6. En el que János Dragomán se va a nado y vuelve en tren

CON SUS MOVIMIENTOS:

El recibimiento

Haciendo señas desde la orilla del canal

Cruzando la frontera hacia dentro

Sólo una buena cama

Laura

Diario de trabajo

El recibimiento

La impaciencia impulsó a János Dragomán a huir de este pequeño país en busca de espacio, como un pájaro perdido busca salir de una habitación. No se convirtió en una persona auténticamente occidental porque si bien le agrada la rapidez mental, odia las prisas. Admira la capacidad de dividir y de organizar el tiempo, a quienes saben darse prisa con racionalidad, a quienes incluso ocupan su tiempo libre corriendo, a los hombres que siempre llegan puntuales a sus citas, como también admira a los atletas. Pero él no es un atleta, no nada contrarreloj, prefiere trotar y sólo corre, bastante rápido por cierto, cuando lo persiguen. Considera todo culto al rendimiento como un capricho absurdo. Por consiguiente, es un extraño tanto en Occidente como en el Este y también lo es quizás en el club de los outsider. Un políglota necesita muchas ciudades. Necesita la vida de un nómada. Dragomán no encuentra gracia alguna a los perdigonazos contra la censura. En Budapest procura no recluirse, ni tener miedo, ni comportarse como un sospechoso; procura encontrarlo todo interesante y no sucumbir a su mal hábito de juzgar sin cesar a los demás. Pero ¿cómo evitar la experiencia de verse restringido, controlado y hasta espiado? Aquí todo es como el realismo socialista. El mero hecho de cruzar la frontera es dramático. Siendo buen observador, János Dragomán lo investiga todo con la mirada y cruza las fronteras con sus ojos. Se necesita mucho sarcasmo y autoironía para vivir. Así se compensa la autocompasión. Lo malo es que el observador y el objeto no pueden ser idénticos. Quien está fuera convive con el problema de estar fuera; quien está dentro, con el de estar dentro. Dragomán también necesitó veinte años para contemplar su juventud como quien descubre sus trajes viejos en un armario que vuelve a abrir después de mucho tiempo.

Dragomán registra el piso que ha heredado, lee periódicos viejos en las bibliotecas, baja al Bar Tango, donde su padre había tocado el piano en otros tiempos, viene tranquilamente aquí a la Leander utca, se mete en el piso de mi padre y, sumido en los papeles, no aparece hasta el anochecer. Al comienzo de su estancia hablaba mediante frases breves y mordaces; ahora, sus frases son largas y cargadas de melancolía. Cuando oscurece, sus ojos de ardor parsimonioso se agrandan, de manera que para protegerme pongo en el tocadiscos la obertura de La flauta mágica.

A veces tengo la sensación de que Dragomán, con su inconfundible máscara irónica, debe de haber sido un hombre muy diferente allá en Nueva York, en esas noches desafiantes en que todo el mundo hace lo que tiene que hacer. Cierta minoría seguidora de las corrientes de moda se fijó en los aforismos de John Dragomán. Siempre podía contar con algún oyente en las fiestas. Quienes lo rodeaban tomaban nota de si había hablado mucho con tal o cual joven; si la conversación se había prolongado, era un punto a favor del muchacho. Era un hombre amable, pero terriblemente cínico: lobo entre lobos, tiburón entre tiburones. A János todo el mundo le encuentra alguna excusa.

Dragomán baja del piso de mi padre a la terraza. Percibe el inminente cambio de tiempo y se queja de dolor de cabeza. Tal vez sea un tumor cerebral. Se compadece de sí mismo y redacta su testamento. Pide ron para el té y acepta unos bollos con mermelada de albaricoque hechos en casa; les echa un vistazo y se los come masticando lentamente.

Le preocupa particularmente la idea de la primera media hora después de su entierro. El duelo ya sale en tropel por la puerta del cementerio. El cuerpo permanece agazapado en el ataúd, llenándolo con su singular perfume; nos liberamos de nuestra envoltura carnal y flotamos sobre el túmulo de tierra fresca, sobre el cual han lanzado a troche y moche todo tipo de horrorosos ramos y coronas. ¿Qué hacer ahora? Lo conveniente sería hacer compañía a este pobre cuerpo que desde ahora permanece totalmente ligado a este sitio. Pobre amigo mío, mon pauvre ami, me quedaré un rato con usted. Pero no por mucho tiempo, pues debo abandonar este cementerio cubierto de esa hojarasca húmeda. ¿Me entiende, no? Adiós, querido. El alma persigue al duelo, mueve las piernas flacas y frioleras con rapidez, deseosa de calentarse rodeada de la alegría de la gente. Se queda entre los dolientes, que lo recuerdan a él cada vez con mayor indiferencia. Tampoco se divierte mucho cuando se sienta con ellos en un pequeño restaurante, en el que el vino tinto y el gulash hacen su aparición sobre un mantel a cuadros rojos y blancos, y no hay un sitio reservado para Dragomán. El alma de Dragomán se muestra incapaz de compartir sus preocupaciones; sus noticias no tienen nada que ver con ella; sus chistes no la distraen. Se menciona el entierro de pasado mañana, mucho más importante desde el punto de vista político-cultural.

—Nunca seré un inmaculado cadáver patriótico —se queja Dragomán.

Llega Dávid Kobra, buen pretexto para conversar. Dragomán me hace la corte en serio en presencia de Kobra. Esta vez vuelve a su petición de antes:

—Cuando muera, lieber Kobra, te encargarás de mi incineración. Antes de morir, sin embargo, me gustaría acercarme un poco al estado de santidad. La inversión de un pequeño capital trascendente puede rendir buenos beneficios. Ahora que estoy un pelín achispado, alzo la vista para mirar a Melinda y mi ojeada no puede calificarse de fugaz. Estoy sentado de tal manera que puedo verle las piernas. Las pocas venas de un color azul varicoso no afectan a su perfección. Le toco las pantorrillas y compruebo su dureza; aún no presentan síntomas de decadencia. En cuanto al resplandor del alma y a la hondura del saber, la superioridad de Melinda sobre mi mediocridad es más clara que el agua. Y como me supera en cuerpo y en alma quiero absorber su fuerza. Melinda hace como que le gustara verme, pero se cuida bien de prometerme demasiado.

»Mi amigo Kobra también se cuida; se aparta, percibe más fracasos en mí que en él. No se fía de mí; es capaz de imaginarme devorando a chicos y chicas adolescentes sólo porque me maravillan las curvas, las convexidades y concavidades de la juventud. La espalda de la esposa de ojos oscuros recibe la palma de la mano del maestro con un lenguaje de signos del regocijo. Durante la cena, el maestro anima a grandes y pequeños con los fuegos artificiales de su espíritu. Recibe con una reverencia los saludos de la hilera de ojos brillantes y de las caras sombreadas, apenas iluminadas por las velas, situadas en la otra punta de la mesa. Escriben con trazos lentos en el papel del tiempo. Mis ganas de venir eran una obsesión física. Mi memoria del pasado reciente se desvanece, pero se alumbra la mesa del comedor familiar y los rostros simpáticos y muertos me miran confiados. El estar enamorado de vosotros es una debilidad; ésta no era mi misión.

El sauce y el mirlo en el jardín; el banco detrás de los arriates; el cenador en la esquina. Álamos y fresnos al borde de la calzada. Es hermoso vivir aquí en la Leander utca, rodeado de amigos en el vecindario. Baúles enormes en el sótano y en el desván, libros gruesos y encuadernados en piel que tratan sobre la flota austro-húngara, con el retrato de nuestro emperador y rey en la portada interior, bajo una hoja protectora transparente. También pueden encontrarse encajes de Bruselas y vestidos de gala con motivos folclóricos húngaros, acuarelas florentinas y anuarios del club de polo. Las viviendas son profundas, amplias y altas; el mosaico de la terraza se ha soltado un poco. El baño ha sido reformado no hace mucho tiempo, pero el dinero no alcanzó para poner un parqué nuevo; el año que viene quizás, aunque cada año resulta menos probable. Tiraron el tabique entre la cocina y el cuarto de la criada. Son viviendas de tres habitaciones. Aquí un historiador, allá un físico, más allá un escultor, y después un poeta. Los niños tienen donde esconderse en los decadentes jardines, ni demasiado ordenados, ni demasiado desordenados, que sin embargo no están del todo abandonados. Mujeres hermosas en la frontera entre la juventud y la madurez que pasan sin mayores problemas del inglés al francés. Una ya tiene a sus hijos en el instituto de secundaria; otra aún tiene un bebé. Diplomas de filosofía y letras, mucha psicología e historia del arte, mucha literatura y antropología; hay quienes dan clases en escuelas, hay quienes trabajan en casa traduciendo, escribiendo, investigando, y hay quienes van a bibliotecas, archivos, clínicas y despachos de arquitectos. Nadie es rico, nadie es pobre; les cuesta dejar a los niños por las noches.

Esta mañana alguien llamó a la puerta del jardín. Una chica alta y guapa: cresta de iroqués en la cabeza, los párpados pintados de negro y en el hombro una rata que no paraba de mover la nariz. La chica se divierte metiéndose la cola rosada de la rata en la boca y chupeteándola como un cigarrillo. Pregunta por János en inglés aunque habla con acento alemán. ¿Quién es ese tal János? No digo nada más.

Who is János?

No consigue sonsacarme nada.

Maybe he will be killed —dice la chica con calma—. The problem is that he paid for it. Our company is very reliable.

Conque puede que lo maten. Y el problema está en que él mismo pagó por ello. Y que su compañía es muy fiable.

—¿Qué compañía?

Murder Incorporated —replica la chica y se aleja con pasos largos y elásticos.

Las dos nos hemos escrutado a fondo. Sé que él no pagó. Me confesó haber solicitado una oferta, pero según él no llegó a pagar nada. Entonces, ¿esto qué es? ¿Me ha mentido? ¿Pagó para que un sicario fuera tras sus pasos? ¿Pretende aumentar el riesgo de accidente? ¿Le parece demasiado modesto llegar con sólo dos maletas? ¿Tenía que traer también toda una trama criminal? Una cosa le repugna: el aburrimiento. No le he mencionado a la chica la asidua presencia de János por estos pagos, pero seguro que lo encontrarán. Estúpido e insensible, convierte hasta su propia muerte en una ruleta. La chica era probablemente su amante. ¿Por qué ha venido? ¿Para avisarle? ¿Para protegerlo? ¿O por encargo de la empresa? ¿Es ella el señuelo al que luego seguirá la sombra, la persona encargada de la misión? Volverá. Tal vez sólo quería verme. Mando a Dragomán de vuelta de la terraza al piso de arriba: que se sumerja en los papeles de mi padre.

Debo a mi padre el hecho de sentir este hogar tan brutalmente mío. Los demás, regalos tardíos, se mudaron por matrimonio. Todavía no les crujen los huesos al unísono con las vigas. Y debo a mis amigos la sensación de que todo cuanto hacemos tiene un sentido que va más allá del presente. No robes un lápiz, que los ojos de Dios lo ven todo, oí decir en otros tiempos. No estaba segura de si era cierto. ¿Me ve hurgándome la nariz o sentada en el váter? Está bien, me ve; pero ¿por qué diablos mira? Luego ocurren cosas que Dios debe ver y, sin embargo, no mira. Los niños, en cambio, sí miran; todo lo ven, todo lo registran.

Estoy arreglando los arriates, mientras mi hijo István riega. Le echa bastante agua a las plantas de János, sobre todo al árbol navideño que nuestro amigo hace brotar a partir de unas semillas libanesas. István se lleva bien con János, al igual que con el perrito, el gatito y con cualquier ser amistoso. En la familia, es él quien percibe con máxima sensibilidad los estados de ánimo y quien tiene los gustos más exquisitos. A sus trece años es todo un caballero pudibundo. Yo soy una burguesa normal, a veces dolorosamente estúpida. Crío a mis hijos, cuido a mi marido y hago mi trabajo. Creo en las cosas bien hechas. Y creo igualmente que se puede hacer bien el amor. Cuando el texto a traducir es bueno, guiñamos el ojo al autor en cada frase. El ser humano es una carta ya escrita y el propósito de la vida es leerla con esmero.

He callado gran parte de lo ocurrido ante Antal; sin embargo, lo he escrito en mi diario. No dejo de pensar en Dragomán. Ocupa un espacio cada vez más amplio en estas páginas. Lo cito, lo analizo, lo mimo, lo insulto. Viene la inundación, los bancos de la orilla no resisten la presión, los muros se desmoronan. Si mi marido leyera estos delirios, estos raptos de entusiasmo exagerado y estas maldiciones de mi mente escindida, no me extrañaría que me zurrara con su zarpa de oso de tal manera que yo no pudiera escribir nunca más sobre Dragomán, ni nada bueno ni nada malo.

Aquí la palabra es mía, de Melinda. Falda blanca, blusa de seda negra, los hombros morenos al descubierto. No tengo miedo ni al cáncer de piel ni al sida. Sólo temo al dios con d minúscula. Esta noche nos reunimos todos en la terraza; me despido del forastero de cara pálida; mi corazón se parte chirriando. Los vientos azotan la ciudad; la lluvia veraniega golpea los árboles y el tejado del porche y cae con un susurro sobre los senderos pedregosos de los jardines; luego, de repente, empieza a caer granizo del tamaño de ciruelas.

Ven a verme al dormitorio con mi bata de tela blanca y te desnudo. Tu miembro duro, ardiente y vigoroso está en mi mano, y ahora en mi boca, y mira por dónde, ya se introduce en mi sexo. Penetrándome con tu miembro preferido sabes realizar unos movimientos apenas perceptibles, vas entrando y saliendo, friccionándome de manera pasmosa, de manera que siento el placer que me inunda los muslos. Todo mi ser está atento a tu pericia. Mis dedos te toquetean los testículos, te mordisqueo la oreja, te arranco los ojos mentirosos a mordiscos. Te demuestro el arte recién adquirido por mis cuerdas vocales, chillo y grito a más no poder. Tiene usted duende, forastero de rostro pálido, al acariciarme precisamente los alrededores de mi seno izquierdo. Mucho le agradezco que se contenga delicadamente en la fricción. El vientre de Melinda se abre para Dragomán. He dejado de tomar anticonceptivos. Así podré tener hijos de mis dos hombres. Quien quiera abandonar el triángulo está perdido.

Cada día escribo en mi diario algo sobre mi madre, mi padre, mi hija, mi hijo, mi marido, János, Dávid y Regina. Me ha venido bien esta continua mirada de reojo a personas que creo dignas de mi atención. Antal, János y Dávid tienen exactamente dieciséis años más que yo. En 1956 habían cumplido los veintitrés; fue cuando más aprendieron. La generación del 56. Antal, a su manera, ha hecho lo que ha podido y se las ha arreglado bastante bien. Dávid también, pero tan a su manera que casi raya en lo imposible. Sin embargo, porque es él y porque lo hace, es posible. János no quería estar ni dentro ni en contra. No quería mantener ningún vínculo estrecho con todo esto. No se marchó a primera hora sino en 1966, es decir, a los diez años de la era Kádár. Desde entonces han pasado más de veinte años. ¿Qué hemos hecho en todo ese tiempo? Tiempos de paz en el jardín: papá traduce, yo me dedico a estudiar, a trabajar, a traducir también. La escuela, la universidad, la biblioteca, la asesoría pedagógica. Papá se pasea, corta con la sierra, corta con la guadaña, bebe vino en la terraza. Mi marido, mi amante y mi amigo tenían todos veintitrés años en 1956; yo, sólo siete. A los nueve lloré la muerte de Imre Nagy. Papá lo conocía; venía a menudo a casa. En 1969, con mi cabecita de recién estrenada veinteañera me casé con Antal, porque él se había quedado como una roca junto al pino. Biografías paralelas ligadas a Budapest, que flotan sobre la ciudad como globos multicolores y errantes. Sin embargo, no lo son; un puño inmisericorde los une al final de la cuerda: su origen.

—Al menos tengo el derecho de sorprenderme al ver a mi fiel esposa enamorada hasta el tuétano de un viejo amigo mío. ¡Si hubiera elegido a un jovenzuelo, todavía lo entendería! ¡¿Pero a un tipo de mi edad que está hecho un cascajo?! —Así se indigna y muestra su sorpresa Antal después de una de nuestras escenas de desenmascaramiento. Considero escandaloso que Antal ahora camine cabizbajo. ¡Alégrate, desgraciado, por fin sufres un poquito! Ambos pueden marcharse, vivir solos, mudarse uno al pueblo, salir el otro al gran mundo, pero si quieren quedarse conmigo tendrán que aceptarme tal como soy, porque ésta es mi verdad. Estos dos amores son mi verdad. Si han sido amigos, ¿por qué no van a seguir siéndolo? Quiero que reine el orden en mi casa y en mi jardín y que todo el mundo haga su trabajo en paz.

Haciendo señas desde la orilla del canal

Dragomán se levanta de la cama en la que acababa de tumbarse y mira por la ventana del Hotel Esthella. Hay una tormenta de nieve, pero el viento ha empezado a barrer las nubes y sale el sol. Los tejados de los edificios presentan un color azul como el acero y marrón como la herrumbre. Pese a la inclemencia del tiempo, los turistas se pasean con gabardina por las orillas de los canales de Amsterdam, delante de las casas de comercio con sus características fachadas angostas. Esta noche, Dragomán debería festejar su cincuentenario. Debería invitar a alguien a cenar. Tiene puentes de oro en la boca, debe levantarse a orinar por las noches, pero todavía puede caminar e incluso, quizá, procrear. Una vez que pasa la tormenta de nieve, ve a una mujer al otro lado del canal. Saca un catalejo militar de su maleta, que también contiene una brújula y un cuchillo de cazador. La mujer arregla el escaparate, pero como el tiempo está loco y no hay mucha gente en la calle, se sume en la lectura de un libro. De vez en cuando alza la vista y, sin duda, ve en el segundo piso del Hotel Esthella a Dragomán, que la mira por el catalejo. Dragomán baja, bebe un vaso de cerveza de malta en la esquina, cruza el puente, se detiene titubeando y luego entra a ver a la mujer. Se estremece como si le hubieran dado una patada en los huevos, aunque mantiene una máscara de fascinación en la cara. Dragomán ve a la mujer como a un compañero de destino. Contempla las varices en sus piernas y la profunda arruga debajo de los pechos. Dragomán no será capaz de recurrir más de una vez a los encantos carnales de esa mujer.

Dragomán se ha convertido en un conferenciante estrella en el mundo universitario norteamericano gracias a sus paradojas sobre Centroeuropa. Su mal incurable es, precisamente, provenir de esta región. Si su tatarabuelo hubiera sido un comerciante holandés, por ejemplo, no habría heredado ni una cuarta parte de los problemas que atormentan su mente y su destino. Ahora bien, si entre sus antepasados hubiera contado con judíos holandeses, la vida tampoco le habría resultado tan racional, ni tan estructurada, ni tan práctica. Allá en la cuenca del Danubio, sin embargo, la convivencia de las formas de pensamiento orientales y occidentales se ha convertido en una estética. No nos llevamos bien ni con la unidad ni con la trinidad, pero nos emborrachamos con las dualidades. Los alumnos de Dragomán temen ser poco corteses si se enfrascan en una discusión. No entienden la ironía, ni siquiera los judíos. Todo cuanto un niño norteamericano aprende de sus padres es uniforme, lógico y continuo. No puede decirse lo mismo de los niños húngaros. A éstos les ha tocado un poco de todos los males. No obstante, una vez metidos en la trampa de la vida, el hombre se fortalece a base de sufrir excomuniones. Los de la cuenca del Danubio son jugadores duros. No respetan seriamente la autoridad y son más tenaces en la lucha por la existencia que los occidentales. Occidente amaestra y domestica; pero quien se abre camino a través de los obstáculos del Este no puede ser muy dócil. Para aprender se necesita una mala pata orgánica. La experiencia cuesta cara. Valora más la vida la persona que ha arrostrado la muerte. Las mentes más profundas tienen de pronto destellos que atraviesan la capa de nubes y alcanzan alturas donde de día siempre luce el sol y de noche siempre brilla la luna.

Con una mentalidad dialéctica y desafiante, uno no puede estar seguro de tener suerte en el sentido burgués de la palabra. Aquí, gente de buena fe ha negado a sus padres y a sus hijos, a sus amigos y a sus amantes por motivos políticos. La persona negada, sin embargo, pervive bajo la superficie en la persona del negador. Aquí siempre empezamos de nuevo. No continuamos la vida de nuestros padres.

Lo de arriba y lo de abajo ha tenido aquí un significado muy profundo. Dos judíos centroeuropeos de habla alemana, Marx y Freud, idearon una metáfora de enorme influencia, la de las fuerzas reprimidas y censuradas que existen debajo de la superficie. El proletario y el inconsciente. La lucha entre lo de arriba y lo de abajo se convirtió en paradigma de la vida humana. Mentes equitativas del siglo XIX se pasaron al bando de lo de abajo. En toda esta metafísica asaz cristiana, el conservador afirma que el bien está arriba; el revolucionario, en cambio, dice que está abajo. Quien se encuentra abajo en la rueda gigante, sube; quien se encuentra arriba, cae.

La mente se agudiza observando la estupidez que la rodea. Qué mejor que una fosa común como objeto de meditación para los humanistas. El centroeuropeo medio percibe como aburrido al occidental medio. Desde una perspectiva occidental, sin embargo, podríamos afirmar que la estupidez, en tanto escándalo permanente convertido en medio natural, obliga a la mente humana a adaptarse a ella. Uno puede acostumbrarse al ejército y a las condiciones de un campamento militar. Esta palabra, campamento, la oímos con frecuencia en nuestra infancia. Y en nuestra adolescencia soñábamos a menudo con ser presos fugitivos y soldados perseguidos.

Fue en Nueva York donde Dragomán aprendió a escribir ensayos de historia comparada en los que el centro de interés se desplazaba de las naciones a las ciudades y a los territorios y en los que daba la bienvenida a los hombres capaces de sobresalir. Las ciudades son sujetos reales y poseen su propia sabiduría, su propia estética criminal, su propio estilo político. Mirando hacia atrás, Dragomán se interesa de manera creciente por el tema de Budapest. En la Universidad de Nueva York, Dragomán no está obligado a participar en las manifestaciones de autoengaño que caracterizan a toda entidad colectiva. Su anarquismo es apreciado como algo divertido en el New York Institute of Humanities. Y él estima a la ciudad que le permite ganar dinero con sus impertinencias. En ningún momento se le ocurre que pudiera recibir una paliza por el hecho de decirlas. Ahora bien, ¿puedo ser impertinente en Centroeuropa? El hombre tiene dos opciones: estatalismo o urbanismo. Las antípodas de la ciudad no son la aldea, sino el Estado. El urbanismo es una concepción del mundo relativamente menos estúpida. Aprecia el hecho de que los hombres vayan tejiendo el entramado de sus vidas, su convivencia, y no el dominio de unos sobre otros.

Soy idéntico a la interminable lista de mis señas. La biografía residencial de Dragomán es larga y variada, aunque no la cambiaría por la de Melinda, que sólo ha vivido en la Leander utca y en Ófalu. Pero, eso sí, Melinda tampoco cambiaría la suya. A juicio de János Dragomán, el sedentarismo es síntoma de pereza mental, y a juicio de Kobra, errar por el mundo es síntoma de confusión espiritual.

—Vente conmigo para no estar siempre aquí —dijo Dragomán a Kobra aquella vez—. ¿Por qué te aferras a esto como un burgués?

Reprochó a Kobra su cobardía intelectual:

—Eres un palurdo, un tipo desinformado y carente de inquietudes. Has conseguido llegar hasta Budapest viniendo de aquel pueblucho de nombre impronunciable y te das por satisfecho. Te has quedado sin aliento. ¿Y yo? ¿Qué demonios he perdido yo aquí? He venido a celebrar el vigésimo aniversario de mi partida. Dos décadas de ausencia me han disciplinado bastante para permitirme un breve retorno a casa.

Sólo cuentan el presente y la pipa de cáñamo, sólo la higuera y el almendro. Quiero un poco más de aquel aguardiente de ciruelas. He traído una cajita de nácar para Melinda; y para Antal, una navaja para los pimientos verdes y el jamón ahumado con que acompaña el pan cortado en cubitos como si fueran soldados. A Kobra le traje una piedrecita. Sus frases son de siete leguas; mis botas también. El maestro carga con más peso últimamente. El gran escritor disidente y activista de los derechos humanos tiene ahora otra joven esposa y otros hijos. Ya maneja su papel a la perfección. Es miembro de la junta de honor de la gerontocracia opositora. Feliz Dávid, los años trabajan para él, lo han momificado y convertido en un clásico marginal. Evidentemente, se mantiene fiel a Regina, no desaparece en viajes secretos y su conciencia está tan limpia como el culito de Zsiga. Yo soy el girasol; Kobra, la patata. Y ahora os pregunto, amigos, ¿acaso querría el girasol ser una patata?

Siempre ha sido éste el hilo conductor de nuestras conversaciones: yo hablando de cómo pasar el tiempo, él de sus obras. Me resulta raro encontrarme aquí en casa de mi madre, rodeado de objetos de la anciana. He reunido a muchos jóvenes en este piso; quiero inyectar un poco de vida a esta ciudad antes de irme. El emigrante estrafalario desearía, desde luego, que su patria chica honrara un poco al viajero, porque, claro, no ha sido ninguna bicoca dejarlo todo aquí y dar vueltas durante décadas por tierras extrañas. El emigrante, el explorador de regiones salvajes, merece, como mínimo, el trato que reciben los escaladores y los espeleólogos. La crónica del explorador no interesa sobremanera al público de su patria. Puede que yo necesite más vuestra compañía que vosotros la mía. Ven, noble amigo, fúmate un cigarrito, sírvete una copita, que ya tendrás tiempo para sentarte ante tu máquina de escribir. Sin Dragomán tu vida no tiene sal.

¿Sabes resolver el siguiente enigma, inteligente amiga? En este preciso instante hay millones de mujeres de treinta y ocho años comiendo pan con mermelada. ¿Por qué me fascina entonces cómo come precisamente Melinda el pan con mermelada? ¿Por qué me he quedado prendado precisamente de este caso? ¿Por qué, señora, veo un misterio en tu manera de ponerte cremas y de peinarte? ¿Por qué me han condenado a coincidir con humillante frecuencia con las impresiones de Melinda? A lo cual Melinda tercia así:

—Porque nuestras debilidades se complementan.

Melinda y Antal caminan hasta la otra vertiente de la colina y entran en un pequeño restaurante alemán. Empiezan con cerveza y pastelillos salados, prosiguen con un caldo de bofe y luego un pernil ahumado y asado con judías y col. Antal dice:

—Basta ya. Me voy de tu casa y no volveré hasta que János se haya ido. ¡Échalo! Mientras tanto, me instalaré por un tiempo en Ófalu.

—Antal se ha obstinado y no te acepta, mi querido, mi único. Quiere que te vayas. No sólo de mí. Que te vayas del país. Me pide que te eche. Los niños están de su lado y yo me siento atada a ellos.

La mujerzuela, atrapada en las redes de un impostor cosmopolita, vuelve a su buen marido y a su moral provinciana de siempre. Pasamos por una fila de árboles, transitamos por claros nevados; los pies nos llevan, superamos todos los obstáculos del camino con botas que avanzan solas. Ayer todavía iba y venía por el piso de Dragomán cubierta con una camisa de hombre y sin nada debajo y, mira por dónde, ahora me he vuelto inaccesible. Tal es el poder de la palabra. No podemos vernos, pero él sigue en la ciudad. Me volveré loca de celos y mis buenas amigas tendrán que mantenerme informada.

—Mi madre también mandaba sobre dos hombres —afirma Dragomán— y pudo con ellos. Los dos reconocieron su supremacía. Ella siempre necesitaba conversaciones interesantes, necesitaba salir, ver cosas, necesitaba, en definitiva, estar a todo. Con su increíble capacidad empática, vivía profundamente todos los cotilleos y pretendía comprobar la veracidad de todas las informaciones. De este modo, tenía de qué hablar con la humanidad. Brujas como ella lo saben todo. Sentadas junto a la chimenea, prevén nuestros destinos. Los hilos se juntan en sus manos. Fingen ser más tontas y atolondradas de lo que son y sueltan una que otra broma para desviar la atención. Lástima que no hayas podido conocer a mamá. Siento la creciente influencia de su espíritu. Tal vez pase tanto tiempo en el Bar Tango por piedad.

Esto dice Dragomán.

Yo, sin embargo, conozco otros motivos que por ahora prefiero no mencionar. Me basta con mentar el nombre de la dueña del bar, Kamilla. Kamilla compra encantada los dólares de Dragomán, a precio del mercado negro de Budapest. Involucra a János en ciertos negocios. Algún día cogeré a esta Kamilla. Una chica nueva rica que no para de lamerse los labios carnosos. Pérfida, no exige nada a Dragomán y lo acepta tal como es. Yo sí exijo y lo maltrato por el mero hecho de llegar tarde, por ejemplo. Lo maltrato por cualquier cosa. No me resigno e insisto en que la existencia ha de tener un sentido. Sólo lo hago, claro, cuando se muestra petulante. A János le gusta sentarse rodeado de olor a gasolina. Aprecia mi jardín, mi porche, pero su naturaleza prefiere el asfalto como césped. Después de una lluvia, se queda mirando el brillo de las aceras. Je suis un citadin, dice y traga veneno. En el Tango fuma unos cigarrillos apestosos.

Dragomán está en el Tango, apoyando un codo en la barra. A veces hasta sirve las copas como señal de estar en su casa. Allí, el tráfico de estupideces alcanza dimensiones gigantescas. Dragomán no deja nada como está, nada queda en su estado puro y sin elaborar. Cualquier frase casual le inspira un juego de palabras y habla, no cesa de hablar; lo escucho a medias mientras sus oyentes se sumergen en su verborrea. Cuando empieza a sentirse cansado, lanza rápidamente unos cuantos fuegos de artificio al aire. Luego calla, inclina la cabeza y sirve unas copas a los clientes con una cortesía un tanto exagerada. Éstos también inclinan la cabeza: competición de reverencias. Kamilla besa a Dragomán en la nuca, mientras yo dejo caer algún comentario no por elegante menos hiriente. Soy experta en reventar globos y pompas de jabón.

Con motivo de una excursión a Pécs, estaba con Dragomán en el museo, mirando un óleo de Lajos Gulácsy: El sueño del fumador de opio. Caras azules fuman narguiles de color rosado; las amapolas hacen de vegetación de fondo. La luz es la del encuentro de la luna y del amanecer. Bocas que parecen cavernas se abren ante el espectador. Un joven mulato de gorro verde sopla pompas de jabón. Una mujer de nariz chata y pelo blanco con un amuleto en el cuello mira hacia un punto indeterminado. De la ingle de una mujer emerge el tronco de un árbol o un pez; crecen setas alrededor de una pierna femenina. Cerrando los ojos, uno puede ver muchas cosas. Dragomán respira a ritmo regular y va haciendo pompas de jabón en las que cabe toda una ciudad.

Kamilla ha comprado un equipo para hacer cine con sus amigos, los mismos que beben a crédito en su bar. Quiere rodar una película, tonterías vanguardistas mezcladas con porno duro de Budapest. El director previsto es Dragomán. Kamilla no se conforma con el Tango, también pretende destacar como estrella de cine X. Después de la hora de cierre sigue divirtiéndose con los clientes de máxima confianza; tocada con una peluca blanca, baila descalza sobre las mesas. Se le nota en piernas y caderas que no ha tenido hijos; no debe tomar medidas precautorias con los hombres porque no puede quedarse embarazada. Pronto te tendré, mi reina hada.

Hacia el mediodía Dragomán se entretiene tomando café, habla por teléfono, camina, charla, entra en diversos locales y acaba tocando puerto en el Tango. No parece sentir remordimientos de conciencia. Unas gigantescas estatuas de Atlas, encorvadas y con enormes músculos, sostienen el balcón de enfrente. Una acacia pelada se alza delante del bar, recubierta de musgos parásitos. En la acera se ve un montón de nieve barrosa con un árbol de Navidad encima, destinado al basurero. Detrás de la puerta de entrada del edificio, el triciclo de un inválido. En el patio, una pila de ladrillo y sobre la pila una corneja. Menciono todo esto, simpático lector, para que veas qué cosas provocan el placer de János. Es el barrio más densamente construido de la ciudad, un eclecticismo loco y caótico sobre un diseño de corte clasicista. Es aquí donde hay menos espacios verdes, donde está la mayoría de los despachos de bebidas y donde se alcanzan los porcentajes de criminalidad más altos. En este barrio se siente a gusto y por estar en él llega tarde a nuestras citas en el jardín.

—Pero si estás en tu propia casa y mientras esperas haces alguna maravilla, porque siempre estás haciendo alguna maravilla —dice el hipócrita para tranquilizarme.

A lo cual pinto con nuevos colores su debilidad psíquica.

—Cuando te espero —le digo—, sólo te espero a ti. En esta media hora de espera sólo me he vuelto más vieja y más fea. ¿Te gustaría que lea o haga alguna cosita en el jardín, aguardando tu llegada? ¿Que te espere sin esperar?

Mientras, esa Kamilla con cara de tártara revolotea pérfidamente a su alrededor, se ríe, nunca exige nada y siempre tiene tiempo para todo. En el Tango, Dragomán entra y sale a discreción. A veces se sienta al piano y entonces se hace el silencio. Hasta tiene permiso para bailar a última hora de la mañana alguna rumba en la pista de baile con una de las putas que rondan por allí. Los sillones de terciopelo del café de enfrente, el Korona, están en su mayoría ocupados por turistas en verano; en septiembre, sin embargo, la clientela más elegante del barrio los reconquista, aunque sólo sea para demostrar su malestar por el Tango, ese antro del otro lado de la calle desde donde Dragomán hace sus incursiones al Korona de vez en cuando. En el Tango se burlan de todo cuanto la gente del Korona se toma en serio. Dragomán vuelve en bicicleta y con paraguas del cinturón verde de la ciudad. Tiene registradas todas las tiendas de reparación de paraguas, así como a los fabricantes de pipas; aquí hasta existe una relojería a la antigua usanza, donde lo avasallan a uno los carillones y los tic-tac. También frecuenta a un mecánico de máquinas de escribir aficionado a la filosofía, porque se compró una vieja Remington; le gusta escribir en ella y corregir luego lo escrito con una pluma de acero que sumerge en la tinta. Siempre compra la fruta a ese tipo calvo y bromista que, apoyado encima de su mercancía, escribe versos sobre cartones. Aún no ha podido agotar las variedades de chucrut que se venden por esa zona. Cuando compra una tartita de queso frita en la esquina, a veces recibe un dulcísimo y prometedor «hasta la próxima». Puede elegir entre diversas bodegas donde venden vinos adulterados con cierta dignidad, es decir, con mesura. Muchos pequeños restaurantes se han instalado en las antiguas carbonerías de la zona. ¿Hay que amar al prójimo? Pues charla con él. Para Dragomán todos los días son festivos. En la plaza de la Resurrección se encuentra con sus antiguos compañeros de clase, tanto con los que se han quedado como con los que se han ido y están de visita. No ha de ir muy lejos cuando necesita echar un vistazo al gran mundo; le basta con bajar al Korona o al Tango.

Fue en el Korona donde me contó su asunto de Amsterdam, lamentablemente vinculado a mi padre y, por tanto, también a mi persona. Me relaciono con János como las clases altas con el pueblo. De vez en cuando le echo alguna cosilla para contentarlo.

—Oye, Melinda, ¿tú para quién trabajas?

—Eso permanecerá eternamente en secreto. Sólo te revelaré un detallito: soy una agente venida de lejos, pese a haber vivido siempre aquí. No obstante, hay algo que puedo afirmar con todo derecho de mí misma: soy terriblemente presuntuosa. Mi sonrisa, que a la vez invita y crea distancia, alude a la fundamental inutilidad de las cosas. En esta terraza con su enredadera de vid silvestre me siento tan resignada como el guardián de un santuario que sabe que no esconde nada dentro.

Pues bien, habíamos quedado en que la comida en la habitación 213 del Hotel Esthella era excelente, que había bebidas en la nevera y que Dragomán, catalejo en mano, estaba junto a la ventana: no le atraen ni la pluma ni el cuaderno. Sólo juguetea con la navaja que lleva en el bolsillo. Ya han apuñalado y lanzado al agua a más de un turista en esta orilla del canal. Dragomán vuelve a la mujer, que no es ni joven ni bonita. No dice ni palabra; la cortina del escaparate se cierra. Percibe un olor familiar. Al no saber holandés y no querer hablar en inglés, se dirige en húngaro a la desconocida, con la que no ha intercambiado ni una sola palabra, pese a haber hecho con ella el amor con desacostumbrada pasión en una cama iluminada por diminutos focos. La invita en húngaro a cenar.

—Sabe usted, estimada señora, que aquí cerca, en la plaza del Mercado, se encuentra el Café Bern. Seguro que usted lo conoce. Ayer, a decir verdad, el entrecôte flameado no me decepcionó en absoluto. Pero también podríamos entrar en algún cafecito cuya hoja de cáñamo dibujada en el letrero promete un ambiente agradable. Tomaremos un chocolate, lo acompañaremos con un bollo, y cada uno hablará en su lengua materna. Ya nos entenderemos.

La desconocida sonrió amablemente:

—Como yo también hablo húngaro, no habrá problemas.

Apagó las luces del escaparate y se echó el abrigo sobre los hombros.

—¿Desde cuándo estás aquí?

—Llegué esta mañana —contestó Dragomán— y aún no me he presentado ante quien me invitó.

—¿Y ya en la primera noche eliges a una mujer para salir a cenar? Te he calado, pero no te ofendas por eso. Tanto tú como yo hemos abandonado a la gente humillada y triste de Budapest. Yo me dedico a vender mi cuerpo; tú, supongo, tu mente. Aún me quedan compradores, pero envejezco. Aquí estoy, en Holanda, y algo he conseguido ahorrar.

János regresó a casa al amanecer. Apenas concilió el sueño, sonó el teléfono. Era mi padre, Jeremiás:

—Ven a casa, hijo mío —le dijo.

—¿Cómo sabes que estoy aquí, tío Jeremiás?

Papá le contestó que le bastaron unos telefonazos, que él sabía a quién dirigirse. Y que deseaba despedirse de Dragomán. ¿No estará planeando dejar este valle de lágrimas? No, no, el viejo aún tiene un plan. Y tendrá planes el siglo que viene.

Algo se está preparando. Si el dios de la sabiduría y el dios de la estupidez luchan entre sí, el resultado será una tontería enorme. Dragomán sigue sin creer que el asunto acabe bien. Tiene cosas mejores que hacer que contemplar el lento deshielo, la lenta apertura de este Estado tan mal situado en el mapa. Jeremías siempre encontraba alguna excusa divertida para todo. Siempre sacaba de forma subrepticia alguna conclusión moral y descubría fórmulas para resolver las cosas in situ. Vosotros habéis cargado todos con el peso de la nación y sostenéis, estatuas mudas de Atlas, ese balcón que está a punto de venirse abajo. ¡Y Melinda! ¡Ella sí que vale! Invocando, como por arte de magia, tardes de té en torno a la resignación.

Cruzando la frontera hacia dentro

Soy, probablemente, un fragmento. Nunca he podido concluir nada de verdad. Muchos trocitos, incluidos algunos libros, pero nunca una obra maestra, nunca una de esas obras en las que uno pone toda la carne en el asador, en las que uno se entrega en cuerpo y alma, de esas que son más sabias y más excepcionales que uno mismo. Antes bien, sólo he improvisado y lo he hecho sin esforzarme mucho, para ser sincero; la elegancia me ha parecido siempre más importante que la diligencia. Todo ser humano posee en su pasado algún acto llamativo que le permite lucirse. En las reuniones sociales de Budapest la gente se jacta de haber estado en la cárcel. Yo no puedo sentirme orgulloso de que hombres de mentalidad cerrada me hayan encerrado en mi juventud. Aún no conozco mi reacción ante una situación de prueba. Uno no puede escapar a una prueba, aunque me gustaría. ¿Cuál ha sido mi acto fundamental? ¿Haberme marchado? ¿Así como el acto fundamental de Kobra ha sido quedarse?

A veces pienso que nuestra amistad se ha basado en la crueldad intelectual. Cuando estábamos juntos, había campo libre para las competiciones teóricas más agudas. Me interesan los monstruos. Después de marcharme tuve la oportunidad de acudir como reportero a lugares en los que se disparaba. Buscaba grandes villanos y teorías locas. La regla de conducta del estrecho círculo de nuestra familia intelectual era suspender y poner entre paréntesis la moral a la hora de observar un hecho. Debíamos mucho a Nietzsche en el desarrollo de este punto de vista rigurosamente estético, aunque no nos gustaran sus fanfarronerías positivas y románticas. En ellas residía su debilidad. La palabra «salida» aparecía en todos nuestros libros de texto.

—¿Cuál es la «salida»? —preguntó alguien a Kobra.

—El cementerio —contestó él.

Observo un desprecio común y escueto al ser humano en la gente que ha visto mundo y que ha acumulado experiencia. Kobra sabía liquidar a la gente con dos palabras precisas. Desde un punto de vista humanitario no tenía razón, pero por lo demás sí. Sabía distinguir bastante bien entre imbéciles y espías. Teníamos un compañero de clase que también escribía poesía; una vez fui a verlo después de mucho tiempo de no saber de él. Su padre destilaba buenos aguardientes, en la clandestinidad, claro está. El viejo guardaba los exquisitos licores en frasquitos con pequeñas etiquetas e invitaba a los huéspedes más distinguidos de su hijo a probarlos. Servía sus productos en diminutas copitas. Toqué el timbre, y el chico no abrió la puerta. Yo sabía que sus padres estaban en el campo. Miré por la ventana: colgaba de una soga. Como aún vivía, lo solté. Luego contó todo lo que sabía sobre mí a la policía secreta. No era un confidente profesional pero le gustaba el papel, no le molestaba verse rodeado de oyentes atentos cuando hacía sus irónicas actuaciones ante la policía. Se lo conté a Kobra después de salir de la cárcel:

—¿Sabes qué tendrías que haber hecho con él, en vez de soltarlo de la soga aquella? Pues mira: cogerlo de los tobillos y darle un buen tirón, para que no sufriera más.

Eso dijo el gran humanista con una fugaz sonrisa.

Yo era capaz de llorar leyendo mis propios poemas. Me sentaba en el taburete de la cocina, calentaba mis manos en el fogón de gas y los leía una y otra vez, Dios mío, qué hermosos, y me ponía a llorar. ¿Qué hacía Kobra cuando se los mostraba? En general reaccionaba encogiéndose de hombros; de algunos decía que no estaban mal y de otros pocos que, de verdad, no estaban nada mal. ¡Oh, los años sesenta! Ya no me interesaba el comportamiento de la gente en las escenas de masas, en los rituales revolucionarios. Después de la cárcel sólo me dejaba encandilar por las trivialidades más corrientes. Atrapar el instante pasajero. Los documentos de aquella época se alinean en el piso de mi madre. Fotografiaba los patios de los edificios de pisos de alquiler, con los viejos soportes para sacudir las alfombras, los objetos inútiles apilados delante de las puertas y en los rincones, los jugadores de ajedrez en las mesas de piedra de las plazas, las maestras que cuidaban sus rebaños al cruzar las calles, es decir, los espectáculos más cotidianos. Los albañiles subiendo sus trastos con las poleas, los barrenderos almorzando junto a sus enormes escobas, sin separarse ni un solo momento de sus botellas de vino. Fotografiaba a la gente de Budapest en las escaleras mecánicas de los grandes almacenes y en los andenes de las estaciones. Luego, en casa, me quedaba mirando un buen rato las fotos. Saliendo de sus lugares de trabajo, empujando a sus hijos en los columpios. Son los movimientos eternos, los elementos fundamentales de la vida humana.

Fueron los tiempos de la reforma. La moderación y el camino intermedio se convirtieron en ejes de la acción política; la gente prosperó y aparecieron los toscos capitalistas de bolsillo y los nuevos ricos socialistas. Los artículos de gran consumo en Occidente escaseaban y eran objeto de cómica adoración. En el arte ocurría lo mismo: quien importaba primero cualquier novedad caduca en Occidente se convertía en el gurú de la vanguardia. Mis amigos se declaraban mutuamente su genialidad, y el espectador imparcial contemplaba extrañado la incoherencia y el caos de unas obras que, supuestamente, eran el sostén de tales declaraciones. La nebulosidad pasó a estar permitida y hasta de moda, incluso la nebulosidad histórica… sobre todo por los riesgos que conllevaba la claridad. Con mis antecedentes del 56 tenía pocas posibilidades de conseguir un empleo en la universidad y llegué a la conclusión de que, mientras se mantuviera ese régimen en Hungría, yo nunca podría dedicarme a mi pasión preferida: la de hablar de mis lecturas a jóvenes interesados a cambio de una paga adecuada. De mis escritos sólo podía publicar algunos, los menos interesantes, con cuentagotas y llenos de tachaduras. Los grandes maestros tachadores no podían contenerse y agregaban algún comentario pedagógico. Después de uno de estos rechazos me fui a las colinas de Buda y, en un claro maravilloso, me tumbé boca arriba bajo el sol de mayo; luego me di la vuelta de golpe y lloré un buen rato a moco tendido, como alguien que acaba de ser apaleado. Y en ese claro decidí que no me golpearían nunca más. Di las gracias al editor por haberme humillado. No me meteré en ninguna cueva de ratón. Iré a los Estados Unidos y enseñaré literatura en inglés. Ya en la escuela combatía el aburrimiento traduciendo poemas húngaros al inglés. Entendía mejor a Shelley que los turistas de lengua inglesa que inundaban Budapest. Me propuse un período de tres o cuatro años para aprender a escribir en inglés, no literatura, sino sobre literatura. En los Estados Unidos, un académico errante como yo seguramente tendría un lugar en medio de tanta inmigración.

No estaba dispuesto a renunciar a mi liberación del 18 de enero de 1945, cuando pasé a ser János Dragomán y no una simple marca en un cuestionario. En 1945 pude salir del gueto y convertirme en persona, en portador de un apellido. Por poco tiempo. Porque no tardé en ser incluido en un grupo. No me gusta ser clasificado ni asociado a conceptos supuestamente científicos. Veo y elijo a los hombres de manera arbitraria. No los quiero ni más ni menos por el hecho de que pertenezcan a un determinado sector. Sólo puedo amar y odiar a individuos. A los estúpidos no les fue mal y la gente excepcional lo tuvo difícil. En mi opinión, los dirigentes eran como sus discursos, es decir, no más inteligentes que éstos. El hombre se alegra de encontrar a un semejante; el mediocre se alegra de la existencia del mediocre. La gente se rodea de iguales. Yo resultaba sospechoso de entrada. Cualquiera de estos mediocres me mira y, antes de que yo abra la boca, me odia. Los nuevos jefes se sentían orgullosos de algunos conceptos abstractos que habían aprendido a base de sudores y esfuerzos. Y una vez que los han retenido en la memoria, los repiten; la repetición es la madre de la ciencia. Aunque odiaban un sistema, decían, me odiaban también a mí, que no era un sistema. Que no les telefoneara, que ya llamarían ellos. Me convertí en un prisionero cínico y destructivo cuando, a finales de los cuarenta, los cuestionarios volvieron a ser importantes y se bajaron de nuevo, para mí al menos, las barreras fronterizas.

Fue una sensación extraña entrar en Hungría procedente de Viena y encontrarme en el pasillo del vagón de ferrocarril camino de Budapest. Éramos tres en el compartimento: una pareja mitad húngara, mitad serbia, y yo. El paisaje se vacía al avanzar el tren hacia el este. Un par de fábricas después de salir de Viena aún recuerdan el capital internacional y las líneas multicolores de la modernidad; luego, todos los edificios parecen un poco más descuidados, más grises, más adaptados a los colores del paisaje. En la lejanía se divisa una hilera de árboles, y aparecen las torres de vigilancia de madera, señalando que aquí empieza otra cosa, algo más severo y más inseguro, algo que, para empezar, desea presentarse con dos torres de vigilancia. En Állampuszsta, en la granja estatal penitenciaria, después de trabajar nos sentábamos delante de la barraca y contemplábamos las caras de los jóvenes metidos en las jaulas de vidrio de las vigías. ¿Quién se aburre más, él o yo? ¿Cuántas veces al siglo baja el guardia de la torre, deja el arma arriba y se va a dar un paseo por el bosque? Los jóvenes armados con ametralladoras tienen órdenes de disparar desde arriba sobre quienes no se detengan a pesar de las voces de alto. Una persona, por el mero hecho de correr, puede inducir a otra al asesinato. Puede llevar a un Estado al asesinato. ¿Qué violador de frontera merece la muerte? ¿Por qué estos jóvenes han de considerar natural que se dispare, así sin más, contra alguien? Espacios amplios, pardos y arados; bolitas de muérdago entre las ramas deshojadas; cornejas que descienden en manada. Dragomán echa hebras de tabaco negro en su pipa corta de madera de cerezo, mira y sólo ve el vacío extenderse poco a poco.

Cuando el tren, aminorando la marcha, se acerca a Hegyeshalom entre torres de vigilancia, uno sólo ve cosas imposibles de imaginar en las fronteras occidentales. Hileras de alambradas y, entre ellas, franjas de tierra rastrillada. He llegado al país del perfeccionismo; eso sí, no cuidan sus casas como las fronteras. ¿Puede ser que aquí se apliquen otras medidas? En la estación, soldados armados y apostados a intervalos de veinte metros rodean el tren. ¿Por qué? Porque no se puede bajar. Algo se me encoge en el estómago. Los guardias, veinteañeros, se burlan unos de otros; uno propina un rodillazo al que va delante. Se empujan como chicos en la escuela. Perfecto. Pero ¿por qué no nos dejan bajar? ¿Por qué sólo ellos pueden pasear junto al tren? Suben al último vagón, y yo estoy en el pasillo. Sus rostros se han puesto serios de golpe: expresión rígida, oficial.

—Buenos días, República Popular Húngara, control de pasaportes.

Ahora parecen otros, colmados de sentido del deber. Se trata de un control superficial. Por ejemplo, ver si tengo la tarjeta rosa del visado de entrada. Sólo más tarde comprendo que éste no era el verdadero control de pasaportes: demasiado sencillo. Mientras se alejan observo su andar un tanto tambaleante, sus movimientos toscos. Así son: tienen dos caras. Una no responde por la otra. Un guardia fronterizo pasa junto al tren; se detiene junto a cada rueda, se agacha, mira por debajo, examina los ejes del vagón para ver si hay allí acurrucado algún intruso pérfido, hostil, ilegal. No deja ni una sola rueda sin examinar, no olvida ni una sola de sus obligadas flexiones, tiene bien aprendido el control. Aparece otro guardia, de orejas coloradas, y dice:

—¡Control de compartimento! —Se arrodilla y examina un buen rato el espacio debajo de los asientos, por si alguien se ha metido en ese hueco para poder entrar en Hungría.

¿Contra quién está pensado todo esto? ¿A quién ven en su imaginación? ¿En qué consiste la mitología que ha parido estos rituales? ¿Quién escribió el guión de esta escena? Para animar un poco el ambiente llega una mujer joven de uniforme gris y ofrece cambio de divisas. La extraña alianza entre servicios bancarios y poder militar. Tarda demasiado en escribir, pero por lo demás me satisface el servicio y se me viene a la mente la imagen de un uniforme en busca de las divisas fuertes. Pregunto a la señorita por el vagón restaurante: me gustaría almorzar con mi dinero recién cambiado. Sí, hay un vagón restaurante, pero sólo podré ir dentro de media hora, una vez concluido el control de pasaportes y de aduana. Tardarán en llegar a la cola del tren. Asqueado de mí mismo, me doy cuenta de que la respuesta de la señorita me ha bastado para no abandonar mi compartimento. El tren se pone en marcha y vuelven los guardias fronterizos. Sólo a mí me piden el pasaporte. Se interesan por los datos que no figuran ni en el pasaporte ni en la solicitud de visado. Se lo llevan, señalando que lo hacen para efectuar comprobaciones, que tienen órdenes estrictas. Los aduaneros también recorren el pasillo. El comandante, un hombre simpático, bajito y pelirrojo, debe de ser un pícaro urbano; detrás de él, dos tipos de andar oscilante se alisan el bigote, aunque sólo sea para mostrar su autoridad.

—¿Me permite el pasaporte? —pregunta el pelirrojo.

—Se lo han llevado —digo yo.

—¿Se lo han llevado? ¿Cuál es su equipaje? Tenga la bondad de bajar esa maleta y de abrirla.

De todo el vagón sólo le interesan mis pertenencias. Saca papeles de entre la ropa, mira por delante y por detrás los libros en lengua extranjera, examina cada carta y mete la mano en la cajita con mis utensilios de afeitar.

—¿Qué busca, señor?

—Nosotros buscamos y buscamos, porque, sabe usted, quien busca, encuentra.

Fija la mirada en cada objeto, dedica a cada uno el mismo tiempo, toquetea la pasta de dientes, mete el dedo en todos los cierres de cremallera, en el bolsillo del reloj y en las vueltas del pantalón de muda, y lo hace con una indiferencia siempre idéntica. Esto no resta nada a su minuciosidad, pero me da a entender que se trata de un simple gesto, de una mera formalidad. No quieren despojarme de nada, sólo hacerme sentir que a partir de este momento estoy bajo su atenta mirada y bajo su supervisión. Saben que soy amigo de Kobra y que a veces nos telefoneamos. Quien se ha ido tiene derecho a volver. Se muestran corteses, pero dan a entender que uno ha llegado a otra civilización, donde las costumbres locales someten a los ciudadanos a un control más riguroso. La línea fronteriza de la ley y del crimen se me ha acercado. Sabrán qué hago y con quién me encuentro. A mí también me gustaría saberlo. Los guardias pueden venir en cualquier momento y conminarme a seguirlos. El aduanero no me hace abrir la otra maleta, se inclina y prosigue su camino. Miro por la ventana. Un viajero lleva dos grandes maletas por el andén; más que llevarlas, las arrastra con gesto de desesperación. ¿Por qué no hay carritos para el equipaje? Un joven guardia armado con una ametralladora camina a su espalda. El viajero explica algo en su lengua incomprensible y el joven e inaccesible guardia mira por encima de su cabeza. ¿De quién lo ha aprendido? ¿Por qué no ayuda a llevar las maletas? Un guardia de mayor rango se acerca a ellos, se hace cargo del individuo escoltado, pero no coge ninguna de las maletas. En el peor de los casos me harán bajar también del tren y me mandarán de vuelta al otro lado de la frontera con el próximo tren, ¡vaya usted con Dios! O sea que, por esta vez, habrá que renunciar a la idea de volver a casa.

¿Habrá sido una estupidez dejarme llevar por el sentimentalismo? Dos noches atrás se celebró una recepción en honor del profesor Dragomán en Viena. Bebí poco y comí poco; sin embargo, me inundaron olas de calor. Disciplina, moderada distribución de sonrisas, charla casi personal. Sé ingenioso; no digas demasiadas cosas, pero si las dices, que sean tan ambiguas como acertadas. Me comporté como un hombre civilizado. Dios, deja que me largue de aquí. De pronto me encuentro en un taxi, me apeo en algún lugar indeterminado, paseo la mirada por escaparates de alfombras persas y de porcelanas, bebo unas copas en diversos bares. En uno de ellos un grupo de jóvenes rubios y robustos intentó meterse conmigo. ¿Qué hacer: un gancho con la derecha en el mentón, un puntapié en la boca del estómago, o darles la espalda? Qué tiempos aquellos, cuando Antal y yo apoyábamos las espaldas contra la pared del Bar Rozmaring, otrora llamado Rosemary, y una pila de borrachos testarudos no paraba de chocar contra nuestros puños. Tumbamos a los cinco, pagamos los daños y nos pasamos al Savoy. Claro que sabiendo a Antal a mi lado, la cosa era diferente. Sin embargo, éstos de aquí son más numerosos; me las piro y deambulo por las calles vacías. Una vez en la cama del hotel, vuelvo a acurrucarme en ese huevo luminoso de paz, similar al vientre materno, en que a veces consigo encontrar refugio. En Viena, hay flechas que señalan hacia Budapest. Las calles se ofrecen para llevar al conductor a la capital vecina. Entonces decido hacer una excursión para ir allá donde nací, adonde también sobreviví, adonde viví todo tipo de problemas y situaciones humillantes como sería ahora, por ejemplo, el ser expulsado pese a haber obtenido el visado de entrada. Una broma pesada.

—Vaya, ¡de usted sí que quieren algo! ¡Cómo lo han registrado! ¡A nosotros no nos han mirado nada! —dice en húngaro el compañero de compartimento, que hasta ahora ha estado hablando en serbio con su esposa.

Los jóvenes guardias se presentan en el pasillo del vagón. Se me acercan y me entregan el pasaporte con amable sonrisa. Me desean un buen viaje. Me siento un tanto aliviado. Echo unas hebras de tabaco negro en mi pipa de madera de cerezo. Puede que esta frontera intente parecer europea, pero no lo consigue. ¿Qué ha querido expresar aquel joven con el guiño? Me dirijo al vagón restaurante. Aduaneros y guardias ya se han instalado allí y toman alguna bebida, que puede ser cerveza o Coca-Cola. Los demás, como puedo comprobar mientras recorro el tren, se han metido en su compartimento de primera clase, han echado las cortinas y se han dormido con expresión inocente, algo sonrojados y despatarrados. El camarero es amable, no para de bromear y de hacerse el cómplice; confiesa que la sopa es un horror y recomienda la carne rebozada. ¡Perfecto! Muy bien, con ensalada de pepino y una botella de Villányi Nagyburgundi. Contemplo con total calma a mis recientes controladores y registradores, que me saludan inclinando la cabeza con respeto juvenil. Han vuelto a la normalidad. Hemos concluido las formalidades y ya nos hallamos en el interior del país. No hay vigilancia y cada uno vuelve a su identidad de antes: ellos, jóvenes uniformados que charlan; yo, un extraño señor extranjero.

El tren se interna en las zonas deprimidas del país; nos aproximamos a Budapest. El escenario es de un color marrón pálido y todo se ralentiza. Es un país relativamente vacío, las edificaciones son más escasas que en Occidente. A muchos viajeros occidentales les encanta. Los ojos ven más lejos; campos arados, árboles y ni una sola casa. La carne rebozada es bastante buena pese a la grasa en los bordes; el vino me hace sentir pesado. Veo un pueblo con hileras de casas uniformes y adocenadas, pero bueno, algo es algo. ¿Qué induce a numerosas parejas jóvenes a construir precisamente aquí sus casas, no sin cierto esfuerzo para colmo? Deberán esperar unos cuantos años hasta que los arbolitos recién plantados en su jardín den sombra y frutos. Contemplo mi tierra natal con más asombro que emoción. La tierra, el barro, el polvo del que uno proviene y al que uno va, todo eso no es más que una masa harto mediocre. La muerte violenta también forma parte de la naturaleza; la tierra no se opone a ser fertilizada. La cara grande y seria de los campos, construcciones improvisadas, pilas de ladrillos tapadas con plásticos, acacias, álamos, todo me resulta familiar.

En el tren, camino de Budapest, decidí no burlarme de los habitantes del país. Antes bien, los fastidiaré descubriendo el lado positivo de todas las cosas. Todo me parecerá magnífico. No tendré problemas ni nada que temer; sea lo que sea, me resultará interesante. Miro por la ventanilla: cornejas, palomas, matojos pelados, franjas luminosas en el cielo, persistente indiferencia, el valle de lágrimas se cierra sobre mí. Ya me instalaré en él con moderada alegría. Pero ¿por qué espero tanto de todo esto? Tubos de aluminio, bolitas de muérdago en las ramas peladas, máquinas cubiertas de plásticos, almacenes rectangulares, vagones de transporte de hormigón, un puente del ferrocarril, tuberías, contenedores rojos, un tranvía amarillo, piezas de hormigón apiladas en un amplio espacio, el tren cruza el Danubio, grúas flotantes, pistas de baloncesto, bloques de viviendas estilo realismo socialista, ropa interior tendida en los balcones.

En la estación del Este con su cubierta de vidrio, un chico y una chica se abalanzan uno sobre el otro con los brazos abiertos. ¿Cómo puede el amor iluminar tanto dos caras? La gente normal parece un poco más gris, más decaída, más lerda que en Occidente. Con el equipaje ya en el maletero, me subo al taxi:

—Al Hilton, haga el favor.

Es lo que necesito para los dos primeros días: la internacionalidad neutra del estilo norteamericano. En el Hilton todavía me rodeará Occidente; recibiré el mismo servicio fiable que en todos los puntos del planeta. Deseo una habitación con vistas al Danubio. Una vez en el taxi, no miro alrededor; prefiero cerrar los ojos. Ya miraré desde la ventana o en mi primer paseo, cuando baje a pie desde el barrio del palacio hasta el piso de mi madre en la Klauzál tér. Desde la ventana de ese piso podré contemplar la plaza durante horas, como lo hacía antes.

La Szentháromság tér y el hotel se ven plagados de turistas, aunque con ciertos matices especiales. El comportamiento de los recepcionistas denota cierta anormalidad y tirantez en la relación entre la gente del interior y del exterior. La recepcionista me pide el pasaporte y me comunica que no me lo devolverá hasta el día siguiente. No me puedo contener y le suelto un breve discurso para expresar mi rebeldía:

—Mire, señora, vuelvo a los brazos de mi patria tras un paréntesis de veinte años. ¿Por qué diablos me castran la ciudadanía estadounidense en mi primera hora de estancia, logrando ponerme los nervios de punta? ¿Por qué me separan de mi pasaporte? He rellenado la tarjeta de registro. Usted, señora, que tiene ojos, que habla varias lenguas y parece una persona culta, ¿no puede comprobar si los datos de la tarjeta de registro coinciden con los del pasaporte? En un hotel normal sería más que suficiente. En la frontera ya se han ocupado de controlar si el pasaporte es falso o no. Me lo quitaron, o sea que incluso han podido fotocopiarlo. Se quedaron con la tarjeta rosa del visado de entrada, es decir, saben que estoy aquí. ¿Por qué tiene usted que retener mi pasaporte hasta mañana? ¿Y por qué dice, señora, que es algo del todo normal, cuando usted sabe perfectamente que no lo es? Sólo parece normal aquí, desde el punto de vista de algunos superiores; pero ni siquiera aquí es normal, porque noto cierta distancia entre sus sentimientos y sus palabras, querida señora. Está furiosa porque es consciente del carácter anómalo de dicho procedimiento y porque, no obstante, me ha de quitar el pasaporte; ahora bien, espera mi complicidad en este pequeño ritual, espera que me comporte con total corrección, como si el lugar natural de este mi pasaporte norteamericano de color azul oscuro en mi primer día de estancia fueran las manos de un policía, como si todo esto no constituyera un desafío a mi dignidad ciudadana, como si esta normalidad absurda no fuera una muestra de la arbitrariedad de las autoridades y un auténtico escándalo, un escándalo que, claro está, se repite cada diez minutos y que por tanto se ha convertido en un hábito, en la obertura siempre repetida, en la lección destinada a enseñar al huésped extranjero adónde ha llegado. Mi identidad queda fuera de circulación y suspendida hasta el día de mañana. Si el amable huésped no dice ni una palabra, habrá pasado con matrícula de honor la primera lección de adiestramiento. Y usted, señora, es al mismo tiempo el empleado adiestrado, aunque tanto su cara como su figura me parezcan notables, familiares y simpáticas.

—Gracias por el discurso, profesor Dragomán, que ha sido realmente exhaustivo. Le daré una hermosa habitación en la esquina del edificio, con vistas al Danubio. Desde la ventana lateral podrá ver la iglesia de Matías y parte del antiguo Ayuntamiento.

La habitación me satisface. Me tumbo sobre la cama. Me gustan las habitaciones de hotel. Como en el comedor, tomo el café en la cafetería, me refresco en la piscina del hotel, purgo todos los males de mi cuerpo en la sauna, compro tres o cuatro periódicos en el vestíbulo, entro un rato en el bar, clavo la mirada en alguien. Vivo en mi propio castillo. Mañana pagaré, me iré y por la noche lo habré olvidado todo.

Durante los primeros días paseé principalmente por los barrios periféricos. Lo registraba todo con cierta euforia. Volvía el antiguo apetito sentimental que reinaba en mí cuando salí de la cárcel. Aunque parezca mentira, presento síntomas de desnutrición emocional semejantes en la cárcel y en el gran mundo. Llamo a las puertas y pido permiso a personas del todo desconocidas para fotografiarlas en sus casas. No paro de caminar durante todo el día. Oigo golpes, claveteos, ruido de sierras y de martillos en todas las casas ajardinadas de la periferia; todo el mundo instala o arregla algo, en eso reside su auténtico trabajo, en trabajar para ellos mismos. Todo el mundo hace algo por su nido familiar, por lo suyo. Son casas singulares y extrañas; se las nota habitadas por gente que no piensa abandonarlas. Hay tiempo invertido en las cosas; las han fabricado en horas de bricolaje porque el dinero escasea, porque aquello que no puede comprarse ha de sustituirse por algo, porque todos esos ingeniosos artilugios son, en definitiva, necesarios. Cada uno invierte lo suyo en arreglar y remendar lo existente.

Pero ¿por qué el aire de esta ciudad parece tan polvoriento, tan plomizo, tan amargo? Hasta la luz tiene ese color castaño del polvo, pero ¿por qué? La sociedad se muestra un poco apática en relación con su elevado grado de consumo. Me costó cierto esfuerzo volver a conectar con las conversaciones. Que sí, que necesitaríamos más independencia y menos control central, más democracia; pues sí, la misma cantilena de hace veinte años. Oigo decir que fulano ha solicitado una beca y que zutano habla mal de no sé quién. Uno me da palmaditas en el hombro:

—Que sí, János, que la gente no es buena.

Oigo hablar mucho de los probables sucesores en la corte. Y de que los barones intelectuales se han apuntado al tren de tal o cual duque. Que fueron enviados a tal sitio y que pasaron las vacaciones en la casa de veraneo de mengano. A veces hasta tengo la sensación de que la pantalla de televisión me guiña un ojo. Resulta extraño ver a tanta gente gorda; se arrastran con indolencia y se pasan el día masticando algo con expresión ausente. Pero hasta esos gordinflones tienen algo infantil, como niños traviesos e ingenuos a la vez. Es preferible no pronunciar frases inoportunas. A la gente le encanta intercambiar malas noticias. Una pésima noticia es una ganga social de la que se puede sacar mucho partido. Quien anuncia una inminente catástrofe tiene la audiencia asegurada. Los patriotas más serios y preocupados por el bien público declaran con valentía que las cosas andan fatal. Conclusión: lo progresista es lo privado. ¿Empiezo a ser progresista? Aquí a uno siempre se le ocurre lo mismo, por eso no puede encontrar grandes sorpresas intelectuales. ¿Qué está ya permitido, qué no está permitido todavía? Escucho los relatos y las opiniones de los amigos, miro los libros en las estanterías, las flores en los floreros, los pies debajo de las mesas, observo a sus hijos, a sus nietos, sus tresillos delante del televisor. En las librerías hay buenos libros, el servicio es correcto, los medios de transporte público se pueden usar, la vida aquí me resulta barata. La gente en general no es ni más grosera ni más amable que en Occidente. Cuando por casualidad sonríen, la sonrisa es auténtica, les pertenece. Las frutas, las verduras y la carne saben mejor que en Occidente. Puedo comprar el International Herald Tribune con un día de retraso; para el jubilado, la vida de aquí presenta muchas ventajas. Me gusta que donde antaño había una carnicería, una papelería y una floristería, hoy siga habiendo una carnicería, una papelería y una floristería. Aquí todo perdura. Y el tono pausado, serio y digno de la conversación no carece de encanto.

Sólo una buena cama

«Cambiar de aires ya no ayuda», me dije una mañana en San Francisco o en Hong-Kong, donde desperté sobresaltado por un dolor en las proximidades de la arteria coronaria. Quería hacer las paces con mi vida y pensé en aspirar las fuerzas secretas de mi tierra natal. Entonces llegué aquí como un palimpsesto en el que nadie ha escrito nada, dispuesto a aceptar cualquier inscripción. El pasado es el pasado, asunto concluido. El problema radica, claro está, en su pervivencia. El estilo de los primeros días me chocó: hasta mis amigos habían adoptado una voz paternalista y autoritaria. La voz oficial suena plana y untuosa; ahora bien, quienes creen decir la verdad absoluta, tiran su verdad sobre la mesa como el jugador de cartas el as. De ahí deduzco que aquí no acostumbran a decir simple y llanamente la verdad. Pronunciar la verdad con voz serena y normal sólo es privilegio de una minoría maldita. Difícilmente se puede incluir entre los que dicen la verdad a quienes miden sus palabras y calculan hasta donde pueden ir. Por lo demás, todo el mundo está construyendo su casita y largándose cuando puede de Budapest, de donde, sin embargo, no se atreve a marcharse de forma definitiva. Kobra, una sombra sospechosa, también se halla incluido en la lista negra. Empero, se ha introducido en el cuerpo de la Hungría socialista… él, el gran demócrata del socialismo real. Como Kobra no es tonto, me pregunto qué lo habrá impulsado a llevar esta vida de sombra pública. No será sólo por debilidad, supongo. Y tampoco entiendo qué fuerza en mi interior me ha impulsado a venir de un sitio más libre a uno menos libre. ¿Será porque aquí me aficioné a las camareras de café y a las mistificaciones? ¿Se relaja y se afloja el poder estatal absoluto? ¿Ya ha perdido su carisma? Pero ¿cómo se sostiene, qué lo aguanta? ¿Qué es lo que, pese a todo, os gusta más aquí? No estáis aquí por obligación. Entonces ¿por qué estáis? ¿Qué sabéis que yo ya no sé? ¡No me digáis que vuestro secreto reside en la comodidad! ¿Será algo más? ¿El depender unos de otros? Un viejo administrador de fincas, un judío lituano, me guiñó el ojo en Broadway y me dijo:

—Nosotros los húngaros hemos de mantenernos unidos.

Me consiguió un piso magnífico. Veo que queréis ser como los occidentales comunes y silvestres. Yo, en cambio, considero más interesante en vosotros aquello que os distingue.

No me expulsaron del instituto de secundaria por rebelarme contra la autoridad, sino por haberme acostado con la esposa del director, la profesora de biología, una mujer con cara de melocotón. Después del bachillerato, en aquellos movidos e inolvidables años de estalinismo, me deportaron con mis abuelos a un pueblucho. Como no deportaron a mis padres, podría haber hecho algo por evitarlo. Sin embargo, no lo hice porque existía el riesgo de arrastrarlos conmigo y, por otra parte, no quería dejar solos a mis abuelos. El muchacho andariego y urbano caminaba por senderos rurales, masticando granos de trigo. Me llamaron a trabajos obligatorios, lo cual no fue una juerga porque los militares encargados del batallón me apalearon varias veces, sólo por divertirse. Las cosas que divierten a unos, a otros no les hacen tanta gracia. A uno lo zurré de lo lindo cuando nos encontramos frente a frente en el sendero de un maizal. A él tampoco le hizo mucha gracia.

Le dije:

—Escucha, no vengáis a pelear más, porque tarde o temprano os vamos a matar clavándoos los dientes en el cuello.

Para demostrarlo, le clavé los dientes en el cuello. Los trabajos obligatorios me habían fortalecido físicamente. Esperaba que me detuvieran, pero no lo hicieron. Cuando me licencié, trabajé de peón y luego me encargué de leer contadores de agua; después toqué el piano en el Gato Violeta. En las primeras sesiones de consumo de opiáceos, destacaba como el más desaforado de los existencialistas; en 1956 me autocalificaba de social-dadaísta. En aquella época escribía poemas de madrugada sobre una mesa de cocina. Vivía en el cuarto de la criada en casa de mis padres y clavé un colchón en la puerta para que el escándalo del amor no se escuchara fuera. Guardaba la bicicleta en lo alto del armario. Escribí un ensayo sobre el siguiente tema: «Los dos polos de la estética: kitsch y blasfemia». Me interesaba un concepto de la mística judía: la redención mediante el pecado. Durante mi tiempo en la granja penitenciaria decidí que un caballero debía contemplar su presente como si fuese historia. En el calabozo, las construcciones lógicas abstractas ocuparon mi mente; al salir de allí me entregué a la magia ilusoria de la realidad. Las cosas más comunes de la vida en libertad me parecían fascinantes: ir con una chica al cine, pasear y sentarse en algún bar. Con el hambre acumulada en el cautiverio, la idea de la vida de Budapest se me hizo más atractiva de lo que era de verdad; por eso me dejé arrastrar por la concupiscencia durante siete años después de mi liberación. En 1966 corté con esa vida de libertinaje.

Me marché de aquí en 1966, a los treinta y tres años de edad. A mí no me va el tono escolar de aquí, dije. Necesito un análisis más frío e irónico, más comparativo e internacional, por lo que muchos me tomaron por un cínico. Algo parecido dijeron también en Nueva York, lo cual no me impidió seguir ejerciendo de profesor universitario. En aquella época consideraba que sólo valía la pena pensar en cuestiones fundamentales. El mercado mundial capitalista es más instructivo que la economía de mercado socialista circunscrita a lo nacional, pero ¿cómo pronunciar la palabra «mundial» sin haber visto mundo? Queridos guardianes del kitsch centroeuropeo, ¿recordáis la risa dentuda y argéntea de Pilinszky, una risa que le salía de las entrañas? Dijo una vez en una reunión (donde me había ocultado humildemente detrás de László Nagy, Miklós Erdély y Béla Kondor) que sólo merecía la pena pensar en problemas insolubles por naturaleza. Que para resolver problemas solubles estaban los expertos. A veces venía a vernos Tamás Lipták, el matemático:

—Plantéame cualquier problema, que yo le encontraré la formulación matemática.

Según Erdély, las fórmulas matemáticas servían a Lipták para absorber el vino tinto de la botella. Las cuestiones que tienen solución no entran en el ámbito de influencia de una contemplación profunda. Para Pilinszky, el concepto de literatura comprometida significaba tanto como una halterofilia cantora. ¿Quién puede pedir que cante al pobre levantador de pesas, al que cada uno de sus suspiros le resulta caro?

Hace veinte años decidí no gastar más de veinte años de mi vida en el aprendizaje del comunismo. Como no fui liberado del todo en 1945, decidí dar yo mismo el siguiente paso hacia la liberación. En aquella época discutíamos mucho las diferencias entre libertad interna y externa. Según Kobra, existía la posibilidad de mantener la libertad interna incluso en circunstancias negativas. El pensador puede seguir pensando aunque no haya libertad de pensamiento. En mi opinión, en cambio, esa pequeña libertad interior tan cuidadosamente cercada se convertía en algo parroquial. Nunca he creído en la leyenda de las obras maestras escritas para el cajón del escritorio. El hombre se pasa la vida preparándose para ese momento de liberación y, cuando llega, ya no tiene nada que decir o sólo es capaz de gemir. No quería seguir toda la vida como un escolar castigado en el rincón. Nos quedábamos atascados en este problema, como la aguja del tocadiscos en un disco rayado. A veces pataleaba y a veces me cogía la depresión y acababa mudo. Sentía la puerta cerrada con todo mi cuerpo. Y todo cuanto veía y oía, cualquier zapato o cualquier poema me remitía a esa situación. Muchos presos ya mayores no quieren la libertad y prefieren el encierro. En los años sesenta, los ciudadanos de a pie ya consideraban normales y habituales las ceremonias dominadas por la mesa de la presidencia en lo alto y por el discurso ex cátedra, en las que el público permanece abajo, aplaudiendo cortésmente, pero sin entusiasmo. Nada de desórdenes en el aula, nada de gritos ni de carreras. Los ciudadanos reeducados con éxito se desentendieron de la ciudad, de sus casas, de sus cuerpos, dejaron de respetarse, de respetar sus trabajos y su tiempo, de respetarse a sí mismos. Pedían salir al extranjero como un escolar ir al váter. ¿El hecho de tener mi residencia en Budapest me obliga a ponerme en manos de los funcionarios del Estado? Es mi ciudad natal, sí, pero también existen otras ciudades en el mundo. Todos los motivos para la sumisión me parecían meramente sentimentales.

Cuando me marché, ya intuía que el fervor nacionalista se intensificaría. Yo, sin embargo, no me mostraba receptivo a tales fervores. No esperaba grandes cosas de los cotos nacionalistas. Las diferencias nacionales me interesan como me interesan las diferencias individuales; los nacionalismos me preocupan sobre todo por el enorme parecido entre ellos. No sabría decir dónde acaba la solidaridad nacional y dónde empieza el chovinismo. He visto socialismos nacionalistas, comunismos nacionalistas, capitalismos nacionalistas; en todas partes estaban dirigidos por un líder duro, en todas partes sólo había un partido, y en todas partes castigaban las opiniones contrarias. El discurso nacionalista sólo ha servido en todas partes para derogar las libertades ciudadanas. Las verdades nacionalistas tienen dificultades para cruzar las fronteras lingüísticas. Los nacionalismos, que ni siquiera discuten entre sí, sino que más bien hablan sin entenderse, sólo pueden conseguir que un historiador políglota se vuelva más imparcial si cabe. Los núcleos creativos surgen preferentemente en las grandes urbes, adonde la gente acude de todas las partes del mundo y donde se encuentran algunos talentos afines. Me gustan los avances técnicos e intelectuales del planeta, me gusta la posibilidad de dar la vuelta al mundo provisto sólo de un pasaporte y de una tarjeta de crédito. No tengo tiempo para dedicar la vida a molestarme por las bromas de las autoridades locales. Carezco de una vida de repuesto y no quiero que las jugarretas de las autoridades conformen mi destino. Hace veinte años decidí alquilar un piso donde no tuviera casi nada que ver con las autoridades locales. En aquella época, los satélites ya surcaban el cielo, nos preparábamos para pisar la Luna, y el globo terráqueo me resultaba pequeño. Como muchos otros, me convertí al planetarismo. A ello contribuyeron también las fronteras difíciles de traspasar y las solicitudes de pasaporte rechazadas; me estimulaba el rechazo dominante a la palabra cosmopolita. El nacionalista pone su pensamiento al servicio de su Estado. Si el jefe de Estado también es nacionalista, ¿qué le queda al hombre común y corriente? Ambos hablan de unidad. En algunas, escasas, ocasiones, de las ventajas de la diferencia. ¿No os habéis dado cuenta de que todos los tiranos del mundo hablan la misma lengua?

Todas las situaciones a las que he sobrevivido se han saldado para mí con algo positivo. Desde cierta óptica, el lugar ideal es donde estamos. Pero yo no sólo pretendía existir como un árbol, sino también escribir y publicar. Empecé como ensayista, como alguien cuyo tema puede ser desde una obra maestra hasta un ratón. Que la mente oscile entre lo sensible y lo abstracto. Conclusión: mientras las cosas iban como iban, no podía practicar en Budapest este género literario tan insolente como ingenioso. Puedes escribir, pero sólo con alusiones y generalidades imprecisas; no hay nada para la ironía como las situaciones de opresión, contrarias a toda ironía. Hasta la gente más honesta parecía torpe y provinciana. Cuando el hombre renuncia a la sinceridad… se vuelve bruto. No le interesa cuanto puedan decir los otros. Yo tendía a matar el tiempo entre charlas y comilonas y tendía también a la grandilocuencia, a poner a los demás como un trapo, a limitarme a hojear los libros y a gastar bromas sin pensar si eso me servía para mi éxito en la sociedad. Era un personaje de Budapest y lo era en exceso. Temía darle demasiado a la bebida, engordar y acabar diabético. Había ido a la primaria en tiempos de la regencia. No me había gustado. Sin embargo, tampoco tragaba la versión socialista del paternalismo, un paternalismo machacón donde los haya. Cuando era niño, la gente decía a mi alrededor: papá Horthy. Los más ancianos aún hablaban de papá Francisco José. Luego vino papá Rákosi y se fue. Después le tocó el turno a Kádár; cuando en los pueblos oí hablar de papá Kádár, me largué. Aquí, por lo visto, los hombres necesitan al padre sobre sus cabezas incluso cuando son adultos. Ya te pareces a un pueblerino, me decía, a esos que se quejan toda la vida de la falta de electricidad. Que se vayan a un sitio donde la haya.

Salta, me dije, y me arrojé al mar desde una roca. El nadador de fondo se liberó. No sé si he dicho que abandoné mi país con un pasaporte yugoslavo falso; mis ahorros me alcanzaron para un pasaporte yugoslavo, no para uno occidental. Abandoné la idea de esperar que algún cambio político despejara mi futuro. Desde entonces no existe para mí un más allá político. Existe la ciudad en que vivo y que es como es. No he sido más feliz, pero me he vuelto un adulto normal. Cuando me concedieron el pasaporte de apátrida, sentí que una presión se retiraba de mi pecho. Prefiero el colorido de la publicidad al gris del hormigón estatal. ¡Así me gusta, señor candidato a presidente, que intente agradarme! Así no deberé esforzarme por agradarle a usted. Fui a un país donde no se precisa de autorización del Estado para dar clases ni para publicar libros. Imaginé que desde Nueva York la perspectiva sería la más amplia. No estoy seguro de haber tenido razón; sea como fuere, preferí no cambiar una periferia romántica por otra. Decidí convertir las barreras políticas en barreras lingüístico-técnicas. Cuatro años de preparación y de reorganización interna… el precio aproximado del asunto. Entretanto no podía ocurrirme nada negativo, porque todo lo negativo me servía de aprendizaje. Lo importante era seguir estudiando.

Me marché en 1966, a mis treinta y tres años. En 1969 me doctoré por la Universidad de Columbia, en 1971 se publicó mi primer volumen de ensayos en una reputada editorial neoyorquina, y en 1973 fui nombrado profesor en la Universidad de Nueva York. Di vueltas por el país y luego volví a Nueva York, pero con un sueldo más alto. Doy clases bastante buenas a alumnos bastante buenos. No tan buenas a los menos buenos. He tenido suficiente éxito como para no guardar rencor a nadie. Si tu texto tiene calidad, algún editor te llamará. Esta ciudad se gusta a sí misma; las noticias locales alcanzan el nivel de noticias internacionales. Las calles están llenas de especímenes humanos que se mueven con belleza y también llenas de monstruos. No hay pueblo en el mundo que no esté representado con gran cantidad de personas en esta ciudad. No hace falta moverse: cada uno te cuenta de su patria. En un bar puedes dar la vuelta al mundo. Cada vez que me subo a un taxi en el aeropuerto y veo el perfil de Manhattan siento una sensación de éxtasis. Mi corazón se alivia y mi tórax se amplía. No existen barreras entre los otros y yo, sólo mi capacidad de autocontrol y la de ellos. ¡Ninguna fuerza exterior! No existen las prohibiciones externas, salvo nuestra propia y doméstica estupidez. No sé por qué, pero el carnicero se siente más seguro de sí mismo allá que aquí. ¿Un carnicero húngaro en Nueva York? Perfecto. Eso es cosa seria, hasta puede que escriban sobre él en los periódicos. La gente humilde huyó de sus respectivas y temibles autoridades y se juntó donde no había nadie a quien temer, salvo al prójimo. Vista así, la criminalidad resulta tolerable. Cuando vengo de Nueva York a Europa, todo me parece un tanto más frío y ceremonioso. El prestigio tiene más prestigio. En Europa occidental la gente quizá vista mejor; en Nueva York lo hacen de manera más informal y escandalosa. Nueva York es más sensual, barata y popular. Hasta diríase que más cutre. En los primeros años tuve poco dinero; compraba la ropa en tiendas de segunda mano y anhelaba las prendas europeas: nuevas, limpias, de buena calidad. No obstante, encontré mi chaqueta preferida en la acera. La cogí; me quedaba perfecta. Pagué diez dólares por ella, si no recuerdo mal.

Habría que preguntarse si uno actúa correctamente exponiendo su vida a los estudiantes, que sólo quieren buenas notas del profesor para acceder a buenos puestos de trabajo en el futuro. A veces los peores son precisamente los más interesados: pequeños papagayos. Rumiaban todo cuanto ayer habían masticado atropelladamente. Rumiar es, desde luego, la vía de la digestión. Parecen más humanos cuando no hacen funcionar la maquinaria de sus palabras. A mis alumnos les interesaría sobremanera vuestra época estudiantil, la novela de vuestra educación. ¿Aguantaréis nuestra mutua deconstrucción? ¿Soportaréis un análisis despiadado? Intentemos, por ejemplo, poner a Kobra en la mesa de disección, a un hombre que todavía come y habla. ¿Por qué no te quitas de encima al Kobra que has aprendido a representar? Quítatelo como te quitas unos pantalones. El claustro aprecia al examinando que no muestra enfado. Hay que comprender, claro está, que aquí se suspende sin miramientos. ¿Por qué no te vamos a analizar a ti, por ejemplo? A todo esto, tú aplazas tus planes y te encoges a fin de depender lo menos posible de circunstancias materiales. Llegados a este punto, mis alumnos empiezan a sentirse inseguros.

Porque, claro, ¿qué otra cosa se puede hacer en el Wild West, en el salvaje Oeste, sino ahogar las penas en compras? Uno se mima a sí mismo, trata con cariño a ese muñequito que es uno, le inyecta deseos y luego, en el centro comercial o en la pequeña tienda de exquisiteces, satisface sus humildes deseos. Compra un after-shave ligeramente embriagador, un suave jersey de cachemira o una impresora láser; son muchas las cosas que hacen feliz al pobre mortal. Mientras tenía casa, me compraba toda suerte de objetos inútiles. Tampoco honra a nuestra especie el que las imágenes de nuestro bienestar festivo vayan vinculadas a grandes comilonas y francachelas, el que festejemos llenando nuestros orificios con cosas o con otros. Torpes e inútiles anhelos.

—Si la mayoría de los seres humanos vive en la pobreza, ¿por qué no yo? —preguntó Kobra en el pasillo de la escuela secundaria.

Una forma de perfeccionamiento bastante miserable. Toda renuncia equivale a una victoria. De pronto te das cuenta de que ya no necesitas cuanto ayer parecería imprescindible. Yo, Dragomán, el falible, aún no he llegado a ese punto. Ni siquiera creo en él. Muchas veces me he sentido inquieto por no poder adquirir algo para vestir o para comer. Para mí, la ciudad es una larga hilera de escaparates y espero que me ofrezca toda suerte de cosas y toda suerte de personas. De los otros, que me sonrían y no me quiten lo que me pertenece.

Las relaciones de la clase media en Occidente son ciertamente superficiales. Pero ¿con cuántos congéneres pretendo tener relaciones más profundas? ¿Para qué quieres ocultarte en la provincia y conectar el contestador automático? ¿No resulta más ventajosa la conversación superficial? ¿Y por qué no andar limpios y bien vestidos, si no existe nada bello sin la apariencia? Me gustan las reuniones y las conversaciones, las discusiones en el seminario y las charlas, las conferencias de prensa y los debates públicos; me gusta, en definitiva, el discurso vivo y directo. Me gustan las exhibiciones, las ceremonias y los espectáculos. Me gusta que la gente choque, que salten chispas, que ocurra algo. La gente se marca un solo como en las buenas orquestas de jazz, donde siempre hay uno que se pone de pie, pasa al proscenio y toma la palabra, mientras los otros lo rodean y le ayudan como comadronas a una madre a punto de parir. Es en las grandes fiestas a altas horas de la madrugada donde mejor me siento, cuando las botellas ya se han ido vaciando y los ceniceros llenando, y ya no puedo más de tanto tocar el piano. Soy incapaz de irme a la cama antes de las cinco de la madrugada, mientras vosotros dormís el sueño de los justos. No quiero dormir por las noches y anhelo los lugares donde se encuentran los seres más extraños: los clubes nocturnos, donde todos se creen más misteriosos y más salvajes de lo que serán al día siguiente por la mañana en sus respectivos lugares de trabajo. Cuanto más estilizados los hombres, tanto más divertidos o, como mínimo, tanto más grotescos. El instinto dominante en el ser humano es el deseo de divertirse. Urbanismo equivale a diversión. Estatalismo, a aburrimiento.

—¿Y los crímenes de Estado no son divertidos? —pregunta Kobra.

A lo cual le contesto así:

—Mi querido maestro, durante veinte años tuve tiempo suficiente para divertirme hasta la saciedad en ese campo.

Contrariamente a vosotros, enraizados en el terruño, a mí me han tocado raíces aéreas, destinadas a errar por parajes desconocidos. El judío errante celebra el éxodo, no la conquista de su tierra.

Carezco de principios absolutos que pueda contraponer a la relatividad del mundo; a lo sumo voy corroborando a tientas lo que me gusta y lo que no me gusta. Desde Gutenberg, las formas privadas de la meditación pueden ser también públicas. La mayoría es inmadura, tanto en el Este como en el Oeste. Por regla general, los dirigentes mundiales no son más maduros que el ciudadano común. Pero cuando la nave está a punto de chocar contra el iceberg, aparecen, por fortuna para nuestra especie, algunos hombres un tanto más maduros. Yo, personalmente, no levanto grandes oleajes; sólo he impulsado un par de ideas. Bicho raro y personaje independiente, pertenezco a una gran asociación académica liberal, caracterizada por tener ciertas dosis de humor. Mi medio fundamental no es, desde luego, el aula, sino el papel. Lamentablemente, mi dragomanía supera a mi grafomanía. Brillo más de viva voz que por escrito. Camino a lo largo de la Gran Manzana y desciendo hasta el Battery Park, donde contemplo el agua apoyando los codos en la barandilla, bajo helicópteros que no cesan de despegar y de aterrizar.

Pienso en mi padre muerto, en Döme Dragomán, el pianista de bar de quien aprendí a tocar el piano y a hablar varias lenguas, permitiéndome así sobrevivir en cualquier rincón del mundo. En los primeros años toqué en el bar del Gramercy Park Hotel. Mi madre hizo lo mismo tras la muerte de papá: tocaba el piano en bares de Budapest, tocaba con el cabello teñido, con la cara de espantapájaros bien pintarrajeada y con los ojos desmesuradamente abiertos. Trataba de tú a tú a los jóvenes sentados a su alrededor y les tomaba el pelo; además, les ponía en la mesa las bebidas que le hacían llegar los clientes del local, a ella, a la eterna Fáni. Mi padre murió un año después de mi partida. Mi madre empezó a tocar en el Tango un año después de la muerte de papá. Todo el mundo sabía que Fáni y Döme habían formado una gran pareja. Todo el mundo había visto a papá correr en albornoz por la Dob utca; iba con un abrigo de piel bajo el brazo porque mamá se había ido de casa en camisón y papá siempre temía que se resfriara.

Suelo almorzar en el Pipa. La camarera, una belleza indómita, se empeña en fantasear en torno a unas orquídeas que, dice ella, lleva metidas en el vientre. Un primo segundo mío es el jefe. En el examen final de la escuela de hostelería suspendió por culpa de un deficiente Chateaubriand, pero luego superó la prueba con un boeuf Stroganoff y chucrut relleno al estilo de Kolozsvár, que no sólo le sirvieron para sacar el título, sino que merecieron también todos los elogios. Yo también acostumbro elogiarlo, pero no me gusta que persiga a la buena mujer con un cuchillo de matarife cada vez que le entra un ataque de celos. Mi madre también venía a comer con su vecina Amália al Pipa. Me sirven la cerveza; espero al caldo y miro alrededor. De hecho, aquí me gusta todo, me gusta cómo comen, cómo se seducen, cómo se pelean. Me gusta hasta el tipo con quien he tenido un enfrentamiento físico. Con la cabeza gacha, fracturé el tabique nasal a un irrespetuoso. Los mejores se reúnen para ofenderse mutuamente; buscan al chivo expiatorio y se ponen nerviosos al no encontrarlo. Se sienten ofendidos; no han recibido lo que les correspondía.

—¿Qué has hecho en estos últimos veinte años? —pregunto a un excolega mío.

—He sentido asco —contesta.

A muchos de mis conocidos, el sentimiento de dignidad se les ha empequeñecido; ahora son gente agotada, tortuosa y absurda. Intelectos destinados a cosas de alto nivel han derrochado sus mejores años en analizar un error.

A veces me encuentro con Kobra aquí en el Pipa; comemos juntos y luego nos vamos a dar una vuelta. Él, claro, se ha levantado a las cinco, se ha bañado, ha bajado a pasear, ha hecho la compra, ha llevado leche fresca y bollos a casa, ha preparado el cacao para la taza de Zsiga y el biberón de Döme. Charla junto a la taza de té con su hermosa y joven pareja. A las ocho de la mañana, Kobra echa un vistazo a la escuela de enfrente; los alumnos están sentados en sus pupitres. Él está sentado en el escritorio, no tiene sueño, no se siente deprimido, toca el timbre de la inspiración, y ésta aparece con una ligera reverencia, igual que el maestro en el aula del otro lado de la calle. Mi situación no puede compararse con la suya. Ni siquiera entiendo cómo puedo aguantar a un tipo tan prosaico como Kobra. Lo torturo un poco. Pobrecito, ¿no te has dado cuenta de que, hoy por hoy, la moda en el gran mundo es la positividad descarada? ¡Se han acabado las amarguras de la crítica izquierdista! Como sentimiento amargo sólo se permite, a lo sumo, la alegría por el mal ajeno. La jardinería y la gastronomía, los vídeos de películas de terror, los recuerdos de viaje también en vídeo. ¿No te has dado cuenta de que ya no está de moda adoptar posturas disidentes? ¿No te has dado cuenta de que ya sólo la moda está de moda? Quien se oponga a la corriente, será arrojado a la orilla. Ya no contará para nada. El profesor Kobra es una personalidad conservadora. ¿Humanismo? ¿Autonomía? ¿Es capaz de escribir tales palabras sin que se le caiga la cara de vergüenza? Ni siquiera se burlan de él; lo tratan con amabilidad como a un pastor de almas provinciano. He aquí un simpático espécimen, mezcla de integridad underground y de cuarto de infancia. Santo parado en una columna, cabeza hueca de provincias, ¿otro traguito? El maestro ya no puede permitirse más noches de juerga con amiguitas recién conquistadas. Él y su preciosa pareja se controlan mutuamente los horarios cotidianos. El llanero solitario que se monta en el caballo y cabalga hacia la noche falta de estrellas… ése soy yo, no tú. El maestro perdería unos cuantos kilitos si me acompañara a los Cárpatos a ojear osos. Haz, Señor mío, que cada día empiece y acabe de diferente manera. Sé que vosotros no rezáis por esto.

Acude gente joven a verme y declara estar dispuesta a largarse de Hungría de forma definitiva. Yo los disuado; les recomiendo quedarse; me miran con cara de asombro. Viene una mujer joven con su marido; su piso es pequeño, el dinero escasea, el niño mete mucha bulla, ambos beben. ¿Dónde podrían conseguir una beca o algún empleo sin ataduras en el gran mundo? Se han hartado de las restricciones de por aquí y buscan un ambiente más interesante en el que ellos mismos, borrachos de libertad, puedan parecer interesantes. Me piden direcciones, consejos, dinero y ayuda. Les doy de todo un poco y luego me siento confuso. ¿En qué se están metiendo? No quieren trabajar mucho ni hablan idiomas; ahora bien, no se muestran dispuestos a hacerle ninguna concesión a este país. No, no quieren darle respiro. Aquí no puede hacerse nada. Este país no tiene arreglo, dicen. En el extranjero se harán famosos, serán artistas, científicos, pensadores de renombre, directores de cine mimados por los productores, estrellas carismáticas, y no los personajes grises que han de ser aquí. Pero ¿y si ese otro mundo no los recibe con los brazos abiertos, si se muestra antipático y cruel? Imposible. Ha de haber un lugar en el mundo en el que baste aparecer para tener éxito. Emigrar supone una novela de aventuras, cuya continuación se pierde en el aburrimiento. El héroe o la heroína se indigna, se va, mira a su alrededor, se aferra a algún sitio y, Dios mío, sí, se avergüenza de sentir nostalgia. Los amigos de Hungría a veces vienen a vernos, a nosotros, los emigrados. Ellos, que van a volver a casa, están convencidos de que su país no está nada mal y consideran que hemos cometido un error. ¿Para qué tanto movimiento? ¡Podríamos habernos quedado quietos! Ellos quieren pensar que los emigrados se equivocan. Según ellos, quienes se quedan tienen razón; ellos sólo salen con permiso y por un período limitado. Lealtad a cambio de seguridad. El emigrante también los trata con cierta frialdad. Nos ha abandonado, piensan los de aquí, y en parte tienen razón. Todos caen en el mutuo olvido; los amigos se convierten en recuerdos cada vez más áridos y borrosos, relegados poco a poco a un segundo plano. Cuanto más te alejas de tu patria, más pequeña la ves. Un grupo de invitados se ha reunido en mi piso de los Estados Unidos. Un amigo húngaro me llama por teléfono; acaba de llegar; le digo que se acerque. Explica a mis huéspedes que él no pertenece al partido del gobierno, sino a la oposición, pero no a ésta, sino a la otra. Sus palabras no dicen mucho a sus oyentes, bastante sorprendidos de ver a un húngaro en carne y hueso. A los ojos de tus conocidos en el extranjero, todos los húngaros son como tú. Abandonamos nuestro país con ganas de comernos el mundo y acabamos escondiéndonos de nuevo aquí. He vuelto y me asombra ver que todo tiene un tamaño normal. La periferia es periferia auténtica; el pan es pan auténtico. Sentado en un tranvía amarillo, absorbo la magia azul del anochecer. Una cama cómoda es todo cuanto necesita el ser humano.

Laura

Hace veinte años, Dragomán pasó a nado de Kopar a Trieste, de Yugoslavia a Italia, del Este a Occidente. Laura, sentada a la orilla, vio alejarse a su marido. Reloj de arena expectante, cogió un puñado y lo tamizó entre los dedos. Dragomán había de recorrer siete kilómetros por un mar que oleaba pese al cielo despejado. Laura siguió con la vista la cabeza cada vez más lejana de János, que ya parecía un hueso de cereza. Ante el primer hotel costero de Trieste, tres muros de piedra interrumpidos por arcos descienden hasta el mar. Laura vio el hueso de cereza pasar bajo el primer muro, luego bajo el segundo y, tras pasar delante del tercero, lo vio torcer a la derecha. Tras el tercer muro, Dragomán también tuvo la sensación de que Laura lo había perdido de vista. El monitor de natación del hotel acogió a Dragomán en su habitación de servicio y salió después a dar su clase de esquí acuático; mientras, el fugitivo se quitó los pantalones mojados y se metió bajo la manta del monitor. Dragomán prometió a su anfitrión su cámara fotográfica y su reloj Omega si cruzaba la frontera en coche, iba hasta el hotel de Kopar y le pedía a Laura su ropa y sus papeles.

Después de pasar a Trieste a nado, Dragomán se presentó a la policía italiana. Lo internaron en un campo de refugiados, donde se aburrió. Mujeres jóvenes y acomodadas aparecían en coche y hacían señas a los hombres según ellas más atractivos o, al menos, dignos de atención.

—¡Tú no, el otro, aquel alto de pelo largo!

Dragomán no se acercó a la verja. Al final, sin embargo, accedió. Alguien se dirigía a él en un francés tan torpe como básico:

Monsieur, je voudrais avoir le plaisir de votre connaissance.

Dragomán guiñó el ojo. La mujer entró en la comandancia del campo y firmó una autorización según la cual se hacía cargo de los gastos del refugiado mientras se arreglaban sus papeles. Dio su dirección en Parma. Se alojaba provisionalmente en el Hotel Stendhal. Inglesa, izquierdista, se llamaba Gwendolyn y pesaba ochenta kilos. Sus manos eran grandes; lo mismo sus pies. Era excéntrica y carecía de gracia. Sacó y mantuvo a Dragomán. Pudorosa, se sentía torpe hasta en la cama. Según ella, había descubierto por vez primera una sensación que sólo conocía a través de sus lecturas.

Todas las mañanas, Dragomán daba una vuelta alrededor del castillo de Parma, una construcción de amenazadora altura, vagaba por el mercado, se metía en una cafetería para beber un café, que acompañaba con una grappa, y escribía cartas llenas de nostalgia a Laura. Al cabo de unos meses, el siervo se acostumbró a su situación. Leía, ganduleaba y paseaba. Iban de ciudad en ciudad durante el hermoso otoño italiano. El cuerpo de Gwendolyn estaba siempre algo húmedo y no olía bien. Ella era reportera free-lance, productora de cine y feminista, no carecía de humor y sabía reírse de sí misma. Mucho jersey, zapatos anchos y bajos, muslos fuertes, pechos no muy grandes, hombros un tanto angulosos, mucho músculo. Opiniones siempre muy fundamentadas y pensamientos reprimidos. Gwendolyn reprimía algún comentario inteligente por temor a decir una trivialidad. Dragomán la engañaba, por supuesto. Pequeñas y breves aventuras ocasionales. Le arrancaba algún dinerillo extra y a veces lo gastaba en putas. Gwendolyn, con sus enormes pies, era una buena compañera de caminatas. Le daba dinero de antemano, para que Dragomán pudiera pagar en bares y restaurantes. Dragomán le enseñó una palabra húngara, strici, que significa golfo o chulo. Gwendolyn le gritaba a voz en cuello en la calle:

Strici!

Los turistas húngaros volvían la cabeza.

Gwendolyn trabajó mucho en el horóscopo de János. Las mujeres te seguirán ayudando en tu camino. Subirás y bajarás, pasando de mujer en mujer. En el fondo eres un gigoló nato. ¿Te has acostado con una mujer por dinero? Sí, Dragomán se había acostado. En su época de universitario se prestaba a cantantes de ópera. Iba y venía entre los camerinos. Opulentas sopranos y dramáticas contraltos requerían por igual los servicios amorosos de János, para que sus voces sonaran más plenas y brillantes en el escenario. La cavidad abdominal, excitada y relajada por el placer, se flexibilizaba como caja de resonancia; y ellas se hallaban entonces en un estado de ánimo de mayor sensibilidad y podían asimismo realizar movimientos más amplios. Así consiguió Dragomán su abrigo de invierno de piel de camello, su chalina de seda, su hermosa biblioteca. Así pudo pagar sus numerosas y caprichosas escapadas a pequeñas ciudades: siempre en asuntos estrictamente privados. Llevaba chaquetas suaves, camisas de buena calidad, jerséis de tejido ligero y pañuelos de seda al cuello. A Dragomán no le importaba ser objeto de burlas. En su casa le gustaba llevar disfraces, llevar, por ejemplo un dolmán de húsar o un redingote. En él, esas prendas adquirían y trasmitían un estado de ánimo. En otras personas, no.

En el piso que Gwendolyn alquiló en París, la situación no cambió. Había abandonado su país para jugar y para intimidar; ya había tenido miedo suficiente en su patria. Comprendió que le iría mejor haciendo travesuras que haciendo de niño bueno.

—Querida Gwendolyn, ¡lo que tienes que aguantar de mí, de este farsante de Budapest!

Desempeñó los papeles más diversos y, aprovechando las debilidades de sus nuevos amigos, se hizo pasar con naturalidad por un tipo duro de la Europa oriental, dispuesto a volver a hacer turismo en Occidente sobre el lomo de un carro de combate. Se bajaría de uno de esos tanques, se instalaría en el cuarto de los niños de alguna familia mientras las tropas saqueaban impunemenente la ciudad, y vería las aventuras de Lucky Luke de cabo a rabo. Una vez acabado el saqueo, se levantaría, saludaría haciendo una reverencia y se marcharía traqueteando en el mismo carro que lo había traído. También hacía el papel de prostituto venido del Este en misión de espionaje, experto en artes marciales y lanzamiento de cuchillos. De hecho, en un pueblo arrojó unos cuchillos puntiagudos y con dientes, de lo usados para el queso, contra una pared de madera y los clavó alrededor de la cabeza de un tío antipático. Bastante le costó a Gwendolyn explicar a la víctima el origen de esta extraña costumbre del folclore húngaro. Para salvar la situación, Dragomán contó a una señora mayor interesada en los métodos de afeitado imperantes en Hungría que, según una vieja costumbre popular, el hombre se deja crecer la barba durante un año, se dirige luego a la plaza del pueblo o de la ciudad y encuentra allí un tocón con un hacha clavada en él. Nuestro hombre arranca el hacha, coge la punta de la barba… un hachazo por la izquierda, otro por la derecha, y se acabó la barba. Cuando se quedaron solos, Gwendolyn le preguntó:

—Oye, strici, ¿no has exagerado un poco con eso del afeitado a la húngara?

—Algo —reconoció, obediente, Dragomán.

Dragomán solía llamar a Kobra con cierta frecuencia y le escribía largas epístolas; fanfarroneaba sobre su futuro, un campo abierto, según él, con infinitud de posibilidades. Sin embargo, no olvidó el consejo machaconamente repetido por Kobra: que hiciera el doctorado. Lo hizo. Y consiguió un empleo, primero con un contrato temporal, luego indefinido. Entonces ya pudo permitirse muchos lujos; incluso el de dar clases sólo en otoño, aunque fuera a medio sueldo, y revolotear el resto del año como un pájaro libre. Una asombrosa cantidad de chicas guapas acudía a sus clases. Esperaban algún espectáculo. János presentaba mediante demostraciones prácticas el comportamiento de la gente en las diferentes ciudades europeas; se refería a Venecia y a Ragusa, a Granada y a Amsterdam, a Novgorod y a Vilna; hablaba de las plazas por las que había caminado, en las que había estado sentado observando cuanto veía y tomando apuntes etnológicos y no olvidaba mencionar los hechos siempre oníricos de la Klauzál tér.

Laura estaba de regreso en su taller de Budapest cuando su campo visual se llenó de pronto de un brillo lechoso. No veía nada.

—Me has robado la luz de mis ojos —dijo Laura por teléfono.

Inflamación del nervio óptico, diagnosticó el médico, debido a algún virus vietnamita, explicación no menos curiosa que la de Laura, según la cual Dragomán se habría llevado su vista.

—Así al menos no veré cómo envejece mi cuerpo.

Y así como se fue, la vista volvió. En cuanto al cuerpo de Laura, siempre untado con diversas cremas nutritivas y de fácil bronceado, tenía muy pocas fallas visibles. Mujer tranquila y primaveral, se adaptaba con facilidad. Cualquier tela le sentaba bien. Sin embargo, Laura no cesaba de enfrentarse a problemas de orden metafísico. Cuando recuperó la vista, compró un rollo de papel, lo puso en la mesa, lo metió en la máquina de escribir y desde entonces no dejó de redactar cartas casi interminables a János. Laura sabía que el cretino de Dragomán la engañaba día y noche. Galanteador profesional, el hombre sólo se sentía contento si se había ligado a una mujer. Su afición consistía en gustar una y otra vez. Dragomán buscaba esa situación en que la otra aflojaba las riendas y pasaba de la resistencia a la entrega. De golpe y porrazo, empero, la cama de matrimonio se le hacía estrecha y sólo anhelaba pasear de madrugada sin compañía por las calles de París, cuando el carnicero rasca y frota el tajo con su cuchillo curvo y uno puede sentarse en el café de la esquina a tomar un café con leche con un cruasán. Al amanecer, a la hora de despertar, Dragomán sólo desea huir de la estrechez.

Laura no sabía que Gwendolyn había entendido el juego, que siempre alquilaba un piso de tres habitaciones y que durante la noche pasaba del dormitorio compartido a su propio cuarto para que Dragomán se sintiera solo en el momento de despertar. Gwendolyn trabajaba durante el día y sólo estaba a su disposición a partir de las seis. A esa hora, ya se había encendido la palabra en Dragomán; ya le venía bien charlar un rato bajo un castaño, con una buena copita de un vino blanco y ligero, en aquel jardincito de un antiguo taller de reparación de carruajes en el distrito veinte. A través del ramaje verde se veía el azul del cielo. Según János, el estado ideal de la vida consistía en echarse en una tumbona al lado de una mesa, con una macedonia de frutas, un vino blanco en una cubetera con hielo y la pipa favorita. Si estaban garantizados estos ingredientes, si sus comentarios y argumentos eran apreciados, si la reportera se mostraba dispuesta a escribir un libro sobre su vida y milagros, entonces la noche podía empezar; luego, en un momento determinado, había que dirigirse al centro de la ciudad en metro.

Al comienzo de los sesenta, Dragomán frecuentaba el Tango con Laura. A una señora mayor, probablemente profesora de inglés, le gustaba sentarse a la mesa contigua y hacerse la sorda para que no sospecharan de ella. Laura, mujer de boca grande y voz profunda, susurraba de maravilla. A János le encantaba, además, que Laura tuviera siempre buen aliento, como los bebés, incluso por la mañana, a la hora de despertarse. Sus dientes estaban todos sanos, las encías eran altas y de color rosado, la lengua, dura, carnosa, ágil e infatigable. Dragomán sentía celos de los bocados, cuando Laura los palpaba por vez primera con la lengua, acompañando el acto con una sonrisa introvertida y perversa, como si estuviera haciendo el amor con otra persona delante de sus ojos.

—Escúpelo —decía Dragomán, furioso. Laura, sin embargo, no dejaba nada en el plato.

Laura siguió los pasos de Dragomán siete años después de la marcha de éste, en 1974. En la segunda mitad de los setenta, no obstante, se le presentaron síntomas extraños; esclerosis múltiple, parálisis progresiva, silla de ruedas impulsada por motor eléctrico, gradual desamparo, paulatinas acusaciones. Aunque Dragomán se ocupaba de ella correctamente, Laura se volvió cada vez más suspicaz. Vivían en Princeton. János regresaba a toda prisa desde Manhattan, sede de la universidad, la bañaba, le daba de comer, la entretenía, y cuando se ausentaba de casa, dejaba los números de teléfono más importantes al alcance de Laura. Las llamadas ora se adelantaban a Dragomán, ora lo perseguían. La casa estaba llena de fotografías y de apuntes que Laura clasificaba. Hasta que todo se quemó. Dragomán sólo consiguió salvar a su esposa atada a la silla de ruedas.

Dragomán no abre nunca su otra pieza del equipaje, una caja pequeña, alta y redonda. Contiene la urna de Laura, una blusa de seda y unas cuantas fotos que le tomó en el 12.º piso de un edificio situado en la esquina de la 172 East Fourth Street de Nueva York. Ocurrió después del incendio, después de que ardiera su casa con todo su pasado. Laura logró subir en ascensor del piso duodécimo al decimotercero y salir rodando al ático. El viento impulsaba gaviotas de papel blanco sobre su cabeza. Inhaló el olor a barril del depósito de agua y se deslizó por la moqueta de plástico verde que parecía la de una habitación, aunque, de hecho, sólo servía para aislar la azotea. Laura, sin embargo, tenía la sensación de ir y venir en su silla de ruedas con motor eléctrico por un prado humedecido por la lluvia mientras hacía sonar la bocina. Laura pasó gran parte de su estancia en los Estados Unidos en la silla de ruedas debido a la parálisis progresiva.

A decir verdad, Laura se encuentra bien en la sombrerera. Ahora se la podría enterrar aquí, en Hungría. Laura pidió a Dragomán que la llevara consigo a todas partes. No se podía saber del todo si era broma o si iba en serio. Sea como fuere, Dragomán se lo tomó en serio. Lleva un pequeño museo en torno a las cenizas, un altarcito oculto. Un forro de terciopelo rojo reviste el interior de la sombrerera. Entonces se le plantea la pregunta: ¿no sería conveniente enterrar a Laura junto a su padre? ¿O llevarla al cementerio serbio de Ófalu, donde había pasado largos veranos y que calificaba de sitio de su felicidad? El cementerio serbio se caracteriza por la belleza de sus lápidas. Desde allí se puede contemplar todo el valle y el lago. Se ven las tres torrecitas blancas de la iglesia; a su alrededor hay una morera, un cerezo silvestre y un endrino, así como las ruinas de una casa de piedra.

—Sería magnífico acabar enterrada aquí. El alma tendría un hogar paradisíaco, barrido por el viento. Me sentaría en ese banco de piedra a punto de desmoronarse. Los muertos a veces salen de sus tumbas y acampan, charlan y organizan fiestas en el jardín del cementerio. Hasta las sombras necesitan un poco de vida social —dijo Laura.

El viajero está ahora a régimen, no come carne ni consume mujeres. Quiere seguir el hilo de dos o tres ideas hasta el final. Un plateado signo de interrogación se le apareció en forma de una modelo japonesa de piernas largas en una galería de Spring Street. Una alegría liberadora se apoderó de Dragomán cuando sintió cierta indiferencia, a pesar de que le gustaba mucho. No seré yo quien le desabroche la hilera de botones en la espalda. El cliente se muestra satisfecho con el Tango. No cesan de oírse murmullos y susurros, migajas sonoras que uno puede completar. ¿En que consistió aquella loca cacería de hace un cuarto de siglo, aquí en el Tango y también por toda la ciudad, sobre todo tras salir de la cárcel? Cada noche se llevaba una mujer distinta a casa. Su misión consistía en ligar cada día con otra mujer y se prohibía acostarse dos veces con la misma. Un duro empeño no siempre realizable, marcado por repetidos fracasos y estados de abatimiento. No obstante, Dragomán, el gato oscuro, hizo cuanto pudo. Quería liberarse de la inquietud, de la sensación paranoica que tan amargamente lo impulsaba a adentrarse en las profundidades de las noches de Budapest. Le resultaba imposible caminar por las calles de la ciudad sin seguir a alguna mujer. Acompañaba a la escuela a madres que iban a buscar a sus hijos. Las aguardaba. Iba con ellas a casa. Esperaba por la mañana y no lo hacía en vano, porque la víctima aparecía, se dirigía al trabajo, y János caminaba a su lado, la hacía hablar, concertaba con ella una cita para esa misma noche, en la esquina. A algunas las abordaba enseguida; con otras tardaba un poquito más. Acompañaba a la mujer por la escalera del edificio, casi hasta llegar a la puerta de la vivienda, porque dudaba de si realmente necesitaba esta bolsa de la compra con la cena para la familia, si realmente necesitaba esta suerte de incertidumbre y de horror. Sin embargo, acordaba una cita delante de la puerta y al día siguiente los dos se encaminaban por la nieve hacia una cabaña en el bosque, se subían a misteriosos desvanes o se metían en extrañas cuevas. La rareza de los escenarios formaba parte de la aventura. Las flacuchas estudiantes de violín ocupaban un lugar importante en el álbum; llevaban un gorro de lana y su instrumento en un estuche en el tranvía y, púdicas y al mismo tiempo insaciables, se asombraban de todo. De acuerdo con el espíritu de la época, también tenían cabida en el programa de Dragomán las altas funcionarias de la administración de justicia, mujeres rollizas que se apeaban de coches oficiales y que después de hacer el amor explicaban y aclaraban a Dragomán turbias cuestiones políticas de día y a la luz del sol. Muchas de sus nuevas amigas habrían repetido encantadas el encuentro. Dragomán, sin embargo, se hallaba atado a su juramento: no repetir nunca… Siempre con una nueva. Dragomán descubrió el amor humano universal en la promiscuidad. Estaba dispuesto a acostarse en cualquier cama. Prefería dormir en las ajenas, eso sí. No obstante, lo hacía con mucha frecuencia en una rebotica propiedad de una mujer que alquilaba un espacio mínimo, apenas suficiente para un lecho: un simple colchón cubierto con una sábana. Allí llevaba János en ocasiones a sus víctimas y luego las acompañaba hasta el tranvía, para volver después a ver a Olga, la casera, que ya había visto de todo en la vida y no perdía la calma por nada. A su lado, Dragomán dormía más a gusto que nunca.

Durmiendo en su piso de Princeton, Laura soñó con un acto heroico, soñó con que ayudaba en la extinción de un incendio. Con piernas musculosas, corría por las escaleras y salía al tejado. Llevaba en brazos a un bebé y descendía hasta el alero. El humo se expandía a su alrededor y la criatura reía con voz aguda y jadeante. Laura despegó del suelo firme y se puso a flotar encima del fuego, con el bebé cogido de la mano. Ambos fueron despertados por su propia tos; el techo ya estaba en llamas. Dragomán no recuerda haber soñado nada. Dormía como si lo hubieran apaleado. Había salido de copas la noche anterior, solo. Dragomán conocía diversos métodos de ponerse fuera de combate aunque sabía que debía volver a casa. Debía limpiar la silleta y preparar la cena, porque su esposa paralítica dependía de él. Laura se pasaba el día sola y por eso mismo hacía más difíciles las horas compartidas. Como a Dragomán se le notaba su intención de marcharse, Laura lo torturaba todo el tiempo que estaba en casa. Las palabras preferidas de la infancia de Dragomán: largarse, pirárselas, abrirse, esfumarse.

En resumen, que la casa se quemó con todo cuanto había dentro. Dos personas ya no tan jóvenes se quedaron en pelota. Se trasladaron a Manhattan, al East Village. Laura se hartó enseguida. No pudo acostumbrarse a los ratones, a las cucarachas y a los pájaros que se alimentaban de carroña y volaban hasta su ventana. La familia china vecina celebraba los domingos con una comida festiva consistente en tiburón podrido. El olor, imparable e insoportable según Laura, entraba por los resquicios. Chicos puertorriqueños de la escuela contigua subían por la escalera de incendios y espiaban a Laura en su cuarto. Tumbada en su sofá, hacía zapping y todo la aburría. Como no compraba nada, tampoco le interesaba la publicidad. No toleraba las voces pletóricas de entusiasmo, porque ella carecía de él. No toleraba los partes meteorológicos dramáticos y detallistas ni tenía a ningún preferido entre los hombres del tiempo, tipos guapos que blandían un palo.

Laura repitió en diversas ocasiones que algo había acabado con el incendio.

—Tú tampoco quieres que este piso sea nuestra nueva casa. Ya es hora de divorciarse. Sepárate de mí, sepárate del pasado, libérate de él sin torturarte. Olvida tus éxitos académicos, que en el fondo no eres un catedrático universitario. La toga no te queda mal, porque todos los disfraces te van bien; tanto el caftán, como el dolmán, como el quimono te hacen parecer guapo. Empieza otra cosa. En cuanto a mí, ya sabes, no suelo raspar la mermelada del fondo del frasco. Hay quienes prefieren precisamente el final, aquello que se ha pegado al culo. En el diálogo entre el orgullo y la humildad, yo siempre he tomado partido por lo primero. No vivo el orgullo como algo frío. Siento los pies fríos, mientras mi cabeza hierve.

Con una gillette formó perfectas hileras con el polvillo blanco sobre su espejo de bolsillo y, a través de una boquilla de marfil, esnifó las rayas una tras otra por la nariz.

Dragomán nunca entendió lo que Laura quería de él. Laura ni siquiera aguantaba a la anciana que vino un día a preguntarles si necesitaban algún mueble, porque ella estaba corta de dinero. En otros tiempos, la vieja se había dedicado a traer en un carrito cuanta cosa encontraba tirada en los barrios ricos. Últimamente, sin embargo, tenía miedo de salir a la calle. Una vez quisieron robarle el bolso, pero no lo soltó. La empujaron, la tumbaron en la nieve y, claro está, se lo quitaron. Un bolso hermoso de piel de serpiente, herencia de su hermana mayor. Laura tampoco aguantaba a esta mujer memoriosa.

—No soporto ver tanto trasto podrido. También estoy hecha una porquería. Me he roto y no hay quien me arregle. Me das de comer, me llevas a orinar al baño, me untas con ungüentos el cuerpo cada vez más paralítico. Soy tu cachivache y no me tiras por delicadeza. Un trasto destinado a desaparecer y a ser cambiado por otra cosa. Prefieres no dormir conmigo y sólo me acaricias por piedad. Reduces el tiempo en mi compañía con toda clase de pretextos. Manipulas alguna tontería en el cuarto de la esquina o lees algún libro que has encontrado por casualidad en la calle y que no te interesa nada. Mientras, escucho los ruiditos de los ratones y el ulular del coche de bomberos y veo cómo la chimenea de la central térmica escupe su columna de humo. Sería más digno de nosotros, cariño, que vivieras con mi recuerdo y no con mi persona. Vete. Te devuelvo la libertad. Ya no tendrás que llevar a esta mujer a hacer caca ni oírla pedirte que bajes la ropa sucia a la lavandería china. No tendrás que escuchar más con la cabeza gacha mis comentarios desdeñosos.

Laura, ave negra, más ligera que la corneja y más alta que el cuervo, emerge del bosque aleteando lentamente. Lleva camiseta negra, falda negra, blusa negra, medias negras. Se vistió de luto de antemano. Lo lleva por ella misma, convencida de que János no tendría aguante ni para el duelo ni para el sufrimiento moral, y de que tarde o temprano afloraría en él la frivolidad de siempre.

—Tu falta de atención y tu confianza en los milagros se vinculan —dijo Laura—. En el fondo te envidio porque esperas de cada viaje la salvación y la perdición, cosas que los demás ya han dejado en la infancia. Organizas a los campesinos mexicanos para enfrentarse a las autoridades, enseñas a los periodistas de Togo a desarrollar una conciencia crítica, me empujas en la silla de ruedas por los aeropuertos más diversos de la tierra, me dejas en habitaciones de hotel, después de prepararme un bocadillo y de ponerme la silleta al lado. Eres un futurista en busca de historias con las que identificarte; sin embargo, querido, tienes el problema de no poder identificarte con ellas de manera tal que no haga falta mencionarlas. Puede que el investigador cultural sea así; prueba las culturas como los platos, como las mujeres. Dime, ¿has leído alguna vez un libro hasta el final? Veo que pasan muchos libros por tus manos; en mi opinión, sólo picas un poco de ellos. Nuestro problema, creo yo, es no haber tenido hijos. Si me hubiera vuelto paralítica con un niño correteando a mi alrededor, todo sería diferente.

En las últimas semanas Laura mencionó en más de una ocasión a Lenke, su tía de Balatonszemes, que a esta hora de la tarde ya había lavado los platos y tejía en el porche sentada junto a la radio. Laura ya no volvió a Balatonszemes; sólo llegó hasta la ventana. Rompió el cristal con un cenicero y se cortó la arteria de la muñeca. Cuando Dragomán regresó de su paseo, ya se había desangrado. Sentada en la silla de ruedas, la cabeza inclinada hacia un lado y un enorme charco de sangre bajo la mano izquierda. Los labios de Dragomán percibieron un frío inusitado en la frente de Laura. Por fin ella se había desprendido de este cuerpo desobediente que la obligara a enfrentarse a tantas humillaciones.

Dragomán se quedó en ese piso en el que la mancha de sangre seguía visible en el parqué, entre la ventana y el televisor. La urna se hallaba en el dormitorio, encima del tocador de Laura. A Dragomán se le ocurrió una vez la idea de ir a una sinagoga y a una iglesia católica a rezar una oración fúnebre. En la sinagoga hasídica, un joven muy amable le ofreció las filacterias o cintas de oración. En la iglesia católica de Broadway se sintió a gusto; alguien estaba ensayando al órgano, pero luego apareció un grupo de turistas y el guía les expuso la historia del templo, historia cómica por su brevedad.

Dragomán se emborrachaba cada noche y discutía con Laura: no dejaré que me atrapes. Todavía puedo dar algún coletazo como el pescado sobre el mármol blanco de la pescadería que, agitándose en la sangre de otros pescados, sabe que el inminente golpe del cuchillo en la nuca bastará para matarlo, pero no para provocar una muerte inmediata, de suerte que lo abrirán y lo trocearán mientras aún esté con vida.

Diario de trabajo

Querida Melinda: supongo que te habrás dado cuenta de que estoy un poco acelerado, con la mente condenada a girar en torno a un paradigma determinado. A veces percibo el estado de mi mente como un futbolista la flexibilidad o la tensión de sus pantorrillas. Por supuesto, disimulo para parecer más lerdo y aburrido; es mejor que no espiéis mi fuero interno. ¿Qué esperáis de un pobre hombre proclive a fundar religiones y perdido por el mundo? ¿Que hable con la escrupulosidad de un portavoz del gobierno? Temo, mi única amiga, que también te haré daño. Por mucho cuidado que ponga el hombre en sus palabras, de todas maneras los demás se sentirán ofendidos, por el simple hecho de que sólo desean ser objeto de profundas ofensas. Ahora bien, si os juntaseis todos para darme una paliza, no olvidéis que tengo piernas largas y corro más rápido que vosotros. Estoy bastante seguro de lo que es bueno y malo para mí. Cada siete años me entran deseos de una profunda transformación y de que mi biografía cambie de plumaje. Procuro que mi identidad no se me pudra encima. Sólo necesito los diversos grupos sociales por un tiempo para que puedan contar con un abogado del diablo. La comprensión no es un mero intercambio de humores. La comprensión precisa también de la distancia. La punta de un cuchillo dibujando fríamente en la cera.

¿Te he dicho que no entiendo a tu marido, al imbécil de Antal? ¿Se ha vuelto loco? Dedicándose a sus pasiones en Ófalu y en los cinco continentes, ¿cómo no va a soportar a un amigo tan discreto en torno a su mujer? Pero no, de repente me dijo que nada, que se había hartado de mí y que si no me iba, me aplastaría. Los niños se fueron con él; lo eligieron a él, no al intruso. Y tú sigues los pasos de tus hijos, claro. Por tanto, prefiero irme. El experimento puede considerarse un fracaso. Dios mío, ¡qué dejo otra vez a mis espaldas! El hecho es que todavía no tengo ganas de ocuparme de la muerte. Al menos no más de lo imprescindible. El hombre entierra a sus amigos de manera espantosamente repentina. Siento que aquí en el barrio de Erzsébetváros también reinan el mal sabor de la renuncia y una tristeza árida y biliosa. Me aburren las añoranzas compartidas con otros añoradores. El humor macabro de la frustración me molesta más que me divierte. En dos minutos también me convertiré en un hombre con las alas cortadas. No tiendo a la generosidad ni tengo ya buen aspecto; los ideales intrépidos y las visiones audaces me resultan indiferentes. Sospecho de los pocos que hacen cosas decentes imputándoles algún motivo egoísta. Indago mezquinamente en todo y me hago más daño con esta sabiduría de la renuncia que el mal que puedan hacer los otros. Pronto me convertiré en una víctima que no tiene ganas de autosacrificarse.

El instante pasajero es insustituible. Aparte de los papeles de Jeremiás, me ha inundado un montón de notas y apuntes de diarios de mi época anterior al exilio. Las paredes se han llenado de archivos. Hay personas perseguidas por el pasado. Los demás olvidan alegremente y nadie les impide el olvido. Mi problema radica en considerar el olvido una traición. En mi casa de Princeton también reuní una pila de documentos y revestí de ellos mi habitación. Mi madre me enviaba viejas alfombras persas y novelas clásicas. Mi cuarto me repugnaba y me producía remordimientos de conciencia. Luego se quemó todo. Todavía no he logrado superarlo.

Y ahora habla Melinda.

Yo, en cambio, me quedo pensando, como si todo esto ya lo hubiera oído. Constato haber permanecido todo el tiempo al lado y al servicio de mi marido. Su compañía tranquiliza; lo que dice me interesa; él entiende lo que digo, y no hablamos mucho. Generalmente de cosas prácticas, por la noche cuando nos quedamos solos. Bajamos a la Leander utca y damos una vuelta, grande o pequeña, dependiendo del grado de nuestro cansancio. En estos paseos no sólo se menciona lo práctico. He vivido con él porque le era imprescincible y porque junto a él podía ser yo misma. Se le notaba el éxito, lo cual, confieso, también tenía su lado erótico. Y también se le notaba que el éxito, capaz de corromper como el dinero o el poder o como cualquier comodidad, no había podido con él. El éxito se traduce en dinero, pero él sólo necesita lo suficiente para trabajar con tranquilidad y para seguir haciendo lo que le interesa. Defiende su trabajo con un celo inhumano y casi negativo para la vida familiar. Antal es un pastor calvinista. Que el hombre cumpla con su deber; el éxito es del todo secundario. El deber es una cosa clara. El éxito, en cambio, una cosa ambigua; más una tentación que una recompensa. Mi marido cornudo es de esas personas junto a las cuales la gente se instala en las salas de espera, en los restaurantes, en las plazas. Doquiera que mire en el pasado convertido en espacio, siempre veo a Antal trabajando a mi alrededor. He sabido adaptarme a él desde que me despierto hasta que me acuesto y no me costó mucho, la verdad sea dicha. Nos invitábamos a nuestras respectivas habitaciones, llamábamos a nuestras respectivas puertas y protegíamos la tranquilidad de nuestras pequeñas actividades.

No quiero decidir. No quiero dejar a ninguno de los dos. Me gustaría que ambos siguieran sus vidas a mi alrededor. Si no es en la Leander utca, al menos que sea dentro de un radio accesible por carretera. También estoy dispuesta a volar, aunque le tengo mucho miedo a la sensación de ahogo provocada por la explosión del combustible. Las adelfas no necesitan mucha agua ni muchos cuidados; se mantienen verdes y resistentes incluso en invierno. Me gusta vivir con hombres como vivía con mi padre. Sólo queda un poco de tiempo y sería una lástima echarlo a perder. Seamos diferentes, hija mía, para poder juntarnos desde la diferencia. A papá le encantaba pensar en los elementos que lo componían. El hombre tiene la receta de los ingredientes que lo integran y que se necesitan para prepararlo. Pero así como las comidas prometen ser diferentes en la carta y a la hora de la verdad parecen todas iguales, los hombres tampoco logramos distinguirnos mucho unos de otros. No conseguimos ser bastante abigarrados; a lo sumo corderos de varios colores. En los cuadernos de espiral y de tapa marrón descubro las diversas capas del saber de mi padre, sigo las huellas de su desintegración, de sus olvidos y repeticiones y veo cómo poco a poco se va desmoronando una ciudad. No obstante, en la mente del anciano siempre se levantaban nuevos edificios, se acicalaban algunos barrios y en otros se empezaba a trajinar.

Ahora devuelvo la palabra a Dragomán: Me encanta ofender a la persona en la cual he depositado mi confianza. Yo, si fuera otro, no confiaría en mí. Me he esforzado por desbaratar mis éxitos. Si me permites, daré una profunda calada. Así es el orden de las cosas en los cafés de Casablanca: primero el café y el kif, servido en un platito puesto en el centro de la mesa. Los hombres maduros aspiran hondo el kif con sus pequeñas pipas. Callan un rato y luego, sorbiendo el café, vuelven con prudencia al tema de conversación. La cometa es mi vehículo volador; Odiseo o don Juan, mis parientes; el emblema de mi oficio es el paseo aleatorio, el random walk, que es el nombre inglés de la teoría matemática de un húngaro. En todas partes estoy en casa y de todas partes he sido desterrado. Soy alguien que también existe en vosotros, pero cuya existencia calláis. Soy aquél a quien teméis en vosotros mismos.

El incendio, al quitarme todo y borrar mis huellas, me demostró que no vivimos para producir obras, sino para pasar el tiempo. Quise dilapidar el dinero del seguro. Tenía ganas de malgastarlo todo, pero mis ideas eran pobres y convencionales, de suerte que una especie de sentimentalismo altruista se apoderó de mí. Estaba a punto de dedicarme a los niños hambrientos en algún país azotado por la miseria. La idea me poseía cada vez más. Sin embargo, también quise dar un pequeño respiro a mi corroído egoísmo. A lo sumo he cumplido con una tercera parte de mi misión de gastar ahora en Budapest los cien mil dólares que conseguí arrancarle al seguro. ¿Cómo? ¿Invertir esta bagatela en alguna cosa razonable? Hasta el momento, todas mis empresas se han disuelto en la nada. Cuando mis cosas están a punto de arreglarse, las enredo definitivamente. Si fundara una religión, sería una religión de gregarios, no de elites. Budapest no es mal sitio para difundir la religión del hombre gregario. Durante un tiempo pensé en preparar una guía fotográfica de paseos por Budapest para los turistas occidentales. Luego pensé: ¿por qué yo? ¿Para que los extranjeros me sigan en patota? ¿Para no encontrar ni siquiera aquí un poco de calma? Ya he hecho una guía hedonista de las ofertas secretas y de los prostíbulos de más de una ciudad, o sea que me conozco el paño. Prostíbulos hay en todas partes y son como son. Cuando son vulgares, lo bueno es que sean vulgares. Uno de mis libros fue confiscado por la drug administration, gorilas fundamentalistas capaces de cualquier cosa. Por cierto, resulta cómico ver cómo respetan aquí a nuestros estúpidos conservadores.

Si no me equivoco, Melinda, tu padre te procreó en 1948, el año de la introducción forzosa del comunismo. Eres, como quien dice, un producto del régimen. Vas envejeciendo con él. Jugabas en el jardín de Ófalu durante los cincuenta, en los llamados años del terror. Tu padre trabajaba en la administración forestal. Tenías qué comer. Desde que puedes ver la televisión, siempre has visto a Kádár en la pantalla, como una auténtica hija de la era Kádár. Representas uno de los focos de mi elipse patria. El otro es Kobra. Dos focos independientes uno de otro. Por fortuna, no habéis hecho el amor juntos; así, no os habéis enredado en una desgraciada relación heterónoma. Kobra, cómo no, me aburre cada vez más con sus planes de ampliación de la casa de Ófalu. Me complace saber que, tanto en su casa como en la tuya, el cuarto de los invitados se halla a mi disposición. Hacéis lo que podéis para reproducir el cuarto de mi infancia. ¡La alarmante empatía de la buena esposa! La mujer de mi alma me controla los horarios. ¿Para que los días estén todos cortados por el mismo patrón? ¡Basta ya! ¡Llenaré el tanque de gasolina de mi coche! Yo, el reportero errante, proseguiré mi viaje, a Eritrea o a Bangladesh, en busca de nuevas sensaciones. No por interés en la nueva composición de la junta, sino por ayudar a las personas a combatir el hambre y las inundaciones. Que aquí sobra la carne de cerdo y sobran los gordos y egoístas, indiferentes a la justicia y a Dios. Esto no se distingue en nada del Occidente culto y libre. Pocos saben morir con elegancia, quizá sólo los chinos sepan hacerlo. Yo no soy chino. Puedo permitirme las exageraciones; la concepción es producto del exceso. Estoy enamorado de mi mujer por debilidad. Mi misión me devuelve al muro de las lamentaciones. No introduzco papelitos con deseos en las rendijas de las piedras ni me inclino: apoyo las manos en el muro y así me quedo un buen rato. Permanezco un tiempo secándome al sol, allí donde todo posee densidad, veracidad y sombras claramente perfiladas. Después regreso a Centroeuropa para coger una pertinaz gripe. Llevo en mí esta urgencia, esta gravitación de la mente hacia el espectáculo del origen.

Así hablaba Dragomán; y si no fueron éstas sus palabras, al menos se les parecieron. Una vez me di cuenta de que mi mente estaba distraída. Y allí se encontraba mi amado delante de mí y empezó a fosforecer y a convertirse en personaje de una novela. Descubrir por primera vez un nexo entre ciertas cosas parece una fiesta porque ese nexo probablemente no vuelva a establecerse. El instante de la muerte también posee esa dualidad: es al mismo tiempo el azar y lo absoluto. Por mucho que me esfuerce en la búsqueda de la fidelidad de mis reflexiones, el texto siempre diferirá de su objeto. Las ciudades que pasan fugazmente ante las ventanillas del tren, las palabras dichas a nuestro alrededor, todo eso se pierde de manera irremediable, destruido por el tiempo. No puedo alcanzarme. Que el fugaz año sea mi coautor. El azar es piedad. Lectura: un telegrama de la aseguradora Providentia. La eternidad pasada en limpio: cuando se presenta la iluminación, lo correcto es lo único e irrepetible. Un pájaro negro pasa volando por delante de mi ventana en la oscuridad. Bajo la cáscara del fenómeno siempre existe otro ser; nunca llego al vacío. Una interminable hilera de espejos, pero cada reflejo es diferente. ¿Qué hay en el centro de un hombre? ¿El huevo luminoso de los místicos o sólo la inagotabilidad de la repetición? Entro en la nada por la puerta de la esclerosis.

Después del desayuno pregunté a Dragomán bajo la ducha si tenía alguna observación amable y singular que hacer acerca de mi figura. No repetiré sus palabras, porque podría haber dicho algo mejor. Lo envié a los aposentos de mi padre, deseosa de dar un paseo. Bajé a hacer la compra con el bolso negro colgado del hombro. Jardines nevados, chalés de uno o dos pisos, un ejército de cornejas en la esquina; la nieve alcanza un palmo de altura en la mesa de pimpón de la plaza. Un perro puli negro me acompaña en silencio por lo alto de un muro de piedra del que ya han barrido la nieve; nos conocemos; yo le hablo y el chucho asiente a mis palabras.

Cuando acabe este siglo, tendré cincuenta años; mi hijo István, veintiséis, y mi hija Ninon, veintitrés. No sé por qué, pero presiento que la vida será interesante para la juventud de Budapest en el año 2000. Cuando nacieron mis hijos, tendía a tomarlos por mensajes. Cada niño viene directamente del cielo, de eso no cabe la menor duda. Cada uno es un libro que los padres intentan descifrar; luego se cansan y pasan la tarea a otras personas interesadas en los niños, las cuales también acaban por cansarse.

El mes pasado se acumularon los acontecimientos. Vinieron los colegas cineastas de Antal y los colegas escritores de Kobra de todo el mundo. La agenda estaba repleta; tanto Regina como yo no paramos de preparar cenas para los invitados; los hombres bebían y fumaban más de la cuenta y, por contra, dormían menos de la cuenta. Yo siempre me retiraba antes de medianoche a mi habitación. Se hablaba en muchos idiomas; los periódicos de todo el mundo se referían a nuestros encuentros, y la vanidad se hallaba a sus anchas.

Tumbada boca arriba pienso qué hacer con Tinti Lakatos, que no quiere ir a la escuela, pero sí, en cambio, al hipódromo, porque en el hipódromo gana; en la escuela, en cambio, pierde. Vuelve a casa en taxi y al pasar por delante de cualquier escuela lanza monedas de cinco y diez florines. Estos personajes bulliciosos a mi alrededor ya se han convertido casi en parientes míos; nos hemos aburrido unos de otros, nos hemos ofendido mutuamente, nos hemos interesado profundamente unos por otros. Puedes elegir a discreción un ejemplar de la familia y sopesar el contenido de su personalidad: no encontrarás un alma voladora, sino más bien un alma desgastada y amargada, tendente a la pesadumbre y a veces incluso al vértigo. Las personas no proclives al éxtasis son bastante peligrosas. Ésta es mi cama y ésta, mi mesa; aquí están, a la derecha, el trabajo y, a la izquierda, la zona de la hospitalidad y de las confidencias, con una mesita y un tresillo. Cuando vienen los buenos amigos, el ama de casa apuesta por subir una jarra de vino del sótano, que es lo más cómodo. Sentamos a los huéspedes en el sofá grande y nosotros nos instalamos en el pequeño junto a la estufa. Desde allí sólo se divisan las copas de los árboles por la ventana. Cuando se marchan los invitados y los niños ya se han acostado, me gusta sentarme furtivamente a mi mesa; dejo de concentrarme en la traducción y me fijo más en las frases, en los párrafos, en el orden de los capítulos. Una sombra de duda me asalta después de cada frase. ¿Quién mejor que yo para contemplar el abismo de mi estupidez? Un alma acosada se tranquiliza intentando adoptar la pose de un cicerone que está al margen, dice lo suyo y pasa luego la palabra a sus actores. Soy una ventana entre dos habitaciones: una la ocupan mis conocidos, la otra mis quimeras. A veces se reúne toda la basca; en esos casos, el ama de casa se sienta en un rincón y se pone a tejer un gorro de payaso para su hija. Cuando Antal no está en casa, siempre hay algún señor de su categoría que se encarga de servir el vino tinto. En ocasiones me aburre la compañía, salgo a la cocina y vuelvo con algún ingenioso invento culinario, por lo que me festejan más de lo merecido. Y en algunos casos no me privo de las maravillas del cotilleo, es decir, de contar las anécdotas de Budapest; muchos reconocen mi maestría en este arte. El espíritu del lugar limita y determina a todos. Aquí nadie ha sido un ciudadano libre; nos gustaría ser libres, pero no queremos marcharnos. Con muchos de mis amigos no se anduvieron con tonterías y les prohibieron torcer la recta mentalidad del pueblo ingenuo con sus sinuosos pensamientos. Así son los hombres cuando beben un poco más de la cuenta; los invaden olas de calor moral e imaginan ponerse al servicio de algo. Después callan, no abren la boca y hacen un ademán de menosprecio. ¿Por qué no renunciar a lo actual? Sentirse en casa desde el punto de vista lingüístico y afectivo, liberarse de los tópicos locales y resignarse seriamente.

Una docena de hombres se ha sentado alrededor de nuestra vieja mesa verde de comedor. Aquí se toleran la elegancia, la dignidad, el tono majestuoso, la anécdota y el humor macabro. Ahora no están en el programa las canciones de moda de la conciencia desdichada. Un club variopinto. Nadie representa a nadie, salvo a sí mismo. Las conciencias se adhieren unas a otras como las huevas de los peces. Nos caemos bien, y eso que tampoco hemos bebido en exceso. Nos mostramos desinhibidos en una cocina espiada por micrófonos ocultos. Pido a las autoridades competentes que registren palabra por palabra esta orgía mental. Deben llevar un diario centralizado por mor de la siempre olvidadiza memoria colectiva de la patria. Mujeres inteligentes constituyen el núcleo del círculo. La vanidad masculina tiene pocas oportunidades de tomar la palabra; aquí no se trata de la muerte de una nación, sino más bien del nacimiento de nuestros descendientes. Después de medianoche la atmósfera se aletarga; hace media hora aún soplaban vientos europeos y ahora aterrizamos, cansados, en la crónica de escándalos de la política cultural. Antes, por lo menos, volábamos, ahora sólo nos arrastramos. Tocan el timbre y aparece un periodista de Hamburgo o de Los Ángeles. Trae un magnetófono y saca su lista de preguntas. Nadie tiene ganas de contestar. ¡Oh Lord, no nos gustan los interrogadores ni solemos interrogar a nadie! ¡Y menos aún si las preguntas carecen de la necesaria delicadeza! Hay que percibir el corazón de las cosas; las declaraciones superficiales deprimen. Podríamos dedicarnos al silencio colectivo, pero preferimos tomarnos el pelo como niños traviesos. Quizá nuestra mente haya perdido la flexibilidad de la juventud. Nuestros conocimientos de idiomas, además, se mueven entre el nivel uno y dos. Ya nos viene bien en este final de partida, en este ancien régime de interés meramente local y no tan terrible como lo pintan. ¿Por qué quieres contemplar a vuelo de pájaro nuestro baño de fango comunitario? Te hablo como me hablo a mí misma. Sé que eres yo. El vértigo se apodera de mí: ¿cuántas personas puedes ser? Eres el reflejo en la fuente. Contemplo la luna sobre los álamos, así como las malvas y adelfas a mi alrededor me devuelven la mirada.

¿Existen diversos finales posibles? El lector cree al principio que el autor se ha vuelto loco; luego empieza a dudar y a crear su propia novela a partir de los elementos que la constituyen. Elegirá entre diferentes finales porque uno le gustará más que el otro. Juntará las secuencias que considera vinculadas. No nos imponemos al lector y éste escogerá a discreción de nuestro libro o calendario. Un test mundial… es a lo que solía jugar con los niños en la asesoría pedagógica. Hay una gran mesa con concavidades de color azul, que son el mar; un cubo con arena, que es la isla; en las estanterías de las paredes hay casitas, toda clase de animales y de plantas, toda clase de muñecos y de muebles en miniatura. Cada niño se monta su propio mundo. Algunos construyen una cueva, meten adentro a un niñito, le ponen delante un tigre y un cocodrilo y mandan a sus padres y hermanas a pasear por la isla. Me encanta imaginar un libro con anillas cuyas hojas se puedan sacar y cambiar de orden según el gusto de cada uno.

Los triángulos resultan bastante agradecidos desde un punto de vista dramatúrgico; los celos y las angustias ocultan la mutua atracción homosexual entre los hombres. Yo puedo decir «nosotros tres» y entregarme a ellos dos. Me escabullo de cualquier juicio y al mismo tiempo de la responsabilidad de describir fielmente los hechos. El triángulo amoroso es el marco más trivial para una historia y en consecuencia también el más adecuado. Nosotros, los protagonistas de la novela, nos contamos nuestras historias. A esta edad una ya tiene qué contar. Tal vez me enamoré de Dragomán porque hasta entonces nunca había podido hablar tan a gusto. Y aquí se desarrolla un duelo amoroso-metafísico entre el nogal y el ave migratoria. Mis dos hombres: uno de ellos se larga y luego regresa del manicomio; al otro le da un ataque de apoplejía, mejora un poco, pero precisa de cuidados. Uno está deprimido; el otro, paralizado; uno apoya al otro, y durante un tiempo son inseparables.

En un momento de euforia maníaca, Dragomán se dirige a la frontera con su pasaporte vigente en el bolsillo. ¿Lo cogerán? ¿No lo cogerán? ¿Se curará Tombor algún día? ¿Huirá de nuestra casa? ¿O es que ambos me acompañarán, cada vez más decrépitos, mientras sus fuerzas les alcancen? A veces Dragomán escapa impulsado por un deseo irrefrenable de emborracharse. A veces, inconsciente de sus actos, se pelea. Quiere irse, pero ya no puede. Tensa la cuerda del arco, pero la cuerda siempre se suelta. Dragomán sale del castillo de sus ideas erróneas, del silencio. Tombor se recupera. Trabaja, hace de operador, de filósofo de la visión, se dedica a la escultura en la falda de la montaña, ejerce de propietario de un viñedo y se retira a Balaton-Ófalu. Dragomán visita otra vez el lago Tiberíades y allí ocurre aquel irónico incidente con el chico árabe.

Después de los prejuicios viene la historia, la saga que traza toda una vida. Hacemos lo mismo que hacen los niños con los muñequitos en el suelo de su cuarto. También hay sitio allí para los coches y los trenes eléctricos. Últimamente me he vuelto un poco vaga, ya ni siquiera soy capaz de mandar arreglar el parqué de la casa, que no para de crujir. En cambio, construyo toda una ciudad de fábula. Esta locura me reanima. Necesito mi propio mundo para liberarme. He cerrado la puerta a mis espaldas y ahora charlamos durante unos cuantos cientos de páginas en esta habitación, liberándonos del texto. Procura evitar todas las formas de la hipocresía. ¿Por qué no entrar en las profundidades de la cueva? ¿Acaso no puede ser la cueva el verdadero alojamiento?

No es ésta una novela como Dios manda. En el transcurso de la noche van llegando los invitados; somos cada vez más. Tantos que hasta se cruzan desconocidos. Cedemos a una partitura secreta cuya lectura se vuelve cada vez más lenta. Y en la novela vivimos lo mismo que en la vida: no sabemos qué nos deparará el futuro. Porque esto es posible y aquello también. No es el arco nuestro patrón artístico, sino el cruce de caminos. Los senderos de cada uno se cruzan en este jardín, en esta mesa, en esta noche. Ahora todavía experimentamos la incertidumbre de los múltiples futuros. Nos resistimos a basar nuestro trabajo en una mentalidad de ingeniero que planifica el destino de sus personajes. No somos ni un dios ni una autoridad por encima de nuestros protagonistas. La novela va adquiriendo forma ante los ojos del lector; aquí no habla la providencia siempre bien informada y por tanto paralizante como el director de un teatro de marionetas. Cada personaje busca su propio futuro, porque esta noche todos ven más claro. Las sombras acechan en el jardín, cavilan, meditan, hurgan en sus recuerdos. Se escuchan unos a otros, luego se disculpan y prosiguen su paseo.