TRES

TRES

Una hoja de vidrio

Un hombre de buen carácter

Palabras ocultas

Un día antes de aterrizar en la superficie de Davin, Loken buscó a Kyril Sindermann en el Sala de Archivo número tres para devolver el libro que le había prestado. Hizo su camino a través de las pilas de libros llenos de polvo y montones de papeles amarillentos. Letárgicos globos letargo de débil luz flotaban apenas por encima de su cabeza; sus pasos pesados resonaban en el solemne silencio. Aquí y allá, algún erudito solitario cliqueaba en la penumbra encaramado en una silla altísima, pero ninguno de ellos era su antiguo mentor.

Loken viajó a través de un pasillo de vertiginosa altura entre manuscritos y tomos encuadernados en cuero con nombres tales como: Cantares del Dogma Omniastrano, Meditaciones Sobre el Héroe Elegíaco, y Pensamientos y Recuerdos de la Vieja Noche. Ninguno de ellos le era familiar, y comenzaba a desesperarse por no encontrar a Sindermann en este laberinto de lo arcano, cuando vio la forma familiar del iterador, encorvado sobre una larga mesa rodeado de colecciones de pergaminos sueltos atados con cordones de cuero y pilas de libros.

Sindermann estaba de espaldas a él y estaba tan absorto en la lectura que, increíblemente, no pareció haberse enterado de la proximidad de Loken.

—¿Más mala poesía? —preguntó Loken desde una distancia respetuosa.

Sindermann saltó y miró sobre su hombro con una expresión de sorpresa y el mismo sigilo que había mostrado cuando Loken tuvo lo conoció aquí por primera vez.

—Garviel —dijo Sindermann y Loken detectó una nota de alivio en su tono.

—¿Esperabas a alguien más?

—No. No, en absoluto. Rara vez encuentro a otros en esta parte del archivo. El tema es un poco espeluznante para la mayoría de los estudiosos serios.

Loken se movió alrededor de la mesa y escaneó los documentos desparramados ante Sindermann. Rollos de pergamino, manuscritos ininteligibles, grabados en madera que representaban monstruos de color sepia gruñendo y hombres envueltos en llamas. Sus ojos se posaron en Sindermann, que se mordió el labio inferior con nerviosismo ante el escrutinio de Loken.

—Debo confesar que le he tomado el gusto a los viejos textos —explicó Sindermann—. Al igual que Las Crónicas de Ursh que le presté, son atrevidos, cosas sangrientas. Ingenuas y demasiado hiperbólicas, pero sin embargo, con mucha acción.

—Lo he terminado de leer, Kyril, —dijo Loken, colocando el libro ante de Sindermann.

—¿Y?

—Como usted dice, es sangrienta, sensasionalista y a veces demasiado fantástica.

—¿Pero?

—Pero no puedo dejar de pensar que usted tenía un motive adicional para darme este libro.

—¿Motivo adicional? No, Garviel, le aseguro que no hay tales subterfugios —dijo Sindermann, aunque Loken no estaba seguro de creerle.

—¿Está seguro? Hay pasajes del libro que creo que poseen más de un sentido que no puedo ni adivinar.

—Vamos, Garviel, seguramente no creer algo así —se burló Sindermann.

—El Murengon —afirmó Loken—. La Batalla final de Anult Keyser contra los cónclaves Nordafrikanos.

Sindermann vaciló.

—¿Y qué?

—Puedo ver en sus ojos que ya sabe lo que voy a decir.

—No, Garviel, no lo sé. Conozco el pasaje al que de refiere y, aunque ciertamente es una lectura interesante, no creo que se pueda tomar su prosa demasiado literalmente.

—Estoy de acuerdo —asintió Loken—. Toda el pasaje acerca del desgarramiento del cielo como la seda y el derrumbe de las montañas es claramente un sinsentido, pero el que trata acerca de hombres convirtiéndose en demonios y arrojándose sobre sus compañeros…

—Ah… ahora veo. ¿Crees que esta es una pista de lo que pasó con Xavyer Jubal?

—¿No es así? —preguntó Loken, señalando en uno de los pergaminos amarillentos la imagen de un demonio de grandes colmillos, piel recubierta de pelo encrespad, grandes cuernos de carnero y un hacha ensangrentada con una calavera estampada.

—¡Jubal se convirtió en un demonio y trató de matarme! Lo mismo le sucedió a Anult Keyser. Uno de sus generales, un hombre llamado Wilhym Mardol, se convirtió en un demonio y lo mató. ¿No le suena familiar?

Sindermann se reclinó en su silla y cerró los ojos. Loken lo notó extremadamente cansado, su piel parecía del color de los pergaminos que examinaba y su ropa colgaba de su cuerpo como si cubriera solo su esqueleto.

Loken se dio cuenta de que el iterador venerable estaba exhausto.

—Lo siento, Kyril, —dijo, tomando asiento—. No he venido aquí para pelear con usted.

Sindermann sonrió, recordando a Loken lo mucho que había llegado a depender de sus sabios consejos. Aunque no era exactamente un tutor, Sindermann había desempeñado el papel de mentor de Loken y su instructor desde hacía algún tiempo. Fue una gran sorpresa para el Astartes descubrir que Sindermann no tenía todas las respuestas.

—Está bien, Garviel, es bueno que se haga preguntas, eso demuestra que está aprendiendo que a menudo hay más de una verdad de la que vemos a primera vista. Estoy seguro de que el Señor de la Guerra valora ese aspecto de ti. ¿Cómo está el comandante?

—Cansado —admitió Loken—. Las demandas de los que claman por su atención se vuelven más estridentes todos los días. Comunicados de cada una de las expediciones de la Cruzada tratan de arrastrarlo en todas direcciones y las directivas insultantes de parte del Consejo de Terra tratan de convertirlo en un maldito administrador en lugar de Señor de la Guerra. Él lleva una enorme carga, Kyril, pero no crea que puede cambiar el tema tan fácilmente.

Sindermann se echó a reír.

—Vas demasiado rápido para mi gusto, Garviel. Muy bien, ¿qué es lo que quieres saber?

—Los hombres que en el libro se decía que usaban los poderes mágicos, ¿eran hechiceros?

—No lo sé —admitió Sindermann—. Es ciertamente posible. Los poderes que utilizan no parecen naturales.

—Pero ¿cómo sus dirigentes permitían el uso de tales poderes? Seguramente deben haber visto lo peligrosos que eran.

—Tal vez, pero piensa en esto: incluso ahora sabemos tan poco sobre el tema teniendo la luz de la sabiduría del emperador y la ciencia que nos guían. ¿Cuánto menos deben haber sabido ellos?

—Incluso un bárbaro debía saber que esas cosas eran peligrosas —dijo Loken.

—¿Bárbaro? —dijo Sindermann—. Es un término peyorativo, en efecto, mi amigo. No se apresure a juzgar, no somos tan diferentes de las tribus de la Vieja Tierra como usted podría pensar.

—Seguro que no lo está diciendo en serio —respondió Loken—. Somos tan diferentes de ellos como una estrella lo es de un planeta.

—¿Estás tan seguro, Garviel? Crees que el muro que separa la civilización de la barbarie es tan sólido como el acero, pero no lo es. Te aseguro que la división es un hilo, una hoja de vidrio. Un toque aquí, un empujón allá y volvemos al reinado de la superstición pagana, el miedo a la oscuridad y la adoración de seres caídos en lugares sagrados.

—Está exagerando.

—¿Lo hago? —preguntó Sindermann, inclinándose hacia adelante—. Imagina un mundo nuevo que experimenta una escasez de algunos recursos vitales, como el combustible, el agua o la comida, ¿cuánto tiempo tardará el comportamiento civilizado en quebrarse y retornar a la barbarie? ¿Cuánto tardaría el egoísmo humano en luchar para conseguir esos recursos a toda costa, incluso si eso significa dañar a otros traficar con el mal? ¿Habría que privar a otros de esos recurso, o incluso destruirlos en un esfuerzo por mantenerlo para uno mismo? La decencia y el civismo son sólo una fina capa sobre el animal que en el corazón de la humanidad se levanta cada vez que tiene la oportunidad.

—Lo hace sonar como si no hubiera esperanza para nosotros.

—Lejos de ello, Garviel, —dijo Sindermann, sacudiendo la cabeza—. La humanidad está continuamente perpleja en presencia de su propia creación, pero, gracias a las grandes obras del Emperador, creo firmemente que llegará el día en que alcanzaremos el dominio de todas aquellas cosas que se yerguen ante nosotros. El tiempo que ha pasado desde que comenzó la civilización no es más que un fragmento de la duración de nuestra existencia y un fragmento de las edades por venir. El reinado del Emperador, la fraternidad en la sociedad, la igualdad de derechos y privilegios y la educación universal anticipan la etapa última de la sociedad a la que nuestra experiencia, inteligencia y conocimiento tienden cada vez más. Será un renacimiento, en una forma superior, de la libertad, la igualdad y la fraternidad de las antiguas tribus del hombre antes que del surgimiento de caudillos como Kalagann o Narthan Dume.

Loken sonrió:

—Y pensar que yo creía que parecía desesperanzado.

Sindermann le devolvió la sonrisa a Loken y dijo:

—O, Garviel, ni mucho menos. Admito que quedé shockeado después de lo de las Cabezas Susurrantes, pero cuanto más leía, más me daba cuenta cuán lejos hemos llegado y qué tan cerca estamos de alcanzar todo lo que jamás soñamos. Cada día, estoy agradecido de que tengamos la luz del Emperador para guiarnos hacia un futuro dorado. No quiero ni pensar lo que podría llegar a ser de nosotros si llegara a pasarle algo.

—No te preocupes —dijo Loken—. Eso nunca va a suceder.

Aximand miró a través de un hueco en la tela y dijo:

—Erebus está aquí.

Horus asintió con la cabeza y se volvió hacia los cuatro miembros de la Mournival.

—¿Todos saben lo que tienen que hacer?

—No —dijo Torgaddon—. Lo hemos olvidado por completo. ¿Por qué no nos lo recuerdas?

Los ojos de Horus se oscurecieron por la ligereza de Tarik y dijo:

—Basta, Tarik. Hay un tiempo para bromas y este no lo es precisamente. Mantén la boca cerrada.

Torgaddon se sobresaltó por el estallido del Señor de la Guerra y lanzó una mirada a sus compañeros. Loken no se sorprendió tanto por haber presenciado como la ira del comandante había hecho estragos en los subordinados varias veces en las semanas transcurridas desde que habían partido del sistema de los Interexianos. Horus no había conocido la paz desde el terrible derramamiento de sangre en medio de la Galería de los Artefactos en Xenobia. Las muertes y la oportunidad perdida de la unificación con los Interexianos lo acosaban todavía.

Desde la debacle con los Interexianos, el Señor de la Guerra se había caído en una sombría melancolía, recluyéndose más y más dentro de su santuario, con la sola compañía de Erebus para aconsejarlo. El Mournival apenas había visto a su comandante desde que regresaron al espacio imperial y todos ellos sintieron profundamente el alejamiento de su presencia.

Donde una vez habían ofrecido su guía al Señor de la Guerra, ahora sólo Erebus le susurraba al oído.

Es por eso que el Mournival había recibido con alivio la noticia de que Erebus tendría que despedirse de la expedición y seguir viaje con su propia legión desde Davin.

Incluso, mientras se dirigía al sistema de Davin, el Señor de la guerra no había tenido un momento de paz. Repetidas peticiones de ayuda o asistencia táctica le llegaron de todas partes de la galaxia, de sus hermanos primarcas, de comandantes del Ejército y, lo más odioso de todos, del ejército de administradores civiles que seguían la estela de sus conquistas.

Los exactores de Terra, dirigidos por una alta administratrix llamada Aenid Rathbone, acosaban a diario al Señor de la Guerra pidiendo su asistencia para trasladarse a todos los territorios anexados para comenzar la recolección del diezmo del Emperador. Todas las personas con un mínimo de sentido común sabían que esa medida era prematura, y Horus había hecho todo lo posible para detener a Rathbone y a sus exactores, pero sólo podía mantenerse a raya por un corto tiempo.

—Si por mi fuera —Horus le había dicho a Loken una noche en que la habían examinado nuevas formas de retrasar la recaudación de los mundos anexados—, me gustaría matar a todos los exactores del Imperio, aunque estoy seguro de que estarían proyectando impuestos en el infierno para antes del desayuno.

Loken se había reído, pero la risa murió en su garganta cuando se dio cuenta de que Horus hablaba en serio.

Entonces habían llegado a Davin y había asuntos más importantes que tratar.

—Recuerda —dijo Horus—. Haz exactamente lo que te he dicho.

Un silencio reverente se adueñó de la asamblea y todos los presentes cayeron de rodillas cuando el elegido del Emperador hizo su entrada. Karkasy se sintió insignificante a los ojos del dios viviente, vestido como estaba con una magnífica armadura del color de un océano distante y un manto de color púrpura profundo. El ojo de Terra brillaba sobre su pecho y Karkasy se sintió superado por la belleza magistral del Señor de la Guerra.

Haber pasado tanto tiempo con la 63.ª Expedición y sólo ahora poner los ojos en el Señor de la Guerra parecía la más grosera pérdida de tiempo. Karkasy decidió arrancar las páginas que había escrito en el Bondsman número 7 esta semana y redactar un soliloquio épico en honor de la nobleza del comandante.

El Mournival lo siguió, junto a una mujer alta y escultural con un vestido de terciopelo carmesí con cuello alto y mangas abullonadas, su cabello largo llevado en un peinado demasiado recargado. Sintió elevarse su indignación al darse cuenta de que esta debía ser Vivar, la rememoradora terrana de la que habían oído hablar.

Horus levantó los brazos y dijo:

—Amigos, continuo insistiendo en que no hay necesidad de arrodillarse en mi presencia. Sólo el emperador es merecedor de tal honor.

Poco a poco, reacios a abandonar su veneración del dios viviente, la multitud se iba poniendo de pie cuando Horus pasó entre los más cercanos a él, dándoles la mano, deslumbrándolos con su encanto e su ingenio espontáneo. Karkasy vio los rostros de aquellos a los que el Señor de la Guerra dirigió la palabra, sintiendo el oleaje de los celos crecer en su pecho ante la idea de no ser de los favorecidos.

Sin pensarlo, comenzó abriéndose paso entre la multitud hacia la parte delantera, recibiendo miradas hostiles y algún que otro codazo. Sintió un tirón en el cuello de la túnica y estiró el cuello para reprender a quien había tratado su costosa vestimenta tan rudamente. Vio a Euphrati Keeler detrás de él y, al principio, pensó que estaba tratando de tirar de él hacia atrás, pero entonces le vio la cara y sonrió al darse cuenta de que ella venía iba detrás de él, utilizando su cuerpo como un ariete.

Se las arregló para acercarse hasta la parte delantera, cuando se acordó de por qué se le había permitido asistir a tal encuentro. Apartó la vista del Señor de la Guerra para posarla sobre Erebus de los Portadores de la Palabra.

Karkasy conocía muy poco de la Legión XVII, apenas que su Primarca, Lorgar, era el hermano más cercano y confidente de Horus. Ambas legiones habían luchado y derramado su sangre juntas, muchas veces, para la gloria del Imperio. Los miembros del Mournival se adelantaron y, uno por uno, Erebus los abrazó como a un hermano perdido hace mucho tiempo. Se reían y se daban palmadas en las armaduras en señal de bienvenida, aunque Karkasy vio una un poco de reticencia en el abrazo entre Loken y Erebus.

—Concéntrate, Ignace, concéntrate… —se susurró a sí mismo cuando se dio cuanta de que su mirada se concentraba otra vez en la Gloria del Señor de la Guerra. Arrancó los ojos de Horus una vez más para ver las manos de Abaddon y Erebus sacudirse por última vez, atisbando un destello plateado entre ellas. Él no podía estar seguro, ya que había sucedido tan rápido, pero le pareció que había visto una moneda o medalla de algún tipo.

El Mournival y Vivar tomaron posiciones a respetuosa distancia detrás del Señor de la Guerra, en cambio Maloghurst asumió su lugar al lado de su amo. Horus levantó los brazos y dijo:

—Están conmigo una vez más, mis amigos, reunidos para discutir nuestros planes para llevar la verdad y luz a los lugares oscuros —risas corteses y aplausos se difundieron hacia los bordes de la yurta cuando Horus continuó—. Una vez más volvemos a Davin, sede de un gran triunfo y el octavo mundo pacificado. Realmente es…

—Señor de la Guerra —dijo una voz desde el centro de la yurta.

Aunque la palabra se había dicho en voz baja, el público dejó escapar un grito de asombro colectivo por la flagrante violación de la etiqueta.

Karkasy vio como se ofuscaba la expresión del Señor de la Guerra y se dio cuenta de que era, inusual que alguien lo interrumpiera sin antes habérsele cedido la palabra.

La multitud se apartó de Erebus, como si temiera que la mera proximidad a él de alguna manera podría mancharlos con su temeridad.

—Erebus —dijo Maloghurst—. ¿Qué es lo que tiene para decir?

—Simplemente una corrección, palafranero —explicó el portador de la Palabra.

Karkasy vio a Maloghurst dar al Señor de la Guerra un vistazo de reojo.

—Una corrección dice usted. ¿Qué debe ser corregido?

—El Señor de la Guerra dijo que este mundo estaba pacificado —dijo Erebus.

—Davin lo está —gruñó Horus.

Erebus sacudió la cabeza tristemente y, por un breve instante, Karkasy detectó un rastro de diversión en su siguiente afirmación.

—No —dijo Erebus—. No lo está.

Loken sintió que su cólera crecía ante esta afrenta a su honor y sintió la ira del Mournival en la rigidez de sus espaldas. Sorprendentemente, Aximand fue más lejos, llevando la mano a su espada, pero Torgaddon sacudió la cabeza y un poco a regañadientes Horus retiró la mano de su arma.

Había conocido a Erebus sólo por un tiempo muy corto, pero Loken había sentido respeto y estima por la voz suave del capellán de los Portadores de la Palabra de mando. Su consejo había sido sabio, sus maneras sencillas y su fe inquebrantable en el Señor de la Guerra; empero la sutil infiltración de Erebus al lado del Señor de la Guerra había disgustado a Loken, más allá de simples celos. Desde que prestaba oídos al consejo del primer capellán, el comandante se había vuelto huraño e innecesariamente colérico. Maloghurst mismo había expresado su preocupación al Mournival sobre la creciente influencia del Portador de la Palabra en el Señor de la Guerra.

Desde la conversación con Erebus en la cubierta de observación delantera del Espíritu Vengativo, Loken había sentido que había más en el primer capellán que lo que se veía a simple vista. Las semillas de la sospecha se habían sembrado en su corazón aquel día, y las palabras de Erebus fueron ahora como una lluvia fresca sobre ellas.

Después de la influencia que había acumulado desde Xenobia, Loken casi no podía creer que Erebus eligiera ahora comportarse de forma grosera.

—¿Le importaría a hacer una aclaración al respecto? —preguntó Maloghurst luchando evidentemente por mantener la calma. Loken nunca había admirado el escudero más que ahora.

—Me gustaría —dijo Erebus— pero tal vez estas cuestiones sería mejor tratarlas en privado.

—Di lo que tengas que decir, Erebus. Éste es el Consejo de Guerra y no hay secretos aquí —dijo Horus. Loken sabía que todo el papel que el Señor de la Guerra había planeado para ellos era irrelevante ahora. Vio que los demás miembros del Mournival se dieron cuenta de esto también.

—Mi señor —comenzó Erebus— me disculpo si…

—Guarda tus disculpas, Erebus —dijo Horus—. Tienes el nervio de venir ante mí como de esta manera. Se te acogió y se te dio un lugar en mi Consejo de Guerra y así es como me pagas, ¿con la deshonra?, ¿con insolencias? No voy a soportar esto, te lo digo en este momento. ¿Lo entiendes?

—Sí, mi señor, y no pretendía deshonrarlo. Si se me permite continuar, verá que lo quiero decir no es ningún insulto.

Una crujido de tensión crujido llenó la yurta y Loken silenciosamente deseó que el Señor de la Guerra pusiera fin a esta farsa para retirarse a un lugar más apartado, pero podía sentir como se inflamaba la sangre del Comandante y ya no había marcha atrás en esta confrontación.

—Continúa —dijo Horus con los dientes apretados.

—Como ustedes saben, abandonamos el planeta hace seis décadas, mi señor. Davin fue pacificado y parecía que se convertiría en una parte próspera del Imperio. Lamentablemente, ese no ha sido el caso.

—Ve al grano, Erebus, —dijo Horus, apretando fuertemente los puños.

—Por supuesto. En ruta hacia Sardis y a nuestro encuentro con los 200.ª y la 3.ª flotas, el venerado Señor Kor-Phaeron ordenó que desviara hacia Davin para garantizar que la Palabra del Emperador, amado por todos, estuviera siendo mantenida por el Comandante Temba y las fuerzas que dejamos con él.

—¿Dónde está Temba de todos modos? —exigió Horus—. Le di suficientes hombres para acabar con los restos de la resistencia. Seguramente si en este mundo continuara la resistencia ya hubiera tenido noticias de él.

—Eugan Temba es un traidor, mi señor —dijo Erebus—. Él está en la luna de Davin y ya no reconoce al Emperador como su amo y señor.

—¿Traidor? —gritó Horus.

—Imposible. Eugan Temba era un hombre de buen carácter y un espíritu marcial admirable, al que elegí personalmente para ese honor ¡Nunca se convertiría en traidor!

—¡Ojalá eso fuera cierto, mi señor! —dijo Erebus, sonando realmente lamentable.

—Bueno. En el nombre del emperador ¿qué está haciendo en la luna? —inquirió Horus.

—Las tribus de Davin en sí eran honorables y aceptaron someterse al Imperio, pero las de la luna no —explicó Erebus—. Temba condujo a sus hombres en una expedición gloriosa, pero temeraria en última instancia, a la luna para someter a las tribus de allí.

—¿Por qué temeraria? Tal es el deber de un Comandante Imperial.

—Fue imprudente, mi señor, porque las tribus de la luna no entienden el respeto como lo hacemos nosotros y parece ser que cuando Temba intentó parlamentar honorablemente con ellos, emplearon… medios para distorsionar la percepción de nuestros hombres y volverlos en contra vuestra.

—¿Medios? ¡Habla con claridad, hombre! —dijo Horus.

—No me atrevo a nombrarlos, mi señor, pero son lo que podrían ser descritos en los textos antiguos como, bueno, hechicería.

Loken sintió como sus humores sanguíneos dieron un vuelco ante la mención de la hechicería, y una exclamación de incredulidad recorrió la yurta ante tal noción.

—Temba sirve ahora el amo de la luna de Davin y ha escupido sobre su juramento de lealtad al Emperador. Él te menciona como el lacayo de un dios caído.

Loken nunca había conocido a Eugan Temba, pero sintió que odio hacia el hombre como una enfermedad en su garganta ante este terrible insulto para el honor del Maestro de Guerra. Una asombrada ronda de lamentos recorrió la yurta a medida que los guerreros reunidos asimilaban este insulto tan fuertemente como él lo había hecho.

—¡Pagará por esto! —rugió Horus—. ¡Voy a cortar su cabeza y alimentar con su cuerpo a los cuervos! ¡Por mi honor, lo juro!

—Mi señor —dijo Erebus—. Lamento ser el portador de tan malas noticias pero sin duda este es un asunto del que se deberían encargar vuestros subordinados.

—¿Acaso insinúa que envíe a otros para vengar esta mancha sobre mi honor, Erebus? —exclamó Horus—. ¿Qué clase de un guerrero sería si lo hiciera? ¿Yo decreté la pacificación de este lugar? ¡Y que me aspen si un solo mundo sólo de los que yo conquisté abandonara el Imperio! —Horus se volvió hacia el Mournival—. Preparen la Punta de Lanza ¡ahora!

—Muy bien, mi señor —dijo Abaddon—. ¿Quién la liderará?

—Yo mismo lo haré —dijo Horus.

El Consejo de Guerra fue despedido; todas las demás preocupaciones y los asuntos pendientes se hicieron a un lado debido las terribles noticias. Una frenética actividad se apoderó de la 63.ª Expedición apenas los comandantes regresaron a sus unidades y se corrió la voz de la traición de Eugan Temba.

En medio de los preparativos urgentes para la partida, Loken se encontró con Ignace Karkasy Loken en la yurta tan recientemente desalojada por el indignado Consejo de Guerra. Estaba sentado con un libro abierto delante de él, escribía con gran pasión y sólo se detuvo para afilar su pluma con una navaja pequeña.

—Ignace —dijo Loken.

Karkasy levantó la vista de su trabajo, y Loken se sorprendió por la diversión que vio en el rostro del rememorador.

—Vaya reunión, ¿eh? ¿Son todas así de dramáticas?

Loken negó con la cabeza.

—No, por lo general no. ¿Qué estás escribiendo?

—Esto, oh, sólo un poema breve sobre el vil Temba —dijo Karkasy—. Nada especial, sólo para clarificar un poco el asunto. Me pareció muy apropiado dado el estado de ánimo de la expedición.

—Lo sé. No puedo creer que alguien pudiera decir tal cosa.

—Ni yo, y creo que ese es el problema.

—¿Qué quieres decir?

—Trataré de explicarlo —dijo Karkasy, levantándose de su asiento y caminando hacia los cuencos de carne fría para servirse un plato—. Recuerdo un consejo que escuché sobre el Señor de la Guerra. Decía que un buen truco al reunirse con él era mirarle los pies, porque si notabas su Mirada posada en ti seguramente olvidarías lo que ibas a decir.

—Ya lo había oído. Aximand me dijo lo mismo apenas ingresé al Mournival.

—Bueno, es obviamente un buen consejo, porque me tomó por sorpresa cuando lo vi de cerca por primera vez: absolutamente magnífico. Casi olvidé por qué estaba allí.

—No estoy seguro de si he entendido —dijo Loken, moviendo la cabeza cuando Karkasy le ofreció un poco de carne del plato.

—Piénsalo un poco, puedes imaginar que alguien que haya conocido a Horus —¿puedo llamarlo Horus? He oído que no está muy contento con que nosotros, meros mortales lo llamemos así— se atrevería a decirle en la cara aquello que Temba se supone que dijo.

Loken tardó un momento en seguir el hilo de las reflexiones de Karkasy, dandose cuenta de que su ira lo había cegado con el simple hecho del insulto a la gloria del Señor de la Guerra.

—Tienes razón, Ignace. Ninguno de los que haya conocido al Señor de la Guerra podría decir algo semejante.

—Así que la pregunta es: ¿por qué Erebus dijo lo que Temba había dicho?

—No lo sé. ¿Por qué iba a hacerlo?

Karkasy tragó parte de la carne en su plato y la acompañó con una copa de un licor blancuzco.

—¿Por qué en realidad? —preguntó Karkasy, el calentamiento del tejido de su historia—. Dígame: ¿ha tenido el «placer» de reunirse con Aeliuta Hergig? Ella es una rememoradora —una de las dramaturgas— y escribió algunas obras terriblemente recargadas. Cosas tediosas si usted me pregunta, pero no puedo negar que tiene una cierta habilidad cuando ella misma pisa las tablas. Recuerdo haberla visto representar a Lady Ofelia en La Tragedia de Amleti y era bastante buena, aunque…

—Ignace —advirtió Loken—. Ve al grano.

—Oh sí, por supuesto. Mi punto es que, aunque sea talentosa como actriz la señora Hergig no tiene nada que hacer al lado de la actuación de Erebus el día de hoy.

—¿Actuación?

—En efecto. Todo lo que hizo desde el momento en que entró en este yurta era una actuación. ¿No lo notaste?

—No, estaba demasiado enojado —admitió Loken—. Es por eso que te quería allí. Explícamelo, simplemente y sin digresiones, Ignace.

Karkasy se hinchó de orgullo antes de continuar.

—Muy bien. La primera vez que habló de del incumplimiento de Davin, Erebus sugirió tratar el asunto en algún lugar más privado; sin embargo, había abordado este tema altamente provocativo en una sala llena de gente. Y ¿te fijaste? Erebus dijo que Temba se había vuelto contra él, Horus, no contra el Emperador. Horus. Él lo convirtió en algo personal.

—¿Pero por qué iba a tratar de provocar el Señor de la Guerra de esa manera?

—Tal vez para desequilibrar su humor con el fin de provocar su cólera, como si hubiera sabido cual sería su reacción. Creo Erebus quería poner al Señor de la Guerra en una posición en la que no pudiera pensar con claridad.

—Ten cuidado, Ignace. ¿Estás sugiriendo que la Señor de la Guerra no pensaba con claridad?

—No, no, no —dijo Karkasy—. Sólo que con su humor estaba desequilibrado. Así Erebus fue capaz de manipularlo.

—Manipularlo ¿para qué?

Karkasy se encogió de hombros.

—No lo sé, pero lo que sí sé es que Erebus quería que Horus fuera a la luna de Davin.

—Pero le aconsejó no ir allí. Incluso tuvo el descaro de sugerir que los demás fueran en el lugar del Señor de la Guerra.

Karkasy le tendió la mano con desdén.

—Sólo para parecer que había tratado de disuadirlo de su curso de acción, a sabiendas de que el Señor de la Guerra no podía echarse atrás ante ese insulto a su honor.

—Y ni debería, rememorador, —dijo una voz profunda desde la entrada de la yurta.

Karkasy se levantó de un salto, y Loken se volvió hacia el sonido de la voz para ver al Primer Capitán de los Hijos de Horus, resplandeciente y enorme en su armadura de placas.

—Ezekyle —dijo Loken—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Buscándote —dijo Abaddon—. Deberías estar con tu compañía. El propio Señor de la Guerra es el líder de la Punta de Lanza, y tú pierdes el tiempo con escribientes que ponen en duda la palabra de un Astartes honorable.

—Primer Capitán Abaddon —masculló Karkasy, bajando la cabeza—. No pretendía ser irrespetuoso. Estaba informándole al capitán Loken de mis impresiones de lo que he oído.

—Permanece en silencio, gusano —le espetó Abaddon—. Debería matarte aquí mismo por cómo has deshonrado a Erebus.

—Ignace sólo estaba haciendo lo que le pedí que hiciera —señaló Loken.

—¿Tú lo metiste en esto, Garviel? —preguntó Abaddon—. Estoy muy decepcionado contigo.

—Hay algo que no está bien en esto, Ezekyle —dijo Loken—. Erebus no nos está diciendo toda la verdad.

Abaddon negó con la cabeza.

—¿Acaso vas a creer a este tonto por sobre un hermano Astartes? Tu coqueteo con poetastros te ha lavado el cerebro, Loken. El comandante oirá hablar de esto.

—Sinceramente espero que sí —dijo Loken, sintiendo como crecía su ira a medida que Abaddon desestimaba sus preocupaciones—. Voy a estar de pie junto a él cuando se lo digas.

El Primer Capitán giró sobre sus talones y se obligó a salir de la yurta.

—Primer Capitán Abaddon —dijo Karkasy—. ¿Puedo hacerle una pregunta?

—No, usted no puede —gruñó Abaddon, pero Karkasy se la hizo de todos modos.

—¿Que era esa cosa plateada que le dio Erebus cuando los vi juntos?