El hecho de encontrarse a solas en su biblioteca privada solía dar sosiego y comodidad a Shavo Togandis, pero esa noche no hacía más que irritarse con cada página que pasaba. Sus libros siempre le habían proporcionado paz en momentos difíciles, pero ahora no le ofrecían más que vagas referencias sobre cómo fortalecer el alma con algo que un texto anónimo y decepcionantemente incompleto llamaba «la armadura del desprecio».
No se mencionaba cómo meterse en una armadura semejante, y Togandís dejó a un lado el manuscrito. Las electrovelas titilantes creaban sombras danzantes por toda la estancia. El ambiente de la biblioteca estaba cargado y en el aire todavía flotaba el aroma al pequeño festín que había devorado apenas una hora antes: un pollo de corral asado con salsa picante y un acompañamiento de verduras cocidas cultivadas en los jardines de la propia catedral.
Un cráneo flotante equipado con unas centelleantes lentes verdes levitaba junto a uno de sus hombros. Se elevó un poco en el aíre cuando el cardenal se recostó en el sillón, grande y muy mullido. Le hizo un gesto al cráneo.
—Los sermones de Sebastian Thor, el tomo treinta y siete.
El cráneo se dirigió a las estanterías cargadas de volúmenes. Su luz verde recorrió los lomos dorados y plateados de los libros antes de que unas pinzas con suspensores se acercaran a una de las estanterías y retiraran un libro grueso encuadernado en cuero rojo intenso.
El cráneo regresó con una cierta dificultad debido al peso del libro, lo depositó delante del cardenal y después se colocó de nuevo junto a su hombro derecho.
Togandis se frotó los ojos ya cansados y se inclinó hacia delante para abrir el libro. Tuvo que esforzarse para poder leer la escritura apretada y recurvada que llenaba las páginas. El libro en blanco en el que tomaba notas para sus sermones se encontraba a su lado, y Togandis colocó el brazo junto a él mientras leía el tomo que el cráneo acababa de traerle.
Llevaba sujeta al antebrazo una estructura compuesta de cables y varillas de metal, y del conjunto sobresalía un armazón de bronce ligero y extensible. Al final del armazón había una pluma mnemónica. La punta temblaba a la espera de sus órdenes.
De todo aquel conjunto salía un manojo de cables que estaba conectado a algo que se asemejaba a un comunicador portátil situado sobre la mesa, delante del cardenal. Togandis hizo varios gestos de asentimiento mientras recitaba las frases del libro.
—La fuerza del Emperador es la humanidad, y la fuerza de la humanidad es el Emperador, si cualquiera de los dos se aparta del otro, nos convertiremos en los perdidos y condenados.»
La pluma mnemónica se activó en cuanto empezó a hablar y transcribió las palabras a las páginas en blanco del otro libro. Había llenado innumerables páginas como aquélla con palabras semejantes, unas palabras que siempre lo habían conmovido, pero que le parecía serían muy poco útiles para proteger el palacio del ataque de cualquier clase de entidad maligna.
Temía regresar al palacio sin algo visible que mostrar por sus esfuerzos. Por supuesto, era capaz de recitar de memoria versículos enteros de cualquiera de las escrituras sagradas, pero Leto Barbaden se daría cuenta en seguida de que estaba mintiendo. Togandis se enjugó el sudor de la frente en cuanto pensó en Leto Barbaden.
Como coronel de las Falcatas Achamán, Barbaden había sido un tirano. Como comandante imperial de Salinas, era un monstruo.
Todavía recordaba con claridad a Barbaden asomándose por la torreta de un Hellhound mientras recorría las calles envueltas en llamas de Khaturian. Los Marauder habían sido muy concienzudos en su ataque, y de la ciudad quedó muy poco después de que soltaran todas sus bombas.
Lo que quedaba lo remataron las Águilas Aullantes.
Togandis cerró los ojos. También recordaba el tacto de la pistola que llevaba en la mano mientras caminaba al lado del vehículo de Barbaden. El sonido de los rifles láser y el rugido de las llamas le parecían insoportablemente fuertes.
No había efectuado un solo disparo. Recordaba haber mirado el arma, que destacaba contra su piel rosada, y haber pensado que era absurdo, que era completamente absurdo que alguien como él empuñara una pistola en un momento como aquél.
Eran los gritos lo que más recordaba, el sonido intolerable y espantoso del sufrimiento agónico de otro ser humano. Le pareció increíble que alguien pudiera estar sufriendo tanto, pero se convirtió en un sonido muy común en Khaturian.
Togandis se había apartado de la carnicería mientras los soldados culminaban la matanza y había vomitado todo lo que tenía en el estómago sobre el suelo reseco. Las Águilas Aullantes habían ido saliendo de las ruinas a lo largo de las horas siguientes, y sus gritos de victoria le sonaron falsos.
A lo largo de las semanas, los meses y los años siguientes, Togandis había visto a muchos de esos mismos soldados en la catedral, llevados hasta allí por unos sentimientos que no se atrevían a contar a nadie, para hablarle de lo que habían visto y hecho en el Campo de la Muerte.
Hanno Merbal había sido uno de aquellos soldados, y Togandis recordó de forma muy vívida las terribles conversaciones que habían mantenido en la oscuridad del confesionario, los tremendos pecados, el doloroso arrepentimiento, la insoportable culpabilidad.
Hanno Merbal había muerto. Se había dejado los sesos esparcidos por el techo de un bar de mala muerte de un lugar llamado Desguace. Pensar en Merbal lo llevó de inmediato a pensar en Daron Nisato, el antiguo comisario de los Falcatas y un hombre de honor, de una nobleza probada.
No era de extrañar que Leto Barbaden lo hubiera transferido a otra unidad antes de la misión contra Khaturian.
Sintió que se le enrojecían las mejillas por la vergüenza al pensar en lo cerca que había estado de decirle a Nisato, al principio del día, todo lo que sabía del Campo de la Muerte, todo lo que le había contado Hanno Merbal y todo lo que había visto por sí mismo.
Togandis sabía que era un cobarde, y pensar en la posibilidad de enfrentarse a Barbaden lo había amedrentado tanto que no pudo descargarse de la culpa que sentía para permitir que Nisato sacara a la luz la verdad sobre lo ocurrido en el Campo de la Muerte.
Pensó en las palabras que le había susurrado Nisato al pasar a su lado cuando se marchaba de la biblioteca: «¿Con quién se confiesa el confesor?»
Eran palabras sencillas, dichas con sinceridad, pero las consecuencias. ah, las consecuencias.
Togandis cerró los ojos y se esforzó por contener las lágrimas de culpabilidad que amenazaban con saltarle a borbotones sobre las mejillas. No creía que fuese capaz de detenerse si empezaba a llorar. Lágrimas por los muertos y, egoístamente, lágrimas también por él mismo.
Respiró profundamente y comenzó a repasar de nuevo las páginas del libro que tenía ante él. Se concentró en las palabras milenarias de Sebastian Thor, un hombre por el que Togandis sentía la mayor de las admiraciones y cuyas obras siempre lo habían inspirado.
Sebastian Thor no había sido más que un individuo sencillo que se había enfrentado a la tiranía del Alto Señor del Administratum, Goge Vandire, y logró derribarlo en la feroz guerra conocida como la Era de la Apostasía. Thor se había convertido en eclesiarca y sus sermones siempre habían sido los favoritos de Togandis en las celebraciones ante la congregación.
Se preguntó qué hubiera hecho Thor respecto a lo ocurrido en Salinas, y se estremeció al imaginarse que lo echaría de su catedral, lo mismo que había hecho con el predicador al que expulsó de su propio púlpito en mitad de una sesión de rezos, allá en Dimmamar.
Se quitó aquella idea de la cabeza y continuó leyendo párrafos en voz alta a lo largo de las horas siguientes para que la pluma mnemónica los transcribiera. Llenó y llenó una página tras otra de su libro de plegarias con versículos inspiradores y prédicas de vigilancia contra el demonio y el impuro.
El brillo de las electrovelas cobró fuerza a medida que disminuía la luz que entraba a través de los altos ventanales. Togandis oyó un ruido al otro lado de la puerta que tenía a su espalda y parpadeó sorprendido cuando alzó la mirada y vio la oscuridad que ya reinaba más allá de las vidrieras.
Era más tarde de lo que había creído, y todavía tenía tareas y deberes que atender. Sus sacerdotes y diáconos debían de estar reuniéndose ya para la ceremonia de vísperas, y no sería nada apropiado que no se uniera a ellos. Su biblioteca personal se encontraba adyacente a la nave principal del templo, y ya se oían sus voces insistentes desde el otro lado de la puerta.
Parecían estar llamándolo por su nombre. El sonido llegaba apagado debido al espesor de la madera, por lo que se oía poco más que un susurro.
Cuando se puso en pie y se pasó una mano por la boca, se dio cuenta de que las voces eran demasiado insistentes. Shavo Togandis, un experto del autoengaño en muchas otras facetas de su vida, era lo bastante sincero consigo mismo como para saber que sus sermones, aunque llenos de significado y de profundidad, no eran de los que la gente se reúne impaciente para oír, o como para llamarlo y que empezara pronto.
Togandis sintió curiosidad. Se quitó del antebrazo el armazón con la pluma mnemónica y tomó en la mano el libro de plegarias. Se dirigió a la puerta, pero cuando acercó la mano al pomo, alguna clase de tono inaudible resonó en esa porción de la mente que reconocía el miedo.
Tú estabas allí.
Shavo Togandis supo con una certeza repentina y terrible lo que le esperaba al otro lado de la puerta.
Mesira Bardhyl sintió como aquel poder crecía por toda la ciudad. Era una vibración maligna que notaba en los huesos y que le chirriaba en los nervios como lo harían las uñas en una pizarra. La habitación estaba a oscuras. Sin embargo, unos hilos de luz plateada, invisibles para todos aquellos que carecieran de poderes psíquicos, se abrieron paso hacia el interior serpenteando entre los ladrillos, supurando a través del cemento y colándose por debajo de las puertas.
Una escarcha fantasmal recubrió la puerta, y la respiración se le condensó delante de la cara.
Cerró los ojos.
—Por favor, vete. ¿Qué es lo que hice yo? Yo no hice nada.
En cuanto lo dijo, supo que eso ya era un crimen más que suficiente.
Quedarse mirando una matanza semejante y no hacer nada para detenerla era casi peor que apretar el gatillo o dar tajos con una falcata. Los muertos se estaban agrupando, y fuera lo que fuese el ente terrorífico y espantoso que había llevado a los dos marines espaciales a aquel mundo, había cambiado para siempre el equilibrio de poder en Salinas.
Las energías inmateriales ya habían pasado a formar parte de la estructura del propio planeta, entremezcladas en toda su urdimbre, y los seres que antes tan sólo eran capaces de poco más que provocar pesadillas tenían en esos momentos a su disposición una fluente muy real y peligrosa de poder del que alimentarse.
Sintió una fuerza aterradora en la estancia, una solidez en el aire que sólo podía ser causada por otra presencia.
—Por favor, no —dijo entre lágrimas.
Abre los ojos.
Mesira negó con la cabeza.
—No, no lo haré.
¡Abre los ojos!
Mesira lanzó un grito cuando le abrieron los ojos de golpe y lo vio. Era el doliente. Su contorno negro era una silueta recortada contra el brillo suave que llegaba desde el otro lado de la ventana.
La figura relucía con una luz espectral, y sus ojos centelleantes la dejaron clavada en el sitio, igual que si fuera una mariposa en una vitrina de exposición. El hedor a humo y a carne achicharrada la rodeó, y unas llamas plateadas, frías e implacables, surgieron rugientes a su alrededor.
Vio bajo la luz helada que rodeaba al doliente su carne quemada, el músculo y la grasa que se desprendían en goterones amarillentos de los huesos.
Tú estabas allí.
Mesira Bardhyl gritó y gritó hasta que su mente se despegó de sus sentidos y se hundió en la oscuridad.
Shavo Togandis sintió el frío que desprendía el pomo de la puerta antes incluso de tocarlo con la mano. La respiración se le condensó y notó, a través de sus gruesos ropajes, el frío repentino que se apoderó de la estancia.
Los sintió al otro lado de la puerta, ansiosos de que la cruzara, ansiosos de que se enfrentara a ellos, a su responsabilidad.
El terror se apoderó de él, y le dio la impresión de que las piernas le iban a fallar en cualquier momento.
Togandh susurró una plegaria al Dios Emperador. Cerró los ojos y recitó los versículos que había aprendido cuando era un niño, cuando tenía miedo de la oscuridad y su madre le decía que el Emperador lo protegería.
Shavo Togandis tenía cuatro años en aquel entonces, y envuelto en mantas en mitad de la oscuridad, se balanceaba adelante y atrás al ritmo de la sencilla plegaria que canturreaba para mantener alejados a los monstruos.
Las palabras le volvieron con facilidad a los labios. El terror lo hizo retroceder a lo largo de los decenios hasta su niñez y le arrancó el recuerdo de los rincones olvidados de la mente. Sintió que ese terror disminuía con cada palabra que pronunciaba, y agarró con la mano el metal helado del pomo de la puerta.
Togandis giró el pomo, empujó la puerta y obligó a sus piernas inseguras a llevarlo al otro lado. Una oleada de aire frío, semejante al aliento del invierno, sopló a su alrededor y le rodeó el cuerpo igual que un grupo de manos ansiosas que tiraran de él hacia delante.
Sintió la exploración de aquel aire frío, pero con cada recitado de la plegaria infantil su contacto se hacía más leve y menos imperioso. Shavo Togandis salió de su biblioteca con el libro de plegarias extendido delante de él y se adentró en el templo.
La voz le tembló al ver que el templo estaba lleno, pero ninguno de aquellos que estaban reunidos delante de la magnífica estatua dorada del Emperador, situada al final de la nave del templo, eran feligreses o devotos, y ni siquiera estaban vivos.
Eran poco más que manchas de luz plateada, igual que llamas de vela vistas a través de un cristal esmerilado. Tenían un cierto parecido con la forma humana, pero poco más.
—Que el Emperador me proteja —susurró.
Unos pasos sin voluntad lo llevaron por el crucero hacia el altar situado bajo la enorme estatua del Emperador. El escaso valor que había aparecido por un breve momento en la biblioteca lo abandonó, y el terror frío y pegajoso se apoderó de nuevo de él. Notó que se le aflojaba la vejiga y sintió la necesidad de vaciar las entrañas.
Mantuvo el control de sus funciones corporales con un tremendo esfuerzo de voluntad y miró más allá de las luces titilantes de los intrusos, hacia el altar, y allí vio a sus sacerdotes y diáconos, a los confesores menores y a los acólitos, todos apiñados a los pies de la estatua.
Tenían los rostros iluminados con una expresión de asombro ante lo que veían. ¿Es que no se daban cuenta de que aquellas figuras luminosas eran, en realidad, algo absolutamente terrible?
¿No sabían que se encontraban ante un horrible y tremendo peligro?
Una parte de la persona que fue Shavo Togandis antes de lo sucedido en el Campo de la Muerte se agitó en su interior, y se dirigió hacia la gran estatua y el grupo de personas reunidas bajo ellas.
Era su gente, y su deber era protegerlos.
Notó que en cuanto comenzó a caminar de nuevo las cabezas de los intrusos fantasmales se volvieron de inmediato hacia él. Lo miraron de manera acusadora, con los ojos rebosantes de una maldad recién llegada a sus consciencias.
Uno de los sacerdotes apartó la vista de los fantasmas al notar que el cardenal se acercaba.
—¿Puede verlos? —Le gritó el sacerdote—. ¡Son ángeles, eminencia! ¡Ángeles del Emperador!
Togandis miró su vez a las figuras espectrales y se sintió horrorizado de que aquellas temibles criaturas pudieran ser confundidas con algo tan grado y venerable como un ángel. Aunque los rasgos de sus caras estaban ocultos por la luz plateada que surgía de su interior, Togandis había visto lo suficiente como para darse cuenta de que no se trataba de ángeles, sino de demonios con forma humana, enemigos enviados desde los pozos más negros del abismo.
—¡Apartaos de ellos! —los avisó Togandis mientras apresuraba el paso hacia los sacerdotes.
El sudor de la frente le heló hasta la médula de los huesos y respiró con bocanadas jadeantes que hicieron que le ardiera el pecho. Los sacerdotes se quedaron mirando a Togandis con gesto de extrañeza, ya que no veían lo que él veía. El cardenal se interpuso entre ellos y las figuras de luz.
Togandis se había quedado sin aliento por el miedo. Sintió el ansia y la rabia de aquellos seres, y comprendió que no eran demonios del abismo, sino los muertos en busca de venganza, que habían llegado hasta allí para apoderarse de lo que era suyo por derecho de sangre.
La plegaria infantil que había recitado le pareció una bobada ante aquel mal tan terrible, y una parte de su ser fue consciente de que debía soltar el libro de plegarias y enfrentarse a las consecuencias de sus actos. Notó que empezaba a aferrar con menos firmeza el libro.
Había sido el anterior confesor de los Falcatas, un individuo muy sarcástico llamado Thorne, quien le había entregado el libro justo el día antes de que lo mataran. Cuando Togandis bajó la mirada se encontró con las palabras que la pluma mnemónica había escrito pocos momentos antes.
Vio la fuerza que había en aquellas palabras, una fuerza que avivó en su corazón los últimos rescoldos de entereza.
—Oh, Emperador, padre misericordioso que nos proteges, envíanos tu luz para que podamos llevarla a los rincones más oscuros. En tiempo de necesidad, envíanos el coraje que enciende los corazones de todos los siervos de la justicia. ¡Sé nuestra fuerza y defensa, para que nosotros podamos ser las tuyas!
Togandis sintió la presencia de los clérigos, que fueron reuniéndose a su alrededor, y su cercanía le proporcionó fuerzas. Pasó las hojas del libro de plegarias y leyó cada párrafo con un poder y una convicción que jamás había mostrado en el púlpito.
Aunque las palabras que estaba pronunciando no eran más que simples plegarias y bendiciones, llevaban consigo el poder de la fe. Era una simple revelación, pero una revelación a pesar de todo, y tales acontecimientos transmitían poder.
El viento frío que casi lo había empujado hacia el templo volvió a soplar, y con más fuerza esta vez, sin la suave persistencia que había mostrado con anterioridad. Una galerna llegó soplando desde el otro extremo de la nave, feroz y aullante. Togandis sintió que sus ropajes se agitaban a su alrededor, y algunas páginas del libro de plegarias salieron volando arrancadas de cuajo.
Los sacerdotes gritaron cuando las siluetas fantasmales que se habían congregado en el templo fueron arrastradas por el torbellino de luz helada. Al igual que ocurriría con una neblina empujada por el viento, los espectros perdieron sus respectivas individualidades y se convirtieron en una única masa aullante de rostros farfullantes.
—¡El Emperador protege! —gritó Togandis, mientras los angustiados fantasmas aullaban y gemían. Aquel viento sin origen conocido se llevó a la masa fantasmal por todo el interior del templo atravesando el aire y retorciéndolo en zarcillos de centelleante luz plateada.
Los espectros quedaron reunidos bajo el rosetón situado en el otro extremo de la nave, por encima de los grandes portones de bronce que llevaban al exterior, convertidos todavía en una masa tambaleante y atorbellinada de luz y neblina. Unas llamaradas plateadas de fuego frío se encendieron a lo largo de las paredes laterales del templo, saltando de columna en columna, y a Togandis se le llenaron los ojos de lágrimas cuando de repente le llegó el olor a carne quemada.
En los bancos más cercanos había comenzado a formarse escarcha, y la superficie del agua de la pila que tenía al lado se congeló. Los sacerdotes y los diáconos se habían puesto de rodillas con las manos en posición de rezo. Sus miradas seguían llenas de una expresión arrebatada, por lo que Togandis comprendió que el terror de aquellas visiones estaba dedicado sólo a él.
Solo él veía con claridad el rostro de las apariciones, ya que habían venido a por él, y únicamente a por él.
La masa de espíritus cruzó a toda la velocidad la nave del templo en dirección al altar, y Togandis sintió sus ansias de matarlo en cada uno de sus aullidos agonizantes. Los cientos de bocas se abrieron al unísono y la luz cegadora se extendió hacia los lados como las alas de un terrible ángel vengador.
—¡Que no seamos a tus ojos más que humildes siervos! —gritó Togandis con palabras arrancadas por al aire frío—. ¡Vuelve tu rostro hacia nosotros y expulsa las sombras, escuda a tus siervos y protégelos de las iniquidades de la disformidad!
Los espíritus comenzaron a perder cohesión. Varios fragmentos de luz se desprendieron del ángel vengador mientras se abalanzaba contra él. Togandis cerró los ojos, aferró con una mano el aguila sagrada que llevaba colgada del cuello y con la otra alzó lo más alto que pudo el libro de oraciones.
Una descarga de fuego plateado se estrelló contra Togandis. El cardenal sintió que el frío glacial de los muertos le atravesaba el cuerpo. La agonía de su dolor y el horror de su existencia inundaron cada molécula de su cuerpo, desde los pies martirizados por el sobrepeso hasta la nuca cubierta de sudor, pero al no encontrar dónde aferrarse, salieron de él con un aullido de frustración.
Su corazón se estremeció por el sobreesfuerzo, y sus válvulas y arterias trabajaron al límite para mantenerlo con vida. Las venas se expandieron y contrajeron, pero fueran cuales fuesen las reservas de fuerza de las que disponía el cardenal, consiguieron mantenerlo con vida un poco más.
Togandis mantuvo los ojos cerrados durante unos largos momentos, ya que sabía que si los abría, vería algo tan terrorífico que moriría al instante. Un silencio repentino e inquietante se apoderó del templo. Lo único que se oía eran los jadeos de su pecho y el eco de los que se habían marchado.
Una mano le rozó el hombro. Al cardenal se le escapó un grito al mismo tiempo que sentía un dolor en lo más profundo del pecho y un cosquilleo en la punta de los dedos.
—¿Cardenal? —le dijo una voz prudente y asombrada a su lado.
Togandis lo reconoció. Era uno de los diáconos nocturnos, aunque no sabía su nombre.
Inspiró profundamente para calmarse y abrió los ojos.
El templo se encontraba como siempre a esa hora de la noche: fresco, envuelto en sombras, con las únicas luces titilantes de las velas. No quedaba rastro alguno de las llamas plateadas ni de los espíritus vengativos, aunque del borde de la pila caía un reguero de hielo fundido.
Togandis esperó para hablar hasta que estuvo seguro de que su voz no delataría el terror que había sentido.
—¿Qué? —preguntó al cabo de unos momentos.
—¿Era un ángel? —le preguntó el diácono.
Togandis miró por encima del hombro del diácono a los sacerdotes, que todavía mostraban una expresión arrobada. ¿Qué debía decirles? ¿La verdad? Mejor que no.
En sus ojos brillaba la luz de la fe, y no podía arrebatarles eso.
—Sí —asintió—. Era un ángel del Emperador. Reza para que jamás vuelvas a ver otro.
La noche sobre las montañas que se alzaban al norte de Barbadus era absoluta.
Una vez descendió por completo el sol, los sinpiel se habían aventurado a salir de la cueva con pasos dubitativos y llenos de precaución, como si temieran que el sol pudiera regresar en cualquier momento. El señor de los sinpiel había captado a lo largo del día el sentimiento de dolorosa traición de toda la tribu mientras la luz del sol se mantenía brillando, pronta a destruirlos.
La cueva apestaba a miedo, y sólo cuando la luz dejó de avanzar ese miedo se convirtió en alivio. Estaban a salvo; al menos de momento.
El señor de los sinpiel notaba el terror de la tribu, una emisión rancia de sustancias químicas que antes había sido un olor que surgía de otros y que en esos momentos lo hacía sentirse furioso.
Estaba cansado del miedo, cansado de tenerlo como una compañía constante en la vida.
Aunque era fuerte y poderoso, el miedo se había albergado en su corazón desde que tenía memoria: miedo a los hombres de hierro, miedo al sol negro, miedo a su propia naturaleza monstruosa, y miedo de lo que pensaría de todo ello el Emperador cuando estuviera finalmente ante él.
El señor de los sinpiel alzó el brazo y se quedó mirando la novedad rosada de su carne. El brillo que la cubría había desaparecido a lo largo del día, y cuando se tocó con dedos precavidos, notó que esa nueva piel respondía al tacto.
En vez de dolor, sintió la textura de sus dedos rematados en garras y las callosidades de las manos.
Quizá, después de todo, aquel mundo fuera un nuevo comienzo para él y para la tribu.
Miró hacia donde los miembros de la tribu devoraban las nuevas piezas que se habían cobrado entre las criaturas que pastaban en las montañas. Su carne era jugosa y tierna, y sus extremidades no eran rival para la tremenda velocidad de los sinpiel.
El señor de los sinpiel quería marcharse de aquel lugar, pero todavía no se atrevía a alejar a la tribu de la cueva por temor a que el sol los cogiera de nuevo al descubierto. A la mayoría de los miembros de la tribu les estaba creciendo una nueva piel sobre el cuerpo, pero lo hacía a ritmos muy diferentes, y el sol mataría a aquellos que aún no tuvieran suficiente protección si no estaban a cubierto.
No tardarían en tener una piel como la suya, pero a sus cuerpos, más degenerados, les costaría más tiempo lograr lo que el suyo ya había conseguido. Las grandes fajas de carne tardaban más en cubrirse de piel que las extremidades cortas y nudosas. Vio como dos cráneos de carne unidos se rasgaban cuando tiraban y forcejeaban cada vez que sus bocas mordían, pero se curaron mientras su propietario tragaba enormes bocados de comida.
El señor de los sinpiel desvió la mirada y la volvió hacia atrás, observando por encima del hombro.
Aunque la noche era oscura, la ciudad muerta situada a sus pies estaba llena de luz.
El lugar parecía en silencio y vacío a los ojos normales, como siempre, pero para unos ojos modificados por las maquinaciones hechiceras del conocimiento más siniestro y una mente que había alcanzado la madurez en el interior de la matriz de una criatura saturada por la magia del Caos, las calles estaban repletas de siluetas. No eran siluetas de gente viva, sino siluetas… de otra cosa.
El señor de los sinpiel había sido consciente de su existencia por una presencia en el borde de la percepción normal, pero en esos momentos vio que se estaban reuniendo, atraídos hacia ese lugar de muerte por la llegada de la máquina de los hombres de hierro.
Uriel y su compañero no habían visto aquellas presencias, ni siquiera habían sido conscientes de su existencia, pero las terribles fuerzas dispersadas por la máquina terrorífica habían encontrado una causa común en las calles olvidadas de aquella ciudad muerta y habían convocado a aquellos que antaño la llamaron hogar para llenarlos de una energía prestada.
Había mantenido a la tribu apartada de aquella concentración de energía rebosante de furia insaciable, ya que sabía en lo más profundo de su fuero interno que perturbar aquella masa de rabia y dolor sería una invitación al desastre.
Le pareció que el simple acto de observarla había hecho notar a las luces su presencia, porque el señor de los sinpiel vio que recorrían las calles en dirección a la barrera de metal que rodeaba la ciudad. Aunque esa barrera era capaz de impedir el paso de las criaturas de carne y hueso, no suponía impedimento alguno para aquellos seres de luz y de rabia.
Se dirigieron hacia las montañas, hacia la tribu que estaba comiendo en la entrada de la cueva.
La tribu los sintió llegar, y sus miembros sacaron las garras y les enseñaron los colmillos.
El señor de los sinpiel se puso en pie y se quedó contemplando el acercamiento de las luces. No las temía, ya que el mundo del sol negro había vomitado de sus simas horrores mucho peores que aquellos.
La tribu se retiró al interior de la cueva y el señor de los sinpiel se colocó delante de la entrada en un gesto protector, con un aspecto magnífico y glorioso gracias a su piel nueva. Sintió la furia llameante que ardía en el centro de aquellos extraños seres de luz, pero sobre todo sintió sus ansias y su deseo de causar dolor a aquellos que les habían hecho daño.
Cuando estuvieron más cerca, le llegó el sabroso olor a carne quemada, y se le pegó al paladar el sabor olvidado a carne humana. Se le escapó, un gemido y la saliva comenzó a acumulársele en la boca.
Negó con la cabeza.
Uriel les había prohibido probar siquiera la rica carne de los humanos y beber su sangre cálida.
El Emperador no quería que se comieran a sus súbditos.
La tribu gruñó a su espalda y dejaron al descubierto de nuevo los colmillos cuando el olor a carne quemada llenó la cueva y también ellos recordaron el sabor de la carne humana. El olor era casi irresistible, y el señor de los sinpiel tuvo que esforzarse para seguir concentrado en los seres que se acercaban.
Se reunieron alrededor de la boca de la cueva aparentemente sin moverse, poco más que una cascada de siluetas iluminadas desde el interior. Atisbó algo parecido a unas figuras humanas en el centro de esa luz, hombres, mujeres y niños, y todos lo miraban con expresiones que iban desde la compasión hasta la impaciencia.
Tenían los rostros ennegrecidos y quemados, con la carne separada del cuerpo, y el señor de los sinpiel sintió su dolor, una agonía eterna que sólo podía acabarse de un modo. Sabía que no eran seres vivos, sino cosas muertas que no deberían existir.
Se abalanzaron hacia la cueva, hacia los sinpiel, pero en vez de muerte, llevaron la vida.
El señor de los sinpiel sintió que los muertos le pasaban por encima como una marea, un torrente de miles de vidas. La cueva se llenó de luz, una luz ardiente y devoradora. Se pegó a él y le penetró en el cuerpo mediante algún proceso desconocido de ósmosis.
Un millón de pensamientos, semejante a un enjambre de insectos enfurecidos, rugieron en su mente, y se llevó de inmediato las manos a la cabeza para detener el rugido ensordecedor. Miles de voces resonaron en su interior, y cada una de ellas gritaba para hacerse oír por encima de las demás, suplicaba, gemía, exigía ser oída.
El dolor se apoderó de su cuerpo cuando sintió que ardía, que la sangre le hervía en las venas, que la carne se le separaba de los huesos, que a su vez se partían por el calor. Las paredes de la cueva parecieron retorcerse y derretirse, como si se estuvieran desvaneciendo, y fueron reemplazadas por muros alzados por manos humanas y derribados mediante las máquinas de guerra también humanas.
Por encima de la cabeza vio cielo en vez de roca, un cielo claro lleno de siluetas cruciformes que dejaban caer contenedores de hierro que descendían dejando rastros de vapor y que explotaban lanzando una lluvia de llamas al rojo blanco. El fuego lo rodeó, un fuego que saltaba y se movía como si fuera algo vivo, algo que lo devoraba todo con un desenfreno alegre.
Sabía que lo que estaba viendo eran sus muertes, las de aquellos seres de luz y rabia, pero no podía sacarse aquellas imágenes de la mente. Oyó gritos, unos gritos ensordecedores, desgarradores.
—¡No! —Aulló el señor de los sinpiel—. ¡Fuera de mi cabeza!
Oyó los rugidos aterrorizados y los chillidos de la tribu. Se puso en pie y se desgarró la nueva piel que le cubría la cara. Las garras amarillentas le abrieron unos profundos surcos en las mejillas y el dolor fue bienvenido por ser dolor. Los jirones de piel le quedaron colgando de la cara y la sangre fresca salpicó el suelo de la cueva.
Sus extremidades se convulsionaron de un modo antinatural, agitándose e hinchándose por las presencias que se adentraban en él. Cada músculo, fibra y célula de su cuerpo quedó impregnado de la energía y la furia de los muertos.
Sólo el dolor continuó siendo suyo. Se clavó las garras a la altura del corazón y luego abrió los brazos haciéndose unos cortes profundos a lo largo del pecho, semejantes a las alas de un águila aullante y agonizante.
El señor de los sinpiel cayó de rodillas con los brazos en alto mientras los muertos de Khaturian lo llenaban por completo, empujando el resto de su dolor y de su miedo a un rincón recóndito de la mente.
En vez de sentir su propio dolor, sintió el de todos ellos.
La rabia y la furia de aquellos seres se hicieron suyas.
Tan sólo una cosa podía acabar con aquello: la muerte.