5. En el que también se presenta Klára

CON SUS MOVIMIENTOS:

Klára/1

Klára/2

Klára/3

Klára/4

Klára/1

Pásate por el Korona, querido, por la suite presidencial. Te espero. Llevo días observándote; sin ser consciente todavía de mi presencia, ya te has sentido turbado. Me doy cuenta de que miras hacia fuera con inquietud. Echas la cortina y enciendes la lámpara; luego descorres la cortina y te dejas ver. Mientras, te observo pérfidamente a través de los binoculares, sin abandonar la atalaya detrás de la ventana cerrada de mi habitación de hotel donde sólo dejo entrar a la camarera.

Aún no me he encontrado con nadie de la ciudad. He sobornado al portero para que no me delate. Salgo a la calle con peluca rubia y gafas de sol, paso de incógnito ante todos mis conocidos y sólo hablo inglés. No quería que lo supieras: se ha iniciado un procedimiento contra tu persona. Son cuestiones de carácter político-moral y, al mismo tiempo, de carácter político-amoroso. Sí, la principal acusadora soy yo. Tendrás que contestarme, porque soy carne de tu carne, tu pariente más cercana, tu prima y exesposa, un remordimiento de conciencia permanente que tiene tu edad y que es tu otro yo indestructible.

Soy más lista que tú, pero no tan prolífica. Adivino más rápido los vericuetos de tus pensamientos, que se mueven en tu cabeza como osos por la calle de tu pueblo. Abarco el espacio con la mirada, aleteando como un pájaro; por eso me quedo dentro de la casa, mujer anhelante y nidificante, más astuta que tú y más cariñosa. No obstante, sé que las obras nacen del andar parsimonioso, de la obsesiva terquedad masculina, de tus métodos lentos, y no de la genialidad graciosa ni de los anillos de humo que hago fumando junto a la chimenea. Quien trabaja, de alguna manera se vuelve tonto. Consideráis gnomos de pocas luces a las mujeres seriamente comprometidas con una carrera científica. Eres más estúpido que yo, por cuanto has trabajado más. He sido tu otro yo, el más perezoso, porque me he concentrado en lo esencial: las cosas del cuerpo. Tú, en cambio, multiplicas las letras en el papel con alelada perseverancia. Te veo trabajar junto a la ventana iluminada desde mi habitación oscura. Perseverante y tranquilizador, te pareces a este hotel que perteneció a mi padre, al igual que tú me perteneciste.

Mi padre murió hace tiempo, aunque, quién sabe cómo, la empresa ha conservado su alma. No es tan vistosa como antes pero la calidad de sus servicios promete un renacimiento. El café con leche y el brioche, el canturreo del pianista enloquecido, el corte de las chaquetas de las señoras siempre a tono con los zapatos y los bolsos, la desenvoltura del portero en el manejo de varias lenguas, las facilidades para el uso de tarjetas de crédito y la calidad del schnitzel vienés con rábano picante convencen hasta a los clientes más entendidos de que el Hotel Kobra seguirá como antes, pese a los cambios de propietario y de gobierno.

Me miro en el espejo, veo los cabellos entre negros y plateados, los zapatos grises de piel de lagarto y los ojos verdes, muy abiertos y dolorosamente familiares. Una mirada asombrada y escrutadora y un toque de desprecio en las comisuras de los labios. Ya tengo demasiado vista a esta mujer. En mis tiempos de bailarina, me examinaba todos los días en el espejo, desnuda. Envuelta en trapos, practicaba todas las mañanas ante él. Debía representar el ángel de la muerte. Sabían que el papel me venía a medida; necesitaban mis largas piernas.

—Klára —decían— es tan grotesca. Todo su cuerpo es una serie de espirales art déco, de músculos que parecen cuerdas y style floréal. Y sus pestañas cuando mira hacia atrás… ¡como plumas de pavo real!

¡Imbéciles! ¿Crees que alguien va a arrojarme a los brazos musculosos de un joven solista de muslos de ciervo para que éste me alce y me haga hacer piruetas en el aire? ¡A mí no se me puede coger y apartar así sin más! Me basto con mis propios pies para alzarme sobre los hombros de los jóvenes bailarines. Ángel asexuado y ambiguo, vago en libertad por el tiempo y el espacio, con alas meramente simbólicas en mis hombros anchos y juveniles. Tenía que unir a la joven pareja con un movimiento definitivo y perfecto. Debía levantar exageradamente la rodilla, con gesto angular y violento, arriba, muy arriba, tocar casi el mentón con un movimiento lateral y luego bajar y estirar la pierna derecha en precisa horizontalidad, con el empeine perfectamente arqueado, como si me dispusiera a patear la boca de tu estómago. Fui a convencer al lejano maestro para que transmitiera su saber a mis movimientos. Deseaba ser un ángel solitario capaz de emprender libremente un viaje de mediación entre dos mundos. Quería representar los extremos terribles, no los suaves tonos intermedios. No necesito rebajarme ante el público. Tras cierto número de éxitos, ya no quería bailar para nadie. No quería participar del espectáculo. Ni siquiera como protagonista. Deseaba el repliegue y la inmovilidad. Rechacé la sagrada comunión artística, el frívolo engaño. Bailo en un escenario vacío, ante un patio vacío, en un cuarto carente de todo objeto superfluo, donde a lo sumo tolero el espejo. Sólo me miran las paredes. No necesito ni la música. Ya no quería la industria de la danza, ya no quería los camerinos, ni el comienzo ni el final de la función, todo ese arte irreligioso con sus buffets y vestidos de gala.

Después, ¿recuerdas?, eché la llave por dentro a todas las puertas y tapé con papel negro las ventanas. Que el piso sea oscuro como boca de lobo. No comí nada. Al séptimo día tenía visiones. Voy y vengo por las tinieblas, evitando los muebles. No sólo espero a que llamen a la puerta, sino que la tiren abajo. Me veo en la oscuridad: uñas retorcidas como conchas de caracol y pelos apelmazados y sin peinar que parecen estropajo. Hay un cortapapeles bien afilado en el escritorio; lo manejo con cuidado, pero a veces apuñalo el vacío. Abro las piernas y cierro los ojos pese a la oscuridad que hace inútil el gesto. Toda mi fuerza se concentra y se multiplica en los dedos de las manos; así ahorco a la serpiente del miedo. Así acabo con el temor a la muerte. Estoy preparada para atentar contra cualquier vida.

Luego arranqué el papel negro de las ventanas, salí al balcón y contemplé el movimiento de las hojas en las dos hileras de álamos que bordeaban la calle. Aún tenía desconectado el teléfono; no llamé a nadie. Sin embargo, respiré hondo cuando quemaron la hojarasca en los alrededores y agucé el oído para escuchar los golpes de la pelota de tenis en las pistas vecinas. Volví a leer a los clásicos y comprendí con melancólica lucidez las debilidades del hombre. Quería llegar a una certeza irrefutable. Salía del piso, pero sólo para lo imprescindible. A veces abandonaba mi secreta fortaleza fronteriza. Me cubría la cabeza como las mujeres musulmanas y penetraba en la ciudad, contoneándome y resaltando mis todavía hermosas pantorrillas con zapatos de tacón alto. Con mi falda inglesa bien ceñida, avanzaba por el espacio, por la jungla plagada de peligros, lista para dar el salto como una gata. Todavía no podía adaptar mi cara a la sonrisa festiva necesaria para saludar a mis conocidos.

Ahora mismo vivo en Manhattan, en una esquina de la avenida A en el East Village. El barrio parece extraño, lleno de tiendas locas, divertidas y pasajeras. La librería permanece abierta hasta medianoche. Se pueden encontrar uno o dos de tus libros. Mi último domingo en Nueva York vi una película de John Waters en el cine Saint Mark, a primera hora de la mañana. Actuaba Divine, la estrella travesti; la pobrecita ya murió. Hace de hermafrodita malvada, con máscara felina y ciento cincuenta kilos de peso; sentada en la silla eléctrica, grita de dolor y su rostro se pone rígido. Luego, el domingo por la mañana fui a manifestarme ante las ventanas de un casero cruel en el lado este del Central Park. El hombre había aumentado al cuádruple el alquiler del tranquilo café de la esquina. Me gusta ir a este café; chicas sonrientes me traen el café con leche y el cruasán de chocolate cada mañana. La ciudad se despereza de forma lánguida y placentera los fines de semana. Se acuesta tarde y se levanta también tarde. Budapest nunca ha podido ser tan loca, tan insaciable, putañera y lujosa. Apoyo los codos en un escritorio de hierro pesadísimo que han tenido que introducir sobre ruedas. Lo cubre un linóleo de color gris oscuro. Una laca negra reviste la estructura. Sus profundos cajones de hierro entran y salen con enorme estruendo. Encontré una silla de hierro fundido, tapizada de negro y con respaldo flexible. Giro en ella sentada a horcajadas y contemplo los pájaros blancos, carroñeros, que levantan el vuelo delante de mi ventana.

El camarero jefe del Korona me reconoció. Cuando le dije que mi primera cita era contigo, me besó la mano y aseguró estar muy contento de mi presencia. Me gustó. Me gusta que se alegren de mi presencia. No sé si he venido al lugar adecuado. Los pocos amigos o conocidos que llegaron de mi país a verme en mi extraño piso de la calle Cuatro esquina avenida A se mostraron todos muy pesados y maleducados. No saben sonreír ni preguntar con interés. No saben prestar atención ni desprenderse del peso de su angustia. Se les nota en el semblante que algo les da vueltas en la cabeza. Mientras, no paran de hablar. Todo lo personal les resulta ajeno. Tienen el cerebro comido por la importancia pública de las personas, lo cual los hace actuar de forma particularmente grosera en presencia de mujeres. Cuando los veo en sociedad, me divierte su respeto a la jerarquía: sólo se fijan en la personalidad más destacada de la reunión. Con las menos importantes, en cambio, se muestran bastante zafios. No se puede ser tan calculador en un mundo en el que todo es negocio. ¿Quieres que te mire? Tienes la cara más ancha que antes. Veo cráteres de bombas en ella. Tu expresión también se ha vuelto rara; ora se ilumina, ora se apaga. Tráigame un capuchino y una grappa, por favor. No, perdone, mejor un té y aguardiente de albaricoque.

Hace dos semanas me hallaba en un establo, en Zúrich. Construido en madera, tenía un abrevadero de varios cientos de años, pero la cebadera estaba controlada por ordenador. Luego tiré unos granos a los cisnes a la orilla del lago, esperando que alguien me ligara. Y sucedió. Era un constructor. Dijo:

—Esta tarde a las ocho tengo que estar en casa con mi familia. Me esperan mi hermosa mujer y mis tres hermosos hijos. Sólo me falta una cosa para completar mi felicidad familiar. Usted.

No había manera de resistir tal frase. Hice bien en no oponer resistencia. El constructor era el diablo en persona; hizo sonar cada punto de mi cuerpo.

Una semana más tarde se tomó unos días libres y nos fuimos a Dubrovnik. Empezaba el otoño, y nos paseamos por las murallas de la ciudad vieja, bajamos por una escalera de caracol hasta las enormes rocas de la costa y nos sentamos en una de ellas; el mar se hinchaba y rugía a nuestros pies. Me paré en una piedra y comencé a desafiarle: aquí no llegas, no podrás por mucho que rompan tus olas; hasta que la siguiente arremetida me dejó completamente empapada. Teníamos una buena habitación de hotel. Por la mañana contemplaba el mar, sentada en el váter, meditabunda. Luego íbamos a un café de la ciudad y entonces miraba el mar desde allí. Paseábamos a los pies de la muralla, brindábamos con slivovitz en los bares situados en callejuelas empinadísimas y escalonadas, echábamos un vistazo a los patios interiores, en uno de los cuales había un árbol con naranjas ya maduras y se oía el tecleo de una máquina de escribir. Jóvenes de caras bonitas nos miraban con expresión tranquila; gran cantidad de chicos de piernas delgadas armaban un alboroto enorme; en una pequeña pista de ceniza entre un monasterio y una casa de piedra, los padres jugaban al baloncesto con sus hijos. Se iluminaron las ventanas; atardecía, la hora de la emoción. Tras vueltas y más vueltas por las callejas empedradas, regresábamos al Gradska Kafana, cuya fachada daba al paseo de mármol. Las chicas, de cabellos oscuros que les llegaban hasta los hombros, narices grandes y perfiladas, frentes altas y cejas espesas y unidas, avanzaban con mentón orgulloso como si fuesen veleros. Desfilaban cogidas del brazo, mirando hacia adelante, un regimiento de la guardia. Caminaban sin prisa, arriba y abajo. Los muchachos, apoyados en los muros de piedra, las miraban con los ojos entornados. El mágico acontecimiento de esa inspección se repite cada noche. El joven que ya ha elegido examina con ojos escrutadores unos labios únicos en el mundo, el arco de una nuca única en el mundo, pero la voz y la mirada aún no le pertenecen. Para eso debe acercarse a la chica y pedir su permiso para pasear arriba y abajo a su lado, a la vista de todos. Mientras sorbía mi helado y estiraba mis piernas largas y bronceadas que salían de unos shorts blancos, imaginaba al joven decir estas palabras: «En todo el paseo no hay otra chica como tú para abrir el atrio de mi pasión. Sólo se abre ante ti. La llama eterna encendida en tu nombre arderá siempre, a pesar del granizo, de la tormenta y de las estrellas fugaces, hasta que la apague el último aliento». La chica se divierte con el discurso, pero devuelve al joven al muro: que lo siga sosteniendo. Ha visto de soslayo a otro chico que baja los ojos cada vez que ella pasa. Aún no ha llegado el momento de que el chico se acerque a la muchacha. Cuando ocurre, le dice:

—Llevo tiempo mirándote.

Y ella sólo le contesta:

—Yo también te he visto.

El joven, en tono desafiante pero perdonable, se limita a decir:

—Lo sé.

Toda esta procesión (parejas del brazo, padres con los hijos a hombros, dos ancianas con devocionarios) se celebró entre las seis y las siete. A las siete el paseo de piedra se vació como por arte de magia. El constructor y yo nos imaginamos en cantidad de casas. Sabíamos que sólo contábamos con tres días para explorar la ciudad. Encontré pasajes curiosísimos y observé el mar desde el árido cementerio de una pequeña abadía. Me habría gustado vivir y ser enterrada en ella. Piedra, luz, verdor, la verdad de un paisaje elemental. Vino tinto puro, queso de cabra de buena calidad, mariscos frescos y una camarera preciosa y peligrosa. Un dálmata joven y bigotudo nos trajo el pescado, nos lo sirvió y luego se quedó apoyado en el marco de la puerta, mirándome. Los botes regresaban al viejo puerto con lentos golpes de remo.

Mi constructor volvió a Zúrich. En principio íbamos a viajar juntos, pero en el aeropuerto me di cuenta súbitamente de que un avión estaba a punto de despegar con destino a Budapest. Besé en los labios a mi hombre de familia numerosa y con gran escándalo y regocijo hice que me cambiaran el billete, porque en ese mismo instante, estando todavía en la fila para embarcar, tomé conciencia de que tenía una cita contigo en Budapest, aquí en el viejo Korona, en la plaza de la Resurrección, cariño mío.

Klára/2

¿Recuerdas aquella tarde en que juramos no dejarnos engañar nunca más? A orillas del Danubio te mostré el pilón de hierro en el muelle sobre el que arrojé mi abrigo cuando nos obligaron a desnudarnos. Dio la casualidad de que me mandaron a casa. A los demás, los echaron al agua a tiros. Aquella vez en el muelle de Újpest, cuando los alemanes aún seguían en Buda, comentaste la debilidad de nuestros padres. Dijiste que no se debía ser débil. ¿Acaso no era síntoma de debilidad elegir la servidumbre?

Tomo tu mano, pariente estúpido. Ignoraste a quien tenías más cerca. Mirabas lejos, pero no fuiste lejos. Me abandonaste. Cogimos caminos diferentes. Sería demasiado cómodo afirmar que no nos equivocamos. Podríamos preguntarnos quién ha sido más débil, tú o yo. ¿Me permites algunas preguntas afiladas y sustanciales? Te ofrezco un poco de sabiduría para esta conversación. Tómese esta pildorita, hijo mío, tráguela con agua mineral y ya verá cómo el día de hoy parecerá el último.

¿Sentirá lástima por el mañana un iluminado? Aquí estamos, querido, y frente a nosotros, al otro lado de la mesa con tablero de mármol, se encuentran mamá y papá en el sofá. Estamos juntos, ha empezado el diluvio y el arca de Noé ha zarpado. Ya podemos alzar las escalerillas y desplegar las velas. Nos encargamos del orden en la nave. Necesito un derrotero claro para nuestro viaje inmóvil por el espacio. Nos interesa divertirnos esta noche de sábado aquí en el Korona, en la plaza de la Resurrección.

Ojalá pronto aparezca junto a nuestra mesa el viejo Jeremiás, tantas veces mencionado por mi padre hace ahora cincuenta años. Y que venga con él nuestra querida hermanita, Melinda, para tener la oportunidad de pincharla un poco. Y también me gustaría ver a nuestro amigo loco, a János Dragomán, el demonio sonámbulo. Bien liados estamos todos los que rodeamos la mesa, digo yo. Mi padre, Arnold Kobra, y su mejor amigo, Jeremiás Kadron, estuvieron durante un tiempo enamorados de una misma mujer. Era mi madre, Zsuzsa Tarnok, la esposa de Arnold. Un joven cruz flechada asesinó a mi padre de un disparo en la sien. Lo arrancó a su reina el 13 de enero de 1945 en el portal de nuestra casa, que daba al parque de Szent István y que estaba protegida por el Estado suizo. Lo hizo porque lo provocaste, Dávid, cariño mío.

Soy hija de Arnold Kobra, pero como lo asesinaron cuando tenía once años adopté a Jeremiás como padre espiritual. Por tanto, he tenido dos padres, no desde la perspectiva de la sangre, sino desde la del corazón. De los dos sólo ha quedado uno. Más valen dos que uno. Aún no he llamado a Jeremiás, pero tengo la sensación de que no tardará en aparecer. Siempre hay dudas respecto a la identidad del padre. Yo, hija de mi madre, he grabado esta verdad tan en el fondo de mi corazón que he vuelto a poner en práctica la incertidumbre contigo y con nuestro otro primo, con Zoltán. Entre los dos, quedé embarazada y di a luz a Regina, mi hija, sucedáneo de nuestra esencia Kobra. El acto en sí casi poseía el rigor de una inmaculada concepción. Pero luego viniste tú, rinoceronte libidinoso, y te apropiaste de ella sin escrúpulos. Te expongo para tu sorpresa esta posibilidad. Si bien no puede ser demostrada, tampoco puede descartarse del todo: amando a mi querida hijita puedes haber caído en el abominable pecado del incesto. Si no es abominable, será como mínimo terrible. Y si no es terrible, será como mínimo evitable. Y si no puedes evitarlo, ámala.

Algunos tenemos nuestros motivos para saldar cuentas contigo y para examinarte. Para atacarte con uñas y dientes, querido primo. Apuesto a que Zoltán también vendrá. Os sentaréis el uno al lado del otro, cosa nada fácil para los dos, amigos de la infancia. Si bien no existe la venganza entre los muertos, tú sigues siendo el acusado. No te amenazo, pero te ruego que no pongas esa cara de inocente. Papá también encontró el método de hacerse matar por una mano ajena; en esa operación desempeñaste un papel coadyuvante y ambiguo. Hombre poco dado a la resistencia, se vio obligado por ti a resistir. A él lo mataron; a ti no.

Cada aniversario del trece de enero significó para mi madre un lúgubre abismo a sus pies, un precipicio difícil de superar. Saludo en nuestra reunión a mi madre, Zsuzsa Tarnok, que sobrevivió quince años al señor que tiene a su lado, es decir, a mi padre. En el decimoquinto aniversario de su muerte, precisamente, se precipitó al vacío desde la terraza de su taller situado en el séptimo piso de una casa que hacía esquina.

Mi madre tenía diecinueve años cuando se casó con mi padre, propietario de un hotel y director del Cabaret Kobra. Me dio a luz a los veinte, o sea en 1933; a los treinta y dos quedó viuda; y a los cuarenta y cinco se suicidó. Mi madre consideraba un regalo inmerecido la devoción amorosa que Jeremiás sentía por ella y por mí. Su último amante yace en una tumba sin nombre, pues murió ahorcado.

En 1956 me fui siguiendo los pasos de Zoltán y dejé sola a mi madre. A ti también te dejé. Mi madre adoraba y odiaba en mí, en ti y en Zoltán la sangre obstinada y luchadora de los Kobra. Sabía que por mis venas fluía sangre de cazador. De hecho, me parió deseando un varón. Sabía también que os seduciría, tanto a ti como a Zoltán, porque yo abría las puertas a vuestras pasiones homoeróticas o, para ser más precisa, a vuestra arrogancia autocomplaciente que consiste en interesarse sólo por los parientes de sangre. Podéis amar a los demás, pero sois incapaces de sufrir por ellos.

Muy pronto me di cuenta de que los chicos se apartaban de mí en busca de figuras más femeninas. Y eso que tengo culo y pechos y lo que haga falta. El problema residía tal vez en mi mente, demasiado salvaje y dada a las diabluras. Los chicos me temían, y también me temían los hombres… y hasta las mujeres. Yo he dado muchas cosas a los hombres, salvo la seguridad que necesitan. También sabía ser la gata mimosa, hasta que de pronto te mordía la mano. Me gustaba lamerte la herida. Yo, Klára Kobra, tú, Dávid Kobra, él, Zoltán Kobra… tres ejemplares de una planta llamada boca de dragón.

Mi sangre me impulsó a irme y no pude ayudar a mi madre. No podía imaginar las torturas que sufrió para hacer llegar paquetes a su amigo en la cárcel. Hay humillaciones imposibles de aceptar o de superar. Es humillante saber que tu amado ha sido ejecutado por el pelotón de fusilamiento o en la horca. Mi madre era escenógrafa y figurinista y en su casa se celebraban grandes reuniones. Esa noche la gente se amontonaba en las escaleras delante del taller. Mi madre se apuntó a un paseo con ellos, pero volvió a entrar en su casa a buscar el bolso. Cuando el grupo llegó a la planta baja, mi madre había salido por la ventana y se había precipitado sobre la calzada.

Me enteré por su ginecólogo de que habían tenido que sacarle un quiste de la matriz. Aún no le habían dado los resultados y no sabía si la protuberancia del tamaño de un huevo de gallina era benigna o maligna. El ser humano no puede depender de un miserable quiste. Según el ginecólogo, era maligno, pero mi madre aún podría haber aguantado un buen rato.

Antes y después de ti, antes y después de tu era, tuve amantes que me gustaría ver ahora a nuestra mesa; sin embargo, dado el carácter excluyente de esta simpática reunión, no los he invitado. Los dos ejes del grupo somos nosotras, dos mujeres, madre e hija. Junto a mi madre hay dos señores, Arnold y Jeremiás. A mi lado también se encuentran dos señores, Dávid y Zoltán. Mi hermana menor adoptiva, la hija de Jeremiás, se está volviendo una mujer madura. Aguardo con curiosidad los romances con que adornará los anuarios del amor.

Por último, me gustaría mencionar a mi hija Regina. Te la he cedido, pero con ciertas reticencias. Sólo te la daré si te sometes totalmente a ella. Si tú, personaje robusto, te conviertes en su animalito doméstico. Si dejas todas las decisiones en manos de mi hija o si decides como ella quiera. Si no la engañas ni en sueños. Es decir, en una palabra, si dejas de ser tú mismo. Soy parte interesada en todo esto, porque ¿qué puede querer una mujer de mediana edad con una hija ya adulta? Nietos. Nietos para ocuparse de ellos. Nietos para cuidar sin esperar reciprocidad. Si me quedaran unos pocos años, me gustaría ser una niñera. Cuando nace un bebé, todo el mundo vuelve a nacer.

Ahora bien, si ese bebé proviene de tus mimbres, de los mimbres de Dávid, entonces seguro que la sangre maldita de los Kobra fluirá por sus venas. Y esa sangre pretende lo absoluto y considera, por tanto, el suicidio como uno de los desenlaces posibles y normales de la partida. ¡Los Kobra! Jugadores burgueses y revolucionarios al mismo tiempo. Aun anegados en llanto, siguen jugando. Toman el propio destino por un juego; por eso no se implican del todo en ninguna circunstancia y miran de reojo hacia fuera, hambrientos de algo más. Muy bonito, muy bonito, pero ¿otra vez? ¿Por qué no algo diferente? A decir verdad, todo esto me aburre, yo misma me aburro, me aburre la mística frivolidad en que se basan nuestras vidas. En mi opinión no hay nada más valioso que una vida bien forjada; sin embargo, deseo para todos nosotros incontables felices cumpleaños. No sería bueno para mi futuro nieto que lo dejaras solo antes de tiempo. Querido Dávid, perdóname esta pequeña alusión a tus años. Sin embargo, ya te has comido gran parte de la porción de pan que te toca. Tampoco deseo callar el hecho de que nos hemos reunido aquí para decidir sobre ti. No tenemos claro nuestros objetivos ni sabemos qué hacer contigo. Analizamos las causas de nuestra irritación. Sea cual fuere la decisión, pobrecillo mío, te daremos una lección. ¿Qué quieres a la mitad del viaje de la vida, cuando de hecho hasta puedes acabarla? ¿Pretendes apearte del tren cuyo recorrido empiezas a conocer? ¿O prefieres engañarte convirtiéndote en un carcamal embriagado en el medio siglo que te queda? ¿Te gustaría burlarnos, a nosotros suicidas insensatos? ¿Demostrarnos que tú no te ofendes? A veces he tenido la sensación de que tampoco deseas soluciones sanas y juiciosas. Ojalá no funcione. La expresión es a veces una explosión ralentizada, lo cual resulta más divertido que contar con una ocupación seria. Sabemos que ya no temes a la muerte y que cruzas las barreras instaladas delante de ti. Hay situaciones, no muy buenas, que no pueden mejorarse, sólo empeorar. Tal vez te condenemos a eso: a ser nuestro cerdito de la suerte. Contrataremos tus servicios. Ya has recibido bastante; ahora te toca dar. No pasará nada si a partir de ahora sólo te dedicas a dar. Bueno, basta ya de toda esta mitología cavernaria. No te veo en tu sitio; te veo jadeando. Estar siempre necesitado de aire no es una situación digna de un hombre. Como vieja amiga, que con la fiereza propia de su juventud también pudo apreciar el valor de la tuya, confieso que te veo desmejorado. Contemplo tu destino con escepticismo y, a decir verdad, no soy la única.

Klára/3

Antes de dejar este mundo por segunda o quizá tercera vez, no lo sé… Admitamos, querido, que me encontraba en estado lamentable, terriblemente baja, vamos. Iba recta al suicidio, te exponía los métodos para hacerlo, y tú, imbécil cobarde y desconfiado, creías que te estaba enredando. La noche antes de uno de mis intentos de suicidio más serios estuviste conmigo en mi casa. Y si fueras sincero, admitirías que habrías preferido quedarte en la tuya. Existen cosas más interesantes que las horas bajas de un depresivo.

No podía dormir ni con un puñado de somníferos. Tumbada, temía ahogarme. Que la sangre empezara a fluir de mi nariz y anegara los pulmones. Esas sandeces temía. Me despertaba jadeando. Me levantaba de la cama y me sentaba en el sillón para mirar por la ventana.

Quería que me llevaras al hospital. Sabía que así te sentirías un ser ruin. Infantilizada, te pedía que nos bajáramos del taxi antes de llegar y que hiciéramos el pequeño tramo hasta el hospital a pie. Allí empezaba tu infierno. Habías de pelear por cada metro que avanzábamos, recurrir a engaños, amenazas y promesas, y de paso llevabas mi maleta de considerables dimensiones. En el cruce de una calle tuve miedo de abandonar la acera y poner el pie en la calzada, por temor a que de pronto apareciera un camión y nos atropellara. En una esquina me agarré a un poste del alumbrado público. Cuando me arrancaste de allí por la fuerza, apareció un camión y casi nos atropelló.

Esa noche, víspera de mi último intento serio de suicidio, llegaste como siempre con un ramo de flores y unos bombones. Ahora no me internes, te pedí. Si no aguantas estar a mi lado, vete; será mejor.

Soy una ruina. No tengo fuerzas para seguir pasando las hojas del calendario. No, cariño, no he leído el libro que me trajiste el otro día. Y te pido que no me traigas más libros, porque igual no los leo. Los pensamientos de otros me ponen nerviosa. Sólo los propios consiguen fijar mi atención. No me interesan las relaciones novelescas. La mayoría de las novelas son una falta de cortesía para los lectores, una forma de apropiarse de nuestras mejores horas y de ensuciarnos la mente. Gran parte de las historias, además de no haber ocurrido, son puras tonterías.

Venías porque te llamaba, cariño. Sabía que no querías coger el auricular pero que al final lo harías. Te acercaste al teléfono sin apresurar el paso; no lo habrías lamentado si hubiera callado. Quien está al otro lado del hilo, algo quiere, seguro. Sí, algo quería: que vinieras. Que no te escondieras en tus trivialidades. Te escabulles, te defiendes, me apartas, pero yo te arranco de tu calma. Intentas acallar al burdo arribista que hay en ti. Yo no lo intento. Te llamo para confundirte. ¿Qué quiero en realidad? Me das buenos consejos en un sentido burgués. Con odiosa autocomplacencia me dices que no necesitas la mayor parte de las cosas que necesitan los otros. Sería capaz de estrangularte.

Yo, que en un tiempo me tomé tan en serio la danza y su enseñanza que estuve a punto de embrutecerme del todo, comprendo tu aislamiento. Comprimirse, alejarse de confesiones y testimonios. Despedirse del mundo de los amargos deberes. Me puse a lacerar tu amor propio. Todas mis alumnas bailaban muy bien y hasta cosecharon éxitos, pero de alguna manera fueron desgraciadas. El mundo, el mundo masculino, se mostró mezquino con ellas; lo aguantaron durante un tiempo y después hicieron alguna tontería. Una vez que logré desprenderme de las mieles del éxito artístico, ¿cómo no iba a poder extirpar de mi interior el consuelo de mis éxitos como maestra? No hace mucho, escribí algo y tú dijiste: tiene una gracia gélida. Y: rezuma una repugnancia delicadísima. Eso me dijiste. Punto final. Después de perderme de mí misma durante una semana sumergiéndome en aquel escrito, olvidé aquella libreta con espiral. Eres un pedazo de pan y un burro. Tu conocimiento del ser humano es nulo y tu humor, débil. Eres lo bastante bobo para creer en la escritura.

Me aburren estas historias. Hoy ha vuelto a llamarme Mariska; ha estado hablándome una hora de su cáncer de mama y de la infidelidad de su marido. Me aburre su disyuntiva de abandonar al marido o de tolerar sus infidelidades. No vengas más, le dije; pero ella viene.

Contigo me ocurre lo mismo; te aguanto por sentido del deber. Cuando me dices cuántas personas te llamaron, con cuántas te encontraste, cuántas páginas escribiste, cuántos libros leíste, cuántos hechos registraste en tus diarios, y cuando callas con cuántas mujeres coqueteaste, en qué oscuras escaleras rondaste en busca de alguna mujer, cuando veo esta glotonería, estas ganas tuyas de vivir, a veces pienso: está bromeando, no puede tener tanta hambre.

No siempre puedo pensar, aunque me gustaría saber concentrarme. Pero una esponja pesada y tibia se adhiere a mi cerebro. Siento una presión terrible bajo el cráneo, como si alguien bombeara aire entre la meninge y la tapa de los sesos. Otras veces, es como si una enérgica mano femenina se introdujera, y se pusiera a amasar mi pobre meollo como si quisiera preparar un pastel de manzana.

En rigor, no me falta nada. Me alcanza para el piso y la comida. La señora Mariska viene tres veces a la semana a hacer la limpieza y a cocinar para el día siguiente. Hace la compra y se las arregla con el dinero de mi jubilación. Sospecho que también recibe de ti alguna contribución para su viejo monedero de color marrón.

No tengo tiempo para ocuparme en bagatelas. La señora Mariska me tortura para que coma. Dice que fumo mucho. Mandé coser seis pijamas de seda. Me he quedado atascada a finales de los años treinta: Marlene Dietrich y Katalin Karády y mi madre eran mis ídolos. Sé meditar en la posición del loto. Me viene muy bien. Manoseo el libro de Pascal y espero la señal inequívoca de Dios.

Cosas terribles emergen de mi interior. No estabas en Budapest cuando ocurrió aquello de la picadura de la mosca. Claro, un primo no puede estar presente cada vez que pica una mosca. Me picó durante una excursión dominical. Bajaba de la colina de János a Hüvösvölgy; me senté en un banco para comer un bocadillo de jamón; llevaba un bastón de mi padre, y me alegré de haberlo traído. Era un báculo que sólo contaba con una pareja: el de Jeremiás. Bebí un poco de té con ron y limón de mi cantimplora, agité el bastón en el aire y, regocijada, me entregué a la contemplación. Dibujé un paso de danza en el aire y pensé enseñarlo a las niñas. Como había recopilado poemas sobre la danza, me puse a planificar la antología y me divertí imaginando que sólo permitiría acercarse a los clientes y empleados del Korona si daban pasos de baile. ¿Cómo se las arreglarían? ¡Como si el mismísimo diablo se les hubiera metido en las piernas! Agitando el bastón, molesté a la mosca, que se me vino encima. Al día siguiente se me hinchó la sien. Acudí al médico. Me dijo que esperara. La hinchazón había alcanzado dimensiones considerables. Quería saber lo que tenía dentro. Le hice un corte con una hoja de afeitar desinfectada al fuego; aún tengo la cicatriz. De la hinchazón emergieron larvas de mosca y se dispersaron por mi cara. Lavé la herida con alcohol, mientras los huevos seguían saliendo; con la cara ensangrentada, me metí en la bañera; sumergí la cabeza en el agua y así aguanté un buen rato conteniendo la respiración.

Al día siguiente me fui a los montes Tátra. Paseé por los amplios prados de la montaña; la hierba me llegaba a la cintura y el viento me sacó el veneno del cuerpo. Vivía en una cabaña de troncos, bebía mucho aguardiente de enebro y contemplaba los picos nevados en agosto. ¿Qué pasaría si me hiciera guardabosque? Me habría gustado casarme con un guardabosque taciturno, al que habría esperado cada noche con un caldo calentito. Siéntate a mi lado, no importa si no nos hablamos, lee alguna cosa. O miremos alguna tontería en la televisión. Juguemos al dominó. Sé que no quieres, sé que tienes miedo de dormir en la otra habitación; el hombre sano se aparta de quien se acerca a la muerte.

Sentada en este piso que es también un taller, veo otro taller enfrente, veo la torre de la iglesia de Matías, veo la torre de la Basílica, veo la estrella roja sobre el tejado del Parlamento. Mi madre vivió aquí y Regina vivirá aquí cuando me vaya. Hemos habitado este lugar en el siglo XX, y el piso siempre nos espera cuando nos hallamos fuera, vigilado por una administración de fincas. La limpieza se hace cada semana, aunque el piso esté vacío durante años. La señora Mariska, mi vieja niñera, sigue ocupándose de mí. He puesto, unas sobre la otras, las fotografías de siete mujeres: mi tatarabuela arriba y Regina abajo. Como aposta. Una hilera de madres, todas judías, hermosas, burguesas, bien vestidas y a la moda. Hasta en el rostro de mi tatarabuela se observa un ligero distanciamiento, una sonrisa disimulada, reservada y maliciosa. Las siete mujeres tienen narices muy prominentes. Aves peligrosas todas ellas.

No me visto. Me disgustan los problemas que acarrea la ropa. Las prendas gruesas me aprietan, me raspan, me tocan. Con las ligeras, en cambio, paso frío. Sentada en este sillón, no escribo, ni leo, ni escucho música. Hace un año que no lo hago. En otros tiempos hablaba con Ilonka de su cáncer de hígado y de que se le había caído su hermoso pelo negro a causa del tratamiento; podía hablar horas con ella. Yo también confiaba mucho en aquel viejo violinista japonés que fue a verla y le ofreció unos masajes de efectos sumamente positivos. Caminaba con sus piececitos sobre el gran cuerpo desnudo de Ilonka. Tampoco sirvió de nada. Enterramos a Ilonka; ya sólo puedo charlar con Mariska del cáncer de mama y de la maldad de los hombres, pero ella es más tonta que Ilonka. Tal vez yo misma sea un tostón. A veces me doy cuenta de que no prestas atención a mis palabras. Mis pensamientos giran en torno a mí misma en círculos cada vez más estrechos. La gente se aburre cuando alguien habla mucho de sí; también querrían hablar de ellos. Eres la única persona que no me aburre y ante la cual no siento vergüenza. Procuro que haya té y vino, pastas dulces y saladas, y que no te entren ganas de levantarte del sillón preferido de papá.

Klára/4

Fuiste bueno y malo conmigo. No tengo nada que agradecerte ni nada que perdonarte. O dicho de otra manera, te estoy agradecida, pero no te perdono nada. No molesté a tus amantes ni te molesté con los míos. Simplemente no los mencionábamos entre nosotros. Me organizaba de manera que no estuvieran aquí cuando venías a verme. Les llamé la atención sobre sus limitaciones; les comunicaba que no se hicieran ilusiones de poder ocupar tu lugar. Y siendo como eran hombres adultos, lo aceptaban; no tenían ganas de quemarse con nadie y buscaban cierto equilibrio. Me voy encogiendo como esta estúpida flor en la maceta. No me traigas plantas en macetas; tráeme ramos, que al tercer día los puedo tirar a la basura. Esta flor me irrita con su incierta agonía.

Ha venido Edit, mi amiga de Chicago. ¿Sabes lo que le ocurrió? Esperó a que su marido se retirara del negocio, que así el hombre no tendría más excusas para dar vueltas por ahí; tenía tantas cenas de negocios que eran una exageración. ¿Y qué pasó? Pues que el hombre se jubiló y sufrió un ataque de apoplejía. Luego se le fue la parálisis, pero Jonathan se quedó en el nivel de un niño de tres años. Hacía todo tipo de travesuras; cogía el borde del mantel y tironeaba hasta tirar toda la vajilla al suelo. Cuando venían sus viejos amigos, les quitaba la silla. Acariciaba a las mujeres y, sonriendo, les manoseaba los pechos. Cuando Edit lo encerraba en la habitación contigua, se ponía a llorar y pateaba la puerta. Edit se acostumbró a golpearlo; Jonathan se acurrucaba debajo de la mesa. Jonathan sólo se comportaba bien cuando Edit se sentaba a su lado a escuchar música mientras le acariciaba la cabeza. Así se pasaban un rato. Una mañana Edit se despertó y Jonathan había desaparecido. Le había dejado una carta. «A decir verdad, honey, no quiero morir a tu lado. Pensé que quizá pretendías envenenarme». Edit se marchó de los Estados Unidos y alquiló una habitación en su ciudad natal, en Pécs, en el Hotel Nádor. No habla con nadie y pide que le suban la comida a la habitación. Me llamó por teléfono. No pude coger el tren; me fui a Pécs en taxi, pero al final no visité a Edit. No me alojé en el Hotel Nádor, sino en el Pannónia.

Todo esto tiene su historia. Una vez en el taxi, di la dirección del hotel de Pécs. El chófer era un joven muy guapo. Yo ocupaba el asiento trasero derecho; mientras conversábamos, nos mirábamos por el espejo. Luego le pedí que me acompañara a la habitación, porque allí le pagaría el viaje de regreso. Pagué y me desnudé. El joven se quedó. Alabó mi cuerpo. Así había imaginado mi último amor. De regreso a Budapest le pedí que fuera a un estanco a comprarme cigarrillos. Mientras él cumplía mi encargo, desaparecí; cogí otro taxi. No quería que me trajera a casa. ¿Crees que seguiría aquí si le hubiera propuesto mudarse a mi casa? Necesito un hombre obediente como sólo puede serlo una mujer.

Antes solía mostrarme más crítica con los seres humanos; ahora ya me acerco a tu desengaño quietista, indispensable para tu funcionamiento. Escribo obituarios sobre mis amigos, como si hubieran muerto. Puede que resulte chocante, pero así es; apruebo la muerte de mis coetáneos o, mejor dicho, el momento de su fallecimiento, como si a cada cual le tocara una muerte labrada a su manera. La muerte siempre llega en el momento oportuno. Me parecería perfecto acabar ahora. Marcharme antes de que el casero se harte de mí. He sido impaciente con mis relaciones; no soporto la blandura pegajosa. Sin embargo, también me he impacientado conmigo misma; mis intentos de ensimismamiento han sido todos ridículos fracasos de autoflagelación. A veces me veo como un aparato cuya garantía ha caducado hace tiempo y que quizá ya ni siquiera merece la pena repararse.

Sólo puedo concentrarme mientras hablo, cuando hay alguien sentado frente a mí escuchándome, cuando le gusto desde todos los ángulos, desde mi nacimiento hasta mi muerte. Sin embargo, cuando me quedo sola, cuando no tengo que ordenar mis pensamientos y adaptarlos a la lenta cronología de la palabra viva, entonces esos jirones de ideas van y vienen, en un espacio que se contrae y se expande sin orden ni concierto y ya puedo conformarme si logro coger uno de ellos por la punta de la cola. De hecho, sólo puedo concentrarme apoyándome sobre la cabeza, pero, claro, no puedo mantenerme mucho tiempo en esta postura. ¿Sabes lo terrible que es cuando a uno sólo se le ocurren tópicos? No tiene importancia alguna que afirmes caballerosamente lo contrario, porque tú mismo eres un elemento de bastante common sense. Tu sensibilidad a los lugares comunes no está muy desarrollada que digamos. Tales refinamientos urbanos llegaron tarde a Újfalu. Sé que lo sabes: soy más delicada que tú y tengo mejor gusto. Con un descaro enorme, escribes frases que más bien encajarían en la letra de una canción. Claro que sé que la fecundidad y lo kitsch son compañeros inseparables.

Eres capaz de comer de todo; hay cosas que comes con mucho gusto y que yo, en cambio, ni siquiera puedo ver; la morcilla, por ejemplo, o las manitas de cerdo. Te ríes relajadamente en compañía de personas detestables; yo en cambio, un monstruo, hielo el ambiente con mis miradas aniquiladoras.

Me gustaba presentarte a gente inteligente y tomar nota de los aciertos como un árbitro de competición. Luego, cuando nos quedábamos los dos a solas, me quitaba la máscara y te enumeraba las respuestas poco afortunadas y traídas de los pelos que habías dado a los argumentos más fuertes de tu contrincante. Te entrenaba como a un boxeador de peso semipesado. Y hacía lo mismo cuando corrías compulsivamente a mostrarme todo cuanto escribías. Klára te indicará los párrafos más inflados y los más romos. Reconoce que a veces te recomendaba cortes tan perfectos (uniendo con ingenio dos partes muy alejadas de la oración) que te ponías de rodillas delante de mí y me besabas los pies. Yo sólo sé tachar, el problema es que no tengo qué, porque antes de escribirlo ya lo he tachado todo. Soy más condescendiente contigo que conmigo. Así es la mente crítica cuando no la arrastra una corriente cálida y estúpida; entonces se clava las uñas con amargura.

Siempre te quejas de falta de tiempo; yo, en cambio, siempre tengo tiempo. ¿Cómo es posible? ¿Por qué me sobra lo que a ti te falta?

Durante un tiempo venía a verme gente joven; los interrogaba y los hacía hablar; lo necesitaban. En esos momentos, mi atención se alejaba de las preocupaciones más simples. Y entonces ocurría que hasta los perros se tumbaban, encantados, boca arriba a mis pies y casi perdían el conocimiento al contacto experto de mis largos dedos. Parecían como galvanizados y su piel echaba chispas, como quien dice. Después, al caer sobre mí esta terrible melancolía, los perros me ladraron sin piedad. Tú tampoco puedes mentirme.

No aguantabas mi mirada. Yo siempre leía tus pensamientos. Adelante querido, pensaba yo, ve a cosechar entre tus mujeres casadas y ten todos los asuntillos que quieras y que te permitan tus fuerzas. Pero no se te ocurra convivir con ninguna de ellas. Me habrás de presentar a cada mujer con la que tengas pensado aparecer de manera más o menos permanente en sociedad. Sólo te quedarás con la que haya superado mi examen. Prefería las esposas de médicos, bien provistas de abrigos de visón, esas que tocaban tres veces la bocina debajo de tu ventana y que tenían amontonados los paquetes de su compra matutina en el asiento trasero.

Pero volvamos a nuestro tema: no aguanto más. Estoy acabada. Lo he leído todo. Tú escribirás sobre el suicidio, pero no lo cometerás. Si fueras a hacerlo no escribirías sobre él. Todo cuanto sabes del tema, lo sabes por mí. Ahora lo veo de lejos y hasta sería capaz de quererme. Sin embargo, no puedo dar este paso, el más importante de todos. No me quiero. No quiero a esta mujer delgada y oscura cuyo vientre no esconde un intestino, sino una serpiente venenosa.

Unas veinte veces al día controlo si está cerrada la puerta de entrada. Lo compruebo abriéndola. Contemplo el vacío de la escalera y me retiro temblando cuando alguien se acerca. Evidentemente, los vecinos están convencidos de que los espío. Debería salir de este piso y deambular por las calles. Sin embargo, basta con traspasar el portal del edificio para recibir toda suerte de impresiones brutales; más de uno deja caer algún comentario sobre mi ropa. Me veo como una extraña. No tengo ni ideas extrañas ni alucinaciones, pero me paso gran parte del tiempo angustiada. No ocurre lo que debería ocurrir. Tengo miedo, pero no sé a qué. Es deprimente no necesitarse a sí mismo.

El otro día bajé al bar de la esquina. Ibike, la camarera, me dijo que llevaba tiempo sin verme. Me preguntó si trabajaba mucho. Se me veía cansada, según ella. Pedí un café y un agua mineral. Ibike me sirvió.

—¿Sabes lo que significa palmarla como un perro, Ibike?

Me miró con una expresión tan estúpida que le tiré el agua a la cara. De regreso a casa, un tipo con barba se me arrimó y empezó a susurrarme obscenidades:

—¡Que te la meto, Felicia!

¿De dónde había sacado el hombre a esa tal Felicia? Me abalancé sobre él como un cernícalo.

—¿Qué? ¿Qué me vas a meter, miserable? ¿Tus susurros infames?

El hombre se largó, aterrorizado.

Soñé que íbamos en un taxi: a mi entierro. Metías prisa al chófer; tenías miedo de llegar tarde. Llegamos a la capilla ardiente cogidos del brazo. La gente nos dejó pasar. Llevabas abrigo negro, sombrero y chalina blanca. Me condujiste a una puerta que daba a la sala contigua. La abriste, me hiciste pasar, pero no me seguiste.

Me recibieron dos jóvenes muy divertidos. Manipulaban un gramófono antiguo, de esos accionados con una manivela. Yo llevaba una falda asombrosamente corta. La pared estaba toda cubierta con un espejo y la iluminación recordaba el color de una naranja de pulpa colorada. Comprobé que mis muslos seguían hermosos. Deseé que se alzara el telón, pero no sucedió. Luego se hizo el silencio y los chicos orinaron en una escupidera. Me detuve a leer la cinta de una de las coronas y leí la inscripción: Klára Kobra.

—¿Podemos comenzar? —pregunté, titubeante.

Los chicos asintieron con la cabeza. Pusieron la Marcha fúnebre de Chopin en el traqueteante gramófono. Descubrí una mirilla en el espejo y te vi sentado, con tu sombrero negro, a la izquierda de la capilla. Tu rostro expresaba un dolor sincero.

Me puse una bata que me llegaba a los tobillos y entré en la capilla ardiente. Las caras cayeron sobre los bancos con un suave gemido; sólo tú permaneciste inmóvil, rígido. No se te movió ni una pestaña. Subí por la escalera hasta el ataúd, levanté la pierna con estilo y me instalé cómodamente en su interior. Como tenía un cojín debajo de la cabeza, podía mirarte. Pensé que tenías razón, que no hacía falta seguir pegada a mí misma, que era una situación bastante artificial. Ya llevaba demasiado tiempo siendo Klára Kobra. Se te movieron las comisuras de los labios y tu ojo izquierdo guiñó, jocoso. Los dos hombres, que llevaban pantalones a cuadros, taparon el ataúd. ¿No era demasiado prematuro? Esa impresión tenía yo allí dentro. Oigo los pasos en el camino. Qué extraño poder respirar todavía. Me siento bastante bien. No creo ser inmortal; desde luego, mi relación con este cuerpo es mera casualidad.

¿A qué hora te irás hoy? ¿A las diez? ¿A las once? Pondré el despertador, así no tendré que ver tus miradas furtivas al reloj. Siempre me doy cuenta del momento en que se te velan los ojos, en que aparece esa cortina negra y de mala calidad que se interpone entre tu partida y mi soledad. Pese a tus visitas, he saboreado durante años la agonía de la soledad. Normalmente, yo miraba hacia abajo, tú hacia arriba. He disfrutado con tus éxitos y me he divertido con tu progresiva ceguera, sordera y mudez. Tus irrupciones como las de la luz del sol y mis eclipses de luna se relacionan como yo y mi sombra. Cuando muera, te quedarás sin sombra. Tendrás que ser muy listo para no estremecerte.