La voz de Lalla era dulce y sonaba como la de una chica joven y desenfadada que no supiera nada de la crueldad en el mundo. Por otra parte, la de Kulla era amarga y hosca, como si ella sola soportara el conocimiento del capricho de naturaleza impensable del que habían sido víctimas.
Uriel miró con una poco confortable fascinación a las muchachas unidas, no muy seguro de qué decir.
Los astrópatas a menudo son almas excéntricas, maldecidos con la habilidad de proyectar su mente a través de la vastedad de la galaxia y comunicarse con otros como ellos, permitiendo así el funcionamiento del Imperio.
Uriel había visto muchos astrópatas, pero ninguno tan físicamente atormentado como las janiceps, ninguno tan maldecido en su nacimiento como para ser preferible la muerte a resignarse a ese destino. En noventa y nueve mundos de cada cien, las chicas habrían sido asesinadas, pero fuera cual fuese el mundo en el que nacieron, obviamente era un lugar más tolerante.
Por mucho que Uriel pudiera sentir lástima por ellas, no podía evitar el sentimiento de que eran mutantes peligrosas, aunque luchó para superar esa impresión.
—No sientas lástima por nosotras, Uriel —dijo Lalla—. Nos gusta ser útiles.
—¡Cállate! —Le espetó Kulla—. ¿Qué sabes tú de utilidad? ¡Yo hago todo el trabajo!
—Vamos, chicas —intervino Barbaden con una voz inusualmente suave y conciliadora—. No deberíais discutir. Ya sabéis qué pasa cuando lo hacéis.
—Sí —se enfurruñó Kulla—, hacéis que vuestros condenados guardianes nos hagan la vida un poco más imposible.
—Y eso nos duele —chilló Lalla.
—¿Esto es el astrópata? —le preguntó Uriel a Barbaden.
—Puede preguntarles a ellas directamente —dijo el gobernador—, están justo delante de usted.
—Él piensa que somos mutantes, Kulia —dijo Lalla dulcemente.
—¿Acaso no lo sois? —inquirió Uriel.
—No más que tú, astartes —se burló Kulia—. ¿Qué eres tú, sino un monstruo? En realidad, tu estructura genética está más alejada de la humanidad que la nuestra.
Uriel inspiró profundamente. Por las precauciones que Barbaden había tomado al confinarlas, Kulia y Lalla eran, obviamente, psíquicas muy poderosas y, por tanto, sería estúpido enfrentarse innecesariamente a ellas.
—Sí, lo sería —afirmó Kulia con una sonrisa.
Uriel abrió la boca y Lalla soltó una risita.
—Ella es así. Pero no te preocupes, únicamente puede leer tus pensamientos más superficiales, a no ser que quieras que te lea más profundamente. Y en ese caso conoceremos todos tus pecados.
—Soy un marine espacial del Emperador, no cometo pecados —declaró Uriel.
—Oh, vamos —dijo Lalla riendo—, todos tenemos nuestros secretos.
—No —insistió Uriel—, nosotros no.
—Él tiene secretos que ocultar —dijo Kulia con un grito cacareante que hizo convulsionar la membrana que le cubría el cerebro.
—¿Podemos centrarnos en el tema? —preguntó Uriel , incómodo en presencia de las janiceps ahora que sabía que podían leer mentes además de comunicarse telepáticamente con otros astrópatas.
—Pues claro —dijo Barbaden, divertido por la incomodidad de Uriel—. Simplemente debe arrodillarse delante de las gemelas y hacer lo que le digan. Será mucho más rápido si no lo cuestiona todo.
—¿Los dos? —preguntó Pasanius.
—Sí quiere —dijo Lalla—. Pero no representará ninguna diferencia.
—Entonces, creo que seré yo el que se mantenga aparte —dijo el astartes, haciéndole una señal a Uriel para que se adelantara.
—Y encima tienes medallas al valor —bromeó éste.
—La responsabilidad del mando implica que, a veces, debes liderar desde primera línea —replicó Pasanius—. Y ella dijo que no supone ninguna diferencia.
—Qué conveniente —dijo Uriel, arrodillándose ante las gemelas.
—Danos las manos —dijo Lalla—, y no te muevas.
Uriel asintió, y se preguntó la necesidad del último comentario de Lalla mientras hacía lo que le habían pedido. Tocó sus manos con cierta reticencia, sintiendo el rápido latir de su sangre en los pequeños y delicados dedos.
—No estamos hechas de porcelana —le indicó Kulla—. Creía que los astartes eran fuertes. Agárranos fuerte las manos.
Lalla se rió tontamente y Uriel se ruborizó al apretar con más fuerza.
—Esto está mejor —dijo Kulia—. Ahora controlamos tu mente. Los ojos de Uriel se abrieron con asombro, peto Lalla sonrió.
—Está de broma. No haría eso, no sin antes preguntártelo.
Las manos se le enfriaron y notó como un escalofrío le recorría los brazos y el pecho. No sabía cuánto de sus bromas era puro juego y cuánto era verdad, pero tenía la sensación de que, si querían hacerle daño, no había nada que pudiera hacer para impedir que lo mataran con un simple pensamiento.
—Así pues, ¿qué tengo que hacer? —les preguntó Uriel, tratando de no mostrar su malestar.
—¿Adónde quieres mandar el mensaje? —inquirió Lalla, cerrando su único ojo.
—¿A quién se lo estás enviando? —preguntó a su vez Kulla.
—A los Ultramarines —dijo Uriel—. En el mundo de Macragge.
—Abre tu mente, astartes —ordenó Kulla con su voz rasposa y dura.
Uriel asintió con la cabeza, aunque las instrucciones eran vagas, y cerró los ojos, reduciendo el ritmo de su respiración y esperando el contacto de la mente de las gemelas. No sintió nada, pero trató de no impacientarse.
—Tu mente está cerrada a nosotras —advirtió Lalla—, como una fortaleza preparada para resistir al invasor.
—No lo entiendo —se sorprendió Uriel.
—Vosotros, los astartes, tenéis unas mentes tan rígidas e inflexibles como el adamantium —afirmó Kulla, y Uriel vio que su boca no se movía. Su voz llegaba directamente a sus pensamientos sin necesidad de recurrir al habla—. Estáis entrenados, condicionados y potenciados en muchos aspectos, pero vuestras mentes son como puertas cerradas a un lugar de milagros y maravillas. Estáis entrenados para acceder a un gran potencial: memoria, lenguaje, análisis de combate… y aun así vuestros señores os entrenan para cerrar totalmente la parte de vuestra mente que os permitiría flotar. No sentís como lo hacen los demás, pero puedo abrir esta puerta para ti si nos dejas.
—Detente, Kulla —intervino Lalla—. Sabes que eso no está permitido. Déjalo con su ceguera.
—Oh, está bien —se enfurruñó Kulla, soltando un suspiro que Uriel escuchó en su mente—. Muy bien, astartes, imagina tu mundo natal, su gente, sus montañas y sus mares. Huele la tierra y saborea el aire. Siente la hierba bajo tus pies y el viento en tu cara. Recuerda todo lo que hace que sea ese mundo y no otro.
Contento de haber recibido una instrucción que entendía, Uriel recordó su última visión de Macragge, un hermoso globo azul girando lentamente en la inmensidad del espacio. Los grandes océanos que cubrían la mayor parte del planeta brillaban con una luz azul, y nubes de tormenta espirales, como galaxias en miniatura, giraban indolentemente en la atmósfera.
Atravesando la capa de nubes, Uriel recordó el temible coloso de mármol que era la Fortaleza de Hera en la gran península. Vio flotar las estriadas columnas de su majestuoso pórtico, las avenidas de estatuas de guerreros heroicos. Su mente flotó hacia delante, por encima de techos dorados, bóvedas plateadas y gigantescas agujas de luz resplandeciente, magníficas bibliotecas, salas de honores de batalla y dorados salones de peregrinos y adoradores llegados al Templo de la Corrección, en el que el cuerpo del poderoso Roboute Guilliman era mantenido en estasis.
Más allá de la Fortaleza de Hera, Uriel imaginó las salvajes e indómitas glorias del valle de Laponis, sus acantilados blancos levantándose hasta gran altura por encima del río dolorosamente azul que se abría paso entre las montañas hasta las llanuras inferiores. Como si fuera un pájaro volando, Uriel se lanzó en picado hacia el valle, aumentando su velocidad hacia las atronadoras cataratas que caían desde lo más alto.
Unas vaporosas nubes de gotas de agua cubrían el aire, saturándolo con una niebla fría, y Uriel rió de placer al saborear las cristalinas aguas del mundo natal de su capítulo. Flotó por encima del valle, visualizando las montañas y bosques de Macragge, la rocosa línea de la costa y los inmensos y profundos océanos.
—Pasanius —jadeó—, estoy allí.
—Mantén los pensamientos de tu mundo —dijo Kulia—. Enuncia tu deseo.
—¿Mi deseo? —preguntó Uriel.
—De regresar a casa —dijo Lalla con una nota de tensión en su voz. Uriel asintió.
—Hemos completado nuestro juramento de muerte —declaró—. Ha llegado el momento de regresar junto a nuestros hermanos de batalla.
—Muéstranoslo —le ordenó Kulla—. Todo.
Aunque odiaba regresar allí, incluso en sus recuerdos, Uriel revivió lo ocurrido en Medrengard, las llanuras de ceniza, los humeantes continentes fabriles y las infernales y condenadas criaturas que allí habitaban. Recordó el bosque de pesadilla de Khalan-Ghol, la horripilante matriz demoníaca de las daemonculati y su victoria final sobre Honsou.
Uriel sintió como las manos de las gemelas temblaban y abrió sus ojos cuando un terrible hedor a carne quemada asaltó su olfato. Unas llamas fantasmagóricas oscilaban y envolvían toda la sala, pero sus ocupantes no parecían ser conscientes de ellas.
Las llamas lo bañaban todo a su alrededor con su luz, y Uriel tuvo la impresión de ver unos ojos hambrientos observándolo desde la oscuridad.
Las frías llamas reflejaban una extraña luz procedente de los allí reunidos, y Uriel jadeó al contemplar la magnitud de lo que las gemelas veían.
Una sombría oscuridad rodeaba a Eversham, y un reflejo plateado, como el reflejo de la luna en un lago en calma, bañaba los rasgos de Barbaden con un frío halo. Unos centelleantes arcos de rayos dorados saltaban entre las cabezas de las gemelas, y una explosión escarlata, como sangre diluida, envolvía la silueta de Pasanius. Uriel vio que el brillo rojizo se extendía más allá del muñón del brazo de Pasanius y formaba la borrosa silueta de una mano.
Mirando hacia su propio cuerpo, observó el mismo brillo rojizo, como las brasas de un humeante fuego, alrededor de sus brazos y torso.
—Sois guerreros —dijo KulIa. Su voz sonaba como si le llegara de muy, muy lejos—. ¿Qué otro color podrías esperar que tuviera tu aura, sino el de la sangre?
Pasanius dijo algo, pero Uriel no pudo entenderlo, ya que la voz de su amigo sonaba como si procediera de una distancia imposiblemente distante. Mientras los sonidos de la voz de Pasanius se desvanecían aún más, Uriel centró su mirada en el oscilante y lechoso ojo del cartílago que fusionaba las frentes de Kulia y Lalla.
Las estrellas giraban en lo más profundo de su ojo, planetas y el infinito vacío que los separaban. Uriel gritó al verse atraído hacia ese ojo, una mera mota en el vacío del espacio. Distancias tan grandes que la mente humana simplemente no era capaz de imaginárselas, pasaron junto a él a la velocidad del pensamiento. Pero él formaba parte de ese pensamiento, todo lo que había recordado y todo lo que había visto era transportado con el faro psíquico de ideas e imágenes a través del espacio por el poder de las mentes de las gemelas.
El mareante vértigo era casi insoportable, y hacía todo lo que podía para mantenerse agarrado a las manos de las gemelas mientras trasladaban lo que les había dado a través del vacío.
Y entonces todo acabó.
Uriel jadeó cuando las gemelas le soltaron las manos. Parpadeó rápidamente al restaurarse su visión normal, y todos los colores que había visto anteriormente se desvanecieron como fragmentos de un sueño.
—¿Ya está? —quiso saber mientras respiraba pesadamente.
—Tu llamada ha sido escuchada —dijo Lalla.
—Por cualquiera con la voluntad de escuchar —añadió Kulla.
Cuando Eversham condujo a Uriel y a Pasanius fuera del Argiletum, el cielo estaba oscuro y se veía un puñado de estrellas. El sentimiento de alivio por abandonar la presencia de las janiceps fue total, y cuando Uriel tomó una bocanada purificadora, le supo tan dulce como el fresco aire de las montañas de Macragge.
—¿Cuánto tiempo hemos estado allí dentro? —preguntó Uriel , mirando las estrellas.
—Demasiado —respondió Pasanius mientras los soldados volvían a colocar las planchas sobre la alambrada para dejarlos cruzar—. Estuviste arrodillado delante de esas… niñas, durante horas.
—¿De verdad? —se extrañó Uriel—. Me pareció que, como mucho, habían pasado minutos.
—Créeme —afirmó Pasanius, rascándosela piel enrojecida del muñón del brazo—. No fueron minutos. Barbaden se fue en cuanto empezaste.
—¿Te duele el brazo? —quiso saber Uriel mientras seguía a Eversham por encima del puente de planchas de metal.
—Un poco —admitió Pasanius—. No fue amputado exactamente con precisión quirúrgica.
Uriel captó la ansiedad en el tono de Pasanius y comprendió que su amigo estaba preocupado. Pasanius había perdido el brazo luchando contra un antiguo dios estelar bajo la superficie de Pavonis, y microscópicos fragmentos del metal viviente de su espada habían penetrado en su corriente sanguínea incorporando su estructura en el sustituto que los adeptos de ese mundo le habían instalado.
El sustituto había desarrollado poderes regenerativos y Pasanius había luchado con el sentimiento de culpa durante muchos meses, hasta que se había visto obligado a confesarle la verdad a Uriel . Los mortuarios bestiales, los horripilantes cirujanos torturadores de los Guerreros de Hierro, le habían amputado posteriormente el brazo para presentárselo al Herrero de Guerra Honsou, pero el sentimiento culpable seguía acosándolo.
—Ahora estás libre de la mácula xenos —afirmó Uriel en voz baja—. Estoy seguro de ello.
—¿Y qué pasa si algo de Medrengand entró en mí?
—Lo sabrías si te hubiera pasado —le aseguró Uriel—. Si los Poderes Siniestros hubieran corrompido tu carne, no estarías hablando conmigo de esto. Ayer habrías apuntado tu pistola bólter contra mí durante la batalla.
—¿Sería tan rápido? Tal vez sólo he dado los primeros pasos por la senda del mal.
—No lo sé con total certeza —replicó Uriel, detectando el miedo en la voz de su amigo—, pero creo que el solo hecho de cuestionarte si has sido tocado por el mal me dice que no lo has sido. Aquellos que han caído en el mal jamás se lo cuestionan, jamás creen que están equivocados y son incapaces de ver la verdad de sus acciones. Si estuvieras en ese camino, lo sabría.
—Espero que tengas razón —suspiró Pasanius.
—Si quieres estar seguro, le pediré al gobernador Barbaden que te hagan un escaneo médico.
—¿Crees que eso detectaría algo?
—Al menos mostraría algún tipo de infección —apuntó Uriel .
Pasanius sonrió agradecido.
—Gracias, Uriel . Tu amistad significa mucho para mí.
—En estos tiempos, es todo lo que tenemos, amigo mío —le contestó Uriel .
Rykard Ustel estaba a punto de morir, tan seguro como que el día se volvía noche. Pascal Blaise lo podía ver en los ojos del chico, su mirada le decía que su cuerpo ya había abandonado la lucha por vivir, y que ya sólo era cuestión de tiempo que la maquinaria biológica se apagara. Habían hecho todo lo posible por él, pero ninguno de ellos era un médico con experiencia, y sus imperfectos conocimientos sobre cómo tratar heridas de combate provenían de ver a otros morir.
Serj Casuaban había traído los suministros médicos como había prometido, y muchos de los heridos en el ataque de las Águilas Aullantes vivirían. Muchos, pero no todos.
Desafortunadamente para Rykard Ustel, él no era uno de los afortunados.
Cawlen Hurq estaba sentado en la cama del muchacho, cogiéndole la mano y hablándole dulcemente. La luz de los dos quemadores de aceite lanzaba sobre la pálida cara de Rykard un cálido y saludable brillo, que no dejaba traslucir su verdadero estado.
Pascal se rascó la quemadura láser de la cabeza y tomó otro trago de raquir, deseando repentinamente poder vaciar la botella y caer en una inconsciencia sin sueños. Sabía que no podía hacerlo. Había gente que dependía de él, y era plenamente consciente de que los Hijos de Salinas no podían continuar de esta manera.
Era consciente de ese duro hecho desde hacía años, pero su odio por Leto Barbaden lo había cegado ante la cruda realidad. Era una guerra que no podía ganarse con violencia, y la futilidad de la lucha y las muertes de las que también era responsable lo ponían enfermo. ¿Todo eso no había servido para nada?
Pascal escuchó una débil maldición y levantó la mirada.
—Ya está —anunció Cawlen. Su cara era una máscara de rabia cuando se desplomó en la silla que había delante de Pascal—. Rykard. Está muerto.
Pascal asintió y deslizó la botella a través de la mesa hacia Cawlen, quien tomó un largo trago del potente licor.
—¿Para qué ha muerto, Cawlen? —Preguntó Pascal—. Dime para qué ha muerto.
—Ha muerto por Salinas —replicó Cawlen—, para derrotar al Imperio.
Pascal negó con la cabeza.
—No, ha muerto por nada.
—¿Cómo puedes decir eso? —Gruñó Cawlen—. Ha muerto luchando contra los opresores. ¿Cómo puede haber muerto por nada?
—Porque la idea de derrotar al Imperio es ridícula —dijo Pascal tristemente—. Creo que siempre lo he sabido, pero simplemente no podía admitirlo. ¿Qué podemos hacer? En serio. Luchamos con armas robadas tan antiguas que probablemente sean más peligrosas para nosotros mismos que para cualquiera al que apuntemos con ellas. Ellos tienen tanques y aviones, y ahora, además, marines espaciales.
—Sólo son dos —repuso Cawlen—, y a uno de ellos le falta un brazo.
—¿Y eso no te dice algo? ¿Que no merecemos más atención que un mero par de marines espaciales? A mí me dice mucho.
—Así pues, ¿no podemos vencer? ¿Es eso lo que estás diciendo? —quiso saber Cawlen.
—No. Sí… Tal vez. Ya no lo sé —replicó Pascal.
—¡Sylvanus Thayer jamás se habría dado por vencido!
—Sylvanus Thayer condujo a los Hijos de Salinas a una batalla suicida sin esperanza de victoria y yo no pienso hacerlo, Cawlen, no pienso hacerlo.
—Murió como un héroe —dijo Cawlen, desafiante.
Por un breve instante, Pascal deseó decirle a Cawlen la verdad, que Sylvanus Thayer yacía quemado y horriblemente mutilado en la Casa de la Providencia, pero el destino había convertido al antiguo líder de los Hijos de Salinas en un mártir y parecía de mala educación negarle ese honor.
—Sí —dijo Pascal—, lo hizo, pero no quiero que haya más mártires. Quiero que la gente pueda vivir sus vidas. Quiero la paz.
—Eso es por lo que luchamos.
Pascal se rió, pero su risa fue amarga y dura.
—¿Luchar por la paz con actos de guerra?
—Si es necesario.
—Pensar de esta forma es lo que hará que todos acabemos muertos —le aseguró Pascal.
Había tres figuras formando un triángulo en la estrecha sala de baldosas resistentes al calor, cada una de ellas mirando hacia el centro de la habitación. La primera era un hombre joven atado a un diván colocado en vertical. Sus miembros estaban aferrados con cadenas de plata y la cabeza sujetada con abrazaderas que evitaban que la moviera ni un milímetro.
Unos atomizadores silbantes le humedecían la boca, tenía las cuencas de los ojos vacías y los párpados mantenidos permanentemente abiertos con speculums oculares. Unos tubos ligeramente oscilantes le proporcionaban nutrientes, mientras que otros retiraban sus residuos corporales. Detrás de él, un chasqueante y zumbante grupo de máquinas monitorizaba sus signos vitales; su rítmico pulso y los picos de la gráfica eran las únicas señales que mostraban que seguía con vida, tan leves eran los movimientos respiratorios de su pecho.
Le habían ajustado sobre la boca una unidad captadora de voz, conectada a su vez a una serie de alambres dorados que giraban y recorrían el suelo hasta llegar al segundo ocupante de la sala.
Esta figura estaba sujeta de forma similar, aunque apenas hacía falta, pues todas sus extremidades, excepto el brazo derecho, habían sido quirúrgicamente extirpadas. Estaba sentada en un armazón metálico con sujeciones de bronce y cables pulsantes y, al igual que su compañero, la materia entraba y salía de su cuerpo mediante tubos palpitantes. Los cables dorados del primer ocupante recorrían la habitación hasta la parte posterior del cerebro del segundo ocupante antes de dividirse y fijarse en unas conexiones de hierro introducidas en lo que habían sido sus orejas. Sus párpados habían sido cosidos y un pequeño escrito se había tatuado sobre ellos.
Había un pequeño atril de madera junto a este individuo sobre el que descansaba un fragmento de pergamino amarillento salido de un rollo situado bajo el brillante grabador de imágenes. La única extremidad que conservaba la figura permanecía inmóvil junto al pergamino con una larga pluma fuertemente sujeta entre el pulgar y el índice de su delgada mano.
El último ocupante de la sala también era un amasijo de carne y maquinaria, pero mientras que sus compañeros estaban vinculados a sus funciones mediante, sujeciones y protecciones, éste simplemente obedecía órdenes grabadas en su cerebro por medio de una lobotomía y paquetes de instrucciones que le eran proporcionados por sus amos.
Era un servidor de defensa al que no le quedaba nada en la mente que pudiera considerar propio, convertido en una simple arma viviente sin voluntad para realizar ninguna función que no le fuera ordenada. Aunque su forma era más humanoide que la de los otros dos ocupantes de la sala, su cuerpo había sido potenciado con elementos biónicos, estimulantes musculares, compensadores de equilibrio y programas de puntería para permitirle soportar el increíble peso del gigantesco incinerador que había reemplazado a su brazo izquierdo.
El arma apuntaba alternativamente a los otros ocupantes de la sala, con el cerebro condicionado para detectar cualquiera de los indicios de alarma que desatarían su respuesta de ataque y llenarían la sala con el bendecido fuego, inmolándolo todo, incluido él mismo.
El incinerador se movió para apuntar a la figura sujeta al diván cuando su pecho empezó a respirar con esfuerzo. Los sonidos de la maquinaria que tenía detrás incrementaron su frecuencia, volviéndose estridentes y alarmantes.
Una siseante llama azul cobró vida en la bocacha del enorme incinerador.
La primera figura, pese a tener atadas todas las partes de su cuerpo susceptibles de moverse, se puso rígida, como si la estuviera recorriendo una corriente eléctrica. Su mandíbula se movió arriba y abajo, aunque la unidad captadora de voz impedía que ningún sonido surcara el aire.
En cuanto empezó a mover la boca, la figura de la pluma cobró vida, como una máquina a la que se acaba de conectar a la corriente. La pluma empezó a recorrer la página, llenándola de una escritura delgada y oscura mientras su enjuta extremidad recorría el pergamino. El brillo del grabador de imágenes parpadeó cuando las palabras pasaron a través de él, transportándolas a otra sala segura en las instalaciones.
El incinerador llenó la habitación con el ardiente silbido de su llama guía, pero los parámetros para actuar del servidor de defensa no se habían cumplido, por lo que permaneció inmóvil mientras el proceso se desarrollaba ante él.
Finalmente, el joven de las cuencas de los ojos vacías se relajó; la tensión que saturaba su cuerpo y un inaudible pero plenamente sentido suspiro escapó de él. Su colega también se relajó, volviendo su brazo a la posición anterior junto a una sección de pergamino ya escrita.
El silencio se apoderó de la sala cuando la llama del incinerador se extinguió y el servidor volvió a su secuencia de monitorización.
Se abrió una puerta oculta en el muro, invisible desde el interior de la habitación, y una serie de encapuchados hicieron acto de presencia. Cada uno de ellos llevaba un humeante quemador de incienso; sus cubiertas caras ciegas a los ocupantes de la habitación. Dieron varias vueltas a la sala, guiándose con las manos apoyadas en las paredes, realizando precisos movimientos con sus incensarios de santificados aceites y humo fragante.
Un vapor parecido a la neblina matinal llenó la habitación, pero eso no preocupó a la figura acorazada que siguió a los encapuchados a la sala. Enorme, hasta el punto de poder considerarse gigante, su pulida armadura de acero azul parecía llenar la habitación. El humo habría cegado a un hombre normal, pero este guerrero se dirigió al atril sin dificultad alguna.
Una gigantesca mano enguantada rasgó el pergamino del dispensador, levantándolo hasta el yelmo que le cubría la cabeza mientras leía lo que había allí escrito.
Ya las había oído en boca del querubín artificialmente creado, pero necesitaba ver las palabras con sus propios ojos, para conocerlas y sentir su verdad. Los indicios eran inequívocos.
El Gran Ojo se había abierto, y los portentos del haruspex estaban sucediendo.
Oyó unas fuertes pisadas detrás de él cuando una figura equipada con una gigantesca armadura de placas igual a la suya entró en la sala. En una mano sostenía una pesada alabarda.
—¿Es cierto? —preguntó el recién llegado—. ¿Una fuerza está despertándose nuevamente en Salinas?
—Es cierto —confirmó el guerrero—. Inicia el despliegue, Cheiron.
—Ya se ha iniciado.
El guerrero asintió. No había esperado menos.
—¿Tiempo estimado de llegada a Salinas?
—La órbita del planeta está en nuestra dirección. Cinco días a lo sumo.
—Bien —dijo el guerrero—. Quiero llegar allí mientras todavía quede algo que valga la pena salvar.
—Eso puede no ser posible —apuntó Cheiron.
—Entonces debemos hacer que lo sea —replicó el guerrero—. Estoy cansado de exterminios.