CATORCE
CATORCE
El olvidado
Mito viviente
Primogénesis
Pasar por la puerta de luz fue semejante a la intensificación del paso de una habitación a otra. Donde una vez hubo un mundo al borde de la disolución, Horus se encontró de pie en medio de una masa palpitante de personas, en una enorme plaza circular rodeada de torres y edificios magníficamente edificados en mármol. Miles de personas llenaban la plaza y, como era el doble de alto que el más alto, Horus pudo ver que cientos de personas más esperaban para entrar a partir de nueve avenidas arteriales.
Curiosamente, ninguna de estas personas advirtió la aparición repentina de dos guerreros gigantes en medio de ellos. Un conjunto de estatuas se situaba en el centro de la plaza y los cantos zumbaban desde los altavoces corroídos situados los edificios, mientras la masa humana marchaba en procesión alrededor de ellos. Un estruendoso repique de campanas sonaba en cada edificio.
—¿Dónde estamos? —preguntó Horus preguntó, mirando a las grandes aquilas de las fachadas de los edificios, sus agujas de oro y sus enormes rosetones acristalados. Cada estructura competía con su vecina por la supremacía en altura y ostentación. La vista de Horus para la proporción arquitectónica y la elegancia los vio como expresiones vulgares de devoción.
—No sé el nombre de este palacio —dijo Sejanus—. Sólo sé lo que he visto aquí, pero creo que es una especie de mundo santuario.
—¿Un mundo santuario? ¿Un santuario para qué?
—No es para qué —dijo Sejanus, apuntando a las estatuas en el centro de la plaza—. ¿Quién?
Horus miró más de cerca las estatuas enormes, rodeado por la multitud. Las estatuas del anillo exterior estaban talladas en mármol blanco y cada guerrero brillante estaba vestido con una armadura completa de batalla Astartes. Rodeaban a la figura central, que estaba vestida también con una armadura dorada que brillaba y centelleaba con piedras preciosas. Ésta figura llevaba una antorcha encendida en alta y su luz lo iluminaba todo a su alrededor. El simbolismo estaba claro: la figura central llevaba su luz al pueblo y sus guerreros estaban allí para protegerlo.
El guerrero dorado era claramente un rey o un héroe de algún tipo, sus características regias, aunque el escultor las había exagerado a proporciones ridículas. Las proporciones de las estatuas que rodeaban a la figura central eran igualmente grotescas.
—¿De quién es la estatua de oro? —preguntó Horus.
—¿No lo reconoce? —preguntó Sejanus.
—No. ¿Debería?
—Vamos a echar un vistazo más de cerca.
Horus siguió a Sejanus adentrándose en la multitud, acercándose más hacia el centro de la plaza. La multitud se separó ante ellos sin siquiera inmutarse.
—¿Éstas personas nos ven? —le preguntó.
—No —dijo Sejanus—. O puede que si pero nos olvidan en un instante. Nos movemos entre ellos como fantasmas y no nos recordarán.
Horus se detuvo frente a un hombre vestido con un raído escapulario, que rondaba en torno a las estatuas con sus pies ensangrentados. Tenía el pelo tonsurado y agarraba un puñado de huesos tallados atados con una cuerda. Un vendaje ensangrentado le cubría un ojo y una larga tira de pergamino adherido al escapulario colgaba hasta el suelo.
Con apenas una pausa, el hombre lo rodeó, pero Horus alargó el brazo e impidió su avance. Una vez más, el hombre intentó pasar a Horus, pero de nuevo le fue impedido.
—Por favor, señor —dijo el hombre sin levantar la vista—. Tengo que seguir adelante.
—¿Por qué? —le preguntó Horus—. ¿Qué estás haciendo?
El hombre se quedó perplejo, como si luchara por recordar lo que estaba haciendo.
—Tengo que seguir adelante —dijo de nuevo.
Exasperado por las respuestas inútiles del hombre, Horus hizo a un lado para dejarlo pasar. El hombre bajó la cabeza y dijo:
—El Emperador lo observa, señor.
Horus sintió un escalofrío a lo largo de su espina dorsal con sus palabras. Se abrió paso entre la multitud sin encontrar resistencia hacia el centro de la plaza a medida que una terrible sospecha comenzó a formarse en sus entrañas. Alcanzó a Sejanus, que se erguía sobre un pedestal al pie de las estatuas, donde un enorme par de aquilas de bronce formaban el telón de fondo para un gigantesco atril.
Un funcionario gordo, embutido en una casulla dorada, con una mitra de oro y seda leía en voz alta de un libro grueso, encuadernado en cuero. Sus palabras llegaban a la multitud a través de trompetas de plata portadas por lo que parecían niños alados que flotaban por encima de él.
Cuando Horus se acercó, vio que el oficial era un ser humano sólo desde la cintura para arriba. Una compleja serie de sibilantes pistones y barras de bronce componían su mitad inferior fundida con el atril, que estaba montado en una base con ruedas.
Horus no le hizo caso, mirando a las estatuas, finalmente reconociéndolas como lo que eran.
Aunque sus rostros eran irreconocibles para alguien que los conocía como Horus, sus identidades eran inconfundibles.
La más cercana era la de Sanguinius, sus alas extendidas como las alas de las aquilas que adornaban todas las estructuras que rodeaban la plaza. A un lado del Señor de los Ángeles estaba Rogal Dorn, las alas desplegadas rodeando su cabeza como un halo. Al otro lado se hallaba alguien que sólo podía ser Leman Russ, con el pelo tallado para parecerse a una melena salvaje y con una capa de pieles de lobo situada en torno a sus enormes hombros.
Horus caminó alrededor de las estatuas, viendo las otras imágenes familiares: Guilliman, Corax, el León, Ferrus Manus, Vulkan y, finalmente, Jaghatai Khân.
Ahora no podía haber duda de la identidad de la figura central y Horus miró a la cara tallada del Emperador. Sin duda, los habitantes de este mundo pensaban que era magnífica, pero Horus sabía que esto era una obra pésima, fallando en capturar el dinamismo y fuerza de la personalidad del Emperador.
Con la altura adicional que ofrecía el pedestal de las estatuas, Horus veía a la masa circulante de personas y se preguntó quienes creían que hicieron este lugar.
«Peregrinos», pensó Horus. La palabra saltó espontáneamente a su mente.
Junto con la ostentación y adornos vulgares que vio en los edificios circundantes, Horus supo que no era simplemente un lugar de devoción, sino que era mucho más.
—Éste es un lugar de culto —dijo mientras Sejanus se unía a él a los pies de la estatua de Corax. El mármol frío capturaba perfectamente la tez pálida de su taciturno hermano.
Sejanus asintió con la cabeza y dijo:
—Es todo un mundo dedicado a la alabanza del Emperador.
—¿Pero por qué? El emperador no es dios. Pasó siglos liberando a la humanidad de las cadenas de la religión. Esto no tiene sentido.
—No en su propio tiempo, pero este es el Imperio que lo sucederá si los acontecimientos siguen su curso actual —dijo Sejanus—. El Emperador tiene el don de la presciencia y ha previsto este tiempo futuro.
—¿Con qué propósito?
—El de destruir las viejas creencias para que un día su culto sustituya más fácilmente a todos ellos.
—No —dijo Horus—, yo no creo eso. Mi padre siempre rechazó cualquier idea de divinidad. Él dijo una vez que en la antigua Tierra había antorchas, que eran los maestros, pero también extintores, que eran los sacerdotes. Él nunca hubiera tolerado esto.
—Todo este mundo es su templo —dijo Sejanus—, y no es el único.
—¿Hay más mundos como éste?
—Cientos —asintió con la cabeza Sejanus—, probablemente, incluso miles.
—Pero el emperador censuró a Lorgar por un comportamiento de este tipo —protestó Horus—. La Legión de los Portadores de la Palabra planeó grandes monumentos al Emperador y persiguió a toda una población por su falta de fe, pero el Emperador no lo toleró y le dijo que le avergonzaba Lorgar por tales hechos.
—Él no estaba preparado para el culto en ese momento, no tenía el control sobre toda la galaxia. Es por eso que lo necesita a usted.
Horus se apartó de Sejanus y miró al rostro dorado de su padre, desesperado por refutar las palabras que estaba escuchando. En cualquier otro momento, habría golpeado Sejanus por semejante sugerencia, pero la evidencia estaba allí ante él.
Se volvió hacia Sejanus.
—Estos son algunos de mis hermanos, pero ¿dónde están los otros? ¿Dónde estoy yo?
—No lo sé —respondió Sejanus—. He caminado por este lugar muchas veces, pero nunca he visto sus imágenes.
—¡Yo soy su regente elegido! —exclamó Horus—. He luchado en mil batallas por él. La sangre de mis guerreros está en sus manos y él hace caso omiso de mí como si no existiese.
—El emperador lo ha olvidado, Señor de la Guerra —dijo Sejanus—. Pronto le va a dar la espalda a su gente para ganar su lugar entre los dioses. Él se preocupa sólo por sí mismo y de su poder y gloria. Nos engañó a todos. No tenemos lugar en su gran plan y, cuando llegue el momento, nos despreciará a todos y ascenderá a la divinidad. A pesar de que estábamos luchando una guerra tras otra en su nombre, él estaba construyendo en secreto su poder en la disformidad.
El canto monótono de los oficiales —un sacerdote, advirtió Horus— continuó mientras los peregrinos mantenían la lenta procesión en torno a su dios. Las palabras de Sejanus martillaban contra su cráneo.
—Esto no puede ser verdad —dijo Horus en voz baja.
—¿Qué hace un ser de la magnitud del Emperador hacer después de haber conquistado la galaxia? ¿Qué le resta sino la divinidad? ¿De qué le sirven aquellos a los que deja tras de sí?
—¡No! —gritó Horus, dando un paso hacia el ingenio y arrojando al sacerdote al suelo. El predicador híbrido augmentado se rompió por la cintura, separándose del púlpito y se puso a gritar en un charco de sangre y petróleo. Sus gritos se esparcieron por toda la plaza mediante las trompetas de los niños flotantes, aunque nadie de la multitud parecía dispuesto a ayudarlo.
Horus se adentró en la plaza lleno de una furia ciega, dejando detrás a Sejanus en el pedestal de las estatuas. Una vez más, la multitud se separó ante él, tan indiferente a su salida como lo había sido a su llegada. En momentos llegó a la orilla de la plaza y se dirigió hasta el más cercano de los bulevares arteriales. La gente llenaba la calle, pero no le hizo caso cuando se abrió paso a través de ellos, cada cara extasiada en la imagen del Emperador.
Sin Sejanus junto a él, Horus se dio cuenta de que estaba completamente solo. Oyó el aullido de un lobo a la distancia, una vez más su grito sonaba como si le llamara. Se detuvo en el centro de una calle llena de gente, escuchando el aullido de los lobos de nuevo, pero se silenciaron tan repentinamente como había llegado.
La multitud corría a su alrededor a medida que escuchaba y Horus vio que una vez más, nadie le prestaba la más mínima atención. Nunca desde que Horus se había separado de su padre y sus hermanos se había sentido tan aislado. De repente sintió el dolor de verse enfrentado a la escala de su propia vanidad y orgullo al darse cuenta de lo mucho que dependía de la adoración de los que le rodean.
En cada rostro, veía la misma devoción ciega que él había presenciado en la masa que rodeaba las estatuas, un amor reverencial por un hombre al que llamaba padre. ¿Acaso estas personas no se daban cuenta que las victorias que habían ganado su libertad se habían ganado con la sangre de Horus?
¡Debía haber una estatua de Horus rodeado de sus hermanos primarcas, no del Emperador!
Horus se apoderó del devoto más cercano y lo sacudió violentamente por los hombros, gritando:
—¡Él no es un dios! ¡Él no es un dios!
El cuello del peregrino se quebró con un crujido audible y Horus sintió los huesos astillados del hombre aplastados por su mano de hierro. Horrorizado, soltó al muerto y corrió adentró más en el laberinto del mundo santuario, dando vueltas al azar, mientras buscaba perderse en sus calles llenas de gente.
Cada cambio de dirección lo llevaba a lo largo de avenidas atestadas de fieles y maravillas dedicadas a la gloria del Dios-Emperador: calles en las que cada adoquín estaba inscrito con oraciones, kilométricos osarios de huesos enchapados en oro y bosques de columnas de mármol con innumerables santos representados en ellas.
Al azar los demagogos recorrían las calles, una fanática mortificaba su carne con un flagelo, mientras que otro levantaba dos prendas de tela de color naranja por las esquinas y gritaba que no iba a usarlas. Horus no le encontraba sentido a nada de eso.
Gigantescas naves de oración recorrían esta parte de la ciudad santuario, zepelines monstruosamente hinchados con las velas broncíneas de barrido y enormes motores de hélice. Largos banderas con oraciones colgaban de sus cascos plateados y los himnos sonaban desde altavoces colgantes en forma de cráneos de ébano.
Horus pasó ante un gran mausoleo donde bandadas de ángeles de piel marfileña, con alas de plumas de bronce, que volaban desde los arcos oscuros y descendían ante la multitud reunida frente al edificio. Los ángeles solemnes se abalanzaban sobre las masas gimoteantes de vez en cuando para arrancar algún alma extática de entre los peregrinos y los gritos de adoración y de alabanza seguían a cada suplicante cuando eran llevados a través de los portales tenebrosos del mausoleo.
Horus vio que la muerte se venera en el cristal coloreado de cada ventana, que se celebraba en las tallas en todas las puertas y se veneraba en las endechas fúnebres que se hacían eco en las trompetas de los niños con alas que se reían como aves de rapiña. Banderas aleteaban con estruendo de huesos y el viento silbaba a través de las órbitas de calaveras puestas en ataúdes santuario en los postes de bronce. La morbilidad colgaba como un velo sobre este mundo y Horus no podía conciliar la solemnidad oscura, gótica de esta nueva religión con la fuerza dinámica de la verdad, la razón y la confianza que había impulsado la Gran Cruzada de las estrellas.
Templos y santuarios sombríos pasaban ante él en un instante. Cenobitas y predicadores arengaban a los peregrinos en todas las esquinas al son del repique de las campanas agoreras. Hacia cualquier parte que Horus mirara, veía las paredes decoradas con frescos, pinturas y bajorrelieves de caras familiares: sus hermanos y el propio Emperador.
¿Por qué no había ninguna representación de Horus?
Era como si nunca hubiera existido. Cayó de rodillas, levantando los puños hacia el cielo.
—Padre, ¿por qué me has abandonado?
La Espíritu Vengativo le pareció vacía a Loken y sabía que era algo más que simplemente la ausencia de personas. La presencia sólida y tranquilizadora del Señor de la Guerra, siempre presente, ahora estaba dolorosamente ausente. Los pasillos de la nave estaban vacíos, pareciendo aún más huecos, como si se tratara de un arma despojada de sus municiones, una vez poderosa, pero ahora simplemente un metal inerte.
Aunque partes del buque seguían llenos de personas reunidas en grupos pequeños, todos con velasen sus manos, había un vacío en el lugar que dejaba a Loken una similar sensación de vacuidad.
Cada grupo le preguntaba algo al pasar. El respeto normal debido a un guerrero Astartes quedaba olvidado en su desesperación por conocer la suerte del Señor de la Guerra. ¿Estaba muerto? ¿Estaba vivo? ¿El Emperador vendrá de Terra para salvar a su amado hijo?
Loken pasaba a través de los grupos, empujando a través de ellos sin responder a sus preguntas mientras se abría camino hacia la Cámara de Archivos Número Tres. Sabía que Sindermann estaría allí —siempre estaba allí en estos días— investigando y estudiando detenidamente sus libros como un poseso. Loken necesita respuestas sobre la Logis de la Serpiente y las necesitaba ahora.
El tiempo era esencial y ya había hecho una parada en la cubierta médica a fin de entregar el anatam al apotecario Vaddon.
—Tenga mucho cuidado, apotecario —le advirtió Loken, colocando reverentemente la caja de madera en la losa de acero que se situaba entre ellos—. Ésta es un arma kinebrach llamada anatam. Fue forjada en un metal xeno-sensible y es absolutamente letal. Creo que es la fuente de la enfermedad del Señor de la Guerra. Haga lo que sea necesario para averiguar qué ha ocurrido, pero pronto.
Vaddon había asentido con la cabeza, estupefacto porque Loken había regresado con algo que podría utilizar realmente. Levantó el anatam por la empuñadura de oro tachonado y lo colocó dentro de una cámara espectrográfica.
—No puedo prometerle nada, Capitán Loken —dijo Vaddon—, pero haré lo que esté a mi alcance para encontrar una respuesta.
—Eso es todo lo que le pido, pero cuanto antes mejor. Y no le diga a nadie que tiene esta arma.
Vaddon asintió con la cabeza y volvió a su trabajo, dejando a Loken que buscara a Kyril Sindermann en los archivos de la poderosa embarcación. La impotencia que se había apoderado de él anteriormente, había desaparecido ahora que tenía un propósito. Estaba tratando de salvar al Señor de la Guerra y ese conocimiento le dio nuevas esperanzas de que todavía podría haber una manera de traerlo de vuelta sano y salvo en cuerpo y espíritu.
Como siempre, los archivos estaban en silencio, pero ahora había un sentido más profundo de la desolación. Loken se esforzó por escuchar algún sonido; finalmente oyó el rasguido de una pluma detrás de unas pilas de libros. Rápidamente se dirigió hacia el sonido, saber antes de llegar a la fuente que era su antiguo mentor. Sólo Kyril Sindermann rayaba la página con semejantes trazos intensos.
Efectivamente, Loken encontró a Sindermann sentado en su mesa de siempre y al verlo, Loken supo con absoluta certeza que no se había movido de ese lugar desde la última vez que habían hablado. Botellas de agua y paquetes descartables de comida estaban esparcidos alrededor de la mesa. Un macilento Sindermann lucía ya un crecimiento de pelo fino de color blanco en las mejillas y la barbilla.
—Garviel —dijo Sindermann sin levantar la vista—. Has vuelto. ¿Ha muerto el Señor de la Guerra?
—No —contestó Loken—. Por lo menos yo no lo creo. No todavía.
Sindermann levantó la vista de sus libros, pilas al azar que amenazaban con caerse al suelo.
—¿No lo crees?
—No lo he visto desde que se lo llevaron de la mesa de operaciones —confesó Loken.
—¿Entonces por qué estás aquí? Seguramente no puede ser para una lección sobre los principios y la ética de la civilización. ¿Qué está pasando?
—No lo sé —admitió Loken—. Algo malo, creo. Necesito su conocimiento de… cosas esotéricas, Kyril.
—¿Cosas esotéricas? —repitió Sindermann, dejando su pluma—. Ahora estoy intrigado.
—La Legión ha llevado al Señor de la Guerra al Templo de la Logia Serpiente de Davin. Lo han colocado en un templo que ellos llaman el Delphos y dicen que los «espíritus eternos de las cosas muertas» salvarán al enfermo.
—¿Logia de la Serpiente? —preguntó Sindermann, tomando unos libros, aparentemente al azar, de los montones desordenados sobre el escritorio—. Serpientes… ahora se pone interesante.
—¿Qué pasa?
—Serpientes —repitió Sindermann—. Desde el mismo comienzo de los tiempos, en todos los continentes donde la humanidad adoraba a los dioses, la serpiente ha sido reconocida y aceptada como una divinidad. Desde las selvas vaporosas de las islas Afrique hasta las heladas inmensidades de Alba, las serpientes han sido veneradas, temidas y adoradas en partes iguales. Creo que el mito de la serpiente es probablemente la más extendida mitología que conoce la humanidad.
—Entonces, ¿cómo llegó a Davin? —preguntó Loken.
—No es difícil de entender —explicó Sindermann—. Los mitos no se expresaban inicialmente en forma verbal o por escrito, porque el lenguaje se consideró inadecuado para transmitir la verdad expresada en las historias. Los mitos no se propagan con palabras escritas, Garviel sino con narradores y donde encuentre gente, no importa cuán primitiva o lejanamente haya sido separada de la cuna de la humanidad, siempre encontrará narradores. La mayoría de estos mitos fueron propagados probablemente, bailando o cantando, la mayor parte de las veces en estados hipnóticos o alucinatorios. Debe haber sido todo un espectáculo, pero de todos modos, este método de recuento se decía que permitía que las energías creativas y las relaciones detrás del mundo natural pudieran ser introducidas en el ámbito consciente. Los pueblos antiguos creían que los mitos habían creado un puente entre el mundo de la metafísica y la realidad.
Sindermann hojeaba las páginas de lo que parecía un libro nuevo encuadernado en cuero rojo y volvió el libro para Loken lo pudiera ver.
—Aquí, puede verlo claramente.
Loken miró las fotos, apreciando las imágenes de salvajes desnudos bailando con palos largos coronados con serpientes, así como reptiles espiralados pintados en cerámica primitiva. Otras fotografías mostraban vasos con serpientes gigantescas rodeando soles, lunas y estrellas, al tiempo que mostraban más serpientes que aparecían por debajo de plantas que crecían en espiral o por encima de los vientres de mujeres embarazadas.
—¿Qué estoy viendo exactamente? —le preguntó.
—Artefactos recuperados de una docena de mundos diferentes durante la Gran Cruzada —dijo Sindermann, golpeando con el dedo las imágenes—. ¿No lo ve? Llevamos nuestros mitos con nosotros, Garviel, no los reinventamos.
Sindermann dio vuelta la página para mostrar más imágenes aún de las serpientes y dijo:
—Aquí la serpiente es el símbolo de la energía, la energía espontánea, creadora… y de la inmortalidad.
—¿La inmortalidad?
—Sí, en la antigüedad, los hombres creían que la capacidad de la serpiente de despojarse de su piel y así renovar su juventud la hacían guardiana de los secretos de la muerte y el renacimiento. Ellos veían en la luna, creciente y menguante, esta misma capacidad y, por supuesto, el ciclo lunar tiene un antiguo vínculo con el ritmo creador de la vida de la hembra. La luna se convirtió en la señora de los misterios gemelos del nacimiento y de la muerte, y la serpiente era su contraparte terrenal.
—La luna… —dijo Loken.
—Sí —continuó Sindermann, ahora bien entrado en el tema—. En los ritos de iniciación temprana en la que se ve al aspirante morir y renacer, la luna era la diosa madre y la serpiente divina el padre. No es difícil ver por qué la conexión entre la serpiente y la curación se convierte en un aspecto permanente del culto serpentino.
—¿Es eso lo que es? —resopló Loken—. ¿Un rito de iniciación?
Sindermann se encogió de hombros.
—No podría asegurarlo, Garviel. Necesito averiguar más.
—Dígame —gruñó Loken—. Tiene que decirme todo lo que sabe.
Sorprendido por la insistencia de Loken, Sindermann se acercó varios libros más, hojeando algunos de ellos mientras el capitán de la 10.ª Compañía se cernía sobre él.
—Sí, sí… —murmuró, hojeando rápidamente las páginas muy manoseadas—. Sí, aquí está. Ah… sí. Una palabra para serpiente en una de las lenguas perdidas de la vieja Tierra era «nahash» que aparentemente significaba «adivinar». Parece que fue traducido posteriormente, pasando a significar una serie de cosas diferentes, dependiendo de la raíz etimológica que se emplee.
—¿Pero cuál es su significado? —preguntó Loken.
—Su primera interpretación podría ser «enemigo» o «adversario», pero parece haber sido más popularmente traducido como «Seytan».
—Seytan —dijo Loken—. He oído ese nombre antes.
—Nosotros… ah, hablamos de ello en el episodio de la Cabezas Susurrantes —dijo Sindermann en voz baja, mirando a su alrededor como si alguien pudiera estar escuchando—. Se dice que era una fuerza de maligna oscuridad, abatida por un héroe dorado de la Tierra. Como sabemos ahora, el espíritu de Samus era probablemente el equivalente local de los habitantes de 63-19.
—¿Usted lo cree así? —preguntó Loken—. ¿Samus era un espíritu?
—De alguna forma, sí —dijo honradamente Sindermann—. Creo que lo que vi debajo de las montañas era más que un simple xeno de algún tipo, no importa lo que diga el Señor de la Guerra.
—¿Y esta serpiente sería Seytan?
Sindermann, encantado de tener un tema sobre el que podía iluminar, sacudió la cabeza y dijo:
—No. Si lo examinamos más detenidamente, la palabra «serpiente” tiene su origen en las lenguas Olympicas como “drakon», la serpiente cósmica que era vista como un símbolo del caos.
—¿Caos? —exclamó Loken—. ¡No!
—Sí —continuó Sindermann vacilante, señalando un pasaje de texto de otro de sus libros—. Éste es el «caos” o “serpiente», que debe ser superada para crear orden y mantener la vida de una manera significativa. Éste dragón serpiente era una criatura de gran poder y sus años sagrados eran tiempos de gran ambición y riesgo increíble. Se decía que los acontecimientos que ocurren en un año del dragón se multiplican por tres en intensidad.
Loken trató de ocultar su horror ante las palabras de Sindermann, el significado ritual de la serpiente y su lugar en la mitología cimentaban su convicción de que lo que estaba sucediendo en Davin estaba horriblemente mal. Miró hacia el libro delante de él y dijo:
—¿Qué es esto?
—Un pasaje del Libro de Atum —dijo Sindermann, como si temiera decirlo en voz alta—. Yo sólo lo encontré hace poco, te lo juro. No pensé que tuviera nada que ver, yo todavía no me… Después de todo, es sólo un galimatías ¿no?
Loken se obligó a mirar el libro, sintiendo que su corazón se aceleraba con cada palabra que leía en sus páginas amarillentas.
Yo soy Horus, forjado por los más antiguos dioses,
Yo soy el que dio paso hacia el Kaos
Yo soy el gran destructor de todo.
Yo soy el que hizo lo que me parecía bien,
Y estableció la destrucción en el palacio por mi voluntad.
El mío es el destino de aquellos que se desplazan a lo largo de
Éste camino serpenteante.
—No soy un estudioso de la poesía —le espetó Loken—. ¿Qué significa?
—Es una profecía —dijo Sindermann vacilante—. Habla de un momento en que el mundo volverá a su caos original y los aspectos ocultos de los dioses supremos se convertirán en la serpiente nuevamente.
—No tengo tiempo para metáforas, Kyril —advirtió Loken.
—En su nivel más básico —dijo Sindermann—, habla sobre la muerte del universo.
Sejanus lo encontró en las escaleras de la basílica abovedada, su ancha puerta, flanqueada por altísimos esqueletos envueltos en ropas fúnebres con incensarios ceremoniales delante de ellos. A pesar de que la oscuridad había caído, las calles de la ciudad todavía estaban atestadas de fieles, cada uno con una vela encendida o una linterna para iluminar el camino.
Horus levantó la vista cuando se acercó Sejanus, pensando que las procesiones de luz a través de la ciudad le hubieran parecido hermosas en cualquier otro momento. El boato y la pompa de los palanquines y los altares llevados a lo largo de las calles anteriormente le hubieran irritado, si la procesión fuera en su honor, pero ahora los añoraba.
—¿Ha visto todo lo que necesita ver? —le preguntó Sejanus, sentándose a su lado en los escalones.
—Sí —respondió Horus—. Quiero salir de este lugar.
—Podemos dejarlo cuando quiera, sólo dígalo —dijo Sejanus—. Ya no hay más que ver de todos modos y nuestro tiempo no es infinito. Su cuerpo se está muriendo y usted debe hacer su elección antes de que esté más allá de la ayuda de los poderes que moran en la disformidad.
—Ésta elección, —preguntó Horus—. ¿Significa lo que yo creo?
—Sólo usted puede decidirlo —dijo Sejanus cuando las puertas de la basílica se abrieron detrás de ellos.
Horus miró sobre su hombro, viendo un rectángulo familiar de luz, donde había esperado ver un vestíbulo oscuro.
—Muy bien —dijo de pie y girando hacia la luz—. Entonces, ¿a dónde vamos ahora?
—Al principio —respondió Sejanus.
Avanzando a través de la luz, Horus se encontró de pie en lo que parecía ser un laboratorio colosal, sus paredes cavernosas formadas por paneles de acero blanco y plata. El aire tenía un regusto estéril y Horus podía aseverar que la temperatura del aire estaba a punto de congelación. Cientos de figuras en trajes blancos totalmente cerrados sobre con visores dorados reflectantes llenaban el laboratorio, trabajando en filas y filas de máquinas, sentados encima de bancos largos de acero.
Bocanadas de vapor surcaban el aire con arremolinándose sobre la cabeza de cada trabajador y largos tubos en espiral surgían de las piernas y los brazos de los trajes blancos antes de conectarse a engorrosas mochilas. Aunque ninguna palabra no era pronunciada, había una sensación de grandes proyectos en el aire. Horus vagó a través de la instalación, sus habitantes hacían caso omiso de él tan completamente como los del mundo santuario. Por instinto, sabía que él y Sejanus estaban muy por debajo de la superficie de cualquier mundo al que habían viajado.
—¿Dónde estamos ahora? —le preguntó—. ¿En qué época estamos?
—Terra —dijo Sejanus—, en los albores de una nueva era.
—¿Qué significa eso?
En respuesta a su pregunta, Sejanus señaló a la pared del fondo del laboratorio donde un campo de energía brillante protegida una puerta de acero. El signo del aquila estaba grabado en el metal, junto con extraños símbolos místicos que estaban fuera de lugar en un laboratorio dedicado a la búsqueda de la ciencia. Con sólo mirar a la puerta Horus se sintió incómodo, como si todo lo que hubiera más allá fuera de alguna manera una amenaza para él.
—¿Qué hay detrás de esa puerta? —Horus preguntó, retrocediendo ante el portal de acero.
—Verdades que no quiere ver —respondió Sejanus—, y respuestas que no quiere oír.
Horus sentía una sensación extraña, desconocida, revolviéndole el vientre y luchó para eliminarla al darse cuenta de que, a pesar de que lo habían creado para no sentirla, la sensación era miedo. Nada bueno podía vivir detrás de esa puerta. Sus secretos mejor debían ser olvidados y todo conocimiento que había más allá, debía permanecer oculto.
—No quiero conocerlas —dijo Horus, dando la espalda a la puerta—. Es demasiado.
—¿Le teme a las respuestas? —lo acusó airadamente Sejanus—. Ése no es el Horus que seguí a la batalla durante dos siglos. Ése Horus sabía que no debía eludir verdades incómodas.
—Tal vez no, pero todavía no quiero verla —dijo Horus.
—Me temo que no tiene una elección, amigo mío —dijo Sejanus. Horus levantó la mirada y se paró frente a la puerta. Ráfagas de aire helado surgieron de una rendija cuando esta se levantó lentamente y disipó el campo de energía. Luces amarillas intermitentes se encendieron a ambos lados de la puerta, pero nadie en el laboratorio prestó atención cuando la puerta se deslizó hacia arriba en la pared de paneles de madera.
Más allá reposaba algún conocimiento oscuro, de eso Horus estaba seguro, tan cierto como que sabía que no podía ignorar la tentación de descubrir los secretos que escondía. Debía saber lo que se ocultaba allí. Sejanus estaba en lo cierto, no estaba en su naturaleza alejarse de cualquier cosa, sea lo que fuera. Él se había enfrentado a todos los terrores que la galaxia tenía para mostrar y no se había amilanado. Éste no sería diferente.
—Muy bien —dijo—. Muéstrame.
Sejanus sonrió y golpeó su mano contra la hombrera de Horus, diciendo:
—Sabía que podíamos contar con usted, amigo. Esto no será fácil pero sé que no nos mostrarían esto a menos que fuera necesario.
—Haz lo que debas —dijo Horus, sacudiendo la mano. Por un breve instante, el reflejo de Sejanus apareció como una máscara borrosa en el metal brillante de la puerta y Horus creyó ver una sonrisa reptiliana en el rostro de su amigo—. Hagámoslo.
Caminaron juntos a través de la niebla helada, pasando por un amplio corredor, de paredes de acero que conducía a una puerta idéntica, que también se deslizó hacia el techo cuando se acercaron.
La cámara se extendía hasta un tamaño más allá de la mitad del que ocupaba el laboratorio. Sus paredes eran prístinas y estériles y estaba vacía de técnicos y científicos. El suelo era de cemento liso y la temperatura fresco, no fría.
Una pasarela central elevada corría a lo largo de la cámara cilíndrica con diez grandes tanques del tamaño de torpedos acostados a ambos lados de la misma, con largos números de serie estampados en sus flancos. Un vapor se elevaba desde la parte superior de cada tanque como aliento. Por debajo de los números de serie se hallaban estampados los mismos símbolos místicos que había visto en la puerta que conduce a este lugar.
Cada tanque estaba conectado a una colección de extrañas máquinas, cuyo propósito Horus no podía no siquiera imaginar. Su tecnología se diferencia de todo lo que había visto en su vida, su construcción estaba incluso más allá de su intelecto increíble.
Subió las escaleras de metal que llevaban a la pasarela, escuchando sonidos extraños, como puños que golpeaban sobre metal, cuando llegó a la cima. Ahora en lo alto de la pasarela, pudo ver que en cada tanque había una escotilla ancha en su extremo, con una rueda en su centro y una gruesa capa de cristal blindado por encima de ella.
Una luz brillante parpadeaba detrás de cada bloque de vidrio y el aire vibraba con potencial. Algo de todo esto le parecía terriblemente familiar a Horus y sintió un deseo irresistible de saber lo que había dentro de los tanques, al mismo tiempo temiendo lo que pudiera ver.
—¿Quiénes son éstos? —preguntó al oír que Sejanus subía detrás de él.
—No me sorprende que no recuerde. Han pasado más de doscientos años.
Horus se inclinó hacia delante y limpió con su guante el cristal empañado de la escotilla del tanque más cercano. Entornó los ojos contra el brillo, esforzándose para ver qué había dentro. La luz era cegadora, pero a pesar de ello pudo ver un borrón de movimiento, como humo negro en el viento.
Algo le vio. Algo se acercó a él.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Horus, fascinado por la extraña, informe figura que nadaba a través de la luz del tanque. Su acercamiento era lento y se convirtió en una silueta que a medida que se acercaba al cristal, su forma resuelta en algo más sólido.
El tanque zumbaba con el poder, como si el metal fuera apenas capaz de contener la energía generada por la criatura que contenía.
—Estas son las más secretas geno-bóvedas del Emperador debajo de los picos del Himalaya —dijo Sejanus—. Aquí es donde fueron creados.
Horus no estaba escuchando. Estaba mirando a través del cristal con asombro a un par de ojos acuosos que eran el espejo de los suyos propios.