La furia ardía en los ojos de Leto Barbaden cuando Uriel y Pasanius se dirigieron a su biblioteca privada junto a Leodeganius y un acólito vestido con una túnica que llevaba una aromatizada caja de palo de rosa. El caballero gris iba vestido con una túnica crema pálido sobre la que llevaba una camisa de malla de plata con rebordes de armiño, aunque no por eso dejaba de ser menos impresionante que con su armadura.

Tras los marines espaciales llegaron cuatro personas más, rápidamente convocadas siguiendo las órdenes de Leodegarius. El cardenal Shavo Togandis fue el primero, sudando bajo los ropajes de su oficio, que le colgaban flácidamente allí donde los había medio sujetado en su apresuramiento por obedecer a toda prisa su convocatoria a palacio.

Serj Casuaban caminaba junto al cardenal. Su expresión denotaba una mezcla de irritación y curiosidad por haber sido arrancado de sus deberes en la Casa de la Providencia. El médico llevaba una larga y oscura capa sobre sus ropas de trabajo. Su pelo gris estaba pulcramente peinado, posiblemente por primera vez en años.

Daron Nisato y Pascal Blaise venían detrás de Casuaban, el último profundamente incómodo por las esposas de hierro que llevaba, y Nisato también incómodo por la idea de estar allí, sabiendo dónde debería estar en esos momentos.

El gobernador de Salinas estaba sentado en su silla, acariciando un gran vaso de licor mientras la procesión invadía su sanctum interior, por lo que Uriel sintió una palpitación de satisfacción ante la preocupación del hombre. Podía notar la gran fuerza de voluntad que necesitaba el gobernador para parecer educado, pues ni siquiera Leto Barbaden podía arriesgarse abiertamente a desatar la ira de los Caballeros Grises negándose a esa audiencia.

Uriel no podía resistirse al sentido de renovada determinación que lo motivaba. Ahora que volvía a ser un marine espacial con su armadura, estaba preparado para resistir junto a heroicos guerreros como Leodegarius y Pasanius en defensa del Imperio. Aunque no tenía ni idea de lo que Leodegarius iba a decir en la asamblea, Uriel podía sentirla tensión en el aire y un insoportable sentimiento de expectación.

Tras la destrucción de los sinpiel en Barbadus, los ciudadanos habían tomado las calles para exigir acción, indemnización o venganza. Sobre quién tenía que llevarse a cabo ese tipo de acción no estaba demasiado claro, pero la necesidad de hacer algo estaba llegando a su punto crítico. Varios edificios habían sido quemados hasta los cimientos y los saqueos indiscriminados habían engullido totalmente el barrio noroccidental de la ciudad.

Los agentes de Daron Nisato habían ocupado las calles con los vehículos blindados que les quedaban, apoyados por los pocos soldados dispuestos a patrullar por la ciudad después de la masacre en el cuartel de los Águilas Aullantes.

El ambiente en las calles era tenso, y una mera chispa podría encender los ánimos y propagar una epidemia de muerte por toda la ciudad.

Unos acontecimientos de gran importancia estaban poniéndose en movimiento, y Uriel sabía que muchos de los jugadores de ese drama no vivirían para ver el final si daban un paso equivocado, aunque sólo fuera un poco.

El acólito que llevaba la caja la colocó sobre la mesa en el centro de la sala, y Barbaden le dedicó una breve mirada antes de hablar.

—Hermano Leodegarius, ¿estáis seguro de que esta reunión es absolutamente necesaria? ¡El caos se ha apoderado de las calles de mi ciudad!

—Tenéis más razón de la que suponéis, gobernador —respondió Leodegarius con voz amenazante—. Y sí, estoy seguro de que es necesaria. Creedme, las cosas irán a peor antes de mejorar.

—Muy bien —murmuró Barbaden, tomando un sorbo de su licor y lanzando una envenenada mirada hacia Pascal Blaise—. Ya que esta… variopinta banda se ha reunido, ¿puedo preguntar por qué ha requerido la presencia de un conocido terrorista, hermano Leodegarius?

—¡No soy un terrorista! —protestó Pascal Blaise—. Tú eres el terrorista, Barbaden.

—Lo que tú digas, pero haré que te ejecuten antes de acabar el día.

—No, no lo hará —dijo Daron Nisato, reposando su mano sobre la empuñadura de la pistola—. Si existe alguna esperanza de lograr la paz en Salinas, necesitamos que este hombre siga vivo.

Barbaden hizo caso omiso de Nisato, como si no mereciera la pena preocuparse por él, aunque Uriel vio como su cara se oscurecía ante la inusual presencia de un arma en aquel lugar.

—Llegaremos a ello en su preciso momento, gobernador Barbaden —intervino Leodegarius mirando a las caras de todos los presentes. Uriel tuvo la impresión que el caballero gris estaba mirando, más que su aspecto físico, alguna cualidad oculta que sólo él podía distinguir—. Esta variopinta banda, como usted la ha denominado, es un cuerpo realmente singular, y todos están reunidos aquí porque he visto que tienen un papel que interpretar en el futuro de este planeta, o, más bien, en determinar si tiene alguno.

—Eso suena como una amenaza —observó Barbaden.

—Tal vez lo sea, gobernador —admitió Leodegarius cogiendo la caja de palo de rosa de la mesa—. Estoy enterado de los disturbios en la ciudad, pero eso puede esperar, pues una amenaza potencialmente mucho peor para su mundo está creciendo sin ser vista, en la oscuridad.

—¿Qué amenaza? —exigió saber Barbaden.

—A su debido tiempo —contestó Leodegarius, y Uriel notó el inconfundible tono de alguien que está empezando a cansarse de responder preguntas. Barbaden también lo percibió y sabiamente cerró la boca en cuanto el caballero gris abrió la caja y sacó lo que parecía un mazo de cartas.

—El arte de la cartomancia es muy antiguo —empezó a decir Leodegarius—. Es conocido en todo el Imperio y ya fue utilizado como instrumento de adivinación por las primeras tribus que anduvieron por la superficie de la Vieja Tierra.

—¿Vamos a recibir una lección de historia mientras mi ciudad arde? —se burló Barbaden, y Uriel se vio otra vez sorprendido por la valentía, o estupidez, del hombre ante un guerrero tan poderoso como Leodegarius.

Éste no mostró irritación alguna ante la interrupción.

—Todo se remite a la historia, gobernador. Lo que está sucediendo ahora es el resultado directo de errores cometidos en el pasado. Únicamente estudiando el pasado podremos aprender de él.

Barbaden no parecía nada convencido de aquello, pero asintió antes de que Leodegarius siguiera hablando.

—He reunido a este grupo porque todos sus miembros están relacionados de forma muy directa con lo que está ocurriendo en Salinas. Lo sé porque las cartas me lo han revelado. Acérquense.

Uriel y Pasanius se colocaron a uno cada lado de Leodegarius mientras los demás se acercaban a la mesa. Por supuesto, Barbaden fue el último en hacerlo, y dirigió una mirada hostil a Uriel.

—Observen todos —les indicó Leodegarius mientras escogía una carta al azar del mazo para después colocarla delante de Daron Nisato.

En la carta aparecía un individuo vestido con una túnica sentado en un trono. En una mano empuñaba una espada y en la otra una balanza dorada. En la base de la carta se leía una palabra: Justicia.

—Es usted, agente Nisato —siguió diciendo Leodegarius—. Sea cual sea su pasado, ha llegado el momento de reflexionar sobre las decisiones que ha tomado a lo largo del camino. Ha cometido errores que planea corregir, y hay gente que le ha generado preocupaciones, pero es lo bastante sensato como para ocuparse de ellas de un modo inteligente. Tan sólo piensa en mejorar la situación, y esta carta me muestra que esos errores serán corregidos.

—¿Y todo eso lo saca de una carta? —le preguntó Nisato.

—De la carta y de usted —respondió Leodegarius al mismo tiempo que cogía otra carta y la colocaba delante de la persona que estaba al lado de Nisato. En la carta se veía a un hombre colgado de los tobillos de un patíbulo junto a un templo imperial.

—Eso no es que me dé muchos ánimos —declaró Pascal Blaise—. ¿Se trata de alguna especie de justificación para ejecutarme?

—No necesitamos justificación alguna para hacerlo —le replicó Barbaden entre dientes—. Las vidas con las que acabaste en tu estúpida e insensata resistencia es la única justificación que necesito.

Leodegarius volvió a hablar antes de que Blaise pudiera contestar.

—Tu vida no ha llegado a su punto más fructífero y debes tener paciencia. Sigue a tu conciencia, libérate del odio y confía en tus instintos en los días venideros. Te ayudarán mucho.

Le dio la vuelta a otra carta: otro individuo con túnica, pero éste se encontraba sentado entre dos columnas y con un par de llaves cruzadas a sus pies.

—Cardenal Togandis, éste sois vos, el Hierofante. Simboliza el poder dominante de la religión y de la fe, la clase de enseñanzas que las masas son capaces de comprender. Esto representa vuestro amor por el ritual y la ceremonia, pero también vuestra necesidad de la aprobación de los demás. El hierofante indica la importancia del conformismo.

El sudoroso cardenal no contestó nada, y Leodegarius continuó.

La siguiente carta mostraba a un hombre mayor de cabellos grises situado en el borde de un risco coronado por la nieve y que contemplaba el mundo. En una mano llevaba una lámpara y en la otra un báculo alado rodeado por una serpiente.

—El Eremita —anunció Leodegarius, mirando a Serj Casuaban—. En las largas noches oscuras del alma, el eremita aparece para guiamos hacia la sabiduría y el conocimiento. Gracias al eremita podemos recibir sabiduría directamente del Emperador. El eremita puede guiamos en nuestra próxima tarea. Nos recuerda que podemos conseguir nuestros objetivos, pero que el viaje no será fácil ni suave.

—Supongo que yo también tendré una carta —dijo Barbaden, fingiendo una actitud de aburrimiento muy estudiada. Sin embargo, Uriel vio con claridad que se sentía intrigado por saber qué carta lo representaba.

—Por supuesto, gobernador —le contestó Leodegarius, y plantó con fuerza otra carta sobre la mesa.

El hombre de la carta llevaba puesta una túnica larga y se encontraba delante de una mesa sobre la que había una copa, una varita, una espada y un pentáculo. Estaba rodeado de flores, y sobre él flotaba un símbolo que Uriel reconoció como el del infinito.

—El Hechicero —anunció Leodegarius.

—¿Un hechicero? —Gruñó Barbaden, aunque en su voz se detectaba un atisbo de intranquilidad—. Hermano Leodegarius, puede que sea muchas cosas, pero no soy un hechicero. Se lo puedo asegurar.

Leodegarius hizo un gesto negativo con la cabeza.

—Malinterpreta la carta, gobernador Barbaden. El hechicero no manipula literalmente magia. Representa al individuo que siempre controla las decisiones que lo rodean. Alza la varita al cielo, pero al mismo tiempo señala al suelo. El hechicero es una advertencia de la aparición de oportunidades, pero si aparece al revés, como aquí, indica una persona que es perfeccionista, alguien que maneja la situación con frialdad y eficiencia, pero que utiliza el poder con propósitos destructivos y negativos.

—Eso es absurdo —replicó Barbaden, aunque por las miradas de aquellos que lo rodeaban era evidente que estaban de acuerdo con la lectura de la carta que había hecho el caballero gris.

—Queda una carta por sacar, y es la vuestra, capitán Ventris —anunció Leodegarius.

Uriel asintió. Lo había estado esperando, pero no sabía si desear o temer la carta que sacaría Leodegarius.

La carta colocada delante de Uriel mostraba una torre situada en lo alto de una montaña que era destruida por un rayo que caía del cielo. Un par de figuras caían de la torre.

—¿Eso qué significa? —le preguntó Uriel.

—La caída de la torre nos recuerda que si utilizamos nuestro conocimiento y nuestra fuerza para fines malignos, la destrucción caerá sobre nosotros —explicó Leodegarius—. Cuando aparece la torre indica cambios, conflictos y catástrofes. No sólo eso, sino que también puede significar un derrumbe de las formas de vida existentes.

—Eso me suena mucho a ti —observó secamente Pasanius.

Uriel frunció el entrecejo mientras Leodegarius seguía su interpretación.

—Sin embargo, con la destrucción llega la iluminación. La Torre nos muestra que la ambición y la avaricia egoísta acabarán por no proporcionarnos nada de valor.

Uriel dejó escapar la respiración que había estado aguantando y miró las caras de los reunidos alrededor de la mesa. Los conocía a todos, a excepción de Serj Casuaban, y pudo ver que la cartomancia los había incomodado a todos, incluido el gobernador Barbaden.

—Por lo tanto, ya se habrán dado cuenta de que todos son necesarios en el conflicto que se avecina —dijo Leodegarius—. Cómo, todavía no lo sé, pero su destino está ligado al destino de este mundo.

—¿Qué querías decir con que existe una amenaza más grande para Salinas? —Preguntó Uriel—. Suena como si estuvieras diciendo que lo que está sucediendo ahora son síntomas de algo mucho más grave.

—Y así es, capitán Ventris, pero para responder a eso debo hablar de la historia de Salinas.

—Ya conocemos la historia de Salinas —intervino Leto Barbaden—. Tenemos la Galería de Antigüedades dedicada a ello por si alguien quiere aburrirse de verdad.

—Me refiero a la historia de Salinas como la conocen en mi orden —replicó Leodegarius.

Antes de que Leodegarius empezara su relato, habló por una unidad de comunicación que llevaba en la muñeca, y se negó a decir nada más hasta que siete servidores de anulación entraron y tomaron posiciones en el perímetro de la habitación. Éstos empezaron sus monótonos cánticos y Uriel vio que su terrible aspecto despertaba el horror en todos los presentes en la habitación. Incluso Barbaden retrocedió de aversión al verlos.

—Éstas son las verdades que deben ser relatadas aquí —dijo Leodegarius—. Y la verdad es poderosa, pudiendo alcanzar más allá de los reinos de los humanos. Debo pronunciar unas palabras que no deben salir al mundo más allá de esta sala.

Uriel sintió como su pelo se erizaba al ver la impávida cara de los servidores, y notó el familiar adormecimiento de sus sentidos mientras seguían cantando y Leodegarius empezaba a hablar.

—Para entender lo que está sucediendo en Salinas debemos comprender la dimensión del enemigo al que nos enfrentamos. En esta región del espacio los muros entre el reino material y la locura de la disformidad son muy delgados. Las corrientes en el interior del Mar de las Almas se sienten en este mundo y agitan los sueños y pesadillas de los mortales, guiando sus débiles corazones hacia la discordia. Unas voraces criaturas depredadoras acechan en las profundidades de la disformidad. En la mayoría de lugares, estas criaturas no pueden salir de sus madrigueras en el universo de los condenados para entrar en nuestro mundo sin conductos voluntarios o dementes seguidores que faciliten su entrada. Pero aquí… aquí los seres demoníacos de mayor poder pueden entrar por sí mismos.

Leodegarius hizo una pausa y Uriel sintió como la piel bajo la armadura se le erizaba al pensar en los habitantes de la disformidad. Se había enfrentado a esas criaturas y sabía la destrucción que podían causar.

—Una de esas criaturas fue capaz de manifestarse en Salinas hace cuatro mil años, un infernal príncipe demonio del Caos llamado Ustaroth, que un millar de maldiciones caigan sobre este condenado nombre. Este príncipe de la destrucción era una criatura de poder casi ilimitado e incalculable maldad, y la tensión de su paso desde la disformidad permitió a otros de su estirpe seguirlo desde el reino inmaterial. Grande fue la destrucción causada y cientos murieron en las primeras horas después de su llegada, miles en los días siguientes. Desesperado, el comandante imperial pidió ayuda y un destacamento de guerreros de los Hijos de Guilliman respondieron a su llamada. Aunque sabían que tenían pocas posibilidades de victoria, decidieron proporcionar toda la ayuda que les fuera posible, pues ¿qué guerrero de honor permanecería ocioso mientras las fuerzas del Archienemigo se divierten con los leales servidores del Emperador?

El corazón de Uriel se hinchó de orgullo ante el heroísmo de sus hermanos de sangre, e hizo el solemne juramento de que honraría su armadura, que había pertenecido a uno de esos héroes del pasado.

—Los Hijos de Guilliman lucharon junto a los ejércitos planetarios, pero no eran rival para las huestes del príncipe demonio, quien los aplastó y aniquiló en una gran batalla librada en el interior de una ciudad a la sombra de las montañas.

Uriel y Pasanius intercambiaron una mirada y llegaron a la conclusión que todos en la sala sabían, que los Hijos de Guilliman habían muerto en Khaturian.

El Campo de la Muerte era, al parecer, un imán para la muerte.

—Muerte, una masacre inimaginable y la esclavitud siguieron durante una década antes de que los Caballeros Grises llegaran encabezando las fuerzas de una cruzada. Mi orden se enfrentó al príncipe del Caos en batalla y el gran Ignatius lo derrotó, arrojando su cuerpo corrupto de vuelta al infierno del que había salido. Salinas fue purificada de toda la corrupción y se trasladaron gentes de todo el sector para repoblar el planeta. En tres generaciones, las pocas pruebas que quedaban de la invasión habían sido erradicadas y el planeta estaba nuevamente en camino de convertirse en un mundo del Emperador.

Leodegarius hizo una pausa. Tenía los ojos cerrados, en un gesto de recordatorio y honra al valiente héroe que había derrotado al poderoso príncipe demonio. El caballero gris abrió los ojos y retomó una vez más el relato.

—Salinas se liberó de la garra del demonio, pero el daño sufrido más allá del puramente físico había sido grande. Aunque no quedaba ni rastro de la disformidad, la mera presencia de una criatura tan poderosa es anatema para el tejido de la realidad, y los muros invisibles que separan nuestro reino material del reino del immaterium se volvieron peligrosamente tenues. Y la voluntad demoníaca siempre trata de regresar a los lugares que haya hollado.

—¿Quiere decir que han estado observando Salinas desde entonces? —Preguntó de repente Pasanius—. Por eso están ahora aquí, ¿verdad?

—Así es —asintió Leodegarius—. Desde esa gran victoria hemos mantenido un puesto avanzado secreto, oculto a todos, desde el que podemos mantener la vigilancia sobre Salinas y descubrir si regresa el príncipe demonio desterrado por el gran Ignatius.

—Interceptasteis nuestro mensaje astropático —dijo Uriel, comprendiendo entonces cómo los Caballeros Grises habían sabido de su presencia—. Escuchasteis la llamada de las janiceps.

Leodegarius asintió.

—Lo hicimos, y nuestros observadores de la disformidad notaron la alteración en la disformidad causada por vuestra llegada. Grandes cantidades de energía muy peligrosa fueron liberadas por la máquina que os trajo aquí, energías que han sido dominadas por una presencia oscura que acecha en este mundo.

—¿Una presencia oscura? —repitió el cardenal Togandis con voz temblorosa—. ¿El príncipe demonio?

—Afortunadamente, no —lo tranquilizó Leodegarius, y Togandis se hundió visiblemente tras la mesa—, pero existen poderes en Salinas que están utilizando esa energía, y eso está debilitando aún más las barreras entre nosotros y la disformidad.

—¿Qué son esos poderes? —Preguntó Daron Nisato—. ¿Y cómo podemos detenerlos?

—Todos sabemos qué son —soltó Togandis con los ojos llenos de lágrimas.— ¿No es así? Venga, admitámoslo, todos los hemos visto, ¿no es verdad? ¿Daron? ¿Leto? Serj… ¡Sé que tú sí los has visto!

—¿De qué demonios estás hablando, Shavo? —le espetó Barbaden.

—¡De los muertos! —le respondió a gritos Togandis—. ¡Los muertos de Khaturian! ¡Ellos no han acallado su rabia! Quieren castigarnos por lo que les hicimos…, por lo que permitimos que sucediera.

Togandis cayó de rodillas y Uriel se adelantó para ayudarlo. El cardenal se cogió al brazo de Uriel como apoyo. Grandes lágrimas resbalaban por sus lustrosas mejillas.

—Nosotros estuvimos allí —susurró el cardenal—. Nosotros estuvimos allí.

—Shavo, cierra la boca —le ordenó Barbaden.

Shavo Toganclis levantó la mirada hacia el gobernador, y Uriel se sorprendió al ver la dureza de la mirada del cardenal.

—No, Leto —dijo Togandis—, ya no. Tú lo hiciste. Tú nos condenaste a todos ese día. He de confesar. ¡He de hablar!

Antes de que Togandis pudiera decir nada más, Eversham salió de detrás de Barbaden con una pistola en la mano. Uriel estaba demasiado lejos para reaccionar, pero se produjo un destello de malla plateada seguida de un pesado chasquido y Eversham cayó al suelo.

—Por la sangre del Emperador! —exclamó Uriel al ver al ayudante de Barbaden yaciendo como una masa informe sobre la alfombra. La sangre manaba por el enorme cráter que Leodegarius le había abierto en un lado de la cabeza. Las piernas del hombre aún se agitaban, como si no pudieran comprender que él había muerto.

Todo el mundo se apartó del cadáver y Leodegarius se irguió cuan alto era sobre Leto Barbaden.

—Lo que tiene que ser dicho, será dicho —ordenó el caballero gris.

—Por supuesto —replicó Barbaden, mirando el cadáver y, por una vez, aparentemente acobardado por el guerrero.

Leodegarius se volvió hacia el tembloroso cardenal y lo cogió por el hombro, poniéndolo en pie como si no fuera más pesado que un niño. Condujo sin resistencia alguna a Togandis hacia la única silla de la sala, y el sudoroso cardenal se hundió agradecido en el lujoso cuero.

—¿Iba… iba a matarme? —preguntó Togandis, mirando alternativamente al cadáver y al guerrero que había vertido su sangre y su cerebro por el suelo.

—Iba a hacerlo —asintió Leodegarius—, para proteger a su señor.

Todos los ojos se centraron en Leto Barbaden, y el gobernador se levantó cuan alto era, acomodándose la chaqueta y cruzando los brazos.

—No tengo que disculparme por nada —declaró—. Hice lo que tenía que hacer. Cualquier otro comandante habría hecho lo mismo.

—No —replicó Uriel mientras se acercaba al gobernador—, no lo habría hecho. Asesinó a la población de Khaturian sólo porque era la solución más rápida y fácil. Una ciudad entera, decenas de miles de muertos para atrapar a un único hombre.

—Khaturian era un objetivo militar legítimo —declaró Barbaden.

—¿Un objetivo militar? —aulló Pascal Blaise con la cara púrpura de rabia, no lanzándose al cuello de Barbaden sólo porque la mano de Daron Nisato lo impidió—. ¡Jamás hubo armas ni suministros en Khaturian! La mantuvimos deliberadamente libre de problemas para tener algún lugar seguro donde vivieran nuestras familias. ¡Los asesinasteis a todos!

—La ciudad estaba protegiendo a un terrorista buscado y sus habitantes dispararon a mis soldados, así que no sé por qué estás lanzando falsas acusaciones de asesinato.

—¡No! —Gritó Togandis, poniéndose en pie—. Tú lo sabías, Leto. Tú sabías que muchos de los Hijos de Salinas tenían familias en Khaturian. Ésa fue la razón por la que la elegiste. Sabías ya antes de que el primer tanque entrara que ibas a arrasar la ciudad hasta los cimientos. Enviaste a Verena Kain y ella los mató a todos. Sólo para lograr que Sylvanus Thayer enloqueciera de dolor y rabia y atraerlo así a una batalla campal.

—Funcionó, ¿no es verdad? —Se burló Barbaden—. ¿Por qué nadie quiere verlo? Lo destruimos a él y a los Hijos de Salinas. ¡Logramos la paz!

—¿Logramos la paz? —Serj Casuaban se rió con amargura—. Eres idiota si de verdad piensas eso, Leto. Pasa un solo día en la Casa de la Providencia y verás lo que tu «paz» ha traído a Salinas.

—Así que éste es el motivo —se rió Barbaden—. Esto no es más que una gran farsa para condenarme, ¿no es así? Reunir a todos los débiles que no tienen agallas o la suficiente voluntad como para hacer lo que es necesario hacer y dejar que todos ellos me señalen con su mugriento dedo.

Leto Barbaden se dirigió al armario de las bebidas y se sirvió un nuevo vaso de oporto.

—Estábamos en guerra con esa gente —dijo, pronunciando lentamente cada palabra, como si estuviera hablando a una sala llena de retrasados—, y la gente muere en las guerras.

—¿Ésa es su excusa para el asesinato en masa? —le preguntó Uriel.

—Asesinato en masa, necesidades militares, genocidio —dijo Barbaden, encogiéndose de hombros—. Todo es lo mismo, ¿no? El gran Solar Macharius no se amedrentó al tomar las duras decisiones que eran necesarias, capitán Ventris. Dejó mundos en llamas a su paso, y planetas enteros fueron destruidos durante sus campañas, y aún así es considerado un héroe. Su nombre es loado en todo el Imperio y sus generales reverenciados como santos. ¿Lo habrían acusado a él de lo mismo? Las guerras las gana sólo el bando dispuesto a llegar hasta el final, a tomar las decisiones que sus enemigos son demasiado aprensivos para tomar. ¿O ha estado tanto tiempo alejado de su capítulo que ha olvidado ese hecho elemental?

—Está equivocado, gobernador —replicó Uriel—. He visto más muerte, tanto honorable como despreciable y sí, sé que la guerra es algo brutal y sanguinario, capaz de sacar lo mejor y lo peor de los hombres. Ésta es una galaxia dura y peligrosa, con innombrables horrores acechando en la oscuridad para devorarnos, pero en el mismo instante en que nos enfrentamos a los nuestros y los asesinamos, sería mejor que dirigiéramos el cuchillo contra nuestro propio cuello.

—Jamás habría pensado que oiría decir a un miembro del Adeptus Astartes algo tan ingenuo —le escupió Barbaden—. Estábamos en guerra con un enemigo que luchaba en las sombras con las tácticas del terror. ¿Cómo íbamos a lograr la victoria si no utilizábamos sus mismos métodos contra ellos?

—Antaño fuiste un hombre, Leto, pero ahora eres un monstruo —lo increpó Shavo Togandis—. Una vez estuve orgulloso de servirte, pero lo que hiciste ese día estuvo mal, y nosotros tenemos que pagar por ello.

—¿Pagar por ello? ¿Y quién va a hacerme pagar por ello a mí?

—Te lo he dicho, los muertos buscan venganza.

Barbaden se echó a reír.

—¿Los muertos? Francamente, no creo que deba tenerles miedo. Estoy bastante más allá de su jurisdicción.

—Estás equivocado —dijo Togandis—. Los he visto. He sentido su frío aliento y el roce de sus manos muertas. Quieren que todos nosotros paguemos por lo que hicimos. Hanno Merbal no pudo soportarlo más se quitó la vida justo delante de Daron, y yo desearía tener su coraje. ¡Por el amor del Emperador, los muertos ya han matado a Mesira y a Verena y casi todos los Águilas Aullantes! Y nosotros somos los próximos, tú y yo, y Serj. Somos los únicos que quedamos.

Leodegarius levantó una mano para detener la réplica de Barbaden.

—El cardenal tiene razón, los muertos están aquí. Los he sentido y uno no necesita ser un psíquico para sentir la terrible presencia de sus espíritus. Este planeta apesta a ellos.

—¿Cómo es eso posible? —Le preguntó Uriel—. ¿Cómo pueden los muertos permanecer una vez se han ido?

—Todos nosotros tenemos una chispa en nuestro interior, un espíritu o alma, llámalo como quieras, y cuando morimos es liberada de nuestro cuerpo para disiparse en la disformidad —dijo Leodegarius—, pero cuando una cantidad tan grande de gente muere sintiendo tanta rabia y terror como debieron de haber sentido los habitantes de Khaturian, sus espíritus mantienen una cierta coherencia.

—¿Qué les sucede? —fue Pascal Blaise quien lo preguntó.

—Normalmente nada, pues tales espíritus son como brasas atrapadas en un huracán, pero si hay algo que los concentra, algo que dirige sus energías, pueden llegar a influenciar el reino de los vivos. Incluso así, normalmente no causan más que efectos fantasmagóricos y no duran demasiado tiempo, pero algo o alguien está controlando el poder de esos espíritus, y están volviéndose más fuertes a cada instante que pasa.

—¿Son esos monstruos los que mataron a Mesira? —preguntó Daron Nisato.

—No, ellos eran criaturas de carne y hueso —respondió Uriel—. Los encontramos en nuestro viaje y estábamos llevándolos a su casa. Antiguamente fueron niños humanos, pero los Poderes Siniestros los convirtieron en… —Uriel se encogió de hombros ante la falta de una palabra adecuada.

—En monstruos —concluyó la frase Nisato.

—No, monstruos no —replicó Uriel—. Ellos son inocentes. Los espíritus de los muertos controlaron sus cuerpos para sus propios fines. Lo que está sucediendo no es cosa suya.

Leto Barbaden se rió.

—Así pues, ¿he de entender que esas criaturas llegaron con usted a Salinas, capitán Ventris? Oh, esto es muy interesante. Eso quiere decir que las muertes de los Águilas Aullantes, la coronel Kain y de Mesira Bardhyl son culpa suya.

—No, gobernador —dijo gélidamente Uriel—. Sus muertes penden sobre su cabeza. Los sinpiel podrían haber vivido sus vidas en paz en algún lugar seguro, si no hubiera sido por el horror que liberasteis en Khatunian. Ahora no son más que las marionetas de la sangrienta venganza de vuestras víctimas.

—Peor que eso, pueden ser la causa de que este mundo sea destruido —dijo Leodegarius.

Todas las recriminaciones cesaron.

—¿Destruido? —Preguntó Casuaban—. En nombre de todo lo sagrado, ¿por qué?

—Cuanto más fuertes se hagan los muertos, más atraerán las fuerzas de la disformidad hacia ellos, debilitando aún más los muros que impiden que el inmaterium engulla este mundo. Si no los detenemos pronto, esos muros se derrumbarán y todo el sector se convertirá en una puerta al reino del Caos. Y pienso destruir este mundo antes de permitir que eso suceda.

Un pesado silencio descendió sobre todos los reunidos al darse cuenta de golpe de la magnitud del peligro.

—¿Y cómo los detendremos? —inquirió Uriel.

—Hemos de descubrir lo que mantiene aquí a los fantasmas y destruirlo —dijo Leodegarius.

—¿Y qué es lo que los está manteniendo aquí? —preguntó Togandis. Cuando Leodegarius no respondió inmediatamente, fue Barbaden quien lo dijo.

—No lo sabéis, ¿no es cierto?

—No, no lo sé, pero uno de ustedes lo sabe.

—¿Uno de nosotros? —Repitió Uriel—. ¿Quién?

—Una vez más, no lo sé, pero las cartas nos han reunido aquí por alguna razón —continuó Leodegarius—. La energía de estos espíritus debe tener un foco que los mantiene atados aquí, alguien con habilidades psíquicas, que está tan consumido por la rabia que posee el poder de manipular tan monstruosa energía.

Una vez más se hizo el silencio.

—Yo sé quién es —dijo Pascal Blaise.

—¿Quién? —Exigió saber Leodegarius—. Dilo.

—Es Sylvanus Thayer.

—Tonterías —le espetó Barbaden—. Ese estúpido bastardo está muerto. Los Falcaras lo destruyeron junto a su traidora banda después de lo que Khatunan.

Serj Casuaban negó con la cabeza.

—No, Leto —dijo—, está vivo. Lo que queda de él está conectado a las máquinas de la Casa de la Providencia, aunque afirmar que está vivo es forzar mucho el significado del término.

—¿Tú sabías que Thayer seguía vivo y me lo ocultaste? —rugió Barbaden.

—Lo hice —admitió Casuaban—. Era mi penitencia por lo que hicimos. Era un hombre al que no iba a dejar morir por mi cobardía. Leodegarius lo interrumpió haciéndolo volverse en mi dirección.

—Ese Sylvanus Thayer, hábleme de él.

—¿Qué quiere saber?

—Ha dicho, «lo que queda de él», ¿qué quería decir con eso?

—Quería decir que los Falcatas se ensañaron con él, pensaron que lo habían matado, y prácticamente lo hicieron. Cuando Pascal Blaise me lo trajo, pensé que ya estaba muerto, pero se agarraba a la vida y no podía dejarlo ir. Había sufrido quemaduras en casi el noventa por ciento de su cuerpo, y había perdido ambas piernas y uno de los brazos. Sus ojos habían desaparecido, quemados, y no era capaz de hablar. Creo que podía oír, pero es difícil de decir. Una máquina respira por él y otra lo alimenta, mientras una tercera se encarga de sus residuos. Como he dicho, no puede clasificarse demasiado como «vida».

—¡Por el Emperador, habría sido más compasivo dejarlo morir! —exclamó Pasanius.

—Lo sé —reconoció Casuaban con voz entrecortada—, pero no podía hacerlo. Tras la matanza del Campo de la Muerte logré mantener la cordura diciéndome a mí mismo que yo no había matado a nadie, que no había disparado ni una bala, pero si mataba a Sylvanus Thayer, o simplemente lo dejaba morir, habría sido tan despreciable como los que habían arrasado Khaturian.

—Si alguien posee suficiente rabia en su interior, ése debe ser el hombre cuya familia fue asesinada en Khaturian —asintió Leodegarius—. El estar atrapado en la carne de su impedido cuerpo… puede haber sido el catalizador que haya permitido a unos poderes psíquicos latentes desarrollarse.

Leodegarius cogió a Casuaban con fuerza por los hombros.

—Ha dicho que ese Sylvanus Thayer está en la Casa de la Providencia?

—Sí —asistió Casuaban.

—Llévenos allí —dijo Leodegarius—. Antes de que sea demasiado tarde.