Capítulo XXVII
¿QUÉ PRECIO TIENE EL PAN MORENO?
A medida que tenía más éxito, la única cosa que continuamente me azuzaba era el miedo de quedar desvalido en la vejez. Ya sé que no es un miedo infrecuente, pero en mi caso el temor estaba tan profundamente arraigado dentro de mí que no pasaba día sin que me estremeciera con sólo pensar en ello.
Mis hermanos y yo habíamos sido grandes estrellas tanto en el escenario como en la pantalla y, en el transcurso de los años, probablemente habíamos ganado más dinero del que valíamos. No obstante, yo siempre era consciente del carácter fugaz de nuestra profesión y sabía que, a excepción de unos cuantos elegidos, los nombres más famosos aparecían y desaparecían rápidamente.
He sido pobre durante años y supongo que, si no has tenido nunca dinero, no resulta demasiado malo morir en la miseria. Con todo, si has vivido por todo lo alto durante unas cuantas décadas, la idea de pasar tus años de declive sin todas las cosas maravillosas que tenías cuando estabas en alza puede llenarte de horror. Ser un joven sin dinero no es una gran tragedia. La mayoría de nosotros hemos tenido esta experiencia. Sin embargo, cuando tus intereses se apartan del sexo y se inclinan a una visita mensual al consultorio de tu médico, una cuenta bancaria abundante y jugosa es una maravillosa coraza contra el padre Tiempo y contra la estructura depauperada que vas adquiriendo gradualmente.
Espero que esto no suene como si me dedicara a venerar el relicario de Fort Knox, excluyendo cualquier otro valor de la vida. No obstante, para aquellos que nunca han tenido uno, no encuentro palabras para explicarles lo agradable, tranquilizador y confortante que es el dinero. He visto demasiadas estrellas teatrales mantenidas por su sindicato o reducidas a trabajar como extras en unos estudios cinematográficos para poder burlarme alguna vez de una cuantiosa y excelente cuenta bancaria.
En 1936 estábamos rodando una película llamada Un día en las carreras y aquella mañana rodábamos una escena que representaba el vestíbulo de un espléndido sanatorio. Situadas en lugares estratégicos y simulando ser pacientes, había catorce mujeres de mediana edad. Entre dos tomas Sam Wood, el director, vino hacia mí y me dijo:
—Groucho, ¿ves a esas mujeres que hay allí? Bueno, hace diez años doce de las catorce eran estrellas y ganaban mil quinientos dólares a la semana y más. Ahora son extras y ganan diez dólares y medio. Da pena, ¿verdad?
Ante esta información me puse tan nervioso, que apenas pude representar la escena siguiente. No sé si en realidad dije: «Pero aquí estoy yo por la gracia de Dios». Sin embargo, un equivalente de esto pasó sin duda por mi mente enfermiza. Cuando dieron las cinco y terminamos de trabajar por aquel día, fui corriendo a mi casa e incluso antes de saludar a mi familia llamé a mi agente de seguros.
—Supongamos que me quedara sin trabajo y que no pudiera conseguir ninguno —pregunté—, ¿cuánto dinero necesitaría cada semana para mantenerme a mí y a mi familia?
—Bueno —respondió—, necesitaría ciertamente un mínimo de ochenta dólares.
—¿Y qué cantidad tendría que pagar como cotización para obtener ochenta dólares a la semana? —pregunté.
El agente dijo:
—Si paga veinticinco mil dólares en efectivo y los deja fijos durante doce años, tendrá entonces ochenta dólares a la semana a lo largo de todo lo que le quede de vida. —Muy bien —le dije—, envíeme la póliza. Esta misma noche le enviaré un cheque por correo.
* * *
Me doy cuenta de que ochenta dólares a la semana no parecen actualmente un ingreso demasiado elevado, pero recuerda que esto ocurrió hace veinticuatro años y que una hogaza de pan moreno todavía podía comprarse por ocho centavos. Te ruego que no saques la impresión de que mi familia vivía únicamente de pan moreno. Teníamos muchas otras cosas. Incluso teníamos un piano. Se trata simplemente de que siempre calculo la situación financiera del país por el precio del pan moreno. Solía costar ocho centavos la hogaza. Ahora cuesta treinta y tres centavos. Si alguna vez llega a costar cincuenta, sigue mi consejo y huye a las montañas.
Tal como han ido las cosas, nunca he necesitado los ingresos de este seguro. No obstante, desde el punto de vista psicológico, constituyó una inversión maravillosa y realizó milagros en mí. Por citar sólo una cosa, contribuyó a aliviar mi insomnio y, cuando llevaba a cabo algún contrato, la mera idea de estos ochenta pavos asegurados bastaba para quitarme el temblor de la espina dorsal y sustituirlo por una actitud de firmeza. Nunca he dicho esto a nadie, pero en lo más profundo de mi ser siempre he sido un gallina.
A veces lamento mis largos años de éxito ya que, si me hubiera visto reducido a una pobreza relativa, habría tenido la alegría proporcionada por aquel seguro que siempre había imaginado anteriormente. Por desdicha, la buena suerte nunca me ha abandonado. Y ahora, en el ocaso de mi vida, no parece que exista la posibilidad de tener que recurrir a aquella muleta psicológica en la que he estado apoyándome durante todos estos años.
* * *
Gracias a la valentía y al denuedo que me proporcionaban mis ochenta pavos asegurados, he sido capaz de probar fortuna en otros campos del mundo del espectáculo. Por ejemplo, he abordado la radio un montón de veces. No me refiero a escucharla, sino a actuar en ella. Primero lo hice con Chico, para la Standard Oil de Nueva Jersey. Alguien les había hablado de dar un espectáculo distinto cada día de la semana. Nosotros fuimos uno de los cinco afortunados.
Chico y yo encarnábamos las figuras inmortales de dos abogados. El nombre de nuestra firma era Flywheel, Shyster y Flywheel. El nombre original era Beagle, Shyster y Beagle, pero cierto abogado se opuso al empleo de su nombre e informó a nuestro promotor que, si no quería verse envuelto en un sonado proceso judicial, era mejor que abandonásemos el nombre de Beagle rápidamente. Alegó que continuamente le llamaba gente desconocida y le preguntaba: «¿Es usted el señor Beagle?». Cuando él respondía: «Sí», el interlocutor decía al otro lado de la línea: «¿Cómo está su socio, Shyster?». En aquel momento el gracioso colgaba. La queja de Beagle consistía en que esto no solamente arruinaba su salud, sino también su negocio. De ahí el nombre de Flywheel, Shyster y Flywheel.
Creíamos que estábamos trabajando bien como abogados cómicos, pero un día unos cuantos países del Oriente Medio decidieron que querían una tajada mayor en los beneficios del petróleo o algo así. Cuando se produjo esta noticia, el precio de la gasolina subió dos centavos por galón, de manera que Chico y yo, con los otros cuatro grupos, fuimos gentilmente apartados de la emisión.
Tras esto, en rápida sucesión, fuimos contratados por la American Oil Company, de petróleo, y por la Kellogg's Cornflakes, de copos de maíz. Si alguna mañana estás hambriento, puedes probar esta combinación.
* * *
Habiendo fracasado rotundamente con Chico (aunque me apresuro a decir que no fue por culpa suya, ya que juntos hicimos unos cuantos números muy divertidos), decidí volar solo. Esto no pareció servir para nada, ya que proseguí dando tumbos. Mi último contrato fue con la empresa de cervezas Delaney. Creo todavía que lo que hice para ellos era un trabajo bastante bueno. Sin embargo, por desdicha, mi opinión no se reflejaba en las calificaciones oficiales. Queda abierta la cuestión de si estas calificaciones eran acertadas o no, pero en todo caso no parecían complacer en modo alguno al jefe de la compañía. Al cabo de un año me sustituyeron por otro cómico, cuyo nombre era Delaney. Lo que él realizó fue peor todavía en comparación con lo que yo había hecho.
Tuve el presentimiento de que los encargados de las cervezas Delaney iban a darme la tradicional patada, ya que únicamente dos semanas antes del coup de gráce recibí una elegante invitación para tomar parte en la celebración de su centenario. La fiesta era una auténtica gala y debo decir que aquella noche me mostré como una noble figura junto al presidente, cortando el pastel y sirviendo espléndidos trozos de la agradable repostería a los grandes y pequeños ejecutivos de la magnífica empresa de cervezas.
Una palabra de advertencia a todos los ejecutivos que ganen veinte mil dólares al año o más. ¡Id con cuidado! ¡Precaveos! Si durante vuestra asociación con una gran empresa recibís un día una invitación para asistir a una celebración importante en la que se conmemore un acontecimiento cualquiera, ¡empezad inmediatamente a buscar otro empleo! Si, además de esta invitación, os dicen confidencialmente que, por razón de vuestros numerosos años de fieles servicios, vosotros y el presidente de la empresa os encargaréis de partir y servir el pastel, ¡ocultaos! Empezad a mirar los anuncios de los periódicos destinados a las ofertas.
Ahora volvamos a mi caso y a aquella noche memorable.
Mientras iba cortando trozos de aquel pastel suculento, tuve el presentimiento de que me encontraba en una situación apurada. De pronto me sentí identificado con aquel espléndido pastel, al tiempo que el afilado cuchillo iba penetrando incansablemente en sus entrañas. Supe entonces que mis días estaban contados y que era únicamente cuestión de tiempo el hecho de que un cuchillo similar al que empleaba para cortar el pastel rebanara mi yugular profesional.
Nada de todo esto está dicho con rencor. El promotor era un patrón agradable y simpático. Sin embargo, por desdicha también era un hombre práctico de negocios. Era él quien ponía el dinero y, sin duda alguna, tenía derecho a comprar lo que deseara. Mi desgracia consistía en que yo no era ya lo que él deseaba.
El párrafo anterior no altera en modo alguno el hecho de que mi consejo a todos los ejecutivos sea bueno y profundo. No permitáis nunca que el presidente o el jefe de personal de una gran (o pequeña) empresa os invite a cortar el pastel de aniversario. Antes de la fiesta, si os llega la noticia de que habéis sido distinguidos con este honor, eliminad al intermediario. Me refiero al pastel. De hecho, no vayáis siquiera a la fiesta. Limitaos a permanecer en casa y… ¡cortaos el cuello!
* * *
El hecho de obtener un fracaso anual en la radio no contribuía demasiado a animarme. Oía atentamente todos los espectáculos que se emitían y no tenía la impresión de que fueran mucho mejores que los míos. No se trataba de dinero (recuerda que aún tenía un seguro de ochenta dólares a la semana). Se trataba únicamente de orgullo y de un deseo de conquistar un medio que durante años me había rechazado con éxito.
¡Oh! Realicé una serie de actuaciones fugaces, pero no es exactamente lo mismo. En el caso de que seas un minero que trabaja en unas minas de carbón de Pennsylvania y de que no estés familiarizado con este término, te diré que una actuación fugaz es una invitación por parte de una agencia de publicidad (con la aprobación del promotor, por supuesto) para que durante cuatro o cinco minutos se alterne convulsivamente tu actuación con la de la figura principal del espectáculo. Una vez has realizado tu pequeña intervención, eres retirado rápidamente de escena para conceder a la estrella el resto de la media hora en la que demuestra su talento. Al término de la emisión, te permiten salir con el resto de los comparsas y tomar parte en el coro que canta aquello de «No hay un mundo igual al mundo del espectáculo». Es algo inevitable. Hay unas cuantas emisiones que ponen fin a su espacio radiofónico con un himno religioso. Supongo que estas plegarias cantadas sirven para meter el temor de Dios en el interior del promotor. No obstante, si la emisión se realiza durante una fiesta patriótica, pongamos por ejemplo en el aniversario de Washington o de Lincoln, es muy posible que termine con el canto titulado «Dios bendiga a América».
Por Navidad, al menos quince programas distintos ofrecen quince versiones distintas de la obra de Charles Dickens Canción de Navidad. También puedes contar con una docena de detestables niños cantando la última novedad en villancicos. Hace unos cuantos años, el éxito fue la gran balada «Todo lo que deseo por Navidad son mis dos dientes frontales». Como hombre que ama a los niños, quiero declarar públicamente, aquí y ahora, que proferí un juramento silencioso, aunque solemne, de que, si aquellos cantantes precoces llegaban a conseguir alguna vez los dos dientes incisivos por los que constantemente clamaban, me sentiría muy feliz haciéndoselos tragar de una patada.
* * *
Hablando de niños, como parece que estamos haciendo, la televisión está fuertemente poblada por lo que vagamente se denomina como «comedias de situación familiar». Algunas de ellas están espléndidamente escritas y consiguen calificaciones casi tan elevadas como las películas del Oeste. Sin embargo, en la mayoría de los casos, los escritores hacen que los niños hablen como si tuvieran las ideas de una persona de cuarenta años. Estos chicos profieren agudezas que serían dignas de George S. Kaufman, Sid Perelman, Mark Twain o George Bernard Shaw. Como ya sabes, he tenido tres hijos. No obstante, puedo asegurarte que este tipo de diálogo agudo nunca se ha oído en las inmediaciones de mi casa. Durante un período de treinta y cinco años, únicamente puedo recordar dos ocurrencias jocosas por parte de mis tres hijos, lo cual difícilmente constituye un récord memorable. Cuando mi hijo Arthur tenía diez años, quiso una escopeta de balines. Dando pruebas de ser un padre severo, le dije que no podía tener ninguna.
—¿Para qué la quieres? —pregunté.
—Para salir al patio posterior y disparar sobre las botellas que ponga sobre la cerca —respondió.
—¡Magnífico! —dije—. Supón que fallas, das en el ojo de un niño y lo dejas ciego para toda la vida. ¿Que pasará entonces?
—Tendré mucho cuidado —insistió—. Sólo dispararé sobre las botellas.
—Lo siento, Arthur, pero resulta demasiado peligroso —repliqué.
Como todos los niños, siguió suplicando e insistiendo hasta que al fin, exasperado, le dije:
—Mira, hijo, mientras sea yo quien mande en esta casa, ¡no tendrás ninguna escopeta!
Mirándome fijamente a los ojos, me dijo:
—Papá, si llego a tener una escopeta, ¡no mandarás más en esta casa!
La otra frase inmortal provino de mi hija pequeña, Melinda. Iba entonces a un parvulario. Cada mañana se marchaba de casa a las ocho y regresaba a las tres de la tarde. Siendo un fanático de las «relaciones» y terriblemente curioso acerca de sus actividades, preguntaba cada día a Melinda, cuando regresaba, lo que había hecho en la escuela. Ella se encogía siempre de hombros y decía:
—Nada, papaíto.
Adoptando de nuevo la actitud de padre pomposo, le dije:
—Mira, Melinda, cada día pasas siete horas en el parvulario. ¿Qué haces allí?
—¡Oh, papaíto! —respondió con impaciencia—. Todo lo que hacemos es dibujar e ir al retrete.
Dicho sea de paso, ésta es la descripción más acertada que se haya dado nunca de un parvulario.
Tengo la teoría de que la mayor parte de los escritores de la televisión no están en contacto con muchos niños. También es posible que sean los niños los que eviten el contacto con los escritores de la televisión. En todo caso, parece ciertamente que viven en dos mundos distintos.
Pero volvamos a mi mundo un poco más maduro. Corría el año 1947 y todavía no aparecían señales de mutuo entendimiento entre la radio y yo. Entonces una de esas coincidencias imprevisibles metió su largo brazo en mi vida y blandió un micrófono ante mi rostro.