Capítulo XIII

FUERA DE NUESTRA MENTALIDAD MEZQUINA Y DE CARA A LOS BUENOS TIEMPOS

Resulta extraño cómo la vida puede meterte en una situación que nunca habías soñado poder manejar.

Durante mucho tiempo, tuvimos siempre un elemento foráneo en el número. Nuestras tentativas cómicas eran bastante débiles y, me imagino, bastante primitivas, de manera que siempre incluíamos a un cantante, a un bailarín o a un cómico que pensábamos podía dar al número el impulso complementario que necesitaba incluso para actuar en locales de poca categoría.

Estuvimos actuando a lo largo del Medio Oeste, en lo que se llamaba «La cadena occidental de variedades». Por lo menos, así es como la llamaban los empresarios teatrales. Dado que este libro, tal como espero, será vendido también de vez en cuando a través del correo de los Estados Unidos, no te diré cómo la llamábamos los actores.

Actuamos en un montón de ciudades universitarias, sedes de las de Michigan, Purdue, Indiana, estado de Ohio, Illinois, Northwestern, Nôtre Dame y muchas otras. Si has ido a la universidad, recordarás estas ciudades. Si no has ido, no tiene demasiada importancia.

Aquellas universidades resultaban difíciles. De hecho, no me refiero a las universidades. Me refiero a los estudiantes. Hacíamos un número con ocho jóvenes y guapas muchachas que nos respaldaban. La mayor parte de aquellas universidades tenían dos o tres mil estudiantes. Nunca había suficientes chicas en la ciudad para salir, de manera que ya puedes imaginarte con qué avidez aquellos futuros ejecutivos miraban a nuestro grupo de pollitas.

Si a los muchachos no les gustaba nuestro número, nada los detenía a arrojarnos encima los objetos más variados. De vez en cuando, hasta te arrojaban a la cara un trozo de butaca. Constituía toda una aventura trasladar a las muchachas del teatro al hotel y luego hacer el proceso inverso. Normalmente eran escoltadas por todos los hombres del grupo, armados con los acostumbrados rompecabezas.

Una noche en Ann Arbor, ciudadela sagrada de la universidad de Michigan, cerca de cuatrocientos estudiantes aguardaban a la puerta del teatro, decididos a raptar a las chicas que formaban parte de nuestro número. Vociferaban, chillaban y ojeaban la presa, ignorando todas nuestras súplicas para que se retirasen. El empresario del teatro salió muy nervioso y les rogó que se marcharan a sus casas, pero no estaban de humor para dejarse convencer con discursos. Estaban dispuestos a apoderarse de aquellas ocho jóvenes… o a hacer lo que fuera.

Por lo visto, aquello no constituía ninguna nueva experiencia para el empresario. No, no llamó a la policía. No había suficientes guardias en Ann Arbor para hacer frente a cuatrocientos muchachos desatados y enloquecidos por el sexo. Nos dio una escolta mucho más eficaz. Llamó a los bomberos. Éstos sacaron rápidamente las mangueras de los coches, las enchufaron en los surtidores de agua más cercanos y empezaron a remojar a los estudiantes con incesantes chorros de agua a alta presión. La multitud fue retrocediendo poco a poco, nos montamos todos en los coches de bomberos y fuimos transportados sanos y salvos hasta nuestros alojamientos.

* * *

En aquella época teníamos a un muchacho en el número que se llamaba Manny Linden. Sabía cantar una canción al modo de Jolson. (En aquellos tiempos, prácticamente todos los jóvenes cantores sabían cantar al estilo de Jolson. Era algo inevitable, tan usual como ondear la bandera americana o hacer que los niños se inclinaran para saludar). El público lo apreciaba. Cada uno de nosotros cobraba treinta y cinco dólares a la semana y lo mismo cobraba Manny. Sin embargo, a medida que su éxito crecía, decidió que su salario tenía que crecer igual que su éxito.

Aquella semana estábamos actuando en Champaign, en Illinois, para uno de los públicos estudiantiles más arduos y difíciles. Aproximadamente una hora antes de empezar la representación de la tarde, vino Manny a nuestro camerino y anunció que no era feliz. Añadió, sin embargo, que existía un modo muy sencillo de atenuar su tristeza. Por ejemplo, si Chico, Harpo y yo cobrásemos treinta dólares a la semana en lugar de treinta y cinco, los quince restantes podían ser añadidos a su salario. Dado que nosotros éramos los dueños del número, no nos pareció totalmente justo que Manny cobrara quince dólares a la semana más que nosotros. Mientras estábamos sentados en el camerino mirándonos mutuamente con aire sombrío, el muchacho insinuó (de hecho, no insinuó, sino que nos lo dijo claramente) que él constituía prácticamente todo el número y que éramos en realidad muy afortunados por tenerlo a nuestro servicio. Con una admirable declaración de modestia, añadió:

—Ya sabéis que logro más aplausos con mis tres canciones que Harpo con su arpa especial o Chico con el piano.

Ni siquiera se molestó en mencionarme a mí o mi contribución en el número. Supongo que pensaría que lo que aportaba yo al número no valía la pena de discutirlo. En todo caso, aquel era su ultimátum. O recibía cincuenta dólares a la semana o no aparecía en escena.

A pesar de que estábamos asustados ante la idea de su marcha y del vacío que dejaría en nuestro número, aquello era ya demasiado gordo para que pudiéramos tragárnoslo. Palideció un poco cuando le dijimos, con un chaparrón liberal de cultas y finas invectivas, que ya podía irse al infierno. Añadimos que ni lo necesitábamos a él ni a su talento deficiente y que ya conseguiríamos arreglárnoslas sin él.

Dado que yo era el único que sabía cantar un poco, fui elegido para interpretar las tres canciones que Manny había estado cantando. Se titulaban: «Get Out and Get Under», «Won't You Be My Little Bumblebee?» y «Some-body's Coming to My House». Con esta última, Manny siempre conseguía entusiasmar al respetable.

Tras su marcha, temblorosos con el sentimiento de la condenación que nos amenazaba, nos dirigimos hacia el desmantelado escenario del teatro vacío y ensayamos el número siguiente: Yo cantaría una estrofa y el estribillo de la canción, imitando a Jolson tan bien como me fuera posible. Chico me acompañaría al piano y Harpo estaría agazapado detrás de él. Al iniciarse otra vez el estribillo, yo empezaría a bailar. A mitad del estribillo, Chico se levantaría de un salto, me agarraría y daríamos juntos unas vueltas por el escenario, al tiempo que Harpo se encaramaría al taburete del piano y seguiría tocando. Casi al término de la canción, yo daría a Chico un buen empujón. Esto derribaría a Harpo del taburete del piano. Entonces Chico volvería a tocar y yo acabaría la canción, con Harpo tendido en el suelo simulando estar inconsciente.

Naturalmente, estábamos nerviosos, porque aquellos muchachos universitarios podían ser terriblemente duros si no les gustaba lo que presenciaban. Sin embargo, funcionó. Se lo tragaron. Vociferaron, chillaron y patearon, viéndonos obligados a repetir el número.

Sé que esto puede dar la impresión de no ser terriblemente importante, pero para nosotros fue algo de una importancia decisiva. De hecho, constituyó nuestro punto de partida, nuestra mayoría de edad, nuestro primer paso tímido más allá de esa línea misteriosa que separa a los actores de poca categoría del gran éxito. Por primera vez en nuestra carrera nos dimos cuenta de que podíamos triunfar en un espectáculo sin ninguna ayuda foránea. Ya no necesitábamos cantantes extraños, ni bailarines, ni cómicos desnutridos. Ahora constituíamos una unidad. Éramos Los Hermanos Marx. En aquella época no imaginamos nunca que este nombre pudiera llegar a significar algo, pero percibimos que por fin poseíamos la confianza y la seguridad que todo actor necesita. Nos habíamos liberado finalmente de la necesidad de contar con algún elemento foráneo y, desde entonces, fuimos capaces de funcionar magníficamente a base de nuestros propios medios.

* * *

Mientras estábamos trabajando en la cadena Keith, actuamos una semana en el teatro de la Quinta Avenida, situado en la calle 29 de Broadway. Nunca he entendido por qué se llamaba el teatro de la Quinta Avenida, si estaba en Broadway, pero en el teatro las cosas inverosímiles como ésta pueden explicarse siempre encogiéndose uno de hombros y diciendo: «Bueno, así es el mundo del espectáculo». El empresario del teatro era un irlandés impulsivo que se llamaba Quinn y que era un individuo duro de pelar.

Hasta aquella época, yo había llevado siempre en escena un peludo bigote que era un trozo de tela pegado con goma. Resultaba fácil de colocar, pero sacarlo era algo mortal. Es posible que sólo fuera debido a mi imaginación, pero me hacía el efecto que con el tiempo mi labio superior se volvía poco a poco más delgado de tanto aplicar y quitar el falso bigote. Empecé a temer que, si aquel sistema de pegamiento proseguía durante mucho más tiempo, acabaría por convertirme en el único actor de variedades sin otra cosa debajo de su nariz que una barbilla. Llevaba ya cierto tiempo buscando una solución para este problema y finalmente el destino vino a socorrerme. Actuábamos cinco veces al día en aquel teatro y normalmente íbamos a comer hacia las seis. Tras haberme arrancado penosamente el bigote por tercera vez aquel día, nos encaminamos hacia un restaurante para tomar la comida de sesenta y cinco centavos. (Setenta y cinco con vino y ochenta con pollo. De hecho, la comida de sesenta y cinco consistía enteramente en unos cuantos despojos).

Por lo visto, nos entretuvimos demasiado comiendo, ya que al llegar de nuevo al teatro pudimos oír que estaban tocando la música que introducía nuestro número. No teniendo ni tiempo ni deseo de pegarme otra vez aquella bagatela peluda, agarré rápidamente una barrita de pintura negra, la extendí por mi labio superior y fui corriendo a escena para divertir al público. Con gran sorpresa por mi parte, el respetable no se dio cuenta de la diferencia o, si la notó, pareció tenerle sin cuidado. Los espectadores se rieron con los mismos chistes que les hacían reír cuando llevaba el bigote peludo. Cuando acabó la representación, exclamé con alegría para mis adentros: «¡Eureka!». (Ésta es la primera ocasión que he tenido que emplear la palabra «Eureka» y creo que aquí encaja bastante bien). En todo caso, lo que dije fue: «¡Adiós goma de pegar y adiós forros peludos!».

Tan pronto como llegué a mi camerino, Quinn, el empresario, entró apresuradamente echando chispas.

—Oye, muchacho —dijo—. La semana pasada actuaste en el Palace, ¿no es verdad?

Siempre actor, respondí:

—Sí, y he de confesar que tuvimos un gran éxito. De hecho, nos preguntaron cuándo podríamos volver. Y bien, ¿qué se le ofrece?

—¿Qué se me ofrece? —repitió—. ¡Ya te diré yo lo que se me ofrece! Te estoy pagando a ti y a tus compinches el mismo salario que cobrabais en el Palace, ¿no es verdad? Bueno, pues, quiero que lleves el mismo bigote que llevabas en el Palace. ¿De acuerdo?

Yo dije:

—Oiga usted, huno invernal, ¿qué diferencia hay en la clase de bigote que lleve? El público se ha reído esta noche de un modo exactamente tan ruidoso como lo hicieron la semana pasada los espectadores del Palace. Eso es todo lo que usted puede exigir. Ahora, pues, ¡lárguese!

Estuve especialmente valiente aquella noche, algo fuera de lo normal. ¿Por qué razón? Mis tres hermanos permanecían de pie junto a mí, balanceando como por azar sus rompecabezas, como un anuncio de que alguien iba a ser mutilado.

Mi lógica (y los rompecabezas) lo había aplacado sin duda, pero al salir de la habitación todavía dijo:

—¿Os creéis, muchachos, que habéis dicho la última palabra? Bueno, pues, ya podéis empezar a desengañaros. Lo primero que voy a hacer mañana será comunicar esto a E. F. Albee.

Nunca más volvió a presentarse entre bastidores y yo terminé con éxito tanto la semana como la temporada con el bigote pintado.

* * *

Alrededor de diez años estuvimos trabajando en los mejores locales. Éramos lo que se conocía como «los habituales del Palace». Las variedades eran realmente algo importante en aquellos tiempos. Para que te hagas una idea de cuántos teatros de variedades de primera clase existían, te diré que podías actuar durante un año en torno al gran Nueva York sin que tuvieras que hacer la maleta. (Suponiendo que tuvieras una).

Las variedades, igual que todas las demás cosas (bueno, igual que casi todas las demás cosas), acabaron por desaparecer. Vino el cine y las variedades recibieron su primer golpe mortal. Luego vino la radio y, por supuesto, el tiro de gracia fue la televisión. Resulta extraño ver cómo nada cambia en realidad. Actualmente veo los mismos números en los espectáculos de televisión que solían aparecer en los espectáculos de variedades. La única diferencia consiste en que, mientras nosotros solíamos actuar ante un público de mil quinientas personas por representación, ahora en la televisión se actúa para veinte o treinta millones de personas. Un buen matemático o incluso uno mediocre te dirán que, si en las variedades estabas actuando durante quince años, actuabas para tantas personas como ahora lo haces en una noche en televisión. Resulta asombroso, ¿no es cierto? Sí, y por esto la televisión constituye un buen negocio. Pero ya hablaremos más adelante de este punto.

Habíamos alcanzado un gran éxito en las variedades y los salarios que obteníamos eran francamente sustanciosos, pero estábamos descontentos. ¡Deseábamos nuevos mundos que conquistar! Esto era lo que buscábamos. Ciertamente, éramos estrellas de variedades y además estrellas de primera magnitud. Sin embargo, éramos ambiciosos y queríamos ascender todavía más. Deseábamos volar alrededor de aquella atmósfera enrarecida que se llama Broadway. Durante toda tu vida podías estar triunfando en los grandes locales de variedades, pero seguías siendo un actor de variedades. Había un prestigio específico en el hecho de ser una estrella de Broadway que las variedades nunca te podían proporcionar.

Sé que esto sonará como algo increíble, pero en aquellos tiempos Harpo y yo éramos prudentes y siempre infravalorábamos nuestro talento. Con frecuencia, Chico entraba en el camerino y preguntaba:

—¿Por qué no montamos un espectáculo en Broadway? Finalmente, le dijimos un día:

—Mira, Chico, no somos lo suficientemente buenos para ello. En Broadway no conseguiríamos ningún éxito. Somos actores de variedades. El público de Broadway exige clase y esto es algo que nosotros no poseemos.

—¿Clase? ¿Qué tienen los de Broadway que no tengamos nosotros? —preguntó Chico que, por suerte para todos nosotros, nunca sufrió de falta de confianza en sí mismo.

—Bueno —indiqué yo—, ahí tienes a Ed Wynn, Willie Howard, Eddie Cantor, Al Jolson, Clark y McCulIough, Frank Tinney, Montgomery y Stone…, así como otras tantas figuras bastante famosas.

—¡Qué absurdo! —me interrumpió Chico—. No son mejores que nosotros. Todos estos individuos trabajaron antes en las variedades. Si ellos han podido dar el salto, ¿por qué no podemos darlo nosotros?

—Pero sabes perfectamente bien —argüí yo— que el público de Broadway es mucho más difícil que el público de las variedades.

—Oíd, muchachos —replicó Chico—. Se trata del mismo público al que nosotros hemos estado entusiasmando durante años en los mejores locales de variedades. La única diferencia consiste en el hecho de que, cuando va a un espectáculo de Broadway, se pone sus mejores ropas y llega tarde.

Quizá Chico tuviera razón. Quizá fuéramos lo bastante buenos como para intentar volar a Broadway. Pero le preguntamos:

—¿Cómo vamos a conseguirlo ahora?

Por mi parte le hice notar:

—No es lo mismo que montar un número de variedades por tres mil pavos. Así que empiezas a montar un espectáculo en Broadway, inmediatamente te encuentras compitiendo con los Follies de Ziegfeld, los Scandáls de George White y todas las demás revistas lujosas.

Los productores de aquellos espectáculos no reparaban en gastos. Incluso en aquellos tiempos, cuando el dólar era realmente un dólar en lugar del certificado casi cómico a que ha quedado reducido, Ziegfeld, White, Dillingham y el resto de productores no tenían ningún reparo en arriesgar doscientos mil dólares o más en un musical. Es verdad que en la mayor parte de los casos invertían muy poco de su propio dinero en aquellos espectáculos. Tenían capitalistas… y también coristas muy guapas. No estoy suponiendo que aquellas esplendorosas damas tuvieran algo que ver con la obtención del dinero, pero muchos hombres ricos y casados invertían cinco o diez mil dólares únicamente para poder decir que habían estado cerca de aquellas muchachas. En todo caso, así es como me lo explicaron.

* * *

Obtener capital para un musical largo y lujoso constituye un negocio en sí mismo. Oklahoma, con partitura de Rodgers y de Hammerstein, casi no pudo estrenarse por falta de fondos. La gente normal que va al teatro no tiene idea del sudor y de la humillación que incluso la mayor parte de productores con éxito experimentan antes de recoger finalmente el dinero suficiente para poner en marcha un espectáculo. No recuerdo de qué espectáculo se trataba, pero el productor de uno de los más grandes musicales que han triunfado en Broadway dio setenta y cinco audiciones (una audición significa cantar la partitura completa y representar el libreto por entero), e incluso entonces necesitó varias semanas de elocuencia persuasiva antes de que los precavidos capitalistas consintieran en poner su dinero.

Aunque ocasionalmente un capitalista consiga una chica, ni siquiera este motivo induce a la mayor parte de ellos a participar en el negocio. La mayoría de ellos son negociantes duros de pelar, tan enloquecidos por el dinero como cualquier hijo de vecino. (Resulta que el hijo de vecino soy yo). Estos hombres están fascinados por el teatro y experimentan una especie de celo por convertirse en una parte de él. Además de esto, las chicas son muy guapas.

Existe cierta justificación para la aversión que sienten los capitalistas normales con respecto a invertir su dinero en un gran musical. Puedes triunfar en Detroit y obtener un gran éxito en Boston, pero en Nueva York puede ocurrir algo completamente distinto. En Nueva York sólo hay seis críticos que cuenten, haciendo un cálculo grosero (¡y, muchacho, ellos también pueden ser groseros!). Si cuatro de estos seis críticos indicados vuelven el pulgar hacia abajo, ya puedes clausurar el espectáculo a la primera semana, vender los decorados a un trapero ambulante y dar un beso de despedida a las chicas. Los trescientos mil dólares invertidos no valen ahora ni un centavo por dólar, excepto como deducción de impuestos.

Incluso con las más grandes estrellas resulta un juego enormemente arriesgado. Para cuatro muchachos que todavía trabajaban en las variedades, no parecía existir ningún medio para empezar. Nos había picado la abeja de Broadway. Todo lo que necesitábamos era un productor con dinero, alguien que escribiera el libreto y un equipo de compositores de canciones.

Un día, mientras Chico se encontraba en su medio ambiente natural, es decir, jugando a las cartas, trabó relación con un hombre que se llamaba Herman Broody. Contó a Chico que provenía de New Jersey y que era el mayor fabricante de pretzels de Hackensack. Añadió que siempre había tenido deseos de introducirse en el arriesgado negocio del espectáculo y que, si se le presentaba una buena ocasión, no tendría reparo en invertir veinte o veinticinco mil dólares. Dijo que era feliz en su matrimonio, con una esposa y un grupo de chiquillos en Hackensack. Luego, ruborizándose lo suficiente como para hacerse repulsivo, explicó a Chico en tono confidencial que también tenía una amiga que hasta entonces había conseguido con éxito mantener a distancia al señor Broody. La chica le había declarado llanamente que ella estaba destinada al teatro y que, si el hombre quería lograr lo que buscaba, cualquier cosa que fuese, sería mejor que tocara unas teclas y le consiguiera trabajo en un musical de Broadway.

No sé de dónde sacaría la chica la idea de que un sombrío fabricante de galletas saladas podría persuadir a un productor de Broadway para que aceptara a una muchacha sin experiencia teatral y la pusiera en un escenario. Chico dijo:

—¿Sabe usted, señor Broody, que un musical de Broadway no puede producirse por menos de cien mil dólares?

Broody respondió:

—Mi límite está en veinticinco mil… y, antes de invertir un ochavo, quiero una garantía de que mi chica, Ginny, actuará en el espectáculo.

—Usted ponga los veinticinco mil —dijo Chico— y nosotros pondremos a Ginny en el espectáculo. De hecho —añadió en un arrebato de generosidad—, también encontraremos papeles para su esposa y sus hijos.

Broody palideció un poco al oír mencionar a su familia. Chico preguntó entonces como si acabara de ocurrírsele:

—A propósito, ¿tiene Ginny algún talento?

—¡Talento! —exclamó Broody—. Voy a explicarle lo grande que es. El año pasado organizaron un concurso de valses en Appleton. Ya sabe usted dónde está, cerca de Jersey City. Pues Ginny se llevó el segundo premio.

Tranquilizado, Chico dijo:

—No hay duda, señor Broody, de que Ginny va camino del estrellato. Ahora, pues, ¿dónde están los veinticinco mil dólares?

El señor Broody pareció ignorar la pregunta y prosiguió hablando con entusiasmo:

—¡Oh, muchacho! Cuando explique esto a Ginny, se dará cuenta de que la cosa va en serio.

El recuerdo de Ginny hizo que Broody se aturdiera todavía más de lo que había estado hasta aquel momento.

—¿Sabe usted? —dijo en tono confidencial—. Sólo llevo un día lejos de ella y ya encuentro a faltar a mi pequeña muchacha. El lunes depositaré el cheque en el banco de los Estados Unidos y, al cabo de tres días, usted podrá empezar ya a disponer del dinero.

* * *

Tal como he dicho anteriormente, un gran musical puede costar de dos a trescientos mil dólares. Sin embargo, si conoces a los sastres y a los proveedores adecuados, por veinticinco de los grandes puedes comprar una cantidad enorme de material. Nos divertimos mucho leyendo los nombres que figuraban en la parte posterior de los decorados que finalmente compramos para aquel espectáculo. Era una especie de «¿Quién es quién?» escénico y teatral. Apenas había un espectáculo que se hubiera hecho en Broadway en los veinte años precedentes que no estuviera representado en aquel surtido de residuos. Había trozos de decorado de La chica del dorado Oeste, El hombre emplumado, Camino del Este, Vuelta a la derecha y de muchos otros. Si la memoria no me juega una mala pasada, estoy seguro de que incluso tuvimos un trozo del decorado que representaba el río de La cabaña del tío Tom, cuando Liza atravesaba el hielo.

Los decorados no eran demasiado apropiados y probablemente la partitura era la más insignificante de las que habían destrozado los tímpanos del público de Broadway. Las chicas, igual que todas las coristas, tenían muy buen aspecto. El resto de la compañía era estrictamente de actores aficionados. Lo que sí teníamos, no obstante, era algo que el dinero no podía comprar. Teníamos quince años de material cómico infalible, escenas probadas y confirmadas que públicos de variedades habían certificado de costa a costa.

Decidimos que el espectáculo se llamara Te diré que es ella. (Se trataba de una expresión que en aquellos tiempos se consideraba como algo bastante fuerte. Actualmente, la misma expresión sería considerada como algo «realmente inocuo», lo cual te dará una idea del progreso que ha llevado a cabo la civilización en los últimos treinta años).

A diferencia de la mayor parte de las grandes revistas, no podíamos permitirnos esas estrellas altas, vestidas con ropas de un millón de dólares, diamantes y pieles. No teníamos esta clase de dinero. Se trataba de una revista muy pobre y teníamos que ajustarnos al presupuesto fijado. ¡Las cosas que tuvimos que suprimir, muchacho! No sé cómo se llaman actualmente, pero en los años veinte las bailarinas de escasa estatura se llamaban ponies. Esto es lo que tuvimos. Eran más baratas. No tenían tanta apariencia ni sabían cantar, pero podían bailar.

Durante la segunda semana de ensayo Ginny, la reina del pretzel, hizo su aparición, acompañada de su amante en potencia. El hombre parecía mucho más feliz que la última vez que lo habíamos visto. Por la forma garbosa de andar, era evidente que estaba realizando algunos progresos. Rápidamente nos lo sacamos de encima y lo instalamos en el teatro vacío.

Ginny no era una cualquiera de mal aspecto y, como se dice, tenía una bella «estructura». Antes de su llegada, habíamos hablado confidencialmente con el director de baile y le explicamos que Ginny tenía que intervenir en el espectáculo. Le dijimos que Ginny iba con el dinero y que era necesario encontrarle un papel. Antes de comparecer Ginny, no pareció que existiera demasiado problema. Suponíamos, por lo que Joe Galleta nos había contado, que era una bailarina bastante buena y que ciertamente sabría hacer los movimientos normales y rutinarios que hacían las demás coristas. El director de baile gritó a la compañía:

—¡Tomaos diez! (Lo que significaba «descanso durante diez minutos»).

Siendo gente de intereses normales, el resto de la compañía se sentó allí mismo, curiosa por lo que Ginny era capaz de hacer. El director se volvió hacia Ginny y dijo:

—Muy bien, veamos qué pasos normales sabes hacer. La chica sabía hacer dos o tres pasos, pero bailaba como si hubiera pedido prestadas las piernas a su abuelo. Cuando terminó de evolucionar, su amiguito aplaudió vigorosamente desde la primera fila. El resto de los actores salieron corriendo fuera del escenario, riéndose histéricamente del espectáculo que acababan de presenciar. ¡Ahora sí que teníamos un problema! Si Ginny no aparecía en escena, no habría dinero. Si Ginny aparecía, no habría espectáculo.

Después de la danza, el señor Broody subió al escenario. Ginny le dio un pellizco cariñoso en la mejilla y él dijo:

—Adiós, querida. Has estado maravillosa. Te amo. Luego, volviéndose hacia nosotros, anunció: —Volveré la noche del estreno.

Harpo dijo:

—¿Cómo vamos a arreglar esto? Si la chica aparece en escena, provocaremos ciertamente carcajadas, pero en los momentos inadecuados.

Dije yo:

—¿Qué os parece si le rompiéramos una pierna?

—¿De qué iba a servir? —preguntó Chico—. Por la manera como baila, creo que ya tiene las dos piernas rotas.

—¿Qué os parece si la raptáramos? —sugerí yo, lleno de esperanza—. Podríamos ocultarla en el sótano y nadie notaría la diferencia.

—Broody sí que notaría la diferencia —replicó Chico— y, si su pequeño fardo amoroso no se encuentra allí, entre candilejas, nunca conseguiríamos el resto del dinero.

* * *

La noche del estreno constituyó un éxito extraordinario. Broody estaba en primera fila, ufano y radiante. Había enviado a los bastidores un ramo de flores por valor de cincuenta dólares para que se las ofrecieran a Ginny al terminar el espectáculo. Ginny nunca las vio. El portero se las llevó a casa, para su esposa. Más tarde supe que su esposa sospechó tanto con este obsequio inesperado, que al cabo de tres meses se divorció de él, alegando infidelidad.

Ginny no apareció en escena finalmente. La noche anterior, alguien de la compañía le había dado un narcótico. (Que nadie me acuse de ello. Yo estaba en el escenario en aquel momento). La segunda noche, la chica bailó. Aunque éramos considerados como actores cómicos bastante buenos, nos resultó imposible hacerle la competencia. Su baile arrancó más carcajadas que cualquier otro número del espectáculo. Carecía absolutamente del sentido del ritmo. Siempre iba un paso adelantada o bien un paso atrasada con respecto a las otras muchachas. De hecho, no era mala chica y nos daba mucha lástima, pero cada vez que bailaba retrocedíamos diez yardas del terreno avanzado.

Por suerte, Broody sólo estuvo presente las dos primeras noches. Tenía que volver a Hackensack…, supongo que para poner más sal a sus galletas. Cuando no estaba allí, manteníamos a Ginny alejada de la escena. Le dábamos razones bastante fantásticas para decirle que no podía actuar. De vez en cuando, sin embargo, la chica insistía en bailar y esto perjudicaba el espectáculo. Los periodistas empezaron a escribir chistes acerca de ella. Estábamos preocupados. El espectáculo había rebasado en diez mil dólares el presupuesto de veinticinco mil y perseguíamos a Broody para que soltara el dinero que faltaba. Siempre nos salía con lo mismo:

—No se preocupen. Lo tendrán.

El amor vino finalmente en nuestra ayuda. Dos semanas después del estreno, Ginny se enamoró de uno de los chicos del coro. Cuando Broody vino a verla a su camerino, ella le dijo que no lo amaba…, que nunca lo había amado… y que aquello lo había hecho únicamente para usarlo como trampolín para su carrera.

Broody se enfureció. Planteó inmediatamente un ultimátum: o despedíamos a Ginny o no conseguiríamos la suma adicional de diez mil dólares. Estuvimos a punto de besarlo en ambas mejillas.

Explicamos la situación a Ginny, le dimos dos semanas de salario (por equidad, ya sabes) y la despedimos en seguida. Al decirnos adiós, la chica dijo:

—No os preocupéis por mí. Bailando como bailo, encontraré trabajo fácilmente.

Tenía razón. Al cabo de tres semanas me sirvió la comida en el restaurante Child de la calle 45. Le dejé una buena propina —veinticinco centavos— porque, aunque ella no se daba cuenta de ello, Ginny tuvo bastante que ver con el lanzamiento de «Los Hermanos Marx» en Broadway.