Uriel se despertó de un sueño muy pesado, sorprendido de haberse quedado dormido con tanta facilidad y de que sus sueños no se hubieran visto plagados de visiones de sangre y muerte. Había estado tanto tiempo alejado del mundo real que casi había olvidado lo que era dormir sin temer a esas cosas.

Pasanius dormía profundamente en la cama del otro lado de la habitación, con los ojos moviéndose rápidamente bajo los párpados. Uriel frunció el entrecejo mientras le volvía a la memoria un fragmento del sueño que había tenido.

Había visto una cueva, y algo brillante y malevolente había surgido de sus profundidades. Uriel no podía distinguir su forma o identidad, pero sabía que, fuera lo que fuese, era algo totalmente aterrador. Desechó los últimos vestigios del sueño y se incorporó.

Se sirvió un vaso de agua tan silenciosamente como fue capaz y se enjuagó la boca. Tenía un regusto metálico y a cenizas que le recordaba la sangre. Captó el fuerte olor de algo quemándose no muy lejos de allí, y se preguntó si las habitaciones que les habían sido asignadas estaban cerca de la cocina o el comedor.

Uriel se frotó los ojos con el dorso de las manos, furioso con el amodorramiento que parecía afectar a sus extremidades y sus pensamientos. Un marine espacial habitualmente era capaz de pasar del sueño a la alerta total en menos de lo que se tarda en dar una bocanada de aire, pero desde que habían llegado a Salinas experimentaba un letargo que parecía absorberle la vitalidad.

Tal vez eso explicara las perpetuamente alicaídas caras que había visto por las calles y entre los Falcatas. Salinas era un mundo triste, pero tal vez la melancolía que sentía estaba imbuida en la propia estructura del mundo y de sus habitantes.

Pasanius se agitó en su cama y se sentó, rascándose la calva, una calva que en esos momentos era más peluda de lo que había sido desde hacía mucho tiempo. Levantó ambos brazos, pero sólo el izquierdo fue capaz de entrar en contacto con la cabeza.

—Mierda, no podré llegar a acostumbrarme a esto —exclamó Pasanius, mirando el enrojecido muñón de su brazo derecho—. Lo odiaba cuando tenía ese brazo xeno contaminado, y ahora lo hecho a faltar. ¿No es perverso?

—Simplemente es natural, supongo —replicó Uriel—. He oído que algunos hombres que pierden una extremidad afirman que todavía pueden sentir como les pica, como si todavía la tuvieran.

—¿Dónde has oído eso?

—Fue en Tarsis Ultra —explicó Uriel—. El mago Locard me dijo que un antiguo adepto de Marte, que se llamaba Semyon, había desarrollado un montón de nuevas formas de implantar mejoras corporales. Al parecer, Semyon afirmaba ser capaz de producir imágenes electrográficas de individuos que mostraban sus extremidades en perfecto estado pese a haber sido amputadas quirúrgicamente.

—¿Cómo podía hacer eso? —quiso saber Pasanius mientras se rascaba el muñón, que estaba intensamente enrojecido, con signos de arañazos que habían erosionado la piel.

—Locard no lo sabía —respondió Uriel, levantándose de la cama y empezando una serie de estiramientos para desentumecer los músculos de los brazos—. Dijo que Semyon formaba parte de algo llamado el Culto del Dragón y que nadie sabía siquiera si había existido realmente. Sus obras eran una especie de mito en Marte. La historia dice que murió durante el cisma marciano a finales de la Larga Noche.

—Por los dientes del Emperador, de eso hace mucho, ¿quién puede saber qué es cierto y qué no lo es? —comentó Pasanius al mismo tiempo que se unía a Uriel en sus estiramientos.

—Eso es lo mismo que dijo Locard —afirmó Uriel—. Dijo que una gran parte de Marte había quedado tan arrasada que cualquier tipo de historia podía no ser más que una leyenda.

—Las leyendas son una suma de tiempo y rumores —asintió Pasanius—. ¿No es eso lo que dicen?

—Con el paso del tiempo, todo se convierte en leyenda —afirmó Uriel—. Un día, tú y yo seremos leyendas. Tal vez habrá murales nuestros en el Templo de la Corrección.

—O estatuas en la Avenida de los Héroes —sonrió Pasanius.

Ambos amigos se pasaron las primeras horas de la mañana recordando Macragge y la belleza del mundo que esperaban poder volver a ver pronto. En pocas horas, ambos se habían dado cuenta de que había pasado mucho tiempo desde que habían experimentado una adecuada prueba de fuerza y de resistencia astartes. Sin hermanos de batalla contra los que poder medirse y hacerlos mejorar, sus poderes habían menguado. Era una dura verdad a la que enfrentarse. Cuando finalizaron sus ejercicios se oyó un educado golpe en la puerta y entró Eversham, con su aspecto felino y peligroso de siempre. Su cara mostraba una expresión indescifrable, aunque Uriel nunca se había visto capaz de leer las emociones de los mortales.

—Buenos días —lo saludó Uriel.

—Lo mismo les deseo —dijo Eversham—. ¿Han dormido bien?

—Suficientemente bien —contestó Pasanius.

—¿Qué podemos hacer por usted, señor Eversham? —inquirió Uriel.

—El gobernador Barbaden les envía sus saludos —empezó a decir Eversham—, y me pide que les comunique que lo ha arreglado todo para que puedan reunirse con las janiceps.

Serj Casuaban le dio la bienvenida a la luz del sol al salir del atestado y claustrofóbico interior de la Casa de la Providencia. Aunque el aire en Desguace no era exactamente fresco, sin duda era mejor que el viciado olor a muerte y desesperación que saturaba cada bocanada que había inspirado dentro de sus corredores y salas de paredes metálicas.

«Desguace» era un nombre bastante obvio para el distrito más grande de Barbadus, pero era, reflexionó Casuaban, muy adecuado. Muchas de sus construcciones originales habían sido destruidas durante la guerra de pacificación y jamás volvieron a construirse. Las que quedaban en pie se levantaban codo con codo con las ruinas de la guerra.

Un cementerio de vehículos de combate se había constituido allí; los restos de una docena de compañías acorazadas cuyas dotaciones habían sido desmovilizadas por los Falcaras, o cuyos vehículos se habían estropeado más allá de toda posibilidad de reparación. La idea de los habitantes nativos del lugar al utilizar los vehículos que anteriormente habían servido al enemigo en batalla era realmente ingeniosa, y un escuadrón de vehículos abandonado albergaba familias enteras, llegando a utilizar los motores para dar calor y los almacenes de munición como compartimentos para dormir.

Miles de personas vivían allí apelotonadas hasta que las sirenas sonaban para llamarlos a las forjas de armamento y las refinerías de promethium. Una nube de cenizas y triste melancolía cubría Desguace, y Casuaban sabía que su presencia era únicamente tolerada por las medicinas que distribuía y los tratamientos que proporcionaba.

Casuaban se sentó tras una mesa metálica de caballetes y aplicó una cataplasma tranquilizante de bacitracin al brazo de un trabajador varón, que se había quemado mientras procesaba combustible en gel para su embarque hacia otro planeta. El hombre había tenido suerte; un compañero bien entrenado había podido realizarle las primeras curas en el mismo lugar del accidente, aunque no por ello le quedarían unas cicatrices menos aparatosas.

Una vez aplicada la cataplasma, Casuaban hizo que el hombre siguiera su camino con una severa advertencia de que debía mantener limpia la herida, aunque sabía que era muy difícil que le hiciera caso en un lugar como Desguace. Detrás de él había un camión con el motor en marcha y un camillero con cara de aburrido languideciendo en la cabina del conductor. El vehículo estaba cargado de ampollas inmunizantes, agujas esterilizadas, gasas, vendas sintéticas, suplementos vitamínicos, pastillas purificadoras de agua y otros muchos suministros médicos.

Casuaban se frotó la cara con las manos y respiró profundamente. Se mantuvo junto a la mesa de caballetes e hizo una seña a la gente que hacía cola para que le prestaran atención.

—Volveré en unos minutos —dijo, dirigiéndose hacia el camión y aceptando una taza de cafeína caliente que le ofreció el camillero. La bebida tenía un sabor salobre y estaba tibia, pero aun así fue bienvenida.

Casuaban cerró los ojos y se sentó en el estribo que recorría todo el armazón del motor del camión. Su cuerpo estaba exhausto a pesar de que había podido conciliar unas pocas horas de inquieto sueño en el camastro de su oficina.

Había estado trabajando en Desguace desde la salida del sol, y pronto sería la hora de dirigirse al siguiente punto de atención médica temporal. Miró en dirección al camión, sabiendo que debía encontrar una forma de distraer al camillero, cuando vio el Leman Russ que Pascal Blaise iba a utilizar para llevarse los suministros.

—No se hace más fácil con el tiempo, ¿verdad? —dijo una voz cercana.

Casuaban dio un respingo, y una inyección de adrenalina cargada de culpabilidad le recorrió precipitadamente todo el cuerpo. La cafeína le salpicó la camisa.

Furioso, levantó la mirada y vio a Shavo Togandis tratando de abandonar la comodidad del palanquín eclesiarquial, como una mariposa demasiado grande luchando por salir de la crisálida.

—¿El qué? —le preguntó mientras agradecía en su fuero interno que la cafeína sólo estuviera templada—. ¿El qué no es fácil?

—Ayudar a los necesitados —dijo Shavo Togandis—. Uno se siente como si hubiera aceptado una misión inacabable, ¿no es así?

—Correcto, Shavo —asintió Casuaban, reclinándose—. No es fácil. Ni debería serlo.

—Cierto —afirmó el cardenal. Togandis estaba sudando profusamente, lo que no era extraño dado su volumen, y Casuaban se vio obligado a sonreír al verlo utilizar su báculo para ayudarse a salir del palanquín.

Libre al fin, Togandis se dirigió hacia el camión y estrechó la mano de Casuaban, que luchó contra la necesidad de secarse la mano en los pantalones.

—Buenos días, amigo mío —dijo Togandis—. Otro día de servicio al Emperador y a sus súbditos.

—Otro día de enderezar los errores del pasado, ¿no? —replicó Casuaban.

Togandís le dirigió una extraña mirada y asintió, indicando a los sacerdotes y servidores que componían su comitiva que podían colocar el templo móvil delante de un requemado cañón autopropulsado Griffon que ya no tenía el cañón.

Serj Casuaban y Shavo Togandis eran un dúo extraño, pero los años que siguieron al Día de la Restauración los habían convertido, si no en amigos, al menos en camaradas en su penitencia. Jamás habían hablado abiertamente de lo ocurrido en el Campo de la Muerte, pero ambos habían reconocido una compartida necesidad del otro, casi sin hablar de ello, y se habían consagrado en reparar su deuda con Salinas, persona por persona.

Cada semana recorrían los barrios más afectados de Barbadus. Casuaban ofrecía atención médica y consejo a los que lo necesitaban, y Togandis predicaba la palabra del Emperador a aquellos que querían escucharlo. Inicialmente, Casuaban era el más ocupado en estas expediciones, pero con el paso del tiempo y el aumento de las penurias, más y más gente buscaba en la palabra del Emperador el consuelo para superar los años que siguieron al Día de la Restauración. A Casuaban no lo acompañaban soldados, únicamente un conductor y un puñado de servidores para trasladar la carga y como seguridad básica, una situación que Pascal Blaise agradecía. Togandis viajaba con un poco menos de austeridad, ocupaba un palanquín de madera tallada y plata e iba seguido por una cohorte de sacerdotes cantando himnos y portadores de incensarios lobotomizados.

—Hoy llegas tarde —le reprochó Casuaban.

—Sí —dijo Togandis—. Mi duermevela se ha visto plagada de fantasmas.

Casuaban captó algo entre las palabras del cardenal.

—¿Has tenido un mal sueño?

—Eso apenas sirve para cubrir los detalles, mi hipocrático amigo.

—¿Una pesadilla? —insistió Casuaban con tanta despreocupación como fue capaz de fingir.

—Así es. Visiones de tal repulsión que eran capaces de convencer a un hombre de que se había vuelto loco.

—¿Qué soñaste?

—Creo que ya lo sabes, estimado Serj.

—¿Cómo podría saberlo, Shavo?

Togandis se le acercó para que nadie pudiera oírlos.

—Soñé con el Campo de la Muerte.

—Oh.

—Una exclamación de una sílaba —dijo Togandis—. Bien, es suficiente.

—¿Qué esperabas? —susurró Casuaban mientras cogía a Togandis por el brazo y lo alejaba de la cabina del conductor del camión—. Mantén la puñetera voz baja. Éste no es un tema del que hablar en voz alta, y mucho menos aquí.

—¿Quieres decir que no sueñas con Khaturian? —Le preguntó Togandis—. Me temo que creeré que estás mintiendo si lo haces.

—No eres mi confesor, Shavo —replicó Casuaban, que sacó un desgastado frasco de plata de su chaqueta y tomó un trago.

—Ahora entiendo por qué no recuerdas tus sueños —lo azuzó Togandis.

—No te atrevas a juzgarme —le espetó Casuaban, tomando otro trago—. Tú menos que nadie.

—Si un hombre de Dios no puede juzgarte, ¿quién puede?

—Tú no —insistió Casuaban—. No tienes derecho. Tú también estuviste allí.

Togandis asintió y se acercó aún más a Casuaban. El médico podía oler la última comida del cardenal y el rancio olor de su sudor.

—Sí, estuve allí, y no pasa una sola rotación de este mundo sin que me lamente por ello.

—¿En serio? —se burló Casuaban, hundiendo su dedo en el pecho del cardenal—. Entonces, ¿por qué sigues llevando la medalla? ¿Por orgullo?

Togandis tuvo finalmente la decencia de parecer incómodo.

—No, no es por orgullo. La llevo porque, de lo contrario, ¿qué crees que podría llegar a pensar Leto Barbaden? ¿Piensas que vacilaría en enviar a Eversham a por nosotros si sospecha que estamos conspirando contra él?

Casuaban agarró a Togandis por la pechera.

—¡Te he dicho que hables en voz baja! —susurró—. ¿O quieres que nos maten?

Togandis hizo un gesto negativo con la cabeza y trató de arrancar las manos de Casuaban de su casulla con una mueca.

—No he venido a pelearme contigo, Serj —dijo Togandis. .

—Entonces, ¿a qué has venido?

—A advertirte.

—¿Advertirme? ¿De qué?

—Anoche los vi —dijo Togandis—. A los muertos de Khaturian.

—¿En tu pesadilla?

—No, en el templo.

—¿De qué estás hablando?

—Venían a por mí —continuó Togandis—. Venían a por mí, pero no me cogieron, aunque he de confesar que no tengo ni idea de por qué. Ahora tienen poder, Serj, poder real. Es sólo cuestión de tiempo que vengan a por todos nosotros.

Casuaban agitó su frasco delante de la cara del cardenal.

—Creo que es de mí de quien deberías preocuparte, Shavo. Tal vez primero deberías observarte a ti mismo.

—Esto no es ninguna broma, Serj —afirmó Togandis—. ¿No lo has notado? Algo ha cambiado, y no para mejor. Ahora este mundo es diferente. Puedo sentirlo en el aire.

Serj Casuaban quería discutir con Togandis, pero la imagen de una niña yaciendo en su enfermería y las palabras que ésta le había dicho todavía lo acosaban. ¿Acaso no se había despertado por la noche con un terrible dolor de cabeza en mitad de un pavoroso sueño en el que un monstruo con ojos ardientes emergía de una caverna para devorarlo?

Pero ¿los muertos?

—Tú también lo has sentido —aventuró Togandis al ver su expresión.

—¿Y qué silo he sentido? ¿Qué podemos hacer al respecto? Ambos sabemos lo que hicimos, lo que dejamos que sucediera. Si los muertos vienen a por nosotros, tal vez deberíamos dejar que nos atraparan.

—¿Quieres morir? —le preguntó Togandis.

—No —replicó Casuaban, hundiendo los hombros y mirando las hostiles caras que llamaban hogar a este erial—. La muerte sería algo fácil. La verdadera penitencia es vivir con lo que hicimos.

—No estoy seguro que los muertos lo vean así —apuntó Togandis.

Uriel y Pasanius siguieron a Eversham por los corredores del palacio, cuya austeridad cobraba sentido tras haber sido recibidos por Leto Barbaden. Los Falcatas de armadura roja estaban por todas partes, con las placas pectorales refulgiendo y las espadas curvas brillando como plata, aunque Uriel se dio cuenta de que ninguno iba armado con un rifle láser, y que ni siquiera llevaban pistolas.

Eversham dijo poca cosa por el camino, respondiendo tan sólo de forma educada y concisa las cuestiones que le dirigían, pero no ofreciendo ninguna información más allá de lo necesario. Sobre las janiceps no había dicho nada más, simplemente que Uriel lo comprendería cuando las viera.

Finalmente, salieron por el extremo opuesto del palacio. Unos edificios altos con murallas y almenas serradas cubrían lo que abarcaba la vista, y formaban ángulos con la estructura principal para crear un patio interior triangular. Mientras que el palacio había sido construido con una roca oscura e intimidadora, esas alas estaban construidas con una sueva piedra rosa que brillaba como el granito pulido. Unas estrechas ventanas cubrían los muros exteriores del ala oeste, pero no había ninguna entrada que condujera al interior. Todos los tejados estaban cubiertos de antenas.

El ala este era totalmente distinta, y obviamente más antigua que el resto del palacio. El trabajo de cantería en esta ala era mucho más ornamentado, un tributo al oficio de los artesanos que la habían construido. Era un edificio que celebraba los logros del talento.

Mientras que el resto de los edificios de Barbaden eran limpios y angulosos, esta ala había envejecido y se había deteriorado; la mampostería estaba agrietada y envejecida por los elementos como la cara de un viejo estadista y las ventanas se mostraban cubiertas de polvo y de recuerdos. A pesar de su pobre mantenimiento, o tal vez a causa de él, a Uriel inmediatamente le gustó el edificio, sintiendo una extraña conexión con él, o con algo en su interior.

Había una gran extensión de cemento desnudo entre ambas alas, tan grande como el patio de armas de la Fortaleza de Hera, y parecía lo suficientemente grande como para que pudiera reunirse allí todo el capítulo. Nada rompía la tajante uniformidad del espacio, ninguna estatua, ningún edificio auxiliar, ni nada que distrajera la mirada de la naturaleza utilitaria del terreno, excepto una torre circular que se levantaba, fea y amenazante, en el extremo más alejado de aquel espacio.

—¿Una plaza de armas? —preguntó Uriel mientras Eversham los conducía directamente hacia el centro de la explanada cubierta de cemento.

—Efectivamente —respondió Eversham—. Aquí es donde se reunieron las tropas al declararse el Día de la Restauración.

—¿El Día de la Restauración? —se interesó Pasanius.

—Cuando el gobierno imperial fue oficialmente restaurado en Salinas —le explicó Eversham—. Un gran día para el regimiento.

—Y aun así sentisteis la necesidad de ocultarlo aquí dentro —dijo Pasanius.

Eversham atravesó con la mirada a Pasanius.

—El regimiento también murió aquí.

Uriel se fijó en la poca característica reacción emocional.

—¿Murió aquí?

—Ya no éramos un ejército de conquista —explicó Eversham con una evidente amargura en la voz—. Fuimos formalmente desmovilizados como regimiento en servicio, y los que debían permanecer en funciones militares fueron asignados a las Fuerzas de Defensa Planetaria.

—No debe haber sido algo fácil de sobrellevar —apuntó Uriel, sabiendo el menosprecio que, equivocadamente, muchas fuerzas de la Guardia Imperial sentían por los regimientos de las FDP. Los guardias imperiales los llamaban soldados de juguete, pero esas unidades solían ser la primera línea de defensa ante una invasión o rebelión. Uriel se había encontrado con muchos valientes soldados de las FDP, como Pavel Leforto, de la Legión de Defensa de Erebus, en Tarsis Ultra, un hombre que le había salvado la vida.

Simplemente porque un soldado no viajara más allá de las estrellas para hacer la guerra no era menos importante a los ojos del Emperador.

—No fue fácil —admitió Eversham, acelerando el paso por la rabia de aquellos recuerdos—. Formar parte de algo magnífico para pasar a ser nada, ¿pueden imaginarse lo que es eso?

—En realidad, sí puedo —dijo Uriel.

Eversham lo miró, y al darse cuenta que se había ido de la lengua, simplemente asintió y recuperó su habitual expresión reservada.

Cambiando de tema, Uriel remarcó el precario estado de mantenimiento del ala este del palacio.

—Ese edificio, ¿qué es?

—Es la Galería de Antigüedades.

—¿Un museo?

—Algo así —dijo Eversham—. Algo intermedio entre un museo regimental y un depósito de objetos que el conservador Urbican considera que deben ser preservados y mostrados. Es una pérdida de tiempo. Nadie va a verlos.

—¿Es allí dónde guardan nuestras armaduras? —preguntó Pasanius.

—Creo que sí.

—Creo que me gustaría ver esa Galería de Antigüedades —afirmó Uriel, y Eversham se encogió de hombros, como si el tema no le interesara en absoluto.

No se cruzó ninguna palabra más entre los tres, y una palpable sensación de incomodidad descendió sobre ellos. La sensación se hizo más fuerte al aproximarse a la amenazadora torre gris del otro extremo del patio de armas.

Ahora que estaban más cerca, Uriel pudo ver que la rodeaban una serie de búnkeres. Los lisos muros, sin ningún signo característico, no presentaban ni una sola ventana, aunque un solitario portal permanecía incongruentemente abierto en la base de la torre.

Ése era, evidentemente, su destino: la guarida de las janiceps, fueran lo que fuesen.

A Uriel no le gustó la torre, y se dio cuenta de que Pasanius sentía lo mismo que él.

Un aura de temor impregnaba el ambiente, y los alambres de espino rodeaban la torre, como zarzas que hubieran crecido descontroladamente alrededor del tocón de un árbol muerto.

—¿Qué es este lugar? —quiso saber Uriel. Sus palabras flotaron en el ambiente como cosas muertas hasta mucho después de haberlas pronunciado—. ¿La guarida de un psíquico?

—Esto es el Argiletum —dijo Eversham, como si eso bastara como explicación—, el hogar de las janiceps.

—Qué bonito —bromeó Pasanius, observando el torvo edificio sin entusiasmo.

Al aproximarse, un destacamento de guardias imperiales salió del búnker más próximo y corrió hacia el extremo de la alambrada. Ahora que podía observarlo de cerca, Uriel vio numerosas planchas de metal que los soldados trataban de levantar a mano para colocarlas con dificultad sobre la alambrada con el fin de crear un paso.

Eversham encabezó la marcha por encima de la aplastada alambrada y Pasanius se acercó a Uriel para susurrarle algo.

—No he podido evitar darme cuenta de que estos Falcatas están armados con algo más que espadas.

Uriel asintió. Él también se había fijado en los cañones de los rifles láser que sobresalían por las aspilleras de los búnkeres. Los soldados que habían abierto el paso a través de la alambrada también iban armados con armas de fuego. ¿Acaso lo que se ocultaba en la ominosa torre era tan potencialmente peligroso que era preciso relajar la política de no llevar armas dentro del palacio?

Uriel bajó de la plancha de metal que hacía las veces de puente, y en cuanto puso el pie dentro del área cercada, los soldados empezaron a retirar las planchas, dejándolos atrapados junto a la base de la torre.

Uriel comprobó que estaba construida con grandes bloques de piedra negra inscritos con letanías de protección que cubrían la totalidad de la superficie de la torre hasta lo más alto. El portal que conducía al interior parecía las mandíbulas de un terrorífico portal al otro mundo, y por un instante Uriel sintió el aliento de algo antiguo y malicioso en el interior.

—Tienen el mismo efecto en todo el mundo —afirmó Eversham al comprobar el malestar de Uriel.

—¿Quiénes?

—Las janiceps —dijo Eversham, dirigiéndose hacia el portal abierto—. Vamos, el gobernador Barbaden los está esperando.

La torre no resultaba más acogedora en el interior, que consistía en una estructura hueca que se perdía en la oscuridad. Un único rayo de luz descendía desde el centro del suelo del nivel superior, y una escalera de hierro negro cubierta de escarcha conducía arriba.

El aire era frío, como el de un refrigerador, y los muros rezumaban humedad. Uriel sintió un extraño sentimiento de dislocación, pues la curvatura de los muros parecía prolongarse hacia el infinito, desafiando lo que la circunferencia exterior de la torre debería limitar.

Uriel sintió el gusto amargo y metálico de la energía psíquica en el aire, un sabor inconfundiblemente actínico que le hizo estremecerse hasta lo más profundo de su ser. No se le escapaba la ironía de que el potencial para desarrollar poderes psíquicos hiciera sentir tan incómodos a los humanos, pese a que sin ellos la propia estructura del Imperio se derrumbaría ante la vastedad de la inimaginable escala de la galaxia.

Una vez más, Eversham encabezó la marcha, aunque sus pasos eran menos decididos a medida que avanzaba por el duro y reflectante suelo hacia las escaleras. Procurando no tocar la barandilla, Eversham empezó a ascender y Uriel lo siguió. La escalera era estrecha y gemía bajo su peso, pero los pensamientos de Uriel estaban más concentrados en lo que encontraría al final de la misma que en la posibilidad de que cedieran.

La escalera seguía y seguía, y Uriel sabía, estaba seguro de ello, que habían subido mucho más de lo que era la altura de la torre vista desde el exterior. Oyó risas, agudas e infantiles, pero más viejas de lo que podía contarse.

Los susurros parecían rebotar en las paredes, pero Uriel mantuvo su mente centrada en poner un pie delante del otro hasta que, al final, no quedaron más escalones que subir.

Uriel se encontró en una sala en penumbra, iluminada únicamente por la difusa luz del sol que se filtraba a través de las oscurecidas ventanas invisibles desde el exterior. Los muros de la sala estaban cubiertos de sombras, aunque Uriel podía distinguir formas vagas en el perímetro de la habitación, figuras encapuchadas que murmuraban cosas sin sentido.

El aliento de Uriel se condensaba ante él y un frío glacial le apuñalaba los huesos. Una vez más deseó estar equipado con su armadura MK-VII en vez de aquella fina túnica, que poca protección le ofrecía contra ese frío antinatural.

Eversham se dirigió al centro de la habitación, donde se encontraba el gobernador Barbaden, de pie junto a un diván en el que yacía algo oculto a la vista de Uriel.

Barbaden estaba hablando en voz baja, poco más que susurrando. Se volvió ante la aproximación de Eversham e impacientemente hizo señas a Uriel para que se acercara.

Uriel se tragó la rabia una vez más y avanzó hacia donde se encontraban Barbaden y Eversham, sintiendo el crepitante potencial psíquico que emanaba del centro de la habitación. Barbaden se desplazó hacia la izquierda mientras Evensham se colocaba detrás del diván, y Uriel tuvo su primera visión de las janiceps.

Su primer pensamiento fue que no era más que una broma cruel, y que lo habían traído ante un mutante horrible. Uriel cerró el puño, como si fuera a desenfundar un arma que no llevaba. Luchó contra el horror que sentía hacia la… cosa que tenía ante él, y la observó más detenidamente al ver una incipiente sonrisa en una de las caras que lo miraban desde el diván.

Ella, o más bien ellas, estaban reclinadas en el diván formando un extraño ángulo, una nudosa masa informe de carne humana mantenida unida de una forma para la que la anatomía no estaba preparada. No era una criatura mutante, sino algo concebido y desarrollado en el interior de un útero, como gemelas a las que la naturaleza aberrante había gastado una broma cruel.

Sus cabezas estaban fusionadas a lo largo del cuadrante posterior del cráneo, de forma que una no podía mirar a la otra. Las pobres chicas deformes tenían dos bocas y dos narices, un ojo en cada cara, bien formado y colocado encima de la nariz, con un tercer y distendido ojo en medio de la frente que compartían.

El cerebro de una de ellas era visible a través de una delgada membrana que brillaba y palpitaba al compás de su respiración. En el lado derecho de su cabeza había una oreja rudimentaria de la que colgaba un pendiente de oro, y sus pequeños y ajados cuerpos yacían juntos obligados por su malformación. Estaban cubiertas por ropajes verde oscuro de lujoso terciopelo, Y Uriel distinguió la insignia de una cabeza de águila colgando de ellos, el símbolo del Adeptus Astra Telepática. ¿Sería ese el astrópata que transmitiría su mensaje a los Ultramarines?

Uriel estaba horrorizado por la visión que tenía delante, notando la mirada inteligente en el único ojo de cada una. El lechoso ojo de la frente común mostraba motivos similares a gotas de tintas de colores recorriendo la pintura blanca.

Uriel había visto motivos como esos anteriormente, al mirar a través de una cúpula de cristal hacia las profundidades de la disformidad cuando el Daemonium Omphalos atrapó al Orgullo de Calth entre sus garras.

—Bienvenido, Uriel Ventris —dijo la boca izquierda—. Yo soy Kulla.

—Y yo soy Lalla —dijo la otra.

—Somos las janiceps —dijeron ambas al unísono.