Capítulo VI

QUIEN NO TIENE NADA, VIAJARÁ

Estaba dispuesto y tenía verdaderas ansias por lo que atañe al mundo del espectáculo. La escuela representaba para mí un aburrimiento indescriptible y la única cosa que me interesaba era la maestra, una joven irlandesa, alta, bien formada, de ojos azules, llamada Seneca, que recitaba Evangeline con una voz profunda y dramática. Nunca volví a oír nada semejante hasta que escuché a Barrymore recitando el soliloquio de Hamlet. Su vibrante voz baja, unida a sus otros encantos, me conmovía… hasta que un día descubrí que le gustaban las chicas y esto fue el fin de Longfellow y de miss Seneca.

Los demás estudios me parecían bastante inútiles. El álgebra y la geometría eran instrumentos del diablo, ideados para amargar la vida de débiles y estúpidos muchachos.

Un día, hojeando un periódico, la suerte se puso en mi camino. Leí un anuncio en el World de la mañana que decía:

Se necesita chico que cante para actuar en número de variedades. Pensión, comida y cuatro dólares semanales.

Para un muchacho cuya asignación eran cinco centavos cada siete días, cuatro pavos parecían como un pasaporte para la casa de la moneda. También representaban el fin de la escuela. De esta manera, poniéndome el mejor traje —que también era el peor y el único que tenía—, tomé un tranvía y en menos de una hora estaba subiendo los cinco tramos de escalera y llamando a la puerta de una de las oficinas más sucias que jamás haya husmeado.

Se abrió la puerta y un hombre de mediana edad, de nariz aguileña, vestido con un quimono azul y con sus labios pintados ligeramente con un toque de carmín, me hizo entrar en un piso que todavía estaba más sucio que aquel en que yo vivía. Expliqué que había leído el anuncio y que yo era un muchacho cantor.

—Sube a la azotea —dijo—. Subiré en seguida.

Cuando llegué allí, descubrí que alrededor de otros treinta golfillos habían llegado antes que yo. Algunos llevaban zapatos de claqué (o tarugos, tal como los llaman ahora) y, como el suelo era de hojalata, la combinación de estampidos sonaba igual que una sección de artillería actuando en plena batalla.

Robin Larong (ya que éste era el nombre del individuo vestido con el quimono batido por la tempestad) apareció finalmente. Con una voz considerablemente más aguda que la de la mayor parte de los hombres, explicó que había firmado un contrato para hacer una importante gira de variedades y que necesitaba un muchacho que cantase bien y un chico que supiera bailar. Por suerte, entre aquella multitud únicamente había tres que cantasen. El resto movían sus pezuñas con diversa habilidad. De los danzantes, eligió finalmente a un rudo muchacho del East Side, llamado Johnny Morton. Tras cantar yo: «Ámame y el mundo será mío», me sonrió y, señalando con un dedo imperioso a los demás, chilló: «¡Marchaos!».

En aquella época yo tenía quince años y sabía tanto del mundo como un retrasado mental de ocho. Pregunté:

—¿Adónde vamos a ir, señor Larong? ¿Y cuándo empezaremos?

Respondió que debutaríamos en Grand Rapids y que luego iríamos a Denver. No mencionó ninguna otra ciudad y yo no le hice ya ninguna otra pregunta. Había dicho que tenía un contrato referente a una gira importante de espectáculo de variedades y, por lo que a mí se refería, dos semanas constituían una gira. Todo lo que sabía era ¡que ya me encontraba en el mundo del espectáculo! El teatro me llamaba y yo estaba dispuesto a oír su llamada.

Estaba un poco nervioso por el modo como sería recibido en casa el anuncio de mi partida. Había imaginado un grupo familiar abatido por la aflicción o, si no abatido por completo, por lo menos apesadumbrado por la idea de que iba a dejarlos. No sólo no hubo aflicción o recriminaciones, sino que mi anuncio pareció galvanizarlos en un estado de alegría que no volvería a presenciar hasta al cabo de unos cuantos años, en el día del armisticio. Si hubieran estado en la calle, estoy seguro de que habrían bailado y arrojado los sombreros al aire. Un alegre espíritu de carnaval pareció apoderarse de toda la familia y todo lo que deseaban saber era cuánto tardaría en ahuecar el ala. Por lo demás, daban a entender que si no volvía también les daba lo mismo.

Estuvimos ensayando alrededor de dos semanas. Como el jefe, Larong, vivía en una habitación de aquella oficina, hacíamos nuestros ensayos en la azotea. Bajo el sol de agosto, el pavimento de hojalata producía en nuestros pies la sensación de tener debajo una estufa al rojo vivo, pero éramos jóvenes, entusiastas y hambrientos, es decir, dispuestos a padecer cualquier cosa por el teatro. El espectáculo estuvo finalmente preparado y nosotros dispuestos a subir en el carro de Tespis.

Cuando me despedí, mi madre lloró un poco, pero el resto de la familia pareció capaz de contenerse sin demasiado esfuerzo. Como gesto de despedida, en el momento en que me marchaba me mordió el perro.

Mi equipaje consistía en una maleta de cartón y en una caja de zapatos llena de pan moreno, plátanos y huevos duros. Los huevos debieron de ser baratos aquel año, porque nunca he visto tantos en una caja. Aunque únicamente iba a ir a Grand Rapids, tenía huevos suficientes para mantenerme hasta llegar a San Francisco.

Por lo que se refiere a Chico y a Harpo, eran mayores que yo y estaban demasiado ocupados para advertir algo tan trivial como mi partida. Harpo había dejado la escuela inmediatamente después de graduarse en la guardería y ahora ganaba tres pavos a la semana, vendiendo carne y verduras a las familias más ricas de la vecindad. Chico, el único hermano Marx que llegó a terminar los estudios en la escuela estatal, estaba haciendo un buen uso de su educación. Estaba empleado ahora como botones en una elegante sala de billares situada en la calle 99, en el barrio más pobre de Harlem.

* * *

En todo caso, yo estaba ya en el mundo del espectáculo, aunque fuera sólo por dos semanas. Nuestro número se llamaba «El trío Larong». Para asegurarse de que el público nos conociera, Larong nos había disfrazado con uniformes de botones, con los correspondientes sombreros alrededor de los cuales estaban grabadas con letras doradas las palabras Trío Larong. Nos hacía ir así por la calle. Cuando yo le pregunté por qué razón, dijo que aquello representaba una publicidad tremenda para nuestro número, ya que en escena también iríamos disfrazados de aquel modo tan particular. A mí no me importó. También habría podido mandarme que me vistiera con una piel de oso y habría sido igualmente feliz. Cualquier cosa que me pusiera constituía una mejora con respecto a los vestidos que usaba normalmente para ir por la calle. Además, conseguía que la gente se fijara en mí. Y descubrí que eso me gustaba. Por primera vez en mi vida tuve la sensación de que no era un cero a la izquierda. Formaba parte del trío Larong. Era un actor. Mi sueño se había convertido en una realidad.

Desconocía la clase de tren en que Larong pensaba embarcarnos y, no habiendo viajado nunca en tren, tampoco sabía lo que cabía esperar. Si en el tren había un coche cama, nunca lo supimos. Y lo mismo vale para el coche restaurante. Pero yo tenía quince años y podría haber dormido en la punta de un asta. Nos tocó viajar durante tres días sombríos hasta llegar a Grand Rapids, pero todavía me quedaban seis huevos en la caja de zapatos.

Ahora será mejor que describa el número que estaba a punto de caer sobre los desprevenidos ciudadanos de Grand Rapids. Lo empezábamos los tres vestidos con falda corta, medias de seda, zapatos de tacón alto y unos amplios y recargados sombreros de viuda alegre. Esta clase de vestidos eran muy corrientes en los espectáculos de variedades de aquellos tiempos. Los tres cantábamos una canción titulada «No sé qué pasa con el correo». El poema lírico empezaba así:

No sé qué pasa con el correo.

Nunca había tardado tanto.

Estoy levantado desde las siete

y nada ha pasado por debajo de mi puerta.

No recuerdo el resto de esta pieza clásica, pero el contenido básico de la canción consistía en que ese individuo era mantenido por una mujer llamada Liza y, por algún motivo, su cheque semanal no había llegado. No sé cómo Liza ganaba el dinero, pero por la letra de la canción podía juzgarse que el negocio que se realizaba en la casa donde ella vivía no funcionaba demasiado bien. Hay un término para designar a un hombre que es mantenido por esta clase de mujer, pero no voy a meterme ahora en eso. En todo caso, así era la letra. Podría haber tenido sentido si la hubiera cantado un hombre, pero estoy seguro de que el público tuvo que quedar desconcertado ante los tres individuos vestidos con ropa de mujer, gimiendo lastimeramente la triste historia de Liza y de su amante arruinado.

La canción, igual que todas las canciones, terminó finalmente y en seguida me quité la falda, los zapatos de tacón alto y el voluminoso sombrero. Luego, poniéndome un traje de monaguillo, reaparecí en escena y canté «Jerusalén, abre tus puertas y canta» para una multitud que guardaba silencio. El único sujeto que aplaudió fue un religioso fanático que, bajo la impresión de que aquella canción tenía un significado sacro, se puso de pie sobre su asiento y gritó: «¡Aleluya!». Al fin el empresario, que obviamente era ateo, vino por el pasillo y lo echó fuera.

Luego Johnny se encabritó y ejecutó una danza de claqué. Por desgracia, mientras realizaba un salto de costado, uno de sus zapatos salió volando y golpeó a una señora del público. Al término de nuestro contrato, el empresario nos descontó diez dólares de nuestro salario, explicándonos que había tenido que dárselos a la señora, la cual le había amenazado con ponerle un pleito por daños y perjuicios.

Tras este incidente, Larong salió a escena con un traje de noche muy escotado y con cola incluso, y cantó «Vuélveme a besar», de Víctor Herbert, mientras el reflector iba enfocando la cabeza calva de un señor que había en el público. Larong acabó el espectáculo disfrazado de Estatua de la Libertad y sosteniendo una antorcha en una de sus manos. Morton y yo íbamos vestidos de soldados continentales, protegiendo a la señorita Libertad de sus enemigos invisibles. Los enemigos invisibles resultaron ser los espectadores y únicamente el hecho de que por entonces el teatro estuviera casi vacío nos salvó de ser lapidados.

Cuando nos dirigíamos a Grand Rapids en el tren, Larong nos había contado que nuestra gira consistía de momento sólo en nuestra actuación en Grand Rapids y luego en una semana dividida de la manera siguiente: tres días en Víctor y tres días en Cripple Creek, en Colorado, pero confiadamente predijo que, así que llegasen a la oficina de contratación de Nueva York las noticias de nuestra representación, nos lloverían las ofertas. Por lo visto, las noticias habían llegado a la oficina de contratación, porque nuestra gira siguió consistiendo en dos semanas.

* * *

Actuamos en Víctor y en Cripple Creek, sin que llegaran a asesinarnos. Tras la última representación en Cripple Creek, volví a nuestra pensión para preguntar a Larong sobre nuestros planes futuros, para descubrir únicamente que el maestro de espectáculos había empaquetado apresuradamente su quimono azul, su vestido de noche y sus maquillajes, poniendo pies en polvorosa para no ser visto ni oído nunca más.

Luego miré si estaba aquel genio de la pirueta y del salto, Johnny Morton, pero también había desaparecido. Como gesto final de buena voluntad, se llevó consigo mi salario de las dos semanas, consistente en ocho dólares, que yo había ocultado astutamente debajo del colchón. También se llevó mi otro par de zapatos.

No sé dónde está el desfiladero del horror, pero ciertamente yo me encontraba entonces por los alrededores. Sin empleo, sin dinero, con un mínimo de talento y lejos, muy lejos de mi casa. Era inútil escribir a mi madre y a mi padre pidiéndoles dinero. Ellos tampoco tenían.

Cuando volví a la pensión, encontré a la patrona, una amable bruja entrada en años que me estaba esperando. Inmediatamente se abalanzó sobre mí:

—¿Dónde está el dinero que me debes por el alquiler de tu habitación?

Le conté con tristeza la historia de cómo me había abandonado mi ex empresario y le expliqué de qué forma había desaparecido Johnny Morton, dejándome solo y depauperado.

—Muchacho —dijo, fijando en mí el único ojo que tenía bueno—, te doy cuarenta y ocho horas para que me traigas un dólar y medio por cuatro días de pensión o vas a salir de aquí con las manos detrás de las orejas.

Luego, refunfuñando, acabó diciendo:

—Todavía no he conocido nunca a un actor que no fuera un canalla.

Si pensaba que esto era un insulto, estaba gastando su saliva en balde. Ésta era la primera vez que alguien me había llamado actor y lo único que pude colegir de ello es que la mujer no había ido al teatro a ver nuestro espectáculo. El hecho de que también me hubiera llamado canalla no tenía importancia. «Un actor canalla». Sonaba a algo arrojado y romántico. Además, dejando a un lado una lamentable falta de talento, yo me consideraba en aquel momento igual a Mansfield, a Warfield, a Hitchcock y, sí, incluso igual a los Barrymore.

Larong, al huir, se había olvidado de llevarse consigo mi traje de botones. La suerte estaba conmigo. Mientras andaba por las calles sin destino alguno pensando qué hacer, tropecé con un pequeño hotel situado en la calle Main que se llamaba «Mansion House», donde divisé a un auténtico botones sentado en el vestíbulo. Después de regatear mucho, me compró el traje por tres dólares. Yo le pedía cuatro dólares, pero él indicó que por lo menos le costaría un pavo quitar del sombrero el nombre de «Trío Larong» y sustituirlo por el de «Mansion House». En todo caso, ahora tenía tres dólares, lo suficiente para aplacar a la patrona y para que me quedara alguna cosa para comer. Todo lo que necesitaba en aquellos momentos era un empleo.

Lamenté tener que desprenderme de aquel traje de botones. Vestido con él y con el nombre de «Trío Larong» en el sombrero, constituía una prueba ambulante de que pertenecía al mundo del espectáculo. Con mi ropa normal, no era más que un joven, un individuo estrambótico que no tenía trabajo.

* * *

Al día siguiente vi un anuncio que ponía: «Se necesita joven con experiencia para conducir un carro de comestibles entre Cripple Creek y Víctor. Ha de saber cómo se manejan caballos». Habiendo nacido y crecido en la isla de Manhattan, los únicos caballos con los que había tenido algún contacto eran los de los tiovivos de Coney Island. Con este dudoso bagaje, únicamente el pensamiento de mi decreciente capital me animó a presentarme y a solicitar el empleo.

El propietario de la tienda de comestibles, un ladrón alto y de aspecto cadavérico, estaba ocupado en timar a un cliente y apenas se dio cuenta de que yo entraba. Al fin se volvió hacia mí y me preguntó con aspereza:

—¿Vienes por el empleo?

Asentí vigorosamente con la cabeza.

—¿Sabes algo de caballos? ¿Has manejado alguno?

—¡Oh, sí! —mentí—. He estado tratando con caballos toda mi vida. Me he criado en un rancho de Montana.

Como me dio la impresión de que el hombre todavía dudaba un poco, añadí rápidamente:

—¡Gané el primer premio en un rodeo juvenil de Cheyenne!

Esto consiguió convencerlo. Señalando con el pulgar, gruñó:

—Sal por atrás. Encontrarás dos caballos. Engánchalos al carro que hay allí y lleva estas patatas a Víctor. Te pagaré cinco dólares a la semana y, si te atrapo robando algún comestible de la tienda, lo descontaré de tu paga y además te daré una paliza.

Años más tarde, cuando empecé a leer, reconocí este carácter en muchas historias de Dickens.

Si no se está acostumbrado, incluso un caballo manso puede parecer muy fiero. En la parte posterior de la tienda encontré dos de los animales más inmensos que jamás había visto. Al principio pensé que eran elefantes. Paleaban el suelo, agitaban sus cabezas, mostrando los dientes y adoptando las expresiones más malévolas del mismo Fu-Manchú. Estoy seguro de que era mi imaginación lo que me lo hacía ver, pero uno de ellos se parecía tanto a mi patrona que debía de ser uno de sus parientes consanguíneos. Al acercarme tímidamente, el pariente de mi patrona se levantó sobre sus patas traseras y relinchó ruidosamente. En el mundo del espectáculo, cuando a uno no le va demasiado bien en escena, se dice que tiene «sudores de fracaso». Para mí, la escena era ya una cosa del pasado, por lo menos momentáneamente, pero los sudores eran una realidad viscosa. Podía sentir cómo brotaban de cada uno de mis poros y se deslizaban a lo largo de mi temblorosa espina dorsal.

Además de estar atemorizado ante los caballos, no tenía la menor idea de cómo engancharlos. Al fin logré acercarme lo suficiente como para echar las riendas sobre uno de los caballos, pero el animal retrocedió y las hizo caer de una sacudida. Todavía estaba asustado, pero estaba llegando también a la desesperación. Se trataba de enganchar aquellos caballos o bien morir de hambre en el patio trasero de una tienda de comestibles. Finalmente vino el propietario.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó—. Creí que te había enviado a Victor. ¿Por qué estás jugando por aquí en vez de enganchar los caballos?

—Enganche usted los caballos —repliqué—. Yo no sé hacerlo.

—¿No me has dicho que te habías criado en un rancho de Montana? —dijo rugiendo.

—Sí —admití temblando—, pero teníamos únicamente caballos de silla para montar.

Al oír esto, el propietario se acercó y enganchó rápidamente los animales. Ocupé el asiento delantero y el hombre, dando una palmada en la grupa de uno de los caballos, gritó:

—¡Adelante! ¡En marcha!

Los caballos salieron de estampida y yo detrás. La carretera hacia Victor atravesaba las dos calles de Cripple Creek, que por suerte estaban desiertas en aquel momento. Intenté aminorar nuestro paso, pero fracasé en el intento. Luego nos metimos por un camino montañoso, por donde los caballos galopaban desenfrenadamente al doblar las curvas. Mantuve la mirada fija hacia adelante. Ya había echado una ojeada rápida y nerviosa hacia uno de los lados con la idea de arrojarme, pero lo único que pude ver fue un precipicio de cuatro mil pies de profundidad. Intenté desesperadamente aminorar el paso de los animales, pero daba la impresión de que hacía varios días que no habían salido y estaban repletos de entusiasmo.

Supongo que no fue más que suerte. Cuando corríamos a galope tendido por la calle principal de Victor, uno de los caballos relinchó ruidosamente, vaciló por un instante —de fatiga o de sobreexcitación— y cayó oportunamente muerto. Salté del carro, eché una rápida mirada al desastre y me volví corriendo a Cripple Creek. Finalmente llegué a la pensión y permanecí escondido allí hasta que mi madre me envió dinero suficiente para volver a casa. No sé de dónde sacaría mi madre el dinero, pero tengo la impresión de que se lo birló a uno de mis hermanos.

* * *

Tras mi regreso de Cripple Creek, me consideré como un actor consumado. Es verdad que me encontraba sin trabajo, pero esto constituía un signo de honor y de distinción en el mundo del espectáculo. Mi madre, enloquecida por mi éxito, encargó a mi padre las tareas de la casa y empezó a ir de una agencia a otra. No era un trabajo fácil. De vez en cuando conseguía un empleo para cantar canciones explicadas con ilustraciones en una cervecería. Afortunadamente para mí, me tocaba actuar a última hora de la noche. Para entonces, la mayor parte de los clientes se encontraban sumidos en el sopor producido por la cerveza y no prestaban demasiada atención a mis cantos. Recuerdo el título de una de las canciones que cantaba. Era: «Junto al viejo castaño, dulce Estelle». Aunque en aquella época no me daba cuenta, aquello era un anticipo de la clase de chistes que luego iba a contar a lo largo de mi vida.

En una agencia teatral, mi madre conoció un día a una inglesa muy guapa que se llamaba Irene Furbelow. Dijo que era una actriz famosa que venía de Londres y que tenía un número tan espectacular que la gente, en Inglaterra, se pasaba la mayoría del tiempo brindando por ella con champán. Necesitaba un chico que cantase, añadió, alguien que pudiera entretener al público mientras ella se cambiaba de vestido. Tenía contratadas siete semanas en el Interstate Circuit y ofrecía pagarme quince dólares a la semana. Esto constituía un considerable aumento de salario con respecto a mi primer empleo y, cuando la vi, me lancé sobre su oferta. Me habría lanzado también sobre ella, pero yo tenía quince años y ella veintitrés, y me di cuenta de que nunca habríamos podido ser felices juntos con mi salario.

El Interstate Circuit comprendía la mayor parte de las grandes ciudades de Texas y de Arkansas. Tras ensayar dos semanas con la fulgurante y sexual Irene, se hizo evidente por completo que ella tenía aún menos talento que yo.

Tras las despedidas familiares de costumbre, que todos parecieron tomar a chacota, me encontré de nuevo en uno de aquellos trenes polvorientos de semicarga que por aquellos tiempos traqueteaban de mala gana entre Nueva York y Texas. Nuestro destino era Hot Springs. Igual que antes, yo iba armado con la inevitable caja de zapatos llena de huevos duros y de pan moreno. Pero esta vez mi madre, dándose cuenta de que ya no era un simple aficionado, omitió los plátanos y los cambió por tres naranjas.

En aquellos tiempos, los números se representaban en toda la cadena como si formaran una unidad. Como la mayor parte de los espectáculos de variedades, el nuestro tenía su dosis normal de comediantes, acróbatas, cantantes y bailarines. El número principal lo constituía un napolitano alto y moreno que se llamaba profesor Renaldo. Tenía un pelo grasiento, un bigote encerado y realizaba un número con animales. También tenía una esposa que procuraba ocultar con sumo cuidado. No estoy insultando al profesor. Medía menos de metro y medio, alcanzaba los tonos más altos y más bajos de la escala musical y tenía un bigote casi tan largo como el de los leones. Se pasaba la mayor parte del tiempo en la oscuridad de los bastidores, hablando con gruesos gatos como si fueran bebés. Un día me contó que no se le permitía decir que era la esposa de Renaldo. Si alguien le preguntaba, tenía que decir que era su hermana. Él le había explicado que, si la gente sabía que estaba casado, disminuiría su atractivo romántico.

La especialidad de Renaldo consistía en pasearse tranquilamente por el interior de una jaula repleta de rugientes leones africanos, equipado tan sólo con una pistola, un látigo y una silla. Tras una enorme cantidad de chasquidos de látigo y de insultos, los leones se movían cansinamente llevando a cabo unas cuantas evoluciones sin fuerza alguna. Desde el momento en que Irene Furbelow lo vio, me di cuenta de que mi idilio con ella, que todavía se encontraba en estado de esperanza, había llegado a un punto muerto. Fue tras él como si pensase que se trataba del último domador de leones que existía sobre la tierra. Nuestro número se llamaba El cochero y la dama. Te permito que adivines quién era el cochero. Era yo, vestido con una chaqueta de color púrpura y botones de latón, pantalones blancos metidos en unas botas de color púrpura y un sombrero de copa amarillo, con una escarapela a un lado.

En la noche del estreno no se produjo ningún incidente. La segunda noche, precisamente cuando miss Furbelow y yo estábamos gorjeando nuestro gran dúo, dos leones se escaparon mientras eran trasladados de la gran jaula del escenario a sus jaulas individuales. Uno de los leones que se habían escapado, impávido ante nuestros cantos, avanzó desde los bastidores hasta el centro del escenario y rugió furiosamente al público. El teatro quedó vacío en treinta segundos. La señorita Furbelow y yo, dominados por el pánico, corrimos hasta el refugio más próximo. Resultó ser el aseo para caballeros. Estaba amedrentado y aturdido, pero era feliz, ya que era la primera vez desde que nos habíamos conocido en que la tenía sólo para mí. Es triste decirlo, pero nunca volvimos a estar tan juntos.

El profesor había obligado de momento a los leones escapados a que entraran de nuevo en sus jaulas. Tuvimos que esperar mucho más tiempo para obligar al público a que entrara de nuevo en el teatro. No fue por los leones, sino por miedo a que la señorita Furbelow y yo volviéramos a empezar con nuestros cantos.

* * *

Por entonces ya era más cuidadoso con el dinero. A medida que transcurrían las semanas, cada día de pago separaba la mayor parte de mi salario ahorrándolo para el día en que terminase la gira. Guardaba mi dinero en un saquito que se llamaba «grouch». Se trataba de un saquito de gamuza que los actores solían llevar atado al cuello para evitar que otros actores hambrientos les birlasen la pasta. Como es natural, pensarás que es de aquí de donde saqué mi nombre. Pero no es así. Existía ya un Groucho mucho antes de que los pechos masculinos utilizaran los saquitos grouch.

Las cosas siguieron sin producirse ningún incidente hasta que llegamos a Waco, en Texas, término de nuestra gira. La última noche, miss Furbelow me dio el billete de vuelta a Nueva York y huyó con el domador de leones, dejando tras de sí a su esposa y a los leones.

Me supo mal que miss Furbelow se marchase, pero era reconfortante saber que esta vez volvía a casa con un capital considerable. En el tren me sentí seguro y feliz. Acariciaba constantemente y con afecto mi saquito grouch. El segundo día decidí abrirlo y echar una ojeada a mi nido lleno de huevos. En lugar de los sesenta y cinco dólares que yo creía llevar a casa, todo lo que encontré fueron algunos recortes de periódicos viejos. Siendo un caballero de la vieja escuela (mis señas son «P. S. 86, Lexington Avenue y calle 96»), no diré que la señorita Furbelow me birlara los ahorros. Diré, sin embargo, que ella era la única que sabía dónde guardaba yo el dinero.

Ahora tenía un saquito grouch vacío y un estómago todavía más vacío. Afortunadamente para mí, en el tren había cierto número de menudas y ancianas señoras, con agradables cajitas de comida llenas de agradables plátanos y de huevos duros. Supongo que, en aquella edad, yo debía de ser todavía más hipnotizador y fascinante de lo que soy actualmente, porque cuando llegué a Nueva York pesaba ocho libras más que cuando la abandoné.

Ahora había hecho dos tentativas en el mundo del espectáculo y no había sacado nada de ello, a excepción de mi amor no correspondido por la señorita Furbelow y un estómago dilatado por los varios metros de plátanos que había consumido.

Un día me dijo mi padre:

—¿Cuánto tiempo vas a estar rondando por la casa? Tus hermanos trabajan. ¿Por qué no lo haces tú también? Harpo trabaja en una carnicería y Chico toca el piano en una sala de cine. ¿Por qué no buscas un trabajo fijo? ¿O es que vas a ser un vago toda tu vida?

Una noche, cuando mi madre volvió a casa de su recorrido diario por las agencias teatrales, me comunicó que Heppner estaba buscando un chico.

—¿Se trata de un empleo dentro del mundo del espectáculo? —pregunté con ansia.

—En cierto sentido, sí —replicó ella—. Heppner es el fabricante de pelucas más importante de Nueva York. Confecciona pelucas para la mayor parte de las grandes estrellas de Broadway. Si trabajas allí, estoy segura de que con el tiempo establecerás algunos contactos teatrales muy buenos.

—¿Cuánto me pagará? —pregunté.

—Tres dólares a la semana —respondió.

—Pero, mami, ¡si esto es menos de lo que ganaba con el Trío Larong!

Mi madre dijo:

—¡Acéptalo! Es una ocasión de oro para conocer a las estrellas.

Fui a ver a Heppner y me dio el empleo. Cinco minutos más tarde, puso en mis manos dos grandes recipientes de hojalata y dijo:

—Ve a la Décima Avenida y haz que te los llenen de petróleo. Cuando vuelvas, sácalos al patio de atrás, pon un poco de petróleo en un cubo y lava estas pelucas.

—Señor Heppner —dije—, yo soy un actor.

—¡Qué absurdo! —replicó—. Eres demasiado pequeño para ser actor.

Por lo visto, no había tenido la ocasión de ver a los enanos cantores, a Mickey Rooney o a Tiny Tim. Persistí diciendo:

—Le digo que soy actor. Acabo de hacer una gira con la famosa actriz inglesa Irene Furbelow.

—No he oído hablar nunca de ella —dijo—. Si fuera tan sólo un poco buena, traería a limpiar aquí sus pelucas.

—Ella no se pone peluca —repliqué acalorado—. Es una mujer joven y hermosa, y tiene su propio cabello.

Heppner acabó la conversación encogiéndose de hombros.

—Si no lleva peluca, no puede ser gran cosa como actriz. Ve a buscar el petróleo.

Al marcharme yo decepcionado, añadió:

—No te preocupes. Aquí conocerás a todas las estrellas.

Al cabo de cuatro semanas, las únicas estrellas que contemplé fueron las que aparecían durante la noche mientras yo estaba en el patio trasero, muerto de frío, limpiando las manchas de grasa de las pelucas.

Un día el señor Heppner me llamó con gran excitación desde la tienda. Era la primera vez que me permitía entrar en aquel recinto sagrado. Me condujo a un pequeño despacho y me indicó a un caballero entrado en años que estaba sentado en una silla. Llevaba una peluca blanca que estaba siendo retocada por uno de los empleados. Con una voz llena de respeto, Heppner susurró:

—Es Jacob Adler, el famoso actor judío del East Side.

Luego me dio una palmada en la cabeza y añadió:

—Quédate con nosotros, hijo mío. Trabaja duro, aprende el oficio y quizás algún día podrás llevar sus pelucas.

Tan pronto como me pagaron el sábado, me largué de allí. Había estado un total de siete semanas y todo lo que había visto era un sucio patio trasero, algunas pelucas todavía más sucias y un destello fugaz de Jacob Adler.