Prólogo

LONDRES, 16 de marzo 2025

lbert Fern miró sus manos, que temblaban. Podía sentir pequeñas gotas de sudor juntarse en las grietas de su frente, líneas grabadas través de los años de concentración que le proporcionó una cara que parecía más vieja que sus años setenta. Setenta años, se encontró pensando. Se habían ido tan rápido, muchos de ellos dedicados a este gran laboratorio, el lugar que más amaba, en busca de respuestas, de avances, de...

Se secó la frente con la manga de su bata de laboratorio. No había duda de ello - había hecho la prueba veinte veces y aún el mismo resultado lo estaba forzando sobre él. Tenía la cura, la cura para el cáncer, la cura que salvaría la vida de su hija, y sin embargo, llegó con algo más. Algo increíble. Algo aterrador.

Con cuidado, el profesor dejó la jeringa que había estado sosteniendo en sus manos, se quitó los guantes y las gafas de protección. Dio unos pasos hacia atrás, como tratando de escapar de su creación y, al mismo tiempo se sentía incapaz de buscar otro sitio. El Santo Grial. Eso era. Se limpió las manos con su bata, inmediatamente apareció más sudor en ellas.

La puerta se abrió de golpe detrás de él, y se asustó, saltando bastante más violento que quizás era de esperar. Con nerviosismo, se volvió, frunciendo su frente.

Su asistente lo miró, enarcando las cejas de una manera que puso a Albert incómodo. –Entonces, ¿lo hiciste? ¿Funcionó de nuevo?

Albert no dijo nada, pero sus ojos hablaron por él. Las esquinas de la boca de su asistente se deslizaron hacia arriba. –Lo hiciste, ¿no? Tú lo has hecho. Jesús, Albert, ¿Te das cuenta de lo que nosotros tenemos aquí?

Albert notó el "nosotros" y lo dejó pasar. –Tal vez. Pero tal vez... –Su voz se apagó. No estaba preparado para articular la verdad, aún no estaba listo para enfrentar la realización que a sólo unos pocos metros de distancia estaba la respuesta a la pregunta que la humanidad había estado preguntando desde que se desarrolló el poder de la palabra. Estaba en shock, en admiración - el descubrimiento le puso caliente pero al mismo tiempo le heló la sangre.

– ¿Albert? –Su asistente caminó lentamente hacia él. El hombre que había estado a su lado durante los últimos años, el hombre que Albert todavía no confiaba–. Albert, –estaba diciendo con incertidumbre –, ¿qué tiene de malo? ¿Algo va mal?

Albert negó con la cabeza, y luego asintió con la cabeza, luego sacudió la cabeza de nuevo. –Nada salió mal, –susurró.

El rostro del joven se iluminó. –Albert, ya sabes lo que esto significa, ¿no? Tenemos el mundo en nuestras manos. Hemos logrado lo que nadie más hizo.

Una vez más, el "nosotros". Albert asintió con inquietud. –Richard, –dijo cuidadosamente –, la invención no siempre es buena. A veces, nuestros inventos son demasiado poderosos para que los controlemos. La división del átomo, por ejemplo. Ernest Rutherford no podía saber lo que iba a seguir, y sin embargo, todos lo asociamos con la bomba atómica.

–La bomba atómica mató a la gente, –dijo Richard, poniendo los ojos en blanco de manera despectiva que sólo los hombres jóvenes podrían, Albert pensó para sí mismo–. Esto es sobre salvar vidas. Prolongar la vida.

– ¿Pero indefinidamente? –Albert preguntó en voz baja–. ¿Sabes lo que eso significaría? ¿Has entendido las consecuencias? Cambiaría el mundo completamente. Cambiaría la humanidad por completo. Nos convertiríamos en semidioses.

–Ya hemos pasado por esto mil veces, –gruñó Richard impaciente, escaneando el escritorio de Albert luego mirando hacia arriba cuando sintió los ojos de Albert sobre él–. Es sólo una excusa evasiva porque eres débil, Albert. Deja de preocuparte. Deja de sentirte como si fueras responsable de cada posible repercusión de lo que has creado. No lo eres.

–Pero lo soy, –dijo Albert.

–No, no lo eres. Y de todos modos, ¿por qué los seres humanos no deben convertirse en dioses? ¿No es el inevitable siguiente paso? Todo debido a ti, Albert. Todo debido a ti. –Tomo un tubo de ensayo y lo sacudió–. Lo que tenemos aquí es la cosa más hermosa que he visto, –dijo, su voz era casi un susurro–. Es increíble. Es maravilloso. Y tú lo hiciste. Piensa en la gloria.

Albert frunció el ceño y negó con la cabeza. –Yo no quiero la gloria, –dijo en voz baja–. Yo ni siquiera sé si quiero esto... ser responsable... haber creado un monstruo tal potencial...

–No es un monstruo, –dijo Richard con rapidez–. Tu solo has estado trabajando muy duro, Albert. Debes tomar un descanso.

– ¿Un descanso? –Albert lo miró con incredulidad–. ¿Crees que puedo tomar un descanso ahora?

–Sí, –dijo Richard, acercándose a él, de repente más tranquilo, y poniéndole las manos sobre los hombros de Albert–. Has salvado la vida de Elizabeth. Lo has hecho. Ahora dame la fórmula y puedes descansar un poco.

Había salvado la vida de ella. Albert sintió golpear su corazón en el pecho. Fue así como todo este trabajo había comenzado. La búsqueda de la cura para el cáncer, para el cáncer de Elizabeth, que había hecho estragos en su cuerpo, volviéndola contra él. Su hermosa hija, prácticamente una desconocida para él. Esto había sido algo que había estado capaz de hacer por ella. No lo suficiente - nunca es suficiente - pero algo.

Albert miró a Richard, pasando por su mentón anguloso, sus ojos ambiciosos, su rígida postura. El marido de su hija. Su yerno. Tenía que recordarle a sí mismo de este hecho de manera regular - a Albert, siempre estaba sólo "su ayudante", el joven que se había negado a aceptar un no por respuesta, que había aparecido un día, una cara fresca de la universidad, diciéndole a Albert sin ningún tipo de ironía que él sabía que Albert tomaría la decisión correcta y lo contrataría. Luego, como si estuviera decidido a forzarse en cada grieta de la vida de Albert, Richard había transformado sus atenciones en la hija de su jefe. Sin dejarse intimidar por los problemas de salud de Elizabeth, la había cortejado, la arrastró a sus pies y se casó con ella. Incluso había tenido un hijo, mientras estaba en remisión, antes de que el cáncer se apoderara de nuevo, con más fuerza esta vez.

Albert estudió a Richard durante unos segundos. A menudo se preguntaba qué había inducido a Elizabeth a enamorarse de este hombre, con su voz fuerte y su completa creencia en sí mismo, tan diferente de él. Entonces otra vez, pensó, tal vez esa fue la razón.

–Por lo tanto, la fórmula, –dijo Richard–. Vamos a patentarla de inmediato.

– ¿Patentarla? –Albert preguntó vagamente, todavía pensando en su hija, en su nieta. Elizabeth le había prohibido visitarla hace un mes, cuando Albert tenía las primera dudas sobre la bestia que temía que estaba creando. Richard había transmitido el mensaje de sobriedad y de disculpa. Se estaba poniendo peor, él le había dicho, ella necesita la cura y la necesitaba pronto, y ella no permitiría a un hombre que tenía el poder en sus manos para curar su enfermedad ver a su nieta. Después de todo, si ella moría en sus manos, entonces perdería a Maggie. ¿Por qué tenía lo que ella no podía? Había sido el chantaje, Albert reconoció eso, pero aun así accedió, entregándose a su trabajo, seguido de cerca por Richard. Y ahora... ahora...

–No he visto a Elizabeth durante tanto tiempo, –dijo tentativamente–. Si pudiera hablar con ella...

–Sí, por supuesto, –dijo Richard con seriedad–. Pero Elizabeth va a querer saber que las drogas están en producción, ¿no es así? Que la formulación está siendo creada y probada. Dame la fórmula. Voy a decirle la maravillosa noticia y sé que ella va a querer verte de inmediato. Basta pensar que, una vez que Elizabeth comience a tomar los medicamentos tendrás toda la eternidad para hacer las paces con ella. Piensa en todo el tiempo que ustedes dos pueden estar juntos.

Albert sintió una triste sonrisita arrastrarse en su rostro. Su asistente habló de la eternidad a la ligera, como si fuera algo bueno, una aventura, no el horror que realmente era. Pero ese era el optimismo de la juventud. Tal confianza en sí mismo. Tal convicción.

– ¿No crees que tal vez estamos cometiendo un gran error? –Preguntó en voz baja–. El panorama de la vida eterna ha corrompido a los hombres a lo largo de los siglos.

–El panorama, pero no la realidad, –dijo su asistente, con un rastro de impaciencia en su voz–. Albert, sería moralmente incorrecto retractarse. La gente tiene derecho a saber. La ciencia no puede ser egoísta - tú me enseñaste eso.

Albert tragó con incomodidad. Quería tiempo para pensar, tiempo para reflexionar, apreciar sus opciones, para revisar la evidencia, para considerar las implicaciones. Y sin embargo, no había tiempo. No para su hija, por lo menos.

– ¿Por qué al menos no me muestras cómo funciona? –dijo su ayudante, luego–, ¿Por favor, Albert?

Albert pensó por un momento. Hasta ahora se había frenado a compartir con Richard nada más que lo que era absolutamente necesario, por temor a que su excesivo entusiasmo, su evidente deseo de gloria, podría tentarlo a interferir. Luego asintió. La verdad era que quería que alguien más vea la belleza de lo que había creado, incluso si él no estaba dispuesto a compartir los métodos todavía. Le dio las gafas a Richard, lo llevó al microscopio.

Con cuidado, Richard se inclinó hacia abajo. – ¿Qué estoy mirando?

–La célula a la derecha.

– ¿Qué pasa con ella? Es vieja. Esta devastada.

–Ya lo sé, –dijo Albert–. Lo puedes decir por el color, por su falta de vitalidad. Ahora mira. –Tomó una jeringa y colocó cuidadosamente una gota del líquido sobre la célula. De inmediato, la célula comenzó a renovarse, los bordes irregulares se hicieron suaves de nuevo, su interior se puso luminoso una vez más. Albert miró el rostro de su asistente tomar una expresión de asombro, vio sus ojos abrirse, su pelo erizarse.

–Es increíble, –susurró Richard–. Albert, esto es la cosa más extraordinaria que he visto nunca. –Se puso de pie, dirigiéndose a Albert con una admiración absoluta estampada en su rostro–. Has convertido a las células viejas jóvenes otra vez. Nadie más se ha acercado a esto. Albert, ¡eres un genio!

–No un genio. –Albert se sintió enrojecer un poco por placer. Fue más bien un logro, admitió. Todo un golpe de Estado. La comunidad científica estaría sobre él. Tendría artículos publicados, daría charlas alrededor de todo el mundo. Cerró los ojos, dejándose imaginar su futuro - lo que quedaba de él. Entonces se rió un poco. Su futuro era tan largo como él quería que fuera. Ese era el punto.

–Sí, –Richard estaba diciendo en voz baja–, un genio. Piensa en el poder. Quien tiene la clave de esta droga tiene la clave para todo el mundo.

La sonrisa que había hecho su camino sobre el rostro de Albert desapareció de repente, su rostro se ensombreció. –No quiero el poder, Richard. La renovación no es cuestión de poder o política o –

– ¿Renovación? –las cejas Richard se alzaron–. ¿Así es cómo llamas al medicamento? Me encanta. Renovación. Hace lo que dice en el envase.

–La Renovación es el proceso, –dijo Albert, frunciendo el ceño ligeramente–. El medicamento no existe, Richard. No tiene nombre. –Respiró profundamente, la batalla que se había apoderado en su cabeza semanas atrás cuando se dio cuenta que estaba al borde de este descubrimiento no disminuyo. La ciencia contra la humanidad. El científico dentro de él estaba a un punto febril de excitación; el hombre estaba aterrorizado por lo que había creado.

–No todavía, –dijo Richard–. Pero lo hará, y pronto. En realidad, tal vez tengas razón - quizás Renovación no es del todo correcto. Tal vez algo que sugiere extensión en lugar de reemplazo. Voy a poner al área de comercialización en esto de inmediato.

–Espera. –Albert golpeó sus manos con firmeza–. Richard, tú tienes que parar. No estoy listo. Yo... –su voz se quebró. No sabía cómo terminar la frase.

–Nunca estarás listo, Albert. Pero piensa en tu hija. Piensa en todas las personas muriendo innecesariamente, dolorosamente, dejando atrás a los demás, vulnerables... Dame la fórmula, Albert. Dámela a mí y entonces no tienes que preocuparte nunca más.

– ¿Crees que va a ser tan fácil? –Albert preguntó, levantando una ceja.

–Sí, porque va a estar fuera de tus manos, –dijo Richard, acercándose–. Deja que el gobierno se preocupe por los aciertos y errores, Albert. Tú has hecho tu parte ahora. Date una palmadita en la espalda y relájate un poco.

Albert lo miró por un momento. Él tenía un punto. Las decisiones acerca de tales cosas eran dominio del gobierno. Él era un científico, no un ético. Lentamente, entregó la jeringa.

– ¿Es eso? ¿Sólo esto? –los ojos de Richard brillaban.

Albert asintió. –En su forma más pura, sí. Se puede hacer en forma de comprimidos también, si eso es lo que la gente quiere. Si eso es lo que el gobierno...

Pero Richard no lo escuchaba; estaba mirando a la jeringa en éxtasis, con la boca abierta, los ojos brillantes.

–Es hermosa, –murmuró–. Es tan hermosa. El elixir de la vida eterna. –Él miró a Albert de repente–. Es eterna, ¿no?

Albert asintió con la cabeza, el científico haciéndose cargo, forzando una sonrisa en sus labios, con orgullo en su voz. –Parece que los órganos se renuevan indefinidamente, sí. Por supuesto que no significa la eternidad. Uno tiene que factorizar la capacidad de la naturaleza para cambiar y transformar.

–Indefinidamente, –susurró Richard–. Oh, Albert, tú lo hiciste. Ahora, la fórmula. ¿Qué es exactamente?

Albert abrió la boca para decir algo, pero se detuvo. Eran los ojos de Richard - el brillo que había visto un par de veces durante las últimas semanas. Había algo que lo hacía ansioso. Puso su mano izquierda sobre la derecha, girando el anillo en su dedo - algo que siempre hacía cuando estaba nervioso, pero que de alguna manera hoy tenía más significado.

–La fórmula, –dijo Richard, con más insistencia esta vez–. Anótala para mí, Albert. Yo me encargo de todo, no te preocupes.

– ¿Anotarla? No, no, es demasiado complejo... –dijo Albert, tratando de ganar tiempo. Miró su reloj - era tarde, demasiado tarde. No habría nadie más en el edificio ahora.

–Entonces muéstrame tus notas. Muéstrame dónde están los trabajos.

Albert negó con la cabeza. Su paranoia volvía a surgir. –Ahora no, Richard. Mañana. Tienes razón - Necesito un descanso. Me iré a casa ahora. Mañana volveremos a esto otra vez...

–No mañana, –dijo Richard, su tono cambiando un poco–. Ahora, Albert. Sé que has estado deliberadamente manteniendo la fórmula lejos de mí, ocultando tus documentos. Pero ahora es el momento de compartir, ¿entiendes?

Albert lo miró con incertidumbre. Oyó la amenaza en la voz de Richard, sabía que debía de haberlo oído.

–Mañana, –dijo–. Necesito descansar un poco. Hablaremos de esto mañana.

–No, Albert, me la darás hoy, –dijo Richard sombríamente.

Los ojos de Albert se abrieron como platos. – ¿Qué has dicho?

Richard lo miraba amenazadoramente. –dije, dame la fórmula ahora, Albert. Si no te arrepentirás.

– ¿Me está amenazando?

– ¿Si lo estaba?–preguntó Richard.

Albert lo miró fijamente. No tenía miedo, se dio cuenta - un hecho que lo sorprendió. De alguna extraña manera había estado esperando este momento, desde que Richard había llegado a su laboratorio. –Si fuera tú, te diría que no hay ningún uso, –dijo en voz baja–. No voy a darte la fórmula, Richard, y sin ella no tienes nada.

Richard digirió esto. –Tengo esto, –dijo, pensativo, sosteniendo la jeringa–. Estoy seguro de que algunos de tus colegas pueden sacar la formulación.

Albert sostuvo la mirada de Richard, durante unos segundos, luego se encogió de hombros. –Tal vez podrían copiarla, sí. Pero no será lo mismo. Richard, ¿no es suficiente curar el cáncer? ¿Para curar tú esposa, mi hija? ¿No es eso suficiente gloria para ti?

Los ojos de Richard se abrieron como platos, y luego se echó a reír. –Nunca me vas a dar la fórmula, ¿verdad, viejo?

Albert negó con la cabeza. –No.

–Entonces puedes ser que también sepas que Elizabeth está muerta, –continuó Richard–. Lo ha estado durante semanas.

Albert sintió que se le encogía el estómago. – ¿Qué dijiste?

–Ella murió. El cáncer la mató. Es por eso que te dije que no quería verte nunca más. No podía desaparecer tu única motivación para la creación de este medicamento, ¿no? En fin, no, curar el cáncer no es suficiente. La vida eterna. Ese será mi legado.

– ¿Tu legado?

Richard sonrió. –En realidad, no un legado. Tienes que morir para tener un legado, y yo no pienso hacerlo. Ahora no. –Sacó su teléfono y apretó un botón–. ¿Derek? Sí. Ahora sería bueno, gracias.

Volvió a mirar a Albert. – ¿Estás seguro de que no me vas a dar la fórmula? ¿Insistes en hacer las cosas difíciles contigo mismo?

–Richard, no hagas esto, –dijo Albert con urgencia–. Esto es demasiado grande, demasiado importante. Vas a fallar. Con el tiempo fracasarás. La naturaleza va a ganar.

–Yo voy a ganar, –Richard lo corrigió–. Ya ves, –le dijo, levantando la jeringa y mirándola con cariño–, eres el pasado, Albert, y yo soy el futuro.

La puerta del laboratorio se abrió y apareció un hombre que Albert vagamente lo reconoció. Uno de los guardias de seguridad de la puerta, pensó.

–Ah, Derek, –dijo Richard con gusto.

Albert miró con incredulidad como Derek se dirigió hacia él y lo agarró por los brazos. –Tienes que venir conmigo, –dijo rotundamente.

– ¿Ir contigo? No, –dijo Albert, dando un paso hacia atrás–. Richard, esto es una locura. Tú no puedes hacer esto.

–Oh, pero si puedo, –dijo Richard, alejándose–. Traté de darte una oportunidad, Albert, pero sabía que ibas a perder. Eso sí, simplemente no puedes aliviar la presión, parece. Los científicos rara vez pueden. Adiós, Albert.

– ¡No! Quítame las manos de encima, –dijo Albert, luchando contra Derek, quien lo sostenía en un apretón férreo mientras Richard lo miraba desinteresadamente.

–No tiene sentido, Albert, –dijo Richard–. Tengo lo que necesito. Tengo la droga y al final del día voy a tener la fórmula también.

– ¡Espera! –Gritó Albert–. Espera - no tienes nada. Richard, no puedes hacer esto. Sin la fórmula exacta no tienes nada. No va a funcionar. No puede funcionar.

–Entonces dame la fórmula, –dijo Richard.

Albert negó con la cabeza. –Nunca. El círculo de la vida debe ser protegido, –jadeó–. Sin ella, no tienes nada.

– ¿El círculo de la vida? –preguntó Richard, rodando los ojos. Chasqueó los dedos a Derek–. Llévatelo, –ordenó–. Estoy cansado de esta conversación. Tengo lo que necesito. –Él tomó el teléfono y marcó un número.

Derek, por su parte, tomó un trapo del bolsillo y lo forzó a meterlo en la boca de Albert, de modo que apenas podía respirar. –Ahora, sobre esta nueva empresa, –Albert escuchó decir a Richard mientras era arrastrado de la habitación–. Estaba pensando en llamarla Pincent Pharma.