Capítulo VII

EL PRIMER ACTO ES EL MÁS DIFÍCIL

Mi carrera teatral se había quedado estancada. Chico y Harpo iban prosperando en sus profesiones respectivas. Pero yo no iba a ninguna parte.

Chico, gracias a la constancia de mi madre, podía tocar ahora al piano cualquier pieza de un modo bastante reconocible. Su repertorio, aunque no tan extenso como el de Horowitz o el de Rubinstein, sustituía con fortissimo lo que le faltaba de precisión. Afortunadamente, el término medio de los oídos inexpertos encontraba difícil distinguir entre las melodías concebidas originariamente por el compositor y los tañidos que emanaban del instrumento cuando Chico ocupaba la silla del piano.

Aquel verano había sido contratado para tocar el piano en un carcomido hotel de Asbury Park, en New Jersey. Si el empleo hubiera dependido por completo de su forma de tocar el piano, estoy seguro de que no lo habrían echado. Pero aquel empleo requería dos talentos. Durante el día tenía que patrullar por la playa como salvavidas. Por la noche, tenía que sentarse en el sucio comedor del hotel y, con el mero embrujo de sus interpretaciones al piano, distraer a los huéspedes de la porquería que se les estaba suministrando.

A estas alturas, probablemente habrás advertido que todos los hermanos éramos unos mentirosos por naturaleza. No has de ser duro con nosotros en exceso, porque a muy temprana edad descubrimos que mentir de una forma continua y persistente constituía el único medio para sobrevivir. Por esto, cuando el propietario preguntó a Chico si nadaba suficientemente bien como para ser salvavidas, Chico lo miró fijamente a los ojos y replicó con orgullo que el año anterior había sido capitán del equipo de natación del YMHA de Yorkville. Esto era verdad. Lo que dejó de añadir es que, aunque había sido campeón de los cien metros libres, era una completa nulidad más allá de los cien.

Chico consiguió el empleo y empezó a patrullar por la playa con gran atención, dispuesto a rescatar a cualquier nadador en apuros… dentro de un radio de unos cien metros. Un huésped, más temerario que los demás e ignorante de las limitaciones de Chico, se vio en apuros a unos doscientos metros de la playa. Naturalmente pidió socorro. Chico, que no era un cobarde, pero que tampoco era un loco, fingió estar ocupado construyendo un túnel en la arena para un niñito que había en la playa. Los gritos fueron debilitándose progresivamente. Chico proseguía excavando.

Finalmente el propietario del hotel, al oír el tumulto, salió corriendo y prácticamente arrojó de cabeza al mar a su salvavidas. Encontrándose entre el propietario y el profundo mar azul, Chico nadó valerosamente hasta la víctima que se ahogaba y la agarró cuidadosamente por la garganta, tal como lo hacen los auténticos salvavidas. Tras esto, los dos empezaron a hundirse. Si no hubiera habido otro salvavidas con una lancha rápida en la playa cercana, aquel habría sido el final de Chico. Tal como rodaron las cosas, lo que fue es el final del empleo de Chico. Aquella noche había otro pianista en el comedor y, a la mañana siguiente, un nuevo salvavidas en la playa.

* * *

Por aquella época aproximadamente, el sueño de Harpo de convertirse en un carnicero acomodado tuvo un final brusco y repentino. Había sido su costumbre, mientras iba a entregar las salchichas, zamparse alguna de vez en cuando. No lo hacía únicamente por hambre, sino sobre todo por lo aburrido que era el trabajo. Un día, más desanimado que de costumbre acerca de su carrera y habiendo perdido toda esperanza con respecto a llegar a ser un maestro carnicero, se ofuscó mientras iba a entregar una docena de salchichas a una señora llamada Fuchtwanger y, en medio de un frenesí de futilidad y de desesperación, se comió las doce salchichas de la señora Fuchtwanger sin dejar ni una.

No sé lo que tendrían aquella noche los Fuchtwanger para cenar, pero a la mañana siguiente el señor Fuchtwanger irrumpió en la carnicería del señor Schwein, preguntando si sabían lo que había ocurrido con sus salchichas. Desgraciadamente para Harpo, en aquel preciso momento llegaba a la tienda, dispuesto a empezar su tarea diaria. Schwein pidió disculpas al señor Fuchtwanger y le dio otra docena de salchichas, volviéndose luego hacia Harpo que seguía completamente ajeno a la tormenta que se le avecinaba. Agitando un dedo acusador bajo su nariz, Schwein llevó a Harpo hasta un rincón de la tienda.

—¡Eh tú, canalla! ¿Dónde están las salchichas que te di ayer para que las entregaras a la señora Fuchtwanger?

—Señor Schwein —respondió Harpo con valentía—, no sé decir mentiras. Me las comí.

El señor Schwein dio a Harpo dos dólares y once centavos, explicándole que la diferencia hasta su salario de tres dólares le había sido restada por la docena de salchichas. Meneando su cabeza con pesar, le dijo:

—Siempre supe que robabas un poco. No obstante, cuando te comes toda la entrega, esto sólo significa que ya no se puede confiar en ti.

Luego puso en el escaparte un letrero que decía: Se necesita chico para recados, y tras esto echó a Harpo de la tienda dándole una patada.

Harpo no tuvo ninguna dificultad en conseguir otro empleo. Al día siguiente vio un anuncio en el periódico que decía: Falta chico, y al cabo de pocas horas era botones en un elegante hotel en el sector de Murray Hill. El gerente explicó a Harpo que su salario sería de dos dólares a la semana, lo cual era un dólar menos de lo que le pagaba el carnicero. Añadió, sin embargo, que si Harpo sabía estar en su sitio y mantenía sus ojos bien abiertos podía recoger un montón de suculentas propinas. Por ejemplo, Cecilia Langhorne, la famosa actriz inglesa de teatro dramático, vivía en el hotel. Quien llevaba por la mañana a su perro favorito a dar una vuelta por la manzana recibía siempre una propina de veinticinco centavos. Harpo no había oído hablar nunca de Cecilia Langhorne, pero le parecía una forma fácil y ridícula de ganar dinero.

* * *

Antes de proseguir con esta narración, y sé que el suspense es tan grande que difícilmente podrás perdonarme, quisiera decir unas cuantas palabras sobre una institución americana que está siguiendo rápidamente el mismo camino del tranvía, del carro del hielo y de la cerveza de barril. Me refiero al anticuado botones. Vestido como un tamborilero mayor, se sentaba graciosamente en un banco del vestíbulo del hotel, siempre alerta al sonido de la campana de la recepción y al grito de «¡Atención, clientes!».

En los buenos tiempos antiguos, si un viajante de comercio tenía la mala fortuna de quedarse bloqueado en una de aquellas ciudades tristes y abandonadas de la mano de Dios, viéndose obligado a instalarse en el hotel de siempre, tras desempaquetar sus escasas pertenencias, se sentaba y contemplaba abatido el cuarto que se le había asignado. El cuarto contenía normalmente una cama de hierro, un armario de metal (pintado para que pareciera de madera), una jarra y una jofaina. A un lado colgaban dos toallas casi transparentes. También había una pastilla de jabón que, por la cantidad de espuma que echaba, debía de estar hecha de puro granito.

El infortunado viajante tenía ahora dos posibilidades. Podía agarrar la cuerda de salvamento para casos de incendio, que colgaba por la parte exterior de la ventana, y ahorcarse con ella, o bien podía llamar al botones. Una ligera presión sobre el timbre del cuarto y, como un genio mágico, aparecía el botones. Podía pedirle… más toallas, agua helada y, si acontecía que se encontraba en territorio de ley seca, tal vez una botella de aguardiente. El botones le advertía también que no comiera en el hotel, a menos que no tuviera ningún deseo particular de ver de nuevo a su familia.

¡Oh!, dicho sea de paso, el botones conocía a una muchacha…

—No, señor. No se trata de una profesional. La verdad es que es una amiga de mi hermana y viene de una familia muy buena. Sobre todo no le ofrezca dinero. Se pone terriblemente furiosa, si alguien le ofrece dinero. Con todo, si me da usted un billete de diez dólares, procuraré hacérselo llegar. De este modo no se sentirá violenta… No, no, yo no quiero nada para mí. Yo tan sólo deseo que usted pase un buen rato.

Mi punto de vista es que el mundo no siempre progresa. Es verdad que ahora puedes entrar en el ascensor de un hotel, apretar un botón y llegar a tu cuarto de un modo suave, tranquilo y silencioso. Si quieres agua helada, te basta apretar un botón que hay encima del lavabo y mana en seguida un torrente frío, claro y abundante. Las toallas son suministradas en abundancia e incluso te suplican que te lleves el jabón a casa como recuerdo. Sin embargo, a pesar de todas estas mejoras, el hotel moderno es una combinación fría, sin alma y mecánica de acero, madera e indiferencia. Por lo demás, si es eso en lo que estás pensando, un vagón de metro durante las horas punta te proporcionará un contacto mucho más personal.

* * *

Bueno, volvamos a Harpo y al vestíbulo del hotel. El segundo día, sonó la campanilla de la recepción y Harpo recibió la orden de llevar a tomar el aire al perro favorito de la señorita Langhorne. El recepcionista le dijo:

—Sobre todo sácalo por la puerta de atrás. No queremos alarmar a los huéspedes en el vestíbulo.

Harpo quedó un poco intrigado con aquella observación. Se preguntó cómo alguien podía tener miedo de un perrito. La señorita Langhorne, sin embargo, siendo del teatro, no viajaba con algo tan vulgar como un chucho. Lo que ella transportaba alrededor del mundo era un cachorro de leopardo.

Esto constituía todo un cambio con respecto al anterior empleo de Harpo. Ahora llevaba algo a remolque que, a diferencia de las salchichas, no se podía comer. Incluso era posible que se invirtiera todo el proceso y que fuera el leopardo quien se comiera a Harpo. Pero «Dodó», el pequeño cachorro juguetón, estaba atado y por un momento Harpo se sintió moderadamente seguro. Volverse atrás significaba perder la excelente propina que le aguardaba, de manera que no existía otra opción.

Habían dado media vuelta a la manzana, cuando el leopardo divisó un perro. Se soltó de la correa de un brinco y mató rápidamente al animal. Harpo, dominado por el pánico, volvió corriendo al hotel y entregó a la señorita Langhorne la cadena vacía, informándole que a Dodó lo había llenado de perdigones un cliente que acababa de salir de la armería Abercrombie y Fitch. La señorita Langhorne permaneció en reposo durante cuarenta y ocho horas e inmediatamente partió hacia la India. Como es de suponer, fue allí para buscar otro cachorro. La dirección dio a Harpo la tradicional patada y al cabo de una hora estaba de nuevo en casa leyendo las columnas del periódico dedicadas a las Demandas.

* * *

Mientras tanto Chico había dejado contento su floreciente carrera en New Jersey, que era una combinación de salvavidas y de pianista, cambiándola por la vida social en el salón de billares de Harlem. Circunstancias que estaban más allá de su control lo obligaron ahora a prescindir de ello y a conseguir un nuevo empleo. Se puso a trabajar para una empresa de mayoristas de papel que estaba especializada en secantes. El trabajo de Chico consistía en empaquetar los secantes en cajas de cartón, a razón de mil secantes por caja. Su salario era de cuatro dólares a la semana. A pesar de su pasión por el juego, Chico era un buen muchacho y prometió a su madre que, ahora que estaba magníficamente empleado, nunca más se apartaría del camino recto y honrado. Añadió que las repetidas palizas propinadas por mi padre habían contribuido a enfriar su ardor por las apuestas en los juegos de billar y del dominó. Prometió solemnemente que cada sábado por la noche depositaría fielmente su salario en el regazo de mi madre, como contribución al presupuesto familiar.

Durante las dos primeras semanas cumplió con su promesa. Mi padre se sentía tan feliz con la aparente reforma de Chico, que llegó a decirle:

—Chico, si trabajas así unas cuantas semanas más, te haré un traje nuevo.

Chico se sintió tan conmovido con esta amenaza, que casi estuvo dispuesto a volver a ser un sinvergüenza.

—Te lo ruego, papi —respondió—, no se te ocurra hacerme un traje. Basta que me des diez dólares y ya me compraré yo uno de los almacenes Bloomingdale.

Para empaquetar los secantes no se requería ninguna habilidad, sino un pequeño esfuerzo físico. Sin embargo, después del excitante aprendizaje que había llevado a cabo en el salón de billares, la monotonía empezó pronto a consumirlo. Brotando de nuevo su fiebre, Chico deseaba pasar a la acción. La encontró durante la tercera semana en el sótano de la fábrica de secantes. Una animada partida de dados entre tres se puso allí en movimiento y, en el tiempo que necesita un muchacho para pasar de una posición erecta a otra arrodillada, la partida tuvo cuatro jugadores en vez de tres.

Desafortunadamente, aquel día era un sábado —día de pago— y el salario de cuatro dólares de Chico se trasladó rápidamente de su bolsillo al de uno de los jugadores más expertos. Chico se dio cuenta de que sería algo suicida volver a casa sin sus honorarios. Se estremeció ante la idea de una nueva azotaina. ¿Qué podía decir a mami y a papi? ¿Qué clase de excusa plausible podía concebir? De pronto tuvo una inspiración tan espléndida, que durante cinco minutos permaneció atónito, maravillado ante su propia inteligencia.

Al cabo de pocas horas llegó a nuestro piso, llevando una enorme caja de cartón. Al abrir la puerta principal, mi padre salió a recibirlo con una sonrisa.

—Bueno, Chico, ¿cómo te ha ido hoy el trabajo? Dale a mami tu salario.

—No traigo el salario, papi. La sonrisa de mi padre desapareció. —¿Que no traes tu salario? ¿Dónde está?

Chico indicó la caja que estaba a sus pies.

—Bueno, ya te lo explicaré, papi. Hoy la fábrica hacía una venta de secantes, pero únicamente para los empleados de la empresa. Como yo tenía la suerte de ser un empleado de la empresa, he cogido mis cuatro dólares y he comprado para ti y para mami cuatro mil secantes.

Al decir esto, Chico empezó ya a retroceder.

No había nada que Chico pudiera haber traído a casa que fuera menos útil para nosotros que unos secantes. Si hubiera traído a casa simple estiércol, habríamos podido venderlo a un granjero como fertilizante. Si hubiera traído ratones, habríamos podido venderlos a un gato transeúnte. Pero, ¿qué podíamos hacer con secantes? ¿Qué podíamos hacer con cuatro mil secantes? Era una cantidad suficiente como para mantener bien provista para un año la oficina de correos de Nueva York. No éramos gente literaria y lo poco que se escribía en nuestro hogar se hacía con un lápiz amaestrado. Un secante habría durado toda la vida en nuestra familia.

Mi madre consiguió apartar a mi padre de Chico en el preciso momento en que estaba a punto de estrangularlo. Luego mami se echó a llorar. Chico, un cerebro nato, le pasó un secante y dijo:

—¿Ves qué útiles son estas cosas, mami? Siempre que tengas ganas de llorar, no tienes más que coger uno de estos secantes. Son mejores que los pañuelos y reducirán a la mitad la cuenta de la lavandería.

Con este consejo de despedida, se escabulló rápidamente del alcance de mi padre y huyó por la escalera de incendios, mientras papi lo perseguía acaloradamente, aunque sin éxito.

* * *

El resultado fue el siguiente: Chico volvió a la calle 99 para jugar al billar a cuenta de la casa. La carrera de Harpo como botones acababa de experimentar un final prematuro. Yo era un actor «entre contratos» y Gummo todavía intentaba convencer a su maestra de que Harrisburg era la capital de Montana. No pretendo decir con esto que Gummo fuera tonto. Se trataba únicamente de que sus intereses, igual como los de Chico, estaban en otra parte. Quería dejar la escuela y convertirse en inventor.

Mi madre llegó finalmente a la conclusión de que la manera mejor de introducirse en el mundo del espectáculo era, no presentar a un chico cada vez, sino presentarlos al por mayor. Esta idea cristalizó un día en que llegó a casa y encontró que Gummo, siguiendo los pasos de su ídolo, Thomas Edison, había desmontado el piano de Chico e intentaba convertirlo en un xilófono. Naturalmente, esto encantaba a Chico, quien estaba de pie a su lado, lleno de consejos y de apoyo moral. Sin embargo, la escena puso furiosa a mi madre. Se dio cuenta de que Gummo tenía el alma y los instintos de un inventor y de que era mejor sacarlo del piso, antes de que lo convirtiera todo en algo diferente. En aquel momento, el chico había puesto ya sus ojos en mi padre.

Fue entonces cuando mi madre tomó la decisión que iba a cambiar por completo nuestras vidas. Anunció que Gummo iba a convertirse en actor. ¡Precisamente Gummo! Tenía aproximadamente tanta aptitud para la escena como la tienen el término medio de los zulúes para la psiquiatría.

—Voy a montar un número que causará sensación —declaró mi madre—. Buscaremos a una chica que cante. Esto aportará cierto toque erótico. Y Gummo y tú —dijo señalándome— seréis marineros. Marineros y sexo. ¡No puede fallar!

Un tanto sorprendido, pregunté:

—Mami, ¿por qué hemos de ser marineros?

—Te explicaré por qué —replicó—. He pasado casualmente esta mañana por los almacenes Bloomingdale y tienen expuestos a la venta unos trajes blancos por nueve dólares y noventa y ocho centavos. Conseguiremos unos sombreros baratos de paja, que ahora se venden por nada, ya que el verano se ha terminado, y unos zapatos blancos. También se venden por nada, ya que los tamaños son raros. Ya he hecho un vestido para la chica que tomará parte en el número.

—Mami —interrumpí de nuevo con voz débil—, ¿cómo sabes que el vestido le sentará bien a la chica que actúe con nosotros?

—No seas estúpido —dijo encogiéndose de hombros—. Hay por ahí centenares de muchachas que cantan. Todo lo que hemos de hacer es encontrar a una que se adapte a este vestido.

Al cabo de poco tiempo estábamos ensayando en la sala de estar, vestidos con trajes blancos, con sombreros de paja blancos, zapatos blancos, corbatas de lazo, cuellos de celuloide y rosas de papel en los ojales. No recuerdo exactamente lo que llevaba la muchacha. Lo único que recuerdo es que no le sentaba bien.

Todavía no teníamos ningún nombre para el número. Pero, después de que mi madre nos oyó cantar una estupidez titulada. «¿Te gustaría ser mi dulce y pequeño amor?», dijo:

—He encontrado el nombre perfecto para el número. ¡Lo llamaremos «Los tres ruiseñores»!

—Pero, ¿por qué ruiseñores? —pregunté.

—Porque —replicó— todo el mundo sabe que los ruiseñores están siempre cantando.

Existen tres razones lógicas por las que pudo ponernos el nombre de «Los tres ruiseñores». Una, que nunca había oído a un ruiseñor. Dos, que era insensible a la música. Tres, que tenía un gran sentido del humor.

De hecho, la única que sabía cantar era la muchacha. Las voces de los otros dos ruiseñores se encontraban en proceso de cambio y, de un día a otro, nadie podía predecir qué sonidos brotarían de sus hábiles gargantas.

Gracias al encanto y a la picardía de mi madre, como también a los guisos de mi padre, conseguimos un contrato para unas cuantas semanas. Hubiéramos podido actuar más tiempo, pero la chica que cantaba con nosotros, a pesar de que cantaba magníficamente, tenía una característica desafortunada. Era completamente incapaz de mantenerse dentro de la misma escala. En un número en el que actuaba sola cantaba «Ámame y el mundo será mío». Esta canción tiene al final un bello crescendo que acaba con un do después de un si agudo. En todas las semanas que cantó con nosotros, nunca fue capaz de llegar a aquel do. Unas veces daba una nota más aguda, otras veces más baja, pero por lo visto tenía una aversión fundamental por aquella nota particular y era capaz de evitarla de un modo persistente durante un período de varios meses.

De esta forma, «Los tres ruiseñores» volaron hacia el país de irás y no volverás, para no ser vistos ni oídos nunca más.

Si crees que esto desanimó a mi madre, se debe únicamente a que no la conociste. Ahora tuvo una idea más brillante todavía. Prescindiría de la insegura soprano y conseguiría para su número un joven cantante, bueno y seguro, con preferencia uno que supiera mantenerse dentro de la misma escala. Luego jugó su carta decisiva. Echaría mano de Harpo, que no tenía ninguna clase de talento vocal (aunque tampoco tenía trabajo), y lo convertiría en un cantor bajo. A Harpo esto no le pareció un futuro demasiado bueno. Pero, antes de que pudiera protestar, mi madre, vibrante de entusiasmo, prosiguió diciendo:

—Tengo una gran idea. En vez de llamar a nuestro número «Los tres ruiseñores», lo llamaremos «Los cuatro ruiseñores». ¡Es un nombre magnífico! Voy a ir esta tarde a Bloomingdale y compraré dos trajes blancos más. Y tú, Harpo —añadió—, mientras voy a comprar, haz prácticas de canto, de bajo.

—Mami —argüyó—, ya sabes que no sé cantar.

—Mantén la boca abierta y nadie notará la diferencia —replicó.

Harpo atacó ahora otro punto.

—Muy bien, pero si llevamos trajes blancos, ¿por qué no nos llamamos «Los cuatro marineros»?

—No podemos —replicó mi madre—. Ya hay un número que se llama «Los cuatro marineros».

Harpo insistió:

—¡Ah! ¿Van vestidos de marineros?

—No —respondió mi madre—. No del todo. Sólo llevan los sombreros.

—Entonces, ¿por qué se llaman «Los cuatro marineros»?

La respuesta de mi madre fue una de las más misteriosas que he oído en mi vida. Dijo:

—Se llaman marineros porque cada domingo alquilan un bote y van a pescar a la bahía de Jamaica.

Esto ha de parecer bastante absurdo al lector, pero has de recordar que estoy escribiendo acerca de los primeros espectáculos de variedades, que en aquellos tiempos todavía eran más estrambóticos de lo que son actualmente.

* * *

Pasaron cuatro años. Los cuatro ruiseñores estaban actuando ahora en el puerto de Atlantic City. Al final de este puerto había una red de pescar que se metía en el interior del océano y que dos veces al día era izada con pescado suficiente como para alimentar al estado entero de New Jersey. Por dos dólares y medio, una pensión podía comprar víveres de pescado para una semana y en Atlantic City únicamente la gente muy rica tenía carne a la mesa.

Mi madre negoció el contrato y nos pusimos muy contentos cuando volvió a casa y nos contó el maravilloso trato que había llevado a cabo: cuarenta dólares a la semana, con alojamiento y comida gratis.

En aquellos días éramos muy comilones y apenas pudimos contener nuestra impaciencia al llegar a la pensión. El desayuno se servía a las ocho. Pero nosotros ya estábamos dispuestos a las siete y media.

—¿Qué querréis tomar, muchachos? —preguntó el mozo de la fonda.

Todos pedimos bistec.

—No, creo que no me habéis comprendido —dijo.

Quiero decir qué clase de pescado os gustaría para desayunar.

—No queremos pescado —respondimos—. Queremos bistec.

—Muy bien —dijo—. ¿Qué os parecería un buen bistec de atún?

—Oiga —dije yo—, somos actores, tenemos hambre y ¡queremos comer!

—Bueno —replicó encogiéndose de hombros—, si queréis carne, tendréis que ir a otro sitio. Aquí hay que comer pescado o no se come.

Comimos pescado para desayunar. Comimos pescado para almorzar. Y aquella noche, únicamente para evitar la monotonía, nos pusieron cangrejos. Nos pusieron pescado azul el martes, pescado blanco el miércoles, y el jueves nos pusieron besugo para almorzar y anguilas fritas para cenar. Por entonces, a dos de los ruiseñores ya empezaban a salirles escamas. El viernes por la mañana, mientras tomábamos nuestro pescado para desayunar, para pasar el tiempo nos contamos mutuamente los sueños que habíamos tenido la noche anterior. Fue bastante curioso que todos nuestros sueños parecían tratar del mismo tema. Todos habíamos soñado con bistecs, pies de cerdo, costillas de ternera y pollo asado.

En el muelle, precisamente cerca del teatro, había un hombre que vendía bocadillos de carne asada. Tenía un pequeño puesto y en aquel puesto se veía una pierna de buey asada, aproximadamente del tamaño de una maleta. Actuábamos cuatro veces al día y, para entrar y salir del teatro, teníamos que pasar ocho veces ante aquel altar de carne de buey asada, cuatro veces para entrar y cuatro veces para salir.

El viernes estábamos tan ávidos de carne, que incluso nos mirábamos mutuamente con gula. Fuimos a hablar con el empresario y le pedimos que nos diera algún dinero como anticipo de nuestro salario.

—¡Ni cinco centavos! —replicó—. La última vez que hice un anticipo fue a «Los tres Simpson voladores». Dos de ellos se emborracharon y el que volaba fue a aterrizar en la cabeza de una señora situada en la quinta fila.

Así estábamos, pues: cuatro ruiseñores hambrientos, con tanto pescado dentro como el que había en el acuario de la población.

El torturante olor de carne asada nos volvía locos y la idea de otra comida de pescado constituía más de lo que podíamos aguantar. Parecía que únicamente existía una solución. Si queríamos conseguir algo de carne, teníamos que vender algo de valor. Sólo había un objeto entre nosotros cuatro que tuviera la posibilidad de convertirse en bocadillos de carne asada. Era mi pluma estilográfica. Durante cuatro años había conservado aquel regalo de bar mitzvah como un tesoro. No sé cuál era su valor, pero sentimentalmente representaba para mí una gran cosa. La idea de desprenderme de ella me entristecía de una forma indescriptible. Pero el aroma de aquella carne jugosa, junto con las súplicas y las amenazas de mis hermanos, me convencieron finalmente y, tras algún regateo, entregué la pluma por ocho bocadillos de carne asada.

A la semana siguiente ya no trabajábamos, de modo que nos quedamos en Atlantic City. En conjunto, gastamos en bocadillos de carne de buey asada casi veinte dólares de los cuarenta que habíamos recibido. Después de obtener mi paga, intenté comprar de nuevo la pluma, pero el vendedor de carne me dijo que la había perdido. Me contó que una mañana había ido al final del muelle para contemplar cómo izaban la red. Mientras se inclinaba hacia adelante, la pluma se le cayó al agua desapareciendo en las profundidades. Mi única esperanza es que algún calamar encontrara mi pluma, ya que juntos podrían haber sido muy felices. Por lo que a mí se refiere, tenía diecisiete años cuando la perdí. La vez siguiente que comí pescado tenía cuarenta.

* * *

No siempre se realizaba de este modo, pero una buena parte de los salarios de los espectáculos sencillos de variedades se basaban en el número de gente que intervenía en el espectáculo. Durante cuatro años habíamos sido «Los cuatro ruiseñores» y ya ganábamos doscientos dólares. Cuatro individuos, doscientos dólares. Seis individuos, trescientos dólares, y así sucesivamente. Esto proporcionó a mi madre una idea brillante. En aquella época mi madre tenía cincuenta años y una hermana suya había cumplido los cincuenta y cinco. Decidió que, si se unían a nuestro número, podríamos aumentar nuestro salario de doscientos dólares a trescientos. El hecho de que ni mi madre ni su hermana tuvieran el menor talento no preocupó a mi madre lo más mínimo. Dijo que conocía a mucha gente en el mundo del espectáculo que no tenía ningún talento. En aquel momento me estaba mirando. En aquella época mami viajaba con nosotros y me dijo que no sabía si su hermana Hannah estaría dispuesta, pero que se comunicaría con ella inmediatamente y quizá podría convencerla de que viniera. Por lo visto, no se requirieron muchos esfuerzos, porque Hannah llegó a la mañana siguiente con una maleta de cartón, una guitarra abollada y un vestido blanco de organdí que había llevado en la boda de su hija.

—Mami —dije yo—, si me perdonas la curiosidad, ¿qué pensáis hacer tú y tía Hannah en el número?

—Bueno —respondió—, lo primero que haremos será cambiar el nombre del número. En lugar de «Los cuatro ruiseñores» se llamará «Los seis mascotas». Esto añadirá cien dólares a nuestro salario.

—Pero, ¿qué vais a hacer en el número para justificar este incremento? —pregunté.

—Llevaremos dos guitarras —explicó—, y Hannah y yo cantaremos «Dos muchachitas vestidas de azul», a dúo. Haremos ver que somos dos chicas estudiantes. Nos vestiremos como dos jóvenes de verdad, con vestidos azules, y el público creerá que somos dos muchachitas. Estoy segura de que todo el mundo quedará encantado.

¡Chicas estudiantes! No quise recordar a mi madre que ella tenía cincuenta años y que su hermana había cumplido ya cincuenta y cinco.

—Mami —dije yo—, se trata de la guitarra. No sabía que hubieras aprendido a tocar la guitarra.

—¡Oh, sí! —replicó—. La última vez que estuviste de gira Harpo nos enseñó a mí y a Hannah las tres cuerdas básicas.

Aquel día quitamos apresuradamente el nombre de «Los cuatro ruiseñores» y amanecimos en el horizonte teatral como «Los seis mascotas». No había ningún cambio en el número, exceptuando el hecho de que en un momento dado aparecerían dos chicas jóvenes por ambos lados del escenario, armada cada una con una guitarra. Se instalarían en dos sillas colocadas en el centro del escenario e interpretarían la canción «Dos muchachitas vestidas de azul».

En la función inaugural, los cuatro chicos estábamos de pie entre bastidores, llenos de curiosidad y un tanto inquietos acerca de cuál podría ser la reacción del público. No queríamos que vacilara la confianza que tenían las «chicas», diciéndoles fríamente que aquello era particularmente desastroso. Tan sólo pedíamos que pudieran salir a escena y marcharse sin que el público advirtiera su presencia.

Antes de salir a escena, Mami y Hannah decidieron quitarse las gafas. Se dijeron una a la otra que, sin gafas, no sólo parecerían chicas estudiantes, sino que incluso podían ser tomadas por niñas.

Cuando llegaron al centro del escenario, fuese por el nerviosismo normal que experimenta cualquier debutante teatral o bien por el hecho de que apenas podían ver sin sus gafas, fueron a sentarse graciosamente en la misma silla. El frágil asiento, que no había sido diseñado para sostener el peso conjunto de dos robustas mujeres de mediana edad, hizo lo que cualquier otra silla habría hecho en circunstancias semejantes. Se derrumbó. Mami y Hannah cayeron al suelo con estrépito y las guitarras se escurrieron de sus manos. El aburrido pianista, que por lo visto ya estaba acostumbrado a esta clase de catástrofes de poca monta, empezó a tocar rápidamente «La bandera adornada de estrellas» mientras mami y Hannah, dominadas por el pánico, volvían hacia los bastidores.

A la mañana siguiente, mami anunció que su primera función la noche anterior había sido también su función de despedida. Luego nos besó a todos, nos dijo adiós y tomó el tren de vuelta a Nueva York.

Habiendo huido las dos mascotas, nos convertimos de nuevo en «Los cuatro ruiseñores», y los cien dólares de más a la semana que esperábamos conseguir no fueron más que otro sueño.