Capítulo XXI

¿POR QUÉ LO LLAMAN AMOR CUANDO QUIEREN DECIR SEXO?

Odio empezar a hablar acerca del matrimonio, del amor y del noviazgo. (Creo que los he citado en orden inverso, pero en realidad este detalle no constituye una diferencia demasiado grande, a menos que estés enamorado). Dado que tengo tres hijos, es justo que supongas que he estado casado, aunque he oído decir que existen ciertas excepciones con respecto a esta regla.

No estoy tan loco como para embarcarme en este tema. No hay otro tópico en la historia de la humanidad que haya sido tan rastreado, tan triturado y agotado hasta el extremo como se ha hecho constantemente con los lazos sagrados, para no mencionar aquellos que no son sagrados. Ninguna revista digna de su editor ha aparecido en los quioscos sin publicar por lo menos dos artículos de fondo sobre el matrimonio y el noviazgo (escritos a menudo por un grupo de célibes o de vírgenes, si es que queda alguna). Ningún diario puede sobrevivir sin una columna de consejos sentimentales, probablemente contigua a la sección cómica, la parte más importante del periódico. Por lo menos la mitad de las películas que se realizan para la gran masa tratan del chico que conoce a la chica y del lazo definitivo que el público se ve obligado a esperar en el último rollo. Cada noche hay tres horas en la televisión que versan sobre distintas variaciones del tema La vida puede ser un éxtasis y, por radio, emiten charlas que duran varias horas sobre el mismo tostón.

Actualmente trabajan en televisión dos hombres divorciados, ambos expertos reconocidos, que se ganan muy bien la vida aconsejando a la gente acerca de sus problemas matrimoniales. Los casos con que se enfrentan son diversos y complicados, pero nada asusta a estos Salomones electrónicos.

Por otra parte, estoy dispuesto a reconocer que lo que tengo que decir sobre el tema del matrimonio no tiene ningún valor. (Aquí se oyen gritos de «¡Mira, mira!» por parte del lector, del impresor y del editor). No poseo ni los medios ni la experiencia suficientes para discutir este tema de un modo inteligente. Si quieres saber la verdad desnuda, te sugiero que vayas a la biblioteca pública y te tragues a Shakespeare, a Ovidio, a Casanova y a Freud. No obstante, si no puedes esperar, deja a todos los expertos y limítate a profundizar en el corazón de Krafft-Ebing.

* * *

Mi primer matrimonio se llevó a cabo en Chicago. Teníamos la licencia y dos dólares. Podríamos habernos casado rápidamente y sin impedimento alguno en el ayuntamiento, pero mi novia insistió en hacerlo en cierta clase de atmósfera religiosa. Cualquiera que se haya casado sabe que, a estas alturas del idilio, el novio está dominado por la fiebre del deseo y está dispuesto a conceder cualquier cosa.

No sé si Chicago ha cambiado en el sentido de mejorar, pero cinco sacerdotes nos asaron a preguntas antes de encontrar a uno que consintiera en celebrar la ceremonia. Parece que los cinco que nos rechazaron tenían objeciones religiosas porque no éramos de la misma fe. Sin embargo, cuando descubrieron que ambos pertenecíamos al mundo del espectáculo, se apresuraron a acompañarnos hasta la puerta principal.

La mayoría de la gente habla de un modo despectivo acerca del matrimonio. Constantemente es puesto en ridículo tanto en la radio como en la televisión. En el escenario y en las cenas de despedida de soltero, el lenguaje que se emplea respecto al novio conmocionaría a la madame de una casa de citas.

No quiero ser irreverente, pero creo que estarás de acuerdo conmigo en que quienquiera que creó el sexo sabía ciertamente lo que se hacía. Aunque todo el mundo está loco por él (incluso aquellos que sienten un menosprecio por las partes inferiores y temen que se las vean), la palabra en sí misma, a pesar de ser tan corta, parece asustar más a la gente que el antiultraconservadurismo que, como todo el mundo sabe, es la palabra más larga que existe en el idioma español. Particularmente, los que escriben canciones siempre suprimen esta breve y adorable palabra para reemplazarla por «amor». Ningún cantante (ni siquiera un tenor) se atrevería a cantar: El sexo es algo grande y espléndido. Con este título la canción sería vendida en millones de discos, pero el cantante sería encarcelado por cierto comité de moralidad. ¿Cuál sería la acusación? Incitar al público a hacer algo que corresponde a la misma naturaleza.

* * *

El amor abarca una gran variedad de emociones y de actitudes. Creo que puedes amar a Dios, a un niño, al vecino de al lado (o a su esposa —puedes elegir al que quieras—) e incluso a un perro. Pero el amor matrimonial nunca es definido con claridad.

Cuando la gente ve a una pareja joven paseando sin rumbo, cogida del brazo, ajena al mundo entero y tan apretada como dos plátanos en el mismo tallo, siempre exclama:

—¡Oh, qué pareja tan encantadora! Mirad cómo se aman. ¿No es algo maravilloso?

Bueno, aquí es donde el viejo Groucho, que no es experto en nada, se quita los pelos de la lengua y desnuda su alma ante un mundo hostil. Lo llaman amor. Sin embargo, para ser sinceros, en la mayoría de los casos no lo es. No son más que dos personas que se encuentran mutuamente atractivas desde el punto de vista sexual y que esperan, si hay suerte, estar cada una de ellas en los brazos de la otra.

Me gustaría ver cuán locamente enamorado estaría este Romeo concreto con respecto a esta Julieta concreta si ella fuera patizamba, estúpida y tuviera su busto manufacturado en Akron, Ohio (en Akron, Ohio, se manufacturan más artículos de goma que en cualquier otra ciudad del mundo). Supongamos que tanto ella como él tengan patas de gallo. Me gustaría saber entonces lo fuerte que sería su amor, a menos, desde luego, que ambos fueran gallos, en cuyo caso se sentirían mutuamente atraídos de un modo irresistible.

No niego que incluso las personas asquerosas se casan (tómame a mí, por ejemplo). Sin embargo, la mayor parte de los jóvenes se casan porque se sienten ávidos de aquella sublime experiencia sexual que han estado acariciando en su subconsciente desde que iban al colegio a aprender las letras, suscitada por sus amigos, por el cine y por las novelas baratas.

En La gata sobre el tejado de zinc, Tennessee Williams hace que la madre señale una cama y diga: «Ahí es donde se deciden los matrimonios». Si el señor Williams cree que el matrimonio no es más que aquella cama, le sugiero que repase de nuevo la obra y que la escriba otra vez.

Es un hecho incuestionable que el sexo es la fuerza responsable de la perpetuación de la raza humana. Si no existiera, la vida desaparecería en pocas décadas, lo cual posiblemente no es una mala idea. Creo, no obstante, que el amor auténtico aparece únicamente cuando se han apagado las primeras llamaradas de pasión y no quedan más que las ascuas. Éste es el verdadero amor. Es una relación que sólo tiene un parentesco lejano con el sexo. Sus partes integrantes son la paciencia, la comprensión mutua, el perdón y una gran tolerancia con respecto a las faltas del otro. Creo que ésta es una base mucho más firme para la perpetuación de un matrimonio feliz y con éxito. Pero, ¿por qué tengo que divagar en algo como esto? Pongamos todo el asunto en manos del maestro, G. B. S. (Shaw para los íntimos), aportando una de sus citas: «Cuando dos personas están bajo el influjo de la más violenta, la más insana, la más ilusa y la más fugaz de las pasiones, se les pide que juren que permanecerán constantemente en esta condición excitada, anormal y agotadora hasta que la muerte los separe».

* * *

Ahora que el señor Shaw y yo hemos definido el «amor» y hemos hecho con él un paquete pequeño, bonito e insignificante, prosigamos. Creo que la soledad es responsable de muchos más matrimonios que el tan traído y llevado sexo. He leído muchas biografías en las que se describe la vida plácida del soltero feliz, pero no te lo creas. Un amigo mío llamado Devlin (un hermano de sangre de Delaney) me dijo en cierta ocasión más bien apesadumbrado que, si hubiera tenido a mano televisión y comidas en conserva los días de su noviazgo, no se habría casado nunca. Hay la suficiente verdad en su afirmación para hacerme creer que desearía no haberse dejado atrapar jamás.

Este muchacho estúpido no se daba cuenta de que, prescindiendo de la cantidad de comidas en conserva que se tragara o de la cantidad de televisores que tuviera en su apartamento, seguiría estando solo. Las comidas en conserva constituyen un invento maravilloso, pero difícilmente pueden ocupar a tu lado el lugar de una mujer enamorada, cuidándote con auténtica avidez. Si tuviera que reducirlo a una sola frase, quizá sería ésta: la mejor comida que existe en el mundo no merece comerse, a menos que haya alguien con quien poder compartirla. Y lo mismo pasa con todas las experiencias compartidas. La mitad de la diversión que implica el hecho de ver la televisión en casa es que puedes volverte hacia tu compañero y comentar, en el buen y antiguo inglés de la reina Isabel, los programas infames que las emisoras producen deliberadamente para ti. No hay nada más espantoso que sentarse solo en un cine, sin nadie con quien hablar. Durante mis retiradas del estado matrimonial, a menudo tuve esta experiencia desagradable.

Es posible que yo sea un caso excepcional, pero encuentro que no se puede ver una película a menos que puedas lanzar a tu compañero, hombre o mujer, preguntas como éstas: «¿No vimos el año pasado a este tío pesado en Aquí está la pubertad?»; «He olvidado quién ha dirigido esta porquería. ¿Cómo se llama?»; o bien «¿Crees que la chica es realmente culpable?». Me doy cuenta de que esta clase de charla estúpida puede ser enloquecedora para mi compañero, para no mencionar a los espectadores que se encuentran a nuestro alrededor, pero es un impulso que desdichadamente no puedo controlar. Y ésta fue precisamente la causa de una historia horrible.

* * *

Un fin de semana sombrío, determinado a vivir un idilio, viajé hasta Palm Springs. Estaba lloviendo cuando llegué. Había reservado una habitación en un famoso club de tenis y, como suelo hacerlo, andaba en busca de alguna compañía femenina. El tiempo había sido anormalmente malo aquel año (según la cámara de comercio) y el restaurante estaba casi abandonado por el sexo opuesto. Cené solo. A excepción de mi respiración profunda, la otra única distracción que había en el amplio comedor era el terrible sonido producido por un anciano caballero situado en el rincón más lejano. Estaba deshaciendo una tostada en su puré de almejas con la esperanza de que aquel aditamento lo haría más apetecible.

Tras engullir mi cena, fui a pasear por el club con el propósito de encontrar una compañía femenina, joven o incluso de mediana edad. Al fin hallé cuatro mujeres maduras en el salón de juego (y, cuando digo maduras, me refiero a la abuela Moses y a sus contemporáneas), que estaban allí sentadas jugando a la canasta. Por suerte había traído conmigo un buen libro (Almas muertas) y llegué a la conclusión de que, si aquello era lo mejor que podía ofrecerme el club, más me valía volver a mi habitación y ponerme a leer.

Era una noche fría y húmeda, de manera que eché unos cuantos troncos en el hogar. Por lo visto, algo funcionaba mal en el tubo de la chimenea ya que, en lugar de las llamas alegres y cálidas que debían haberse alzado hacia la campana, la habitación y yo empezamos a llenarnos de humo.

Me puse el sombrero y, desplazando un poco mi úlcera hacia un lado, decidí que antes de convertirme en un trozo de salmón ahumado era mejor ir a un cine de la población. No recuerdo lo que proyectaban. Me sentí atraído hacia aquel cine únicamente porque tenía un anuncio que decía: «Se permite fumar en la sala».

Al entrar yo, el empresario me saludó con toda la deferencia debida a una gran estrella. Dijo:

—¡Hola, Groucho! Queda un montón de buenas localidades. ¡Ja! ¡Ja!

Su risa se convirtió en sollozos, cuando yo me dirigía hacia las escaleras que llevaban a la oscuridad.

En la platea no había nadie, a excepción de un hombre entrado en años que estaba sentado en la fila central, profundamente absorto en lo que estaba ocurriendo en la pantalla. Me encaminé directamente hacia él. Dado que yo había llegado una vez comenzada la película, no tenía idea de lo que estaba sucediendo ni de quiénes eran los artistas. Por consiguiente, lo freí con una serie de preguntas formuladas en rápida sucesión. Me contestó con otra serie de respuestas breves y guturales. Esperé unos cuantos minutos antes de hacerle otra pregunta. En este momento recogió resueltamente su gabardina y su sombrero y se trasladó al rincón más alejado de la platea. Dado que no había nadie más con quien hablar, abandoné en seguida el cine y volví a mi estancia llena de humo.

Abrí todas las ventanas y rápidamente me metí en la cama. Mientras yacía en ella tembloroso, se me ocurrió una idea terrible. Limítate a suponer que el hombre que había en la platea hubiera ido al empresario del cine a quejarse de que cierto individuo excéntrico, que había desaparecido rápidamente, había intentado molestarlo. ¡Qué espléndido titular se podría haber hecho!:

Groucho Marx ARRESTADO POR MOLESTAR A UN VIEJO EN UN CINE DE LA POBLACIÓN

* * *

Supongo que, si eres joven y soltero, una cita puede resultar algo divertido y agradable. Sin embargo, la última vez que estuve soltero, yo era ya de mediana edad y me encontraba entre dos matrimonios. En el caso de que nunca hayas estado en esta situación incómoda, puedo decirte que ya no es lo mismo en absoluto.

Permíteme darte un ejemplo específico. Un día conocí a una chica atractiva. Tenía unos ojos azules, un pelo rojizo, una piel blanca, unas medias negras y estaba ya en la edad en que todo ha crecido en su lugar adecuado. Parecía una participante en un concurso de belleza que, en una larga fila, hubiera sido injustamente relegada al tercer premio. Tras cierta conversación preliminar, algunas manitas y unas cuantas insinuaciones, convinimos una cita para aquella noche.

—¿Te parece bien a las siete y media? —pregunté.

—Será magnífico —respondió ella.

Confié en que su inteligente respuesta no fuera un simple anticipo de lo que iba a ofrecerme la velada. Pero no dije nada y esperé los acontecimientos.

Habiendo pasado toda mi vida en el mundo del espectáculo, siempre he tenido un respeto sagrado por el reloj y por la virtud de la puntualidad. En el campo teatral, a pesar de todas las tonterías que se dicen con respecto a la fidelidad al teatro, si no estás allí cuando se alza el telón, la representación empieza sin ti. Por lo demás, con frecuencia descubren que sin ti el espectáculo mejora considerablemente. Por tanto, como aquella monada circulante había estado de acuerdo en que la cita fuera a las siete y media, yo estaba allí a la hora en punto, rezumando «una loción para hombres». (Era una loción que, según los anuncios, garantizaba que una aplicación bastaba para convertir una estatua femenina de piedra en una apasionada tigresa. No estaba mal por un dólar y cuarto. En mis buenos tiempos había llegado a pagar hasta cinco dólares sin haber conseguido nunca aquel efecto).

Repleto de intenciones inmorales, aunque exteriormente tranquilo, fui introducido en la casa por una arpía gorda, vieja y embutida en un vestido sucio que había estado de moda durante la guerra de los bóers. Se presentó en seguida como la «madre de Daisy», lo cual probaba de un modo terminante que Daisy era un tanto estúpida. Una muchacha lista con intenciones de matrimonio es normalmente lo bastante astuta como para ocultar a su vieja hasta que ha tenido tiempo de sacar un Buick y un anillo de compromiso a la víctima que ella ha elegido.

No sé de dónde habían sacado el mobiliario, pero un decorador lo habría descrito como algo primitivo y repugnante. Constituía en conjunto una serie de piezas de gran tamaño, tapizadas con una imitación de terciopelo y parcialmente ocultas por una cretona floreada. No te habrías sorprendido en absoluto si, al entrar en la estancia, hubieras descubierto al general Grant sentado en una de las sillas.

Un olor peculiar impregnaba el apartamento. Se trataba de un olor que he encontrado a menudo en mis búsquedas de idilio. Parece constituir una parte integrante de este tipo de lugares. No puedo describirlo de un modo preciso, pero es como si cierta forma invisible de descomposición estuviera produciéndose en la inmediata vecindad. Yo lo llamaría una esencia general de desesperación, de licor barato y de alimentos fritos.

Indicándome una de sus recargadas monstruosidades, la señora Aromas se apresuró a ir a anunciar mi llegada a su dulce retoño. Regresó al cabo de pocos minutos y me aseguró que Daisy bajaría «en un abrir y cerrar de ojos». Luego, ansiosa de fomentar el idilio, la señora Celestina me preguntó si quería beber algo.

—¿Por qué no? Gracias. Se lo agradecería —dije—. Whisky con hielo estaría bien.

—Lo siento, señor Ritz…

—¡Marx, si no le importa!

—… pero no tenemos ningún licor fuerte en la casa. Mire usted, soy miembro de los Rosacruces y, como usted sabe, son enemigos acérrimos de las bebidas alcohólicas. Mi pequeña bebe un poco —se apresuró a decir—, pero únicamente en público, en algún cabaret. Dice que esto la hace parecer más sofisticada.

(Lo que ella no sabía y yo descubrí aquella misma noche, más tarde, era que «su pequeña» podía competir perfectamente en cualquier concurso de bebedores).

—Lamento no tener whisky —prosiguió diciendo la vieja—, pero puedo ofrecerle una botella de cerveza dulce.

Habiendo comido pescado ahumado para almorzar, tenía sed suficiente para beber incluso agua de castañas.

—Muy bien —dije—, tráigame la cerveza dulce.

—Bueno —replicó ella vacilante—, no sé si le gustará. La nevera está estropeada y estará caliente.

—En este caso tomaré agua simplemente.

—Creo que esto será lo mejor —dijo en tono confidencial—. Ya sabe usted que la cerveza dulce está cargada de azúcar. El médico me ha dicho que, si no dejo de beberla, me volveré diabética antes de que usted pueda decir esta boca es mía.

Durante este animado diálogo, la mamá fue entrando y saliendo de la habitación, asegurándome que Daisy estaría lista en un «periquete». El «periquete» se alargó hasta tres cuartos de hora. Al fin apareció mi cita. Su aspecto era adorable y, cuando su perfume se mezcló con el mío, empezaron a saltar chispas. En aquel momento lamentaba tener treinta años más que ella. (De hecho, lamentaba tener treinta años más que cualquiera, pero no era hora de lamentaciones).

Cuando nos dirigíamos hacia la puerta, su madre le hizo una última y tajante advertencia:

—Vigílalo, Daisy. Ya sabes que la gente del espectáculo tiene una reputación terrible.

Esta observación conmovió a la madre y, cuando partíamos, el rumor de sus sollozos y suspiros pudo oírse durante todo el camino que hicimos hasta llegar al coche.

* * *

Llegamos pronto al cabaret, donde el maitre nos escoltó hasta una mesa de primera fila con todas las reverencias y todos los agasajos debidos a mi posición. Para asegurarme de que esta falsa deferencia no se evaporaría con demasiada rapidez, le solté de mala gana tres pavos.

Antes de que el camarero pudiera abrir la boca para darnos las buenas noches, Daisy mandó que le trajera inmediatamente un whisky, sin hielo, sin agua, sin soda, sin limón, sólo whisky.

—Y póngalo doble —añadió.

Yo me lo tomé con soda.

Tras el segundo whisky doble, mi encantadora compañera abrió su corazón y empezó a obsequiarme con la historia de su vida. Según parece, procedía originariamente de Moline, Illinois. Después de llegar a Hollywood, había trabajado como camarera. Sin embargo, a la tercera semana, el propietario la había despedido.

—Me dijo que llevaba unos pantalones Capri tan estrechos, que los clientes masculinos perdían todo su interés por las especialidades de la casa —explicó—. Además, el hombre quería hacer reformas.

Había dicho a su jefe que lo único que pretendía era parecer atractiva, pero él indicó que había un lugar para aquella clase de pantalones y que aquel lugar no era un restaurante. Después trabajó en otros dos restaurantes. Sin embargo, a causa de su insistencia en llevar pantalones Capri, siempre había sido despedida. Al fin decidió que la única profesión en la que no tenía importancia qué clase de pantalones se llevaran era el mundo del espectáculo. Por lo visto, sabía más acerca del mundo del espectáculo que yo mismo.

Aproximándose un poco, prosiguió diciendo:

—¿Sabes? Hace poco conocí al ayudante del director de repartos de uno de los estudios cinematográficos más importantes. Cuando íbamos en el coche hacia su apartamento, me dijo que con un poco de práctica podía llegar a ser la segunda Kim Novak.

Volvió hacia mí sus grandes luminarias azules y, echándose hacia atrás su pelo, me preguntó:

—Dime, encanto, ¿qué tiene Kim Novak que no tenga yo?

—Francamente —dije—, no lo sé. Pero te prometo una cosa. Si alguna vez salgo con la señorita Novak, intentaré descubrirlo y te lo comunicaré. Ahora veamos —proseguí diciendo—. Dices que quieres trabajar en el mundo del espectáculo. ¿Tienes alguna experiencia teatral?

—Bueno, no…, no profesionalmente, quiero decir —luego añadió, sonriendo con satisfacción—, pero cuando estuve en la escuela elemental interpreté el primer papel de Rumpelstiltskin ¡durante dos años consecutivos!

Debí de mirarla de un modo algo extraño, ya que se apresuró a añadir:

—¡Oh! Ya me doy cuenta de que necesito más práctica que ésta para convertirme en una gran estrella. Pero has de admitir que es un comienzo. Además, todo el mundo dice que lo único que necesito es un pequeño empujón y creo que, si tú te pusieras detrás de mí —dijo aproximándose más—, las cosas podrían ir muy bien.

Existía un buen número de respuestas obvias a esta afirmación, pero decidí mantener la boca cerrada. Permanecí allí sentado, aturdido por el efecto soporífero que producía su charla insustancial. Mientras la chica hablaba sin parar, me puse a pensar en mi interior: «¿Qué demonios estás haciendo aquí, escuchando todo esto, cuando podías estar jugando al póquer en casa de algún amigo, presenciando un partido de béisbol o incluso tomando un baño en White Sulphur Springs? ¿Por qué a mi edad insisto en meterme en estas situaciones insoportables?».

El tiempo pasaba lentamente. ¡Oh, qué lentamente pasaba! No se puede hablar aquí de pies de plomo. ¡El tiempo se arrastraba ahora a gatas! Yo no era ya un muchacho y, tras el segundo whisky, empecé a sentir sueño. No importaba el tema que yo abordara con cuidado. Daisy necesitaba pocos minutos para desviar de nuevo la conversación hacia su carrera. ¿Has oído hablar de las variaciones sobre un tema de Haydn? Bueno, pues, aquella muchacha inventaba variaciones con las que Haydn nunca había soñado.

Pasaron tres horas largas y mortales, mientras mis tímpanos iban petrificándose poco a poco. Supongo que era algo debido únicamente a mi imaginación, pero me pareció que incluso sus atractivos empezaban a palidecer. Su rostro iba haciéndose tan aburrido como su diálogo y, por lo que a mi concernía, el sexo se había ido a pasar unas vacaciones… unas largas vacaciones. En lo único que ahora pensaba yo era en irme a la cama. No quiero decir con ella, sino completamente solo. Daisy había establecido una marca que perduraría largo tiempo. En tres horas, me había convencido de que era mejor el celibato. No creas que este episodio con Daisy fue una experiencia fuera de lo común. Me ocurría constantemente. Otros hombres conocían a chicas bien educadas y ricas, cuyos padres eran propietarios de grandes almacenes, pozos de petróleo o fábricas. Daba la impresión de que las hijas de los ricos no se interesaban por la carrera teatral. Lo único que querían era un matrimonio, una familia y un porcentaje razonable de los ingresos de su padre. Pero por lo que se refiere a mí, no encontraba más que margaritas, es decir, Daisys.