Uriel, Leodegarius y Cheiron atravesaron con paso lento la enfermería avanzando entre las camas. Pasanius dejó a Casuaban junto a un carrito médico que había al lado de la puerta y los siguió. El señor de los sinpiel los vio acercarse con los ojos relucientes por una luz brillante que ardía como una estrella muerta.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Uriel por el comunicador.
—Primero nos enfrentaremos a la bestia y luego iremos a por Thayer —le ordenó Leodegarius.
—¿Y después?
—Lo mataremos.
Uriel asintió. No le gustaba la idea de matar a alguien en su lecho de muerte, pero Sylvanus Thayer no era una persona inocente, y su poder desbordado podía acabar con millones de personas si no lo detenían. Había impedido que los muertos descansaran en paz y los había atado a su odio, algo que era imperdonable.
El señor de los sinpiel bajó la cabeza. Movía la mandíbula de un modo poco familiar, y de las comisuras de la boca le caían hilos de baba sanguinolenta.
—¿Habéis venido a detenerme? —les preguntó con una voz que no era la suya.
—¿Hablo con Sylvanus Thayer? —exigió saber Leodegarius.
—Así es, guerrero.
—Entonces sí, hemos venido a detenerte —contestó el caballero gris al mismo tiempo que daba otro paso hacia el señor de los sinpiel—. Tu odio condenará a este mundo si no lo hacemos.
La criatura se echó a reír, pero fue un sonido repulsivo y hueco.
—¿Por qué iba a ser eso algo malo? En Salinas ya no queda nada bueno. Barbaden y los Falcatas se encargaron de que así fuera.
—Barbaden está detenido —le dijo Uriel, que se había colocado al lado de Leodegarius—. Los que no hayas matado ya pagarán por sus crímenes. Te lo prometo.
—¿Pagar? —Se burló Sylvanus Thayer metido en el cuerpo del señor de los sinpiel—. ¿Languidecer en una celda y seguir con vida? No es dolor suficiente comparado con el que causaron.
—Puede que no, pero es la justicia.
—¿La justicia? —Rugió Thayer—. ¿Dónde estaba la justicia cuando los tanques de Barbaden quemaron viva a mi familia? ¿Dónde estaba la justicia cuando sus soldados acribillaron a las mujeres y los niños que huían? ¿Dónde estaba la justicia cuando bombardeó sin piedad a mis hombres cuando luchamos por vengar sus muertes? ¡Contéstame a eso, guerrero!
—No tengo respuestas que darte. Lo que te ocurrió a ti y a tu planeta estuvo mal, pero la respuesta no es provocar más muertes. El odio engendra odio, y tus actos sólo han empeorado la situación.
—Él tiene razón, capitán Ventris —dijo Serj Casuaban, hablando a sus espaldas. Uriel se dio la vuelta para mirarlo—. Sólo nuestra sangre será castigo suficiente. Todos lo sabemos.
—Cállese —ordenó Leodegarius—. Le dije que se mantuviera al margen.
Casuaban alzó una mano y Uriel vio que empuñaba algo brillante.
—Eso ya lo hice una vez, y mire adónde me ha llevado —respondió Casuaban antes de colocarse el escalpelo pegado al cuello—. Ha llegado el momento de pagar por lo que hicimos, y por si sirve de algo… lo siento.
—¡No! —gritó Uriel, pero ya era demasiado tarde.
Casuaban deslizó el escalpelo a lo largo de la garganta y lo clavó con fuerza para atravesarse la yugular. De la herida salió un chorro de sangre y Serj Casuaban se desplomó.
Uriel corrió hacia él, pero el médico había sido muy preciso en el corte y ya se había formado un amplio charco de sangre a su alrededor. El capitán le colocó las manos sobre la herida, pero era demasiado extensa y profunda para poder contenerle la hemorragia. La sangre le salió a borbotones entre los dedos y le manchó la armadura.
Los ojos de Casuaban se volvieron vidriosos y Uriel supo que había muerto. Ya no había forma de salvarlo.
Uriel se puso en pie y vio que Leodegarius estaba a unos cinco metros de la enorme forma del señor de los sinpiel. La criatura estaba completamente erguida, y Uriel se sintió asombrado de lo poderosa que se había vuelto. Sin duda había sufrido de un modo terrible a lo largo de los combates que se habían librado los días anteriores, pero era imposible subestimar el poder que todavía albergaba en su cuerpo.
Unas líneas de luz cegadora brillaban bajo la piel de color ceniciento, y su carne mutante estaba repleta de poder salido de la disformidad. El señor de los sinpiel lanzó un rugido, y la enfermería retumbó con el sonido de su dolor y de la rabia de Thayer.
—Ya se ha derramado bastante sangre —le advirtió Leodegarius, alzando el cañón psíquico—. Esto tiene que acabar ya.
—¡Sí! ¡De un modo u otro! —aulló el señor de los sinpiel.
Antes de que Leodegarius pudiera apretar el gatillo, el señor de los sinpiel bajó las garras y levantó con facilidad dos camas de hierro que lanzó contra el guerrero. Los proyectiles consagrados destrozaron las camas y aniquilaron a sus desafortunados ocupantes, pero salieron desviadas de su objetivo inicial.
Las camas cayeron convertidas en un amasijo de hierros y el aire quedó inundado de restos ensangrentados y del relleno de los colchones. Uriel echó a correr al mismo tiempo que el señor de los sinpiel saltaba. Su enorme puño se estrelló contra el suelo de la enfermería y dobló las planchas metálicas.
Leodegarius apuntó de nuevo, pero el señor de los sinpiel ya se le había echado encima para entonces. Se alzó por encima del caballero gris y lo dejó bañado con la luz que refulgía bajo su piel. Un golpe con el dorso de la mano lanzó por los aires a Leodegarius al mismo tiempo que una ráfaga disparada por Cheiron acribillaba la espalda del señor de los sinpiel.
Pasanius y Cheiron rodearon al enorme monstruo y se colocaron tras mientras éste se dedicaba a machacar con los puños las placas de la armadura de Leodegarius.
El caballero gris se esforzó por defenderse de su atacante, pero la armadura de exterminador había sido diseñada pensando en la protección y no en la rapidez de movimientos, por lo que no pudo evitar que el señor de los sinpiel siguiera propinándole unos golpes terribles. Una de las hombreras ya colgaba de un manojo de cables que soltaba una lluvia de chispas y de un puñado de fibras musculares arrancadas. La placa pectoral se había agrietado y de ella escapaba un chorro de fluidos.
Uriel pasó de un salto por encima de los restos de las camas mientras rezaba una breve plegaria por las almas de los que habían muerto en ellas. Su espada centelleó bajo la cambiante luz de la enfermería y la empuñó a dos manos al unirse al combate.
Pasanius siguió disparando mientras Uriel blandía su arma contra el señor de los sinpiel. La espada trazó un centelleante arco plateado cuando se abatió contra él. La hoja cortó el duro cuerpo de la criatura, pero en cuanto el filo hendió la carne, la luz se apresuró a cicatrizarla.
El señor de los sinpiel se volvió y lanzó un puñetazo contra Uriel.
El marine se agachó y rodó hasta colocarse debajo de la bestia, y desde esa posición le clavó la espada en la ingle. La hoja reluciente atravesó el cuerpo del señor de los sinpiel con un tajo que debería haberle amputado directamente la pierna, pero un momento después parecía no haber sufrido ningún daño.
Pasanius y Cheiron continuaron disparando sin cesar, pero sus armas no parecían causar efecto alguno. El rugido de los bólters se entremezcló con los aullidos de los fantasmas y el rugido del señor de los sinpiel, y todo unido formó una extraordinaria cacofonía de batalla.
Parecía inconcebible que un único oponente fuera capaz de enfrentarse a cuatro marines espaciales y seguir con vida, pero el problema era que el señor de los sinpiel no sólo estaba sobreviviendo, sino que estaba venciendo.
Leodegarius cayó bajo un terrible golpe que le arrancó el arma némesis de las manos. El caballero gris levantó un brazo, pero el señor de los sinpiel se lo agarró con fuerza y se lo arrancó del cuerpo con un atroz sonido desgarrador. De la herida salió un tremendo chorro de sangre, y Uriel oyó a través del comunicador de la armadura el aullido de dolor de Leodegarius.
El capitán se quedó asombrado al ver la facilidad con que se había partido la armadura de exterminador, ya que se decía que era capaz de ofrecer una protección casi indestructible. Leodegarius trastabilló y se desplomó, ya que el dolor de la herida y el agotamiento producido por el ataque psíquico anterior lo habían dejado prácticamente sin fuerzas.
Cheiron se lanzó de un salto contra el señor de los sinpiel y le clavó su arma némesis en la espalda. La criatura se volvió con rapidez y le arrancó el arma de las manos para luego lanzar por los aires a Cheiron. El caballero gris voló a lo largo de la enfermería y se estrelló contra una de las paredes metálicas. Luego cayó hecho un guiñapo y dejó a la vista la tremenda abolladura que había provocado en el metal.
Pasanius recogió el arma némesis que se le había caído a Leodegarius, y junto a Uriel empezaron a dar vueltas alrededor del señor de los sinpiel desde direcciones opuestas. El cuerpo de la criatura estaba cubierto de tajos y de impactos de bólter. Tenía la espalda horriblemente acribillada y cubierta de sangre y de luz.
Uriel no fue capaz de imaginarse el dolor que debía de estar sintiendo el señor de los sinpiel, pero supo que debía dejar al margen cualquier noción de supuesta humanidad en su oponente.
Pasanius hizo una finta con la alabarda, pero utilizar un arma de asta tan larga con una sola mano era difícil, y el señor de los sinpiel apartó a un lado la afilada hoja. Uriel se lanzó contra él e intentó propinarle un tajo en la rodilla con la esperanza de hacer que se moviera un poco más lento.
Sin embargo, antes siquiera de que la espada llegara a tocarlo, el señor de los sinpiel se volvió y propinó un golpe salvaje a Uriel con un brazo semejante al tronco de un árbol. El marine salió volando por los aires y aterrizó al lado de las camas rotas y retorcidas, con las placas de la armadura abolladas pero no rotas.
Se puso en pie justo a tiempo de ver como Pasanius era derribado. Su amigo cayó al lado del cadáver de Serj Casuaban mientras Leodegarius se esforzaba por ponerse en pie y Cheiron volvía del otro extremo de la sala donde lo había mandado el señor de los sinpiel.
Uriel miró hacia donde se encontraba Sylvanus Thayer. Los fantasmas se arremolinaban junto a su cama y Uriel captó el dolor indescriptible que transmitían sus aullidos agónicos. Alrededor de él había un núcleo de luz blanca, aunque carente de pureza alguna. De allí salían gritos y chillidos monstruosos, y Uriel se dio cuenta de que estaba mirando un desgarrón en el propio tejido de la realidad, una herida a través de la cual podían entrar toda clase de horrores.
Apartó la mirada de la luz cegadora cuando el eco de los rugidos del señor de los sinpiel resonó contra las paredes. Era un sonido en el que se entremezclaban la agonía, el triunfo y el arrepentimiento.
Uriel pasó saltando por encima de las camas. Abandonar a sus camaradas en mitad de un combate iba contra todos sus principios, pero sabía mientras cruzaba la estancia cubierta de restos en dirección a Sylvanus Thayer que aquella lucha no se ganaría simplemente con la fuerza de las armas.
—¡Voy contigo! —le gritó Pasanius, apresurándose a reunirse con él.
Uriel oyó el rugido del señor de los sinpiel cuando Thayer notó que se le acercaba, y el aullido de los espectros aumentó más todavía de volumen. El eco de un breve combate sonó a su espalda, y captó el sonido inconfundible de algo enorme que se lanzaba a por él.
Ya estaba frente a cama de Thayer, y Uriel vio que el cuerpo del hombre tendido bajo la capa de vendas quirúrgicas estaba tan destrozado como había dicho Serj Casuaban.
Tenía la piel roja y en carne viva, con un aspecto húmedo y horrible. Las dos piernas acababan en unos muñones a mitad del muslo, y uno de los brazos le faltaba por completo desde el hombro. Lo que quedaba del rostro de Thayer era un amasijo deformado de carne muerta. Los dos ojos debían de ser inútiles, y estaban tapados con párpados artificiales cosidos sobre las cuencas oculares para mantenerlas cerradas.
Uriel alzó la espada, con la hoja dispuesta para partirle el cráneo por la mitad a Thayer y así acabar con aquel horror.
No había gloria alguna en aquella muerte, ni honor, ni recompensa. Tan sólo deber.
—¡Hazlo! —le gritó Pasanius—. ¡Mátalo!
En ese preciso momento, los párpados de Sylvanus Thayer se abrieron de golpe. Una luz ardiente brillaba en el interior de las cuencas oculares, como si cada gramo del odio que sentía por los vivos se hubiera encendido en su interior.
Primero debes saber lo que yo sé —le susurró la voz de Thayer directamente interior—. Después podrás juzgarme.
Y fue entonces cuando el mundo desapareció convertido en un muro de llamas abrasadoras.
Uriel alzó las manos cuando las llamas se elevaron por encima de él mientras esperaba que los sistemas de refrigeración de la armadura se activaran en respuesta a aquel ataque, pero cuando bajó los brazos se quedó sorprendido al ver que ya no estaba en el interior de la Casa de la Providencia. La enfermería en ruinas había desaparecido.
En vez de encontrarse rodeado por unas paredes metálicas de color gris, tanto Pasanius como él estaban en mitad de la ajetreada calle de una ciudad populosa bajo un sol tibio de primavera. Cientos de personas se apiñaban por doquier, con una expresión preocupada en los ojos y un comportamiento nervioso.
El miedo los atenazaba a todos, y la gente se movía al ritmo que le marcaba ese miedo.
Pasanius giró sobre sí mismo sin soltar el arma némesis que había tomado prestada.
—En nombre del Emperador… —susurró—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde estamos?
Uriel estaba preguntándose lo mismo, pero un instante después su mirada se posó en un templo que le resultaba familiar y que tenía un águila de bronce colgando sobre la entrada porticada. De repente, lo vio con claridad.
—En Khaturian —susurró a su vez.
—El Campo de la Muerte. ¿Cómo es posible?
Nadie parecía fijarse en ellos.
—Esto no es real. Se trata de un recuerdo.
—¿Un recuerdo? Pero si Thayer no se encontraba en Khaturian cuando fue destruida.
—No —admitió Uriel al mismo tiempo que señalaba a la gente de aspecto temeroso que abarrotaba las calles—. Pero todos ellos sí.
Alguien lanzó un grito de pánico de algún lugar cercano, y Uriel alzó la mirada al cielo cuando oyó un zumbido retumbante que procedía de las montañas. Un trío de siluetas cruciformes salieron de entre las nubes y avanzaron en vuelo bajo y lento hacia la ciudad.
La capacidad visual potenciada de Uriel fue capaz de ver que las siluetas eran escuadrillas de bombarderos Marauder, y que cada una de ellas la componían seis aeronaves.
Los habitantes de Khaturian comenzaron a gritar antes incluso de que las primeras bombas comenzaran a caer. Uriel notó el terror que sintieron ante la visión de las aeronaves. Habían creído que allí arriba, en las montañas, estarían a salvo de los combates y de la muerte que estaban arrasando el resto del planeta.
Ese día les demostraría lo ingenuos que habían sido.
—¿Deberíamos sentirnos preocupados? —le preguntó Pasanius, levantando también la mirada hacia las aeronaves.
Uriel hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No lo creo. Thayer quiere que veamos lo que ocurrió aquí.
Pasanius no pareció muy convencido, pero se encogió de hombros.
—Vale. Tampoco es que podamos hacer mucho al respecto.
Aunque Uriel sabía que lo que estaba viendo no era real y ya había ocurrido, las emociones que saturaban el lugar, el pánico, el terror, la incredulidad y la rabia eran muy reales. La gente se dirigió corriendo hacia sus casas para reunir a sus hijos y a sus seres queridos y buscar refugio.
Uriel ya sabía que no les serviría de nada mientras contemplaba como el primer racimo de bombas se desprendía de la panza de los Marauder. Eran unos puntos negros tan pequeños que parecía inconcebible que fueran capaces de provocar tanta destrucción y muerte, pero a medida que aumentaban de tamaño se hizo más visible su aspecto militar, desde el morro achatado hasta las aletas de dirección que las hacían girar para que así fueran más certeras.
Las primeras bombas cayeron sobre el distrito septentrional de la ciudad, y el suelo se estremeció bajo el impacto. Unos rugientes pilares de fuego se elevaron hacia el cielo seguidos de unas espesas nubes en forma de seta con bordes negros. A los pocos segundos cayeron las siguientes bombas y Khatunan se vio sacudida por una rugiente tormenta de explosiones.
Las llamas y los vientos huracanados se apoderaron de la ciudad. Los sonidos de las distintas explosiones se concatenaron formando un único e inmenso rugido de destrucción. Los edificios cayeron derribados y los muros de llamas abrasadoras recorrieron rugientes las calles. Los torbellinos ardientes se comportaron como abrasadoras fuerzas de la naturaleza, y la potencia del viento fue tal que arrastró a aquellos que todavía no habían encontrado un lugar donde refugiarse y los lanzó al interior de los edificios envueltos en llamas.
Las bombas siguieron cayendo, aunque la destrucción generalizada en nada afectó a Uriel y a Pasanius. El suelo saltaba y se estremecía como si estuviera vivo. El tronar de la tierra continuó y continuó al compás de las bombas que se estrellaban contra ella.
Toda la ciudad se convirtió en un infierno, envuelta en llamas desde el centro hasta las afueras. Los vientos aullantes transportaron las llamas en todas direcciones. La destrucción fue absoluta e inmisericorde. Uriel se sintió sucio, en cierto modo, al verse inmerso en aquella matanza y ser inmune a ella.
Las bombas cayeron durante treinta minutos más. El grito agónico de los humanos envueltos en llamas y de los edificios que caían derrumbados no parecía acabarse nunca. Uriel se sintió absolutamente destrozado, y deseó que aquella visión terminase de una vez.
—¡Ya he visto más que suficiente, Thayer! —le gritó a los cielos en llamas.
Había llamas por todas partes. El cielo estaba inundado de fuego, y todo lo que podía arder en Khaturian ya se había incendiado. Nada podría sobrevivir a aquel infierno.
—Por la sangre del Emperador —musitó Pasanius al ver a la gente ardiendo salir corriendo y gritando de sus casas destrozadas.
Los cuerpos quemados llenaban las calles. El aullido de las tormentas de fuego comenzó a disminuir de volumen cuando el bombardeo acabó por fin.
—Esto es una locura. Todo esto por culpa de una sola persona —murmuró Uriel entre dientes.
Pasanius no le respondió. Estaba demasiado sobrepasado por la emoción como para hablar. Se veían cuerpos mutilados por los escombros. Había familias enteras convertidas en formas grotescas por el calor de los incendios.
Aunque sin duda era imposible que alguien hubiera sobrevivido a semejante tormenta de fuego, al parecer, aquí y allí surgían supervivientes. Varios grupos de ellos, aturdidos, salieron de los sótanos y de los refugios excavados bajo la ciudad y caminaron sollozando entre los restos de su antiguo hogar.
Uriel vio que todos estaban heridos, con la piel en carne viva y abrasada por el calor. Nadie había escapado indemne del ataque, y una vez cesó el sonido del bombardeo, comenzaron los gritos de los habitantes de Khaturian.
—Seguro que podemos hacer algo por ellos —dijo Pasanius mientras contemplaba como un hombre al que le faltaba un brazo pasaba aturdido a su lado.
—No. Ya hace mucho tiempo que murieron. Lo único que podemos hacer es recordarlos.
—No olvidaré esto jamás —juró Pasanius.
—Ni yo.
—Su castigo no será suficiente —comentó Pasanius—. Barbaden y Togandis, quiero decir. No debería ser posible tomar parte en esta matanza y seguir con vida.
—No lo harán —le prometió Uriel a su vez.
Se le endureció el corazón al pensar en aquellos que habían visto como se cometía aquella matanza y no habían hecho nada por impedirla, o después no habían hecho nada por corregir aquel error.
Recorrieron la zona devastada, y Uriel desvió la mirada hacia una calle cubierta de escombros cuando oyó el sonido de unas cadenas metálicas que machacaban las piedras hasta convertirlas en polvo. Un tanque de color gris apagado con la insignia de los Falcatas Achamán dobló la esquina. Uriel lo reconoció por el cañón rematado por una bocacha de la que salía una llama: un Hellhound.
El tanque lanzó varios chorros de fuego e incendió los escasos edificios que habían conseguido escapar de algún modo a las bombas incendiarias lanzadas por los Marauder. Al Hellhound lo siguieron varios tanques de batalla que dispararon sus armas secundarias de forma indiscriminada contra los dos lados de la calle.
Detrás de los tanques venían los soldados, unos guerreros con armaduras de placas rojas que marchaban bajo un estandarte reluciente en el que se veía una aullante águila dorada recortada sobre fondo rojo. Disparaban por doquier, obligando a los escasos supervivientes a meterse de nuevo entre las llamas o a pegarse a las paredes, donde eran ejecutados sin piedad.
Uriel vio a Leto Barbaden asomado por la escotilla del primer Leman Russ. Llevaba levantado el visor del casco y daba órdenes sin cesar a los soldados. Se veía con claridad la expresión de satisfacción de Barbaden, la idea de que estaba disfrutando cumpliendo la voluntad del Emperador al asesinar a toda aquella gente. Verena Kain y el sargento Tremain marchaban delante del tanque de Barbaden, y Uriel vio el mismo brillo fanático en sus ojos. Uriel deseó que la muerte de Kain hubiera sido aún más dolorosa.
Se odió a sí mismo por tener una reacción tan visceral, pero esas emociones aparecieron en su interior porque sabía demasiado bien que Barbaden no sólo había ordenado la matanza, sino que había disfrutado con ella, y eso era algo demasiado aterrador como para pasarlo por alto.
—¿Cómo acabamos con esto? —le preguntó Pasanius.
—No lo sé. Supongo que cuando Thayer crea que ya hemos visto suficiente.
—Pues yo ya he visto suficiente, lo suficiente como para saber que una bala en la cabeza es una muerte demasiado rápida para Barbaden.
—Estoy de acuerdo, y ahora sé cómo tiene que acabar esto.
Al decir aquellas palabras, la visión que tenían ante ellos se volvió borrosa y desapareció, pasando de ser el centro ardiente de Khaturian a la destrozada Casa de la Providencia.
Uriel parpadeó mientras la vista se le ajustaba a la penumbra, y vio que el señor de los sinpiel estaba de pie delante de él. El brillo asesino de sus ojos seguía refulgiendo con fuerza, pero no había odio en ellos, tan sólo un sentimiento de profunda tristeza. Detrás de la enorme criatura vio a Leodegarius, que se estaba poniendo en pie y tenía todo el lado derecho de la armadura empapado de sangre.
—¿Ya sabes cómo tiene que acabar esto? —le preguntó el señor de los sinpiel.
Uriel bajó la vista hacia el cuerpo destrozado de Sylvanus Thayer y asintió.
—Sí.
—¿Cómo?
Uriel volvió a mirar a la espalda de la criatura.
—Hermano Leodegarius, ¿sigues manteniendo el santuario aegis alrededor de Barbaden y Togandis?
—Así es —respondió el caballero gris. Uriel notó el agotamiento en la voz del guerrero. Aquel héroe del Imperio había resultado herido casi hasta el borde de la muerte y, a pesar de ello, se mantenía erguido y firme—. ¿Qué ocurre con él?
—Anúlalo.
La prisión rugía por todas partes.
Los prisioneros gritaban y aullaban reclamando la presencia de los guardias, pero si alguno de ellos oía sus súplicas, no se atrevía a aparecer en el complejo de la prisión. De momento, los espíritus de los muertos mandaban en el panopticon.
Shavo Togandis estaba de pie delante de los barrotes de su celda. Rezaba sin cesar y confesaba todos y cada uno de los pecados y las faltas que había cometido a lo largo de su vida. Hablaba apenas con un susurro, ya que sabía que el Emperador lo oiría de todas maneras y no deseaba compartir aquellos secretos con Leto Barbaden.
Las figuras fantasmales escuchaban su confesión en silencio, y mantuvo la esperanza de que comprendieran su arrepentimiento y su dolor. No habían vuelto a intentar acercarse desde que el espíritu de la niña fuera rechazado por la barrera psíquica levantada por Leodegarius. Se habían limitado a observarlo y a esperar.
—Camino por el sendero de la justicia —proclamó una vez acabó su confesión—. Aunque esté sembrado de cristales rotos, caminaré descalzo. Aunque cruce ríos de fuego, pasaré sobre ellos. Aunque se pierda en la inmensidad, la luz del Emperador guiará mis pasos.
—¿Es que no puedes pensar algo por ti mismo, Shavo? —Se burló Barbaden—. ¿De quién es eso? Y no intentes convencerme de que eso lo has escrito tú. Te conozco muy bien.
—Son palabras de Dolan de Chiros, el hombre que ayudó a derribar al cardenal Bucharis.
—El confesor que se enfrentó al tirano durante la Plaga del Descreimiento. ¿Se trata de eso? ¿Crees que la gente te recordará como a otro Dolan? Shavo, puede que también hayas sido confesor, pero no eres ni la décima parte de hombre de lo que era Dolan —le soltó Barbaden, que seguía tumbado y sin preocuparse en su catre—. Siempre fuiste demasiado cobarde como para ganarte un sitio al lado del Emperador.
—¿Y tú crees que hay un sitio para ti? ¿Para un asesino?
Barbaden se echó a reír.
—No soy un asesino, y en cuanto se acabe esta farsa a la que llaman detención, volveré al palacio. Tengo derecho a solicitar una apelación al gobernador del sector. ¿Crees que va a dejar que me ajusticien por matar a unos cuantos terroristas?
—Si existe sólo un ápice de justicia en esta galaxia, sí, lo hará —respondió Togandis mientras cerraba los ojos. Deseó que Leto Barbaden se callara de una vez.
—No existe la justicia, Shavo, no seas estúpido. No existe sitio para la justicia en esta galaxia, y si me permites mencionar una cita a mí también, creo que ésta te iluminará bastante: «Cuando las personas olvidan su deber, dejan de ser humanos y se convierten en algo inferior a las bestias. No tienen cabida en el seno de la humanidad o en el corazón del Emperador. Deben morir y ser olvidadas.»
Que así sea.
La voz había sonado justo al lado de su oído.
Togandis abrió los ojos y lanzó un grito cuando vio que sus celdas estaban ocupadas por las figuras fantasmales que habían estado esperando, de pie y en silencio, al otro lado de los barrotes.
El miedo se apoderó de su corazón, pero se vio sustituido de inmediato por una oleada de alivio. Se había acabado la espera, el miedo a la humillación, el temor a que de algún modo los dos escaparan a un justo castigo.
—¡Apartaos de mí, malditos! —Gritó Barbaden—. ¡He dicho que os apartéis de mí!
Togandis contempló como los muertos se agolpaban alrededor del antiguo gobernador de Salinas, ansiosos por tomar parte en su fin. Aunque los habían llamado fantasmas, no eran unas simples apariciones neblinosas, ya que sus uñas podían arrancar la piel y sus dientes eran capaces de separar la carne de los huesos.
Barbaden empezó a gritar cuando comenzaron a desgarrarle la carne de la cara. Lo primero que le arrancaron fueron los ojos, sacados de las cuencas oculares con un rápido movimiento de las manos frías y muertas.
Luego le despellejaron la cara y separaron los músculos del cráneo hasta dejar al descubierto la estructura ósea. Le doblaron las extremidades hasta que se partieron con un chasquido seco. Sus gritos resonaron por las celdas mientras los muertos se esforzaban por ensangrentarse las manos con sus entrañas.
Togandis, fascinado, contempló con horror cómo Leto Barbaden era despedazado ante sus propios ojos en mitad de un frenesí vengativo.
Todo acabó en unos momentos, y en la celda no quedó nada que recordara remotamente a lo que antes había sido un ser humano, sólo un amasijo de restos desgarrados y un amplio charco de sangre y huesos rotos.
Los muertos se volvieron hacia Shavo Togandis.
—Haced lo que debáis.
Los muertos se lanzaron a por él.
—Os perdono —les dijo cuando sintió que sus manos ya le buscaban los ojos.
Uriel comprendió que todo había acabado.
La luz muerta que brillaba en los ojos del señor de los sinpiel se apagó y un silencio repentino se apoderó de la Casa de la Providencia. El aullido de los fantasmas dejó de oírse y los retazos de luz comenzaron a desaparecer. Uriel notó que lo invadía una increíble sensación de alivio cuando los muertos finalmente comenzaron su último viaje después de que sus espíritus quedaran liberados para dispersarse por la disformidad.
El abatimiento que se había asentado sobre Salinas desapareció al instante. Uriel no se dio cuenta de lo tremendamente opresivo que era hasta que se desvaneció.
Oyó un sonido rasposo procedente de la cama que tenía al lado. Bajó la mirada hacia Sylvanus Thayer. La máquina que lo mantenía con vida había empezado a fallar. El sonido rítmico del artefacto fue disminuyendo hasta que se convirtió en un tono agudo y permanente que sólo podía significar una cosa.
Sylvanus Thayer había muerto, y con él, la amenaza contra Salinas.
El agujero en la realidad había desaparecido, sellado debido a la disolución del nexo que unía ambos universos y que el antiguo dirigente de los Hijos de Salinas había proporcionado.
Uriel inspiró profundamente y miró a su alrededor para asegurarse de que realmente todo había terminado, de que no estaba imaginándose nada. Pasanius se encontraba a su lado, y el herido Leodegarius se mantenía en pie con su único brazo.
Cheiron se acercó tambaleándose a su superior y Uriel centró su atención en el señor de los sinpiel. El último de ellos se tambaleaba, aturdido y confuso, y miraba a un lado y a otro como si acabara de despertar de un sueño muy profundo. Sus ojos, blanquecinos y acuosos, se fijaron en Uriel, y se dejó caer de rodillas. Luego se llevó a la cara las enormes manos rematadas por garras y comenzó a oírse un desgarrador gemido de autodesprecio que salía de lo más profundo de su ser. Unos grandes sollozos sacudieron el pecho del señor de los sinpiel, y Uriel sintió una enorme tristeza de que todo hubiera acabado así.
Cheiron se abrió paso a través de la estancia con el bólter de asalto apuntando hacia el señor de los sinpiel, pero Uriel le hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, eso ya no será necesario.
Cheiron bajó la mirada hacia la figura encorvada y sollozante y después miró de nuevo a Uriel. Asintió y fue a reunirse con Leodegarius.
Uriel se arrodilló al lado del señor de los sinpiel, cuyo cuerpo había disminuido hasta quedar en sus proporciones originales. Tenía la carne desgarrada por los agujeros de bólter y los cortes de las armas de filo, y al marine le sorprendió que todavía estuviera vivo. Seguía siendo enorme, pero de algún modo, sin el tremendo poder conferido por los muertos, parecía más pequeño, más vulnerable, e infinitamente más triste.
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó Pasanius.
Uriel lo miró.
—Ve con Leodegarius y Cheiron. Yo todavía tengo algo que hacer aquí.
—¿Estás seguro?
Uriel asintió.
—Sí, estoy seguro.
Pasanius parecía dispuesto a discutir, pero captó el tono de firmeza en la voz de Uriel y se dio la vuelta.
Uriel alargó una mano y la colocó sobre el brazo del señor de los sinpiel. Recordó demasiado tarde que a los sinpiel no les gustaba que los tocasen, pero no se produjo reacción alguna. Se arrodilló a su lado y lo dejó llorar.
—Uriel —lo llamó una voz a su espalda.
Se dio la vuelta y vio que se trataba de Leodegarius. El caballero gris se había quitado el casco y vio que tenía el rostro pálido y sudoroso, con una expresión de agotamiento producto de la ferocidad del combate y del dolor de perder una extremidad.
—Ven al palacio cuando hayas acabado aquí. Nos ocuparemos de vuestro regreso a Macragge.
—Eso haré.
El caballero gris alargó la mano que le quedaba y Unid se fijó en lo que tenía en ella.
—Creo que necesitarás esto —le dijo Leodegarius, y Uriel asintió.
—Gracias, hermano Leodegarius. Ha sido un honor combatir a vuestro lado.
—No, el honor ha sido mío —replicó el caballero gris.
Leodegarius, Cheiron y Pasanius se marcharon y dejaron solos en la enfermería al señor de los sinpiel y a Uriel. La criatura a la que había intentado rescatar de una odiosa vida de muerte y sufrimiento estaba arrodillada delante de la cama del hombre que la había esclavizado junto al resto de la tribu, y no dejaba de llorar.
Uriel ni siquiera podía empezar a imaginarse el horror que debía de sentir por el recuerdo de todo lo que se había visto obligado a hacer, así que no interrumpió con unas simples palabras la pena del señor de los sinpiel. Finalmente, la criatura alzó la cara y fijó la mirada en Uriel.
—Los sinpiel hicimos cosas muy malas.
—No. Todo ese odio y esas muertes no son tuyos.
—Sí, lo son. Nosotros lo hicimos. Tengo las manos con sangre. Las manos de la tribu están con sangre. Vi sangre y probé la sangre. Los sinpiel malos.
—No —insistió Uriel—. Los sinpiel no son malos. Os utilizaron. No fue vuestra culpa.
—El Emperador debe odiarnos todavía más ahora.
—El Emperador no te odia. Te ama. Mira.
Uriel le señaló un aguila de acero batido que colgaba de la pared. Los primeros rayos de luz del amanecer procedentes de una ventana situada enfrente relucieron sobre el objeto y lo hicieron brillar como si fuera de plata.
El señor de los sinpiel miró a la reluciente águila y vio su reflejo. Cuando Uriel miró también la imagen distorsionada, la superficie pareció ondularse igual que la de un lago, y vio el reflejo de un niño con una expresión traviesa en el rostro.
El señor de los sinpiel lanzó un grito cuando también él vio la imagen.
—¡El Emperador me ama!
Uriel se colocó a su espalda y alzó el cañón psíquico que Leodeganius le había entregado.
—Sí, el Emperador te ama —le confirmó Uriel, y apretó el gatillo.
Largo y difícil es el camino que sale del infierno y lleva a la luz.
La Thunderhawk viró para seguir el rumbo de vuelo que le habían indicado los controladores de tierra. Uriel miró hacia fuera por la portilla de observación del costado de la rugiente cañonera y contempló como las montañas de un blanco resplandeciente pasaban a toda velocidad con las cimas envueltas por las nubes.
Habían pasado semanas desde la batalla en la Casa de la Providencia, y todavía le dolían el cuerpo y el espíritu por lo ocurrido en Salinas. Aunque las heridas ya se le habían curado, no era capaz de quitarse de encima la tristeza que se había apoderado de su alma desde que había apretado el gatillo del cañón psíquico.
Sabía que no había tenido otra elección. Si el señor de los sinpiel tenía que morir en Salinas, lo correcto y apropiado era que fuese a manos del individuo que lo había llevado hasta allí.
Tras la muerte de Sylvanus Thayer, la presión de los muertos sobre la mente de los vivos desapareció, y una extraña sensación de calma descendió sobre Barbadus, aunque estaba seguro de que ese nombre iba a cambiar. Cuando se anunció la muerte de Leto Barbaden, el ambiente de calma se transformó en festivo.
El día siguiente a la batalla resultó estar lleno de proclamas.
Bajo la supervisión de los Caballeros Grises se formó un gobierno interino, con Daron Nisato como nuevo comandante imperial. Aunque este anuncio fue recibido con mucho menos entusiasmo que la muerte de Barbaden, la noticia de que Pascal Blaise apoyaba al nuevo gobernador generó una oleada de aceptación entre la población.
Los problemas no se habían acabado para Salinas, pero Uriel sabía que el planeta había evitado un desastre absoluto y que sus habitantes tenían la oportunidad de dejar atrás los viejos odios que casi los habían destruido.
Eso era mucho más de lo que la gente solía conseguir.
Tras la restauración del control imperial, Leodegarius los había acompañado hasta una cañonera que los esperaba en la explanada que se abría delante del palacio. Allí se había despedido de ellos.
—Recordad la torre —les advirtió—. Nos recuerda que si utilizamos el conocimiento y la fuerza que poseemos con propósitos malignos, seremos destruidos sin remisión.
También se habían despedido de Lukas Urbican y de Daron Nisato antes de subir a bordo de la cañonera para no volver a ver nunca Salinas.
Uriel se recostó contra el fuselaje de la Thunderhawk y sintió el poder de los motores a través del retumbar palpitante en el metal. No se había atrevido a imaginarse que acabaría logrando hacer aquel viaje. Mantuvo los ojos cerrados, como si en cualquier momento le pudieran arrebatar aquella realidad.
El compartimento de tropas de la cañonera también albergaba diecinueve armaduras, las que habían pertenecido a los Hijos de Guilliman. Uriel llevaba puesta una túnica de color azul pálido y tenía su espada en el regazo. No había vuelto a ponerse la armadura prestada desde la batalla en la Casa de la Providencia, ya que sabía que no debía hacerlo más allá de una necesidad inmediata.
Las armaduras habían sido sujetadas a los asientos de la Thunderhawk con tanto cuidado como si cada una de ellas albergara a marine espacial vivo. Ya habían enviado un mensaje a los Hijos de Guilliman, por lo que las armaduras no tardarían en regresar a su capítulo para proteger de nuevo a sus hermanos de batalla.
La puerta que daba a la cabina se abrió y Pasanius se asomó. A diferencia de Uriel, el sargento iba completamente equipado con su armadura, y su rostro mostraba una expresión de alegría radiante.
—Será mejor que vengas a la cabina —le dijo.
Uriel sonrió mientras se ponía en pie y cruzaba el compartimento de tropas. Se agachó para cruzar el umbral de la puerta de la cabina. El interior estaba iluminado con la brillante luz del sol, y las sombras que provocaba se movieron a un lado cuando los pilotos comenzaron el descenso hacia un valle de roca de cuarzo centelleante y de paredes muy empinadas.
—Mira —le indicó Pasanius, señalando al otro lado del cristal blindado de la cabina.
Allí estaba, reluciente sobre la montaña igual que un castillo de oro y plata construido sobre una nube.
Uriel se dio cuenta de que le estaba costando controlar la respiración, y las lágrimas le corrieron libremente por la cara ante la visión de las torres de mármol, las cúpulas de mosaico y los grandes muros de piedra reluciente.
—La Fortaleza de Hera —musitó Pasanius, que también había empezado a llorar.
—Nuestro hogar —susurró Uriel.