Capítulo IX

UN SIMPLE CASO DE AUTOEROTISMO

Cuando estaba a punto de cumplir veinte años, nuestra familia se mudó a Chicago. Papi había agotado las posibilidades de hacer trajes mal entallados en la costa oriental y estaba dispuesto a conquistar nuevos e insospechados mundos en las playas del lago Michigan.

Chicago era un gran centro de variedades y mi madre no perdió tiempo para asaltar las oficinas de los desdichados agentes teatrales. De esta manera, cuando los chicos no estábamos en gira, vivíamos en una casa antigua de la parte Sur de Chicago que mi madre compró por ocho mil dólares. Había pagado mil dólares de entrada y el propietario tenía la ilusión de que poco a poco iría cobrando el resto.

Los meses de verano acostumbraban a encontrar a toda la familia Marx reunida allí por la sencilla razón de que en verano no trabajábamos. Muchas cosas que ahora damos por descontadas no existían en aquellos tiempos. Por ejemplo, el aire acondicionado. Cuando hacía calor en verano, hacía calor. El calor se instalaba.

Como resultado, cuando se aproximaba el treinta de junio, todos los teatros cerraban hasta el día del Trabajo. Si después de un largo invierno de ir al teatro estabas todavía ávido por contemplar a un actor de variedades de poca monta, podías ponerte tu chaqueta de verano y tu sombrero de paja y tomar un tranvía hasta uno de los parques de atracciones que rodeaban la ciudad.

Estos parques de atracciones no pagaban mucho a los animadores, pero normalmente había un lago con barcas de remos, un tiovivo y una noria. Si trabajabas allí, te permitían utilizar gratis todas las atracciones. Un día cabalgué en un caballo del tiovivo durante seis horas. Nunca volví a hacerlo. No pude sentarme en una semana.

Por desgracia, no había suficientes lugares de este tipo a los que pudieras ir y, a excepción de las pocas estrellas cuyos salarios eran elevados, los actores de poca monta afrontaban con ansia y aprensión los cálidos meses de verano y sus baches consiguientes. El truco consistía en ahorrar lo suficiente durante la temporada para mantenerte hasta que los teatros abrieran de nuevo en septiembre. A excepción de Chico, todos éramos bastante sobrios. Gummo y yo conseguimos ahorrar cada uno trescientos dólares para nuestra invernada.

Aquel primer verano en Chicago fue especialmente caluroso. Cuando el viento venía de la pradera, no sólo te secaba la piel, sino que durante el camino hacia nuestra casa ibas recogiendo el olor fétido de los corrales y de los mataderos. No había más que una forma de escapar de aquella pestilencia semitropical y era trasladarse a la parte Norte e inhalar las brisas refrescantes del lago Michigan.

Además del aire más fresco y puro de la parte Norte de Chicago, Gummo y yo conocíamos allí a dos chicas a las que bien valía la pena visitar. El tren elevado nos llevaba hasta su apartamento, pero era un viaje aburrido y se necesitaba una hora para ir y otra para volver. Aquel recorrido reducía fundamentalmente nuestras veladas y dejaba muy poco tiempo para el idilio. Parecía que únicamente existía una solución: un automóvil.

Gummo y yo habíamos soñado siempre con poseer un automóvil, pero en aquellos tiempos los coches eran tan raros como actualmente lo son los sitios para aparcar. No se podía pensar en un coche nuevo. Nuestras posibilidades eran muy limitadas. Por encima de cualquier otra condición, lo que compráramos tenía que ser barato. Nuestro límite máximo estaba en los doscientos dólares.

* * *

Impulsados a la desesperación por los encantos de las muchachas y profundamente apesadumbrados por el traqueteo del tren elevado, pusimos cada uno cien dólares del dinero ahorrado para el verano y compramos un viejo «Chalmers». Era toda una belleza: bajo, de un rojo intenso y con ruedas de radios. Gracias a sus líneas estilizadas, daba la impresión de que era un metro más largo que los coches normales. Tenía unos faros de latón enormes, un parachoques de latón y un cambio de marchas situado en el exterior. Dado que los cojines estaban machacados, los asientos eran tan bajos que se necesitaba un periscopio para ver por encima del capó. Era igual que volar a ciegas. Se trataba de un descapotable de dos plazas y, cuando la capota estaba levantada, aparecía un agujero tan grande que te permitía sacar la cabeza fuera. Dejando aparte los numerosos parches, los neumáticos eran completamente lisos de tan usados y resultaban aproximadamente tan altos como un chico normal de quince años.

Éstos eran sus puntos positivos. Sus aspectos negativos eran innumerables. Para empezar, carecía de potencia. No era más que una cáscara vacía. Era un gigante enorme y musculoso con un alma de holgazán. A toda velocidad, podía correr a veinticinco por hora. Fue muy bueno que no pudiera correr a treinta y cinco por hora, ya que en nuestra primera salida descubrimos que los frenos no tenían pastillas. Los tambores estaban allí todavía, pero las pastillas eran únicamente un recuerdo. Vivíamos en la calle 45 y, si yo deseaba parar el coche allí, tenía que empezar a apretar el pedal del freno hacia la calle 40. Si no empezaba a apretar el pedal hasta la calle 42 el coche pasaba de largo ante nuestra casa e iba a detenerse hacia la calle 48. Esto era un problema, porque en la calle 48 yo no conocía a nadie.

El coche tenía por lo menos quince años de antigüedad y durante este tiempo tuvo que haber recorrido ciento cincuenta mil kilómetros o más por las carreteras más escabrosas de América. Gruñía, resoplaba y se agitaba como un luchador profesional. Por suerte, la gasolina era barata. Si el coche era conducido con cuidado, acunado y a veces acariciado, casi hacía cinco millas por galón.

Habría sido necesario recorrer un largo camino para encontrar a dos personas menos aptas que Gummo y yo para manejar aquel monstruo. Desde el punto de vista mecánico, sabíamos tanto de las interioridades de un automóvil como el común de los hotentotes sabe algo acerca de la fisión nuclear. Pero esto no nos importaba. Éramos felices y teníamos dos chicas que eran casi tan llamativas como aquel auto de color rojo. Era una máquina maravillosa.

* * *

Lo que nosotros no sabíamos acerca de un coche, Zeppo lo sabía. Supongo que existen en el país cierto número de mentes geniales desde el punto de vista mecánico que han nacido con un olfato instintivo por lo que se refiere a la maquinaria. Zeppo era uno de esos fenómenos. Podía desmontar un motor, limar las válvulas, ajustar las piezas y quitar el carbón con la misma habilidad y con el mismo esfuerzo que yo necesitaba para sacar punta a un lápiz.

La primera noche llegamos al apartamento de las chicas en cincuenta minutos. No era mucho más rápido que el tren elevado, pero constituía un juego excitante sentarse al volante de un coche sin frenos y burlarse de los humildes peatones que se encaramaban a donde podían para ponerse a salvo. Supongo que el coche estaba cansado después de haber hecho un viaje de diez millas al otro lado de la ciudad, ya que la segunda noche se negó rotundamente a moverse. Esto podía ser catastrófico. La noche anterior habíamos hecho considerables progresos con aquellas monadas y, cuando les dimos las buenas noches, habían insinuado que a la noche siguiente quizá no se mostrarían tan reacias a la idea de que Gummo y yo les diéramos el coup de gráce.

Como no teníamos garaje, siempre aparcábamos el coche ante nuestra casa. Gummo y yo compartíamos un traje de franela blanca y, como éramos de la misma estatura, nos turnábamos en llevarlo. Ocurrió que aquélla era mi noche. No tenía ganas de ensuciarme, de modo que le dije:

—Gummo, métete debajo del coche y mira por qué no quiere arrancar. Mientras tú intentas arreglarlo, yo le daré unas cuantas patadas. Podría ser que de esta manera se pusiera en marcha.

Al cabo de media hora, Gummo salió arrastrándose de debajo del coche y reconoció su derrota. Las cosas se ponían muy negras para nosotros. El aspecto de Gummo todavía era más negro. ¿Qué podíamos hacer? A fuer de sinceros, nuestras relaciones con aquellos dos encantos de la parte Norte no eran demasiado seguras. Como la mayoría de las chicas bonitas, no eran nada de fiar y sabíamos que, si llegábamos tarde a la cita, se marcharían con otros dos Lotarios.

Mientras estábamos allí de pie, nerviosos, sucios y deprimidos, Zeppo salió de casa.

—¿Qué os pasa, chicos? —preguntó como si tal cosa—. ¿Tenéis algún problema con este viejo cacharro?

—No podemos ponerlo en marcha —nos quejamos al unísono.

—Bueno —replicó Zeppo, fingiendo interesarse—. Vamos a ver si puedo arreglarlo. Supongo que tendremos que echar una mirada al motor. ¿Lo hacemos?

Deberíamos haber sospechado por su manifiesta cortesía que allí se tramaba algo. «Echemos una mirada al motor», había dicho. Nosotros ni siquiera estábamos seguros de dónde estaba ni de qué hubiera uno. ¿Echar una mirada al motor? Nunca se nos hubiera ocurrido. Estábamos profundamente impresionados. Aquéllas eran las palabras de un experto. Empleando nuestras fuerzas a la vez, los tres conseguimos finalmente levantar el capó. Zeppo examinó lenta y detenidamente aquella enorme, oscura y oxidada fábrica de energía. Luego dio unas cuantas vueltas alrededor del coche como si se tratara de una bestia salvaje, lo golpeó pensativamente con una llave inglesa y entonces dio su ponderado diagnóstico a los dos fervientes enamorados.

—Bueno, muchachos, os diré —comenzó diciendo—. Temo que vais a tener que dejarlo. La transmisión de vuestro coche no bombea como es debido sobre su magneto y, tanto si os gusta como si no, vais a tener que sacar el carburador y sincronizarlo con la conexión universal.

Gummo y yo nos miramos mutuamente con ojos asombrados y luego dirigimos nuestra mirada hacia Zeppo con profunda admiración. Allí había un hombre que manifiestamente entendía de motores. Por supuesto, no teníamos ni la menor idea de lo que estaba diciendo y además nos tenía sin cuidado. Con todo, su análisis eminentemente técnico de nuestro paralizado carromato elevó nuestras esperanzas hasta alturas siderales. Lo único que deseábamos era llegar a la parte Norte y desflorar a aquellas dos damas antes de que fuera demasiado tarde.

—Bueno —dije—, ¿cuánto rato vas a necesitar para arreglarlo? ¿Puedes hacerlo en seguida? De lo contrario, dejaremos el coche aquí y tomaremos el tren. Zeppo meneó la cabeza.

—No. Llevará por lo menos dos días acabar este trabajo. Mi consejo es que dejéis el coche aquí conmigo y que toméis el tren.

Al oír la palabra «tren», corrimos hacia la estación del tren elevado y hacia aquellos dos amoríos. Tan pronto como desaparecimos de su vista, tal como lo descubrimos más tarde, Zeppo se sacó del bolsillo posterior de los pantalones una pequeña pieza del encendido, la insertó en su lugar adecuado y se marchó con el coche al encuentro de su amiga.

Como éramos tontos, lo atrapamos a la tercera semana. Descubrimos que el coche funcionaba bastante bien a excepción de las noches en que Zeppo tenía una cita. Dado que esto se producía aproximadamente cinco noches a la semana, podíamos utilizar muy poco nuestro alado carromato. No obstante, por cierta razón curiosa, pagábamos una fortuna en gasolina. Nos rendimos finalmente y vendimos el coche a nuestro hermano menor por cien dólares. En el negocio perdimos cada uno cincuenta dólares. Sin embargo, lo que era más trágico todavía, perdimos también a las dos chicas por culpa de dos agraciados individuos que poseían cada uno una moto «Harley-Davidson».

Habiendo perdido a las dos chicas de forma irrevocable, Gummo y yo decidimos disolver nuestra desastrosa asociación automovilística y seguir nuestros caminos románticos por separado. En lo sucesivo, siempre que alguno de nosotros tenía una chica que insistía en querer ir en coche, Zeppo nos permitía alquilar nuestro viejo «Chalmers» por dos dólares la noche. Esto era más de lo que podíamos permitirnos en realidad. Pero he de confesar, inclinándome profundamente ante Zeppo, que nuestro inválido crónico, el decrépito «Chalmers», se había recuperado milagrosamente. Los chirridos y los gruñidos desaparecieron, los frenos respondían al menor toque, los faros despedían una luz tan brillante como la luz eléctrica y resultaba una delicia conducir el «Chalmers», todo gracias al preclaro genio mecánico de Zeppo, ¡aquel mísero y vil ladrón de coches!

* * *

Los automóviles han desempeñado una función importante en mi vida. Al año siguiente había envejecido un año y, lo que es bastante raro, todas las chicas que conocía también habían envejecido un año. Me di cuenta de que, desde el punto de vista romántico, aquel verano iba a ser de gran escasez a menos que pudiera conseguir un coche. Tras recorrer durante semanas las tiendas que vendían coches usados, haciendo ver que no era un posible comprador, cambié finalmente ciento cincuenta dólares por un «Scripps-Booth». Muy pocos de estos coches, o quizá ninguno, corren todavía. Igual que un viejo libertino, el «Scripps-Booth» había tenido su momento de auge, pero finalmente había pasado de moda siguiendo los pasos de los «Maxwell», los «Essex», los «Auburn», los «Kissel» y de todos los demás fantasmas que ahora duermen pacíficamente en aquellos cementerios de chatarra que echan a perder el campo.

El «Scripps» era un coche diminuto. Tenía dos asientos y otro auxiliar que se sacaba de debajo del tablier. Lo que me indujo a comprar este auto fue un botón que había en lo alto de la puerta de la derecha y que, por algún medio misterioso, estaba conectado con la batería. Era algo que parecía haber salido de las mil y una noches. Se apretaba el botón y la puerta se abría instantáneamente. ¡Era algo de pura magia! Estaba tan intrigado por aquel artificio electrónico, que me descuidé de examinar el motor y, antes de que pudiera darme cuenta, el vendedor tenía mi dinero y yo tenía su coche.

A pocas millas de distancia, oí un sonido que procedía del coche y un estruendo metálico. Pensé que tal vez el antiguo propietario era un amante de la música y que había metido un xilófono debajo del capó. Aparqué rápidamente junto al bordillo, me apeé de un salto, levanté el capó y descubrí que el coche había sufrido una herida mortal. Se habían perdido cinco bielas. En aquel momento ignoraba que se llamasen bielas. Sabía que estaban hechas de acero, que tenían aproximadamente el tamaño de un lápiz y que se habían perdido.

Con la cabeza gacha, retrocedí lentamente cuatro manzanas en medio del tráfico del bulevar Michigan y por milagro encontré las cinco bielas perdidas. No solamente no conseguí que el coche arrancara, sino que tuvieron que remolcarme hasta la tienda de coches usados, conmigo sentado dentro y con el corazón lleno de pensamientos homicidas. El ladrón que me había estafado ciento cincuenta dólares estaba de pie en la puerta del establecimiento, muy ocupado en atraer a otro incauto, cuando fui arrastrado hasta el interior. Mostrando unos largos y extensos dientes amarillos, dijo:

—¡No me diga! ¡No me diga! Ha perdido sus malditas bielas, ¿no es así? Resulta divertido, pero éste es el único inconveniente que tiene el «Scripps-Booth». Hemos tenido el mismo problema con todos los coches de esta marca que hemos vendido.

—¿Por qué no me ha contado usted esto antes de que le comprara este limón? —pregunté, avanzando hacia él con aire amenazador. (En aquellos tiempos, «limón» era una palabra muy vulgar).

—Mire, amigo —replicó—, ¿cree usted que habría dejado marchar esta pequeña belleza por ciento cincuenta dólares, si las bielas hubieran sido un poco buenas? Ahora le diré lo que voy a hacer. Por cincuenta dólares más le instalamos un juego nuevo y completo de bielas. Además, ¡se las garantizamos!

Mis trescientos dólares reservados para el verano estaban a punto de irse al traste. Ciento cincuenta por el coche y ahora cincuenta más por las bielas.

—¿Por qué no me las garantizó usted cuando compré el coche? —insistí.

—Nunca garantizamos un «Scripps» de segunda mano cuando lo vendemos —respondió—. Es nuestra política. Sus bielas están podridas. Sin embargo, cuando ponemos bielas «Buick» en un «Scripps», ya no tenemos ningún otro problema.

Estaba tan aturdido tratando de seguir esta lógica, que le di cincuenta dólares y me esfumé.

* * *

Había una muchacha en nuestro vecindario que era una hermosura. Me encontré accidentalmente con ella una noche en el cine. Estaba comiendo palomitas de maíz y, fuera casualmente o fuera con intención, parte de ellas iban a parar a un bolsillo de mi chaqueta. No voy a describir detalladamente su aspecto, pero era tan bonita que incluso le devolví las palomitas de maíz que había perdido. Pareció que se quedaba totalmente impresionada con mi galantería y pronto estuvimos compartiendo alegremente las palomitas.

Tenía diecinueve años y hasta donde yo sabía, dado que se encontraba sentada, tenía todo lo que se supone que ha de tener una muchacha de diecinueve años. Basta decir (así es como un abogado, amigo mío, empieza todos sus informes) que deseaba abrazarla… y conseguir todo lo que fuera posible.

Hablando con ella, descubrí que era una entusiasta del automóvil. Me dijo que no había nada que la disgustara tanto como andar. Insistió en que, incluso si estaba locamente enamorada de un hombre, nunca le concedía una cita a menos que tuviera un coche. Yo no le había dicho que tenía auto. Tampoco le había contado que el auto que yo tenía estaba desmontado en un garaje, con sus órganos vitales reparándose. Esperé que llegara mi hora. El día en que mi «Scripps-Booth» regresó de su operación mayor, la llamé y le pregunté si le gustaría salir a dar un paseo.

Actualmente mi cara es comparada con ventaja con las de William Holden, Tony Curtís e incluso de Clark Gable, pero debo decir que en aquellos tiempos mi perfil no tenía nada de lo cual uno pudiera jactarse. Medía un metro setenta, tenía una porción de dientes irregulares, una tez cetrina, una mirada de perro desconfiado y una masa de cabellos indómitos que se inclinaban en la dirección en que acontecía soplar el viento.

Había llovido durante todo el día y las calles estaban aún encharcadas. Pero la noche era clara y brillaba la luna. Además, por primera vez después de varias semanas, mis zapatos brillaban también. Cuando llegué a la casa de mi bello ser, toqué alegremente la bocina. Tras media hora de nerviosismo, se abrió la puerta principal de la casa y, bajando por la escalera, apareció una de las visiones más bellas desde que Maud Muller recorrió las praderas cubiertas de heno en un día de verano. Llevaba un vestido blanco, un amplio sombrero de color blanco y unos zapatos blancos. Salí a su encuentro, la saludé con toda la elegancia de que era capaz y retrocedí rápidamente para abrirle la puerta del coche. La puerta se resistió un poco y, con mis prisas por abrirla antes de que ella llegara, resbalé y caí tendido treinta o cuarenta centímetros debajo del coche. Me sacudí el barro, me instalé a su lado y nos alejamos en dirección al lago. Yo deliraba de alegría. Mi corazón producía más ruido que el motor y, cuando ella me sonrió, supe que al fin había encontrado a la chica dé mis sueños.

El coche no estaba demasiado bien equilibrado y en los virajes, incluso a velocidades moderadas, se balanceaba igual que un borracho andante. Cuando íbamos a doblar una esquina, ella intentó sujetarse bien poniendo una mano sobre la puerta. Lo que ella ignoraba era que aquella puerta tenía precisamente el botón eléctrico. Con horror de mi parte, la puerta se abrió y la atractiva criatura salió graciosamente despedida del coche, yendo a parar a un gran charco lleno de barro. Sentí tanto pánico, que inicié la huida. Sin embargo, había acabado de ver una película de Francis X. Bushman y me di cuenta de que, en una situación como aquélla, Francis X. no se habría largado. Retrocedí rápidamente, casi atropellándola en medio de mi excitación, salí apresuradamente del coche y la ayudé a ponerse en pie. Aunque estaba cubierta de barro, la reconocí inmediatamente. Intenté explicarle lo ocurrido y presentarle mis excusas, pero todo lo que dijo fue:

—¡Llévame a casa, bastardo!

Retrocedimos en silencio. El único sonido que se oía era el zumbido del motor y el de mis dientes. Cuando llegamos a su casa, abrió de golpe la puerta del coche y subió la escalera chillando. Al día siguiente, recibí una carta certificada de su padre. Me escribía diciendo que el vestido de su hija, el sombrero y los zapatos blancos se habían echado a perder completamente, que costaría sesenta y cinco dólares comprar otros y que, a menos que el dinero llegara antes de cuarenta y ocho horas, vendría a mi casa con un látigo enorme y me arrancaría la piel. Al principio pensé que era mejor recibir la paliza y salvar los sesenta y cinco dólares. No obstante, tras una noche de insomnio, le envié de mala gana el dinero.

Aquél era realmente mi verano de desgracia: ciento cincuenta dólares por el coche, cincuenta por las nuevas bielas y luego sesenta y cinco para reparar el vestuario de la muchacha. Hacían un total de doscientos sesenta y cinco dólares… y ¡ni siquiera había conseguido llegar al lago con la chica! Ésta fue la última vez que imité a Francis X. Bushman.

* * *

La mayor parte de las personas dedicadas al mundo del espectáculo, cuando escriben finalmente sus autobiografías (y no pienses que no lo hacen), suelen relatar siempre con términos vehementes una cadena continua de triunfos. Los más listos introducen de vez en cuando algún fracaso ocasional, porque saben que no hay nada más descorazonador para el común de los lectores, que normalmente son unos fracasados en la vida, que leer acerca de un individuo con suerte que, gracias a una serie de hechos fortuitos (y un mínimo de talento), ha conseguido fama, fortuna y una larga comitiva de esposas.

Antes de terminar esta crónica, yo también planeo aburrirte con unos cuantos de mis triunfos, pero habrás de tener paciencia. De momento, igual que Picasso, me encuentro todavía en mi período dedicado al automóvil.

Después de que los incidentes del «Chalmers» y del «Scripps-Booth» echaran a perder mi vida amorosa, hubo una larga lista de cacharros: un «Nash», un «Essex», un «Elgin» cuyo eje posterior siempre se salía, un «Ford» sedán tan alto como un ojo de elefante y tan desequilibrado que un viento recio podía tumbarlo, y un «Cord» cuyo freno de emergencia siempre se me quedaba entre las manos cuando tenía que utilizarlo en un caso de emergencia.

La mayoría de la gente tiene un objetivo o una ambición en la vida que espera alcanzar en última instancia… Ser presidente de los Estados Unidos, entrenador de un club de béisbol de primera división, superintendente de conserjes. Mi único objetivo en la vida, además del de no morirme de hambre, era poseer un automóvil nuevo y resplandeciente, con un volante que no hubiera sido tocado por manos humanas, con asientos que no tuvieran manchas de comida, con neumáticos intactos y un cuentakilómetros en el que se leyera: 00000.

Estábamos actuando en Filadelfia, en el teatro de la calle Walnut, en un espectáculo que por cierta razón que nunca comprendí y que sigo sin comprender se llamaba Te diré que es ella. Actuábamos allí todo el verano y, dado que era el único espectáculo que se representaba por aquellos días en Filadelfia, fue un gran éxito. Llegué a cobrar doscientos dólares a la semana.

Tras unas cuantas semanas de cuidadosas indagaciones por las tiendas de automóviles, me fijé finalmente en un sedán «Studebaker» con ruedas de radios y un jarro para flores. Compré el coche un miércoles por la mañana y estaba ansioso por conducirlo, pero el vendedor dijo que se necesitarían unas cuantas horas para ponerlo a punto y que me lo entregarían por la tarde.

—Tengo función esta tarde —dije.

—Se lo llevaré al teatro, hermano —dijo.

Mi escena principal en el espectáculo tenía lugar en el segundo acto, en el cual interpretaba el papel de Napoleón Bonaparte. No es necesario decir que estaba soberbio. Mi vestido consistía en un uniforme de general francés, una espada, unas botas, un sombrero de tres picos y un bigote ancho y exagerado que llevaba pintado en mi labio superior. He de reconocer que no me parecía demasiado al Napoleón original, pero debes recordar que allí estaba para hacer reír y, quién sabe, quizás el Napoleón auténtico no habría tenido un final tan desgraciado si hubiera hecho lo mismo.

La escena de Napoleón tenía lugar poco después del entreacto que duraba quince minutos y el vendedor me entregó el coche precisamente cuando empezaba el entreacto. Yo iba ya vestido con toda la indumentaria de Napoleón. El vendedor me dijo:

—Aquí están las llaves y que Dios le bendiga.

Más tarde supe que nunca había sido un hombre religioso. Sin embargo, aquel año había sido uno de aquellos en que el negocio del automóvil había ido mal y el hombre había empezado a ir a la iglesia para ver si unas cuantas plegarias y unas cuantas frases religiosas podían ayudarlo a encontrar nuevos clientes. Al entregarme las llaves, me dijo:

—Dé una vuelta a la manzana, amigo mío. Creerá que va en un «Pierce-Arrow».

Cuando ya se marchaba, añadió:

—La paz sea contigo, hermano.

El coche era negro, resplandeciente y tenía un aspecto maravilloso. Dado que el entreacto acababa de empezar, sabía que tenía tiempo de dar una vuelta a la manzana. No se necesitaban más que dos o tres minutos.

* * *

Filadelfia es una de las antiguas ciudades coloniales de América. Tiene la Campana de la Libertad, el Saturday Evening Post (que aún se dice que fue fundado por Benjamín Flanklin) y en torno al lugar donde se encuentra el teatro de la calle Walnut existen algunas de las calles más estrechas que hay en este lado de Bombay. Dos tranvías que corren en dirección opuesta están a punto de chocar el uno contra el otro y sólo lo evitan por los pelos.

Al doblar la esquina, me quedé bloqueado por un tranvía, delante del cual había una larga hilera de tranvías. Además, detrás mío se había colocado ahora otro tranvía, detrás del cual había una hilera interminable de los mismos vehículos de transporte público. Junto a ellos había camiones, coches y carros: era un atasco enorme de vehículos de todas clases que se extendían hasta donde los ojos podían ver. No se movía una sola rueda. La única cosa que se movía eran las manecillas del reloj del coche, diciéndome que era ya la hora de interpretar el papel de Napoleón. ¿Qué podía hacer? No tenía aún la licencia del coche. Si lo dejaba allí, indudablemente alguien lo robaría. Si me quedaba sentado en el coche, me perdería la escena del Napoleón.

Un guardia vio cómo yo salía del «Studebaker». Probablemente pensó: «He aquí un nuevo sistema de robar un coche… Disfrazarse de un modo alocado para que la policía crea que se trata de anunciar algo». Los dos empezamos a correr, pero él tenía una ventaja sobre mí. Yo llevaba unas botas enormes y llenas de barro y, a media manzana, una de ellas salió volando. Debimos de constituir un espectáculo fuera de lo normal: un policía de Filadelfia persiguiendo a Napoleón a lo largo de la calle Walnut.

Finalmente me alcanzó.

—¿No sabe usted que va contra la ley dejar un auto en medio de la calle? —gritó—. ¿Y a dónde diablos va con este disfraz estrambótico?

Le expliqué quién era y lo que había sucedido. El guardia era un típico policía de Filadelfia y rápidamente presentó sus excusas, devolviéndome la bota fugitiva. Luego vino corriendo conmigo hasta el teatro. Llegué en el preciso momento en que tenía que salir a escena.

Aquella tarde interpreté la escena. Sin embargo, aunque Josefina era encantadora, me tenía sin cuidado si verdaderamente era mía o no. No podía pensar en otra cosa que en mi «Studebaker» nuevo de trinca, sin licencia, sin conductor y, lo que era peor todavía, sin asegurar.

Cuando pude abandonar la escena y expliqué lo que había sucedido, el atasco ya había desaparecido y había desaparecido también mi coche. Al cabo de cuatro semanas, la policía lo encontró en Lancaster, en Pennsylvania, y me lo devolvió. Con bastante sorpresa por mi parte, no había pasado gran cosa por el hecho de haber sido robado, pero yo me quedé sin el coche nuevo que siempre había soñado poseer. El cuentakilómetros marcaba cuatro mil quinientos veintisiete y los asientos estaban llenos de manchas de tinta.

A pesar de que me había sido infiel durante cuatro mil quinientos veintisiete kilómetros, amaba a aquel «Studebaker» como si fuera algo vivo. Lo traté con gran cariño y nunca lo hice correr más de treinta kilómetros al día. Tenía miedo de que pudiera cansarse y, además, no existía ninguna razón para que recorriera una distancia superior. En aquella época, yo estaba ya casado y las expediciones de carácter amoroso resultaban innecesarias.

Mi recorrido rutinario con el coche era el siguiente: Fairmont Park se encontraba a dieciséis kilómetros de mi apartamento amueblado. Después del desayuno me marchaba a Fairmont Park, buscaba un lugar que estuviera a la sombra y me ponía a sacar brillo al coche hasta que me dolía la espalda. Luego quitaba el polvo del interior y limpiaba los cristales. Hecho esto, llevaba de nuevo el coche al garaje y me iba a dar un paseo.

Los días lluviosos dejaba el coche en el garaje. Recorría, pues, muy pocos kilómetros con el «Studebaker», pero todos mis amigos estaban de acuerdo en afirmar que yo tenía el coche más limpio y más resplandeciente que había en toda Pennsylvania.