El sonido de la explosión le llegó a Uriel a través del blindaje del Chimera como un estampido sordo. La onda expansiva zarandeó al vehículo sobre las orugas. A través de los visores de los costados entró una fuerte luz, y se oyó un tremendo repiqueteo cuando la metralla de la explosión acribilló el vehículo.

Hubo otra explosión, esta vez detrás de ellos, y en los altavoces interiores restallaron de repente gritos y avisos.

—¡Emboscada! —exclamó Uriel antes de que el eco de la primera explosión se apagara.

El Chimera recibió un impacto tremendo en uno de los costados, con tal fuerza que casi lo volcó y lo dejó sobre una sola oruga. Los soldados gritaron y Uriel se agarró al pasamanos interior cuando el vehículo cayó de nuevo con fuerza sobre la oruga levantada. Parte del costado del Chimera se combó hacia dentro. El interior del compartimento se llenó de humo y de chispas, y Uriel captó el olor inconfundible de la sangre.

Uno de los soldados estaba tendido en el suelo, con el cuello roto. Otro aullaba con la cara convertida en una máscara roja por el golpe que se había dado contra un panel del interior del casco. Los otros estaban doloridos pero ilesos. Uriel se levantó de un salto de su asiento para bajar de golpe el mecanismo de apertura de la compuerta de desembarco. Un Chimera inmovilizado era una trampa mortífera.

El vehículo se llenó de un humo caliente procedente del exterior, y Uriel olió el hedor a combustible ardiendo y a carne quemada. La luz del día iluminaba un vehículo envuelto en llamas. Las llamas del incendio interno salían a chorros por el costado perforado al mismo tiempo que una nube de humo negro y espeso subía hacia el cielo.

—¡Vamos! ¡Salid! —gritó Uriel.

Pasanius agarró del brazo al soldado herido mientras el sargento ayudaba a los otros a escapar del Chimera averiado. El suelo estaba cubierto de cuerpos y de trozos de carne, los restos destrozados de los soldados que se habían visto obligados a viajar en el techo.

Otro rugido siseante hizo que Uriel levantara la mirada a tiempo de ver un cohete alejarse del lanzador e impactar contra otro de los Chimera de la coronel Kain. Esta vez el proyectil consiguió atravesar el blindaje del techo, menos grueso en esa zona, y el vehículo se estremeció cuando la cabeza explosiva estalló en su interior. Del agujero salió un chorro de humo, y empezó a oírse el tableteo de las armas de pequeño calibre cuando los atacantes que hasta entonces se habían mantenido escondidos en los tejados abrieron fuego.

Uriel arrastró a otro soldado herido para apartarlo del fuego que había empezado a devorar el vehículo averiado. Una vez incendiado, tan sólo era cuestión de tiempo que las llamas hicieran estallar la munición y las cargas de energía del interior.

Los proyectiles sólidos y los disparos láser acribillaron el suelo a su alrededor, y Uriel se encorvó todo lo que pudo mientras él el soldado herido corrían para ponerse a cubierto. Una ráfaga acribilló la pared que tenía al lado. Los fragmentos de piedra volaron por doquier y tuvo que parpadear para quitarse el polvo de los ojos.

Pasanius se reunió con él dejó apoyado al soldado herido contra la piedra rugosa de un edificio en ruinas. Uriel dejó al hombre que él llevaba a su lado. Los disparos llegaban desde los dos lados de la calle. Uriel vio que aquella vía la componían edificios de ladrillos de adobe y lo que parecían ser cascos de tanques abandonados.

La gente había construido toldos con lonas y porches con planchas de hierro corrugado apoyándolos en los cascos oxidados de los tanques, y aquellas viviendas improvisadas superaban en número a las construidas con materiales más tradicionales.

—Deberíamos participar en este combate —dijo Uriel.

—¿Con qué? —le preguntó Pasanius—. La gente de Kain parece saber lo que tiene que hacer.

Era cierto. Los Chimera restantes de la coronel Kain avanzaron rugientes para proteger a los vehículos dañados al mismo tiempo que acribillaban con disparos láser los edificios de los dos lados de la calle.

Los soldados combatían desde el interior de los vehículos para que el blindaje los protegiera de los disparos de las armas de pequeño calibre mientras las torretas disparaban gruesas ráfagas de láser pesado. Un Chimera pasó por delante de Uriel lanzando a su paso un chorro de tierra y humo en su esfuerzo por proteger a uno de los vehículos dañados.

El bólter pesado montado en la torreta disparó con estampidos fuertes y secos, y los proyectiles machacaron los parapetos de piedra del otro lado de la calle. Uriel distinguió pequeños estallidos rojizos y oyó gritos por encima de los incesantes disparos. Los atacantes habían organizado bien la emboscada, pero estaban a cubierto detrás de un parapeto que bien podría haber estado hecho con papel por la protección que ofrecía ante los proyectiles de bólter pesado.

Uriel contempló como uno de los Sentinel de largas patas descargaba un torrente de disparos de cañón automático hacia un grupo de hombres que se movían por las ruinas. Los proyectiles de gran calibre explotaron entre ellos y todos cayeron destrozados e irreconocibles. Su sangre empapó las paredes de piedra después de recorrer el cielo en arcos carmesíes.

Sonó un disparo agudo y característico, y la cabeza del piloto del Sentinel se echó hacia atrás con fuerza con un agujero en mitad de la frente. Un francotirador.

Uriel miró en la dirección de donde debía de proceder el disparo y distinguió la silueta borrosa del tirador a través del humo producido por el combate. Unos cuantos Chimera más se colocaron junto a los ya averiados y sus tripulaciones se apresuraron a ayudar a sus camaradas a salir de aquellas trampas llameantes y meterlos en los vehículos que hasta ese momento habían logrado esquivar los ataques.

Uriel asomó un momento la cabeza por la esquina acribillada a disparos detrás de la que se había puesto a cubierto. Para él era un anatema quedarse impasible viendo cómo se desarrollaba un combate, y supo que no iba a poder permanecer quieto mientras otros morían a su alrededor.

Se volvió hacia Pasanius, pero el sargento lo interrumpió antes de que le diera tiempo a abrir la boca.

—Vas a meterte. Lo sé. Adelante. Yo te cubro.

Uriel asintió y salió agazapado del callejón para dirigirse a la carrera hacia un Chimera dañado que estaba tremendamente inclinado hacia uno de sus costados. Del interior salía un humo apestoso y estaba cubierto de manchas de combustible y de sangre. El arma principal de la torreta tenía el cañón doblado, pero Uriel se había fijado en que el arma exterior acoplada a la torreta estaba intacta.

El aire seguía lleno de balas, y los zumbidos le indicaron a Uriel lo cerca que pasaban. Varias de ellas rebotaron en el blindaje del vehículo, y sintió un dolor ardiente en una de las pantorrillas provocado por algo caliente y afilado.

Se lanzó de cabeza para ponerse a cubierto y rodó sobre sí mismo hasta colocarse detrás del Chimera. Se agarró al borde del casco del vehículo y subió de un salto al techo, donde se apresuró a llegar al arma acoplada a la torreta. Quitó el seguro y giró el cañón ametrallador. La postura no era la más adecuada para disparar, pero la fuerza de Uriel sería más que suficiente para absorber el tremendo retroceso del disparo.

El francotirador apuntó a la cabeza del piloto de otro Sentinel, y Uriel pulsó los gatillos de presión. El rugido del arma fue ensordecedor, sin amortiguación alguna, pensado para intimidar. Los proyectiles salieron del cañón formando una larga lengua de fuego. El objetivo de Uriel se convirtió en una lluvia de trozos de carne y de chorros de sangre.

Giró el arma sobre su montura y disparó una ráfaga de proyectiles de gran calibre contra el parapeto del edificio que estaba al otro lado. Los ladrillos de barro se desintegraron bajo los impactos, convertidos en polvo por la potencia y la elevada velocidad de los proyectiles. El retroceso del arma era tremendo, pero controlable con facilidad para alguien con la fuerza de un marine espacial.

Un disparo láser le rozó el hombro a Uriel, quien torció el gesto ante el dolor repentino, pero mantuvo el arma apuntada contra los tejados de los edificios. De la humeante recámara salía un chorro continuo de casquillos de bronce.

—¡Uriel! —le gritó Pasanius desde lejos—. ¡A tu izquierda!

Se volvió hacia donde Pasanius le señalaba con el muñón del brazo y captó un movimiento entre dos de los tanques ennegrecidos que tiempo atrás habían sido convertidos en casas. Era un grupo de tres individuos que se preparaban para dispararle un cohete. Uriel giró de inmediato el arma y apretó el gatillo de nuevo.

Los proyectiles recorrieron una trayectoria en abanico a medida que el arma disparaba. Los impactos resonaron como el tañido de un centenar de campanas cuando rebotaron en los cascos metálicos de los tanques. En el cuerpo de uno de los individuos apareció un agujero que le ocupaba casi todo el torso, y salió despedido por los aires hacia atrás.

Los otros dos mostraron su valentía al no acobardarse al ver el terrible final que había sufrido su camarada, y mantuvieron apuntado el lanzacohetes hacia el Chimera donde él se encontraba. Siguió apuntándoles con el cañón ametrallador, pero el arma se calló de repente y sólo se oyó el chasquido del percutor al chocar en una recámara ya vacía.

Uriel vio la expresión de triunfo en el rostro del artillero mientras cerraba un ojo para apuntar mejor.

Y entonces su cabeza estalló.

Uriel captó el sonido característico de un arma bólter, y vio que se trataba de Pasanius, que corría hacia él tras salir del callejón. Vio con alegría que empuñaba una pistola bólter en la mano izquierda. El sargento disparó de nuevo y el otro enemigo cayó derribado. Se produjo una tremenda explosión cuando el siguiente disparo de Pasanius impactó contra la bolsa donde llevaba el resto de los cohetes para el arma.

El cohete cargado ya en el tubo salió disparado hacia arriba y subió en espiral de forma descontrolada antes de explotar y de manchar el cielo con unos cuantos chorros de humo negro.

Se oyó un nuevo chirriar de cadenas y el sonido concentrado y retumbante de varias ráfagas de fuego pesado. Uriel soltó las empuñaduras del cañón ametrallador. Los soldados de la coronel Kain tenían la situación bajo control y ya era poco lo que él podía hacer para ayudar en aquella batalla.

Captó un destello verde y dorado. Alzó la mirada a tiempo de ver a través de una de las secciones pulverizadas del parapeto a un individuo de cabeza rapada y barba bifurcada que llevaba puesta una capa. El hombre estaba gritando algo, pero las palabras eran inaudibles por encima del rugido de los disparos y de los aullidos de los motores.

Aunque la capacidad de audición potenciada de Uriel no conseguía captar lo que decía el individuo, el sentido de sus palabras quedó claro cuando los cañones de las armas que se asomaban empezaron a desaparecer de los tejados. El tronar de los disparos disminuyó a medida que los atacantes se retiraban y desaparecían entre las ruinas.

El individuo dirigió una última mirada hacia atrás y sus ojos se encontraron con los de Uriel.

El ultramarine era muy capaz de reconocer el odio cuando lo veía. Había visto suficiente en Medrengard como para que durase toda una vida.

Aquel individuo lo odiaba, quería verlo morir, y no sólo a él, sino a todos los que ocupaban aquella calle llena de sangre y de humo: a los Falcatas, a Uriel, a Pasanius y a todos los soldados que luchaban y gritaban a sus camaradas heridos.

El hombre desapareció y Uriel bajó del techo del Chimera. Aterrizó en el suelo al lado de Pasanius.

—Gracias por el aviso. Ese cohete me podría haber fastidiado el día.

—No hay de qué. Probablemente habrían fallado de todos modos. Esos idiotas no se dieron cuenta de que ya habían perdido hasta que fue demasiado tarde.

Uriel se mostró de acuerdo con la valoración hecha por su amigo. Los Falcatas habían sufrido un castigo muy duro cuando comenzó la emboscada, pero habían reaccionado de forma rápida y profesional; algo encomiable. Los soldados actuaron según el entrenamiento recibido y habían entrado en combate sin la confusión y el pánico que hubiera llevado a sus atacantes a la victoria. Éstos, en vez de retirarse después de su éxito inicial, habían continuado luchando más allá de lo que era sensato, y por ello habían sufrido la peor parte del encuentro al ser incapaces de igualar la disciplina y la potencia de fuego de una fuerza de la Guardia Imperial bajo un mando competente.

—¿Te fijaste en el individuo de la capa verde y dorada? —le preguntó Uriel a Pasanius.

—Sí —contestó el sargento, mientras se esforzaba por recargar la pistola bólter—. Parecía el jefe. Muy estúpido por su parte llevar puesto algo tan llamativo.

—Eso pensé yo —confirmó Uriel. Tomó la pistola de la mano de su amigo y le colocó un nuevo cargador—. ¿De dónde la has sacado?

—De él —respondió Pasanius, señalando a un sargento de los Falcatas que yacía muerto en un extremo del campo de batalla con un trozo de metal del tamaño de una hombrera clavado en la cara—. No creí que fuera a necesitarla más, y pensé que sería apropiado utilizar su propia arma para vengarlo.

—Muy apropiado —admitió Uriel.

—Y eso significa que no tengo que volver a empuñar esa maldita arma.

—¿Dónde está?

—Allí dentro. —Pasanius señaló el vehículo en llamas del que habían salido corriendo minutos antes—. Dejé que se quemara.

Uriel comprendía muy bien lo que sentía su sargento. No había honor, y sí mucho riesgo, en utilizar un arma que había sido tocada por los Poderes Siniestros. Mejor que acabara destruida antes de que se volviera contra él.

Otro Chimera se paró en seco a su lado, con la escotilla de la torreta abierta y Verena Kain apoyada en las empuñaduras del bólter de asalto acoplado a la misma. Los cañones del arma humeaban, y el rostro de Kain estaba manchado de negro por la suciedad. Lo único que se le veía de la cara eran los surcos de color rosado que habían dejado las gotas de sudor al bajarle desde la frente.

—Suban —les ordenó—. Puede que vuelvan.

—No lo creo —dijo Uriel, pero de todas maneras se apresuró a levantarse y ayudó a Pasanius a hacerlo.

La compuerta blindada de la parte posterior del Chimera se abrió y salieron el sargento Tremain y otros soldados con los rifles láser apuntando a los tejados.

Tremain les indicó con un gesto que entraran, y Uriel y Pasanius se acercaron al trote al vehículo.

La calle estaba llena de humo y los cinco Chimera envueltos en llamas habían sido abandonados en el punto donde fueron destruidos. No se veían cuerpos, ya que los muertos y los heridos estaban en el interior de los vehículos que quedaban. El Sentinel cuyo piloto Uriel vio morir de un disparo en la cabeza se había desplomado debido a que un Chimera se había partido una pata cuando perdió el control. No vio por ninguna parte al piloto muerto. Uriel se llevó la mano a la frente para protegerse los ojos.

—¿Adónde vamos? —le preguntó a Kain.

—A los barracones. Están más cerca y tenemos heridos.

Quería hacerle más preguntas, pero las necesidades de los heridos tenían prioridad, y unos cuantos segundos podían representar la diferencia entre la vida y la muerte para algunos de aquellos soldados. Tremain se subió de nuevo al Chimera, pero cuando Uriel se agarró a los bordes de la compuerta para entrar, vio que el compartimento estaba abarrotado de heridos que gemían y se quejaban en el suelo cubierto de sangre. Supo con toda certeza que los demás vehículos irían igual de cargados, con el interior impregnado del hedor al miedo, a la sangre y al dolor.

Los soldados estaban apretujados, hombro contra hombro, encajados de un modo que ni el diseñador de vehículos más ambicioso hubiera soñado jamás. Uriel captó en los ojos de los ocupantes un respeto y una admiración que no había visto con anterioridad.

Los soldados se movieron lo poco que pudieron para hacerles sitio. Se había propagado la noticia de que habían participado en el combate. Los enfermeros se ocupaban de los heridos todo lo que podían en los estrechos confines del compartimento iluminado por la luz roja. En cada uno de los soldados latía una profunda rabia interior.

—Iremos en el techo —les dijo Uriel—. Aquí necesitan todo el espacio que puedan conseguir.

Los Chimera avanzaron a toda velocidad por la ciudad de Barbadus, y Uriel vio por primera vez la capital imperial. Daba la impresión de haber crecido alrededor de los restos de un campo de batalla debido a la enorme cantidad de vehículos y demás equipo militar esparcido por doquier. Había depósitos de vehículos blindados que habían sido abandonados y dejados a merced de los elementos, o para que los colonizaran los habitantes del planeta.

Edificios de conglomerado de piedra, ladrillo y planchas de metal se apoyaban de forma precaria en refuerzos de hierro que antaño fueron los cañones principales de vehículos blindados. Cuanto más se adentraba la columna en la ciudad, más sólidas y convencionales eran las estructuras, principalmente torres de altas paredes de piedra rosada y maderas blanqueadas.

Los edificios de hierro oscuro y vidrio templado de origen imperial se alzaban de un modo incongruente entre la piedra pálida y los ladrillos de adobe originales de la ciudad, y Uriel se percató de que los edificios más antiguos mostraban las pruebas de la guerra que se había librado para ganar aquel planeta: quemaduras de láser y agujeros de bala, aunque estos últimos se mostraban algo desgastados por los elementos.

Uriel distinguió una especie de banderines de color verde y dorado que flotaban en las torres más altas y en los tendales de ropa. Era la misma combinación de colores que mostraba la capa del individuo de la barba partida en dos. Muchos de los memoriales que había visto en la ciudad tenían también esos mismos colores unidos a ellos, y Uriel se preguntó qué significaría aquello.

—¡Por la sangre del Emperador! —musitó Pasanius mientras miraba en dirección a una colina de suave ladera que se alzaba al oeste de la ciudad.

—¿Qué ocurre? —quiso saber Uriel, temiéndose otra emboscada.

—Fíjate en eso —le señaló Pasanius—. Jamás había visto nada igual.

Uriel siguió la mirada del sargento y se fijó en un edificio que tenía una forma curiosa y que se alzaba en la cima de la colina. La silueta le resultaba familiar, pero tardó unos momentos en darse cuenta del motivo.

Los habitantes de la ciudad habían sido muy eficaces en la canibalización de los vehículos blindados abandonados, pero aquel acto de reciclaje era sin duda el culmen del arte de cualquier aprovechador de residuos.

Tres gigantescos Capitol Imperialis, unos vehículos enormes que se utilizaban para ejercer el mando y el control de frentes de batalla completos, se alzaban uno al lado del otro y habían sido transformados en algo completamente distinto. En cada una de aquellas impresionantes máquinas de guerra podían operar cientos de tripulantes y de oficiales, desde donde dirigían los disparos de los regimientos de artillería, los movimientos de cientos de miles de soldados y de compañías enteras de vehículos blindados. Era muy poco común ver uno de aquellos colosos en el campo de batalla, pero estar en presencia de tres era algo insólito.

Sin duda estaban abandonados, ya que la corrosión y el óxido que se veían en sus costados eran la prueba innegable de que aquellos vehículos ya no estaban operativos. Las águilas imperiales que usualmente llevaban habían desaparecido, aunque era imposible saber con certeza si habían sido borradas por los elementos o eliminadas en un acto deliberado. Varias pasarelas unían los tres vehículos, y unos túneles de paredes de acero los conectaban en los niveles inferiores.

—¿Qué se supone que son ahora? —musitó Pasanius.

Uriel se había estado preguntando lo mismo. Cuando se fijó un poco más le pareció ver el símbolo de un báculo alado rodeado por un par de serpientes enroscadas en el puente de mando del vehículo que se encontraba en el centro.

¿Un caduceo?

—Quizá son instalaciones médicas.

—Me parece un poco excesivo utilizar todo un Capitol Imperialis para eso —apuntó Pasanius.

—Es verdad, pero es posible que sólo sirvieran para eso.

—¿Qué quieres decir?

—Fíjate en todo lo demás que hemos visto. Hay un ejército completo de vehículos abandonados. La mitad de la ciudad se ha construido a base de los chasis recuperados de los tanques de la Guardia Imperial. Creo que cuando los Falcatas tomaron este lugar la cruzada que los trajo hasta aquí no les dejó mucho material para el mantenimiento de su equipo.

—Lo que significa que todo se fue estropeando.

—Al final, sí.

—Pues es una vergüenza —comentó Pasanius—. No es buena idea mostrar esa falta de respeto por algo que podría salvarte la vida en el campo de batalla.

—No, no es una buena idea en absoluto —respondió Uriel, mostrándose de acuerdo mientras recordaba lo mucho que había sufrido su armadura en Medrengard.

Uriel ansiaba verse de nuevo equipado con la armadura de combate de los Adeptus Astartes, sentir que estaba otra vez al completo, convertido en un piadoso servidor del Emperador, protegido por la armadura más resistente y armado con las armas más letales. El equipo de combate de Uriel era algo más que unas simples herramientas para la batalla: eran los instrumentos de la voluntad del Emperador.

A los pies de la colina donde se encontraban aquellas instalaciones médicas se alzaba una cúpula rodeada de columnas que sólo podía pertenecer a un templo de la Eclesiarquía. La grandeza pomposa del edificio se había diseñado sin duda para dominar con su majestuosidad a las estructuras circundantes, más humildes. Sin embargo, su magnificencia no lo había librado de las consecuencias de la guerra, ya que dos de las cuatro torres que se alzaban en los cuatro puntos cardinales de la cúpula no eran más que muñones rotos de piedra y de acero.

Había algo más que eclipsaba al templo en su demostración de poder imperial, y era el palacio de aspecto siniestro y altas torres que se alzaba por encima de la ciudad destartalada que lo rodeaba como escombros caídos de una montaña. El austero edificio se recortaba de forma nítida contra el cielo, aunque de un modo frío y carente de toda la gloriosa ornamentación que Uriel había visto en muchos otros edificios similares.

—¿El palacio imperial? —se preguntó en voz alta.

Pasanius asintió.

—Sin duda, es lo bastante lúgubre como para encajar en este lugar.

Uriel asintió al comentario de Pasanius. El aspecto amenazante del palacio, con su arquitectura brutal de agujas rematadas por torretas de armas, de antenas enormes rodeadas de campos de energía y de compuertas de hangares era sin duda algo acorde con el ambiente sombrío de aquel planeta. Sin embargo, había algo más. La estructura arquitectónica general del edificio transmitía la impresión de un poder sin compasión.

Era evidente que el gobernador Barbaden no era un individuo dado a ostentaciones. Era un dato que habría que guardar para más adelante, y Uriel se preguntó qué clase de persona sería el comandante imperial.

Desde luego, no era alguien querido, al menos por los habitantes de la ciudad que se veían en las calles.

Eran gente hermosa y elegante, de estatura elevada, casi todos vestidos con monos de color gris ceniza y capas largas.

Todo el mundo se pegó a las paredes de los edificios cuando aparecieron los Chimera a toda velocidad, y Uriel captó en sus miradas la misma amarga hostilidad que había visto en los rostros de los guardias imperiales del Chimera en el que iban montados en ese momento.

La victoria de las Falcatas Achanián en aquel planeta y su toma del poder habían dejado unas cicatrices muy obvias, unas cicatrices que todavía no estaban curadas.

Allá donde mirara Uriel se veían muestras de la canibalización efectuada por los habitantes del planeta de todo el material abandonado por la Guardia Imperial. Había puestos de mercado construidos a partir de las planchas de metal recuperadas de los tanques averiados, carretas y carromatos que se desplazaban sobre ruedas obtenidas de los camiones de transporte, e incluso carretillas con asas construidas a partir de tubos de escape modificados.

La columna de la coronel Kain avanzaba con rapidez por las calles girando de forma abrupta y sorpresiva en las esquinas que elegía al azar.

—No quiere arriesgarse a sufrir una segunda emboscada —comentó Pasanius mientras se agarraba con fuerza al borde del Chimera cuando dobló otra esquina de forma brusca. Era precisamente lo mismo que pensaba Uriel.

Uriel siguió observando la evidente hostilidad que se asomaba en cada mirada.

—No la culpo por ello —contestó.

El viaje de las Águilas Aullantes por las intrincadas calles de Barbadus duró otros diez minutos. Fueron diez minutos que se le hicieron muy largos a Uriel, que se esperaba en cualquier momento un nuevo disparo o un nuevo cohete. No se produjo ataque alguno, y cada giro hacía que se adentraran más en el laberinto de calles y se alejaran del palacio imperial.

Al cabo de un rato, los Chimera aceleraron cuando se dirigieron hacia un conjunto de barracones rodeados por un muro que estaban separados del resto de construcciones. Uriel se había fijado en que cada vez había menos edificios en el trayecto, pero sólo cuando salieron a terreno abierto se dio cuenta del motivo.

El conjunto de barracones también estaba rodeado por una alambrada de espino, y un par de puntos fortificados de aspecto desagradable levantados con sacos de arena y planchas de madera flanqueaban la pesada puerta de hierro. A ambos lados de la puerta habían estampado un águila de bronce. Los Chimera tuvieron que reducir la velocidad para atravesar el pequeño laberinto construido a partir de losas de cemento colocadas alternativamente para impedir que nadie se pudiera lanzar directamente contra el lugar.

—Son precavidos, eso lo admito —murmuró Pasanius al observar que las armas de las esquinas del complejo de barracones no dejaron de apuntar a la columna mientras se acercaban.

—Tienen miedo —respondió Uriel, recordando la hostilidad que había visto en los rostros que habían dejado atrás en su camino hacia aquel lugar—. Se han retirado al interior de las murallas. No he visto ninguna patrulla por las calles. ¿Y tú?

—No, pero tampoco es normal que haya una presencia militar en la calle. Agentes de la ley, quizá, pero no la Guardia Imperial.

—Pues ni siquiera he visto a esos agentes.

—Sí, es verdad. Qué extraño, ¿no?

—Mucho —confirmó Uriel.

Dejaron de hablar cuando las dos hojas de la puerta se abrieron deslizándose en el interior del muro y los vehículos se adentraron en el patio polvoriento del lugar. Había numerosos barracones, del diseño básico imperial: largas naves de paredes de hierro corrugado, grandes entradas y techos de fieltro. Alrededor del conjunto se alzaban, a espacios regulares, edificios parecidos de color grisáceo: un comedor, los cobertizos de mecánica, los depósitos de combustible, los almacenes y una enfermería.

Por encima del conjunto de barracones ondeaba una bandera con la insignia de un águila dorada con las garras extendidas hacia delante. De todos los edificios salieron grupos de soldados con expresión preocupada que se dirigieron a la carrera hacia los maltrechos Chimera mientras éstos aparcaban. Los soldados que bajaron informaron a gritos de la situación, y los médicos gritaron a su vez a los enfermeros que hicieran sitio para los heridos.

Uriel se bajó de un salto del techo del Chimera, consciente de las miradas de extrañeza que estaban atrayendo. Distinguió a la coronel Kain, cuyas órdenes cortantes atravesaban con facilidad la confusión y la rabia colectiva provocadas por el ataque. Organizó con eficiente calma a los equipos médicos, sin hacer caso de las miradas de irritación que le dirigieron por entrometerse en su funcionamiento.

Uriel le hizo un gesto con el mentón a Pasanius y ambos se acercaron a la coronel de los Falcatas.

—¿Podemos ayudar en algo? —le preguntó Uriel.

Kain dejó de dar órdenes un momento y se volvió hacia ellos, con el rostro ya limpio.

—No, y les agradecería que se quedaran al lado del sargento Tremain. Siguen estando bajo custodia.

—¿Incluso después de lo que ha ocurrido? —replicó Uriel. Al mismo tiempo, el propio sargento Tremain y un trío de guardias imperiales con el uniforme resplandeciente y los rifles láser en la mano se pusieron a sus espaldas.

—Sobre todo después de lo que ha ocurrido —repuso Kain—. La llegada de ambos y el ataque de los Hijos de Salinas tan poco tiempo después… Faltaría a mi deber si no me preguntara sobre una posible relación entre los dos hechos, ¿no es así?

—¿Los Hijos de Salinas? —Exclamó Uriel—. ¿Quiénes son? Vi ese nombre escrito en la pared de uno de los edificios de Khatunian.

—Otra cosa que no me tranquiliza mucho.

—Pero ¿quiénes son? —insistió Uriel.

—No son nadie —le replicó Kain con los ojos llenos de furia—. Son unos traidores que se aferran a la idea de que las fuerzas imperiales son invasoras frente a las que se debe resistir en cada momento. Son terroristas, asesinos, herejes, y no se merecen otro trato que no sea el exterminio.

Uriel no se sintió sorprendido por su vehemencia al hablar, ya que la coronel había visto a decenas de sus soldados caer heridos o muertos. A pesar de ello, en su voz se captaba un odio que iba más allá del ataque que había sufrido su compañía.

Verena odiaba a los Hijos de Salinas con la pasión de una fanática.

—¿Tiene idea de cómo fueron capaces de organizar un ataque como ése? —quiso saber Pasanius.

Kain le lanzó una mirada asesina que indicaba de forma muy clara la tremenda frustración que sentía.

—Toda esta puñetera ciudad les proporciona información. Por cada movimiento que hacemos, hay alguien con un comunicador portátil dispuesto a revelarlo.

Se tardaron otros treinta minutos en atender a los heridos, revisar los maltrechos vehículos y rearmar a los soldados, todos los cuales habían gastado buena parte de su munición en el enfrentamiento. Un comisario de aspecto nervioso se dedicó a anotar las declaraciones de unos cuantos soldados, seleccionados al azar por lo que pudo ver Uriel, mientras Kain seguía impartiendo órdenes a gritos, con el vigor de alguien que no se atrevía a dejar de darlas ni durante un segundo por temor a tener tiempo de pensar en lo que había ocurrido.

Cada una de sus órdenes era obedecida con una rapidez tal que sugería que no hacerlo tendría unas consecuencias muy graves. Uriel reconoció que era una oficial que conocía muy bien sus funciones, y que jamás permitiría que otros lo hicieran en su lugar.

Uriel y Pasanius estuvieron todo ese tiempo sentados con la espalda apoyada en el casco de uno de los Chimera, cuyo metal chirrió y chasqueó a medida que se enfriaba. El sol estaba en mitad de camino hacia su cénit, y Uriel cerró los ojos para dejar que su tibieza le calentara la piel.

No le quedó más remedio que esperar a que la coronel Kain decidiera cuándo había llegado el momento de marcharse, y Uriel disfrutó de aquel momento tan poco habitual, de aquel rato para sí mismo. Un marine espacial en servicio activo disponía de muy poco tiempo que no estuviese relacionado con la preparación para el combate. Había las prácticas con armas, el ejercicio físico, el control bioquímico, y toda clase de entrenamientos que constituían prácticamente todo lo que daba sentido a su vida.

Era una vida de servicio, una vida de sacrificio, una vida de combates. ¿Qué siervo del Emperador podía pedir más?

La pregunta tenía su respuesta en Ardaric Vaanes.

El periodo de tiempo pasado en Medrengard le había hecho cuestionarse su vida como marine espacial, pero había superado la prueba y salido reforzado. Otros atrapados en ese mundo maldito no habían mostrado la misma fuerza de carácter, y Uriel recordó con amargura a Ardaric Vaanes, cuando éste le dio la espalda a su deber hacia el Emperador.

Vaanes había sido antaño un guerrero de la Guardia del Cuervo, pero por alguna razón que Uriel jamás llegó a descubrir, abandonó a su capítulo y tomó la senda del renegado. Uriel le ofreció entonces la posibilidad de recuperar su honor y de buscar la redención, pero el guerrero escogió el deshonor y la vergüenza.

Se preguntó qué habría sido de Ardaric Vaanes. Lo más probable era que ya fuese un cadáver, un cuerpo blanqueado que yacía en los páramos llenos de ceniza de aquel terrible planeta.

Empezó a notarse un poco sentimental y abatido, así que se sacó de la cabeza a Vaanes y se volvió hacía Pasanius.

Ninguno de los dos sintió la necesidad de hablar. El silencio compartido de dos viejos amigos que habían visto la vida y la muerte y todo lo que había entre ambos extremos les permitía entenderse sin palabras.

El silencio quedó roto por la coronel Kain, que se acercó a ellos. Uriel levantó la mirada.

—El gobernador Barbaden está dispuesto a verles —les dijo.

—Bien. Creo que yo también estoy dispuesto a verle —replicó Uriel.