Capítulo XIX

METIDOS EN HOLLYWOOD

Antes de aparecer la televisión, la palabra «genio» era usada en torno a la industria cinematográfica con todo el abandono negligente de un maestro de baile que ejercita sus músculos en una fiesta callejera de carnaval. Supongo que en aquella época existía un número determinado de auténticos genios, pero yo conocí únicamente a uno. Su nombre era Irving Thalberg. Sus dotes eran tan grandes, que después de su muerte incluso pusieron su nombre a un edificio de la «MGM». Como todos los grandes talentos, no necesitaba un edificio para perpetuar su memoria. Murió a los treinta y siete años de edad y, durante los diecisiete años que trabajó en las películas, se creó una reputación inigualable en toda la industria. Si crees que la palabra «genio» constituye una exageración, he aquí algunas de las películas que realizó:

El gran desfile

Ben Hur

La viuda alegre

He Who Gets Slapped

El jorobado de Notre Dame

La melodía de Broadway

Gran Hotel

Anna Christie

Min and Bill

Trader Horn

The Divorcee

The Big House

Las vírgenes de Wimpole Street

Madame X

Rebelión a bordo

La buena tierra

La dama de las camelias

Romeo y Julieta

Y puedes añadir a la lista las dos películas que Thalberg hizo con nosotros: Una noche en la ópera y Un día en las carreras. Durante nuestros años dedicados al cine, realizamos catorce películas. Fueron dos las que destacaron con mucho. Algunas de las otras eran bastante buenas. Algunas eran deplorables. Las dos mejores fueron realizadas por Thalberg.

Recuerdo la primera vez que nos encontramos con Irving Thalberg. Chico, como de costumbre, había concertado el encuentro junto a una mesa de bridge. Thalberg dijo:

—Me gustaría realizar algunas películas con vosotros, amigos. Quiero decir auténticas películas.

Me enfurecí.

—¿Qué pasa con Cocoteros, Animales locos y Sopa de ganso? ¿Has venido a sentarte aquí para decirme que no eran películas divertidas?

—Desde luego que eran divertidas —dijo—, pero no eran películas. No trataban sobre nada.

—La gente se reía, ¿no es verdad? —preguntó Harpo—. Sopa de ganso hizo reír tanto como cualquier otra comedia que se haya hecho en cine, incluyendo las de Chaplin.

—Esto es verdad —admitió—. Era una película muy divertida. Pero en cine no se necesitan tantas carcajadas. Voy a hacer una película con vosotros, amigos, con la mitad de carcajadas, pero con una historia que tenga pies y cabeza. Apuesto a que recaudará dos veces más que Sopa de ganso.

Tras haber firmado el contrato, nos preguntó qué guionistas queríamos. Naturalmente, respondimos:

—Kaufman y Ryskind.

Éste fue el último consejo que le dimos.

Fue una suerte que no apostáramos. Nuestra primera película con él fue Una noche en la ópera y dobló las recaudaciones de Sopa de ganso.

* * *

Thalberg era un hombre difícil de ver. Llegaba al estudio al mediodía y lo abandonaba alrededor de la medianoche. La mayor parte de los que trabajaban a sus órdenes lo temían. Quizá «temían» es una palabra demasiado fuerte. Digamos que lo respetaban profundamente. Sin embargo, nosotros habíamos triunfado durante demasiado tiempo en las variedades para sentirnos impresionados por aquella atmósfera de catedral y, en su presencia, nos comportábamos deliberadamente como gamberros. Él no estaba acostumbrado a una familiaridad tan grosera por parte de sus artistas y creo que ésta era la razón de que nos apreciara. Lo divertíamos.

El lado social de Hollywood no interesaba a Thalberg. Nunca tenía tiempo para jugar al croquet o al polo y, exceptuando alguna partida ocasional de bridge, su interés más ardiente estaba en el cine. No permitió nunca que su nombre fuera utilizado en la pantalla. No le importaba en absoluto esa clase de publicidad. Decía:

—Si una película es buena, ya sabrán quién la ha producido. Si es mala, no le importa a nadie.

En cierta ocasión le preguntamos por qué no quería que apareciera su nombre. Nos dijo:

—No quiero que mi nombre aparezca en la pantalla, porque la publicidad es algo que debe dejarse a los demás. Si uno está en situación de hacerse publicidad a sí mismo, es que ya no la necesita.

Siempre tenía tres o cuatro reuniones sobre guiones que se discutían al mismo tiempo en despachos contiguos. Él iba de uno a otro, echando una mano aquí, haciendo una sugerencia allí.

Una tarde acabábamos de empezar a discutir una escena cómica en su despacho, cuando dijo:

—Esperad aquí, muchachos. Vuelvo dentro de un minuto.

El minuto se prolongó hasta dos horas. Al cabo de pocos días repitió aquel truco. A la tercera vez nos indignamos. Colocamos todos los archivadores metálicos ante las dos puertas y no le permitimos salir de su despacho hasta que nos prometió que no volvería a hacernos lo mismo.

Pasaron dos días. Acabábamos de empezar otra reunión, cuando volvió a excusarse. No nos dejamos engañar. Sabíamos que iba a ir a otra reunión en la que se discutía uno de los guiones. En su ausencia, encendimos los troncos de la chimenea y fuimos a buscar patatas a la cantina de los estudios. Cuando Thalberg regresó, nos encontró a todos sentados, desnudos, ante el voraz fuego, ocupados en asar las patatas encima de las llamas. Se echó a reír y dijo:

—¡Esperad un minuto, muchachos!

Entonces telefoneó a la cantina y pidió que le mandaran un poco de mantequilla para las patatas. Nunca más volvió a dejarnos plantados.

* * *

Otro productor famoso cuyo nombre, por extraño que parezca, es Delaney estaba jugando una partida de croquet en el jardín de su casa. Jugaban con apuestas muy altas y, en un momento determinado, el anfitrión anunció que iba a cruzar el cuarto arco. Uno de los invitados allí presentes que tenía más valor le dijo:

—Le pido disculpas, pero el arco que va a cruzar usted es el tercero.

El anfitrión gritó:

—¡Le digo que voy a cruzar el cuarto arco!

El invitado replicó con calma:

—Si persiste en querer hacer trampas deliberadamente, me retiro del juego y me voy a casa.

El anfitrión, agitando un mazo con aire amenazador, le contestó:

—¿Qué le ocurre a usted? ¿Está usted por Stevenson o por algo parecido?

Este determinado productor tiene una mente cinematográfica espléndida y constituye una de las pocas leyendas vivas que quedan en la industria de la promoción del cine, pero fuera de los estudios su cerebro llega a toda suerte de conclusiones ilógicas. El hecho de que, en medio de una inocente partida de croquet, pudiera acusar a un invitado de votar por Stevenson y hacer que sonara como una acusación política le parecía tener sentido. Si lo conocieras tan bien como yo, sabrías que en aquella acusación se implicaba veladamente la idea de que su amigo era un simpatizante de los rojos o quizás incluso un miembro del partido comunista.

Mis relaciones personales con este famoso productor han sido siempre muy superficiales y enormemente esporádicas. Nos hemos encontrado en fiestas, en restaurantes y en estrenos durante más de treinta años. Su saludo nunca ha variado. Siempre me suelta lo mismo:

—¿Cómo está Harpo, su hermano? Sin duda, es un tipo estupendo.

Después de treinta años de esta peregrina e inconsciente descortesía, mi paciencia se agotó finalmente.

—Oiga —le dije en cierta ocasión—, aprecio a Harpo tanto como usted y probablemente más que usted. Pero, ¿por qué al cabo de treinta años insiste en preguntarme cómo está Harpo? Aunque sea únicamente por variar un poco, ¿por qué no me pregunta cómo estoy yo?

—Groucho —replicó, poniendo una mano tranquilizadora encima de mi hombro—, algún día le preguntaré cómo está usted. Pero ahora me gustaría saber concretamente cómo está Harpo.

* * *

Teníamos algunos directores muy interesantes en la industria del cine. Al describir a uno de ellos, que era amigo mío, un escritor que había trabajado para él observó una vez con amargura que constituía el telón de amianto entre el público y la diversión.

Tuvimos a un director de grandes éxitos cuyas únicas instrucciones a los actores eran las siguientes:

—Ahora, pequeño, en esta escena quiero que vayas allí y les vendas un saco de almejas.

No le importaba la escena de que se trataba. Podía ser una escena de amor, una escena dramática, una escena cómica. No hacía ninguna diferencia. Sus instrucciones nunca variaban. Los actores siempre vendían almejas.

Al cabo de tres semanas de dar estas instrucciones brillantes y comprensibles, Morrie Ryskind, uno de los mejores escritores con los que hemos trabajado, antes de empezar a rodar una escena, me llevó aparte y me susurró:

—Groucho, estoy intrigado. ¿Estamos en una industria del espectáculo o en la industria del pescado?

Constituye una verdad incuestionable el hecho de que durante los últimos diez años la industria cinematográfica se ha visto seriamente afectada por las obvias ventajas que la televisión ofrece al público. Por otro lado, a causa de la ruina financiera, la televisión ha dado a la industria del cine una oportunidad de desembarazarse de los centenares de incompetentes profundamente arraigados que, trabajando sin cesar noche y día, echaban a perder todas las películas en las que trabajaban.

Algunos de nuestros productores eran unos perdidos. Tuvimos uno (llamémoslo Delaney) a quien le gustaba el juego y lo mismo sucedía con el caballero que era el jefe de los estudios (al que también llamaremos Delaney). En cierta ocasión, este productor determinado estaba sin trabajo y ninguno de los estudios quería sus servicios. Para empeorar las cosas, debía al jefazo de nuestro estudio alrededor de treinta mil dólares en deudas de juego. El jefe, que no era estúpido (excepto cuando se dedicaba a producir películas), se dio cuenta de que existían muy pocas posibilidades de llegar a cobrar algún día la deuda, a menos que diera al productor sin empleo un trabajo en su estudio. De este modo, de repente nos enteramos de que el jefe había contratado a su amigo jugador precisamente para producir una de nuestras películas.

Voy ahora a explicar brevemente un día de la vida de este productor. En primer lugar, sin embargo, es mejor que lo describa. Era un hombre corpulento y fláccido, con una abultada barriga que levantaba constantemente con ambas manos, como si tuviera miedo de que cayese al suelo y alguien la pisase. Tenía una voz sonora, grave y enfadada que únicamente empleaba cuando estaba completamente seguro de que no sabía lo que estaba diciendo. Poseía una ignorancia típica por lo que se refiere a la importancia de un argumento. Con todo, tenía cierta noción de que, si vociferaba en lugar de hablar en una reunión dedicada a discutir sobre un argumento, los sonidos que salían de sus labios acabarían seguramente por adquirir sentido para alguien de los que se encontraban en la estancia.

En la película trabajaban tres escritores de talento, aunque tímidos, que no hacía mucho que habían llegado del Este. Cuando eran convocados al despacho del productor para celebrar una reunión sobre un argumento, no solamente les temblaban las rodillas, sino que también se conmovía el resto de su cuerpo por solidaridad.

Mucho tiempo atrás, aquel productor había tenido una mente privilegiada, pero en la época en que nos lo endilgaron ya la había echado a perder y no era más que una enorme cáscara vacía. Comía como un cerdo, tragaba ruidosamente sus bebidas y perseguía a las damas incesantemente (por suerte para las chicas, en la mayor parte de los casos sin éxito).

Era costumbre de los empleados del estudio llegar a las nueve de la mañana. Nuestro héroe se personaba alrededor de las once, borracho como una cuba. Cuando llegaba, se dirigía inmediatamente hacia el teléfono y llamaba a su esposa. Entonces ella le relataba todos los escándalos interesantes que se comentaban y que había podido recoger desde que la había dejado por la mañana. Tras haberse informado de toda la porquería que había por la ciudad, se levantaba, se ponía otra vez el estómago en su sitio y se encaminaba hacia el despacho del jefe para beber unas copas de ginebra con él tras las puertas cerradas. A la hora de volver a su despacho, era ya casi la una y había que ir a almorzar.

La excelente cocina de la cantina del estudio no satisfacía a aquel cerdo epicúreo, de manera que normalmente se trasladaba a un restaurante muy caro que había a varios kilómetros de allí. En aquel restaurante se tomaba una buena ración de martinis, una fuente entera de entremeses, dos clases distintas de carne, verduras variadas, café y un surtido de coñacs. Luego subía a su «Cadillac» impagado y regresaba a su despacho, lleno de indigestión, de gases y de malhumor. Alrededor de las dos y media, con su interior en rebeldía, se tomaba un paquete de bicarbonato. Entonces sus eructos empezaban a parecerse a los sonidos de un pozo petrolífero acabado de perforar. A la hora en que cesaban los variados ruidos, eran las tres y había que hacer la siesta.

Hacia las cuatro se despertaba y llamaba a gritos a los tres tímidos escritores que habían permanecido sentados durante horas en la sala de espera, aguardando con temor a que los recibiera. Eran introducidos en el despacho por una secretaria joven y muy guapa con la que nuestro amigo esperaba tener pronto alguna aventurilla. Entonces leía de mala gana los diálogos que los escritores habían redactado aquella mañana. Tras leer las escenas, meneaba la cabeza, miraba a los tres escritores con aire de conmiseración y volvía a menear la cabeza. Luego se producían tres minutos de silencio ominoso, seguidos de otros diez de gritos y de golpes sobre la mesa dados con ambas manos. Cuando ya había hecho bailar y saltar al unísono todos los objetos que había sobre la mesa, se ponía a gritar:

—¡Apesta! ¡Apesta!

Luego apoyaba la cabeza en sus manos y permanecía allí sentado, contemplando en silencio a los tres escritores del Este que habían hecho todo el camino hasta California para encontrar la felicidad.

Cuando el silencio se hacía insoportable, los escritores se miraban mutuamente y luego, como si fuera a una señal, se levantaban, recogían las escenas rechazadas y volvían en silencio a sus cubiles. Naturalmente, se sentían desdichados ante la reacción de su productor, pero el conocimiento de que habían escapado con vida les daba la fuerza que necesitaban para sobrevivir un día más. Me apresuro a añadir que este monstruo no era corriente entre los productores de Hollywood. Era una mole solitaria en su campo.

* * *

Había un productor en otro estudio que ganaba dos mil dólares a la semana. Sin embargo, a diferencia del que acabo de describir, éste era un caballero y un intelectual, aunque por desgracia no del cine.

No tenía vicios. No bebía, no fumaba y era fiel a su esposa. Su única justificación para la fama y para su empleo era el hecho de que había leído todas las biografías de Lincoln y tenía colgada en su despacho una gran pintura al óleo del famoso presidente. Sabía más acerca del gran emancipador que Ida Tarbell, Carl Sandburg, Raymond Massey y la señora Lincoln juntos.

En una reunión acerca de un argumento, sin que importase cuál fuera el problema, escuchaba pacientemente todas las sugerencias y soluciones de los escritores. Después de que todo el mundo había aportado su granito de arena, imponía silencio al grupo, se levantaba y soltaba con gravedad un largo y apasionado discurso sobre algún incidente trivial de la vida de Lincoln. Mientras hablaba, una leve sonrisa cruzaba su rostro. Pretendía demostrar con esto a sus oyentes que él tenía muchas de las cualidades del honrado Abel: paciencia, fortaleza y un tranquilo sentido del humor.

Una vez terminada su sencilla y pequeña anécdota, la reunión se disolvía con una orgía de admiración por aquel tranquilo hombrecito que sabía hablar de un modo tan interesante e íntimo acerca de nuestro virtuoso presidente. Cuando salían en masa, habiendo olvidado por completo lo que los había llevado originariamente a su despacho, podías oír que decían:

—¡Qué hombre tan maravilloso…, tan interesante! ¿Sabes? En cierto sentido, recuerda un poco al mismo Lincoln.

Aquel estafador permaneció en el mismo estudio durante muchos años. Realizó toda clase de películas, todas ellas vulgares y sin relieve alguno. Sin embargo, ¿cómo era posible despedir a un hombre que recordaba tanto a nuestro presidente mártir? Siempre que sonaba su nombre, había indefectiblemente alguien que decía:

—Es verdad, hace unas películas horrendas. Pero, chico, ¿no te recuerda a Lincoln?

Dicho sea de paso, durante todos los años que permaneció en el estudio, la única película que nunca realizó fue la de la vida del gran emancipador. Esta película fue realizada por otro estudio. Fue un trabajo espléndido, aunque desde el punto de vista financiero resultó un fracaso colosal.

Si necesitas una moraleja, recuerda que cuando te encuentres entre la espada y la pared, en un apuro importante, limítate a esgrimir algún tema oscuro al que te hayas dedicado en secreto durante años y suéltalo a los oídos de quienquiera que se te ponga por delante.

* * *

No toda la gente del cine que aparece en este capítulo ha de permanecer necesariamente en el anonimato. Por ejemplo, estaban los hermanos Delaney, a quienes por razón de la brevedad llamaremos Warner. Hace unos años recibí una carta de mi abogado. Iba dirigida a mí, pero se la enviaron a él. Como puedes ver, en Hollywood nadie recibe su propio correo. Siempre se envía la correspondencia de una persona al abogado, al médico, al administrador o al agente. Si recibes carta de tu dentista, nunca se le responde. Has de limitarte a enviarle las pocas caries que te quedan, él las empasta y las remite a tu abogado. Todo es muy confuso.

La carta de la que he empezado a hablarte procedía del departamento jurídico de los hermanos Warner. Estaban muy airados. Parece que nosotros íbamos a empezar una película que se llamaba Una noche en Casablanca. Cinco años antes, los hermanos Warner habían realizado una película con Humphrey Bogart e Ingrid Bergman que se titulaba simplemente Casablanca y nos amenazaban con ponernos un pleito, si persistíamos en emplear un título que ellos consideraban como demasiado parecido al original.

Dado que mi abogado no se encontraba en la ciudad (estaba jugando a trenes por toda la Costa Azul), les escribí la carta siguiente:

Queridos hermanos Warner:

Por lo visto, hay más de una forma de conquistar una ciudad y de conservarla como algo propio. Por ejemplo, hasta el momento en que proyectamos realizar esta película, no tenía idea de que la ciudad de Casablanca perteneciera exclusivamente a los hermanos Warner. No obstante, al cabo de unos cuantos días solamente de aparecer el anuncio de nuestra película, hemos recibido vuestro extenso y ominoso documento legal que nos advierte que no utilicemos el nombre de Casablanca. Parece que en 1471 Fernando Balboa Warner, vuestro tatarabuelo, mientras buscaba un atajo para llegar a la ciudad de Burbank, fue a parar a las costas de África y alzando su bastón de alpinista (que más tarde cambió por cien acciones de la empresa) llamó a aquel lugar Casablanca.

No acabo de comprender vuestra actitud. Incluso si tenéis el plan de relanzar vuestra película, estoy seguro de que el aficionado normal al cine podrá aprender con el tiempo a distinguir entre Ingrid Bergman y Harpo. Yo no sé si podré, pero ciertamente me gustará intentarlo.

Sostenéis que Casablanca es de vuestra propiedad y que nadie más puede emplear este nombre sin vuestro permiso. Pero, ¿qué hay de los «hermanos Warner»? ¿También es de vuestra propiedad? Probablemente tenéis derecho a usar el nombre de Warner. Sin embargo, ¿qué me decís de «hermanos»? Desde el punto de vista profesional, nosotros éramos hermanos mucho antes que vosotros. Hacíamos giras como «Los hermanos Marx» cuando la Vitaphone era todavía un destello en los ojos de su inventor e incluso antes que nosotros existieron otros hermanos: «Los hermanos Smith», «Los hermanos Karamazov», «Los hermanos Dan», unos proscritos de Detroit, y «Hermano, ¿puede darme una perra gorda?». Esta frase originariamente era «Hermanos, ¿pueden darme una perra gorda?».

Pero resultaba difícil dividir una moneda tan pequeña, de manera que prescindieron de un hermano, dieron todo el dinero al otro hermano y redujeron la frase a «Hermano, ¿puede darme una perra gorda?».

Ahora, Jack, ¿qué me dices de ti? ¿Sostienes que el tuyo es un nombre original? Bueno, no lo es. Fue empleado mucho antes de que nacieras. Sin más, puedo recordar dos Jacks: existía el Jack de «Jack el Matagigantes» y Jack el Destripador, que fue un personaje muy célebre en su tiempo.

Por lo que respecta a ti, Harry, probablemente firmas tus cheques convencido de que eres el primer Harry de todos los tiempos y de que los demás Harrys son todos unos impostores. Puedo recordar dos Harrys que te precedieron. Existió un Lighthorse Harry, de fama revolucionaria, y un Harry Appelbaum, que vivió en la esquina de la calle 43 y Lexington Avenue. Por desgracia, Appelbaum no fue demasiado conocido. Lo último que supe de él fue que estaba vendiendo corbatas en los almacenes Weber y Heilbroner.

Ahora tratemos del estudio de Burbank. Creo que es así como vosotros, hermanos, llamáis a vuestro feudo. El viejo Burbank se nos fue. Quizá lo recordéis. Era un gran hombre en medio de un jardín. Su esposa decía con frecuencia que Luther tenía diez pulgadas verdes. ¡Qué mujer tan lista debió de ser! Burbank fue el mago que entrecruzó todos aquellos frutos y vegetales, hasta que confundió de tal manera a las pobres plantas y a su condición herbácea que nunca pudieron decidir si entraban en el comedor en la bandeja de la carne o en la fuente de los postres.

Es una simple conjetura, por supuesto, pero ¿quién sabe? Quizá los descendientes de Burbank no estén demasiado contentos con el hecho de que una empresa que rueda películas se haya instalado en su ciudad, apropiándose del nombre de Burbank y utilizándolo en los títulos de crédito de sus films. Es posible incluso que la familia Burbank esté más orgullosa de la patata producida por el viejo que del hecho de que de vuestros estudios haya surgido Casablanca o incluso Vampiresas 1931.

Todo esto da la impresión de ser fruto de la amargura y de querer fastidiar, pero os aseguro que no es ésta mi intención. Aprecio a la Warner. Algunos de mis mejores amigos pertenecen a la Warner Brothers. Es posible incluso que esté cometiendo una injusticia con vosotros y que, personalmente, no sepáis nada de esta actitud rastrera y vil. No me sorprendería en absoluto que los jefes de vuestro departamento jurídico ignorasen también esta disputa absurda, ya que conozco a muchos de ellos y son individuos muy distinguidos, con el cabello negro y rizado, con trajes de americana cruzada y con un amor por sus semejantes que supera con mucho al de Saroyan.

Tengo la impresión de que este intento de impedirnos la utilización del título es una chiquillada de algún chupatintas imbécil que está prestando sus primeros servicios en vuestro departamento jurídico. Conozco bien a esta clase de individuos, recién salidos de la escuela, ávidos de triunfos y demasiado ambiciosos para seguir las leyes naturales de la promoción. Probablemente, este individuo siniestro engañó a vuestros abogados, la mayor parte de los cuales son individuos distinguidos, con el cabello negro y rizado, con trajes de americana cruzada, etc, para que intentaran fastidiarnos. Bueno, ¡no se saldrá con la suya! ¡Nos pelearemos con él hasta llegar al tribunal supremo! Ningún chupatintas ni ningún aventurero en leyes va a interponer una querella criminal entre los Warner y los Marx. Todos somos hermanos bajo el cielo y seguiremos siendo amigos hasta que el último rollo de Una noche en Casablanca se haya enroscado definitivamente en la bobina.

Sinceramente,

Groucho Marx

Por cierta razón curiosa, esta carta pareció intrigar a los hermanos Warner. Me escribieron —con gran seriedad— y me preguntaron si les podía dar alguna idea de cuál era nuestro argumento. Tenían la impresión de que podíamos llegar a un acuerdo en este asunto. Les respondí con la siguiente carta:

Queridos Warner:

No puedo deciros demasiado acerca del argumento. Mi papel es el de un ministro del Señor que adoctrina a los nativos y que, de paso, vende abrelatas y chaquetas de marinero a los salvajes a lo largo de la costa dorada de África.

Cuando me encuentro con Chico, él está trabajando en un bar vendiendo esponjas a los borrachos que no pueden absorber en su cuerpo todo el alcohol. Harpo es un reyezuelo árabe que vive en una pequeña urna griega en las afueras de la ciudad.

Al comienzo de la película, Porridge, una chica nativa de boca melosa, está afilando algunas flechas para la caza. Paul Hangover, nuestro héroe, se dedica constantemente a encender dos cigarrillos al mismo tiempo. Por lo visto, no se ha enterado aún de la escasez de cigarrillos que hay actualmente.

En la película hay muchas escenas de esplendor y de antagonismos brutales, y Color, un botones abisinio, regenta Riot. Riot, en el caso de que nunca hayáis estado allí, es un pequeño club nocturno que se encuentra en un extremo de la ciudad.

Hay un montón de cosas que podría contaros, pero no quiero haceros perder el tiempo. Todo ha sido revisado por la oficina de censura, por la asociación de las buenas amas de casa y por los supervivientes del mercado de heno de Riot. Por lo demás, si el tiempo es propicio, esta película puede constituir el cañón que abra un nuevo desastre de proporciones mundiales.

Cordialmente,

Groucho Marx

En vez de apaciguarlos, esta nota pareció intrigarlos todavía más, ya que volvieron a escribirme diciendo que aún no habían comprendido el eje del argumento y que me agradecerían que les explicase la trama con más detalle. Naturalmente, les obsequié con una sinopsis mucho más clara de toda la película.

Queridos hermanos:

Desde que os escribí la última vez, lamento deciros que ha habido algunos cambios en la trama de nuestra nueva película, Una noche en Casablanca. En la nueva versión hago el papel de Bordello, la amante de Humphrey Bogart. Harpo y Chico son vendedores ambulantes de alfombras que están cansados de llevar alfombras y que quieren entrar en un monasterio para irse de parranda. Pero esto significa para ellos una buena jugarreta, ya que en aquel monasterio nadie se ha ido de parranda en quince años.

Al otro lado del monasterio, casi junto a la playa, hay un hotel de cara al mar, repleto de damiselas muy atractivas, la mayor parte de las cuales nos las ha prohibido la oficina de censura al solicitarlas. En el quinto rollo, Gladstone pronuncia un discurso que entusiasma a la Cámara de los Comunes y el rey pide en seguida su dimisión. Harpo se casa con un detective del hotel, Chico se hace con una granja de avestruces. La chica de Humphrey Bogart, Bordello, pasa sus últimos años en casa de la Bacall.

La trama, como podéis ver, resulta muy chapucera. Lo único que puede salvarnos de la extinción es que continúe la escasez de películas.

Afectuosamente,

Groucho Marx

Por fin lo conseguí. Por extraño que parezca, nunca más volví a tener noticias de los hermanos Warner. Más tarde supe que dos de ellos habían ido a la Costa Azul para hablar con mi abogado en una mesa del tren.

* * *

Tras la muerte de Thalberg, mi interés por el cine se desvaneció. Seguí apareciendo en la pantalla, pero mi corazón estaba ya en tierras lejanas. La diversión ya no existía en el hecho de hacer películas. Yo era como un boxeador viejo que todavía sube al ring, pero que ya lo hace únicamente por razón del dinero.

Mi canto del cisne fue Una noche en Casablanca. Se trataba de probar suerte de un modo independiente y teníamos que sacar un porcentaje de los beneficios. Ya no recuerdo el nombre del productor. Sin embargo, dado que era un hombre muy amable, lo llamaremos Delaney. Por desgracia, el hecho de ser un hombre muy amable no constituye la única cualidad que se requiere para realizar una buena película. Es posible que no fuera más que una coincidencia. No obstante, poco después de estrenarse la película, se retiró y emprendió una línea de trabajo menos conspicua.

Ya sé que dará la impresión de ser una exageración, pero durante el rodaje Harpo afirmó que era posible oír cómo crujían mis huesos, incluso por encima del sonido que producía el diálogo. Un día, tras una sesión particularmente dura, decidimos que íbamos ya cuesta abajo y que había llegado la hora de vivir tranquilamente mientras estábamos aún parcialmente vivos.

En la película había muchas escenas que eran más apropiadas para acróbatas (me refiero a acróbatas jóvenes) que para tres cómicos decrépitos. Con todo, nos sometimos alegremente a todas las violencias. Teníamos que hacerlo. Para empezar, apreciábamos al productor. En segundo y más importante lugar, éramos propietarios de una parte de la película. Si fracasábamos, no obtendríamos el dinero suficiente ni para pagar a un curandero que reparase nuestras estructuras.

La clase de película más difícil de realizar es la comedia. Si no lo crees, mira a tu alrededor y comprueba cuántas se realizan. Son tan escasas como los dientes de las gallinas. (¿Por qué insiste aún la gente en utilizar este símil estúpido, cuando incluso el gallo sabe que las gallinas no tienen dientes… y muy poco de todo lo demás?).

* * *

Permíteme que te describa ahora un día típico en la vida de un cómico cinematográfico. Te ordenan que estés en el estudio a las ocho de la mañana, resplandeciente y alegre. Ésta es una orden de enormes proporciones. De hecho, lo sería igualmente si te mandaran estar allí a las tres de la tarde. Deslizándote de la cama a las seis de la mañana, coges una toalla húmeda y te azotas para recobrar la conciencia. Luego, después de desayunar a base de cereales fríos y de yoghourt, te pones a conducir de mala gana hasta el estudio con los ojos entreabiertos. Al pararte en cada semáforo, echas una mirada rápida al guión que tienes en el asiento de al lado. Esta distracción te permite de vez en cuando golpear el coche que se ha parado delante. Pero esto no tiene importancia. Lo que has de hacer es meterte bien en la cabeza aquel diálogo inmortal, un diálogo que con toda seguridad se te borrará de la memoria tan pronto como el director grite:

—¡Acción!

El escenario en donde has de demostrar que eres jocoso y divertido es un almacén pobremente iluminado y diseñado conforme a las líneas de un viejo mausoleo. En el suelo hay centenares de cables y de alambres, todos deliberadamente colocados en posiciones estratégicas para que tropieces con ellos cuando arrastres tu pesado cuerpo hacia el camerino que la mujer de la limpieza ha olvidado limpiar.

En el estudio no hay facilidades para ir al lavabo: no las hay en ningún estudio de ninguna parte del mundo. Esta omisión vital siempre ha constituido para mí una fuente de intriga. ¿Se planeó así únicamente por razones de economía o hemos de concluir que los arquitectos nunca consideraron a los actores como seres humanos y que, por consiguiente, no vieron ninguna razón para esta necesidad? Durante mis veinte años en el cine he recorrido centenares de kilómetros en toda suerte de temperaturas, a lo largo de calles de trampa y cartón, a través de torres de Babilonia, por muelles de Marsella, por desiertos de arena que se dirigían a La Meca, por estaciones de metro —todo ello construido en estudios cinematográficos—, buscando con frenesí, no el amor, sino únicamente un pequeño retrete, cómodo y antiguo, cálido y acogedor.

Aproximadamente a las nueve menos cuarto, los operarios dejan de jugar a las cartas y los actores son llamados al estudio. Después de tres ensayos y de diecisiete tomas, el director concede de mala gana que quizá ya tiene «en el bote» lo que quería conseguir. Este punto no se relaciona con la falta de lavabos que acabo de tratar.

El rodaje prosigue desde las nueve hasta las seis, con una pausa para un almuerzo apresurado. Tras esto, todo el mundo vuelve al estudio de modo airado y quisquilloso, exceptuando a los operarios que consideran toda la producción como una intromisión personal en sus partidas de naipes.

Si tienes la suerte de no aparecer en la primera escena que se rueda, te vas a tu camerino, que aún no ha sido limpiado, y te dedicas a estudiar los diálogos de la tarde. Una vez los has aprendido de memoria, decides tenderte en la cama para dormir un poco. Cuando empiezas a adormilarte y a soñar que estás bajo un cocotero en la isla de Bali-Ha'i, con Shirley MacLaine bailando únicamente para ti la danza de los siete velos, penetra en tu cubil el jefe del departamento de publicidad acompañado por dos periodistas sindicados. Todo lo que quieren de ti son cuarenta minutos de locuaz monólogo. Si lo consiguen, tienen suficiente para su nota en el diario del día siguiente, lo cual les permite quedarse libres para pasar la tarde en el hipódromo de Santa Anita.

Uno de los ayudantes del director te informa entonces de que te están esperando en el estudio. El director te ordena que te refresques la cara. El maquillador empieza entonces a abofetearte con una esponja húmeda. Esto resulta particularmente agradable en aquellos numerosos días en que tu temperatura es elevada.

Va pasando la tarde y, cerca de las seis, ya nadie se preocupa de lo que se filma ni de cómo se filma. Todo lo que desean los presentes es desaparecer de allí, irse a casa, cenar y ponerse a dormir hasta el día siguiente de rodaje.

A las seis en punto todo el mundo se precipita hacia la salida: todo el mundo, a excepción de las estrellas, del productor y del director. Este fatigado grupo trepa entonces dos tramos de escalera de hierro hasta la sala de proyección, a fin de visionar las escenas que el director ha echado a perder el día antes. (Es una ley tácitamente admitida en la industria del cine el hecho de que la sala de proyección esté siempre situada a dos tramos de una escalera de hierro). La primera escena que vemos no es muy mala. De hecho, es bastante buena. Únicamente tiene un defecto. Falta la cabeza de Chico. Parece que el operador que ha filmado a Chico tenía resaca y no podía enfocar bien su enorme cámara Brownie en el lugar que deseaba, es decir, en la cabeza de Chico.

Cuando ya se han visionado todas las escenas, las luces se encienden y todo el mundo se mira mutuamente con aire acusador, exceptuando al productor que se ha marchado en silencio hace mucho rato para ultimar sus planes encaminados a emprender otro negocio.

* * *

Y ahora volvamos a la realidad y a Una noche en Casablanca. Era la última semana de rodaje. Para completar la película conforme a lo previsto (de lo contrario, se nos dijo que rebasaríamos el presupuesto inicial), se decidió que se rodaría cada noche hasta las diez. Esto puso muy contentos a los operarios, ya que esto significaba que entonces trabajarían en tiempo dorado. En el caso de que nunca hayas sido operario de unos estudios cinematográficos, te diré que «tiempo dorado» significa que los empleados cobran entonces cuatro veces más de lo que se merecen, en lugar del doble.

Teníamos que acabar la película en un sábado. Nos enseñaron ciertos signos financieros misteriosos que nadie de nosotros comprendió y se nos dijo que, si podíamos matar la película aquella noche (lo cual, dicho sea de paso, habíamos estado haciendo con gran éxito desde el comienzo), podríamos ahorrar una auténtica fortuna.

Quizá será mejor que explique la última escena. En el estudio había instalado un enorme aeroplano y, extendiéndose en sentido horizontal desde una de las portezuelas, aparecía una escalera de mano. Estaba extendida de modo muy rígido a unos seis metros del suelo. Los tres muchachos, es decir, nosotros, estábamos colgados de esta escalera, intentando subir al avión. En el interior del aparato se encontraban tres rudos «matones» que trataban de impedir que nos embarcáramos. Harpo y Chico habían alcanzado ya la portezuela, pero este servidor de ustedes no había avanzado tanto y seguía aún colgado de cabeza abajo, sostenido en la escalera con sus rodillas.

A la una de la madrugada, la escena no se había concluido todavía. Mientras me balanceaba de un lado para otro detrás de un enorme ventilador, destinado a crear la ilusión de vuelo —y para conseguir que fuera más fácil que cayera de cabeza—, tomé la decisión de que, para bien o para mal, tenía que cambiar el curso de mi vida. Mientras colgaba de aquella escalera como un pavo desplumado, me dije a mí mismo:

—Groucho, viejo amigo (y, créeme, eres un viejo), ¿no te parece que ésta es más bien una forma ridícula de malgastar los pocos años que te quedan?

Acabamos de rodar a las dos, estrechamos la mano a todo el mundo y, sin que Chico ni Harpo se sorprendieran, anuncié que me retiraba del cine.