57

—Los invitados estarán aquí dentro de pocas horas. Si Odile se despierta en el sótano, no se recuperará.

—He venido tan rápido como he podido.

Blake y Magnier recorrían los pasillos dando zancadas. Cuando llegaron a la bodega de los vinos, la cocinera seguía tendida en el suelo, sin conocimiento.

—Pobre —dijo Philippe compadeciéndose—. Se diría que está durmiendo, como la Bella Durmiente.

—En su palacio de telarañas, en su cama de excrementos de roedor. Maravilloso. Además, con la cantidad de ratones que hay en los alrededores, sería más bien Cenicienta. Según tú, ¿le van a hacer un vestido mientras cantan? Basta de bromas, coge de abajo, yo de arriba, y la subimos.

—Menos mal que, cuando se ha caído, no se ha golpeado con las cajas en la cabeza…

—Si no, serías tú quien cocinaría esta noche.

Con el tono afectado de un maître, el encargado anunció:

—¡Raviolis de bote con salsa de organismos genéticamente modificados y pan de molde en bolsa de plástico!

—A la de tres, la levantamos —ordenó Blake.

Ambos alzaron a Odile y tomaron laboriosamente el camino de la salida.

—Por lo menos, tiene las piernas bonitas —comentó Magnier.

—Ya veo que te interesa.

—Cállate y sigue en lugar de decir tonterías, que me duele la espalda.

—Piensa que estás rescatando a una princesa.

—Un rescate, dices —susurró Philippe—. En mi pueblo, cuando algo pesa tanto, decimos que pesa más que un burro.

—Mira, tiene gracia; en el mío, en Devon, decimos que pesa como una vaca preñada.

—Los estoy oyendo a los dos —masculló Odile—. Se van a enterar…

Quedaba menos de una hora antes de la llegada de los invitados. Manon se había pasado el día sacando brillo al salón de arriba abajo. Blake la había ayudado a pasar el aspirador y a limpiar la lámpara de araña. La mesa estaba puesta, sin desplegarla, ya que no había más que tres servicios. Mantel blanco bordado en el mismo tono planchado in situ, vajilla de porcelana, copas de Baccarat talladas a mano y plata de la más alta tradición francesa. La chica volvió a mullir un poco los cojines del sofá de esquina mientras Andrew comprobaba la alineación de las copas en relación con el respaldo de las sillas.

Más tarde, por la ventana, el mayordomo se aseguró de que Philippe seguía su programa al pie de la letra. Había anochecido ya. A petición de la señora, el encargado había abierto la puerta principal de la verja de manera excepcional. También habían marcado el camino de gravilla con antorchas y barrido las hojas secas que estorbaban el paso en la escalinata. Magnier se había encaramado a un escabel, bajo la marquesina, para cambiar una de las bombillas.

—Te dejo que acabes aquí —le dijo Andrew a Manon—. Voy a la cocina a ver qué tal va todo.

Cosa rarísima, la puerta del comedor estaba cerrada. Blake llamó y entró. Odile cortaba unas finas lonchas de buey.

—¿Cómo va de tiempo?

—Todavía estoy mareada, pero estará todo a punto. ¿Le importa encargarse de decantar el vino?

—No hay problema. Luego iré a cambiarme.

Sin dejar lo que estaba haciendo, la cocinera le preguntó:

—¿Qué piensa ponerse?

—Una camisa beis con mi chaqueta marrón, y puede que una pajarita. ¿Por qué?

—He visto que Philippe ha sacado las antorchas. ¡Usted es capaz de montar la del mayordomo del infierno! Ahórrese la pajarita.

—¿Por qué motivo?

—En Francia, se reserva más bien para los invitados.

—Entendido; así pues, corbata. ¿De qué color? Tengo una azul y una verde.

—Tiene también una bonita, de un burdeos muy oscuro, que le sentará mejor.

Blake abrió las tres botellas de Haut-Brion para dejar que se oxigenara y vertió despacio una de ellas en una jarra de base ancha. Se percató de que, a diferencia de lo que solía hacer cuando cocinaba, su colega no ponía nada en el plato de Méphisto.

—¿Cree que a su gato no le va a gustar?

—Se abalanzaría sobre ello, como sobre cualquier cosa que preparo desde hace algún tiempo, pero lo tengo a régimen. Por favor, no diga nada. Ya sé lo que piensa.

—Le está creciendo el pelaje de invierno, eso es lo que pienso…

Méphisto es un gordinflón de cuidado, eso es todo. Ayer lo vi en el huerto. Agazapado detrás de una ramita, miraba a los pájaros con avidez. Daba la impresión de que estuviera a punto de saltar para atraparlos en pleno vuelo. Pero no sé en qué estará pensando. Con el pelo de angora que tiene, parecía un cojín. Como siga así, va a parecer un sofá entero…

—No quiero ni pensar lo que me habría hecho si yo hubiera hablado de Méphisto de esa manera.

Odile aumentó la potencia de la campana extractora y puso sus lonchas de buey a soasar en la parrilla.

—¿Las cocina ya?

—Es un pequeño secreto de fábrica —explicó—. Para que el plato tenga buen aspecto, hay que soasarlas unos segundos. Eso reseca un poco la carne, pero, luego, al absorber ligeramente el jugo de las uvas, recupera toda su blandura añadiéndole un sutil aroma.

—En Francia hacen menos la carne que en Inglaterra. En su país, todo se sirve crudo, poco hecho por dentro.

—En su país, es una suela de zapato. Son ustedes quienes tienen un problema con la carne. Siempre se les pasa. Es un defecto histórico. Miren lo que le hicieron a nuestra Juana de Arco. ¡La tostaron tanto que se les acabó quemando!

Días de perros
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