente. Las cosas verdosas con el vientre hinchado grotescamente morían a raudales. A Loken le pareció ver que se disolvían en una materia hedionda, apenas caían al agua del pantano.
Nuevas formas se movían a través de la niebla cuando el rugido atronador de los cañones pesados llegó de detrás de ellos, seguido por el brillante destello de una explosión en el cielo. Loken levantó la vista a tiempo de ver un bote de aterrizaje dorado emergiendo de entre el fuego de la explosión, aunque no tuvo tiempo de preguntarse qué había estado hacienda una embarcación civil en una zona de guerra ya que más de las cosas muertas emergieron del agua.
Demasiado cerca para el bólter, sacó su espada y trajo la monstruosa hoja dentada a la vida con una presión del montante de activación. Una cosa horrible de carne podrida se abalanzó hacia él y Loken su espada con las dos manos en dirección a su cráneo.
La hoja rugió al golpear; trocitos de carne húmeda y gris salpicaron su armadura cuando la espada cortó a través del cráneo hasta la ingle. Se volvió hacia otra criatura, el fuego verde de sus ojos titilaba cuando él lo cortó en dos. A su alrededor, los Hijos de Horus se enfrentaban con las criaturas terribles que habían sido miembros de la 63.ª Expedición.
Manos podridas sujetaron en su armadura por debajo del agua y Loken se sintió arrastrado hacia abajo. Rugió y cambió la dirección de la hoja de su espada y la enteró en forma recta en cráneos lascivos y cráneos podridos, pero increíblemente su fuerza era mayor y no pudo resistir su tracción.
—¡Garvi! —gritó Vipus, derribando enemigos a medida que se abría paso a través del pantano hacia él.
—¡Luc! ¡Ayúdame! —gritó Vipus, agarrando el brazo extendido de Loken. Loken se aferró a la mano de su amigo cuando sintió otras manos alrededor de su pecho que lo jalaban hacia atrás.
—¡Vamos, cabrones! —rugió Luc Sedirae, tirando con todas sus fuerzas.
Loken sintió como se elevaba y salía del pantano cuando las criaturas finalmente lo liberaron. Se volvió y se puso de pie. Juntos, él, Luc y Nero lucharon con ferocidad, aunque no había ninguna batalla ahora, si alguna lo vez había sido. No era nada más que el trabajo de un carnicero, que no requería destreza en el manejo de la espada, sólo la fuerza bruta y la determinación de no caer. Curiosamente, Loken se acordó de Lucius, el mejor espadachín de los Hijos del Emperador, y de cómo habría odiado esta forma poco elegante de guerra.
Loken volvió su atención a la batalla y, con Luc Sedirae y Nero Vipus en la lucha, fue capaz de ganar algo de espacio y tiempo para reorganizarse.
—Gracias, Nero, Luc. Les debo una —dijo en un momento de calma en el combate. Los Hijos de Horus bólter recargaban y limpiaban los trozos de carne muerta de sus espadas. Estallidos esporádicos de disparos aún sonaba desde el pantano y destellos estroboscópicos encendían la niebla como luciérnagas. Más a su izquierda Loken vio una pira ardiente donde el bote había caído. Sus llamas actuaban como un faro en medio de la oscura niebla.
—No hay problema, Garvi —dijo Sedirae y Loken supo que estaba sonriendo bajo el casco—. Apuesto que podrás hacer lo mismo por mí antes de que estemos fuera de esta mierda de tormenta.
—Probablemente tengas razón, pero no perdamos a la esperanza.
—¿Cuál es el plan, Garvi? —preguntó Vipus.
Loken levantó la mano para pedir silencio cuando intentaba hacer contacto con sus hermanos del Mournival y el Señor de la Guerra, una vez más. Estática y gritos desesperados llenaban el vox, voces aterradas de soldados del ejército y las condenados voces gorgoteantes que decían:
—¡Bendito sea Nurgh-Leth …! —una y otra vez.
Entonces, una voz tronó en todos los canales y Loken casi gritó de alivio al escucharla.
—A todos los Hijos de Horus, este es el Señor de la Guerra. Converjan en esta señal. ¡Adelante, hacia el fuego!
El sonido de la voz del Señor de la Guerra, Llenó de energía los miembros cansados y los corazones de los Astartes, y se retiraron en orden hacia la columna de fuego procedente de la bote derribado que habían visto antes. Loken mató con una precisión metódica, cada disparo eliminaba un oponente. Comenzó a sentir que por fin le habían cogido el tranco a este enemigo grotesco.
Sea lo que fuere que daba energía a estas criaturas de pesadilla era claramente incapaz de darles mucho más que las funciones motoras básicas y una hostilidad sin tregua.
La armadura Loken estaba cubierta de estrías profundas y deseaba conocer cuántos hombres había perdido al hambre repugnante de las cosas muertas.
Prometió que este Nurgh-Leth pagaría un alto precio por cada una de sus muertes.
Ella apenas podía respirar, su pecho se hinchaba abruptamente cuando aspiraba grandes bocanadas del respirador que Maggard estaba empujando contra su cara. Los ojos le ardían a Petronella, lágrimas de dolor corrían por sus mejillas mientras ella trataba de sentarse.
Lo único que recordaba era un ruido furioso y una luz brillante, un chirrido metálico y un crujido de huesos cuando el bote se estrelló y se rompió en pedazos. La sangre llenaba sus sentidos y sentía un dolor insoportable por todo su lado izquierdo. Las llamas saltaban a su alrededor y su visión estaba borrosa debido a la atmósfera y al humo.
—¿Qué pasó? —logró articular, con la voz ahogada por la boquilla del respirador.
Maggard no contestó, pero luego recordó que él no podía y torció la cabeza para obtener una mejor apreciación de su situación actual. Cuerpos rotos revestidos en su librea llenaban la tierra —los pilotos y la tripulación de vuelo de su bote— y una gran cantidad de sangre que cubría los restos. Incluso a través del respirador, podía oler la misma.
Bancos de neblina nauseabunda los rodeaban, aunque el calor de las llamas parecía aclararla un poco en su proximidad. Formas vacilantes los rodeaban y el alivio la inundó cuando se dio cuenta de que pronto sería rescatada.
Maggard giró, sacando su espada y la pistola, y Petronella intentó gritarle que debía retirarse, que se trataba de sus salvadores.
Entonces surgió la primera forma de entre el humo y ella gritó cuando vio la carne enferma y las entrañas podridas colgando de su vientre abierto. No obstante, no era la peor de las cosas que se aproxima. Un desfile de cadáveres con la carne hinchada, cuerpos rotos y putrefactos, chapoteaban entre el barro y los escombros dirigiéndose hacia ellos, las manos con las garras extendidas.
El fuego verde en sus ojos hablaba de un apetito monstruoso y Petronella sintió un terror desgarrador, mayor que cualquier cosa que ella había conocido.
Sólo Maggard se interponía entre ella y los cuerpos putrefactos, pero era tan solo un hombre. Ella lo había visto a entrenar en los gimnasios de Kairos muchas veces, pero nunca lo había visto sacar sus armas en un combate.
La pistola de Maggard ladró y cada disparo impactó en uno de los horrores, que cayeron a sus pies con limpios agujeros perforados en sus frentes. Disparó hasta que su pistola estuvo vacía y, a continuación, la enfundó y sacó un largo puñal, de hoja triangular.
A medida que la horda se acercaba, su guardaespaldas atacó.
Saltó, aterrizando sobre el cadáver más cercano y un cuello se quebró debajo del tacón de la bota. Maggard giró al aterrizar, su espada decapitó a un par de los monstruos y el puñal rasgó la garganta de otro. Su espada Kirlian se lanzó como una serpiente de plata, su borde brillante apuñalando y cortando a una velocidad increíble. Lo que sea que tocaba, al instante caía al suelo fangoso como un servidor con su oblea doctrinaria arrancada.
Su cuerpo estaba siempre en movimiento, saltando, girando y esquivando lejos de las garras de sus atacantes enfermos. No había ningún patrón en su ataque, simplemente una montón de cosas muertas que buscan rodearlo. Maggard luchaba como nada de lo que había visto en su vida, sus músculos incrementados se movían a velocidad asombrosa mientras cortaba a sus enemigos con movimientos rápidos y letales.
No importa a cuántos matara, siempre había más criaturas y continuamente lo obligaban a retroceder un paso a la vez. La horda de criaturas comenzó a rodearlos y Petronella vio que Maggard vio que no podría contenerlos a todos. Se tambaleó hacia ella, sangrando por una veintena de heridas menores. Su carne se ampollaba y licuaba en torno a los cortes y había una palidez poco saludable en su piel, a pesar de su equipo respirador.
Ella lloró amargas lágrimas de horror al ver como los monstruos se acercaban, las mandíbulas ampliamente abiertas para devorar su carne, las garras listas para arrancar su piel perfecta y darse un festín con sus entrañas. No era así como se suponía que iba a ser. ¡La Gran Cruzada no debía terminar en el fracaso y la muerte!
Un cadáver con la piel carcomida se abalanzó sobre Maggard, que enterró su hoja en el vientre del gigante necrótico de piel verde llena de moscas.
Ella gritó al llegar ante ella.
Ensordecedoras explosiones sonaron detrás de ella y la criatura se desintegró en una explosión de carne húmeda y huesos. Petronella se tapó los oídos cuando el rugido atronador de los disparos se oyó de nuevo y sus atacantes fueron destruidos en una serie de explosiones, cayendo entre los restos ardientes del bote y ardiendo con llamas verdes malolientes.
Ella rodó a un costado llorando de dolor y miedo cuando las terrible descargas se acercaron, abriendo un camino para los guerreros blindados de los Hijos de Horus.
Un gigante se elevó por encima de ella, alzándola con su guantelete blindado.
No llevaba casco y su silueta se recortaba contra un terrible humo rojizo. Su mole imponente aureolada por las llamas y columnas de humo negro. Incluso a través de sus lágrimas, la belleza del Señor de la Guerra y su perfección física la dejaron sin habla. A pesar de la sangre y el lodo oscuro que cubrían su armadura y que su capa estaba rasgada y andrajosa, Horus se alzaba como un dios de la guerra desatada; su rostro era una máscara de poder aterrador.
La levantó tan fácilmente como se podría levantar un bebé en brazos, mientras sus guerreros continuaban masacrando a las cosas monstruosas. Cada vez más Hijos de Horus fueron convergiendo en el lugar del accidente, disparando sus armas de fuego para alejar al enemigo y formar de un cordón de protección alrededor del Señor de la Guerra.
—Señorita Vivar —exigió Horus—. En el nombre de Terra ¿qué está haciendo aquí? ¡Yo le ordené permanecer a bordo de la Espíritu Vengativo!
Se esforzó por pronunciar las palabras, aún conmocionada por su magnífica presencia. Él la había salvado. El Señor de la Guerra la había salvado personalmente y ella lloró al sentir su contacto.
—Yo tenía que venir. Tenía que ver.
—Su curiosidad casi la mata —terció Horus—. Si su guardaespaldas hubiera sido menos capaz, ya habría muerto.
Ella asintió con la cabeza sin decir nada, aferrándose a un mástil de metal retorcido para evitar el colapso cuando el Señor de la Guerra dio un paso entre los escombros hacia Maggard. El guerrero de la armadura dorada se mantenía erguido, a pesar del dolor de sus heridas.
Horus levantó el brazo armado de Maggard, examinando la hoja del guerrero.
—¿Cuál es tu nombre, guerrero? —preguntó el Señor de la Guerra.
Maggard, por supuesto, no contestó, mirando a Petronella para que le ayudara a hacerlo.
—Él no puede contestar, mi señor —dijo Petronella.
—¿Por qué no? ¿No habla Gótico Imperial?
—Él no habla en absoluto, señor. A los acompañantes de la Casa Carpinus les quitan sus cuerdas vocales.
—¿Por qué hacen eso?
—Él es un sirviente de la Casa Carpinus y un guardaespaldas no puede hablar en presencia de su señora.
Horus frunció el ceño, como si no estaba de acuerdo con esas cosas y le dijo:
—Entonces usted me dirá cuál es su nombre.
—Él se llama Maggard, señor.
—¿Y esta hoja que empuñas? ¿Cómo es que el más leve toque de su borde mata a una de estas criaturas?
—Es una espada Kirlian, forjada en la antigua Terra y se dice que es capaz de romper la conexión entre el alma y el cuerpo, aunque nunca la he visto utilizar antes de hoy.
—Sea lo que sea, creo que le salvó la vida, señorita Vivar.
Ella asintió con la cabeza cuando el Señor de la Guerra se volvió hacia Maggard una vez más e hizo la señal de la aquila antes de decir:
—Luchaste con gran coraje, Maggard. Siéntete orgulloso de lo que hiciste hoy aquí.
Maggard asintió y se dejó caer de rodillas con la cabeza gacha, con lágrimas en sus ojos por haber sido tan honrado por el Señor de la Guerra.
Horus se inclinó hacia abajo y colocó la palma de su mano sobre el hombro del guardián, diciendo:
—Levántate, Maggard. Has demostrado ser un guerrero y ningún guerrero de semejante valor se pondrá de rodillas ante mí
Maggard se puso de pie; con suavidad dio la vuelta a su espada y ofreció la empuñadura al Señor de la Guerra.
El cielo amarillo se reflejó fríamente en sus ojos dorados y Petronella se estremeció al ver la devoción renovada en la postura de su guardaespaldas, una expresión de fe y orgullo que la aterraba por su intensidad.
El significado de su gesto estaba claro. Revelaba lo que Maggard no podía decir por sí mismo.
Estoy a tus órdenes.
Una vez reunidos, los Astartes hicieron un balance de su situación. Las cuatro falanges habían situado alrededor del lugar del accidente y el ataque de las cosas muertas cesado por el momento. La punta de lanza había sido detenida, pero seguía siendo una fuerza de combate impresionante y fácilmente capaz de destruir lo que quedaba de la insignificante fuerza de Temba.
Sedirae ofreció a sus hombres para asegurar el perímetro y Loken dio su consentimiento, a sabiendas de que Lucas tenía hambre de batalla y quería la oportunidad de brillar ante el Señor de la Guerra. Vipus volvió a formar las partidas de exploración y Verulam Moy estableció posiciones de fuego para sus Devastadores.
Loken sintió un gran alivio al ver que los cuatro miembros del Mournival habían sobrevivido a los combates, aunque Torgaddon y Abaddon habían perdido sus cascos en el fragor de la batalla. La armadura de Aximand estaba desgarrada y un toque de rojo, sorprendentemente brillante contra el verde de su armadura, teñía su muslo.
—¿Estás bien? —le preguntó Torgaddon con su armadura manchada y ampollada, como si alguien hubiera derramado ácido sobre sus placas.
—Apenas —reconoció Loken—. ¿Y tú?
—Sí, aunque una de esas cosas me pasó cerca —admitió Torgaddon—. Ése bastardo me tenía bajo el agua y casi me ahoga. Me rompió el casco y creo que debo haber bebido más de un cubo de esa agua de pantano. Tuve que destriparlo con mi cuchillo de combate. Muy sucio.
El cuerpo mejorado genéticamente de Torgaddon no corría peligro por tragar el agua, sin importar la cantidad de toxinas que tuviera, pero fue una dura advertencia del poder de estas criaturas el que un guerrero tan temible como él pudiera verse superado. Abaddon y Aximand contaron similares encuentros y Loken deseó desesperadamente Loken que la lucha llegara a su fin. Cuanto más larga fuera la misión, más le recordaría al fallido primer ataque de Eidolon en Murder.
Cuando se restauraron las comunicaciones se reveló que los Jenízaros Byzantinos habían sufrido terriblemente en el asalto del pantano y se habían atrincherado en posiciones defensivas. Ni siquiera las electro-guadañas de sus maestros de la disciplina fueron capaces de obligarlos a seguir. El enemigo había desaparecido de nuevo en la niebla, pero nadie podía decir con certeza a donde se habían ido las criaturas.
Los titanes de la Legio Mortis se alzaban sobre los Astartes, el Dies Irae tranquilizaba a los guerreros reunidos por el mero hecho de su inmensidad.
Se encontraron con Erebus en el camino. Él y sus guerreros agotados se introdujeron en el círculo de luz que rodeaba al bote estrellado de Petronella Vivar. La armadura del primer capellán estaba manchada y maltratada, sus sellos y pergaminos de pureza, arrancados de ella.
—Señor de la Guerra, creo que hemos encontrado la fuente de las transmisiones —informó Erebus—. Es una… estructura más adelante.
—¿Dónde está y a que distancia? —preguntó el Maestro de Guerra.
—Tal vez un kilómetro al oeste.
Horus levantó su espada y gritó:
—Hijos de Horus, hemos sido groseramente agraviados aquí y algunos de nuestros hermanos están muertos. Es hora de que les hagamos justicia.
Su voz se transportó fácilmente sobre las aguas muertas del pantano; los guerreros rugieron su consentimiento y siguieron al Señor de la Guerra. Junto a Erebus y al conjunto de Portadores de la Palabra, se internaron en la bruma.
Alimentados con furiosa energía, los Astartes se abrieron paso entre los cenagales, listos para esparcir la ira del Señor de la Guerra sobre el vil enemigo que había desatado tales horrores sobre ellos. Maggard y Petronella fue con ellos, ninguno de los Astartes dispuestos a retirarse y escolta de vuelta a las posiciones del Ejército. Boticarios Legión tendían sus heridas y les ayudó a través de lo peor del terreno.
Finalmente, la neblina comenzó a remitir y Loken pudo distinguir las figuras más distantes de los guerreros Astartes a través de los parches de niebla. Cuanto más adelantaban, más sólida se volvía la tierra bajo sus pies, y cuando Erebus encabezó la marcha, la niebla se hizo más delgada aún.
Entonces, así como un hombre puede pasar de una habitación a otra, estaban fuera de ella.
Detrás de ellos, los bancos de niebla se reunían en espiral, como una cortina de teatro a la espera de develar algún maravilloso secreto.
Ante ellos se encontraba la fuente de la transmisión vox, emergiendo de la llanura fangosa como una montaña de hierro colosal.
El buque insignia de Eugan Temba, la Gloria de Terra.