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En el primer cruce, Andrew vivió un momento de pánico al ver llegar un coche por el lado incorrecto. Luego, con tanta rotonda que no llevaba a ninguna parte, se perdió un poco en las afueras del lugar, pero terminó encontrando un aparcamiento en el centro, no sin haber llamado la atención de un buen número de transeúntes gracias a su coche antediluviano extremadamente sucio. Magnier le había propuesto acompañarlo para guiarlo, pero Andrew se había negado. Para lo que se disponía a hacer, tenía que estar solo, sin testigo alguno. A pie, tras preguntarles el camino a varias personas, acabó llegando a la entrada de un modesto edificio situado en pleno barrio comercial. Consultó los buzones y esperó a que alguien abriera la puerta con código para pasar. Nadie desconfía de las personas de edad avanzada. A pesar de que los canallas también envejecen.
Cuando llamó al apartamento número 15, Andrew todavía tenía dudas sobre su iniciativa. Lo último que deseaba era perjudicar a Manon. Se abrió la puerta.
—¿El señor Justin Barrier?
—¿Qué quiere?
—Hablar con usted unos minutos.
—¿Hablar de qué?
—De Manon.
Blake percibió cómo el joven de bonitos ojos azules se ponía tenso. Estaba a punto de cerrar la puerta. Andrew apoyó la mano en la hoja para disuadirlo.
—No estoy aquí ni para sermonearlo ni para tratar de influir en usted.
—¿Es usted su padre?
—No tenemos ningún vínculo familiar. La conozco, eso es todo.
—¿Lo envía ella?
—Si supiera que he venido, seguramente se enfadaría mucho. Le pido, además, que nunca se lo cuente. ¿Puedo entrar?
Justin vaciló y acabó por abrir la puerta.
—No tengo mucho tiempo.
—No nos llevará mucho.
El chico no podía estarse quieto, se balanceaba de un pie al otro y no dejaba de meter y sacar las manos de los bolsillos.
—Quizá podríamos sentarnos… —le propuso Blake señalando unas sillas alrededor de una mesa atestada de cosas.
Ambos se sentaron uno enfrente del otro.
—¿Cómo está? —le preguntó Justin evitando la mirada de su visitante.
—De salud está bien. De ánimo, un poco menos. Su madre ha reaccionado mal al enterarse de su embarazo. Por eso, de momento, vive en la mansión donde está trabajando. Yo también soy empleado de la casa.
Justin suspiró de manera ruidosa al tiempo que se pasaba la mano por su corto pelo.
—¿Qué es lo que quiere? —le preguntó a la defensiva.
—Nada. No he venido ni para que se sienta mal con su conciencia ni para leerle la cartilla. De todas formas, si vuelve con ella y no es usted feliz, no durará mucho tiempo y acabará marchándose de nuevo.
—Necesito tiempo para pensar.
—Esa es la frase que nosotros, los hombres, soltamos en general para no tener que pensar precisamente.
—Para no querer leerme la cartilla…
—Estoy dispuesto a apostar que he cometido más errores que usted en mi vida. Si, en ciertos momentos, alguien absolutamente ajeno, a quien no hubiera tenido que rendirle cuentas de nada, hubiese venido a verme para hablar con franqueza, entonces, quizá, habría encontrado algunas respuestas que me habrían ahorrado no pocos desastres. Haga lo que quiera con lo que vamos a decirnos. Es su vida.
—Me siento perdido. El bebé lo cambia todo…
—¿En serio?
—Todavía no tengo edad…
—Bienvenido al mundo de los hombres. ¿Qué edad hay que tener en cada etapa de la vida? Entre los quince y los veinte años, experimentamos, comemos cualquier cosa, también las bebemos, imaginamos, nos hacemos ilusiones. Probamos. En el mejor de los casos, encontramos nuestros límites; en el peor, damos con nuestros defectos. Usted, Justin, ya no está en ese momento. Parece un chico con la cabeza en su sitio, dejando a un lado, quizá, algunos progresos por concretar en lo relacionado con el orden… Tiene usted un trabajo. Su historia con Manon tiene posibilidades de que dure…
—No tenía en mente el bebé.
—La vida pocas veces espera a que estemos listos. No sé si debe elegir a Manon, pero este es el momento en el que tiene que preguntárselo.
—¿Cree que es de la clase de cosas que pueden decidirse así como así?
—Nunca tendrá la certeza de hacer lo correcto, nunca encontrará las respuestas antes de haber recorrido el camino. Pero puede ser sincero, escuchar lo que siente en su fuero interno y no hacer caso a sus temores.
—Habla usted como un viejo sabio…
Blake sonrió.
—Manon también afirma que hablo como un libro, y después me dice cosas que me dejan trastornado. Aunque hacemos cualquier cosa para no demostrárselo, las mujeres a menudo nos causan ese efecto, ¿no es verdad?
—¿Habla de mí?
—Bastante poco, pero piensa en usted todo el tiempo, eso se lo garantizo.
—¿Me odia?
—Lo espera.
—Me escribió una carta…
—¿Le ha respondido?
—Me siento absolutamente incapaz de escribirle cosas tan bonitas, y, además, tan bien dichas; no sé qué contestarle.
—No caben más que dos hipótesis, Justin. Una: este embarazo le hace darse cuenta de que Manon no era más que una aventura con la que no quiere pasar a un estadio superior y, en ese caso, hay que romper. Dos: siente algo por ella y ha sucumbido al pánico porque va demasiado rápido. Los dos enfoques son posibles, pero, como mínimo, debe decirle cuál elige para que pueda o bien continuar, o bien rehacerse… Ella también debe seguir con su vida.
—¿Está casado?
—Lo estuve. Y fui yo quien iba detrás de ella.
—¿La conoció cuando era joven?
—A su edad, llevaba casado cuatro años. Y tuvimos que luchar para tener un niño.
—¿Supo de inmediato que era ella?
—Para ser sincero, creo que las historias de flechazos, de la primera mirada, de estar hechos el uno para el otro y de amor apasionado son cosas de chicas. Son las únicas que se creen esas cosas. Un hombre joven siente el flechazo, sobre todo por un par de nalgas o de pechos. No lo decimos nunca, pero, sin embargo, es verdad. Es después, una vez se han calmado las hormonas, cuando se descubre al otro. Las chicas lo saben bien. ¿Por qué cree que se pasan tanto tiempo cuidando su apariencia? Si no hubiera hormonas, seguiríamos con los chavales haciendo el imbécil con las bicis, las pistolas, las motos o los yogures. Siempre encontramos juguetes. Y menos mal que están ahí las hormonas, porque nos empujan hacia las únicas criaturas capaces de hacer que no seamos unos idiotas profundos. No sé cómo funciona usted, pero yo, cuando empecé a mirar con seriedad a la que iba a convertirse en mi mujer, lo hice como un técnico. Lo sé, es horrible decirlo, pero, a pesar de todo… ¿Le interesan las mismas cosas que a mí? ¿Me hará la vida agradable? ¿Me soportará? Nunca se lo confesamos, pero, más adelante, cuando lo hable con amigos de verdad, se dará cuenta de que todos los hombres decidimos del mismo modo. Elegimos lo que nos va mejor dentro de los recursos que tenemos para conseguirlo y, después, los menos estúpidos de entre nosotros aprendemos a amar.
Se hizo un extraño silencio.
—¿Para ellas es diferente? —acabó preguntando Justin.
—No lo sé. A mi edad, apenas comprendo a mis semejantes, así que, ¿cómo quiere que lo consiga con el campo contrario?
—A veces no entiendo sus reacciones…
—Todos sentimos lo mismo. La única pregunta a la que usted y solo usted debe encontrar respuesta hoy es: ¿está dispuesto a renunciar a la idea preconcebida que tenía de su vida por Manon y por su hijo? ¿Los coches, los ligues de una noche, las cervezas y los videojuegos podrán satisfacerlo más que lo que posiblemente viva con ella? Si la rechaza ahora para retomarlo todo con otra dentro de unos meses, entonces su historia habrá sido un absoluto desastre. Si se pasa el resto de su vida sin mujer y sin hijos, entonces habrá tenido razón en romper con ella. Es el momento de ser egoísta, Justin. No deje que nadie lo juzgue. Pero elija y asuma.
—Me voy fuera.
—¿Se va de la ciudad? ¿Cuándo?
—Mañana. Por un mes. Me voy de viaje a Alemania por trabajo. Vamos a instalar unas máquinas en un sitio de Múnich. Me he ofrecido voluntario. Aquí me estoy ahogando.
—Tenga compasión por Manon, no la deje sin noticias suyas tanto tiempo.