1. En el que Dávid Kobra se presenta
CON SUS MOVIMIENTOS:
Sereno éxtasis
Recepción en el Hotel Korona
¿A quién esperamos?
Cristal blando
Suena el turullo
Sereno éxtasis
La casa está en la ladera de la montaña; a la derecha se encuentra el cementerio, a la izquierda, el manicomio. Las tres habitaciones, el claro y el espacio bajo los frutales ofrecen un lugar bastante amplio para recibir a los invitados. La casa, construida hace ahora cien años, tiene los bajos de piedra y los altos de adobe; abajo está la bodega y arriba el desván. Suelo escribir en esta mesa cuyo tablero es una lápida; cuando me aburro, voy a sentarme sobre la piedra de prensar el vino allá frente al gigantesco nogal. Aquí también hay cerezos y nogales como en el jardín de la casa de mis padres. Un puerco espín gruñe bajo el rosal atacado por los parásitos. Estoy sentado al sol, en mangas de camisa blanca, elaborando tiempos pasados. Deshojando la conciencia: ¿qué es aquello que se necesita cuando ya nada se necesita? Aquí estoy, rodeado de las cosas más sencillas y no tengo que amoldarme a nadie. En uno de los armarios están mis manuscritos, en el otro la ropa; los libros, sobre una tabla de madera apoyada en dos troncos. Saco el agua de un pozo; en invierno, desnudo en la nieve, me echo agua fría de la jofaina que está sobre el tablero de piedra. Hay espacio para pensar; a cada pensamiento se le percibe el origen. La casa contiene el mundo de los recuerdos, exhalado por las paredes y rezumado por el techo de madera. Con la luz de la tarde las paredes amarillas son muy amarillas; las hojas verdes, muy verdes; la cereza muy roja y las ciruelas muy azules. Este jardín inclinado viene a ser, de manera recurrente, el escenario original en el que se representará la maravilla de mi imaginación. El jardín, la infancia, el paraíso desaparecen y vuelven a aparecer. Días que pasan lentamente de la primavera al otoño. Un planeador se lanza desde la cima rocosa y traza unos círculos sobre el pueblo hasta que lo coge el viento y lo impulsa cada vez más alto. Es todo arbitrariedad, éxtasis sereno; viaje de un hombre inmóvil. Si alguien me preguntara qué se celebra, podría sonreír, pero no contestar.
El viento ha ahuyentado las abejas de los rosales en flor; canta el gallo, zumba un avión; en algún sitio alguien da golpes con el martillo y las palomas se han posado sobre la cruz de la iglesia ortodoxa griega. A mis espaldas, una pared blanca, encalada; delante, el herbazal. Desde abajo, desde las profundidades, emergen los hombres caminando por el sendero que conduce entre las hileras del viñedo y se instalan en las sillas de mimbre, en el cenador, en el columpio, en las ramas de los árboles y charlan en voz baja. No tengo que llamar a nadie y, sin embargo, estoy con ellos y puedo verlos. Todo el pueblo se ha citado junto al lecho de muerte, que en su día fuera de unos campesinos medievales. Los santos aleteaban en el rincón bajo el techo y el diablo se arrastraba furtivamente debajo de la cama. Todos los conocidos del moribundo se han reunido en la habitación.
La gata remolonea sobre las ortigas verdosas y camina entre los narcisos amarillos; una golondrina vuela por encima de su cabeza; la gata oye mis pisadas, se vuelve hacia mí, lanza una mirada interrogativa como toda una señorita y prosigue su camino con pasos ondulantes y lascivos. Delante, tres de mis camisas de color azul claro cuelgan pacíficamente de la cuerda. Espero invitados para la tarde; la comida se está cocinando en una cacerola grande. Un caracol está pegado al tronco de un árbol; hay ciruelas rojas y manzanas de verano caídas al fondo del jardín; recojo unas cuantas para llenar un plato y dejo las demás en la maleza llena de ortigas. Aquí, en la ladera de la montaña junto a Ófalu descubrí mi atalaya y mi punto de partida. El sol de final de verano cae con todo su peso sobre las tejas rojas, y en las ramas se ve la fruta melosa y se oye el cantar de los pájaros. Techo blanco de piedra, golondrinas que se pierden en el árido cielo. Las sombras se alargan y crecen entre los árboles y se enfría el agua del lago. En momentos como éstos uno piensa en las labores del otoño y en las largas ausencias.
Escribo el más arriesgado de mis libros; he sido acusado y debo examinarme a mí mismo. Para un espectador, la autodisección de un hombre en la morgue de la conciencia no es más que una naturaleza muerta. Me gustaría comprender las cosas poniéndome entre paréntesis, sin sentirme ofendido ni en la necesidad de justificarme. Describir lo incómodo, describir lo doloroso, ir más allá de lo permitido y de lo tolerable. Escribir es una continua transgresión, una continua violación de fronteras. Por muy lejos que vaya, siempre estaré demasiado cerca. Por muy amargo que sea, siempre resultará demasiado dulce. La literatura es tanto más oportuna cuanto más imposible.
¿Qué me ha ocurrido? ¿Qué cosas de mi vida subterránea pueden sacarse a la luz? Veo mi titubeante biografía. Se arrastra por el suelo como un lento animal. Busca su camino en las bifurcaciones. Señor, concédeme la merced de decir la verdad y de ampliar mi memoria. Mi filosofía está en mis actos, está escrita en mi rostro. A la pregunta ¿cuál es el sentido de la vida?, todos contestamos con nuestra biografía. No conozco realmente el sentido de mi vida, pero intuyo que lo tiene. Nos saludamos al constatar que nuestro reinado individual en el universo sólo ha durado un instante.
Día de obsesiones e imaginaciones; estallido del cerebro, iluminación. En nuestros delirios nos tomamos por adelantado los días de fiesta que sólo merece el suicida. Me imagino en otros escenarios y regreso volando a este lugar; los viajes de la mente también tienen su terminal. Esta mesa con su tablero de lápida es el aeropuerto elegido. Todos los lugares son más provisionales que este jardín. Visto desde aquí nada es serio, nada existe realmente. Guerras y revoluciones tienen su lugar en el fondo del jardín: no puedo evitarlo, pero tienen la comicidad y los temblores de las viejas películas. Palabras en el papel: el pan de centeno, la noria, la barrera del sonido. Mi vecino cree que la tercera guerra mundial lleva tiempo desarrollándose, por los estampidos de los cazas en vuelos de práctica. Los cencerros de las ovejas suenan en la ladera de la montaña; el perro ovejero corretea junto al rebaño mientras el pastor permanece al otro lado, preguntando la hora a cada caminante que pasa.
Tengo que ir a la ciudad, a la Feltámadás tér, la plaza de la Resurrección. Al Hotel Korona concretamente. Salgo a dar un largo paseo, un paseo de despedida incierto y revelador. Hoy también es un día abierto. Quizá menos que ayer. O quizá más. La vorágine del recuerdo… Con mortal ligereza, las historias del pasado se deslizan al violento presente. Se inflan los detalles, se deshiela la conciencia a la luz del sol en una amnesia deslumbrante. Recaliento las historias endurecidas en la miel del tiempo. No sé si existe lo que veo, pero veo cuanto recuerdo. Los árboles verdecen, amarillean y pierden las hojas. Como en el día de graduación del bachillerato, estoy sentado en el jardín y recibo a quienes me quieren. Venid al jardín desde ultramar y desde las tumbas, venid, amigos míos, vivos y muertos. Y ya que estamos todos reunidos, organicemos una fiesta de padre y señor mío.
Enfrente y al fondo del jardín, pasando por la rosaleda, está la catedral; basta con entrar por la puerta de los santos y de los pecados. Camino a tientas por callejuelas imaginadas en busca de oscuras aventuras. Entro con sigilo en casas otrora habitadas por mí. Negligencias mortales. Uno no puede sobrevivir a los demás sin culpa; la moral no tiene salida de emergencia. Con el tiempo, mi mochila se pone más pesada, se llena de barro y de piedras. El jardín podría ser la plaza principal de una ciudad, y la casa, el hotel de pecados y caprichos. Mis padres podrían estar sentados aquí, al otro lado de la mesa con una lápida por tablero, vestidos para celebrar sus bodas de oro. Dos caras hermosas y curtidas contemplan sin decir palabra la pared a mis espaldas. Al despedirse, mi padre me invita con la condescendencia de un cosmopolita a cenar en el Hotel Korona, donde está su primo Arnold. Dice que habrá caldo, espárragos en mantequilla, asado de ternera con setas y bebida; es suficiente para alguien de mi edad, agrega.
—No me importaría si consideraras esta cena como la última —dice sin hacer particular hincapié en las palabras—. Siempre te ha gustado divertirte. Aquí tienes una botellita de vino tinto que podría tumbar a cualquiera.
Me la ofrece, yo acepto y mi padre se esfuma. Resulta curioso ver a mi padre por aquí, teniendo en cuenta que murió hace mucho tiempo.
Todo cuanto viene de Dios Padre es ambiguo: desea tanto el tormento como la inocencia de nuestro cuarto de infancia. La ley es tan asesina como protectora. El Señor es un tanto infantil, se mete en más cosas de lo necesario y cualquier asunto lo desalienta. He querido relatar la Última Cena, la noche del adiós definitivo, cuando el hombre derrama lágrimas de sangre porque entiende que todo ha terminado. El Hijo se ha quedado solo, ha contado suficientes parábolas, ha lavado los pies de sus compañeros, y ahora se aferra a la tierra y tiene miedo. ¿Qué puede saber un hombre que se niega a huir ante los gendarmes? Señor, ¿es posible que mis convulsiones sólo tengan sentido y realidad ante tu mirada muda y atenta?
Aquí en el jardín descanso. Fijo mi mente en menos cosas, pero lo hago de manera más intensa. Vistos desde aquí, los asuntos familiares son más importantes que los de Estado. Procuro vivir de una sentada mi último día en este jardín y pocas veces miro hacia la oscuridad del mañana. La vida eterna es continua y yo vivo en ella. La existencia es eterna en cada instante. Por la mañana suelo sentirme relajado y me despierto con nuevos planes. Nunca he pensado de manera persistente en el suicidio. Tener donde dormir, tener qué comer y tener tranquilidad para la mirada retrospectiva. Prefiero ser honesto a virtuoso. Si la moral significa granjearme la aprobación de mis contemporáneos porque pienso lo que ellos piensan, no quiero estar del lado de la moral. Todos creemos tener razón, nos sentamos con floreciente plenitud en medio de la sala de nuestra conciencia. Un anciano moribundo tampoco ve más pequeños los árboles ni el cielo más bajo que yo. Una vez pasados los cincuenta, nos preguntamos: ¿han tenido estos veinte mil días algún significado duradero, un arco interno, una explicación que se despliega ante tus ojos? ¡El tiempo ha de tener una forma! Una vida ordenada debe percibir su arco tensado desde el comienzo hasta el final.
Mi primer beso fue en la entrada de una cueva y no tenía ni idea de lo que tenía que decir en tal ocasión. Pescar truchas por primera vez en un arroyo cristalino, montar a caballo por primera vez en las montañas, arrodillarse por primera vez junto a un hombre herido por un disparo, acostarse por primera vez junto a una mujer desnuda. Ser interrogado por primera vez:
—¿Es usted anarquista?
—Sí, señor, lo soy. Anarquista y monárquico, todo cuanto está prohibido.
—¿Puede su comportamiento calificarse de oposición intelectual?
—Sí, señor, puede. Es precisamente muy halagador.
Soy consciente de que todo el mundo tiene su biografía; sin embargo, a veces me tentaba el deseo de contar mi propia historia. He vivido escindido: el libro por escribir siempre daba vueltas en mi mente. Revivir el pasado es la más fantástica de las aventuras. Al repetirlos, los acontecimientos resultan aún más enigmáticos y plenos de significado. Volviendo al pasado, llego al futuro; recuerdo a desconocidos. En el plano espacio temporal de la conciencia el pasado ocupa el mismo lugar que el futuro. Nuestra fuerza de voluntad también se fortalece con el tiempo, porque en el camino nos atrevemos a acercarnos a las torres de vigilancia y a los perros guardianes. De regreso, las autoridades del orden y del castigo resultan menos intimidadoras.
Suelo salir a pasear después del té de la mañana. Cae y se abre la castaña silvestre; busco una y acaricio su cuerpo marrón y velloso. Podría decir sin temor a equivocarme que, para el caminante, el mundo en sí es un paraíso. El viento sacude una araña instalada en el centro de su tela. Como una hoja amarilla que se ha enrollado, el viento la agita, pero su tela no se rompe. La araña espera sabiendo que pronto caerá su mosca. Entretanto yo estudio cómo emplea su tiempo; no es su esclava; el tiempo trabaja para ella. El novelista ha de mantener cierta continuidad burguesa en su vida; tiene que cuidarse como una mujer encinta. Escribir no me hace daño, ni hace daño a nadie que yo mate el tiempo aquí en el jardín. La contemplación se convierte en actividad física por obra de la caligrafía. Lo cierto es que me paso tanto tiempo junto a la máquina de escribir como una mecanógrafa, salvo que más inútil por el hecho de escribir lo mío. El artesano, el carpintero o el apicultor me son más próximos que el obrero industrial o el oficinista. Lo agradable es que, además, me pagan por hacerlo. Desde un principio he procurado jubilarme recurriendo tozudamente a toda clase de ardides. En las oficinas en las que he trabajado el parloteo no cesaba nunca, por lo que he sido miembro destacado de la internacional de novilleros siempre felices de escapar de la escuela o de la oficina.
Mi día de trabajo empieza temprano en la cama y ni siquiera se interrumpe de noche cuando sueño. Es, por así decirlo, un día de trabajo vitalicio. La mayoría desea progresar; la minoría a la que pertenezco, tener tiempo libre. A los ojos de los serios ocupantes de puestos de trabajo, la gente de nuestra calaña se caracteriza por la irresponsabilidad. A mis ojos, los irresponsables son ellos. Disfrutan de su trabajo y cumplen con su deber sea cual sea el contenido. Es curioso, pero para ellos cualquier cosa es buena con tal de que sea un deber. Yo no tengo tiempo para hacer gestiones, ni para tomar decisiones y redactar informes. Tengo tiempo para pelar patatas y trocear las verduras al atardecer y tengo tiempo para servir vino tinto en las copas de mis invitados. Mis películas preferidas son las que tratan de la fuga de presos. A mi entender, el fugitivo es el representante idóneo de la contemplación. Su perseguidor, su juez, su interrogador, en cambio, representan la acción. Siempre tiendo a perseguir a los perseguidores. Apoyo al ratón y pongo una zancadilla al gato. A un hombre así, tarde o temprano, lo echan de la oficina y seguramente le hacen un favor.
La escritura… es en el fondo una lectura. Recordamos las frases que se nos presentan. Las extraemos de un sitio donde ya llevan su tiempo ocultas. Caminas por el desierto, hay un sendero bajo la arena, y tus pies lo saben. Construyes tu propio Camino de Santiago. Este libro se escribe solo. No se adapta a ninguna historia imaginada ni a personajes ficticios; revela su trazado a posteriori. El protagonista de las próximas historias también nace en este papel. Este extraño héroe es la prolongación y la obsesión del autor; le chupa la sangre. Y como depende de él, intenta poseerlo en su deseo de venganza. Tienta al pobre autor y por eso lleva nombre de serpiente. Se llama Dávid Kobra. Con este apellido hasta podría ser el famoso agente de una serie; él, sin embargo, prefiere ser ladrón a ser policía. Su nombre de pila también tiene sentido; basta con pensar en la estrella. Comunicamos al lector que Dávid Kobra nació, que por lo tanto existe y que incluso ha sobrevivido a muchos. Apenas vino al mundo empezó a darse pote: en su opinión, el autor es el terreno abonado y él, en cambio, la cosecha. El autor es un día laborable; Kobra es sábado. Le preguntamos: ¿usted celebra los sábados? Yo celebro todos los días, contesta él con aire de superioridad. El autor insiste: quien ha nacido en el papel no tiene historia, no todavía; sólo después sabrá lo que le ha ocurrido. Para el autor, la mayoría de las cosas ya han ocurrido, dice Dávid Kobra en tono un tanto despectivo; yo, en cambio, recuerdo todo cuanto ocurrió con extático deseo de aventura. Dávid Kobra es, como quien dice, todo descubrimiento, exhala frescura. Declara en un tono que no admite objeciones: a partir de hoy el autor sólo podrá hablar por mi boca. En cierto modo, lo he matado. El dragón espolea al oso. Entre susurros, comunico a este pesado personaje que saco de su cerebro lo que quiero y que a través de él me voy creando. Aunque a veces dispongo de los lujos y comodidades de una vida de segundo grado, me molesta la servidumbre de vivir gracias al autor. Es la lucha con el ángel: aquí, excepcionalmente, es el ángel quien vence.
Absuelvo al autor de la obligación de reflejar los hechos con fidelidad, dice nuestra criatura. La realidad resulta indescriptible y difundir asuntos privados es cosa tan aburrida como indebida. ¿Utilizar la escritura para tratar con prepotencia a nuestros parientes? Sería de mal gusto. No eres el depositario de los chismes de la buena sociedad ni de la mala. La cosa se convertiría en el informe de un espía para el archivo central. Y si te eligieras como único tema, ¿cuál de tus días contarías? ¿Por qué el día veinte mil entre todos los días? Aun poniendo todo tu empeño, no acabarías ni mañana; te pasarías un día entero explicando la historia del día anterior y así sucesivamente. El descubierto crecería, acumulándose unos intereses de padre y muy señor mío. Cada instante es muchísimo más que su huella. Renuncia a redactar una crónica autentificada. Escoger significa estilizar. El simple hecho también es ficción. Es imposible saber lo que ocurrió.
Además, ¿a quién importas? ¿A favor de quién estás redactando tu testamento? Los muertos sólo interesan a los descendientes por la fuerza de algunas anécdotas. Si quisiera saberlo todo de mis antepasados, no me quedaría tiempo para nada. El recién nacido es ávido, sí, pero no de sus antepasados. Confórmate con saber que la literatura no es más que la miel de la mentira suministrada gota a gota. No soy nada más ni nada menos que este texto. Al autor, en cambio, sólo le recomendamos que calle, que no discuta, que no se exhiba tanto, que a partir de ahora dé menos señales que últimamente y que, de ser posible, revise más a fondo sus frases. Dávid Kobra espera de su autor que lo escriba con corrección.
¿Por qué he de ser mejor que esta mosca sobre el papel? Seguramente tiene como mínimo la misma firmeza de carácter que yo. Mi magisterio es la inseguridad (porque puede que sea así, pero también puede que sea lo contrario) y lo confieso. Acerco la palma de la mano a la mosca con premeditación y alevosía: se escapa volando. Puede huir ante mi mano en varias direcciones. La mosca tiene varias alternativas y un libre albedrío que es increíble. Ay, también a veces un puño gigante nos amenaza y tenemos que salir volando al mismo tiempo que damos vueltas con sigilo alrededor del pastel.
En torno a los cincuenta, la muerte te mira a los ojos. ¿Cómo nombrarías la conciencia de la propia insignificancia, esa insignificancia que se considera infinita? Me miro como miro el cajón de un escritorio, y en esa contemplación no existe la moral. En tales momentos, el ser humano coge la pluma para alargar un poco el juego. No existe actividad más equívoca que la escritura: el cerebro se describe a sí mismo. Mi reflejo me mira a la cara. La conciencia se queda a solas después de cada paseo más o menos serio. ¿Cómo escabullirme del escenario durante una función de manera que no se note? El público ya sólo tiene la mirada clavada en un escenario iluminado y vacío. Estoy escrito. Hay gente sentada a mi alrededor y mira. Debo actuar en el papel de mí mismo. No da igual cuanto haga.
Una novela, dicen, ha de tener acción. Ha de describir actos. ¿Y qué no es acto en la vida?
—Esto es un manuscrito —dije.
—No, señor —me corrigió mi interrogador—, esto es un acto hostil.
El caballero actúa; el campesino, no: él sólo trabaja. El hombre actúa; la mujer, no: ella sólo lleva la casa y cría a los niños. El escritor, ¿es acaso un caballero, un hombre de acción? Miro la televisión y siempre hay algo que estalla, que revienta; cada minuto que pasa matan a alguien y el héroe ya va por el tricentésimo cadáver. Cacería de machos. ¿Acaso no deseas probar el sabor de la matanza, algo así como un gusto previo a la lucha contra esa misma violencia?
Los hombres temen más a la muerte que las mujeres porque no son ellos quienes dan a luz. Y por lo mismo matan más. Son los cazadores, los guerreros, los tiranos y los tiranicidas. Luego pasan los tiempos épicos y el campeón de antaño es sacado a patadas de la palestra, como un trapo viejo. Hacemos mutis antes de que nos echen a escobazos. Nos retiramos a la madriguera del exilio interior. Subimos por una larga escalera de cuerda a la torre de marfil y miramos atrás sacando la lengua. Una mujer iridiscente aparece en el cielo oscuro: es la salida. Paso a otra ciudad. Concluida la escalada del muro, quito la escalera y alzo el puente levadizo. Me dirijo zanqueando a la plaza de la iluminación en una peregrinación cómico-mística. Me espera la casa de los secretos. La puerta se cierra a mis espaldas. No sé lo que hay ni adónde me lleva el camino. Tal vez a ninguna parte, la trampa del matadero.
Un hombre de mediana edad no quiere ni morir ni envejecer. Lleva el cuchillo de la conciencia clavado en el corazón. Se tienta a sí mismo: yo también podría elegir la hora de ponerme a disposición del inesperado visitante. Voy a su encuentro para que no sea él quien me saque de debajo de la cama. Ya que no puedes matar a otro, mátate a ti mismo. No eres libre si no eres capaz de suicidarte, dice un colega ruso que también se llama K. El asesino solitario, el lúcido suicida. Examino el carácter asesino y suicida de nuestra especie. Cuanto más inteligente y poderosa la humanidad, tanto más suicida. A partir de la nada el universo se expande al infinito y vuelve a contraerse hacia la nada. Hay material para estudiar el suicidio. Ya he oído hablar mucho del creador, pero pocas palabras se han dicho del aniquilador. Hay que apagar la luz cuando ha alcanzado su punto de máxima intensidad. La conciencia asesina tiene sus trucos para hacerte subir a la cima de la montaña y desde allí empujarte al abismo.
Cuando los muertos te visitan es porque han venido a buscarte. Una fiesta precede a la despedida; es el Séptimo día. Siendo como soy el cicerone, me ocupo de iluminar poco a poco los senderos que recorren las cavernas del pasado. Me concentro en una figura inexistente, la cerco, le doy vida y la convierto en un robot lingüístico. Envidio la variedad de la creación. Todo cuanto escribo hoy pertenece al presente, todo cuanto escribiré mañana será del mañana. El panadero hace el pan cada día y el barrendero también hace lo suyo cada día. Mañana tampoco seré más razonable que hoy. Caligrafía y distancia. Nos vamos a otra ciudad cuya plaza principal antes se llamaba de la Resurrección y ahora de la Liberación.
Entre la agonía de la muerte y la ilusión de la novia, aquí estoy, aguardando la inspiración: la plenitud que se siente al contemplar las briznas de hierba, al mirar los sueños y al escrutar el destino. El amante de la naturaleza entiende el lenguaje de las manzanas, las uvas, las setas, el café, el cáñamo y la amapola. Cuando me metan en el cajón, no me llevaré ninguna tecnología. El propósito de la vida es el éxtasis. No lo es la máquina ni el automóvil. No lo es el crecimiento ni la velocidad. No lo es la patria ni el poder. No lo es ni la santidad ni el arte. Sí lo es la mera existencia y su maravilla. El éxtasis mental puede desarrollarse hasta en un calabozo oscuro. Da igual si es el muro de un jardín o una pared cortafuego: la pared rebosa de detalles. No temas la fascinación y quédate quieto. No quiero igualar el éxtasis —que en griego significa estar fuera de sí— con la embriaguez. El éxtasis no es salvaje. Quien rechaza la angustia elige el éxtasis. En el éxtasis todo es real, y en la angustia nada lo es. Es bueno cuando está; malo, cuando no está. Te deslizas en bicicleta por el sombrío ocaso de la vida, por una planicie de tonos verdes acuosos. Después del trabajo regresas a casa bajo una tenue llovizna. El chamán lleva puesto al académico como si se tratara de un abrigo de otoño. Tiene una chaqueta de tweed y utiliza una buena loción para después de afeitarse. No es experto en nada, pero hay cosas de las que algo sabe; diletante, es el primero que se maravilla por todo. Le golpearon las manos, le pegaron en la cara, le dieron tal bofetada que la pared le dio la otra. Todo esto surtió efecto. Sin embargo, el chamán es un libertino nato. Sabe que el hombre nace y que después lo cuelgan, sabe lo que significa estar arriba y estar abajo y sabe también lo que es meter su miembro en una vagina. A finales de verano la vid silvestre adquiere un color malva. El emperador sale a caballo de la fortaleza. El viento hincha la vela.
Recepción en el Hotel Korona
Ora desde la ventana de mi piso, ora desde la del Café Korona, miro la Feszabadulás tér, la plaza de la Liberación. Plaza portátil, puedo llevarla adonde quiera: está en nuestra mente, irrompible e incorruptible como los dientes apretados o el puño cerrado. Aquí estamos, en el corazón de Europa central. Aquí concentro todo cuando he deseado en otras ciudades. Corregimos la realidad con sumo cuidado, para que no se estropee. Quiero a esta plaza. Y aunque me tiene emponzoñado, mi historia y la de ella son casi idénticas. Vivo en esta plaza y conozco su pasado, y un día antes de mi despedida soy una metáfora de lo sedentario. Nuestra filosofía se expone con la descripción de la ciudad. Si levantaran un muro en medio de la plaza, a buen seguro me aparecería vagando por su lado oriental, el más descuidado. Podría contar muchas anécdotas sobre los inconvenientes de pasar al otro lado. En los días señalados hay desfiles que parodian la historia. El espíritu del lugar se vuelve obsceno: bestiario y fango familiar. Miro hacia la catedral y veo la noche del Sábado Santo; la vela pasa de mano en mano y de alma en alma después de la muerte provisional y litúrgica. Acepta el veredicto definitivo del pasado. El día de hoy es la ejecución de la sentencia.
Salgo de casa y cruzo el bosque urbano con la gabardina puesta; recorro la ciudad con el equipamiento adecuado, como el meseguero cuando cuida las mieses de los campos. Quiero conocer todos los nombres de las calles, cada patio de cada casa y también cada calle. Leo periódicos viejos en la biblioteca y hojeo investigaciones de excéntricos historiadores. Me sumerjo en fotografías antiguas, ordenadas en cajas por calles. Charlo con los viejos en las plazas, con amables carniceros, con pescaderos misantrópicos y con un buen número de camareras de café. Miro a la persona que me interesa de tal manera que, de ser posible, ella me dirija la palabra primero. Ni el alcalde ha andado tanto como yo por estas calles turbulentas y cubiertas de hollín. Por la sinuosa senda del paseo llego a la plaza principal y me cruzo allí con mis conocidos; es grande la densidad de los encuentros. Seis calles salen de esa plaza alargada y cada una tiene un significado distinto. Ágora y laberinto.
Necesito este resumen de la realidad urbanística por mero formalismo. Nos atrae su parecido con un escenario teatral; no queremos expandirnos por vías radiales ni por cinturones a un espacio sin límites, a una comodidad indefinida. La minuciosidad requiere límites y disciplina. Quedémonos en la plaza. Le instalo mis adornos permutables. No soy menos material que aquella casa de enfrente con sus pisos de alquiler cuya segunda planta habito. Considero significativo todo cuanto me ocurre. Me divierto: imagino escenas multitudinarias en la plaza, alborotos populares, ocupaciones y celebraciones. Veamos el baile de los magnates y la jarana de los pícaros; desde la plaza del mercado se oye el gruñido de los cerdos, el graznido de los gansos y el mugido de las vacas. Alejémomos de la banda militar cuando el tambor mayor alce el bastón y el burro golpee el tambor. Observador, cronista, pintor, hiena, aquí estoy, en la plaza. Tal como es y tal como la veo, la ciudad parece una novela bastante fuerte. Compruebo dónde he ido a parar y miro alrededor. La ciudad me resulta familiar. Una intimidad áspera, un torbellino controlado, catálogo de opresiones. El socialismo de Estado, el país aislado, el país de los sueños… Para mí un refugio, un escenario, la descripción de mi carácter, la pensión donde duermo, el palacio donde me paseo. Novela urbana. Quiero saber de Budapest, adentrarme en sus chismes, en sus locuras públicas y privadas, en su etnografía amorosa, en los infiernos y en los pequeños misterios políticos. Tratemos cada hecho de la ciudad como si descubriéramos una planta nueva o una nueva estrella.
Suelo ir al edificio de ladrillos rojos de los juzgados como si fuera al teatro; me gusta reflexionar sobre historias de crimen y delincuencia. Me encantaría devorar todos los tomos del Código Penal tal como me gustaría comerme toda la carta de un buen restaurante. Las que más me interesan son las causas por crímenes pasionales. Siempre sorprende el escándalo cuando se descubre la mentira cotidiana y cuando el que ha sido silenciado de pronto se expresa, aunque sea con el cuchillo. Observo cómo se va estrechando la soga en torno al cuello de mis compañeros acusados. Cuando estoy en el hospital me detengo en la puerta de la sección de cuidados intensivos y trato de concentrarme en el esfuerzo que hacen los moribundos por respirar una vez más.
Estoy sentado en el café de la planta baja del Hotel Korona, cuyas ventanas dan a la plaza. Me reclino en el diván de terciopelo que hay junto a la ventana. La tetera de plata sobre la mesa de mármol. Sentado a mi mesa, me hago pasar por un loco entretenido consigo mismo para no verme obligado a saludar a los otros. Cuanto más inocente me consideren, tanto mejor. Sobre el tablero de mármol de color rojo claro están el papel y la pluma, y juntos nos dejamos arrastrar por misteriosas corrientes. Dejar, descartar, tachar; incluso escribir las palabras elegidas resulta fácil. Aquí estoy, écrivain publique, a disposición de mis amigos: podéis dictarme. La iluminación es la adecuada y nuestro rincón está bastante bien protegido. No podría encontrar mejor punto de observación que la ventana del café. Una increíble variedad de peatones se pavonea ante mí. Es el lugar más concurrido de la ciudad; los blancos de mi mirada, pomposos y pletóricos, pasan en apretadas filas ante mis ojos. Los notables de la ciudad frecuentan el local (filete de ternera a la plancha con una copa de vino blanco ligero o, en la mayoría de los casos, con agua mineral y nada de postres, sólo café): el arte de la palabrería en torno a la comida de trabajo. Los viejos señores vienen desde el susurro de las vides, desde sus espesos jardines, a oler el humo de los puros en medio de este abejorreo de voces. De la ristra de clientes del café, algunos me saludan con un gesto de la mano, indicando que han venido a la despedida; ríen discretamente en señal de apoyo y charlan. Soy consciente, señoras y señores, del carácter totalmente público de nuestra conversación. Los recién llegados se saludan con amabilidad, se van estrechando las manos y todos encuentran a más de un conocido. Carnaval en septiembre, fiesta de la vendimia, despedida del verano, celebración en el entoldado, los locales ajardinados están abiertos y el Bar Éxtasis funciona en la terraza del ático. Hay que ser simple. Bajo el peso del saber nadie diría una palabra. Ni siquiera el niño quiere acostarse, ¡a ver si ocurre algo! La dueña del café, una anciana baronesa, ha oído tantas cosas que los clientes son para ella como flores del campo.
K. vive provisionalmente en su lugar de residencia permanente: exilio interior y práctica de la renuncia. Ser un huésped en tu propia ciudad conlleva ciertas ventajas. Ser un espectador dentro del seno materno es una experiencia que merece la pena. Puedes estar sentado a tu mesa, sin ninguna gestión que cumplir; inmerso en la familiaridad de la lengua, te hallas a salvo de sus lugares comunes. Permanecer en tu ciudad natal como hijo adoptivo es la forma más descansada de ser un extranjero. Cuanto más grande la renuncia, más grande la tranquilidad. K. conoce apenas a unos cuantos miles de personas en la enorme ciudad. En su cuarto la llama de gas crepita amigablemente. Su lugar de destierro, su estación. Informe sobre el estado de ánimo en el bar del éxtasis.
El guardián del sentido común se sienta a tu mesa y te provee de consejos:
—Ten cuidado con lo que puedes permitirte, renuncia a los gestos exagerados. Vas por buen camino, ya no sueltas esas carcajadas que te hacen temblar la barriga, te has vuelto más serio y más educado y no agotas todas tus fuerzas. Veo que empiezas a sentar cabeza. No firmes nada ni protestes. No pongas en juego la bonita evolución de tu trabajo con manifestaciones imprudentes. Evita herir la sensibilidad de tu entorno con bromas ofensivas. Aquí te aguarda una cómoda y modesta vida de jubilado, una transición equilibrada a la vejez, la esperanza harto justificada de un hermoso premio y de una digna necrológica que se pronunciará en tu funeral con cargo a las arcas del Estado y que versará sobre tus méritos, que ya son de dominio público.
A lo cual K. contesta:
—Noble amigo, tú no eres un voyeur, ni yo un exhibicionista. Tienes todo el derecho de inculparme. Ni siquiera soy capaz de hacer la lista de mis faltas y negligencias. No sé nada de la mayor parte del mundo; de hecho, la diferencia entre lo conocido y lo desconocido es casi infinita. La parte cuidada de mi jardín es pequeña, y enorme la que cubre la mala hierba. La maleza tapará toda mi conciencia cuando envejezca. Sin embargo, cuando encuentro una piedra de hermosas vetas en la arena, la enseño a los otros, ¡mirad!, digo, ¡mirad lo que he encontrado! Reconozco mi insensatez. Si fuera listo, la guardaría en el bolsillo y no diría nada a nadie. O volvería a clavar la piedra en la arena.
Cumpliendo con los deseos de los clientes, todo lo que ha sucedido en este café les pertenece, porque el pasado no es menos real que el presente. Y éste, a su vez, es sólo el límite teórico entre la claridad de las ingentes masas del pasado y la oscuridad del futuro. También podríamos definir el presente como una cortina que se entreabre ante un escenario iluminado. Las cabezas emergen de los viejos tiempos y pasan lentamente ante mi ventana. Hasta las viudas se dirigen a la iglesia con insaciables ganas de vivir. Una pareja de ancianos amantes cruza la plaza: nueva y rejuvenecedora sensación en el año de luto. Canosos y consumidos, se conocieron cuidando las tumbas de sus respectivas parejas, pero aun en otoño, aun arrugados como están, se querrán como siempre se quiere: hasta la eternidad, hasta más allá de la tumba, mi único amor.
Un empleado del hotel te conduce a la habitación reservada para ti. Parece más bien una vivienda. Y las cortinas de terciopelo rojo y pesado, la mesita de noche dorada, los angelitos blancos a ambos lados de un espejo enorme que se inclina sobre la cama creando algo así como un baldaquín, sumen al desprevenido cliente en un estado de ánimo poco habitual. Los armarios de nogal huelen a lavanda. En el baño encuentras una bañera antigua empotrada y el suelo es de mármol blanco; el agua caliente sale de un grifo de latón y boca ancha. Todos estos detalles hacen que el viajero se deslice hacia un tiempo pasado indeterminado.
Has venido a un baile y para la noche podrás elegir a alguien seductor. Aún no sabes a quién vas a adorar, pero seguro que lo harás. Pierde cuidado, que por la mañana volverás con tu fiel pareja. Cada año hay una noche en que todo parece flamante. En el escenario del Bar Éxtasis todos nuestros pensamientos pueden verse como holografías. No tiene nada de magia; ya hemos quemado a brujas y a hechiceros. Quien haya sacado billete para penetrar en nuestras intimidades, quien no tema el tormento, ¡que brinde por este éxtasis de lujo, capaz de llenar a rebosar nuestros oscuros corazones! ¡Huésped, conoce al anfitrión, usa la cama con familiaridad y sin complejos y vive en ella! Vagas entre las figuras del panóptico móvil; quieres y no quieres estar entre ellas, pasar con la suavidad de las sombras sin adoptar forma corpórea, llenar la plaza y el hotel y luego escurrirte sin ser visto por nadie. Resulta que el director se presenta y declara que a partir de hoy el café estará abierto día y noche, como en los viejos tiempos de paz a principios de siglo. Si mis apreciados clientes se sienten con ganas de beber conmigo una copa de champán para celebrar la noticia, les ruego que lo hagan y no se dejen llevar por sus preocupaciones. La orquesta del salón, integrada básicamente por judíos y gitanos, toca el himno del hotel más lujoso de la ciudad. Todos se levantan y brindan. En la borrachera crepuscular, una escarcha de lágrimas se ha acumulado sobre el cuerpo volátil de las nobles fantasías.
Me encuentro con mis amigos en esta plaza; es donde solemos reunirnos cuando ocurre algo. Es donde solemos exigir la libertad de prensa a voz en cuello. Veo parlamentos y revoluciones y no olvido la quema de los herejes; mi sensibilidad me permite oler el perfume del pecador que arde en la hoguera. La caída de la monarquía y la declaración de la república también son recuerdos dignos de ser removidos. En tales épocas los fogosos revolucionarios llenan las habitaciones del hotel con sus discusiones, los rifles cuelgan de los percheros; no hay tiempo para cambiar sábanas y el forastero se acuesta sobre el semen seco. El empedrado no sólo conoce el suave pasar de los coches con ruedas de goma y de los lujosos automóviles; también ha aprendido a rechinar bajo los tanques blindados o a calentarse con esos intensos y repentinos cócteles Molotov ideados por un estudiante de primaria: un poco de gasolina en una botella de aguardiente, una mecha por el corcho agujereado y encender la punta en el momento oportuno… Lo hizo con tal habilidad que la botella estalló sobre el radiador, incendió el interior del blindado y convirtió a los soldados que había dentro en muñequitos de carbón.
Tengo permiso para rogar a la estatua de nuestro poeta nacional que nos recite algún verso fogoso, democrático y patriótico. El poeta, pluma en mano, se reclina ante la funesta visión: el destino de la nación en un cenagal, envuelto en sangre y en tormenta de fuego. Informa sobre dramas amorosos y terribles. Yo también soy proclive al guiñol y a lo barroco y hasta temo recargar demasiado esta novela. Si retrocediera quinientos años en el tiempo, seguiría en este mismo lugar y observaría cómo maldicen al Papa los habitantes de Buda. Y de buen grado iría más atrás aún y haría de cronista de los antepasados que ocuparon estas tierras, que adoraban el sol y el río, los caballos en libre carrera por las praderas y las mujeres, las raudas flechas y las tiendas de campaña. Los pobres y truculentos ancestros no entendían por qué habían de arrodillarse ante un hombre muerto en una cruz. Los más tercos y obstinados acabaron sometidos al tormento de la rueda. No se debe adorar la vida, sino odiarla. En la plaza, el edificio de la catedral lleva el número uno; el dos, el juzgado; el tres, el cine, y el cuatro, el hotel. La catedral y el juzgado sospechan tradicionalmente del cine y del hotel. Por sumisión y por razón de Estado, los extáticos han de hacer penitencia. Hemos de adaptarnos a la situación histórica mundial. Quien no es capaz de adaptarse está loco y ha de expiar por ello. Los sabios paganos, en cambio, han aprendido a simular. La plaza de la Resurrección, que así se llamaba en la Edad Media, pasó a ser la plaza de la Bomba en el Barroco. Por supuesto, siempre ha sido la plaza del Mercado; en la época de los turcos fue alfombra del sultán: centro, plaza del patíbulo y de la picota. Allí colgaban cabeza abajo los cadáveres simbólicos como dedos admonitorios ante una población siempre proclive a rebelarse. Hace quinientos años este lugar lo ocupaba un monasterio en cuya bodega los monjes servían vino a cuantos pasaban, fueran caballeros, mercaderes o inquisidores.
Aquí decapitaron a los jacobinos locales y enterraron luego sus cuerpos con sumo sigilo. Sin embargo, la fosa común volvió a aparecer; la mayoría de las fosas comunes afloran con el tiempo. Vemos la espigada figura del espía, policía y jefe de los conspiradores antes de derrumbarse y arrastrarse como un trapo hacia el patíbulo, donde le cogen la larga cabellera y se la tuercen hacia atrás. Al cabo de un rato alzan su impresionante cabeza agarrándola de la barba. De un corte han conseguido separar la espléndida cabeza del gran conspirador de su tronco (ya pesado por la glotonería y otros excesos) y también de su corazón, que tantas cosas quiso con el rey, por el rey y contra el rey.
Olvidé mencionar que el estado mayor de las fuerzas de ocupación también residió en el hotel. Cuando la amistosa persuasión no era suficiente, el edificio se convertía en sede de interrogatorios y torturas. Parece que en diversas épocas las buenas palabras no bastaban. El Hotel Korona fue durante un tiempo sede de la policía secreta y los oficiales escuchaban en la Sala de los Espejos a su jefe, un hombre pequeño y delgaducho que los adoctrinaba con su vocecita:
—¡Hay que pegar, pegar y pegar! ¿Qué puño es ese que no pega?
Ocurrió hace mucho tiempo, hasta tal punto que quizá ni siquiera haya sido cierto. Entretanto, esos oficiales han llegado a ser unos ancianos amables y bien educados. Nosotros, damas y caballeros, tampoco nacimos ayer, claro que no, y hemos aprendido las lecciones de la historia. Casa y jardín, cascajo y balasto: construimos. Para nosotros, para nuestros hijos, para nuestros hermanos, para los compadres. Ya no somos nómadas, sino más bien constructores de casas, animales sedentarios. Hombres con bigote, barriga y brazos musculosos, empeñados en rescatar y apropiarnos de objetos recogidos aquí y allá.
¿Ascetismo? En definitiva, sólo necesito una camisa blanca y dos piedras planas para cubrir mis ojos. No creas que tendré eternamente este aspecto. Viento negro, llévate mi carne y haz que brillen mis huesos. Bajo las persianas de mi habitación. Tengo el pasaporte y los visados en el bolsillo, mientras las dos maletas esperan ya en el vestíbulo. He hecho una reserva para el tren de mañana por la mañana. Cerraré la puerta al salir.
No obstante, ocurre lo inesperado. Se rebela el populacho, se manifiestan los harapientos, los decididos a ocupar casas y fábricas, los barbudos profesores universitarios y hasta los niños de tres años. Éstos arrancan los ramos de flores de las manos de sus madres y construyen coronas en medio del humo de los gases lacrimógenos, que provocan moquita y picor en los ojos. Se oye el tamborileo de los escudos y de las porras, corren los cascos blancos y pitan los agentes de paisano encargados de dirigir a los armados; los jóvenes provistos de manoplas arrancan de la multitud a una chica, luego también a su novio, y los introducen en un coche. La plaza se ha vaciado.
Aquí en el Café Korona hay que cuidarse de las señoras emperifolladas que se encandilan mutuamente con los rayos de sus alhajas. Despliegan secretos, recuerdos, cartas y mentiras. Sus pasados y sus gustos luchan con elegancia contra los de sus amigas. Han dejado atrás los años y están sentadas con sombreros y chales de seda; todavía disfrutan de la tarta de chocolate con nata. Tienen una mesa reservada. Juntas fueron a la escuela, se birlaron los respectivos amantes, enviudaron y enterraron a sus hijos suicidas; tienen problemas digestivos y puentes de oro en la boca y sus ojos expresan una sabiduría ladina y curtida por el tiempo. Suelen nadar juntas por las mañanas, cuerpo pegado a cuerpo en la piscina; se cuentan lo que cocinaron el día anterior, discuten la última dieta de moda; una de ellas tiene una mujer de la limpieza que es un ángel, la otra una que es una bestia y una mangante. Cuando alguien entra no tardan ni un segundo en examinarlo desde los zapatos hasta los guantes de seda.
—¿Dónde has comprado esta blusa tan mona, querida (bastante fea, dicho sea entre nosotras)? ¿De pura seda? ¡Qué dices! Si también lleva fibra sintética, hija. Escucha, he conseguido un masajista que tiene unas manos como las de Franz Liszt. Y yo, bajo sus manos, me convierto en un piano viejo y renacido. Soñé con mi pobrecito, que me llamaba: ¡Ven, corazón, que aquí está la salvación eterna! ¿Sabes lo que le dije? Con tu salvación eterna tendrás que esperarme todavía un poco, cariño.
Mienten que da gusto esas abuelitas dulces, perfumadas, rodeadas de pasteles y de aspecto demasiado juvenil para su edad. Unas partículas de polvo se agitan en el cono de luz que, procedente de la ventana del café, cae sobre la alfombra.
Dos ángeles de bronce algo desgastados sostienen un globo terráqueo sobre una chimenea de caoba y latón. Hace medio siglo me subí a una silla y les acaricié los fríos muslos. Y ellos me susurraron:
—Aguantaremos un rato más la Tierra y después la tiraremos al suelo.
—¡Ahora —dije—, tiradla ahora! Y la haremos rodar fuera, en la plaza —añadí luego para animarlos.
—Si la tiramos al suelo —me susurraron los ángeles—, no habrá plaza ni nada. No quedará nada, salvo nosotros, los ángeles liberados de esta carga.
Solía ponerles galletas a los pies para que se quedasen. Todavía siguen aquí y yo también, como también lo están las arañas de cristal veneciano indiferentes a toda la parafernalia de brillantes pendientes, de brazos y de candelabros. Parecen calaveras de cristal luminosas, calaveras cortadas. Las miro con desconfianza buscando manchas de sangre coagulada en los conos de cristal. La mesa también se ha quedado. Se apoya en dos pares de barras de latón con forma de pata de cabra; los tubos de latón llevan una espiral de cobre como envoltura. Si se fuera, la mesa se llevaría los bollos de almendra y los schnecken de nueces de las cinco damas de pelo blanco, y ellas se pondrían sobre los hombros las chaquetas ligeramente perfumadas de sus trajes sastre y saldrían en pos de la mesa. Los zapatos, los bolsos y los tobillos de las señoras se mantienen impecables como siempre. De jóvenes, antes de la guerra, amaban al mismo poeta y rivalizaban por saber quién de ellas citaba sus versos en el momento más oportuno. La procesión se pondría en marcha, saldría del café a la plaza principal, persiguiendo la mesa de patas de cabra. Las señoras, con el pelo corto à la garçon, siempre han sido fieles a los buenos modales. Si hay que ir, pues qué remedio. Si la sangre cubre la araña de cristal veneciano, si el globo de bronce cae de las manos de los ángeles, si hasta la mesa se escapa, habrá que ponerse de pie con la columna vertebral bien recta, con la cabeza bien erguida, sujetándose mutuamente los codos con las manos enguantadas y haciendo como si no se dieran cuenta de los aspectos más vulgares de la escena. Porque después de contarlas, las conducen al muelle inferior del Danubio, las hacen despojarse de sus ropas y quedarse en pie, descalzas sobre la piedra tallada y ligeramente redondeada del borde, hasta que un tiro en la nuca las empuja al agua.
Al entrar por el portal veo en la galería de la primera planta a la señora gorda de siempre que barre desde tiempos inmemoriales y que sabe todo cuanto ocurre en la casa; cuando Kobra se apoya a su lado en la barandilla puede enterarse de aspectos de la vida de sus vecinos que nunca sucedieron. Los niños han llenado de garabatos las paredes de color verde sucio de la escalera. Un señor con la bolsa de la compra en la mano se queja de que el ascensor ya lleva días traqueteando de manera insoportable. El ingeniero, hombre alto y jubilado, trae la comida en una fiambrera, pues le resulta más barato y le cunde más que si la compra en la fonda. Además es una fuente inagotable de conversación. El policía voluntario, que hace tiempo perseguía coches sospechosos, ahora, ya viudo, sube y baja por la escalera con el bigote caído, como quien no encuentra su sitio. En el segundo piso acaban de llegar de visita los nietos del director de la cárcel, también jubilado. No vienen cada semana, y cuando no vienen, el antiguo director de la cárcel deambula por su balcón sin saber qué hacer consigo mismo. Más de uno se ha lanzado ya desde la baranda del sexto piso al pavimento del patio. Cuando ocurre, la portera se enfada:
—¿Por qué diablos se le habrá ocurrido venir aquí a salpicar de sangre el empedrado? ¡Si acabo de limpiar!
En el cuarto piso, el saxofonista se asoma a la ventana y lanza un lamento a ese vacío con forma de trapecio. No es que el carpintero trabajara mucho en su taller de la planta baja, pero ahora ha dejado de hacerlo del todo porque ha muerto y su puesto ha sido ocupado por un sordomudo que fabrica adornos para los pinos de Navidad. En el sexto, la misteriosa dama ha perdido su canario. ¿Quién podría habérselo tragado sino el gato tuerto del relojero, un gato con cara tan astuta, inmisericorde y lasciva como la de su dueño?
Cueva doméstica, familia enterrada. Kobra se mira como si se tratara de un indígena o de una figura del reloj de una torre. Ahora ya puede introducirse en cuartos extraños, planear ingrávido en torno a la casa en gesto de despedida y vagar fascinado de piso en piso, por viviendas que parecen camas y huelen a gente y donde los bombardeos y las invasiones no son más que molestias pasajeras. A los tanques les siguen el camión de la leche y el de la basura, la esclavizante normalidad. Esta casa lo digiere todo; digiere a los niños, la soledad, la agonía final. Las mujeres salen sigilosamente de un apartamento y entran con el mismo sigilo por la puerta de otro. Es más excitante hacer el amor en la cama del finado. Gritos, vergüenzas, aburrimientos, saberes que se han secado con el tiempo.
En el gran piso, los pesados muebles me miran con impoluta elegancia. Me rodean como si su propietario estuviera ausente. Como viejos criados en una casa de provincia, esperan al patrón, pero pueden vivir perfectamente sin él. Trazos parsimoniosos sobre el papel blanco. Son escasas las palabras que logran sostenerse en él. ¡Levántese! Será interrogado como testigo en su propia causa. ¡Levántese de su sillón! En el tapiz del respaldo un ermitaño y un ángel hablan a orillas de un lago.
¿A quién esperamos?
Las luces trazan ochos en la azotea del hotel. Giran las veletas y repica la gran campana. Un diablo santo, de extremidades infinitamente largas y vestido con un frac rojo, tamborilea en el bar. En la pantalla del juego de ordenador un motorista se dirige a toda velocidad hacia el punto de explosión de la luz. Cuando llegue la hora de expiar los pecados, nena, ven a la plaza de la Resurrección.
Las palomas se pasean por el basalto rojo; las farolas venecianas y los dragones se bambolean sobre la plaza. La luna llena se alza por encima de la catedral; se intensifican los siempre peligrosos poderes femeninos. Durante la puesta del sol los chamanes murmuran sus fórmulas mágicas haciendo mohínes sospechosos. Llega la noche del sábado y el viento del sur levanta las olas del Danubio; la depresión empieza mañana; lo de ahora es el punto álgido de la manía.
En el bar se oyen apenas el piano y la batería tocada con la escobilla. El zumbido de voces masculinas cubre la música. Caballeros venidos de Oriente están sentados a la barra. Constructores, realistas, chulos, todos disimuladamente sentimentales. ¿Ves a ese señor mayor tan atildado? Traficante de heroína… ¿te lo habrías imaginado? Compruebo que, en ese preciso momento, unas encantadoras nalgas femeninas se han posado sobre una silla. Un misterioso pino plateado aparece en el rincón nevado del jardín. Cuando uno entra, el bar parece aburrido; su interior, sin embargo, da una impresión más alegre con sus bóvedas y paredes pintadas de rosa.
La catedral barroca contiene una capilla gótica y una iglesia románica; la han bombardeado y la han incendiado varias veces, pero siempre han vuelto a levantarla. Un amigo mío la reconstruyó en los años sesenta; odiaba las iglesias y se interesaba por las utopías arquitectónicas, pero sus ojos y sus manos hicieron un buen trabajo.
Esta mañana los rosacruces se han manifestado en la plaza con una rosa roja en la mano. ¿Te gustaría un Jueves Sangriento? Luego han venido los defensores de los derechos humanos con un lirio en la mano. Desde la acera, un petimetre les ha espetado:
—¡Que sois un asco, izquierdosos!
La plaza es muy apropiada para escenas romántico-revolucionarias. Yo ya la he cruzado arrastrando una camilla, entre conocidos tirados por el suelo segados por la metralla. Vi cómo conducían por ella una columna de prisioneros, cuyo número superaba con creces el de los soldados que la escoltaban. Quien no ha sido llevado así, con sólo lo imprescindible sobre la espalda, tiene aún muchas cosas que aprender. Volvemos como presidiarios bajo permiso a esta plaza de Budapest.
Sátiros viejos y corruptos se arrastran por el asfalto entre los preservativos usados que han quedado allí sin barrer. Sus bocas desdentadas enloquecen por morder el culo de chicas y chicos. Un reportero de televisión les pregunta sobre los manifestantes.
—Ez todo una enorme estupidez —cecea uno—, lo único malo ez que un joven colega mío ze ha enmerdado con elloz. No quiero dar zu nombre. Y mire que le dije que en laz grandez culturaz loz profezorez admiran la autoridad.
Los obreros metalúrgicos caminan en columnas perfectamente formadas. Desde una calle lateral los alborotadores enmascarados salen con cascos y palos de hierro y rompen los cristales de los grandes almacenes, bien cubiertos por el seguro, claro está.
Concierto al aire libre, festivo y de etiqueta, en el patio interior y neoclásico del Parlamento. Una luna onírica y transparente brilla sobre la música en el cielo de color lila. Contra las luces rojas del fondo aparece el hombre colgado cabeza abajo hablando con la voz de la soberbia, del rechazo y de la inmisericorde justicia. De todos modos, en el edificio modernista de la esquina la oposición se prepara para una gran fiesta doméstica. Unos personajes con abrigo de cuero apostados en el portal se suben los cuellos: ¡seguid así, muchachos, que no tardarán en hacer puré de tomate con vuestros cojones! Saco una peluca del bolsillo interior de mi chaqueta, giro mi cara de pájaro loco y me pongo a chillar:
—¡Todavía tenéis cinco minutos para marcharos, señoras y señores! Os devolvemos las entradas. Sólo quedan pocos minutos para salvarse. ¿Conque no os movéis? Pues bien, nos vigilaremos mutuamente.
Si no tienes coraje para soportar un duelo de miradas, ve a ver a Aladár. Suele estar sentado entre sus monos en medio de un calor sofocante, de invernadero. Mordisquea avellanas y guarda el afgano negro y el libanés rojo en el cajón de un tabernáculo. Nunca deja que uno pase sin probar el delicioso aroma de su mercancía, dando una calada a su pipa de bambú. Y he aquí que acaba de llegar con gafas rosas y sombrero de pico. Trae un poco de mercancía de Tailandia. Pide perdón por la demora.
—Tranquilo, Aladár, que llegues cuando llegues, nunca llegarás tarde; estamos aquí para esperarte. Vienes en buen momento porque esta noche hay juerga. Enterraremos al demonio bajo el empedrado.
¿Qué hacer cuando acaba el verano? Aferrarnos a nuestros amigos, tal vez así podamos hacer frente a los vientos otoñales. Tuve que jurar que era menos pecado no querer a Dios padre que no querer a los amigos.
Damas y caballeros, no puedo recomendar nada mejor para nuestro encuentro que este Café Korona. Húngaros aventureros y judíos errantes vagamos por ciudades extrañas; con pasión sostenida buscamos el lugar idóneo para nosotros. Casi todos los lugares lo son, pero nunca del todo; siempre queda alguno mejor. Damas y caballeros, ustedes también están aquí, en la plaza de la Liberación, en el pleno ocaso de su azar histórico, que no me atrevería a calificar de funesto. Van y vienen los funcionarios pidiendo la documentación. Ustedes cierran los ojos no queriendo mirar y vuelven a abrirlos: los funcionarios siguen dando vueltas.
Este local también ha servido para el tribunal experimental. Sesiones de prueba en el caso de que el acusado perdiera los estribos y no memorizara su confesión. Sí, es cierto que tenía bien aprendida la fea e increíble historia, porque es preferible el pastel servido en un plato a la sal en la jeta. Pero si le ocurriera algo en el transcurso del proceso, si el germen de la insurrección no estuviera del todo muerto en él, si dijera algo no previsto en los textos, quienes están sentados en los bancos soltarían una carcajada. Si esto sucediera, desearías que tu madre no te hubiera puesto nunca en esta tierra de mierda, sobre la cual vomitarías hasta las tripas bajo sus puños y sólo entonces darían permiso a tu cuerpo para exhalar tu espíritu. Aunque quizá quedes con vida, cliente respetado y con ganas de divertirte, pero en el pasillo de un hospital. Los enfermos con las quijadas caídas y las bocas abiertas están acostados en camas de hierro y patas cortas. Tras un minucioso examen reconocerás a tu futuro yo tirado en una de esas camas de hierro. También puedes volar desde allí con destino desconocido; llueve, el avión aterriza de noche sobre el pavimento, no hay autobús, ni edificio de aeropuerto, ni control de pasaportes, ni aduana. Simplemente hace frío. El avión despega de nuevo, te has quedado solo y echas a andar sobre el pavimento mojado.
Araña de cristal, cenicero de cristal. Un gobelino en la pared: mujeres negras, arrodilladas ante un cliente con sombrero de explorador le ofrecen café. Pido vodka, café y agua mineral. En esos minutos escalofriantes del crepúsculo la misma pareja de viejos sigue sentada en la mesa contigua. Taciturnos y serios fuman junto a una botella de vino. Los éxitos de antaño interpretados por dos músicos nos llegan al corazón. Mira al pianista canoso de la chaqueta a cuadros: nariz aguileña, grande y morena, quijada que expresa amargura, cejas grises y pobladas como cerdas de un cepillo de dientes. ¿De qué se podría hablar con el señor artista sino de fornicar? Anoche, casi al amanecer, soñé con una bailarina de pelo rojo y rizado. Me traía aguardiente y servía tomates cortados en rodajas.
—La felicidad es el estado natural de la vida —declara la dueña del café, la baronesa Rosamunda—. Chicas, encended las arañas en todas las salas del hotel. Dígale de mi parte a ese señor apostado detrás de la columna que Ahmed sonríe cuando ve fruncirse el ceño del califa. Y usted, profesor K., maestro que apoya los codos en la barra de una fonda, dele pensamientos al cuerpo y cuerpo a los pensamientos, se lo ruego. No debe descuidar el cuerpo de ninguna manera. ¿No es cierto, maestro, que hemos saboreado la diferencia entre el bien y el mal, entre el hombre y la mujer? Tiempos hubo, claro, en que el maestro se dedicaba al cuerpo con gran fervor. En esas épocas llenaba cualquier raja que se le ofreciera en las habitaciones y aposentos del hotel. El señor profesor, olvidando su densa agenda, se ha vuelto otra vez al oler hembra como un sabueso incansable. Ahora ya prefiere pecar con las palabras, lo cual, viniendo de mí, no es sólo un elogio. Porque si bien yo también estudio la ciencia del vacío pensando única y exclusivamente en cuanto existe, es inevitable que a una baronesa de pechos turgentes como yo, asediada ya por el paso del tiempo le pasen por la cabeza fantasías. Y eso que en mi seno afiebrado sólo aúlla el vacío intersideral en plenilunio.
—¿Me pregunta baronesa, qué me gusta? Me gusta la flor del azahar y la efedra china, me gusta el orujo y el whisky de cebada, el té verde y el tabaco verde, el vino de Borgoña y el de Termeno. Sin embargo, en este momento mi imaginación tiende más bien a un caldo de carne de buey —contesta Kobra eludiendo el tema.
—¿Cuál es el sentido de la vida, maestro, aparte de la vida misma? —pregunta la baronesa Rosamunda, dueña del café.
—Madame, usted confórmese con que Dios no está en el Todo sino en las partes.
—Pues ya lo había oído, caballero, pero con una ligera variante: es el diablo quien está en los detalles. Y ahora, maestro, ¿qué digo a esos señores de cuello corto apostados detrás de la columna que tanto se interesan por mis clientes? ¿Les digo, por ejemplo, que don Gyula se ha tomado hoy dos botellas de champán y que para colmo ha devorado trece pasteles de chocolate? ¡Así le escuece el hueco dejado por la vesícula biliar que le han sacado! ¿Eso he de denunciar a los cuellicortos? ¿O he de ser una mártir y negarme a confesar? ¿O quiere que le diga: cuando lo veo a usted, señor oficial, enseguida me vuelvo amnésica? ¿O le cuento que, siguiendo un inolvidable juego de palabras, don Gyula salió con sillón y todo por la ventana, voló sobre el Danubio y allí, mientras planeaba encima de los puentes, se puso a leer un tocho alemán sobre las últimas implicaciones de la física en la filosofía, y que vista desde aquí, desde la orilla del Danubio, la escena resultaba un tanto extraña? Regalé un axioma al cuellicorto: «Quien necesita lo externo está dentro, quien necesita lo interno está fuera. ¿Le gusta?». «Genial», contestó el extraño cliente. Empezó a cortejarme, porque sólo ha podido ver unos pechos como los míos cada año bisiesto. Él necesita las dos cosas: lo externo y lo interno. No quitaba los ojos de encima a mis senos. «Basta con que seamos amigos, estimado cliente», le dije. «Y me alegraría que para la próxima vez haya pulido usted un poquito su filosofía».
—Y nosotros, querido maestro, ¿cuánto tiempo hace que no subimos a la habitación? Porque en los viejos y divertidos tiempos ocurría también que intercambiábamos ideas hasta en la maleza y montados sobre sacos de patatas. Ahora nos hemos quedado con la filosofía moral. Todos hablan de lo mismo; derroche de redundancias, concienzudas charlatanerías. Miento un poco para decir un poco la verdad. Es una cuestión de semántica: si la mentira es buena porque hace bien y la verdad mala porque hace mal, es decir, si la mentira es ética y la verdad poco ética, ¿no será más correcto considerar a priori verdad la mentira y mentira la verdad? ¿Me sigue, maestro? ¿Y qué me dice, maestro, de la necesidad de llegar o bien a la mudez absoluta, o bien a la más sutil de las expresiones? ¡De la autodestrucción al éxtasis! ¡Aquí donde estoy yo, el Bar Éxtasis! ¿Otra copita, maestro? Veo que hoy has vendido tu alma al diablo. Querido, la literatura se ha apoderado de ti como un tumor cerebral. Tu mente no está aquí. Ya sólo sabes hacer una cosa: durante el día, scribere, y luego venir aquí, al Korona, a bibere. ¿Y dónde está el tercero en discordia? ¿Dónde ha quedado, cariño, la cópula?
Kobra se justifica. Por la tarde cuando deja de trabajar se alegra de seguir con vida. Come algo con Regina cuando ella vuelve de la biblioteca. A veces bajan juntos a dar un paseo, a veces Kobra sale a pasear solo. Como no sirve para nada, se pasa verano e invierno holgazaneando. Según Pascal, la mayoría de los males se originan en que los hombres no se aguantan sentados en sus mesas.
El pianista Zénó afirma que con el Korona le pasa igual que con ciertos cuerpos: o le resultan familiares, o pasa de largo. Sólo abandonará este su hogar para ir al otro mundo, dice. Él, Zénó, no irá a otro sitio, sólo al cementerio. Durante el día ejerce de psiquiatra y durante sus noches de insomnio es pianista del bar. Según él, no existe nada más reconfortante que las viejas canciones de moda. ¿La callejuela? Cada noche hacia ti me enfilo. Por la callejuela voy… hacia ti me llevan los sueños. Éste es, señor, el lugar donde todo puede ocurrir. La proporción entre conocidos y desconocidos me parece perfecta, y quizá también a usted, caballero. Uno hasta puede adivinar la identidad de un desconocido al verlo acompañado de fulano o saludando a mengano. En su cuarto, señor Kobra, usted siempre está solo, pero aquí en el Korona mire aquel rincón… allí está sentado ese caballero de bigote inglés, dos trazos de tinta china sobre el labio superior. ¿Cuánto tiempo cree usted que estuvo ese hombre entre rejas y por qué?
Kobra asombra a don Zénó con su respuesta:
—Diez años y por matar a su mujer.
—Vaya, conque lo conoce. Ayudé al señor Norbert Virág a asesinar a su esposa. Me daba lástima. Le estaban haciendo daño. Lo defendí y le dieron la libertad condicional. Al día siguiente descuartizó a su joven esposa. Una persona dedicada a las labores humanitarias siempre acaba rodeada de cantidad de cadáveres. Lo cierto es que Norbert ahora se encuentra en libertad. Está tomando un Cynar.
Zénó deja de tocar el piano:
—Es un hombre malo, de verdad. Lo he examinado: malo en todos los aspectos. Supongo que ha matado a más personas, no sólo a su mujer. Y considero muy probable que mate a más gente todavía. Norbert Virág no es malo porque sí, sino que lo es de forma consciente y deliberada. Quiere hacer el mal. No es un insensato, no: es ingenioso y lógico. Ahora sólo se dedica a pequeñas maldades, pero está preparando el gran mal. Cuando descuartizó a su mujer declaré que era un enfermo mental y por eso no lo ahorcaron. Nosotros dos, señor Kobra, con nuestros corazones tan sensibles y humanos somos responsables a partes iguales de haber alimentado a Norbert y su crimen. Claro que este Norbert también es humano, demasiado humano. Tiene miedo a la muerte y detesta que las mujeres envejezcan. Últimamente sólo se dedica a seducir a jovencitas. Lo hace con total impudicia, mientras guiña el ojo a los transeúntes.
—No crea, caballero —dice el pianista psiquiatra—, que se contenta con el desenfreno sexual. Es delator profesional, le encanta hacer daño, la traición significa el máximo placer para él. Si tuviera madre, es decir si no lo hubiera traído al mundo una perra diabólica, Norbert Virág la traicionaría en primer lugar, seguro. Según su teoría, hemos de hacer más daño a quien mejor nos ha tratado. No sé por qué demonios troceó a su esposa en treinta y tres pedazos; los guardó en una maleta y subió con ella a la Szabadsághegy, al monte de la Libertad. Una pareja de ancianos miraba por la ventana de una casita que parecía salida de un cuento, curiosos por saber qué contenía esa valija que iba cubriéndose de nieve. No, mejor no tocarla, no meterse en donde no te llaman. El que la ha traído tal vez venga a buscarla. Pero nadie vino. Al tercer día echaron un vistazo a su interior, y la anciana soltó un grito terrorífico. La mujercita despedazada tenía diecinueve años. Pregunté a Norbert Virág por qué había matado a su mujer.
»—Me daba asco, ya habían empezado a aparecerle patas de gallo y no podía perdonarle la caspa y el mal aliento. Ya había perdido todo interés. Era un ser defectuoso e incapaz de evolucionar. Quería tener hijos, repetir la desgracia que era ella misma.
»—Pero si tanto le repugna la imperfección —pregunté en tono ingenuo— ¿por qué encerró en el desván a las escolares deficientes mentales del barrio, que suelen ser bastante feas y gordas?
»—Para tener de quien asquearme.
»—Pero ¿por qué pedía Norbert Virág entonces que las escolares lo enjuagaran cuando estaba tumbado en la bañera? Cosa que, según tengo entendido, gustó a las pequeñas débiles mentales.
»—Para verlas felices. Usted no parece entender mucho del amor. Soltó una risita superficial y enseguida se puso serio—: ¡Sí, lo admito! —Se arrodilló en la alfombra y juntó las manos—. ¡Dame en la cara, patéame los dientes!
»Así gritaba el hombre, de manera harto estremecedora. No satisfice su deseo. ¿Por qué se hacía el payaso? El tipo se puso a rezar:
»—Nuestra vileza de cada día, dánosla hoy.
»Luego se volvió hacia mí:
»—¿Sabe qué tiene de bonito la infamia que uno comete de manera deliberada? El ser imperdonable.
»Son escasos los momentos en que Norbert Virág se sincera. Es un maestro en el arte de disimular. Un hombre astuto e inteligente. Sería capaz de soltar un discurso en una iglesia o en un pabellón deportivo. Un hombre respetable ni siquiera sospecharía encontrarse ante un monstruo asesino. De todos modos le echaría algún condimento al discurso, desde luego. Desde el rincón del bar nos llega su olor especial a pedo de diablo y a ratón almizclero. Usted en cambio, lieber Kobra, desprende el aroma de una virtud blanca como el lirio.
»—Hoy he dado el electrochoque a tres pacientes —continuó el pianista—. Sé que esto lo pone a usted nervioso. El ser humano es como un transistor… El aparato de pronto calla, lo sacudo y vuelve a funcionar. La gente necesita el trauma. Hay que sacudirla. Por eso añoran las guerras a la antigua. Por eso se liquidan donde pueden. Por eso se entusiasman con las desgracias colectivas. Créame, querido amigo, ahora harían una guerrita sólo por aburrimiento. Yo aquí, con estas viejas canciones, les hago un poco de cosquillas. En el hospital les aplasto los instintos; aquí, en cambio, toco el piano para congraciarme con ellos. Que crezcan en ellos las ganas de cometer alguna pequeña infamia, para que la superficie no sea del todo lisa. Sin infamia no habría teatro y sólo existiría el paraíso, el hogar de la amabilidad absoluta. Los ángeles son amables hasta el punto de resultar inmisericordes. En cambio, yo procuro mantener equilibrada la mezcla angélico-diabólica en mis enfermos.
Regina y yo no deseamos subir a toda prisa a la habitación para arrancarnos mutuamente las ropas. No todavía. Rehuimos la jadeante curiosidad, y no queremos convertirnos en unos fantasmas que resoplan y emiten chillidos desgarradores. Todavía nos bañamos en la sesuda civilización y nos aferramos a que el mundo nos resulte familiar. Pero ¡ya empieza a agitarse el deseo! ¡Póngase en movimiento como un tigre y arrástreme como un remolino!
Regina mueve la pierna derecha con un giro desde la cadera y lanza alrededor los destellos de sus ojos de azabache. Le gustaría recibir algún cumplido, oír el elogio de sus zapatos de tacón bajo, de piel de ternera y de color de caramelo, un tanto pasados de moda pero muy elegantes. Sabe que nadie en este local dispone de piernas tan largas y tan perfectamente arqueadas. Ahora se aleja porque no le gusta el humo de los puros. Un zorro azul y la melancolía rodean su cuello de cisne.
Ayer presencié un accidente. Me encontraba a orillas del Danubio del lado de Buda, concretamente en la plaza Dezsö Szilágyi, donde está esa iglesia calvinista neogótica con torre de azulejos y revestimiento de ladrillo. En el muelle inferior veo a un coche cambiar de carril sin motivo alguno y chocar contra el camión de la basura, un vehículo enorme de color naranja. Dos personas viajaban en el turismo. Al conductor del camión no le pasó nada, pero al del coche, que había dado una vuelta de campana, no se le pudo sacar porque la carrocería le aplastaba el pecho. Yo veía la escena desde lo alto, como si a mis pies se representara una obra de teatro. La ambulancia se llevó al acompañante, pero no había manera de sacar al conductor. Yo veía cómo se le movía el pecho. Sirenas, bomberos, la grúa. La policía interrumpió el tráfico. Chispeaba mientras dos torpes bomberos manipulaban una barra de hierro para sacar a la víctima del coche. Al final decidieron elevar el nivel tecnológico para solucionar el caso y dos grúas tiraron de la carrocería desde puntos contrarios. Arrancaron de cuajo el marco del parabrisas que presionaba el cuerpo. Éste aún respiraba; lo pusieron sobre una camilla, pero la ambulancia no se puso en marcha. Una lluvia tibia limpiaba las huellas de los neumáticos. Luego sacaron el cuerpo, lo pusieron sobre el pavimento y lo taparon con papel de envolver. Al cabo de unos minutos y tras una llamada por la radio, aparecieron los hombres de la funeraria vestidos de negro. Damas y caballeros, no sé por qué les cuento este pequeño episodio.
El hombre, como ser mortal, tiene toda la razón del mundo en vivir deprisa, pero como también está seguro de morir no tiene ningún motivo para hacerlo. En los armarios y en las estanterías se acumulan con tristeza las cosas nunca usadas. Me gustan los libros que nos permiten tomarnos un pequeño respiro entre frase y frase. Un lector veloz: leyó la Biblia en una semana. Hasta cierto punto significa ir más allá de la lectura y de la escritura: devienen un ejercicio de yoga. Bajo la lámpara amarilla, la inspección ocular se intensifica al ser más pausada la respiración. En la otra calle un joven roba un coche, no se detiene cuando le dan el alto y lo matan de un tiro. Matan porque tienen prisa. Leo en el diario que los cañones del barco dispararon contra un pueblucho costero balas que pesaban lo que pesa un automóvil. Si una de esas balas cae encima de una casa, los afectados tendrán una opinión muy clara y contundente de las relaciones humanas. Las dos mejores cosas son el arte y la maternidad, aunque quizá no en este orden. Todas las demás un poquito peor.
Un chino muy tranquilo lleva horas dando vueltas a la plaza en un monociclo. Un hombre de mi edad cuelga un magnetófono de la rama de un árbol y se pone a bailar sobre sus patines con humor y graciosa parsimonia.
Tenemos una cita con cierta dama que luce joyas y un abrigo de piel. Baja de un coche inglés muy conservador. Tiene un perrito faldero y piernas delgadas y perfectas. Cada una de sus prendas de vestir ha sido elegida con una sonrisa. Puede que use gafas. Puede que no lleve un abrigo de piel, ni joyas, ni tenga coche, ni perro. Sin embargo, es a ella a quien esperábamos…
Cristal blando
Introducción al interior de la plaza. Siete armarios enrejados rodean el ídolo. El ídolo con cara de ternero extiende ambas manos como si se dispusiera a recibir las ofrendas que te corresponden. A quien quiera sacrificar un ave se le abrirá el primer armario enrejado y es allí donde habrá de celebrar el sacrificio. Quien sacrifique un cordero entrará en el segundo armario. Quien sacrifique una cabra, en el tercero. Quien sacrifique una ternera, en el cuarto. Quien sacrifique una vaquilla, en el quinto. Quien sacrifique un toro, en el sexto. Pero quien sacrifique a su hijo verá abiertas las rejas de los siete armarios; podrá entrar y besar al ídolo al que calientan por dentro de tal manera que la mano se le pone al rojo vivo. Los sacerdotes colocan al niño encima. Se oye el redoble ensordecedor de los tambores para ahorrar a la gente los lamentos desgarradores del niño y del padre. Ve y trae primero el ave. No se debe empezar por el niño. ¿Quién es este ídolo?
—¿Traerás al niño? —pregunta el ídolo con sus ojos cerrados.
¡Nunca! Nunca lo tendrás. Tu ángel no es necesario. Ya tienes bastante. No soy ni devoto ni rebelde. Lo peor que puede hacer el Señor a un hombre es asfixiarlo. A cada uno le llega su hora; cada uno tiene su portal particular. Hay horas en que lo vemos todo claro: son horas místicas. Existen tantas religiones como seres humanos. Todo el mundo puede asumir una responsabilidad y ser un iniciado. Nadie cuenta con un atajo para acceder a la verdad. Hay gente más despierta y gente más adormilada. Un torpe también puede ser un iluminado. Hay que conservar en buen estado la metafísica; descuidar la idea de Dios en tiempos en que la aniquilación total es posible puede conducir precisamente a la aniquilación total. Las negligencias ideológicas acaban en los campos de exterminio y en los hongos atómicos. Todo el mundo debe trabajar para iluminar humildemente sus valores más elementales. El ídolo se parece a veces al poder terrenal.
Soy ciudadano de una alianza militar y tengo bombas de hidrógeno. Otros dicen NOSOTROS en mi nombre. Los hombres autodenominados NOSOTROS siempre se justifican aludiendo al bien general, a mí. Cuando pienso en voz alta sobre los beneficiarios de ese bien general me consideran un ser diabólico. Serpiente tentadora y destructiva. La serpiente silba: vivimos bajo el dominio de nuestros errores. ¿Cuántas vidas humanas se han cobrado los ideales sólo en esta ciudad? Los genocidas también matan en nombre de una ideología y cuentan para ello con literatura propia. ¿Estás dando cabezadas? ¿Escuchas? ¿Quieres sugerir alguna idea? No eres inocente. Soy responsable de lo que digo y de lo que callo. No existe el poder mudo y desnudo. El poder habla. El discurso es el poder. El estúpido discurso es particularmente dañino desde que somos capaces de la aniquilación total.
Una de las formas de la censura consiste en separar con gesto serio la ciencia y el arte. Trasladan al artista al campo de juego de la frivolidad. Le compran las bromas, se ríen de él, lo toleran. Un saber que no habla la lengua de las academias ni de los políticos ni de la Iglesia no es un saber. ¿Intentas parecer un muchacho leal según las normas establecidas por ellos? Alguna parte tuya siempre se saldrá del papel que te ha sido asignado, ya sea tu imaginación, ya sea tu humor. Las cosas pueden verse de tal manera que no haya jerarquía entre héroes y hechos. Todos somos fenómenos irrepetibles: tanto más fenómenos cuanto más irrepetibles. Somos ejemplares de la humanidad y nos contemplamos mutuamente en nuestros fracasos.
Hay que saber decidir. Si tomo una decisión equivocada me liquido. Existen muchas maneras de liquidarme. Incluso he tomado decisiones que me han salvado la vida. La iluminación se manifiesta en una forma de vida inspirada y segura. No necesito mediador para hablar con Dios. Dios me pertenece más a mí que a los teólogos. Un vagón del metro atestado de gente también puede ser un templo. Procuro no hacer a otros lo que no deseo para mí. Éste es el fundamento de la Tora y todo lo demás son cuentos. Podemos hacer un esfuerzo y erigir nuestra moral sobre la discreción. ¿Cómo ser lo menos desagradables unos con otros?
Me someto a la autodisciplina de los paseos y de la respiración regular; trato de frenar mis impulsos. De las repeticiones en mis apuntes se desprenden ciertos temas; para mí, la realidad es a lo que le da vueltas mi cabeza. El texto de este libro se mueve en la frontera entre la reflexión, el cuento y el testimonio, y ni yo sé con certeza si realmente sucedió así. De hecho puede que en este momento me guste enlazar las palabras de esta determinada manera. Preparamos la cena con los ingredientes a los que hemos echado el ojo en la despensa. Son frases que se relacionan a paso de baile y a salto de caballo, con cierta autonomía unas de otras. Lo cierto es que el libro no empieza ni acaba nunca. Cada unidad es una serie de secuencias elegidas y de igual rango. La novela más que un género es un medio. Una obra extensa en prosa. Un texto compuesto no en versos sino de forma seguida. Metes todo cuanto quieres; no existen reglas, con tal que no resulte aburrida. Una larga carta a los amigos. Deseo publicarla. Las palabras necesitan la tinta de imprenta, de lo contrario se quedan contigo como hijos que envejecen en casa de sus padres. Si he de sacrificar algunas palabras para su publicación, no importa, no soy cicatero. Lo que queda se aglutinará, y no echarás nada de menos. Lamento la pérdida de mis frases caídas y saludo a las supervivientes.
La lámpara en la mesa, la taza de té, el cenicero, la pluma, los escritos, las bolas de cristal, las piedras, las pipas, las cajitas. Mi interés profesional se centra en la multiplicidad. Me deleito en la ambigüedad de nuestras cosas. Veo a Dios como una ley, como una nulidad pasajera, como una apariencia herida y como una serena carencia. Si tuviera que elegir entre Dios y la literatura, elegiría la literatura. Ser novelista significa rebelarse contra la singularidad de Dios. Escribo contra la luz eterna pero no la olvido. Existe cierta negación de Dios tras la cual sólo queda el cerdo y lo que puede comerse de él. Un hombre que sabe lo que es el éxtasis puede conversar hasta con un puerco. Uno puede tocar a otra criatura. El espíritu apasionado de los judíos separa mundo y Dios. Ellos comprendieron que, cuanto más inhumano, más divino es el Señor.
Los autores de las Escrituras se aseguraron el control del mercado del libro. Afirmaban escribir al dictado y como meros instrumentos; sin embargo, es probable que también los moviera el amor propio del escritor. Procuraban alinear las palabras de manera equilibrada y vigorosa. Los autores de los textos sagrados también corregían sus escritos a fin de adaptarlos al gusto de la época. El paradigma de los tipos de autor: cura o artista. El cura dice: ésta es la palabra de Dios. El artista dice: éste es mi discurso. No pretende nada del lector. No existe la autoridad. El padre y el cerdo aparecen entre dos portadas sin necesidad de recurrir a la violencia canónica. La sangre gotea del cuchillo después de la castración. No soy una blanda víctima propiciatoria.
Escribo una novela sobre una novela ficticia. La mirada busca el espejo y recorre los caminos del laberinto. ¿Quién soporta mirarse? Puedo concebir lo humano como basura, como ruido, como redundancia. He metido a los suicidas en una bolsa y de allí voy sacando historias contadas con terso estilo como si fueran un pañuelo de seda interminable: la tía abuela se ha convertido en un accesorio del mago. Dejamos de lado la lucha sentimental y contemplamos la enigmática serenidad de lo real.
El autor presenta su obra y su modus operandi al lector. En algunos restaurantes te dejan girar el asador o sacar el esturión del acuario. Es como una cena con varios platos. La biografía representa un fondo concreto. Como si miráramos el patio de una granja; se ven muchas cosas y hay donde escoger. Todo el mundo ha tenido padres y ha tenido amores. Hay más material de lo que puede captar la imaginación. No existe una acción fuera del texto. Este libro es sólo el índice de otro libro. No es una novela ni un ensayo, ni un diario, ni unas memorias. Entonces ¿qué es? Un sacrificio ritual, una pieza de teatro montada por locos en una isla y vista desde la orilla del lago por un público totalmente cuerdo. El sacerdote baila ante el templo.
La literatura me aburre. Leo con cierta repugnancia las cartas de Flaubert sobre la santidad del arte. Me aburren los personajes inventados y las tramas inventadas. Pocas veces consigo leer una novela hasta el final. Resulta extraño, pero el hecho es que los novelistas no suelen leer novelas. Muchas palabras y pocas observaciones exactas. ¡Madre mía, cuánta verborrea! Éste, por ejemplo… ¡cuántas palabras necesita para imaginar ser alguien que no es! ¿Para qué hacerte pasar por alguien que no eres? Un autor simula ser el cronista de los hechos ocurridos; el otro hace aparecer un manuscrito perdido; el tercero transmite cuanto le dijo un desconocido en el tren. También podrías escribir lo que pensarías si fueras ballenero o atracador de bancos. Porque al menos tendrías más acción que esta pérdida de tiempo con las palabras. En todas mis novelas me he descrito más viejo de lo que soy y me he atribuido una biografía más rica en aventuras. Con el paso de los años, sin embargo, comenzamos a considerar digno de describir incluso aquello que antes desechábamos. El joven escritor teme que su pequeño morral no sea tema para la literatura. Ahora ya sé que mis amigos son más interesantes que los personajes de mis novelas. Mis amigos se crearon a sí mismos con mayor inspiración, con el enorme esfuerzo de toda una vida.
No querría morir cayendo desde lo alto de un edificio inacabado. De todas maneras, no consideraría mezquina mi suerte si me diera tiempo suficiente para escribir otro libro. Nunca es demasiado pronto para escribir nuestra última novela y vivir nuestro último amor. Toda biografía es deseo y náusea, sueño y pesadilla. En cada instante hay tiempo para el definitivo ajuste de cuentas, que uno no debería aplazar hasta la agonía final. No puedo escabullirme de mi morada terrenal como si no hubiera ocurrido nada. No suelo hacerme ilusiones respecto a la travesía hasta el puerto luminoso añorado por todos los deseos y todas las religiones. Tengo la sensación de que acabaré esta ojeada literaria antes de cruzar el umbral de la casa de los secretos.
Tanto por interés en el pasado como por interés en el futuro, ha llegado el momento de echar un vistazo a las líneas de mi destino. ¿Quién no tiene ganas de contemplar el mecanismo movedizo y vertiginoso de su vida, ver recogidas las épocas de su existencia, las estaciones de su novela evolutiva, sus soluciones más significativas, las estrategias dominantes y las instrucciones dadas al final? Para conocer mi castigo por ser un simple mortal, es decir, una criatura irracional y violenta, deberé saber cómo ha transcurrido mi vida. Soy el ejecutor de mi propia sentencia. Ya no descubro el pasado como algo opuesto al futuro, ya no contrapongo el recuerdo al deseo. Confluyen las imágenes de la muerte, y el más allá se enciende ante mi frente.
El yo con su verdad insuperable sólo es rey en un sitio: en la literatura. El pensamiento del escritor empieza donde acaba el pensamiento público. Es un lenguaje mímico entre lectores atentos. El texto se despliega en el tiempo y cada lectura es un caso único. La escritura es el intento de volver a casa desde la estrechez a la amplitud. Quien escribe es mi otro yo, el más libre; comparado con él soy un pequeño-burgués. Se despoja de mí como quien se quita una ropa que le ha quedado estrecha. Él estira lo que yo doblo. Sin duda se permite más cosas que yo. Desde las alturas del ensueño alza el sombrero y contempla con sarcasmo mis gandulerías.
La literatura trata de las posibilidades del escribir. La pintura, de las posibilidades del pintar; la música, de las posibilidades del componer. Tras la gran renuncia, tras la gran abstracción y reducción, ¿qué queda como literatura? Sea como fuere, se enfrentan la plétora de la mente y la finitud del libro. Tras la calma de la contemplación se esconde una experiencia puesta entre paréntesis. La literatura no es sólo el discurso, sino también el silencio entre las frases. Me entrego a la fascinación aferrándome con ambas manos a la lápida de mi mesa.
Me habría gustado escribir este libro de una sentada sin tocar nada de lo redactado. Avanzar de manera continua y entregar los pliegos escritos con gesto espléndido, generoso. Hacer una declaración que se mantenga. Que posea la estupidez todavía caliente y llena de la confianza del momento en que fue escrita. Sin embargo, no he procedido así. Me interesaba más saber cómo se apartan dos puntos de vista. Que el sujeto pueda desplazarse aunque sea de modo imperceptible de una frase a la otra. Que el lector tenga tiempo para levantarse y mirar por la ventana entre dos párrafos. Que la frase se sostenga sola, sin necesidad de apoyarse en el contexto. Resulta aburrido que siempre hable la misma persona. Si sólo habla una persona, la ironía se reflejará en la voz; si hablan varias, en la estructura. Una arquitectura móvil y danzante, un mecanismo giratorio y reiterativo, una pesadilla llena de deseo. Un cristal orgánico, blando, que se reorganiza a sí mismo. Una magia ordenada. Sin método, nuestra atención se dispersa cuando el éxtasis sacude, cual viento vespertino, la lámpara del jardín colgada de un alambre.
Suena el turullo
De joven asociaba la muerte con la imagen de los malvados. Pensaba en la posibilidad de que me mataran. En 1944 me apuntaron con una ametralladora; en 1956 me colgué una al hombro. Prefería morir en un tiroteo que ante un pelotón de ejecución. El miedo enseña a morir. Aquí a cada acto le corresponde una serie de temores. ¿Quieres que te maten? Pues corre contra las alambradas. Aquí la paranoia es al mismo tiempo lucidez e idea errónea. De los doscientos compañeros de escuela de mi pueblo sólo quedamos siete. Ciento noventa y tres fueron asesinados en las cámaras de gas por los alemanes y por sus vasallos de la región. Gendarmes húngaros prendieron a mis compañeros de escuela, los encerraron en un gueto y los deportaron en trenes con destino a los campos de concentración para que, rellenando los impresos reglamentarios, las Waffen-SS se hicieran cargo de ellos en la frontera entre el Imperio húngaro y el Reich alemán. El resto era asunto de los alemanes. El gendarme húngaro no tenía por qué saber nada del gas. Cumplía órdenes.
Muchos mataron, es cierto, pero no todos lo hicieron así, así de fácil quiero decir. ¡Asesinaron a ancianos y niños! ¡Que no se escapara ni uno! ¡Que no quedara ni la simiente! ¿Y qué opinaba de ello nuestro Padre Eterno? Si no tuvo que ver con esto, ¿en qué ha tenido que ver? ¿Se quedaría mirando el espectáculo como quien mira el noticiario? ¿Meneando la cabeza? ¿Se quedaría luego preocupado por si los supervivientes lo seguían queriendo como correspondía, a Él, al Señor? Y Jesús, ¿qué? ¿Amó a sus prójimos llamados Hitler, Himmler y las Waffen-SS? Y el Papa y los aliados y los judíos, ¿qué? ¿Quién no participó en esta obscenidad, fuera Dios o ser humano, viejo o joven, sabio o estúpido, perteneciera a esta u otra nación, a esta u otra religión?
Vivo al oeste de los resignados habitantes de los países del Este. Por aquí no damos por bueno todo cuanto existe. No confiamos el peso del pensamiento a los gobernantes. Nuestra lealtad al rey deja mucho que desear y no nos apresuramos a excomulgar a los culpables de lesa majestad. Sin embargo, vivimos rodeados de costumbres cortesanas: somos republicanos dentro de la monarquía. En el Este el poder es lo importante porque es lo único que hay. Hay tanta gente como hojas de árboles. Nosotros, sin embargo, somos pocos. Nos conocemos y nos condolemos. Mi experiencia es que sólo hay uno de cada uno. No hay poder cuyo derrumbe pueda lamentar. Un elemento destructivo: ¿a qué poder me sentiría yo afín?
La muerte es una disfunción en el mundo occidental basado en el amor propio; no es el final de la historia. Los cementerios son racionales y económicos. Cuanto más racional el cementerio tanto más racional la muerte. Si soy el alfa y el omega de todas las cosas, ¿cómo es posible que perezca? Ahora bien, ya que voy a perecer de todas maneras, tal vez no sea el alfa y el omega. ¿Por qué pensar que me corresponden todas estas comodidades cuya repentina desaparición provoca un cómico estado de alarma? El amor al prójimo no resulta rentable en el mundo occidental basado en el amor propio. Con el prójimo basta la amabilidad. Algunos se pasan la vida siendo simpáticos con los demás pero no aman a nadie. No soy ni oriental ni occidental. Instalado en medio, pienso más bien que la vida es un prolongado suicidio. Están los más rápidos, los más lentos, los más temerosos, los más intrépidos: todos somos candidatos al suicidio. Por las mañanas contemplo mi muerte como miro el espejo para afeitarme.
Veo mi boca de anciano jadeante, tumbado en una cama de hospital. Mi imaginación ha hojeado hasta la última página libros llenos de ilustraciones sobre muertes naturales y violentas. Hasta allí no he llegado, me digo a mí mismo. Pese a su buena posición, el jugador de ajedrez ya se sabe derrotado. Es imposible ganar este juego. Por la noche me cogió la inquietud y miré mis armarios, ésos ante los cuales el hombre siempre está solo. Me senté, me mareé, me agarré a mi mesa; todo se movía. He perdido visión; mi espalda se encorva; hay un callo en el pulgar de mi mano derecha. ¿Qué quería decir? Mi profesor de literatura levantó el índice encorvado: ¡Venga, no esconda el hecho con sus opiniones! ¡Al grano! ¡Al misterio de lo concreto!
Dicen que al expirar proyectamos la película de nuestra vida ante nuestro juez divino. La agonía y el más allá quedan para después. Ahora, a divertirse: por mí puede haber cada día una cascada. La biblioteca de los recuerdos no es verdad ni mentira sino mero cuento. Un baile de dedos poco fiables en un cuadro de mando. Un paseo al azar. Sé que no sirve ni la simpática adoración del pasado. No ayudan ni la metafísica ni la ética ni el humor negro. Considero charlatanerías todo lo relativo a una feliz redención. Se abstienen de mostrar los instrumentos de tortura en el umbral. Lo mejor es el aquí y el ahora. Un hombre sentado, inmóvil, abre los ojos.
No sé si voy en la buena dirección. No achaco la responsabilidad a nadie. Que sea como soy depende de mí. Me inclino ante mis padres pero ni mi padre ni mi madre explican mis elecciones. Hago lo que hago. Haces lo que haces. Pese a las incontables razones y a miles de factores determinantes, yo respondo a mis desafíos. El libre albedrío y la responsabilidad individual existen aunque nadie los tenga en cuenta. No creo en el arrepentimiento. El alma tiene estancias en las que, sin conflicto alguno, encontramos todos nuestros actos.
La vida eterna: condenado a revisar mis actos minuto a minuto. ¿Es posible que mi vida actual sea mi castigo? Me miro en el espejo, miro este fenómeno de luz en el espejo y me extraño. La imagen se vuelve borrosa y dejo de verme. Un hombre solo en su jardín hace lo que quiere.
Mis amigos muertos vienen conmigo a esta entrañable deformación histórica. Actuando, leo el libro de mi destino. El arco de la historia de mi mente es más atrevido que el de mi cuerpo. Todo el mundo elige, incluso el inocentón que ni siquiera sabe preguntar. Ante los ataques de verborrea y los repentinos silencios yo tomo nota. Tengo tiempo, el empleado de la imprenta no ha tocado el timbre todavía. Todo esto se limita a meros ejercicios de caligrafía. Siguiendo tu propio camino te convertirás en un don de la naturaleza. Haces algo antes de entregarte a la apática sabiduría de los años de decadencia. Mejor ser utopista hoy que idiota mañana. Te asumes a ti mismo, asumes a tus amigos, sabes que te castigarán. En las malas épocas hasta te pueden matar por eso; en las más tolerantes, algunos te escuchan e incluso te soportan en sus hogares. Las palabras poseen un peso particular cuando nos amenaza el castigo. El motorista no se sorprende cuando el viento arrecia al pisar el acelerador. El entrenamiento implica ciertas fricciones.
Sentado en el banquillo de los acusados, se me antoja que la tribuna de los jueces también está ocupada sólo por acusados. Yo te considero mi juez y tú me consideras el tuyo. Nos tememos. Estoy sentado en el banquillo de los acusados pero el juez no aparece. No le intereso. Quizá sólo yo sepa lo que he hecho; quizá ni yo lo sepa. No soy el fiscal ni el juez, ni el testigo, ni el abogado. No pertenezco a los tribunales de justicia. Sólo soy el acusado. El acusado es el detenido. Sólo lo finito entiende lo finito; sólo el criminal entiende al criminal. Sé mi cómplice: quédate conmigo y no estés ni por encima ni por debajo de mí.
Las peores desgracias son provocadas por quienes están convencidos de vivir para otros. Quien más mata es el que sirve a grandes causas. En cuanto a los seres humanos, me han parecido más inmaduros que muy buenos o muy malos. El saber común de la humanidad es su terrible desorientación. Las cimas de la cultura: todas brillantes desesperaciones. Es preferible ver el fondo a dar consejos; es preferible contar a discutir. Para que los demás sean conscientes del estado de las cosas, hemos de añadir nuestra cosecha con frialdad, como corresponde al otoño. En los últimos tiempos me atrae más lo denso y opaco que lo transparente. Me aferro a los hechos frívolos y vulgares. Esta ciudad es incapaz de no multiplicarse; contemplo su fuerza bruta con la sensibilidad del fracaso, por así decirlo.
Alzo la vista: veo una colina y una roca y más abajo la torre de una iglesia, todo tranquilo y duradero. Ya no emprenderé nada nuevo; puedo considerar el tiempo que me queda como una propina. Ya no tengo intereses, ya no intento participar en las pasiones de otros hogares. Ya no pego la máscara del futuro en la cara de la muerte. Regreso adonde no sé nada de mí mismo. Ha sido un estado bastante ridículo el ser el portador de un nombre determinado. Retiran la sentencia que me obliga a asumir la propiedad de esta biografía. La conciencia regresa de sus multiplicaciones. Se han acabado mis desdoblamientos. Salgo de las cortinas para no encontrarme con nadie. ¿Cómo llamar mi realización y mi desgaste? ¿Vida o muerte?
A veces me acompaño mentalmente hasta el cementerio, a mi propio entierro. Mientras paso revista a los congregados, lloro con las lloronas y enseguida me harto de la ceremonia. Me adentro por sus senderos profundos y abandonados, donde la hiedra hace tiempo que ha cubierto las tumbas. Ante mí se alza el túmulo recién preparado, con una sofocante cantidad de coronas. Me libero por debajo de ellas y me pregunto: ¿iría detrás de los presentes para espiarlos? Si no tengo nada que ver con ellos, ¿por qué rondar a su alrededor? ¿Por pura curiosidad intelectual? ¿Es esto todo? La nada se ha disfrazado de algo. Cada acontecimiento me ha engañado: me ha acercado un poquito más al desenlace del juego. Éste ha sido su encargo y ésta también su interesada manera de atraerme a la nada. Aparto la mirada de los vivos y me retiro a mi madriguera de luz divina.
He oscilado como un péndulo entre la pasión y el silencio, entre la locura y la sabiduría. Quise conocer la diferencia entre el bien y el mal, entre el hombre y la mujer. Quise incumplir órdenes y prohibiciones. Golpeando el suelo con los puños, maldije el pecado original que, sin embargo, volvería a cometer una y otra vez. El uno se divide en dos y cae en el pecado; el dos querría volver a la unidad. Nunca creí que la verdad estuviera en medio. Antes bien, consideré verdad la del péndulo que oscila entre los extremos. No hay por qué evitar los extremos: estuve entre ellos, pero nunca en medio.
Salgo de mi pasado, de mis circunstancias, de mis intimidades tan estúpidas como enigmáticas. Es como escabullirse adoptando la forma del humo, como disolverse sin estridencias. La historia de una separación. Me voy, bajo la persiana y cierro la puerta. Aquí dejo al cómplice, al perdedor, al moralista. De pronto el hombre se levanta, echa el cerrojo a su casa y se marcha adonde aún puede hacer alguna cosa natural. ¿Acaso tengo que seguir recordando hechos que, a decir verdad, nunca ocurrieron? Aquí dejamos al vendedor de historias caducas. Despedida de la resignación.
Se acerca el puerto de la luz. Quiero que este último día sea como una iluminación, de cama en cama, de sueño en sueño. Un día denso y fantasmal en que pueda ocurrir cualquier cosa, con tal de que sea significativa. Llega el día de la misericordia y de la huida, llega el último día de escuela. Tal como lo predijeron las noticias, llega la prueba rigurosa, el momento de apretarse el cinturón. Recibes partes y apariciones. Se abren las puertas correderas de los vagones de transporte de ganado, se tuercen las barras de acero, los portones de hierro se incendian y quedan agujereados como camisas acribilladas a balazos. Los guardias ya no te vigilan, sus perros ya no se mueven, se ha acabado el estado de sitio. Ha llegado el día tras el cual ya sólo habrá una noche extendida hacia la incertidumbre.
Ya se han ido todos. Ya sólo escribo una carta y hago una última llamada interurbana, nocturna. Ya no habrá más angustiosas noches de boda ni abrazos esclarecedores. Hago la cama, preparo una infusión de tila y leo unas cuantas páginas de un libro. Junto a la cama están los diarios, el vaso, la lámpara, las gafas de leer. No debo llamar a nadie. Alguien me mira en mi sueño; llaman con fuerza a la puerta; alguien se ha encaramado a mi ventana. Salgo al balcón y fumo un cigarrillo. Abajo, una persona camina sola por la acera. No logro conciliar el sueño. Bajo a la orilla del Danubio, entro en un bar y bebo un trago. Me adentro en las bahías nocturnas de la ciudad. Deberás caminar por este pavimento pesado hasta no aguantar más. El hecho de ser el último confiere cierta tensión al paseo. Al acostarte, cansado, también tú tendrás la sensación de que has tenido bastante. El alma tirita de frío y pide volver con su madre.
Dame agua, amor mío, arregla mi almohada y cógeme la mano. Nos apretujamos en esta habitación; ya sólo quedas tú. La cama sale flotando del cuarto; la nave avanza por arenas azuladas. Quienes se han quedado saludan desde cada vez más lejos. La tuya ha sido la última mirada que alguien dirige hacia mí. Se preparan para la travesía. Es un día de fiesta como un convite de boda. Suena un turullo nacarado. La muerte va adonde la dejan entrar. Si no puedo existir tal como soy, entonces es preferible no existir bajo ningún aspecto. No hace falta comprender la historia. Tampoco la entiendo ya.