Leto Barbaden observó los fuegos que ardían al norte de la ciudad desde la buhardilla más alta de su biblioteca privada. Sabía que el origen era el campamento de los Águilas Aullantes, pero no sintió nada por los hombres y mujeres que debían de estar muriendo bajo la nube de humo, una mancha oscura en el cielo nocturno.

Conocía los motivos del ataque, pero apenas se preocupaba por ellos. Los habitantes de Barbadus estaban desahogando su agresividad contra sus conquistadores. Era la única reacción que los cadáveres de una población apaleada podían llevar a cabo contra sus gobernantes; el último, espasmódico, jadeo de un cuerpo que todavía no sabía que había muerto.

Sin embargo, que fuera natural no era una excusa, y por eso había ordenado que salieran a las calles más unidades para mantener la paz, utilizando la fuerza bruta si era necesario. Lograría mantener el orden, aunque para ello tuviera que verterse sangre y perderse vidas.

Barbaden se alejó de la ventana blindada y entrelazó las manos a la espalda mientras descendía por la escalera metálica en espiral hasta el suelo de la biblioteca. Sabía que los primeros años de su gobierno serían difíciles; era el destino de los grandes hombres enfrentarse a tiempos difíciles, pero la medida de su grandeza era cómo se enfrentaban a ellos.

Llegó al final de la escalera y cruzó el suelo de mármol de la biblioteca, aspirando una gran bocanada del mohoso olor de sus libros, papeles y manuscritos. Había reunido con mucho esfuerzo todos aquellos libros a lo largo de décadas de guerra, transportándolos de campaña en campaña. El sólido y reconfortante sentimiento de los hechos y cifras encuadernados en sus páginas era un constante motivo de tranquilidad para él. Sacó de la estantería un volumen con el lomo dorado, una biografía del comandante Solar Macharius, mientras se dirigía a su armarito de las bebidas.

Siempre había admirado al gran comandante Solar, un hombre de visión y determinación singulares, que únicamente fue vencido por la cobardía de hombres menos capaces. Era la maldición del genio que, demasiado habitualmente, su grandeza se viera comprometida por los defectos de sus contemporáneos. El comandante Solar Macharius había alcanzado el límite del espacio conocido, había llegado al borde de la galaxia, y había osado sostener la mirada del halo de estrellas.

Tan sólo unos hombres temerosos, que ridículamente se autodenominaban guerreros, le habían impedido conquistar esas estrellas para el Emperador. Únicamente la debilidad del espíritu de sus seguidores había impedido a Macharius alcanzar su auténtico potencial. Leto Barbaden había decidido hacía mucho tiempo que ninguna debilidad, en él o en los demás, le impediría alcanzar su grandeza.

Se sirvió una generosa cantidad de raquir antes de sentarse en la única silla de la sala y abrir las suaves páginas de terciopelo del libro. Creía que las palabras lo miraban, conteniendo en su belleza hechos inmutables y el curso de la historia en cada línea y cada letra iluminada.

A Leto Barbaden le gustaba leer libros de historia, cuanto más detallados mejor, pues él era un hombre para el que los detalles de la historia eran el plato preferido. La historia la escribían los vencedores, decía un aforismo tan viejo como el tiempo, y, por tanto, Leto Barbaden sabía que su posición en la historia estaba asegurada, al menos en este mundo.

Allí donde otros verían crueldad, él veía fuerza de voluntad.

Allí donde otros veían frialdad y falta de emociones, él veía determinación. Leto Barbaden sabía que él era la humanidad sin la carga de la conciencia o las emociones.

Él encarnaba la razón y la lógica impolutas de emociones, pues las emociones eran una debilidad para aquellos que no poseían la fuerza de sus convicciones.

Algunos lo llamarían monstruo, pero ésos no eran más que unos estúpidos.

Era una galaxia dura y feroz, y únicamente aquellos que podían liberarse a sí mismos de la carga de las emociones eran capaces de superar nimiedades como la moralidad o el concepto del bien y el mal para hacer lo que debía hacerse.

Lo había sabido desde que el coronel Landon había muerto en la garganta Koreda junto a todos sus oficiales superiores. Los hombres lo llamaban su Vieja Serenidad, un nombre que Barbaden consideraba absurdo. ¿Cómo podía un nombre como ése ser adecuado para un hombre que había hecho de la guerra su profesión?

Landon no habría tenido estómago para conquistar Salinas. Sus pasiones estaban peligrosamente cerca de la superficie y se preocupaba demasiado por sus hombres para haber tenido éxito. Para Landon, lograr que sus hombres volvieran con vida de las mandíbulas de acero de la guerra era lo más importante, pero Leto Barbaden sabía que si había un recurso del que el Imperio iba sobrado, eran vidas humanas. Las máquinas y las armas eran recursos preciosos, pero los soldados siempre podían ser reemplazados, al igual que las poblaciones.

Ésa era una verdad que Barbaden había descubierto al principio de la guerra contra los Hijos de Salinas, dándose cuenta de que no importaba cuánta gente matara, siempre había más. La gente era una sucia y brutal masa de carne, huesos y deseos, que vivía una sórdida vida y se multiplicaba como conejos mientras seguía con su inútil vida.

Parecía inconcebible que nadie más fuera capaz de darse cuenta de ello, que la vida no merecía tenerse en tan alta estima.

Él no había comprendido ese descarnado hecho hasta que ordenó la destrucción de Khaturian, sabiendo que la magnitud de la masacre inflamaría las pasiones del enemigo, no dejándole otra opción que enfrentarse a él en batalla.

Sylvanus Thayer, que había demostrado ser un digno adversario hasta la muerte de su familia, había conducido a sus guerreros a una guerra que no podía ganar, y Barbaden sonrió al recordar la visión del arrasado campo de batalla en el que los Hijos de Salinas habían sido destruidos.

Una vez más, las emociones habían destruido a un general potencialmente grande.

Leyó durante una hora más, sorbiendo su raquir y repasando citas del comandante solar Macharius que había memorizado hacía mucho tiempo atrás. Sus dedos resiguieron la página hasta encontrar su favorita.

—No pueden existir espectadores en la batalla por la supervivencia —leyó en voz alta—. Cualquiera que no luche a tu lado es un enemigo que debe ser aplastado.

Barbaden sonrió al leer la cita, reconociendo al genio inherente en estas pocas palabras.

Brevedad y claridad eran rasgos que él admiraba y trataba de emular. Alguien llamó a la puerta.

—Adelante.

Se abrieron las puertas y Eversham entró. Su cara estaba muy pálida y caminaba apresuradamente. Barbaden levantó la cabeza del libro, viendo que su ayudante llevaba una placa de datos encriptados y fijándose en su aspecto descuidado.

—Vuestro vestido formal está un poco descuidado, Eversham —dijo Barbaden—. Arréglatelo antes de que haga que te reduzcan a basura para tirar.

Eversham pareció dispuesto a hablar sin adecentarse, pero tuvo el sentido común de detenerse y abrocharse el cuello y alisarse la chaqueta antes de proseguir. En cuanto el hombre abrió la boca para hablar, Barbaden le interrumpió.

—¿Estás familiarizado con la obra del comandante solar Macharius? —le preguntó.

Eversham negó con la cabeza, y Barbaden supo que estaba utilizando todo su autocontrol para no hablar sin permiso.

—No, mi señor, lamento decir que no.

—Ésta es una de sus citas favoritas: «El significado de la victoria no es derrotar a tu enemigo, sino destruirlo, erradicarlo de la memoria de los vivos, no dejar evidencia alguna de sus actos, destruir hasta el último de sus logros y eliminar de todos los archivos cualquier indicio de su existencia. De una derrota de ese calibre nadie puede recuperarse. Ése es el sentido de la victoria.» Muy inspirador, ¿no es cierto?

—Sí, mi señor —admitió Eversham—, mucho.

—Estás sudando, Eversham —comentó Barbaden—. ¿No te encuentras bien?

—No, gobernador —replicó su ayudante, mostrando la placa de datos como si estuviera ansioso por librarse de ella.

—Dime —empezó Barbaden, haciendo caso omiso de la placa—, ¿cuál es la naturaleza de los problemas en el campamento de los Águilas Aullantes?

—Todavía no lo sabemos, mi señor. Existen informes de disparos y varias explosiones, pero nos ha sido imposible contactar con la coronel Kain o con cualquiera de sus oficiales.

—Muy bien, ordena a dos compañías de la guardia de palacio que averigüen lo que está sucediendo y que aseguren la posición.

—Así lo haré —dijo Eversham, ofreciéndole una vez más la placa de datos.

—¿Qué es eso? —inquirió Barbaden.

—Una comunicación astropática —le informó Eversham—. Las janiceps la recibieron a primera hora de esta tarde y el diviner primaris acaba de finalizar su interpretación.

—¿Una comunicación de quién?

—No lo sé, mi señor —contestó Eversham—. Ha llegado con el prefijo de la máxima prioridad. Es evidentemente que se trata de un mensaje privado, sólo para vos. En cuando el diviner ha transcrito las palabras, un menemovirus telepático implantado en el mensaje ha borrado su memoria completamente.

Curioso, Barbaden tomó la placa y pasó su dedo por el lector, haciendo un gesto de dolor ante el pinchazo del analizador genético. Una vez confirmada su identidad, la placa cobró vida y las palabras del diviner cerebralmente muerto recorrieron la pantalla con letras plateadas.

Leyó el contenido del mensaje y sus ojos se desorbitaron por la sorpresa.

Lentamente, y con un deliberado cuidado, Barbaden devolvió la placa a Eversham. Cerró el libro y lo dejó sobre la mesa que había junto a la silla. Se levantó y se alisó la túnica, luchando por controlar el creciente pánico que inundaba su pecho.

—Haz que mi nave privada atraque en el muelle de las torres —le ordenó—. Tenemos que ir a recibir a unos visitantes muy importantes.

El rastro de los sinpiel no era difícil de seguir, pues no habían sido nada cuidadosos en sus acciones. Sus huellas eran fáciles de ver, pero incluso si se hubieran movido sin dejar pisadas en el suelo, los destrozos que dejaban a su paso habrían sido fácilmente reconocibles.

Uriel asomaba por la escotilla del comandante de un Chimera, cuya amplitud apenas le permitía acomodar la cintura de su genéticamente modificado cuerpo. Se había visto obligado a dejar su armadura en el campamento, al cuidado del visioíngeniero Imerian, pues no había tiempo de ponérsela, y no podía estar seguro de cuánto tiempo duraría la recarga del generador. Si sobrevivía a esa noche, regresaría a por ella a la mañana siguiente.

Debajo de él, Pasanius y cinco soldados ocupaban el compartimento para tropas del Chimera, ensangrentados y conmocionados por la facilidad con que habían sido derrotados y por el asesinato de su coronel.

Dos Chimera más, cargados de soldados que todavía mantenían el suficiente coraje para seguir luchando, acompañaban a Uriel, avanzando a toda velocidad entre la tenue luz de los arrabales de la ciudad mientras seguían el rastro de destrucción que había dejado su objetivo.

En verdad, Uriel no sabía exactamente lo que esperaba conseguir siguiendo a los sinpiel. Sí la compañía entera de los Águilas Aullantes no había podido derrotarlos, ¿qué posibilidades tenía esa fuerza improvisada?

Sólo sabía que debía atraparlos, como mínimo para tranquilizar su propia conciencia. La destrucción causada en el campamento de los Águilas Aullantes era culpa suya, y ese sentimiento de culpabilidad por lo que su inconsciente confianza había permitido que sucediera pesaba contundentemente en su alma.

¿Cómo podía haber sido tan ciego ante el bestial corazón de los sinpiel? Sí, su aspecto exterior era el de unos monstruos, pero Uriel había visto más allá de esa apariencia hasta lo que había creído que era nobleza humana en su corazón.

Aunque estaba seguro de que un poder oscuro estaba actuando en su interior, sabía que no existían las almas realmente puras. Algún cáncer que los corrompía debía de estar arraigado en el corazón de los sinpiel para permitir a ese poder afianzarse, y Uriel se maldecía a sí mismo por su estupidez al no haberlo visto.

Las muertes de esos soldados pesaban sobre su conciencia. No importaba lo que hubieran hecho en el pasado para merecer ese castigo. Uriel apartó esos pensamientos de su mente, obligándose a concentrarse en la misión en curso.

Los Chimera corrían por las calles de la ciudad. Los edificios a su alrededor eran altos y metálicos, achaparrados y construidos con ladrillo. La abigarrada arquitectura de Barbadus pasaba junto a ellos a toda velocidad, aberturas sin ventanas que los observaban atemorizadas al pasar. Que la muerte rondaba las calles de Barbadus era algo conocido, vaciando las calles a su paso a excepción de unos pocos curiosos. Escasos y persistentes ciudadanos que abandonaban rápidamente lo que estuvieran haciendo para salir de las calles cuando la desesperada procesión de Uriel pasaba a toda velocidad junto a ellos.

Esa noche la muerte andaba a la caza, y atraparía a cualquiera que la llamara por su nombre.

Aunque estaba demasiado lejos y demasiado oscuro para distinguir ningún detalle, era evidente que una terrible batalla había tenido lugar en el campamento de los Águilas Aullantes. Las llamas lamían el cielo y el crepitar de los disparos había cesado.

—Fuera lo que fuese lo que pasaba, ya ha acabado —observó Pascal.

Nisato no replicó, mirando a las distantes llamas como si pudiera discernir alguna respuesta entre la oscuridad. Pascal Blaise afirmaba que no sabía qué había sucedido, y por mucho que Nisato deseara no creerlo, en su interior sabía que el hombre le decía la verdad.

Eso no tenía nada que ver con los Hijos de Salinas, pero si no eran ellos, ¿quién?

—Debemos marcharnos —dijo Pascal Blaise—. Si ella tiene razón y lo que ha atacado a los Águilas Aullantes viene hacia aquí…

Nisato asintió y se volvió hacia Mesira. Ella había retomado su postura anterior sobre la cama, con las rodillas dobladas sobre su pecho y los brazos cogiéndose las piernas.

—¿Mesira? —la llamó con voz suave. Ella levantó la mirada. Su cara cubierta de lágrimas ya no mostraba la terrible expresión de miedo y culpa que era habitual—. ¿Qué ha sucedido allí esta noche? ¿Lo sabes?

—Es el doliente —replicó ella—. La ha matado a ella y ahora me ha llegado el turno.

—¿Ha matado a quién?

—A la coronel Kain. He notado como moría. Fue muy doloroso.

—¿Para ti? —preguntó Nisato.

—Para las dos.

Pascal Blaise se unió a él junto a Mesira.

—¿Kain está muerta? ¿Está segura?

Mesira asintió y Nisato vio una sorda satisfacción en los ojos de Blaise.

El líder de los Hijos de Salinas levantó la cabeza y se encontró con su mirada.

—No espere que vierta una sola lágrima por esa zorra —dijo—. Kain llevó a los Águilas Aullantes al interior de Khaturian. Tenía las manos manchadas con la sangre de millares. Ha recibido lo que se merecía.

—¿Y usted qué se merece, Pascal? —Replicó Nisato—. ¿Qué nos merecemos todos? ¿No tenemos todos las manos manchadas de sangre? ¿No merecemos todos morir?

—Tal vez sí, tal vez no. —Blaise se encogió de hombros—. He matado muchos hombres, sí. Les he disparado y los he hecho saltar por los aires, pero no siento ningún remordimiento. Los hombres que he matado llegaron como invasores a mi país natal. ¿Qué otra cosa podría haber hecho? Si soldados armados atacan a la gente que ama, ¿no lucharía usted contra ellos?

—Supongo que sí —respondió Nisato—, pero…

—No hay peros —le espetó Pascal—. Éste era nuestro mundo. Éramos leales al Trono Dorado, pero Barbaden no nos escuchó. Mató a nuestros líderes y asesinó a nuestros soldados. ¿Qué clase de pueblo habríamos sido si no nos hubiéramos resistido? Y no pretenda que usted es mejor que yo agente. No puedo ni imaginarme que sus manos estén menos manchadas de sangre que las mías. ¿Cuántos aterrorizados soldados se han arrodillado ante usted suplicando por sus vidas antes de que les disparara en nombre del Emperador? ¿Docenas? ¿Centenares? ¿Tal vez millares?

Nisato se volvió hacia Pascal Blaise. La rabia bullía con más fuerza en su interior con cada nueva acusación lanzada a su cara.

—Sí, yo también he matado gente —gruñó—, y todos y cada uno de ellos merecían su destino. Todos ellos vacilaron en su servicio al Emperador.

—Entonces tal vez no seamos tan diferentes, después de todo —apuntó Pascal—. Tal vez el bien y el mal no son más que una cuestión de perspectiva.

Nisato suspiró, la rabia estaba disipándose a medida que la verdad de las palabras de Pascal Blaise penetraba en su alma. Suspiró y se sentó junto a Mesira, pasándole una mano protectora por el pelo.

—No existe el bien y el mal en nuestras profesiones —afirmó Nisato—. El presente cambia el pasado a cada instante. Tan sólo podemos rezar para que el futuro reivindique nuestras acciones.

Mesira levantó la mirada hacia él.

—Ya no tengo miedo —dijo ella, sonriendo.

—¿No?

—No. —Hizo un gesto negativo con la cabeza—. Todos estos años he vivido con lo que he visto, con lo que he dejado que pasara. Ahora ya ha acabado. Él viene a por mí estoy en paz.

—No dejaré que nadie te haga daño —dijo Nisato—. Te lo prometo.

Mesira sonrió y Daron Nisato pensó que jamás la había visto tan bella. Los problemas y preocupaciones que la mujer había soportado como una segunda piel desaparecieron, dejándola envuelta en luz, como si una gentil claridad brillara en el interior de sus huesos.

—No tienes por qué preocuparte por mí, Daron —le aseguró Mesira—. Todo irá bien.

—Eso espero.

Ella se inclinó y lo besó en la mejilla. El roce de sus labios en la piel le electrizó, enviando una placentera oleada de calidez y paz por todo su ser.

—Eres un buen hombre, Daron, mejor de lo que tú te piensas.

Mesira Bardhyl se levantó y tomó su mano. Él se puso en pie. Luego alargó la mano para tomar la de Pascal Blaise.

—Si este mundo logra sobrevivir, serán hombres como vosotros los que lo salvéis. Ambos habéis hecho cosas terribles durante vuestras vidas, pero son cosas del pasado. Lo único que importa es el futuro. Los viejos odios deben olvidarse y hay que forjar nuevos lazos entre los habitantes de este mundo. ¿Lo comprendéis?

Nisato paseó la mirada de Mesira a Pascal. Sus palabras eran como un torrente helado que lo limpiaba de la piel podrida hasta la médula. ¿Se trataba de algún tipo de magia psíquica? ¿La locura que la había hecho salir desnuda de su casa había despertado nuevos poderes en ella?

Fuera lo que fuese lo que manaba de Mesira, no sintió nada malo en ello, de modo que dejó que su luz sanadora lo bañara con sus poderes regenerativos.

—Lo comprendo —dijo, y sintió la misma iluminación en el interior de Pascal Blaise. Sin saber cómo, supo que los dos habían cambiado para siempre por causa de ese contacto.

Mesira soltó sus manos y Nisato sintió un aguijonazo de decepción ante la pérdida de su contacto.

La puerta se abrió detrás de ella y Cawlen Hurq volvió a entrar en la habitación con un rifle colgado del hombro y la pistola, que Nisato le había devuelto antes de que abandonara la habitación, fuertemente apretada en su mano. Nisato no sentía nada por Hurq: ni odio ni miedo, nada. Era como si todo el rencor y los desafíos intercambiados entre ellos, hubieran sido borrados.

—Cawlen —dijo Pascal, tomándose un momento para recuperarse del contacto con Mesira—. ¿Cuántos hombres hemos traído?

—Incluidos nosotros dos, ocho —respondió Hurq—. Pero he hecho un llamamiento y pronto llegarán más. ¿Qué estamos esperando? ¿Falcaras? —El tono del hombre era de ansiedad, y Nisato sintió piedad por él, tan atrapado como estaba por su odio.

—No, no lo creo —replicó Pascal—. No estoy totalmente seguro, pero mantente alerta.

Nisato tomó la mano de Mesira y siguió a Pascal Blaise mientras éste se dirigía hacia la puerta. Ella aceptó el contacto voluntariamente y juntos bajaron las escaleras que habían subido al llegar.

Cawlen Hurq abrió las puertas del bar y entraron en la sala común saturada de humo y sudor. El calor y el hedor del lugar dejaron sin aliento a Nisato, pese a que había estado allí hacía muy poco.

Las cabezas se levantaron en cuanto entraron en la sala, y Nisato se sintió terriblemente vulnerable, mucho más que cuando había llegado. Entonces únicamente tenía que preocuparse por su propia seguridad, pero ahora tenía que mantener a salvo a Mesira de la fuerza que ella creía que estaba viniendo a reclamarla. Más allá de eso, se sentía responsable de la seguridad de Pascal Blaise, lo que era estúpido, pues él tenía hombres armados en el bar y, si había que creer a Hurq, había más en camino.

Los hombres armados que había detectado al llegar se abrieron paso por el local para llegar hasta ellos. Los apiñados bebedores los dejaron pasar sin queja alguna. Nisato captó fragmentos de conversaciones mientras avanzaban entre la muchedumbre.

Las noticias sobre el ataque contra el campamento de los Águilas Aullantes ya habían llegado al bar, y Nisato se sorprendió al ver miradas de temor dirigidas a Pascal Blaise.

—¿Qué está pasando? —Preguntó, acercándose a Blaise—. ¿Por qué tengo la impresión que esta gente está tan dispuesta a lincharlo como a seguirlo?

—Tienen miedo —dijo Pascal por encima del hombro.

—¿De qué?

—De las posibles represalias —replicó Pascal—. Piensan que he atacado a los Águilas Aullantes y tienen miedo de lo que Barbaden pueda ordenar en respuesta. Le dije que estaba harto de muertes, ¿no? Bueno, pues no soy el único.

Nisato lo comprendió todo, el miedo y el cansancio en cada una de las caras. Era un cansancio que podía entender. Volvió a mirar a Mesira y sonrió. Ella se movía grácilmente por el atestado bar, y todos los que la miraban parecían tocados por el mismo bálsamo que había calmado sus atribulados espíritus escaleras arriba.

Ella era una ola tranquilizadora en un estanque, el viento que refrescaba el día.

Nisato apartó a regañadientes la vista de la mujer cuando Pascal le puso una mano en el hombro.

—Espere, deje que los hombres de Cawlen comprueben primero el exterior.

Nisato asintió y se acercó a Mesira. Por encima del susurrante zumbido de las conversaciones pudo oír extraños sonidos más allá de las puertas de acero del bar, una confusa mezcla del rugir de motores y pesados pasos. Se sobresaltó al oír el inconfundible sonido de disparos y un terrorífico rugido animal que le heló la sangre. El sonido resonó en el interior del bar y todas las cabezas se volvieron hacia ellos.

—¿Qué demonios ha sido eso? —musitó Cawlen Hurq.

Se oyeron más disparos seguidos de horribles chillidos, chillidos agonizantes y bramantes rugidos, así como sonidos más tenues, como de ropas rasgadas y madera partida.

Hurq se apartó de la puerta con el miedo reflejado en la cara. Un miedo contagioso. La gente empezó a gritar y, cuando otro monstruoso rugido resonó en el bar, el pánico se apoderó de todos. Hombres y mujeres pisoteándose y empujándose en su desenfrenada huida, tratando de alcanzar las puertas traseras o las ventanas que quedaban más lejos del origen de los terribles rugidos.

Nisato desenfundó la pistola cuando sonó un nuevo rugido, esta vez justo al otro lado de la puerta. El ruido era ensordecedor y enfermizo, un hedor a carne podrida penetró en el bar impulsado por una pesada y ominosa respiración.

—Busquemos otra forma de salir de aquí —dijo Pascal entre dientes.

—Sí —asintió Nisato, empujando a Mesira tras él.

Cawlen Hurq los siguió, y cuando Nisato se arriesgó a mirar por encima del hombro, vio que la puerta de entrada salía arrancada. Las grandes planchas de metal corrugado salieron despedidas, y el marco de hierro que hacía de dintel fue arrojado hacia el exterior.

El aire caliente entró en el bar, y con él, el hedor animal a carne podrida se hizo insoportable.

Nisato miró a la cara de aquel engendro.

Era un monstruo, una pesadilla ensangrentada y chamuscada, con enormes colmillos y enfermizos tizones por ojos. Sus proporciones monstruosas estaban más allá de cualquier medida que la cordura o la fe pudieran comprender; su aspecto era el de un gigante deforme que hubiera sufrido inimaginables tormentos.

—¡Emperador, sálvanos! —gritó Pascal Blaise, con la cara desencajada por el horror al ver que la bestia no había venido sola, sino con una manada de monstruos igualmente horribles pisándole los talones. El pánico que había atenazado a la multitud explotó en una estampida de puro terror. Los cuerpos chocaron contra Nisato mientras éste trataba de mantenerse junto a Mesira ante la masa aullante de gente que amenazaba con separarlos.

Cawlen Hurq levantó su rifle y Nisato deseó reírse ante el absurdo de luchar contra bestias de tan terrible aspecto con un arma tan ridícula. El hombre lanzó un juramento al abrir fuego. Los brillantes rayos de energía vomitados por el cañón del arma impactaron sin efecto aparente en el pecho de la criatura.

Con indiferencia, como si estuviera apartando un insecto, la bestia lanzó a Cawlen Hurq hasta el otro extremo de la sala. El hombre chocó contra la parte superior de la barra de hierro con la cabeza por delante, e incluso por encima del ruido de metal arrancado y la aullante multitud, Daron Nisato oyó como su cuello se partía con un terrible y claro chasquido.

Nisato trató de arrastrar a Mesira lejos de la destrozada entrada del bar, pero se soltó de su mano y fue arrastrado por la multitud, viendo sin poder hacer nada como los monstruos se abrían paso hacia el interior del bar.

—Ha llegado la hora —dijo ella con la voz sonando tan clara como una campanilla—. Ha llegado la hora de morir.