2. En el que Kobra vuelve de visita a su casa natal

CON SUS MOVIMIENTOS:

Breve resumen

22061988

Viaje otoñal en un Lada amarillo

La casa de mi padre

Recordando a un ciudadano ingenuo

Viaje en tren a Budapest

Berettyó

El abuelo

El abuelo se fue

Mis tíos

Zoltán/1

Zoltán/2

Breve resumen

Siete años dedicados a la protección de menores y ocho a la sociología en un instituto urbanístico; luego me echaron. Desde entonces estoy sin empleo. Gracias al Todopoderoso. Mis escritos me mantienen de alguna manera. Alguna conferencia de vez en cuando, algunos cursos en el extranjero; los trabajos fáciles están mejor pagados que los más serios. Es así y no tengo tiempo para lamentarme. Feliz quien no tiene que seguir un horario por la mañana. Quien no tiene un horario fijo es un señor; los otros no lo son. (El presidente de los Estados Unidos y el secretario general del partido en la Unión Soviética son unos esclavos; en cualquier momento pueden recibir una llamada, ni siquiera pueden desconectar el teléfono por las mañanas, por ejemplo). Aquí y allá confiscan y destruyen mis libros; soy autor tabú en las bibliotecas. Para la lectura de algunos de mis libros se necesita una autorización especial en Budapest; no para todos. Mis escritos se publicaron durante años en Független Kiadó, la editorial independiente que pertenecía a la oposición democrática. Yo no me califico de escritor disidente, pero no me ofendo si otros me llaman así. La paulatina disminución de la censura oficial en Budapest es un proceso saludable y perceptible, aunque un poco lento.

Llevo la máquina de escribir a todas partes; me da casi igual dónde escribo. Suelo escribir mucho en casas prestadas. En París pedí por unas semanas el estudio que un amigo mío tenía para sus invitados, con el fin de acabar un libro. Al día siguiente, la sobrina del dueño, venida de Budapest, tocó el timbre y me preguntó si quería tomar un café. Esa misma tarde salimos a pasear y a la noche dormimos juntos. Seguimos haciéndolo desde entonces; ya llevo diez años con esa estudiante de divertidos zapatos, a quien a partir de ahora rescataré de la discreción de su vida real, pondré el nombre de Regina y llevaré a toda clase de extrañas aventuras. En la primera noche le sugiero tener el hijo si se ha quedado embarazada. Sin embargo, el primer hijo nació siete años más tarde y el segundo tardó nueve más en llegar.

Mi padre tuvo un ataque al corazón a primera hora de la tarde y murió en su propia cama de madrugada.

—Si lo mando al hospital —dijo el médico—, morirá solo y le harán la autopsia para estudiar el caso. No creo que vea el día de mañana.

Como tengo aprensión a los hospitales, lo dejamos donde estaba y nos quedamos a su lado. Quizá habríamos podido salvarlo llevándolo al hospital.

El viejo hermano de mi padre se quedó tuerto. Le sacaron un ojo; pudo oír cómo le hacían el corte. A mi tío le gustaba contemplar el ojo de cristal con el que le quedaba; estaba agradecido a los médicos. Después tuvo un infarto; se desplomó, lo llevaron al hospital y lo salvaron.

—¿Por qué no me dejáis morir? —preguntó a su esposa.

Vivió un tiempo y murió en su cama, sin decir ni pío.

No conozco a persona más cariñosa que mi hijo Miklós. De adolescente decía no recordar cómo era yo en la época de su niñez. A los tres años contó que pondría una bomba atómica en mi plato, que yo me la comería sin sospechar nada, que por supuesto volaría por los aires, que mis trozos caerían al Danubio, que los peces, claro está, me comerían, que los pescadores me pescarían, que su madre me compraría y me freiría y que él, Miklós, se comería el pescado lamiéndose los labios.

22061988

Son las cuatro y media de la madrugada; estoy sentado a mi mesa, ante mi buen y viejo ordenador, un Commodore 64, en Colorado Springs. La pantalla de casa es amarilla y la de aquí es azul; he ido y venido con mis disquetes, al principio con permiso y luego sin él, porque ya no he creído necesario pedirlo. Llevamos dos meses de locura. Pronuncié una conferencia en Lisboa, después volví a casa; en casa, reuniones, mucho discurso político, mucha reflexión sobre Europa, sobre este concepto tan dudoso; luego vinieron una conferencia en Berlín Oeste y otra en Frankfurt, recitales en ciudades alemanas y austríacas. Después, vuelta a casa, un poco de trabajo, muchas discusiones y más recitales, una mesa redonda radiofónica con húngaros de Budapest y húngaros de Estados Unidos, la inmortalización televisiva, las fiestas, las manifestaciones, el ataque de la policía, la calurosa convivencia nocturna, la frecuente rememoración de los nombres de los políticos, una áspera conversación sobre el dinero, mucha politización. La gente percibe que algo está ocurriendo, las partes dormidas del cuerpo empiezan a desperezarse, todo cuanto está mezclado en lo profundo emerge; las retóricas se hinchan, las organizaciones opositoras son como los viejos burgos, vecinos y rivales al mismo tiempo, los húngaros nacionalistas y los judíos cosmopolitas se miran como lobos; en comparación con lo que yo necesito, son demasiadas las observaciones, demasiados los embrollos, innumerables los invitados que pasan por las noches a compartir unas botellas de vino junto a la mesa verde. Claro, hay que hacer la compra para beber y para comer, hay que llevarla a casa y quizá preparar la cena mientras uno no para de correr al teléfono que ya ha empezado su asedio a las ocho de la mañana: todo esto enturbiaba un tanto la calma acumulada en Colorado Springs.

Llegamos ayer tras un viaje de dos días. En Nueva York nos alojamos en el Hotel Grammery Park: el mismo bar y el mismo pianista; las revistas de moda locales en un rincón; calor sofocante y personal deprimente. Caminé un poco por el East Village: los mismos personajes indescriptibles y la misma excentricidad en el vestir, y cada vez más suciedad, más basura y, al mismo tiempo, una actividad útil y triunfante. Y ya en el aeropuerto de La Guardia me dejo sorprender por la calma y el relajamiento de la América profunda, que en Denver se intensifica un poquito más. Aquí en Colorado, donde se han instalado los nómadas, los dropouts, los que huyen de la estrechez, las personas pueden permitirse mayor amabilidad que en la costa este, en la cual reina el minimalismo puritano y la gente sólo comunica lo imprescindible. Aquí los hombres se hallan lo bastante lejos unos de otros como para permitirse el lujo de la amabilidad.

Ya somos un grupo de viajeros harto experimentados, sí, tres adultos y dos niños, three adults, two babies: Jutka, mi mujer, así como Áron y József, mis hijitos; uno cumplirá dos años, y el otro está a punto de hacer los ocho meses. Y con nosotros viene también Éva Varga, la niñera, que empezó a frecuentar nuestra casa como repartidora de periódicos y acabó sacando a pasear a Áron, hasta llegar a ser nuestra compañera de viaje, o sea, miembro de nuestra familia. Éva lleva a Áron en un cochecito plegable; Jutka transporta a József abrazándolo contra el pecho porque en otros brazos el bebé se pone a llorar, aunque he de decir que conmigo se lleva bastante bien. Es un niño muy despierto y concienzudo, con mucha capacidad de concentración; duerme poco y es muy espabilado. Áron es el artista de las relaciones públicas y tiene un osito de peluche; sabe manejar a sus abuelas y ha encontrado su lugar en la sociedad con gran antelación: quiere ser conductor del ferrocarril de cremallera de Budapest. Tiene el disco de señales para poner en marcha el tren y para nombrarse a sí mismo dice «el maquinista». Sentimental y expresivo, en un parque abraza a Linda y a Borbála en el siguiente. Éstas le tienen miedo, pero en casa mencionan mucho a Áron, el gamberro de las plazas que saca a los otros niños a empujones de los triciclos, que pese a las bofetadas que le llueven se las arregla bastante bien arremetiendo con la frente y que al final declara en tono práctico: «El niño me lo ha dado». József, en cambio, no se interesa particularmente por el elefante musical traído de Salzburgo que, por supuesto, reproduce una melodía de Mozart. Tiene que sentir la realidad; la avidez con que la toquetea, se mete en la boca y saborea con la lengua y el paladar cuanto cae en sus manos revela sobre todo una pasión investigadora.

La casa y la oficina del profesor Stavig son un refugio espléndido en el Colorado College, donde soy profesor de Literatura Comparada por un semestre más; este medio año que me queda resulta prometedor ahora que hemos vuelto de Budapest a Colorado Springs, ahora que no temo mis obligaciones de aquí, ahora que sé lo que debo hacer, ahora que Jutka ha aprendido a conducir, que hay un coche ante la casa, que la cuenta bancaria está en perfecto orden, que he superado el semestre de primavera y puedo disfrutar de las vacaciones de verano, puesto que sólo reemprendo mis clases en octubre. Aquí se me presentó por primera vez la oportunidad de ejercer una profesión conforme a mi diploma, con este inglés mío tan defectuoso y sin embargo apto para comunicarse. Estoy en mi sitio, imparto clases de literatura, tengo un aspecto burgués, me adapto a las costumbres del college y me rodea la magnífica biblioteca de un profesor de filología inglesa. Tengo en la escuela a un simpático, escéptico y liberal interlocutor en la persona del catedrático de inglés George Buttna. Y cuento con una espléndida pareja de vecinos: Hope y George Simmons, él es matemático, ella bióloga; ayer nos vinieron a buscar al aeropuerto y nos invitaron a una cena en el jardín. Por las tardes solemos pasear con Harvey Rabbin, un librepensador anarco-liberal e izquierdista, en compañía del perro Misa o de nuestro Áron. Conozco al dueño de una quesería llamado Bob y también al bodeguero, con el que solemos mantener interesantes conversaciones. En el supermercado nos llevamos bien con las dos cajeras. Betsy, nuestro ángel del banco, le da a la sinhueso que da gusto; sé que le encantan los helados con mucha nata; aunque sea un pecado, la vuelven loca, dice, y nos guiña el ojo. Las veces que hemos estado convidados a cenar en una o dos docenas de casas de Colorado Springs nunca me he aburrido; las conversaciones han sido amistosas y no han pecado de exigentes. El hecho de hablar o no hablar con alguien no tiene tanto peso dramático, no me determina y no implica una profesión de fe ideológica. Me he recluido aquí a trabajar. Mi casa y mi jardín de Csobánka están ahora en Colorado Springs, donde la cima de la montaña se alza con su resplandor de color ocre al cielo matutino, donde todas las casas tienen buen aspecto, donde todos los servicios funcionan con rapidez y eficacia, donde hasta la policía es un servicio desde mi punto de vista, donde no es probable que te espíen y te den con la porra en la espalda, donde soy en gran medida lo que soy a esta altura de mi vida, a mis cincuenta y cinco años, un hombre que responde a su condición de profesor de literatura y al que acaban de llamar de la Universidad Rice de Houston para impartir allí un curso en 1990. También considero buena idea tener un hogar, un refugio, un jardín alejado de Budapest, distanciado de la colmena, un lugar como éste, lo bastante grande como para dar cabida a toda una familia, donde pronto recibiré también a mi hija Dorka con su novio y a mi hijo Miklós, así como a mi exmujer Juli y también a mi madre. Vuelvo a irme a trabajar a los Estados Unidos, dije a mis amigos de Budapest, y ellos lo entendieron. Uno enseña para subsistir; da clases sobre Dostoievski y sobre Kafka. Esto está claro; el escritor enseña literatura a estudiantes interesados en el tema en universidades que lo invitan. La democracia está aquí en Colorado, y funciona; hasta los servicios públicos funcionan. Aquí un hombre como yo no puede ser un fantasma subterráneo, ni un disidente que ha vuelto a pisar el escenario y se ha puesto de moda, no puede ser ni incoherente, ni ambiguo, ni problemático. Soy un profesor invitado común y corriente. Quizá considero este medio año pasado un tesoro. No deseo más de lo que tengo.

Viaje otoñal en un Lada amarillo

Viaje otoñal en el Lada amarillo; yo, el fantasma, regreso a la escena del crimen. Siempre busco lo viejo y siempre encuentro lo nuevo. Una bóveda límpida y estrellada sobre una planicie de color azul oscuro; siento el vértigo del Alföld, el éxtasis del desierto; nada obstruye la vista. Flotamos en medio de un gran espacio abierto, en el centro eterno del hemisferio que se cierra sobre nosotros; desde aquí podemos mirar en todas las direcciones y la distancia es siempre la misma. El coche parte en dos la llanura claramente perfilada e iluminada por la luna.

Me gustaría que la imagen actual tuviera la densidad de la de antaño. Nos acercamos a mi pueblo natal y confío en que en la vieja casa mi hermana, mi padre y mi madre estén esperándome en la sala de estar. Y que los cuatro nos sentemos a la mesa. No siempre acepto el carácter irrecuperable del pasado.

Voy en tren; el expreso ya no para en la estación de Újfalu, sólo el tranvía. Püspökladány, Báránd, Sáp, Újfalu. Cuando veo la estación el edificio me parece pequeño al principio; luego, el pequeño soy yo. Barandillas verdes de hierro, un andén de mosaicos amarillos, balasto rojizo entre los raíles y un edificio de dos plantas pintado de amarillo. El ferroviario de la gorra roja y de la paleta para las señales saluda; detrás de él se oye el campanilleo de la oficina de telégrafos. La imagen es tan duradera como la de los búfalos pastando entre los charcos de los prados.

Bebo un vino tinto ligero para acompañar la abundante ración de carne rebozada y miro cómo cantan esos hombres fuertes y grandotes, un tanto pesados a causa del alcohol. Esa mesa del rincón era la de los señores de la ciudad; ahora la ocupan los agentes del orden, ya que la policía de la comarca y de la ciudad se trasladó al vecino edificio del Ayuntamiento. En 1950, las autoridades del orden público consideraron demasiado estrechos los viejos barracones de la gendarmería. El jefe está sentado en la cabecera y parece estar contando chistes. Un chiste es bueno cuando el jefe ríe. En este gran restaurante ya no quedan ni aristócratas ni judíos. Una serie de fisonomías campesinas, todas salidas del mismo molde, bien alimentadas y seguras de sí mismas. La vestimenta de trabajo es un tanto urbana, chaquetas oscuras, camisas blancas con el cuello desabrochado y botas de goma para el barro. Manos morenas, grandes, dedos gruesos rodeando las copas. Han ocupado el gran restaurante que otrora fuera de los terratenientes y de los burgueses. Todos conocen a cada uno de los miembros de la orquesta gitana del lugar. En otros tiempos los padres de estos hombres no pisaban el gran restaurante.

En los años sesenta quitaron de la pared el revestimiento de tela, sin duda bastante sucio, y pusieron en su lugar unas placas de plástico con forma de rombo de color blanco y negro que, por cierto, también se han ensuciado con el paso de los años. Me rodea gente moderadamente próspera que hace funcionar la mente aunque sin forzarla en exceso. Se puede alimentar el cuerpo sin hablar demasiado. La verdad es que nunca han sido muy parlanchines. Esta charla tranquila, espaciada, marcada por leves sonrisas es lo que más recuerdo del pueblo. Como también recuerdo una mano de mujer en la cocina: un típico brazo macizo, del Alföld, de color café con leche, cortando el asado con la mano un tanto pringada de grasa; lleva fuerza dentro.

Estoy tumbado en uno de los cuartos del Hotel Bihar a pocos pasos de mi casa natal. Moscas, aguardiente, calor sofocante, y el zumbido de los motores en la estación de autobuses. Al frente está el cine en el que la madre de Karcsi pasaba las entradas por la ventanilla de la taquilla mostrando su brazalete de oro. Los niños gitanos siguen haciendo ese ruido similar a un chasquido al besarse; igual que antes de la guerra. En el cine ahora está prohibido escupir al suelo las cáscaras de las pipas de calabaza y de girasol.

En mi pueblo la bóveda celeste es más infinita, las libélulas son más plateadas y los caminos están más embarrados. Ya llevo diez años sin pasar por casa. Es la punta oriental del país; aquí, la ropa de los viejos tiene más parches; antes de la guerra era aquí también donde había más gente descalza por las calles. Delante de la puerta se ven unos hombres ya mayores, con monos azules de tejido basto. En la calzada hay unos montículos de barro reseco; en la esquina está la vieja taberna de donde sale el vapor en grandes vaharadas al abrirse la puerta. Apoyándome en la baranda de cobre de la barra me tomo primero un orujo y luego un aguardiente de ciruela. Las dos bebidas me gustan.

En la taberna se me planta delante un hombre ya mayor. Por debajo de su camiseta emergen, cual serpientes, los nombres de varias mujeres. Lleva una chaqueta sobre el torso desnudo, moreno y tatuado. Tiene la cabeza afeitada y lustrada.

—Te tengo visto de algún sitio. ¿No te resulto conocido?

—No.

Habla de sus experiencias en el frente. De cómo, siendo prisionero de guerra, se puso detrás de un soldado alemán cuando formaban fila en el patio; uno debía permanecer de pie y atento, con todas sus pertenencias, al igual que en los campos alemanes, aunque en los campos rusos la vigilancia era menos rigurosa. Se puso detrás del prisionero alemán, le abrió la mochila con una hoja de afeitar y dejó caer el contenido en la suya. El alemán intentó gritar, pero, apenas abrió la boca, mi cuentista le apretó el cuello con sus dos manazas. Tiene manos fuertes. Hasta hoy podría romperle el pescuezo a cualquiera. Me tendió la mano para que se la estrechara.

—¿De dónde me tienes visto? —pregunto.

—¿Crees que puedo torcerles el pescuezo a los comunistas con estas dos manos?

—No creo.

El calvo suelta una carcajada. Pasa junto a nosotros un viejo enjuto, de manos grandes y fuertes. El calvo lleva la muñeca ceñida por una correa de cuero negra claveteada y demuestra así, pese a su edad, estar al tanto de las modas juveniles. Tira de los pantalones del flaco.

—¿Qué me dices, compadre Rezsö? ¿Puede Gyula hacer picadillo a los bolches o no? El compadre Rezsö no bastaría para el desayuno, no señor. ¿Te parece? Porque el compadre Rezsö, el compadre Rezsö es un comunista de los de verdad. Nunca bebe más de un vinito con soda. Y cuando quiere tomar otra copita se va para casa, descansa un rato y vuelve a por la segunda. Vive en la casa de al lado. Es carpintero. Buen carpintero. Ahora ya prefiere la conversación a pasar la lija. El compadre Rezsö no se anda con tonterías a la hora de decir su opinión. El taller era de su padre. Ya ha trabajado bastante, por eso se le ha quedado tan grande la mano. Un tipo pequeño… con las manos grandes. Pero las mías son más grandes. Y yo al compadre Rezsö lo podría desmigajar en la palma de la mano como si fuera una hoja seca o una mariposa. Con esta mano le doy a la vaca en la nuca en el matadero y la bestia la palma, seguro. Si me pusiera manos a la obra, no tardaría más de unos minutos en hacer mermelada de la respetable clientela de este tugurio.

»No te asustes, que no te haré daño, cuatro ojos. Cuando te vi la última vez no llevabas gafas. Te gustaba sentarte a mi lado en el pescante y te sentías orgulloso cuando te prestaba el látigo. En esa época soñabas con tener músculos como los míos cuando fueras grande. En esa época me apretabas el bíceps con los dos deditos, lo tanteabas y gritabas: ¡haz fuerza!, ¡haz fuerza!, y entonces te alborozabas de ver lo duro que era. Subías y bajabas en las anillas para fortalecer tus músculos.

»Yo era uno de los que lustraba el linóleo en tu habitación, me arrodillaba en el parqué y le pasaba un cepillo encerado y patinaba sobre él. Te ponía la calefacción para que no pasaras frío cuando salieras del baño y entraras en la sala de estar. Yo subía la leña a la cocina. La criada, Juliska o Piroska, Vilma o Irma, era la encargada de poner la caldera en el cuarto de baño para que el señorito tuviera agua caliente cuando se dignara abrir los ojos por la mañana. Tu institutriz te sacaba de la bañera, Annie o Hilda o Livia, ya no me acuerdo cuál. Cualquiera de ellas… te envolvía en el gran albornoz blanco y te abrazaba fuerte. Para todo esto estábamos yo y Gyurka, el caballo. Él tiraba del carro con el tanque de agua, pero yo lo había llenado con el cubo en el pozo artesiano que había delante del edificio de Correos, en el parquecito aquel detrás de la bandera. Pero el agua tenía que recorrer aún un largo camino hasta llegar a tu bañera.

Este hombre de manos fuertes, Gyula, trabajaba como criado en casa de mi padre para que yo pudiera bañarme por la mañana. Lo llamábamos «el semanero», mientras que en otros sitios le decían «el mozo». No percibía un salario cada quincena como los dependientes ni cada mes como el contable, sino una paga semanal. Por debajo de él sólo estaban los jornaleros. Tenía que ir hasta el pozo artesiano con el tanque, que era gris por fuera y rojo de minio por dentro y estaba instalado sobre unas rueda con suspensión, y llenarlo con el cubo. Primero esperaba a que las señoras llenaran sus pequeños cántaros. La orden del médico municipal instando a beber sólo agua del pozo artesiano, puesto que el agua de los otros no era potable, fue anunciada por todo el pueblo. El agua tibia y de aromas minerales ascendía desde ochocientos metros de profundidad. Gyurka tiraba del tanque hasta casa. Gyula, por su parte, llevaba el agua desde el carro hasta la boca de una entrada de agua empleando para ello un tubo de goma y desde allí el agua bajaba a un depósito instalado en el sótano y cubierto con una tapa de hormigón. Después el agua subía al desván para que la vivienda, situada en la segunda planta, encima de la tienda, estuviera bien provista de agua. Nosotros sólo podíamos bañarnos con agua del pozo artesiano. Por decisión de mi madre. Podríamos haber usado el agua del pozo del jardín, que salía de diez metros de profundidad y era bastante limpia, pero en aquellos tiempos mi madre no lo habría permitido. El agua subía al desván porque Gyula la bombeaba desde el sótano. Tenía brazos muy fuertes, era toda una máquina viviente.

En el año 1933, el de mi nacimiento y también el de la construcción de la casa, este sistema de suministro de agua estaba planificado de tal manera que se necesitaba a un gañán musculoso para subir y bajar el brazo bruñido de la bomba, es decir, una persona que por una modesta paga daba la fuerza de sus músculos al patrón y lo hacía con disciplina, aceptando con naturalidad su sitio en este sistema higiénico, conformándose con ese papel un tanto unilateral, limitándose a bombear sin llegar nunca a bañarse. Probablemente, Gyula nunca experimentó la sensación de bañarse en una bañera. Ni siquiera creo que se hubiera lavado cada día hasta la cintura. Luego, para culminar los actos previos a mi baño, la criada debía encender la caldera y la institutriz prepararme la ropa.

La modernidad introdujo dos cambios en este sistema de suministro de agua. En 1941 mi padre sustituyó la bomba manual por una eléctrica. Y en 1945 mi madre (de regreso de la deportación cuando los criados ya se habían marchado) se conformó con utilizar el agua del pozo del jardín para el baño. Fueron dos cambios revolucionarios y democráticos. En un principio el agua estaba dividida en una categoría superior y una inferior. El agua de categoría inferior, la del pozo del jardín, inicialmente sólo servía para el váter. Del grifo instalado en el baño de los señores, en el que una criada nunca había podido bañarse antes de 1945, salía un agua de categoría superior, la del pozo artesiano. Por consiguiente, la fragancia que yo exhalaba, a jabón de perfumería y a crema para bebé, estaba relacionada con el hecho de que la criada olía a criada y el criado a criado. Quien se lava y se cambia de ropa interior con frecuencia percibe el olor de quienes lo hacen con menor asiduidad. Las criadas podían bañarse en el lavadero. Había una bañera de chapa de cinc, es decir ni blanca ni esmaltada. Se conformaban con bañarse una vez a la semana.

Cada objeto y cada costumbre expresaban un rango y una diferencia de rango. La criada no sólo recibía la paga de mano de mi madre sino que le cogía la mano y la besaba.

—Deje, Piroska (o Juliska, o Mariska, o quien fuera) —decía entonces mi madre mientras intentaba retirar la mano.

Creo que mi madre no se aferraba mucho a esa costumbre y hasta le repugnaba porque luego siempre iba al cuarto de baño a lavarse las manos. Seguramente, las criadas habían aprendido en casa que a la paga se le correspondía besando la mano. Mi padre, en cambio, se limitaba a estrechar la mano de sus dependientes en la tienda cuando les entregaba el salario en un sobre.

En resumen, la burguesía necesitaba cierto fundamento feudal, es decir, tener en cuenta de modo permanente quién estaba por encima y quién por debajo. No recuerdo haber visto nunca al semanero o a la cocinera sentarse en ninguna de las estancias. En la cocina, sí. Allí estaba el semanero sentado en el taburete. Cuchareteaba el caldo espeso que le había puesto la cocinera sirviéndolo directamente de la cacerola al plato con el cazo esmaltado. Tal práctica me resultaba extraña porque en el comedor nunca aparecía una cacerola, sólo la sopera de porcelana traslúcida de la cual servían la sopa con un cucharón de plata. Después, por la tarde, las criadas se pasaban un buen rato puliendo las cucharas de plata.

Yo podía tutear a los dependientes de mi padre. Otros niños no podían tutearlos. Por cierto, ¿quién tenía derecho a sentarse en nuestros aposentos y comer, por ejemplo, con nosotros? Aparte del círculo más estrecho de los parientes y de algunos invitados, sólo el contable y la institutriz. Una vivienda burguesa tenía que contar con un salón. Estaban el cuarto de los niños, la sala de estar, el comedor, el dormitorio de los padres y el salón. Mi padre debería haberse sentado allí, a su escritorio de madera tallada con unos leones de adorno, pero no recuerdo haberlo visto en ese sitio. Para mí, una vivienda de cinco habitaciones era lo normal en la infancia; podía haber más pero no menos. Quien tenía menos, era pobre. Yo no pensaba que fuéramos ricos, sino simples personas acomodadas. Lo aprendí de mi padre: no nos faltaba nada; teníamos cuanto necesitábamos.

Gyula probablemente olvidó este empleo de criado en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial. El mundo se complicó de tal manera en su conciencia que era capaz de ahorcar a su compañero de prisión por el mero hecho de que el hombre no se dejaba robar. Como el viejo orden ya no existía, todo dependía de quién tenía la mano más fuerte. Luego, Gyula hubo de aprender a convivir con otro sistema. Sin embargo, quiso darme a entender que el viejo sistema seguía cercano a su corazón. Gyula afirmaba haberse sentido contento como criado en casa de mi padre. Desde luego, ocupaba un puesto de prestigio en el círculo de los demás criados. Ahora me insinuaba que él se mantenía fiel a aquella época. Mostraba con las dos manazas que era capaz de ahogar al viejo Rezsö, o sea, a los rojos. Hasta le rechinaban los dientes cuando sugería tal posibilidad. Llegado el momento, tanto él como yo nos dimos cuenta de que lo mejor era despedirse. Nos dimos la mano y salí de la taberna. Cuando me volví un instante en el umbral, vi a Gyula charlando con el carpintero. No parecía tener ningún interés en ahorcarlo. ¿O quizá sí?

La casa de mi padre

En Estados Unidos alquilamos una casa unifamiliar, en una zona del todo desconocida para nosotros. El marido, la mujer, los dos hijos, la institutriz: reconstrucción del pasado. La familia suele sentarse en torno a la misma mesa del comedor. Cuando el pequeñín hace alguna travesura, la mirada del padre puede resultar terrorífica. Veo a mi padre en la terraza, aupándome. Él era mucho más joven entonces que yo ahora. Sus escasas apariciones equivalían casi a acontecimientos. No nos fastidiaba con su presencia. Tenía su territorio como yo tenía el mío.

No se puede regresar al pasado. No intentaré recuperar la casa de mi padre en los tribunales, aunque tengo derecho a hacerlo. Ya que me la han quitado, que me den otra a cambio en un extremo del pueblo si quieren, en alguna callejuela embarrada. Mi madre también tiene derecho a la casa, que fue construida con su dote. Según un decreto hecho público en 1950 para nacionalizar incluso las casas particulares, las personas no tenían derecho a casa propia si ésta contaba con más de cinco habitaciones. La nuestra tenía más por el mero hecho de que la gran ferretería ocupaba toda la planta baja. Gran parte de los habitantes de Újfalu quizá tome a mal que yo intente recuperar la casa recurriendo a la justicia. Ya se han acostumbrado a que la casa de mi padre pertenece al pueblo y a que en mi cuarto se pueden comprar televisores.

El recuerdo de este detalle tiene que ver con la casa a la que acabamos de mudarnos. Tiene ocho habitaciones. Todo el mundo necesita un espacio para sí mismo a fin de conservar la intimidad. Sin un poco de espacio propio no existe la dignidad humana; sin cierto silencio no existe un trabajo minucioso y de buena calidad. Además, debe haber sitio para la vida social. No podemos mirar la televisión en el dormitorio de otro miembro de la familia. No podemos recibir las visitas en el lugar donde están esparcidos nuestros papeles. La normalidad actual y la normalidad antigua han vuelto a encontrarse.

En los años setenta fui unas cuantas veces a Újfalu; cada vez que lo hacía, le echaba un buen vistazo a nuestra casa. Creo que volvía para decidir algo. Pero ¿qué? ¿Si tenía yo algo que ver con este pueblo? Estaba tumbado en una de las habitaciones del Hotel Bihar. Ahora se llama Bihar, pero antes se llamaba Lisztes. Si ahora fuera a Újfalu me alojaría en casa de Annus Lisztes, en Mártirok utca, la calle de la escuela judía y de la sinagoga. Annus Lisztes me envió una monografía sobre el pueblo escrita no hace mucho por maestros del lugar bajo la supervisión del partido y del Ayuntamiento. Es un libro gordo en el que no figuran mi padre ni los comerciantes judíos. Tampoco se menciona el hecho de que cerca del diez por ciento de la población era judía y que la comunidad judía desapareció del mapa. Con lo cual se completó la desjudaización del pueblo.

Actualmente, la sinagoga se usa como almacén de la ferretería. No es ni un monumento histórico, ni un teatro, ni un centro cultural como en otras ciudades de provincia. De hecho, no me importa que se mantenga vinculada a la casa de mi padre. Durante la guerra el viento también agitó las hojas de los libros de oración de esta sinagoga cuando por aquí pasó la línea del frente. En la sinagoga hubo caballos y cagajones, y ahora, en cambio, hay hierros laminados y forjados, cajas de madera de pino flejadas y tubos de estufa que se amontonan ante el Arca de la Alianza. Un joven empleado del almacén afirma haber oído hablar de mi padre. Oyó decir que era buen hombre. También oyó hablar de Lajos Üveges, gerente de la tienda después de la nacionalización; era un buen hombre, conocía el oficio al dedillo y también pasó a engrosar las filas de la leyenda. Ahora el jefe es don Feri, un nieto de los Lisztes, un hombre de mi edad que antaño fuera aprendiz y mi compañero de clase en la escuela. Ha ocupado el lugar de mi padre en la casa con profesionalidad y conocimiento del terreno. Feri está en su sitio, Lajos también estaba en su sitio, mi padre también estaba en su sitio; sólo yo no estoy en mi sitio en Újfalu. Está en su sitio quien tiene las llaves en el bolsillo y abre la tienda por la mañana. Este chico en la ferretería-sinagoga también está en su sitio; está construyendo una casa unifamiliar con la ayuda de sus padres, ya se ha casado y tendrá hijos cuando pueda mudarse a su vida nueva.

Los otros judíos sobrevivientes de Újfalu también se sintieron fuera de lugar en el pueblo; lo comprendieron poco a poco y con cierta resistencia interior. De alguna manera, el nuevo régimen empezaba a parecerse al antiguo. Los comerciantes e industriales autónomos se convirtieron de pronto en peligrosos desde un punto de vista ideológico; no sólo los judíos, claro está, pero sobre todo ellos. Quien antes era un cruz flechada, es decir, un nazi húngaro, y echaba las culpas a los judíos, ahora era comunista y también culpaba a los judíos. Vamos, que todo el mundo tiene derecho a progresar. Un día a principios del verano de 1949 los judíos cerraron sus tiendas y talleres al mediodía y pusieron en las puertas un cartelito que decía: «Ahora vuelvo». Se subieron a un camión en un extremo del pueblo. En aquel entonces todavía se podía cruzar la frontera checoslovaca y huir a la zona aliada de Austria y desde allí al Estado de Israel. La mayoría de ellos se instalaron en la misma ciudad. Jankó Kertész, zapatero, seguía conversando en húngaro, sentado en su taburete de tres patas en una ciudad nueva a orillas del Mediterráneo, igual que hiciera en Újfalu. La clientela era en gran parte la misma y los amigos también, los mismos compañeros de escuela y de templo, los mismos del ejército y de los campos de trabajo, los mismos con quienes llorara la pérdida de sus respectivas esposas e hijos y con los que huyera de sus respectivas casas. Ahora sólo quedaba un judío en el pueblo, panadero: uno de mil. El olvido no del todo involuntario acabó con el recuerdo de los judíos de Újfalu.

Estaba en el Hotel Bihar, tumbado en la cama empapada de sudor, a primera hora de una tarde sofocante. Había caminado por la calle principal, por el mercado, por el campo de fútbol, había entrado en el cine: nadie se había dirigido a mí. A veces tenía la impresión de que me miraban con curiosidad como a un forastero nunca visto. Esperaba a que mi corazón diera un vuelco: sí, es esto. Hablé con el alcalde y con el secretario del partido; el primero había sido campesino y el segundo zapatero. El alcalde cantó loas a la prosperidad del pueblo:

—Quienes construyen casas dicen al aparejador: que sea como la del alcalde, pero medio metro más larga.

El secretario del partido fumaba su pipa con gesto adusto. Debía ordenar que quienes quisieran construir casas en una zona recién urbanizada sólo recibirían el crédito y la licencia de obra si se atenían a un modelo moderno e ingenioso diseñado por el Instituto de Planificación Urbanística.

—No está mal la casa —dije—, pero ¿por qué tienen que ser todas iguales? ¿Para qué?

—Pues para que haya un frente homogéneo y una imagen urbana unificada —contestó el alcalde con diplomacia.

Se notaba que la idea no le entusiasmaba, pero que había recibido un telefonazo de algún despacho situado en las alturas que lo obligaba a atenerse a las instrucciones. Con astucia y picardía uno puede tratar de locos a los superiores pero las órdenes hay que cumplirlas. Quienes ejecutaban las órdenes más terribles también sonreían con esta misma amabilidad y campechanía, pensé para mis adentros. Seguramente, el alcalde me metía a mí, técnico del Instituto Municipal de Ciencia y Planificación, en el mismo saco que a los inventores y transmisores de todas estas órdenes y diseños uniformadores. Ese día por la mañana fui a ver los edificios de tres plantas situados detrás de la iglesia calvinista: las viviendas estaban ocupadas por maestros, médicos y funcionarios judiciales. Un viejo gitano pasó por allí:

—¿Qué gente vive aquí? —pregunté.

—Polis o algo por el estilo —contestó el anciano.

Seguía tumbado en un cuartucho cada vez más caluroso, que parecía un ataúd. No había más clientes en mi planta. En el pasillo, un camarero jugaba al ajedrez en solitario. Por la noche, después de la hora de cierre, bajaba al comedor y tocaba al piano alguna pieza con cierto ritmo de jazz. Le di dinero y le pedí que me trajera una botella de vino tinto. No importaba si no estaba bastante frío. Para cuando se haga de noche ya me lo habré tomado tranquilamente y podré ir y venir entre el bar del Bihar, el Nylon y el Kulacs. Como esas dos tristes prostitutas que también recorren el mismo triángulo para ligar con alguien pero que son el blanco de las risas de los lugareños. Forasteros no hay, exceptuándome a mí.

Me resulta extraño el hecho de que sólo en el cementerio me sienta como en casa, sobre todo teniendo en cuenta que es tanto judío como calvinista. Allí me encuentro entre conocidos. Nombres familiares en las lápidas y en las cruces. Me senté en el césped junto a la tumba de mi bisabuelo y me eché boca arriba. Sentí salir de mí una especie de nudo, como si hubiera descendido a mis extremidades y de allí al suelo. Tanteé las letras hebreas en la tumba de mármol blanco; el dorado se había gastado con el tiempo pero los surcos de las letras se mantenían. Dibujé los dedos de dos manos listas para rezar. Cerca de mi lugar de trabajo había un pequeño cementerio, ya desaparecido, para los muertos de la guerra. Solía ir allí para escapar de los datos sociológico-estadísticos elaborados por ordenador. No te puede ocurrir nada peor, pensaba, mientras miraba las huellas húmedas del caracol en la piedra. Hasta te conformarías con menos. ¿No es fantástico poder levantarse? Lo cierto es que los huesos de mi bisabuelo ya no pueden moverse. Yo, en cambio, puedo llevarme mi pellejo. ¿Por qué no pueden sentir envidia los muertos cuando estando vivos también la sentían? Si me rodean muchos, concebirán el deseo de convertirme en uno de ellos. Es como cuando entre las ruinas de la antigüedad me rodean cientos de gatos con los ojos encendidos. O te conviertes voluntariamente en gato, o estás condenado. ¿Qué quieren estas sombras cubiertas de velos blancos y negros que se acercan? Los huesos de los dedos índices, flechas que señalan desde cualquier parte: ¡renegado!

Podría trasladarme aquí, buscar algún trabajo y dedicar mis ratos libres a realizar labores de jardinería en el cementerio. Aunque tal vez coja el tren de esta tarde y no vuelva nunca más al pueblo. En una fonda situada en una callejuela donde el olor sólo es superado por el griterío, únicamente nos entendemos alzando la voz más que los otros. Las alondras se ponen a trinar, luego se hartan, lo dejan y se acercan a la ventana para mirar hacia afuera.

Desde abajo suben la polvareda y los gases de los tubos de escape de los autobuses turísticos. Entre el hotel y el Cine Apolo se hallaba antes la plaza del Mercado; ahora hay una estación de autobuses. El progreso es patente; puedo ir a Debrecen cada hora. Antes solía ir en carro o en bicicleta. Como puedo largarme de aquí en cualquier momento, tal vez me quede un rato más. Ya he estado en el mercado nuevo. Los gritos de las mujeres, el barullo de patos y gansos, los mugidos prolongados de los bueyes, el olor a bosta fresca, las fresas y las patatas nuevas y detrás el sempiterno tiovivo rodeado de vendedores de algodón de azúcar y de cortaplumas. Hasta se pueden conseguir los gallos de madera con esas colas que restallan. Sin embargo, ha cambiado mucho. Los tractores y camiones levantan el polvo y los jóvenes van y vienen a toda velocidad en sus motocicletas. Se ven pocos bancos delante de las casas; son pocos los que fuman su pipa allí sentados. Además, ¿por qué habría de ser todo como antes?

La sensación de mi infancia es la del pueblo como una prolongación de mi cuerpo. Estoy acostado en mi cama rodeado del pueblo; he rezado por mis seres más queridos y luego por todos los habitantes del lugar. Si ahora me levanto y meto este par de cosas en la maleta alcanzaré el expreso de Budapest en la estación de Debrecen. Soñando en mi cama de Budapest, me veo a veces sujetando en la mano los puentes que cruzan el Danubio. Sería ridículo pensar que el pasado era más auténtico que el presente.

Son las ocho de la noche. Acabo de rezar y mis padres me han dado el beso y han salido del cuarto de los niños. Se oye una respiración regular desde la cama de mi hermana mayor. Espío la oscuridad por entre los barrotes de latón de mi cama que también tiene una cortina rosada: ¿qué ocurre allí afuera, más allá del dormitorio? La colcha puesta sobre el respaldo de la silla se ha convertido en un león a la luz de la luna. Un ladrón introduce los dedos entre las rendijas de la persiana. Tiene un cuchillo entre los dientes y puede escalar la pared. Me doy la vuelta y me pongo boca abajo; aprieto la comisura de los párpados creando una linterna mágica. Cuando identifico lo que representa, ya ha surgido otra imagen. Veo lo que quiero ver y veo también lo que temo. Veo el desierto africano y las estepas nevadas de Rusia con los tanques que avanzan lentamente. En mi cine, las tropas de los aliados están en mejor situación que en el campo de batalla real. Ayudo a las tropas del general Montgomery a derrotar a las del mariscal Rommel en Bizerta y en Túnez. Entro en el banquete de Hitler y le corto el pescuezo con un cuchillo de matarife.

Cuando por la mañana temprano, pasando por encima de los barrotes de latón, me deslizo fuera de la cama, miro por el ojo de la cerradura de la puerta del baño que da al dormitorio de mis padres. ¿Duermen todavía? ¿Podré meterme en su cama? ¿Podré saltar del tocador? Todavía duermen. Voy a la sala de estar y salgo al balcón. Es el principio de la primavera; llegan las cigüeñas a anidar en la fachada de la sinagoga junto a las Tablas de la Alianza. ¿Puede ser que mis padres dejen de vivir algún día? ¿Habrá tierra en vez de sonrisa entre los labios de mi padre? En un momento así, a un niñito más sensible se le empañarían los ojos. La vajilla amarilla del desayuno ya se encuentra, ensimismada, sobre el mantel celeste de la mesa del comedor. La leña cruje en la estufa de azulejos de color de mantequilla. La pared oriental de la sinagoga, con las cigüeñas al lado de las Tablas de la Alianza, recibe ya la luz del sol. Me gusta quedarme sentado delante de la estufa de azulejos observando la vida de los leños cuando el fuego acaba de extinguirse. Es el verdadero momento de la madera; enseguida vendrá su colapso definitivo. Los leños de color malva se funden unos con otros, se vuelven blancos y se convierten en polvo. Tránsito: de la forma ardiente al polvo ceniciento. Quizá exista un fuego más caluroso que el sol y, sin embargo, no deje huellas en tu piel. Un fuego que se pone una envoltura húmeda y muy sensible y que incluso se esconde de sí mismo.

¡Que mis padres se despierten ya! ¡Que les esperan nuevas aventuras! Voy a la herrería y siento crepitar las herraduras en los cascos ardientes de los caballos. Caliento la punta de una tira de acero en la gran estufa de la tienda y la doblo con unas tenazas; una vez enfriada, le ato una cuerda de violín. Me gustaría ser ingeniero metalúrgico, trabajar con el fuego, controlarlo. En verano podré conducir de nuevo la locomotora del tren de montaña por los bosques de mi abuelo, echando sin cesar grandes bocanadas de humo. Podré bajar los árboles talados de los claros de la serranía a la estación de ferrocarril que está en el valle. Absorto, me quedo contemplando la caldera de la locomotora.

—Te has quedado con la boca bien abierta —dice el maquinista.

Pero todo eso está aún muy lejos. Después del desayuno me columpio solo en el jardín y vuelo más alto que el mismo columpio. Luego miro el cielo desde lo alto del nogal y hago volar una cometa desde el patio del templo, una cometa que sube a ráfagas hacia el sol.

Desde que tengo memoria he sido consciente en mi fuero interno del enorme infantilismo de los adultos. Me di cuenta de lo infantiles que eran mis padres cuando una mañana escuché sus chafalditas en la cama matrimonial. Cuando no creían ser escuchados se comportaban igual que nosotros, que mi hermana Éva y yo.

Luego, cuando volvieron molidos y quebrantados de la deportación, con las espaldas un tanto encorvadas, cuando nosotros también llevábamos ya la historia de ese año a cuestas (desde mayo de 1944 hasta junio de 1945), y una vez pasado el alborozo del reencuentro, los miramos con cierta condescendencia de adultos, como si los padres fuéramos nosotros.

Sentí su ausencia en mi cuerpo durante todo un año. Me pasé todo el verano en el balcón de un edificio moderno de pisos de alquiler en la Hollán utca de Budapest, mirando la esquina, aguardando a que doblaran por ahí con sus mochilas a cuestas o, mejor dicho, vestidos con ropa dominguera y sin equipaje alguno. Los seguí esperando incluso cuando, en vista de la situación política mundial, no cabía esperanza de reencontrarlos.

Empecé a conocer los virajes de la política mundial a los cinco años, cuando Hilda, mi institutriz nacida en Baviera, se pegaba con enorme entusiasmo al aparato de radio (el cual hacía un ruido terrorífico, emitiendo clamores roncos y gritos rabiosos). Pronunciaba la palabra «alemán» con profunda admiración y la palabra «judío» con odio profundo, y me olí algo malo. ¿Por qué Hilda, una alemana, prefería esa voz (que difícilmente podía calificarse de cariñosa) a mí, que era judío? Y eso que Hilda me trataba muchas veces con cariño.

Du bist lieb —decía cuando nos abrazábamos después del baño matutino.

¿Quién es ese hombre a quien quiere más que a mí y que tiene una voz tan desagradable? Me subí al regazo de mi madre y le pregunté:

—Oye, ¿quién es ese tal Hitler?

Deduje de las palabras de mi madre que ese hombre, quién sabe por qué, deseaba nuestra destrucción. Ese hombre manda desde que nací; cada vez que lo oía pronunciar un discurso, gritaba de la misma manera. Dice que los judíos han de desaparecer de la faz de la tierra. Pero ¿adónde irán a parar? ¿Y por qué debemos desaparecer de nuestras propias casas?

Recordando a un ciudadano ingenuo

Me siento el mismo desde que tengo cinco años. Soy el mismo que echa un vistazo de control al espejo del cuarto de baño antes de pasar al comedor: ¿está todo en orden? ¿Me pueden mirar? Pelo largo, rubio, con rizos a los costados, y pantalones azules cortos con tirantes. Si fuera mayor, llevaría cinturón en vez de tirantes y el pelo corto como los chicos de Újfalu. Esa imagen en el espejo no está mal, pero es una máscara. Me esperan el cacao y el pan dulce con mantequilla, así como el cojín en la silla para estar más alto; tengo que desayunar sin mi padre, porque ya se encuentra abajo en la tienda.

La luz de principios de primavera que cae sobre la fachada amarilla de la sinagoga de enfrente se refleja en la baranda del balcón y en la sala de estar. Junto a las Tablas se alza una columna parecida a un bastión, cuya culminación cóncava ha servido desde siempre como nido a una familia de cigüeñas. Hace buen tiempo cuando las cigüeñas están allí enfrente; y mal tiempo cuando se van a descansar a orillas del Nilo. Tal distancia embarga de suave tristeza al pequeño observador de Újfalu; quizá para ellas tampoco sea agradable semejante desplazamiento, pues seguramente Moisés tuvo sus motivos para alejar a los judíos del valle del Nilo. El observador permanece de pie, con las manos juntas atrás, contemplando cómo el macho se posa sobre la hembra, cómo aletea y cómo crotora con el pico. Luego la hembra incuba los huevos, el macho trae la comida, la madre parte y distribuye una rana entre los picos ansiosos y hambrientos y el padre levanta de nuevo el vuelo, se encumbra y planea sobre la marisma en busca de algo para la merienda. A mediados del verano los cigoñinos aprenderán a volar y en septiembre se irán. Volverán al año siguiente hacia la misma época. Pero a este nido sólo regresarán los padres. Los hijos anidarán en otro sitio con sus nuevas parejas. La cigüeña es muy fiel, dice mi padre. Él también lo era. Si mi madre no hubiera estado a su lado, no habría vuelto del campo de concentración. Con el frío se apretujaban bajo la manta.

No obstante, esta imagen aún se oculta en el futuro. Ahora todavía estamos en nuestro mirador, en la sala de estar de nuestra infancia. Bajo la ventana se alzan el nogal y el cerezo; gracias a estos dos árboles me enamoré, a mis cuarenta años, de la casa del campanero en Csobánka. Debajo del nogal y del cerezo empecé a esbozar los idilios de una infancia vivida bajo el signo del riesgo. Y en esa casa del campanero se efectuó también un registro domiciliario realizado muy a fondo; examinaron hasta las cenizas de la estufa y recogieron todos los papelitos en los que encontraron escrita la palabra «intelectuales». Después, los gitanos me estrecharon la mano cordialmente en la fonda, me dieron unas palmadas en el hombro y me llamaron buen chico. La maestra vecina también me sonrió con simpatía. Padre Zsigmond incluso me abrazó y me besó. Durante el registro se dio cuenta (lo llamaron como testigo, porque la casa del campanero pertenecía a la parroquia) de que los crujidos del entarimado ponían nervioso al responsable de la pesquisa. No obstante, tenía que moverse porque la calefacción no funcionaba en la casa del campanero aquel día 23 de octubre de 1974. Afuera llovía, y él se había puesto unas galochas sobre los calcetines bien abrigados; así caminaba, arriba y abajo, sabiendo qué planchas del entarimado producían más y más crujidos bajo sus pisadas. El santo y sabio padre se lo pasó bien, sobre todo cuando los sabuesos encontraron la cartera de su propio jefe, que éste había dejado en la cocina, y dieron entonces con un hallazgo fenomenal, concretamente con una pistola, la del jefe. Se pusieron pálidos: ¡ahora sí tenían bien cogido al señor K.! ¡Conque el disidente hasta tenía un revólver! El padre reía a socapa. Ponen el cuerpo del delito delante del jefe; éste da un paso atrás:

—¡Conque ésas tenemos! ¡¿Un simple intelectual disidente, no?! —Examina la pistola; él tiene una igual—. ¿Dónde la habéis encontrado? —pregunta.

—En una cartera.

—¿Qué cartera?

—En ésta.

—¡Imbéciles! Si es la mía.

La carcajada que soltó el padre Zsigmond fue casi un estallido. El otro se puso como un tomate y se volvió hacia una fotografía enmarcada de un crucifijo. Era, sobre la pared blanqueada de detrás de mi cama, la foto de una talla de madera dentro de un marco plateado.

—Dígame, reverendo padre, ¿el señor K. duerme debajo de esta imagen?

—Pero ¿por qué no va a dormir, si tiene sueño? La imagen no molesta nada al señor K. Si le molestara la habría quitado, por supuesto que sí.

Después del desayuno bajaba al sector masculino de la casa, a la gran ferretería situada en la planta inferior en la que mi padre, un hombre amable y un tanto distante, rodeado de clientes, dependientes y aprendices, era tal como debía ser. El patrón, el dueño, el heredero. El ciudadano que más impuestos pagaba en un municipio rural bastante grande. Un año antes de que yo naciera, mi padre había construido en la calle Mayor la primera casa de dos plantas, cuyo rápido crecimiento vertical suscitó la admiración del subprefecto de la comarca y del alcalde.

—Nos estamos urbanizando —decían admirados y estrechaban la mano de mi padre, o lo que es igual, de un hombre que tenía la osadía de alejarse del suelo.

Cada mañana a las ocho menos diez, mi padre bajaba la escalera agitando las llaves. Los dependientes esperaban sentados en un banco del jardín si hacía buen tiempo, o en la entrada si el tiempo era malo. Mi padre abría la puerta trasera de acero de la tienda y el personal entraba en esas tinieblas con olor a metal pisándole los talones. Los aprendices subían las persianas de hierro de los grandes escaparates marrones. Y las bajaban por la tarde, con unos palos largos con gancho en la punta que igualmente podían servir para practicar el salto con pértiga en el jardín. O para blandirlos. O como alabardas y para clavarlos en las barrigas de los enemigos. En la tienda ya iluminada los aprendices dibujaban ochos de agua con las mangueras en el suelo aceitoso. Los dependientes habían empezado todos como aprendices de mi padre o de mi abuelo; su vida transcurría en esta tienda; ellos también habían dibujado ochos de agua en el suelo, se habían puesto los guardapolvos azules y habían saludado en coro a los clientes. Conocían a todos por el nombre, claro está. Los carros traqueteaban en la calle y delante del mostrador estaban los campesinos con chamarras oscuras y botas en los pies.

Entre los dependientes, Lajos Üveges, el segundo, era mi amigo. Un hombre moreno, calvo, delgado y bigotudo que dirigía el coro y saludaba a cuantos entraban con alguna frase humorística dicha en voz alta. Sabía liar cigarrillos a la perfección y sólo con la mano izquierda y hasta en el bolsillo del guardapolvo; fumaba un tabaco negro cortado fino que guardaba en una lata; además, su encendedor de fabricación propia, tenía una llama como la de una antorcha. A mí también me preguntaba siempre: ¿qué tal, Pascual? Una pregunta nada fácil de contestar, desde luego. Yo reconocía la superioridad intelectual de Lajos, porque sabía de todo cuanto contenía hierro, de herramientas, del herraje de los carros, de guadañas y de rifles, de motores y de bicicletas. Me veía arreglar mi bicicleta y sólo intervenía cuando yo ya no encontraba forma de solucionarlo. No sólo sabía vender las herramientas sino también usarlas. Hizo varias cosas para los niños: el armazón de los columpios, el balancín y la mesa de ping-pong, e instaló las tuberías de agua y la electricidad; pero también lo pude consultar cuando construí mi primer avión que no era de papel. Decidí hacerlo con alambre y madera contrachapada. Sólido, pero pesado.

—Si es demasiado pesado, no podrá volar —opinó Lajos.

—No importa, con tal de que no lo derriben. Por éste no pasan las balas —dije en tono fanfarrón y a modo de consuelo.

Salí con Lajos al balcón, me subí a la mesa, sujeté el avión por encima de la baranda y lo solté. Cayó como una piedra y con gran estruendo. Rompió la campana de cristal de una espaldera con rosas, pero al aparato no le ocurrió nada.

—Bien construido —dijo Lajos—. Tiene fuerza. ¡Caramba, ha roto esa campana! —añadió, y yo intuí algo así como asombro en su voz.

—Si tuviera un buen motor, hasta podría volar —insinué en tono inseguro.

—Pues sí —confirmó Lajos—, pero se iría volando y tal vez lo perderías.

El aeroplano se quedó entre las rosas amarillas del plantel y yo ya no le presté mucha atención. Volvimos a la tienda y Lajos nos hizo reír a los clientes y a mí: el constructor del avión más pesado del pueblo.

Salí de la tienda a deambular por el jardín. Rosales de la China, lilas, planteles, el cuadro de arena, el columpio. En el rincón del jardín había un poste alto, la antena de radio, y arriba, bañado por la luz y sumido en su propio éxtasis, se había posado el jefe de la familia de golondrinas que vivía debajo de nuestro balcón. De pronto, levantó el vuelo. Impulsé con más fuerza el columpio; las criaturas buscan lo alto. Los barrotes y la tela metálica impedían que cayera del balcón. Cuando no me veían, me subía a la baranda y disfrutaba del peligro colgando las piernas hacia fuera. Un día, el favorito de mi padre, Miklós Rácz, primer dependiente, un hombre solemne, parco en palabras, que pocas veces se dirigia a mí, me vio desde el jardín. No dijo ni pío, subió la escalera, salió al balcón y me sacó de allí sin abrir la boca, de manera muy pedagógica. Me comunicó que se lo diría a mi padre, cosa que hizo, efectivamente. Por eso no me alegré en absoluto cuando me pilló en el desván donde había un contenedor de hormigón con municiones dentro de una caja de madera; yo iba metiendo fósforos encendidos en el contenedor a través de las ranuras de la caja. No lograba hacer explotar el trasto.

El desván era un lugar emocionante, un señuelo para mi imaginación. Apoyando una escalera en la ventana se podía salir al tejado. No había punto más alto en el pueblo que la ventana de mi desván, exceptuando la torre de la iglesia calvinista. Creo haber fantaseado mucho con estos puntos más altos; en nuestra región, en la Gran Planicie húngara no hay cimas importantes. La burguesía prefiere la expansión horizontal; las travesías del pueblo, calles sin asfaltar e increíblemente largas se extendían hasta los campos; la mayoría de las casas eran espaciosas, las acacias bordeaban las estrechas aceras y las edificaciones se alargaban hacia dentro como los dientes de un peine. Nuestros invitados decían sentir vértigo cuando miraban desde el primer piso. Un compañero de clase, de quien me hice amigo porque era guapo y tranquilo, se acercó a la ventana después de saludarme y se quedó con la boca abierta, estremecido por la altura. Mi institutriz trajo pan con mantequilla y jamón, pero fue en vano; mi compañero no podía probar bocado. Comprendí su asombro y anhelé subirme a la torre de la iglesia calvinista. Más tarde, cuando se cumplió mi deseo y pude ver los lindes del pueblo en los cuatro puntos cardinales, mirando sucesivamente por las cuatro ventanas del campanario, tuve la sensación de que podía permanecer allí hasta el final de los tiempos. Nunca había visto algo tan maravilloso.

Hace unos años llevé a mis hijos a Újfalu; venían de París a pasar las vacaciones de verano. Les mostré por dónde íbamos en trineo delante de la estación del ferrocarril cuando éramos niños. Había allí una ligera pendiente de no más de tres metros que permitía deslizarse cuando había nieve. Los niños más intrépidos del pueblo se reunían en ese sitio con sus trineos caseros, hechos por sus padres o comprados en la tienda, y se arrojaban ostentosamente a tumba abierta, echados boca abajo sobre sus vehículos. Mis hijos sonrieron, no sin cierta mirada compasiva.

Cuando era un joven padre y vivíamos en Budapest, a menudo me daban lástima mis hijos, porque conocían muy poca cosa de la ciudad: la casa, el jardín de infancia, la piscina y eso era todo. Újfalu era un mundo, un lugar que se podía recorrer de cabo a rabo y que se podía conocer a través de los clientes de la tienda de mi padre.

—¿Quién es éste? —preguntaba yo, y siempre recibía cumplida respuesta.

Mi padre conocía a los terratenientes, a los militares, al alcalde, al prefecto, al subprefecto, al director de la escuela, al jefe de estación, a los curas, al juez, a todos cuantos estaban en lo alto de la sociedad, pero también a quienes estaban abajo, a los pequeños propietarios e industriales, a los ferroviarios y molineros, a los jornaleros e incluso a los gitanos de la adobería. Seguro que conocía a más gente que yo ahora. Todos tenían mucho en común, pues provenían de una sociedad que podía abarcarse de una ojeada: los más ricos y los más pobres, los célebres locos del pueblo de los que uno podía reírse a cambio de un poco de dinero, y el poeta de la región, nuestro gran orgullo, cuyo volumen de poesía había que pedir con antelación. Los clientes, claro está, se detenían en la caja cuando no había mucho trajín y salpimentaban con unas gotitas de chismorreo la transacción comercial. Se podía hablar con casi todo el mundo sobre la buena evolución del trigo y del maíz y todos se mostraban de acuerdo en que esas pequeñas lluvias de mayo valían su peso en oro. Entre ocho y diez mendigos entraban a diario en la tienda a pedir, amén de unos cuantos niños gitanos. El más travieso venía hasta dos veces diarias, aunque a la segunda acababa en la calle; según la costumbre, sin embargo, podía volver al día siguiente.

Mi padre siempre sabía a quién lloraban las plañideras cuando pasaba el cortejo por el pueblo y los caballos de San Miguel, de crin negra y engalanados con plumas, tiraban del carruaje fúnebre lleno de adornos plateados a través de cuyos cristales podía leerse el nombre en el ataúd. Entonces, dependientes, clientes y aprendices, que habían salido a la puerta a presenciar el espectáculo, redactaban la necrológica del difunto. De todos modos, en la tienda de mi padre también corrían rumores poco santos, con un cierto tufillo a secreto y pecado. ¿Quién apuñaló al suegro? ¿Quién azotó a su mujer? ¿Quién estuvo despotricando, días antes del incendio, contra el tejado de chillas del granero de un campesino acomodado? ¿Quién agonizaba en el sanatorio de tuberculosos, frente al cual acelerábamos el paso porque no nos llegasen los bacilos que cruzaban volando las rejas? También se preguntaban si el viejo doctor sabía que su esposa se paseaba con el dueño de la imprenta por los jardines Gacsa.

La conversación seria encajaba mejor con el carácter de mi padre; las bromas y tontadas no iban con su posición. Era un hombre amable y sonriente. Nunca resultaba pesado ni arrogante. Su sentido de la proporción y su cortesía eran algo natural. Una multitud de hechos demostraban que mi padre era el ciudadano judío más respetado de la comarca de Csonka-Bihar. No buscaba el prestigio: lo tenía y, por tanto, era respetado. Cumplía sus obligaciones con disciplina y siempre hacía cuanto había de hacer según su criterio. Cumplía su palabra, vendía buena mercancía, pagaba al contado, no tenía deudas, no calculaba beneficios desproporcionados, no engañaba al fisco, obedecía las leyes de la religión y del Estado, pagaba bien a sus empleados y les daba cuantiosas propinas y aguinaldos, y regalaba a sus dependientes una vivienda unifamiliar cuando se casaban. Y en cuanto a lo que sucedía en la segunda planta: estaba enamorado de su mujer, cuya inteligencia y cultura admiraba con pueril entusiasmo, y a nosotros, su hija y su hijo, venía a vernos al cuarto siempre con gesto amable. Contemplaba mis construcciones, pero antes de que pudiera sumirme de nuevo en el complejo montaje de la grúa Märklin se retiraba discretamente y dejaba a veces la puerta entreabierta. Entonces se sentaba en el comedor para escuchar a Éva al piano. Para los oídos de mi padre, nadie tocaba los estudios de Chopin como su hija. Mi hermana también estaba satisfecha con su arte. Salvo cuando en ciertas ocasiones un duende maligno lo echaba todo a rodar; metido bajo el piano se ponía a tironear de los pedales en el momento culminante, el más bello y conmovedor de la pieza musical.

Mi padre raras veces intervenía cuando hacíamos alguna travesura; prefería retirarse a la parte de la casa reservada a los adultos. No le gustaba cuando disparaba con el tirachinas contra el retrato al óleo de mi hermana, en el que mostraba una sonrisa rubia y cariñosa. Tenía el pelo rizado como el mío, pero yo no sonreía. De pie, con gesto hosco en la tarima del fotógrafo, evitaba hacer el papel de niñito bueno que era el que esperaban de mí. Quería a Éva, y de manera pacífica nos pasábamos horas enteras juntos. Mi hermana era una chica de masticar parsimonioso y de dormir profundo, excelente alumna cuyos ojos de un intenso color azul tenían una mirada divertida. Pero uno molesta al que puede y al que tiene a mano. ¿A quién iba a poner un sapo en la cama sino a ella? ¿A quién iba a perseguir alrededor de la mesa, saltando por encima de las sillas que iba tirando de paso?

Ella empuja la puerta, yo aprieto la manilla; hemos puesto patas arriba nuestro dormitorio y la sala de estar y ahora corremos como desaforados en torno a la mesa del comedor. Ella chilla y yo la persigo sin decir palabra y sin saber por qué, quizá porque se ha burlado de mí; al final consigo mi propósito, y la inmovilizo apretándole los hombros contra el suelo. Pero nada es fácil; patalea tumbada boca arriba, hace la bicicleta con las piernas musculosas o, lo que es peor, me lame. Eso me repugna; es algo capaz de debilitar a cualquier hombre que se respete. Esa saliva fría en el rostro me llena de vergüenza. En general, todo cuanto es resbaladizo, pegajoso, mojado, todo cuanto no es ni afilado, ni seco, ni liso como el mango de un martillo o el alambre de acero, resulta a la postre vergonzoso. Cuando nuestros gritos y riñas superaban el umbral de lo tolerable, la posibilidad de que nuestro padre nos diera en el culo no quedaba del todo excluida. No fueron más de tres las veces que me pegó; y recibí una sola bofetada, por mentir.

Mi padre llevaba chaqueta, chaleco y corbata de la mañana a la noche; sólo durante las comidas compartíamos la misma estancia, pero normalmente nos quedábamos en el cuarto de los niños mientras él leía en la sala de estar. Prefería el diario a los libros; mi madre a veces le pasaba alguna novela para leer. En las comidas mi padre se sentaba a la cabecera; mi madre le servía primero. Él esperaba a que todos estuvieran servidos y cuando cogía los cubiertos, era la señal de empezar a comer. A veces retrasaba ese momento porque se había enfrascado en alguna disquisición de carácter político. En tales casos, hacíamos sonar suavemente los vasos para que perdiera el hilo de su discurso. Al principio sentado en mi silla alta, que servía para guardar el orinal, y más tarde en una silla del comedor reforzada con cojines, no me estaba quieto y me las ingeniaba para seguir molestando a mi hermana. Mi padre hacía como si no se enterara, pero cuando consideraba que me había pasado de la raya, me lanzaba una mirada. Tenía unos ojos muy azules, de un brillo cándido e infantil, pero entonces se volvían oscuros y expresaban indignación y decisión de poner orden. Yo no podía apartar la mirada de la suya y aguantaba sin pestañear la fijeza del lobo; pero sentía cómo mis ojos iban llenándose de lágrimas y un nudo me apretaba la garganta. Una solución tranquilizadora consistía en escuchar juntos la BBC después de comer. Mi padre se pasó toda la guerra escuchando las emisiones en húngaro de Londres y de Moscú, y yo permanecía acurrucado detrás de él en el sofá. A mis siete u ocho años sabía trazar con suma precisión las líneas de los frentes en el mapa y controlaba así los exagerados partes de guerra alemanes publicados en los periódicos húngaros. Interferían las emisiones, la radio crujía, las noticias de los campos de batalla aburrían a mi madre y a mi hermana, la política era el mundo de los hombres. A causa de la prohibición de escuchar emisoras enemigas cerrábamos las ventanas; me gustaba la idea de ser, con mi padre, un infractor.

Mi padre sabía organizar su tiempo; sus movimientos nunca eran apresurados; seguro que jamás en su vida perdió un tren. Conversaba con interés con sus clientes y sus compañeros de viaje y rumiaba con provinciana lentitud todo cuanto le decían. No pretendía aparentar más de lo que era. Pertenecía al club de la nobleza local, pero nunca cruzó su umbral. Quienes hacían colectas para obras de caridad acudían primero a él y mi padre siempre sabía qué esperaban de él los siguientes donantes. Si en la tienda un cliente regateaba con obstinación, la última palabra siempre era la de mi padre. Las mujeres campesinas sacaban del dobladillo de la falda el dinero envuelto en un pañuelo para pagar las cacerolas esmaltadas. Cuando la suma no alcanzaba, mi padre les daba crédito hasta la cosecha. Los deudores pocas veces pudieron librarse de él. Todo el mundo conocía el árbol genealógico de su vecino y el hijo tendría que pasar un trago amargo si su padre actuaba con deshonra.

La letra de mi padre era pulcra; su cálculo mental, excelente. Sabía jugar bastante bien al ajedrez, no hablaba mucho ni de manera brillante, pero lo hacía con cierto deje de la región de Bihar, y lo que decía tenía pies y cabeza y muchas veces hasta gracia. En su vida todo estaba decidido y arreglado desde la infancia. Sabía por qué estudiaba alemán en la escuela comercial de Késmarok (donde en las tardes de verano podía practicar patinaje sobre hielo en las cuevas glaciales de Dobsina, dar vueltas por las murallas del castillo, enseñar ajedrez a la hijita de rubias trenzas y pocas luces de su casero y profesor de matemáticas, pero sobre todo podía enfrascarse en la lectura de sus libros de texto, sintiendo, allí en las montañas del alto Tatra, nostalgia por las tierras negras de la llanura de Bihar), sabía por qué escuchaba con decorosa modestia la conversación de los ancianos de la gran familia, por qué iba a la sinagoga y hacía su servicio militar, por qué tenía una docena de trajes y varias docenas de camisas bordadas y con monograma, así como cuellos duros, bastón de paseo de bambú y polainas, por qué se casaba, tras la muerte de sus venerados padres, con una chica judía de buena familia, más culta que él pero igualmente rica, que no era de su pueblo sino de Nagyvárad, es decir, de la antigua capital de la comarca, y de la que las hermanas de mi padre averiguaron todo cuanto pudieron, antes incluso de ponerlos en contacto; sabía también por qué derribaba la vieja casa y mandaba construir una nueva y de mayor categoría en su lugar después de la boda y del viaje de novios a Semmering, por qué tenía servidumbre, por qué educaba, junto con su querida esposa y la institutriz alemana, a una niña y a un niño: todo para cumplir con el deber cívico que le transmitiera su padre y que habría querido transmitirme a mí, su hijo, si Dios hubiese querido. Pero Dios no quiso; el porqué es un enigma. Más tarde, mi padre reflexionó mucho sobre ello.

Ni se le pasó por la cabeza mudarse o huir del amplio y polvoriento pueblo de Újfalu cuando estrecharon el cerco. Fue aquí donde aumentó la fortuna y el prestigio heredados de su padre. Conocía a medio pueblo, y a él también lo conocían desde su infancia y todos esperaban que no manchara el nombre de su padre. Aquí estaban las tumbas de la familia. Primero, la de su madre, sobre cuya lápida el padre había escrito: «Fuiste nuestra felicidad y nuestro orgullo»; luego la de su padre y la de su hermana menor, la más querida de las hermanas. Aquí quería ser enterrado, porque era lo correcto. Sus fantasías no habrían sido del todo desacertadas si Alemania, país productor de excelentes artículos de acero, no se hubiera postrado, precisamente en el año de mi nacimiento, a los pies de «ese granuja que grita como si lo apalearan». Mi padre no entendía cómo gente seria podía tomarse en serio a ese charlatán gesticulante. Mi padre confiaba cada vez más en la victoria de las democracias anglosajonas.

—Después de la guerra sólo tendré productos de acero ingleses, los mandaré traer por avión.

—¿Aquí al jardín? —preguntaba mi madre sonriendo—. ¿Y podrías decirme cuándo?

—En enero o en febrero, o en verano a más tardar —contestaba mi padre y besaba la mano a mi escéptica madre.

Viaje en tren a Budapest

¿Puedes imaginar lo que significa para un niño de Újfalu llegar en tren a la estación Oeste de Budapest, tan característica por su cubierta de vidrio? Venimos de la región de Sárrét, donde una capa de barro cubre las calles tras las lluvias, de modo que los carros se quedan empantanados con caballos incluidos y hay que andar con botas si uno pretende llegar con los pies secos a la otra acera. Venimos de un barro que no es siempre lodo, sino también una tierra negra, fértil, agrietada, brillante, elástica y compacta. Del Este vienen los fertilizantes, junto con la masa proletaria. El arado de acero procede de Occidente; el trigo, de Oriente. El padre del niño participa en este tráfico y por decisión propia no se aleja de la casa paterna. Derriba las paredes de adobe de la casa de una sola planta heredada de su padre y en su lugar levanta dos plantas con gruesas paredes de ladrillo. En eso consistió la innovación de mi padre: subir del dormitorio situado en la planta baja al dormitorio del primer piso. La casa estaba en el mismo número que la de mi abuelo, con la trasera mirando hacia la sinagoga. Allá en Sárrét, la madera y la piedra venían de lejos, eran un material de construcción caro; por eso los pobres construyen con adobe y los más pobres hacen las paredes con barro prensado y en sus cuartos caminan sobre una tierra negra, apisonada y agrietada. Sólo los más ricos construían con ladrillo. Y, desde luego, poner otra casa sobre el tejado de una casa normal, de las de una sola planta, constituía un hecho excepcional y una auténtica provocación. Sin embargo, tanto afán hacia lo alto también podía considerarse una forma muy loable de progreso ciudadano y daba un toque vertical a la imagen chata de nuestro modesto municipio. Los vecinos más cultos aseguran que no son las casas de varias plantas las que hacen la ciudad, sino su importancia. Y, la verdad sea dicha, importancia hay mucha en Újfalu: hay para sacar pecho. Muchas pipas y barrigas, muchas bromas e indirectas. En la gran llanura, algunos estamos por encima de los otros, aun construyendo en horizontal.

Luchamos, peleamos, queremos saber quién es el más fuerte, ¿quién es el chico de la clase capaz de tumbar a todos los demás sobre el suelo aceitoso del aula? Los hemos tumbado a todos. Zoltán y yo compartimos el podio de campeón; somos igual de fuertes, porque siempre quedamos empatados al final. Amistad: reconocer que el otro es tan bueno como uno. Y, lo que es más, estar enamorado de la diferencia del amigo, de su superioridad en algunos puntos, entre los cuales destacaba la disciplina intelectual de Zoltán, su carácter reflexivo y su reserva y frialdad en el ámbito enfangado de las emociones. Por eso, Zoltán evitaba las peleas y cualquier contacto físico estrecho. Las consideraba una tontería. Cuando no había modo de eludirlo, Zoltán mostraba quién era el más fuerte, pero prefería dar la espalda a quien había dicho alguna insolencia. Yo era un niño bastante pendenciero y, además, no temía el contacto con otros cuerpos, por lo que me veía muchas veces tumbado sobre otro, ensuciándome las manos en el suelo aceitoso, y también las rodillas, pero nunca la espalda. Sí, los dos vencimos asimismo en esa otra prueba de fuerza con nuestros compañeros de escuela, con los chicos y chicas judíos con los que producíamos el olor a sobaco tan característico del aula: vencimos en la prueba de la supervivencia. A los doce años, Zoltán y yo éramos los ganadores absolutos. Nosotros vivíamos y ellos no. ¿Por qué precisamente nosotros? Sea cual sea la explicación, resulta inexplicable. ¿Por qué tuvieron que asesinar a Baba Blau y a János Blaumöhl en las cámaras de gas? ¿Por qué les tocó a ellos y no a nosotros?

Vamos a Budapest desde un sitio donde las elevaciones escasean y donde aspirar a lo alto equivale a una provocación. ¿Adónde pretendes llegar? No sólo la cigüeña, sino también la pequeña golondrina vuela más alto que la casa de dos plantas, más incluso que el campanario de ladrillo de la iglesia calvinista construido en 1812, una torre de tres pisos maciza, robusta y segura. Mejor siéntate aquí en este banco. Te aguantará bien este tronco de acacia partido por la mitad y apoyado en dos soportes de madera de acacia clavados en el suelo. Y también te aguantará la tierra; las alturas, en cambio, suelen ser harto enclenques, como es bien sabido. El hombre va más seguro a gatas que sobre los dos pies. Bien mirado, el hombre está rodeado de cuadrúpedos aquí en Újfalu.

Todos esos edificios altos expresan al entrar el tren en la estación Oeste de Budapest el hecho de ponerse en pie, ambición y desafío. ¿Así también se puede vivir? ¿De manera tan densa, tan apretujada? ¿Uno encima del otro? Hay ventanas abiertas en el primer piso, y en el segundo, y en el tercero, y figuras que parecen mujeres miran hacia fuera. Y hay un niño como nosotros observando. ¡Qué vista tan magnífica que tiene el muchacho! ¡Puede contemplar el denso tráfico de los trenes! Nosotros, los del pueblo, solemos ir a las cinco de la tarde a la estación, a ver pasar el expreso de Budapest. Éstos, en cambio, pueden ver trenes cuando les viene en gana.

Para mí, Budapest se convirtió en un único parque de atracciones desde el momento en que vi el primer tranvía amarillo y el primer autobús azul. La ciudad desafía la fuerza de la gravedad y se encumbra sin parar. Un niño que aplasta la nariz contra la ventana del tren para mirar afuera, un niño que, viniendo de la torre de Csonka en Újfalu, aterriza en este bosque mágico de torres por el que van y vienen los coches de las montañas rusas y los trenes fantasmas y los vagones infernales, tiene la sensación de que nada más grande puede ocurrirle a un ser humano.

Y este sentimiento se vio confirmado cuando, siguiendo al empleado del hotel, salimos al balcón de la habitación que daba al Danubio. Hacía buen tiempo; era un día plateado de los de septiembre. Yo tenía delante el Palacio Real y el monte Gellért, con torres por todas partes, y detrás a mi madre, deshaciendo las maletas. Todavía no iba a la escuela. Hay gente que llega al paraíso en el transcurso de su carrera terrenal, incluso al comienzo de la misma. Uno va de este a oeste, recorre doscientos veinte kilómetros en tren y llega a Budapest. Allí se detiene. En el balcón del tercer piso del Hotel Korona siente aquello que los niños de provincia, al llegar a un punto alto de la capital, a veces hasta expresan con romántico aliento: ¡ahora nos ha tocado a nosotros! Aquí estoy, un puntito audaz, pero susceptible de perderse en el enorme laberinto. Me dirijo a la ciudadela; hace viento y las brujas me escoltan volando. Usando mi abrigo a cuadros escoceces como alas, desciendo sobre la ciudad. Subo y bajo entre los cables del tranvía y espío los cuartos iluminados, pasmado como el ratón en un granero. Me quedaré por un tiempo, pienso. La gente de Újfalu, gente lenta que piensa a pasitos cortos y que gusta de caminar con las manos cruzadas atrás, ha de dar un salto tan grande para llegar a Budapest que luego ya no piensa en avanzar más hacia el oeste, salvo quizá en alguna excursión.

Para nuestra conciencia infantil, el centro del mundo es el lugar donde estamos. La conciencia infantil tiene razón, por cuanto no existe relación entre el espacio de nuestra conciencia y el de los mapas. Por muchos saltos que demos sobre la superficie de la tierra, el espacio de nuestra mente se mantiene. Nuestros muertos se pasean alegremente por esta plaza mayor portátil. Papá se sienta a nuestra mesa en el café. Reconocemos en los clientes del Korona a los hombres con los que solemos soñar, que nos oprimen el pecho y ante los cuales tal vez no tuvimos razón. Sí, vivimos con estas figuras de la obsesión bajo nuestros párpados cerrados. Los ahorcados sacan las cabezas de la soga. Ese estúpido coágulo se aparta del camino y el corazón reanuda su trabajo como está mandado.

Tengo muchos conocidos en la Feltámadás tér, la plaza de la Resurrección. Gente para llenar una ciudad, gente para llenar todo un tren con destino a los campos de concentración. La muerte se precipita en picado, y nosotros nos defendemos. Nuestros muertos siguen vivos en esta plaza. Puede ser un jardín, una terraza, un café o la plaza principal de una ciudad: son cambios de escena. El grupo de invitados toma asiento en torno a la mesa. Durante un fugaz instante damos la impresión de comprendernos. Conocemos las diversas formas de disolverse del cuerpo y del alma, de la amistad y de la memoria. Alzamos las copas y brindamos por esta ciudad que nos ha reunido. Enarbolamos la lista de nuestros amigos ante nuestros jueces del más allá.

Berettyó

Estaba en el puente del río Berettyó crecido por el deshielo, con mi hermana, mis primos y la institutriz. En verano, el Berettyó serpentea por su cauce plano y herboso haciéndose el inofensivo, pero los malignos remolinos siempre arrastran a alguno en el período de baños y sólo lo devuelven con forma de cadáver. Ahora que era primavera bajaba con más fuerza y amplitud, llevándose las cabras amontonadas en los carros y los conejos acurrucados en los tejados, arrancando árboles y haciendo nadar a las bestias, saltaba por encima del muro de contención e inundaba un extremo del cementerio judío, así como la parte baja del pueblo. Los hombres tumbados boca abajo sobre las balsas rescataban del agua las tablas y artesas de amasar.

Nada es seguro, pensaba yo de pie en el puente, cogido de la mano de Livia, la nueva institutriz. A la izquierda estaba la torre de Csonka, donde también acechaba el peligro. Los murciélagos aletean en verano, en la oscuridad mohosa y fresca de esa torre de un viejo castillo. El castillo había sido derribado, pese a que cientos de años antes todo el pueblo se refugió en su interior. Es la nuestra una zona salvaje; siempre han pasado por aquí los ejércitos, haciendo que la gente se esconda en los pantanos. Los soldados extranjeros, los merodeadores y los hajduk iban y venían por la planicie.

Las manadas ocupaban la calle principal por las tardes; las vacas se adentraban a izquierda y derecha en las callejas laterales, todas se sabían sus direcciones. El vaquero no hacía restallar el látigo con la fuerza de un trueno para poner orden entre las bestias, sino para comunicar su paso por el pueblo.

La conversación en el pueblo era lenta, prolija y cordial. Los hombres cortaban tranquilamente rebanadas de pan grueso y con mucha miga para acompañar las lonchas finas de tocino. Poco tocino y mucho pan, eso enseñaban también a sus hijos. Las parejas se sentaban, mudas, en los pescantes de los carros. Los campesinos con sus petos azules se miraban a los ojos con parsimonia; no se precipitaban a la hora de comunicarse. Los gendarmes eran tratados con sumo respeto: a la bofetada, dura como una piedra, ya no le seguía necesariamente el culatazo.

El último bandido permanecía sentado en un rincón de la taberna de mi bisabuela, con la pistola en la mano. Mi bisabuelo se encontraba detrás de la barra. Los gendarmes rodeaban el pueblo. La amante del bandido, en cuya casa éste había creído oportuno refugiarse, había delatado al pobre. El bandido se tomó un último trago.

—A tu salud —dijo mi bisabuelo, y se rieron.

El hombre logró disparar a la cara de un gendarme que espiaba por la ventana.

—Ya no te pagaré la ventana —señaló el cliente.

—Tú sírvete —le contestó el anciano.

El bandido se sirvió con la mano izquierda y se llevó la copa a los labios, pero no pudo beber. Disparó contra un casco de gendarme colocado sobre el mango de una escoba mientras un rifle apuntaba a su sien desde otra ventana.

Mi bisabuelo era un hombre alto, no soportaba el escándalo en su taberna y echaba sin escrúpulos a los parroquianos violentos.

—¡¿Quieres soltar ese cuchillo, navajero de Bihar?!

Todos los clientes llevaban cuchillos con mango de madera en las cañas de las botas. En los bailes del sábado ocurría con frecuencia que alguien le quitaba la novia a otro y que el incidente acababa con una puñalada. Había quienes daban espoladas en la cara del rival tumbado en el suelo. Una señora empleó un hacha para partir en dos la crisma de su marido infiel. Las parejas mayores acostumbraban a usar el pozo: o saltaba uno mismo o tiraba a su pareja adentro.

Mi bisabuelo se casó por segunda vez a los setenta y ocho años. Su mujer no tenía ni la mitad. Un parroquiano le tocó la falda, y el viejo lo cogió de la oreja y lo echó a la nieve.

—¿Quieres que te mate, viejo? —preguntó el parroquiano.

El anciano cogió un hurgón:

—Hay otro al lado de la puerta de la pocilga.

A esto le siguió un duelo a hurgones; el cliente cayó con un pinchazo en el costado, pero no murió, y el viejo fue absuelto. Las lápidas de mármol blanco con inscripciones hebreas yacen caídas en el descuidado cementerio; la de mi bisabuelo, sin embargo, sigue en pie. Tenía una barba bifurcada de aspecto terrorífico, cara morena y huesuda y ojos llenos de ironía. Me devuelve la mirada cada vez que miro su retrato. Algo sabe. En el cementerio lo rodean las lápidas de sus hijos y nietos, más grandes que la suya y hechas de granito negro. Las balas de la guerra apenas le arrancaron un trocito de una esquina dorada.

Mi padre, el tan esperado nieto varón, ya iba en simón a visitar a su abuelo en la taberna situada en un extremo del pueblo, a la que también pertenecía una viña. Las uvas rojas de tipo Otelo picaban a mi padre en la boca. La abuelastra hacía cruasanes con la masa de hojaldre y los rellenaba con mermelada de albaricoque; también a mí, eran las pastas que más me gustaban. Mi padre, un chico muy sosegado, no aprendió a ser el más fuerte, a arrancar de un golpe la navaja de la mano del otro; a responder a los desafíos; a lanzar el gorro junto al de su rival ni a ponerse a pelear hasta que le sangrara la nariz, hasta que se partiera los labios.

—Hija, ¿por qué me traes a este chico de medias blancas?

Mi abuela no quería ver a mi padre rodando por el prado con los chicos de Szentmárton. Lo mandaba a clases de violín y hasta protegía al pequeño József de cualquier viento fuerte. Que estudiara, que hiciera el bachillerato y que fuera un caballero, ése era el plan. El profesor de violín llevaba chaqueta larga y pelo largo y muchas veces daba un buen golpe con el arco en la oreja de mi padre cuando desafinaba.

—Sube al granero —le susurraba el bisabuelo.

El pequeño József subía para no ofender al anciano y observaba a los pájaros en el cielo. (Cuando yo ya vivía, mi padre se echaba en una tumbona en el balcón durante el descanso del mediodía, después del café, dejaba caer sobre el regazo el diario con sus inquietantes noticias y recorría lentamente con la mirada el cielo en busca de las aves rapaces. Sabía sonreír sin decir nada, sin mover siquiera los labios). Todo el mundo reconocía que mi padre, el simpático pequeño József, se comportaba con suma corrección. A los trece años, durante la celebración de su bar mitzvah en la sinagoga, supo recitar perfectamente la explicación del pasaje de la Tora redactada por él mismo. Le sentaba bien el uniforme militar que le cosiera el sastre del pueblo a petición de mi abuela cuando, recién acabado el bachillerato, el joven hubo de marchar al frente rumano durante la Primera Guerra Mundial. Mi padre se alistó en artillería por consejo de todas las madres judías y gracias a los enchufes pertinentes. Mi abuela no quiso que su József fuera húsar, no, porque el caballo habría podido tirarlo y el pequeño habría estado muy cerca del enemigo, habría tenido que blandir el sable en el transcurso de un ataque y, yendo a galope tendido, cortar la cabeza de otro ser humano. El artillero, en cambio, descarga desde muy lejos y no tiene ni idea contra quién.

—Hay muchos espacios sin gente en la tierra… Pues disparad allí… Cariñito mío, no hagas daño a nadie, y el Señor te protegerá. Entonces, con la ayuda del Señor, nadie te hará daño.

Mi padre, el preferido de mamá, era más joven que la hija de su hermana mayor. El Señor concedió gran fertilidad a mi abuela; a ella le daba vergüenza quedarse embarazada una vez pasados los cuarenta. Mi abuelo, en cambio, hombre serio donde los haya, enjuto de carnes y colorado de piel, desde luego no sentía vergüenza de fecundar cuantas veces podía ese cuerpecito redondo.

Mi padre era el único en la comarca con autorización para vender armas de caza y municiones. Era, por supuesto, un gran privilegio, que conllevaba una importante responsabilidad cívica y comercial. Los rifles de caza perfectamente cincelados se guardaban bajo llave en un armario con puertas de vidrio; yo veía en esos brillantes cañones la infinitud por la que se acercaba la muerte. Los hombres con chamarras y cuellos de piel abrían el rifle y le echaban un vistazo al cañón, y luego se ponían el arma al hombro, para comprobar si se asentaba bien la culata. Un comprador serio hasta salía al jardín a probar el rifle. Cuando oía varios disparos, mi padre intuía mi implicación en el asunto. No entendía del todo esa pasión mía; él no le veía gracia alguna a las armas, ni se le pasaba por la cabeza la idea de ir a cazar; de hecho, no mataba ni una mosca, sólo las espantaba. A mí sí me interesaban las armas. La honda era mi vida, una honda que yo mismo había fabricado con una rama de ciruelo horcada, una tira de goma y un trozo de piel, pero no disparaba contra los pájaros. La golondrina anidaba bajo el balcón; el macho llegaba con el gusano, las criaturitas se estiraban y abrían los picos; en ningún momento se me ocurrió la idea de matar a su padre. Pues sí, me gustaban las armas y me gustaba disparar, pero contra nadie. Ponía una varita en la cuerda; la punta de la flecha tenía un clavo fijado allí con alambre, para que tuviese peso y volara más lejos. Así, hasta podía matar la cabra en el patio de la sinagoga. Era hembra; yo veía cómo se le movían pesadamente las ubres cuando se paseaba entre sus cabritillos. Tenía una borla de pelo blanco entre los cuernos; cuando le hacía cosquillas, bajaba la cabeza. Intenté cogerla de los cuernos y empujarla hacia atrás, pero me embistió; caí de culo y ella se puso a balar alegremente.

Me encantaban los cuchillos, las navajas y los puñales, me gustaba pasar el dedo por su filo, sacarlos de su vaina, hacer que la hoja de la navaja con muelle saltara de su mango, ponerme el puñal de cazador en el cinturón y mirarme luego en el espejo. Habría deseado ser más hombre y más robusto. Sostenía la Browning de mi padre como si se tratara del cetro real. La pistola se guardaba bajo llave en un cajón del tocador en el dormitorio de mis padres. Dos ángeles blancos y desnudos sujetaban un espejo sobre la mesa. El cajón de arriba a la derecha estaba cerrado con llave, pero yo conseguí agenciármela. Al lado de la pistola había algo cuya función descubrí más tarde: preservativos. Al niño no le gustaba que sus padres se ocuparan de tales cosas.

Mi padre vivió más de cincuenta años en la misma parcela; sólo cambió la casa vieja por una nueva. Era comprensible que los mayores lo llamaran pequeño József, como si fuera un niñito; a mí, en cambio, me resultaba ridículo y un tanto molesto. Algunos de los amigos de juventud lo llamaban Jóska, pero la mayoría le decía señor Konrád o distinguido señor. A mi madre le decían «señora» y a mí «señorito», o me llamaban por el nombre de pila.

Mi padre era el único varón de cinco hermanos; se quedó con la casa y con la tienda y pagó a sus hermanas la parte que les correspondía, una cantidad considerable, más que suficiente para que nadie le guardara rencor. Mi abuelo se llamaba Ignác Kohn; mi padre magiarizó su apellido y pasó a llamarse Konrád después de hacer el bachillerato. Tenía un tío de este nombre en Debrecen, un librero y erudito del Talmud, que gustaba de pasar el tiempo en el entresuelo leyendo, y que hacia el final de sus días ya ni siquiera bajaba cuando sonaba la campanilla al abrirse la puerta de su tienda.

No sólo nos llamábamos Kohn, sino que también éramos unos Cohen o cohenitas. Mi padre me explicó el trasfondo de la cuestión: éramos descendientes de Aarón, no podíamos pisar el cementerio, sólo podíamos tomar por esposa a una virgen y sólo nosotros contábamos con autorización para coger en la mano la Tora en la sinagoga. La comunidad judía tenía muy en cuenta el hecho de esta nobleza sacerdotal. Aunque el privilegio no se heredaba por línea femenina, mi abuelo materno también era cohenita, y el pueblo lo sabía.

—Tampoco es poca cosa —decía mi padre— que tus antepasados fueran, hace dos mil años, sumos sacerdotes, eruditos y guardianes del templo y del Arca de la Alianza. Claro que no es lo mismo que una piel de perro, el distintivo de los nobles —añadía luego en tono reflexivo.

Por la ventana veía a los judíos dirigirse a la sinagoga, con sus sombreros negros, sus trajes oscuros y las espaldas encorvadas. En los días de fiesta, me ponía al lado de mi padre en su palco situado justo detrás del banco marrón que estaba frente al Arca de la Alianza. Me tapaba con su manto de la oración, cuya seda blanca estaba atravesada por franjas negras y doradas.

La fachada de la casa nueva, así como el membrete del papel de carta, mostraban lo siguiente: FERRETERÍA DE JÓZSEF KONRÁD, HEREDERO DE IGNÁC KOHN, FUNDADA EN 1878. Mi padre se impuso varias veces la tarea literaria de introducir mi nombre en esa línea, de tal modo que apareciera como el sucesor de los dos. Cuando yo ya era un poco más grande, habría preferido tener un padre más fuerte y de miras más amplias. Ahora le estoy agradecido por no haberme presionado con su fuerza y no haberme obligado a urdir tretas para vencerlo. Me dio amor, ejemplo y distancia. Yo quería respetarlo; y era mejor que fuera ferretero que poeta.

—La ferretería, hijo mío —decía—, tal vez no sea tan fácil como la confección o la perfumería, pero es más seria. Aquí no entran tantas mujeres nerviosas que no saben lo que quieren, sino administradores, campesinos, maestros de diversos oficios, gente que sabe perfectamente lo que necesita. El ferretero no precisa de zalamerías; su mercadería habla por él.

Junto a él, los dependientes de la tienda eran unos burgueses; no eran obreros ni empleados, sino socios de la empresa y gente de la casa; configuraban un todo, y mi padre también era un hombre más en la empresa, no sólo un individuo aislado. Desempeñaba el papel de patrón como si se lo hubieran asignado desde la infancia; habían preparado al tan esperado heredero varón para que lo fuera. Era más apreciable recibir el nombramiento de su propio padre que del Estado, por ejemplo. Así, se esperaba más de él. Tuvo que aprender sus futuros deberes desde la infancia.

Yo era un señorito forzudo, regordete y simpático con todos. El hijo del patrón debe mostrarse amable con la gente. Mi padre fue heredero y yo también lo soy. Y yo también tendré un heredero, porque cuando sea grande fundaré una fábrica de aviones en Újfalu que luego legaré a mi hijo. Agrandaré los baños y la pista de patinaje, que de hecho no eran más que un estanque de patos, y mandaré construir una tribuna cubierta en el estadio de fútbol. Mi sueño preferido era imaginar cómo haría más bonito el pueblo de Újfalu cuando fuera rico. Desde luego, era segurísimo que el organillo del carrusel sonaría sin parar en la ribera del Káló, el arroyo del lugar, y que el mono del circo no se cansaría de hacer sonar sus platillos.

Soy heredero de mi padre en muchos aspectos, en la capacidad, por ejemplo, de hacerme entender. Escucho a la gente con interés, presto atención a sus historias y opiniones e incluso pregunto hasta resultar ridículo. «Dime, por favor…», así empezaba yo mis frases en mi juventud, y quizá también lo haga ahora, con lo cual me convertí en objeto de las burlas de mis amigos. En la mayoría de los casos, considero digno de atención cuanto escucho; y lo escucho como un cuento o, al menos, como algo interesante que merece reflexión. Últimamente, dicen, mi cara expresa de manera más manifiesta su aburrimiento; mi mente se dispersa y mi interlocutor no está del todo seguro de si lo escucho.

Mi padre también consideraba interesantes los enunciados de sus clientes, sobre todo de sus clientes habituales. Y lo que él mismo decía también tenía sentido. Rezumaba experiencia y buenos consejos, pero además podía ser divertido. Para él, la tienda no sólo era un escenario para transacciones comerciales, sino también un círculo para buenas tertulias, igual que la taberna, el molino o la herrería. En las ocho horas que se pasaba abajo había tiempo para charlar con los de Szentmárton, los de Furta, los de Csökmö, los de Bagamér, los de Zsáka, los de Darvas, los de Bakonszeg, los de Derecske, pero sobre todo, como es natural, con la gente de Berettyóújfalu, los habitantes de la capital de la comarca, es decir, del centro del mundo.

Cuanto ocurría en Újfalu era cosa importante; y lo más importante era lo que ocurría en casa. Yo también sentía igual: era el único lugar donde merecía la pena vivir. Todo lo demás estaba tan lejos como las estrellas alrededor del sol. El rey de la casa era él, pero el sucesor en el trono era yo, el futuro patrón de esta docena de hombres que trabajaba para nosotros, el heredero de este sólido edificio y de esta sólida existencia. Mi abuelo sólo acabó la primaria, mi padre ya hizo el bachillerato comercial, y a mí me quería mandar a la universidad, a Oxford, para ser exacto. Pensaba que yo no sólo debía mantener la ferretería, sino también fundar una fábrica en Újfalu. No llegué a ser fabricante, ni tengo empleados; los amigos se sientan a veces en torno a mi mesa, y está bien que así sea. Después de su muerte, tardé muchos años en quitarme el sombrero ante su figura, no sólo con el corazón, sino también con la mente.

En mi adolescencia, sin embargo, imaginaba que las personas verdaderamente interesantes se encontraban en cualquier parte menos en mi familia. Porque debía de haber mundos mucho más emocionantes que el por mí conocido. Es más, el ambiente del que procedía, la burguesía judía de provincias, era tan criticado y cuestionado, incluso en su derecho a ser, por los círculos intelectuales de Budapest, que hasta yo mismo me consideraba discutible. Coleccionaba fotografías de otros, de gente que tal vez tenía más derecho a existir que yo, el cuestionado. ¿Por qué no fue mi padre un obrero metalúrgico, miembro del ilegal Partido Comunista, antes de la guerra o quizá un pobre jornalero? Pero ya que no lo era, ya que en el formulario yo siempre escribía «burguesa» en la rúbrica en que se preguntaba por la «extracción» (pues en aquella época uno había de rellenar una cantidad ingente de formularios), a la vez que en las listas oficiales siempre figuraban las palabras «ajena a la clase obrera» debajo de mi nombre y apellido y junto a la pregunta por la «extracción», lo cual no se distinguía demasiado del célebre «ajeno a la raza» del anterior régimen (indicado abreviadamente con una X mayúscula, de tal modo que en el lenguaje coloquial-administrativo los de nuestra raza nos llamábamos los equis), es decir, en definitiva, ya que mi padre no procedía de abajo y no era, por tanto, un simple hijo del pueblo, ¿por qué diablos no procedía de más arriba? ¿Por qué no era gerente de un banco? ¿Por qué no vivíamos en Budapest, en un gran chalé en las colinas verdes o en un gran piso a las orillas del Danubio? Si no era pobre, ¿por qué no era rico? ¿Por qué vivimos, después de la nacionalización o, mejor dicho, de la enajenación de la casa, de la tienda y de todos los medios económicos de mi padre, en tal estrechez que, de hecho, yo ni siquiera tenía una habitación propia (siempre y cuando no consideráramos un cuarto el cubículo de la sirvienta)? Si mi padre no era un simple hijo del pueblo, ¿por qué no era un gran erudito, por qué no era la estrella de un club nocturno, por qué no era un extravagante terrateniente? ¿Y por qué era tan bondadoso, tan amable, tan sonriente? ¿Por qué no era más malo, más cruel? El diablo sabe qué otro origen podría haber tenido y qué padre deseaba de verdad en lugar del mío.

Hoy le agradezco no haberme aplastado ni con el rigor ni con el peso de su personalidad difícilmente superable. Pude desarrollarme con calma a su lado, sin necesidad de luchar contra él. Dentro de mí, no trabajaban ni la rebelión ni el resentimiento contra el padre. A esto debo no haber sido ni gruñón ni peleón. Nunca tuve problemas con su autoridad, pues era una autoridad sumamente benévola. Mi padre nunca cruzó los límites marcados por la ley y por la conveniencia, mientras que mi vida no ha sido más que una serie de transgresiones. Siendo como era un joven testarudo, no tardé en enfrentarme a las autoridades; además, era más vanidoso, más curioso e inquieto que mi padre, de quien me burlaba en la adolescencia, calificándolo de director de primaria, porque a veces hablaba en tono tan solemne que parecía pronunciar el discurso de finales del año escolar. Cuando lo hacía, yo bajaba la mirada e intentaba animarlo con alguna broma. Ahora le prestaría más atención, creo yo. Siento nostalgia de las comidas del domingo; en mi juventud, sin embargo, prefería quedarme sentado ante el escritorio, para escribir lo que aún estaba acumulado en mi pluma. La pluma no quería acabar y mi esposa me llamaba, diciendo que ya era hora de ir a comer. Había algo de ritual en esas comidas del domingo, con las obras maestras de mi madre en tres platos: el caldo de verduras con albóndigas de hígado, la carne rebozada o el asado, y la siempre fiable tarta de chocolate y café o los crepes gruesos y rellenos, con sus sabores un tanto anticuados, un tanto provincianos, pero absolutamente convincentes. A veces me distraía, y el silencio caía sobre la mesa. Acariciaba la mano del comerciante jubilado y pensaba en cosas de las que no podía hablar con él, tal vez por pudor. En la juventud observaba más nuestras diferencias y ahora noto más nuestros parecidos.

Cuando se publicó mi primera novela, mi padre llamó aparte a Julia, mi esposa de aquellos años, y le preguntó:

—Oye, mi niña, ¿qué le pasa a mi hijo? Tiene una hermosa familia, un buen empleo, un hogar agradable, ¿por qué escribe cosas tan tristes y tan terribles?

La respuesta que recibió no fue satisfactoria, y se quedó pensando, sentado al lado de la cama de mi hijo. Mi madre eligió a nuestra hija Dorka como nieta preferida; mi padre a nuestro hijo Miklós. Siempre estaba mirando lo que hacía. Podía estar a su lado con suma discreción, sin hacer el más mínimo ruido. Se pasaba horas observando sus manitas, empeñadas en apretarse las orejas y la nariz, tal vez porque no hallaba manera de encontrar la boca. Esperaba un ratito cuando Miklós rompía a llorar y se disponía a prorrumpir en un llanto dramático y prolongado y luego, llegado el momento, lo cogía en brazos y lo tranquilizaba. Cuando abríamos la puerta, encontrábamos a Miklós en brazos de mi padre, ambos mirando a dúo por la ventana. Entretanto, Miklós cuenta ya con una biografía de veinte años a sus espaldas, vive en París, estudia historia y literatura húngara en la Sorbona. Tocó la batería durante ocho años, decidido a hacer carrera como estrella del rock. A veces es brillante, pero también proclive a desalentarse. Lo vemos en las vacaciones, al igual que a Dorka, que pronto acabará sus estudios de medicina en París. Tengo la impresión de que tenemos cosas que decirnos. Lamento que no pudieran ver al abuelo en su casa de Újfalu, en la tienda, en su ambiente natural. De no haber ocurrido lo que ocurrió, mi padre habría muerto en su propia casa.

En mayo de 1944 detuvieron a mi padre y a mi madre, los internaron y los deportaron a Austria. Ambos sobrevivieron a los campos de concentración y volvieron a casa. Mi hermana Éva y yo fuimos a parar a Budapest y sobrevivimos. Fuimos una familia particularmente afortunada. Muchas fueron las parejas que no regresaron a Újfalu, y el hecho de que los dos niños quedaran con vida podía considerarse un milagro. Como la mayoría de los judíos habían perdido a su pareja o a alguno de sus hijos, debía de resultarles doloroso vernos; de todos modos, nos trataron con simpatía y cordialidad. Mi padre empezó a trabajar de nuevo y seguía pareciéndole inconcebible la idea de marcharse de Berettyóújfalu. En 1950 nacionalizaron la tienda; él manifestó su deseo de quedarse como empleado, aduciendo conocer la materia a fondo. La empresa estatal, sin embargo, no necesitaba los servicios de mi padre, pero sí su vivienda. Se repitió lo ocurrido seis años antes: se quedó en pelotas, como un caracol sin concha. Mi padre se trasladó a Budapest, donde llegó a ser director de una ferretería estatal. Nuestra vida burguesa había acabado.

Es decir, las llamadas transformaciones históricas hicieron dos cortes en la vida de mi padre; y él no pudo defenderse. Mi padre tenía cuarenta y siete años en 1944, cuando experimentó la humillación de ver cómo hacían con él lo que querían. Yo tenía a la sazón catorce años. Por eso, tal vez, estoy más preparado para las calamidades de la vida. Me crié con ellas y llevo todos estos años siempre al acecho. Sé que pueden llamar a la puerta en cualquier momento. La mayoría de los hermanos, parientes y amigos de mi padre fueron asesinados. Los sobrevivientes se marcharon en gran parte a Occidente o a Israel. Algunos judíos de Újfalu se trasladaron aquí, a Budapest. Unos pocos se hicieron miembros del partido y consiguieron puestos bastante apetecibles en alguna empresa estatal, en profesiones que no les eran desconocidas; habían sido comerciantes de madera, merceros o tratantes en granos y lo siguieron siendo de alguna manera. Los amigos de mi padre no entendían de política, no soltaban discursos en las reuniones y no dejaron de ser provincianos en la capital; de hecho, casi no hicieron nuevas amistades y sólo se frecuentaban entre ellos. Poco a poco se han ido extinguiendo. Ahora ya sólo queda uno de ellos, don Marci, primo de mi padre, de ochenta y dos años de edad, quien siempre recitó bellamente la oración fúnebre judía ante las tumbas de los otros. Sin embargo, no conozco a ningún judío de Újfalu en Budapest que pueda, en un futuro, recitar el kaddish ante su fosa.

Mi padre no podía comprender cómo el hecho de quitarle todo pudiera calificarse de progreso.

—Estos dos rufianes me lo han robado todo —declaró.

En el círculo de la familia y de los amigos no había la menor duda sobre la identidad de los dos personajes de la historia del siglo XX por él mentados. Le resultaba incomprensible que el Estado, cuyas leyes él siempre había observado como buen ciudadano, hiciera de pronto cosas repudiables desde el punto de vista de un hombre honrado. Como le quitaron dos veces casi todo, de hecho se quedó casi sin nada. Al final de su vida, en esos veinte años transcurridos en Budapest, en esa existencia no auténtica, actuó como un hombre humilde, acostumbrado a las penurias, que temía los seminarios del Partido Comunista como temía que le pusieran una bandera en la mano durante las manifestaciones y desfiles oficiales. Los domingos salía con mi madre de excursión a las colinas de los alrededores de Buda para que no lo encontraran en casa los agitadores del régimen, obligados a presentar informes sobre la moral del pueblo y sobre las opiniones vertidas por fulano y por zutano en tal o cual sitio. Mi padre se alegraba de las buenas notas de sus hijos y lagrimeaba al hablar de sus hermanas asesinadas. Debía la supervivencia al azar, según repetía en tono de asombro. Nunca quiso emigrar y le entristeció que su hija Éva, mi hermana, saliera en 1956 de un país en el que no podía trabajar como bióloga por ser de origen burgués. Cuando llegaba una carta de ella, mi padre la leía y la releía; resaltaba y me leía en voz alta los párrafos que podían calificarse de optimistas. Mi padre se avergonzaba de los productos de la tienda estatal:

—Hijo mío, yo no habría vendido artículos tan de pacotilla en mi tienda.

En tiempos de escasez no dejó que los dos dependientes a su cargo escondieran los artículos más solicitados y los vendieran a sus conocidos por una propina; los dos empleados reaccionaron denunciando a mi padre. Decían sentirse molestos por sus opiniones reaccionarias. El compañero Konrád fue trasladado a la central de la gran empresa, donde se encargó de supervisar las facturas. Luego se jubiló; pasaba la aspiradora en casa, hacía la compra y charlaba con las pescaderas en el mercado, con el carnicero y con el conserje. Se alegró mucho cuando consiguió ser dependiente a tiempo parcial en unos grandes almacenes. Leía, aunque se adormilaba durante la lectura, y escuchaba las noticias en húngaro de la BBC. La mayoría de las veces solía jugar a soldados con mi hijo Miklós, pero también se ponía contento cuando yo sacaba el tema de los tiempos pasados.

Hablábamos de las mañanas invernales, cuando se ponía con los dependientes ante la estufa de hierro encendida. Ateridos de frío, se frotaban las manos, miraban a la calle, oían las campanillas colgadas de los cuellos de los caballos y veían pasar los carros cubiertos de nieve y provistos de patines de trineo. Ay, sí, en aquella época todos llegaban a tiempo a todas partes y sólo compraban lo que de verdad necesitaban. Cacerolas esmaltadas, clavos, alambres, guadañas, ejes de carros, herrajes, armas de caza, cañas de pescar, navajas, bicicletas, estufas: todas ellas cosas útiles, duraderas y de buena calidad. En esa época aún no existían los materiales sintéticos; hasta el aluminio resultaba sospechoso en comparación con el hierro forjado, fundido o laminado, o incluso con el acero. El esmalte no se desprendía de las ollas, la bicicleta aguantaba toda la vida, pero hasta la herradura, el arado y los cubos cincados estaban hechos de tal manera que el comprador no volvía a la tienda a quejarse.

Una tarde, un ataque cardíaco derribó a mi padre, que murió de madrugada. Tenía setenta y dos años; yo, treinta y seis en aquel momento. Hacia la medianoche me cogió la mano, como quien se dispone a decir algo importante, y sonrió:

—¿Ves, mi hijito, que la vida del hombre no es nada?

Se volvió hacia la pared, como pidiendo perdón. No dijo nada más; tenía la cara muy blanca y un sudor frío. Al final, pidió un vaso de agua a mi madre; cuando ella regresó de la cocina, mi padre ya no vivía. Mi madre, de pie, se puso a temblar y no podía creer que su marido hubiera muerto. Tiene el retrato de mi padre en la pared, sobre su cama. Es una cara alargada, lisa y confiada. En la fotografía en blanco y negro no se observa el matiz inocente de sus ojos azules. A mi juicio, ni se le pasaba por la cabeza engañar a mi madre. Respondía con humor a las travesuras y era difícil sacarlo de quicio, pero no soportaba los gritos. Cuando fui a dar parte de la muerte de mi padre a la comunidad judía de Budapest, así como a solicitar el entierro, el anciano empleado alzó la vista de su gigantesco libraco de tapa dura y cierre de bronce:

—¿József Konrád? ¿Berettyóújfalu? Conozco ese nombre, una buena empresa, de buena reputación.

Cuando vi por última vez a mi padre en la cámara mortuoria del cementerio judío de Rákoskeresztúr, en diciembre de 1969, estaba vestido con una camisa blanca y tenía dos piedras planas sobre los ojos. Diez judíos de Újfalu rezaban alrededor de la tumba; repetí balbuciendo, de pie entre don Imre y don Marci, la oración fúnebre que recitaban los dos. Mi madre va como mínimo dos veces al mes a limpiar la lápida de mármol blanco y a arreglar las flores; la lápida también lleva el nombre de ella en letras doradas; sólo consta el año de nacimiento, seguido de un guión.

—Cuando muera, me pondrás encima de tu padre, hijito mío.

Y me enseña dónde guarda la libreta de la cuenta de ahorro, que con eso alcanzará para su entierro, y así no tendré que afrontar solo los gastos.

El abuelo

Mi abuelo materno, residente en Nagyvárad, no se ocupaba mucho de sus negocios; entraba a las nueve de la mañana en su oficina y a las doce del mediodía ya estaba de vuelta en casa. Antes de la comida bebía una copita de aguardiente y después de la comida se echaba una siestecita, pero sentado en el sillón, pues prefería no estirarse. Se tomaba el café, se ponía los quevedos, cogía el periódico, echaba la cabeza hacia atrás y se dormía. Lo hizo durante décadas, y a nadie se le habría ocurrido burlarse de él por tal costumbre. Cuando estaba en nuestra casa, yo me quedaba sentado frente a él en el sillón de respaldo alto en el salón. Me daba un terrón de azúcar después de sumergirlo en el café, lo cual me espabilaba mucho y estimulaba mi curiosidad. Mi abuelo era hombre reservado. Tenía libros eruditos en alemán sobre su mesita de noche, libros sobre las cruzadas y los judíos de Venecia; mi padre no leía cosas de ésas. Mi abuelo se dedicaba a la explotación forestal. Fundó fábricas con su yerno; algunas quebraron, otras no. Tío Ernö proporcionaba el espíritu emprendedor a los negocios; mi abuelo, la dignidad. Me habría gustado que hablara conmigo, porque sabía mucho. Seguro que ahora (con los quevedos sobre la nariz, la barba de Francisco José y la chalina) sigue soñando con cosas importantes, con imágenes que van más allá del campo visual de Újfalu. Yo, tímido y autotorturado, intuía la existencia de esas cosas. Desde luego, el abuelo no podía calificarse de locuaz. Empezaba a contar alguna historia y al cabo de un rato perdía interés.

—¿Quieres que salga? —preguntaba yo.

No contestaba enseguida:

—Quédate.

—Pero estás leyendo.

No podía decirme que hiciera como él, que leyera, porque yo aún no sabía leer.

—Piensa —decía.

Desde entonces no he parado de pensar sin interrupción hasta el día de hoy. Pienso hasta en sueños. Cuando mi madre se inclinaba sobre los barrotes de mi cama al ver moverse mis párpados y me preguntaba que cómo había dormido, yo la corregía en tono pedante:

—No he dormido, madre, sólo he estado pensando con los ojos cerrados.

En mi opinión, dormir era algo vergonzoso; pensar, en cambio, fuera tumbado, sentado o hasta columpiándome, algo muy correcto. Mi abuelo también soñaba cosas de significancia intelectual cuando el indigno diario se le caía de las manos.

Hasta el día de hoy, mi madre se ruboriza al hablar del envidiable honor que suponía ser invitada por su padre a pasear por la tarde. El viejo elegía a una de sus hijas después de la siesta, para que lo acompañara por un camino un tanto sinuoso hasta el café.

—No hay que seguir el camino más corto —decía el viejo.

Añadía pequeños círculos y desvíos a su itinerario, porque quería ver si habían florecido los tilos o saludar a un señor bastante mayor, que iba y venía por la calle dando golpecitos con el bastón, bajo la mirada atenta y preocupada de su hija, que lo observaba desde la ventana apoyando los brazos en el alféizar.

—¿Adónde vamos, don Zsiga?

—A ver a las chicas guapas, Adolf, hijo mío. Tú adelántate, que allí nos encontraremos.

Don Zsiga bromeaba, desde luego. Pero sabía lo que decía. Hasta Rózsika, la hija menor, niña curiosa y un tanto raquítica, la favorita del abuelo en sus paseos (preferida a Gizu, una chica obstinada y proclive a las rabietas), hasta Rózsika, digo, intuía que ese caballero tan respetable y rechoncho no era del todo indiferente a las chicas guapas. Las tres hermanas de mi madre se parecían bastante, a mi juicio; señoras de ojos ligeramente rasgados, de narices grandes y barbillas también prominentes, no altas y más bien regordetas, vamos, como suelen ser las tías; sus besos eran siempre más concienzudos y ruidosos de lo que habría deseado el tímido y retraído sobrino. Ya en la puerta de entrada estallaba su regocijo al vernos, mientras nosotros nos escondíamos y nos apretujábamos tras la falda de mamá, aterrorizados ante la tormenta de alegría que se nos echaba encima. La llegada del abuelo no suponía ninguna amenaza de este estilo. Se limitaba a poner sobre nuestras cabezas su mano bella, grande, morena, venosa, adornada con un anillo de sello. Eso era todo, ni más ni menos.

Iban cogidos de la mano, y mi madre recuerda que la gente se afanaba en ser el primero en saludar a su padre. Con su cuello de piel, su bigote blanco con forma de clave de sol y su barba corta partida en dos, sus quevedos, su hongo y su bastón de paseo con empuñadura de hueso, el abuelo se limitaba a devolver el saludo con gesto distante. Hablaba de las épocas antiguas con mi madre y le complacía resaltar, con cierto matiz humorístico, la estupidez humana. Cuando llegaban a la puerta giratoria del café, con sus columnas y arañas, el abuelo dudaba un instante si dejar entrar a la niña a ese lugar no del todo intachable, donde poetas-periodistas, cantantes de opereta y oficiales de caballería ya estaban a menudo un tanto achispados a primera hora de la tarde, provocando ruidosas escenas para cuyo control se precisaba de la intervención rápida, discreta, contundente y eficaz del señor Poldi (Lipi para algunos), hombre robusto donde los haya. No obstante, era también la hora en que la gran vitrina de la pastelería se llenaba de pasteles; por tanto, habría sido una muestra de crueldad no invitar a Rózsika a una torta de chocolate. Entonces mandaba al camarero llamar por teléfono a casa, para que la institutriz fuera a buscar a mi madre. No se solían ver con frecuencia por la noche, porque el abuelo se retiraba después del café a sus aposentos para estar solo entre sus libros.

En su adolescencia, mi madre y Gizu, las dos menores, aprendían piano y francés por las mañanas, y por las tardes salían a pasear y se sentaban en la pastelería, donde ya las esperaban las amigas. Por la noche iban al teatro, pues tenían un palco reservado. La compañía teatral contaba con un amplio repertorio y cambiaba las piezas a menudo, de modo que mi madre y sus amigas se lo veían todo. Había ópera, opereta, piezas de teatro popular, comedias, dramas sociales y tragedias. Las hermanas tarareaban las obras cantables, siguiendo la partitura. Luego apareció un novio; cada mañana enviaba un maravilloso ramo de rosas rojas a tía Gizu. ¿Quién iba a saber que compraba las flores a crédito y que especulaba con la dote para poder pagar sus deudas? Se celebró la boda. Cada vez que nacía un hijo suyo, el abuelo compraba un barril de tokay y lo dejaba en la bodega de la casa. El barril sólo se decentaba con ocasión de la boda del hijo o hija en cuestión; bebían el vino, que era todo aroma y narcótico, en copas de licor. El simpático y aún no del todo sospechoso yerno era socio de un banco; de rodillas rogó a mi abuelo que depositara todo su dinero en su sociedad bancaria. ¿Cómo lo iban a mirar en la ciudad si ni siquiera el suegro confiaba en él? El abuelo le confió todo su dinero. Sin embargo, no fue suficiente para evitar la quiebra, y el escándalo estalló en una semana. No resultó fácil sacar al yerno de la cárcel, para lo que se recurrió a las relaciones de la familia. Desde ese momento, mi abuelo dejó de ser rico y se negó a reconocer la existencia de su yerno estafador. Fue como declararlo muerto.

—Un hombre mentiroso no es un hombre —señaló una vez en otro contexto—. ¿Cómo pudo arrodillarse? —decía el anciano a su hija, todavía asqueado pese a los años transcurridos desde el suceso.

Por las mañanas no me dejaban entrar en la habitación del abuelo hasta que no se hubiera quitado la bigotera. Ya era estudiante de secundaria, y él ya llevaba muchos años muerto, cuando el abuelo se me apareció en el tranvía de la línea 6 en el Nagykörút de Pest con tal intensidad que se me saltaron las lágrimas. No entendía lo que me pasaba ni a qué debía tal visión, hasta que mi olfato me orientó y abrió el camino a la vista. A unos cuantos pasos se hallaba un señor mayor, chapado a la antigua, agarrado a la correa de cuero que colgaba del techo, con un bigote como el de mi abuelo, parecido a un ovillo, pero él no tenía esa barba bien recortada, espesa, blanca y partida en dos. Debía de guardar algunas cajas de viejas pomadas para el bigote. Sin embargo, el perfume combinado con la ausencia del abuelo me puso más bien melancólico. Nevaba, me bajé del tranvía y torcí por una calleja lateral. Al viejo también le gustaba pasearse solo bajo la nieve, que es una buena cortina entre quienes transitan por la calle. El abuelo caminaba con expresión meditabunda; saludaba quitándose el sombrero, pero no como quien se dispone a conversar, sino como alguien que se pasea y que se siente a gusto solo. Es lo que notaba la gente; sonreían y seguían de largo, y únicamente se le acercaban cuando había algo importante que decir. Después de uno de esos paseos, sacó de su cartera, con cara particularmente transfigurada, una Biblia encuadernada en piel negra. Las velas de la noche del viernes se reflejaban en sus quevedos, llenándome de emoción; el campanilleo menguante de los trineos, los pasos blandos de los caballos, los murmullos de los judíos al pasar por delante de nuestra casa rumbo al templo ya habían preparado mi estado de ánimo festivo, que alcanzó su culminación cuando el anciano puso la mano sobre mi cabeza. Escribió la siguiente dedicatoria en la vieja Biblia de Károly: «A mi nieto preferido». El abuelo dijo que todo el libro había sido escrito por hombres judíos y que cada uno tenía una concepción un tanto distinta sobre cómo venerar a Dios y a los otros seres humanos. Nos pusimos junto a la ventana, miramos a la calle; los judíos iban con los cuellos encogidos, pero no paraban de gesticular.

—Gente extraña —dijo el abuelo, que no tenía por costumbre gesticular.

El abuelo se fue

Mi familia vivió sobre todo en las aldeas de la comarca de Bihar y en su capital, Nagyvárad, sede episcopal, una ciudad agitada y ajetreada a orillas del río Sebes-Körös, allí donde se encuentran el Alföld y las montañas transilvanas, donde judíos de mentalidad despierta (un tercio de la población) organizaban el comercio entre la planicie y la zona montañosa y donde una ciudadanía inquieta apoyaba el humor noctámbulo de actores y periodistas. Tenemos de todo, decían los de Bihar. La zona noroccidental de la comarca era una llanura negra dedicada al cultivo del trigo, y la sudoriental, montañosa, ocultaba tesoros minerales. Los lugareños comparaban Nagyvárad con París. La familia se remontaba al siglo XVIII; eran judíos de Bihar, de habla húngara; normalmente se casaban dentro de la comarca. Eran taberneros, campesinos, ferreteros, bodegueros, libreros, comerciantes en granos, en textiles, en artículos de perfumería, farmacéuticos, hosteleros, impresores, hojalateros, editores, fabricantes de muebles o de medias, y de vez en cuando aparecía algún que otro abogado o médico, personajes mirados con sumo respeto. Poco a poco fueron ascendiendo en la escala interna de la burguesía; ya querían mandar a sus hijos a la universidad. La familia sufrió un primer gran golpe en 1920, cuando se firmó el Tratado de Trianón. La comarca quedó dividida en dos. Parte de la llanura siguió siendo húngara, con el nombre de comarca de Csonka-Bihar y con Berettyóújfalu como capital, esa «metrópoli fronteriza», como la llamó una vez un locutor radiofónico que transmitía desde la feria nacional celebrada allí, comentario que los habitantes de Újfalu acogieron con una sonrisa de aprobación. La región montañosa y la otra parte de la llanura fueron asignadas a Rumanía; así, Nagyvárad también pasó al otro lado de la frontera. De pronto, la mayoría de los miembros de la familia se convirtieron en ciudadanos rumanos de habla húngara. Ellos, sin embargo, siguieron considerándose húngaros.

En la primavera de 1939, el abuelo, que había enviudado hacía seis años, contrajo segundas nupcias. Tenía ochenta años. La nueva esposa, peluquera, treinta y ocho. Siempre la enviaba el jefe de la barbería para arreglar la cabellera blanca del anciano, su bigote y su barba. La mujer ponía un pañuelo de damasco blanco sobre la bata de color tabaco, para proteger el cuello del anciano. Como ella no llevaba vestido largo, el abuelo seguramente toqueteaba los muslos, por cierto no muy delgados, de la peluquera. Ésta, a su vez, no rechazaba el contacto. Los dos hijos y las cuatro hijas no asistieron a la boda. Tampoco visitaron a su padre más tarde. Se alegraban de que viniera, pero ellos no iban a verlo a casa, donde estaba esa mujer. Yo sí iba a verlo a Nagyvárad. A decir verdad, no me molestaba la señora en aquella casa de una planta, atestada de muebles pesados, profunda y ajardinada; hasta me parecía guapa y simpática. Fue la primera vez que el abuelo se nos presentó en mangas de camisa y chaleco, pues antes sólo lo había visto con chaqueta. Aún funcionaba el pequeño mecanismo musical de su reloj de bolsillo, un reloj pesado y de oro; me lo acercaba a la oreja y me entraban ganas de llorar.

Todo debía ser de damasco, hasta las servilletas, que después de comer enrollábamos y metíamos en servilleteros de plata que llevaban nuestros nombres con letras muy coquetas para evitar que nos limpiáramos la boca con la servilleta de otro. Competía con mi hermana por ver quién la tenía más sucia. El aro de la servilleta de mi abuelo lo esperaba durante meses en nuestra casa de Újfalu, sita en el número 9 de la Horthy Miklós (hoy Dózsa György) út, concretamente en el cajón de arriba del gran aparador del comedor. Que viniera en tren y en simón, que se sentara a la cabecera de la mesa, que pusiera la mano sobre el candelabro y dirigiera la ceremonia: eso queríamos. Mi padre se sentaba a su izquierda, mi madre, a su derecha. Yo, el más pequeño, estaba sentado en la otra punta, frente al abuelo. Recibía una gran sonrisa desde la cabecera de la mesa cuando probaba varios sorbos del vino del séder, tal como lo requería el ritual, y cuando me comía la manzana rayada con trocitos de nuez, aunque sin tocar el rábano picante. Yo recitaba las preguntas de la hagadá, pero luego hacía las mías propias.

—Como éste no serás, seguro —decía el abuelo señalando al cuarto de los hijos de la parábola, al simplón que ni siquiera sabía preguntar.

Era un acontecimiento cuando el abuelo iba a ver alguno de sus bosques, el aserradero y la casa al pie de las montañas nevadas, donde a los nietos nos gustaba pasar las vacaciones estivales. Se veía el resplandor blanco de las cumbres incluso en verano y los arroyos plateados en los prados azules. El abuelo había confiado el negocio a su decidido yerno y a su hijo taciturno. Mi tío Ernö se encargaba de la industria maderera y entendía de caza, de pesca de truchas y de cómo tratar a los obreros, pero no de negocios. Había en las inmediaciones un arroyo caudaloso, rápido y bastante frío, y a mi tío le encantaba estar allí, de pie sobre las piedras y con los pantalones remangados. El abuelo venía en su propio trenecito; acoplaban un coche pequeño con reservado a los vagones planos destinados al transporte de la madera. La veleta chirriaba con son dolorido en la torre puntiaguda de la casa, cuyas paredes estaban hechas con troncos. El abuelo se sentaba en el porche; delante de él había un amplio claro, con un césped espeso en el que pastaban las cabras. En el calor sofocante de la tarde, cuando el aire o mis ojos hacían chiribitas, los gitanos carboneros emergían del bosque con sus hijos curiosos y siempre dispuestos a la broma; vendían fresas silvestres en cuencos de madera barnizada. Yo les tenía un poco de miedo, porque a los hombres el pelo y la barba les llegaba hasta la cintura. Una de las chicas gitanas giraba los ojos con los dedos y decía mirar para dentro y ver una serpiente sobre una roca plana. Nunca he olvidado sus globos oculares, blancos. A la noche, se preparaba un asado a la orilla del arroyo que fluía por el claro, junto a nuestra cascada. Arrimándose a la roca, uno podía pasar de una ribera a la otra sin mojarse, detrás de la densa cortina de agua. El abuelo también se sentaba con nosotros, miraba el fuego y escuchaba el bramido de la cascada. En el asador había muslos de pollo, cebollas, tomates. La carne de cerdo y el tocino no se podían ni mencionar en presencia del viejo. Me parecía indescriptiblemente triste; cuando le decía algo asentía con la cabeza, guardando las distancias.

El abuelo no confió nada a tío Imre, cazador y juerguista. Tío Imre le quitaba el violín al gitano y tocaba sus particulares melodías en el café. Por las noches hacía de crupier en el casino. Tío Imre se presentó inesperadamente en nuestro asado con su amiga, una actriz. Nunca en la vida he visto tantas variedades de rojo en una mujer: tenía el pelo teñido de rojo, los labios carnosos pintados de rojo y la cara grande, también pintarrajeada de rojo; las uñas eran igualmente rojas, claro está. El bigote de tío Imre, un bigote finito y recortado a lo dandi, ya mostraba las primeras canas. Tío Imre recibió muchas condecoraciones siendo oficial durante la Primera Guerra Mundial, por eso tuvo autorización para llevar un brazalete blanco en vez del amarillo durante la Segunda, pese a ser judío, como señal de privilegio. En 1944, los cruces flechadas, o sea, los nazis húngaros, lo mataron a tiros en la calle, sin preocuparse mucho por tal privilegio. El cojín de terciopelo rojo con las cruces al mérito fue víctima de una bomba incendiaria. El pisito de soltero de tío Imre, situado en un ático y lleno de sus recuerdos, simplemente desapareció del mapa. De tío Imre no quedó nada.

Cuando el ejército húngaro entró en Transilvania septentrional en 1940 por decisión de los alemanes, los oficiales húngaros ocuparon la mitad de la casa del abuelo en Nagyvárad. Allí vivieron durante un año, antes de ser destinados al frente ucraniano. Se comportaron bien con el abuelo y su esposa y a veces pasaban a tomar un café. Luego vino un oficialillo joven buscando gresca; no le cabía en la cabeza la diferencia de edad entre mi abuelo y su mujer. Dijo alguna insolencia a la segunda esposa de mi abuelo. Y ésta le contestó lo siguiente:

—Cuando pase por delante de mi ventana en una columna de prisioneros de guerra y reciba de mí un trozo de pan, recuerde usted la estupidez que acaba de decir.

Internaron a la mujer en un campo por divulgar noticias alarmantes, es decir, por haber augurado en público la derrota de las potencias del Eje.

Mi abuelo se dirigió a uno de los abogados ultraderechistas más conocidos de la ciudad. Primero se vaciaron los cajones del armario, luego desapareció el armario, después los relojes de las paredes y finalmente el reloj de oro de bolsillo. Dio todo cuanto poseía al abogado, pues de sus hijos no podía esperar nada para salvar a su segunda esposa. Por último viajó al campo de internamiento, para verla al menos.

—El abuelo se fue —dijo mi padre, apoyando los codos en las rodillas.

De hecho, irse encajaba mejor con su personalidad que morir. La muerte sobreviene al ser humano, pero quien tiene el cuello y los quevedos tan limpios todos los días, quien se pasea como el abuelo bajo la nieve, sólo puede irse. Hay cosas de las que ya no quiere tomar conciencia. La nieve se cerró sobre él. Nevaba copiosamente aquel día de 1941, cuando el abuelo se pasó horas dando vueltas alrededor del campo de internamiento, tratando de ver, aunque fuera un instante, a su joven esposa a través de las vallas rematadas con alambre de púas. Los copos de nieve caían con intensidad, los prisioneros no salían de las barracas y los gendarmes apoyados en las ventanas de las torres de vigilancia contemplaban al viejo, curiosos por ver hasta cuándo aguantaría. El comandante del campo le había denegado la entrada. El abuelo, tocado con su hongo, pisoteaba la nieve. Confiaba en que quienes salieran de las barracas lo vieran e informaran de su presencia a su esposa. Pero la densa nevada había cubierto el sombrero del abuelo, así como su abrigo con cuello de astracán, y el color negro apenas se distinguía ya en medio de tan uniforme blancura. En eso, uno de los guardias le gritó que ya estaba bien, que ya era hora de largarse.

El abuelo, aterido de frío, se subió al tren a las diez de la noche. Llegó febril a su casa de Nagyvárad. Cogió una pulmonía y perdió la conciencia; en sus delirios mencionaba a sus dos esposas y al final sólo llamaba a su madre. Antes de su muerte, la fiebre remitió; el abuelo recobró la conciencia por una hora y miró alrededor con semblante sereno.

—Arregladme el cabello —dijo—. Habéis sido buenas hijas y os habéis casado. Algunos de vuestros maridos hasta son buenas personas y muy serviciales. Hay alguno que es un estafador. Es vuestra debilidad. Vosotras no me habéis perdonado la mía. Yo pedí permiso a vuestra madre para poder casarme de nuevo, pero no os lo comuniqué. Los nietos son más listos que vosotras. Que el Eterno os proteja. Transmitid mis saludos a mis hijos que se encuentran lejos. Delego en Ernö mis asuntos corrientes y que Imre toque el violín en mi velatorio. Por mí que baile sobre la mesa si quiere. Que se rasgue la chaqueta más elegante en señal de duelo. Sólo Ernö tiene permiso para leer mis cartas y otros documentos personales.

El abuelo pidió una copa de vino; le dieron de beber, y luego echó a todos de la habitación.

—Apagad la luz.

Las hijas entornaron la puerta y lo observaron por el resquicio. El abuelo miraba el techo y a veces echaba la cabeza hacia atrás. La mandíbula superior quería separarse de la inferior, pero no podía; sin embargo, cuando pudo, la voz que emergió de la garganta de mi abuelo no tuvo parecido alguno con una palabra. Volvió la cabeza hacia un lado, hacia el resquicio de la puerta. Su mirada buscaba a sus hijas cuando se quedó rígido. El viejo siempre tardaba en manifestar sus sentimientos. Resultó fácil volver a poner la cabeza en su sitio; él mismo había juntado las manos, como si esperara al fotógrafo.

—Por eso puede afirmarse que el abuelo no murió: se fue. De todos modos, se mire como se mire, lo hizo a tiempo —dijo mi padre años más tarde, reclinándose en el sillón que usara siempre el abuelo.

En 1945 rescatamos el sillón en el mercadillo y lo trajimos a casa en una carretilla; tenía el respaldo destrozado, por lo que desde entonces lleva otra tela. Ahora sigue esperando en mi habitación. ¡Cuánta gente se ha sentado en él y ahora ya no está! Mi padre, por ejemplo; hace tiempo que ha dejado de exponer en él sus teorías y opiniones. Él no se fue; él murió, creo yo. Se volvió hacia la pared, asombrado de que aquello pudiera pasarle. Sentado en el sillón, a menudo pienso cuán rápido ha pasado todo este breve período. Di la razón a mi padre cuando dijo que mi abuelo había muerto a tiempo. Una vida con estilo requiere una muerte con estilo. En el gueto, en el vagón de transporte de ganado, en aquellas duchas con cientos de personas, desnudo, no… Allí no existía un estilo depurado ni nada parecido.

La peluquera, es decir, la segunda esposa del abuelo sobrevivió a los campos de concentración. Ejerció de vigilante; golpeaba a los demás presos. Los americanos la liberaron y ya no volvió a casa, por temor a los otros. Después de pasar por São Paulo, se marchó a Sidney, donde se casó, pero enviudó pronto. Según tengo entendido, posee varias peluquerías y salones de masaje y le va de maravilla. Lleva pesados brazaletes de oro, es una apasionada del bridge y va a nadar todos los días. Suele viajar con uno de los gerentes de sus salones.

Mis tíos

Exceptuando a mis tíos Pali y Miki, todos mis parientes obedecieron las órdenes de las autoridades. Los jefes de familia judíos, habituados a acatar las leyes, llevaron a los suyos de la mano a las cámaras de gas. Nadie de mi familia estaba preparado para lo que vendría. Una de las excepciones, tío Pali, era un muchacho guapo y un pillo redomado. Lo mandaron a estudiar a Inglaterra, pero prefirió hacer novillos, jugar al tenis y a las cartas y volver locas a las chicas. Obligaron a la oveja negra a regresar, y el hombre se casó con una joven judía, hermosa, pero pobre. Tuvieron una hija llamada Judit; tanto ella como su madre murieron en la cámara de gas. La familia no confió ningún negocio importante a tío Pali, el cual sólo acumulaba deudas a sus espaldas. En 1944 huyó del campo de trabajos forzados y organizó una unidad de partisanos en las montañas de Máramaros, cerca de la antigua explotación forestal de mi abuelo, donde él conocía el terreno. Contaba con un par de cientos de hombres, armados con hachas más que con fusiles: hombres condenados a trabajos forzados que se habían fugado, soldados desertores, judíos, húngaros, rumanos, ucranianos, todos reunidos por él para huir. No querían luchar, sino salvar el pellejo, aunque fuera a costa de algún tiroteo. Mi tío Pali se salvó y salvó a sus hombres, pero su familia acabó en las cámaras de gas. Después de la liberación se marchó a Inglaterra, visitó a su hermano, que entretanto se había convertido en un conocido arquitecto, experto en estructuras de hormigón ligero y comunista ortodoxo. Se casó con una diputada del Partido Laborista, una mujer alta y pelirroja; por lo visto, los elementos masculinos de la familia tienden a reconocer el particular encanto de las pelirrojas. Pali se dedicó al contrabando: proporcionaba armas de Inglaterra a los judíos de Palestina. Cuando Israel se constituyó en Estado, se marchó y regresó a Inglaterra, país liberal con todas las garantías, donde ahora, dicen, posee un hotelito en el norte, así como una nueva mujer; viven bien y se divierten de lo lindo. Pali se acomoda ante su copa y gusta de trabar conversación con los clientes.

Tío Miki era mi otro ideal. Apenas tuvo una oportunidad, se marchó a Yugoslavia apuntándose a un batallón de trabajos forzados. Me dijo en secreto que, una vez allí, se pasaría a los partisanos en las montañas. En aquel entonces, a mis once años, los partisanos eran héroes legendarios a mis ojos. Miki luchó, volvió a casa, se enteró de que sus padres habían sido asesinados y no fue capaz de quedarse.

—¿A cuántos mataste? —pregunté a Miki. No contestó; insistí, hasta que desembuchó:

—A siete. Con eso basta —dijo.

Empezó a hacer contrabando en la frontera húngaro-rumana. En la primavera de 1945 se podía transitar sin documentación entre Nagyvárad y Újfalu, pero al final era necesario tener armas para dedicarse al contrabando. Miki y los suyos cruzaban la frontera en camión, a toda pastilla. Cuando un guardia fronterizo se les acercaba a caballo y disparaba, ellos devolvían los disparos. Según Miki, al aire, para asustar, pero yo no estaba tan seguro de que fuera sólo al aire. Pasó por Újfalu para despedirse; venía con zapatos de suela gruesa, abrigo de cuero y una Leica (pues se estaba preparando para ser reportero fotográfico). Que se iba a Palestina. Que en esta región ya no tenía nada que hacer. Que él necesitaba emprender cosas en las que el hombre pudiera dejarse la piel, en las que pudiera comprometerse en cuerpo y alma.

—Mi pobre padre era un estúpido —dijo Miki—. Presentía lo que iba a ocurrir, pero no quiso dar crédito al instinto que le advertía del peligro. Yo sabía que la cosa terminaría así. Ahora también hay algo en el aire que no acaba de gustarme. Están internando a gente a ambos lados de la frontera.

Miki zarpó rumbo a Haifa, ingresó en el Irgun, trabajó con explosivos, luchó contra ingleses y árabes, ayudó a inmigrantes ilegales a pasar del mar a la costa y murió en combate. Que en paz descanse.

Gran parte de la familia vivía en Nagyvárad. En 1940 partieron Transilvania en dos a raíz de los acuerdos de Viena. Nagyvárad, como parte del norte de Transilvania, fue devuelta a Hungría; el sur de Transilvania siguió como territorio rumano. La frontera húngaro-rumana transcurría ahora a unos diez kilómetros al sur de Nagyvárad. La familia también poseía alguna empresa muy próxima a la frontera, en Mezöteleg.

Allí vivía mi tía favorita, Ilonka. Cocinaba de maravilla y era más difícil de chinchar que mi madre. Su marido, tío Pista, era un hombre colérico, corpulento y no muy inteligente. Cualquier empresa que pusieran en sus manos acababa en quiebra. Dejaba que la gente le robara y prefería coger frambuesas a llevar la contabilidad. La familia lo ponía en diversos puestos; él, sin embargo, recorría las montañas, cazaba y se quedaba mirando a los cerdos, mirando cómo devoraban la bazofia. Él se encargaba de darles de comer; los animales se precipitaban al comedero, se empujaban, armaban una batahola indescriptible, y él les pateaba el trasero y se reía. En la mesa, tío Pista, hijo de un pobre chantre judío, se burlaba de los judíos con la boca llena. Se mofaba de quienes llevaban tirabuzones, de los talmudistas, y también me tomaba el pelo, preguntándome si iba al heder, a la escuela talmúdica a la que los chicos judíos asistían por las tardes.

Yo no iba, y bastantes problemas tuve por eso; mis compañeros de clase iban y me llamaban infiel por no ir. Allí estaban todas las tardes a las tres, en el heder, en esa casita blanqueada de una planta junto a la sinagoga y hasta las seis escuchaban la introducción al Talmud impartida por el viejo rabino. Eran pálidos, pues no tenían tiempo para jugar y robustecerse. Una tarde estaba yo en el patio del templo, y desde el patio del heder medio ladrillo voló por encima de la valla y fue a dar en mi cabeza. Sangrando profusamente, corrí a casa; mi madre me lavó la cabeza y mi padre me llevó al médico. No buscamos al culpable. Sabíamos que la comunidad no estaba satisfecha con nosotros. Mi padre abría los sábados, mi madre no llevaba una casa kosher, íbamos sin tocado, y yo no usaba debajo de la camisa el chaleco de oración, el zizit con las borlas en las cuatro puntas. De vez en cuando, el rabino pasaba por la escuela a controlar si todos llevaban el zizit. Había que sacar la borla pequeña y blanda de debajo de la camisa. Yo tenía una borla en el bolsillo y la sujetaba en la mano. Me denunciaron.

—¡Sáquela!

El rabino se quedó pasmado ante semejante infamia; tenía en la mano la borla suelta, que no iba sujeta a ningún zizit.

Yo era un asimilado moderado y cívico; tío Pista, en cambio, era un asimilado furibundo. En la fiesta del Yom Kipur comía tocino, jamón y carne de cerdo por mero espíritu de oposición. Le atraía el sacrilegio y adoraba la naturaleza; le gustaban las setas y la carne de caza y sabía desollar y destripar el venado. En la matanza del cerdo, no cedía el cuchillo a nadie y mantenía alejadas a las mujeres de los diversos pasos de la ceremonia, del pinchazo, de la socarra y de la despellejadura. Cuando preparaba el asado, él afilaba los pinchos y clavaba en ellos, uno tras otro, los ingredientes, la carne de cerdo, el tocino, el pollo, el tomate y la cebolla, cataba y elegía el vino adecuado en la bodega, tocaba el violín y canturreaba, de tal modo que la noche acababa siendo todo un éxito.

Tío Pista se enfurecía sin motivo aparente con su mujer; lo irritaba su buen carácter. Ofendía a su mujer hasta que él mismo se ponía furioso. A mí también me pinchaba casi cada mediodía, hacía comentarios sobre mi padre, que si era muy blando, que si era un comerciante, que si vendía armas sin saber dispararlas. ¡Él, en cambio, sí! Tío Pista se encargaba personalmente de cortarle la cabeza a los pollos; cogía uno, lo levantaba, lo ponía patas arriba, le apoyaba el cuello sobre un tocón y lo decapitaba de un hachazo. El plato hondo esmaltado, de borde azul, siempre estaba a mano para recoger la sangre del pollo. Cocía la sangre con cebolla y me la ofrecía: la sangre fortalece, decía. Se avergonzaba de su hijo, un muchacho muy guapo y de una docilidad angelical. (Gyuri fue llevado a Bergen-Belsen, vivió la liberación, pero murió en el campo de concentración). Tío Pista no sabía qué demonios hacer con gente tan dócil, aunque, por otra parte, no era capaz de vivir sin ellos. Le gustaba cuando yo lo irritaba. Yo tenía unos nueve años y discutía con él hasta ponerme rojo. ¡Por fin un poco de pelea! Se remangaba la camisa y no se ofendía cuando le decía: ¡pues no tienes razón!

Dos cosas lo sacaban de quicio: la religión judía y el capitalismo. Su manejo del capitalismo era eficacísimo: no tardaba ni un minuto en convertir ganancia en pérdida. La cabeza de tío Pista se ponía de un colorado de miedo cuando se desataba en improperios contra la tradición judía, el espíritu mercantil y la falta de agallas. En esos casos, mi tía Ilonka salía sin decir palabra a buscar un frasco de conservas lleno de una docena de delgadas sanguijuelas. Tio Pista se sentaba en la silla a horcajadas, se quitaba la camisa, y tía Ilonka adornaba la robusta espalda de su marido con esos pegajosos gusanos. Sin embargo, el hombre, terco a más no poder, no paraba de soltar palabras ácidas y biliosas después de una opípara comida, a la hora del café. El aroma del asado de pavo y de la col preparada al vapor seguía en el aire, y yo todavía tenía delante el pastel de queso fresco. Una nueva víctima zumbaba sobre la mesa, en el papel matamoscas amarillo como la miel. Se le había pegado una pata y, al patalear, las otras también se adhirieron a la funesta tira vertical. Me imaginé en un camino como ése, en el que se me pegaban los pies y yo intentaba liberarme; me agachaba, y una de mis manos también quedaba presa. Agitaba la otra mano, pero nadie venía a socorrerme; me rodeaban los cadáveres. Tío Pista vio la expresión de mi cara y sonrió. Ya se le estaba yendo la rubicundez; las sanguijuelas, hinchadas y redondas de tanta sangre, iban cayendo una tras otra al suelo.

—Nos hemos atiborrado y los animales han tenido que morir para ello. Corté el pescuezo del pavo para que pudieras comer torreznos, hígado frito con cebollas y esa exquisitez que son los riñones. Si cada joven adulto matara uno o dos cerdos al año y una buena cantidad de aves de corral, no habría guerra mundial. Sólo la gente a la que le aterra ver sangre desea la guerra —declaró tío Pista.

Hizo un ademán con la mano, como si yo no lo entendiera. Pero lo entendí.

—Dale al pollo en el cuello —dijo un día y me quiso pasar el hacha.

Yo no la cogí.

Después de dormitar un rato, tío Pista volvía a sus asuntos. En la planta, al lado de una pequeña estación de ferrocarril, se amontonaban los barriles de betún de la empresa en un gran espacio de almacén, y las tablas alrededor de la fábrica de madera. Al sur se divisaban las montañas azules y las casas blancas: Rumanía. Uno podía acercarse caminando a la barrera fronteriza y hasta cruzar la frontera si se desviaba del camino. Tío Pista y su familia habrían podido huir cruzándola en su propia finca, como quien dice, habrían podido pasar a un país donde a principios del verano de 1944 los judíos no eran encerrados tras las empalizadas de los guetos ni embanastados en vagones de transporte de ganado con destino a los campos de concentración. Tío Pista no huyó. A nadie de la familia se le ocurrió hacerlo. Tío Pista, feliz porque volvía a vivir en tierra húngara y porque ya no dependía de esos comedores de gachas de avena, recibió la orden y entró obedientemente en el gueto de Nagyvárad, en carro y con su mujer y su hijo. Se los llevaron a Auschwitz. Su hijo Gyuri fue destinado a trabajar, mientras que tía Ilonka y tío Pista, agotados por el largo viaje, se fueron a tomar un baño a la cámara de gas.

Zoltán/1

Zoltán era primo mío por el lado materno y paterno: su madre era la hermana menor de mi padre y su padre primo de mi padre. Este matrimonio entre primos hermanos no resultó muy fraternal que digamos. Había una gran diferencia de edad; además, representaba una alianza entre una gran fortuna y una gran dote, entre un marido ardoroso y una mujer fría. Ella, cetrina al comienzo, acabó pálida como la muerte.

Vivían en una casa amplia y profunda situada frente a la nuestra, y tenían una gran tienda: vestidos, telas, zapatos y ropa interior. Zoltán prestaba poca atención a la tienda de su padre, pocas veces ponía el pie dentro; no le gustaba hacer el papel de hijito de papá, sonreír con delicadeza y escuchar cómo había crecido. Tras un breve intercambio de saludos se retiraba al sector privado de la casa. Zoltán odiaba pronunciar una palabra de más; se le veía en la cara que las frases triviales le causaban un dolor casi físico. Las conversaciones mantenidas con su padre le habían aclarado la estructura teórica del comercio y a partir de ese momento ya no le interesaban los detalles. Zoltán era un mes más joven que yo; él era tauro y yo aries. Vimos la luz del día en la misma habitación. Él era guapo, moreno y tranquilo; yo, en cambio, coloradote, pelado y ojeroso. Nos estirábamos en un parque, mientras nuestras madres cotilleaban. Nos llevábamos bien, jugábamos juntos; nos criamos juntos; pateábamos la pelota en el jardín de Zoltán, entre los cerezos. Nuestras madres eran cuñadas y amigas; nuestras institutrices, colegas.

En la escuela nos sentábamos en un banco; con nadie se podía hablar tan bien como con Zoltán, con nadie he hablado tanto como con él. Quisieron separarnos en la clase por nuestra incesante cháchara, pero luego nos dejaron en el mismo banco, no por clemencia quizá, sino porque esa conversación nuestra tan profunda impresionaba a cualquiera. Deambulábamos por el patio del colegio con el brazo sobre el hombro del otro. Zoltán me preguntaba de vez en cuando:

—¿Entiendes lo que te digo?

Sus frases eran concisas. Yo las entendía. Para muchos, era el más inteligente; yo me incluyo entre quienes opinaban así.

El primer día de clase, Livia, mi institutriz, se sentó conmigo en el banco, y yo lloraba cuando se levantaba por temor a quedarme solo. Al cuarto día ella se deshizo de mí, y yo lloré. Se burlaron de mí, me enfurecí, y los zurré uno tras otro. En casa declaré no querer ir más a la escuela. Lo repetí durante todo un mes, hasta que mis padres cedieron. Pasé a ser alumno libre, al igual que Zoltán. El maestro venía a casa por la tarde, hacíamos los deberes a toda prisa, y luego podía ir a jugar con Zoltán y su hermano menor, Marci. Un arroyo fluía en el fondo de su jardín, de modo que íbamos a pescar ranas y a saltar sobre las piedras. A orillas del arroyo nos golpeábamos los zapatos con los juncos y nos lo pasábamos mucho mejor que en la escuela. En otoño llevábamos los abrigos de entretiempo, y las hojas secas debajo de los pies estimulaban la conversación. A mí, por lo general, las cosas me gustaban y todo me parecía interesante. Zoltán, en cambio, parecía aburrirse y solía mostrarse distante. Me esforzaba por entretenerlo. En su boca, el sí y el no sonaban más decididos que en la mía. Yo procuraba seguir su lógica, aunque con ciertas reservas. Le gustaba sacar conclusiones definitivas de sus observaciones. Yo era menos audaz; no confiaba tanto en mis observaciones, porque al día siguiente ya podía cambiar de parecer o dejar de dar un significado especial a toda una historia que en el presente me parecía dramática y fascinante. Sin embargo, existe un Zoltán dentro de mí: el que busca los gestos claros e inequívocos; ahora bien, no es él quien garantiza que todo siga funcionando. Una vida no es mejor que la otra; la limitación es cosa humana. Viviré hasta que me aplaste el sueño, pero sería mejor que se esperara.

La madre de Zoltán murió cuando él tenía cinco años; su padre, cuando tenía once. Quedaron los tíos y tías, personajes vistos con sarcasmo, la familia burguesa; para él, el ejemplo a seguir era la autonegación marxista-leninista de los jóvenes de clase media, su renacer y su bautismo como intelectuales comunistas. Cuando Zoltán era pequeño y su madre le dejaba, entraba en el cuarto de baño, se acercaba a ella y la miraba estirarse en la bañera. Le tocaba la ropa y le olía los perfumes. Nene, la institutriz, le gritaba para que saliera enseguida del cuarto de baño y no molestara a mamá. Nene tenía un sentido inquebrantable del decoro. Pregonaba la alimentación sana, el pan integral, la comida sin grasas y de vez en cuando pronunciaba un pequeño sermón sobre lo sano y lo correcto. Cuando notaba algún síntoma extraño, cuando, por ejemplo, una tos llegaba a su oído desde la tercera habitación, ella espiaba hasta descubrir al delincuente y, si de ella hubiera dependido, lo habría mandado a la cama enseguida. Allí estaría seguro. En el jardín, en cambio, el delincuente podía subirse a un árbol y caer al barro. Zoltán, sin embargo, sólo miraba a su madre y no se movía. Con las gafas empañadas, la veía girar sus hermosos pies. Noémi, su madre, se pasó probablemente toda la vida esperando algo que nunca sucedió. Le gustaba llevar vestidos bonitos, originales y caros. Solía viajar a menudo a Budapest con mi madre; iban juntas a la modista y cada noche al teatro: todo un acontecimiento para las señoras de provincias. También compraban libros en Budapest: literatura moderna y, para los hijos, novelas de indios.

Me quedaba atascado en el primer disparo de las batallas descritas en los libros de aventuras: nunca había visto a un hombre muerto a tiros. Luego, a mis catorce años, cuando ya vi muchos, me quedaba mirándolos largo rato. ¿Dónde estará ahora este hombre? ¿Qué es esto de aquí? En mi lectura, trataba de imaginar el olor a cadáver del indio dakota muerto, una vez despedazado por los buitres. Actualmente en Újfalu, llaman dakotas a los gitanos, que llevan pantalones rojos, que hablan a gritos delante del bar, con la botella de cerveza en la mano y que, aun sin música, saben bailar de maravilla, agitándose, contoneándose y marcando el ritmo con un chasquido de la lengua.

Si bien Kálmán, su marido, tenía una tienda de ropa, Noémi no guardaba en su armario ni una sola prenda proveniente de ese negocio. Sus gustos no coincidían ni para elegir un camisón. Más tarde Noémi se fue poniendo amarilla y ya no recobró la blancura; sólo su lápida es de un mármol perfectamente blanco. Kálmán se volvió melancólico y Nene asumió el mando en la casa. Mujer escrupulosa y católica practicante, no era ni bonita ni alegre. Apenas recuerdo haber visto el centelleo de la alegría en casa de Zoltán.

Cuando ya éramos jóvenes adultos nos confesamos que a ambos nos daba vergüenza desfilar por la calle principal en nuestra infancia, con las institutrices a nuestras espaldas. Yo, con la bella Hilda; Zoltán, con la arrogante Nene. Llevábamos cazadora y un extraño sombrero en la cabeza; debíamos pedir permiso para quitarnos los guantes o desabrocharnos el botón de arriba del abrigo. Íbamos disfrazados. Los chicos campesinos, con sus botas gastadas o sus botines de mala calidad, nos miraban, miraban a los exponentes del capitalismo judío, a los maniquíes de la última moda.

Llevo el pelo largo y hablo en alemán. El bucle natural detrás de mi oreja ha sido alisado y rizado de nuevo con unas tenacillas calientes. Tenía la impresión de que mi madre quería hacer de mí una chica. Cada mes yo obligaba al peluquero a jurar que me haría un corte de muchacho. El señor Szatmári venía a casa con un maletín parecido al de los médicos y me cortaba el pelo en el cuarto de baño. El inconveniente de tal procedimiento era que únicamente él veía lo que hacía y yo no podía observarme. El espejo estaba sobre el lavabo y yo sólo podía verme si me subía a una silla; ahora bien, sólo podía ponerme de pie en la silla cuando el señor Szatmári había acabado su tarea y se marchaba. Entonces yo comprobaba que todo seguía igual y que continuaba siendo una chica. Debajo de la camisa llevaba una combinación de batista; eran casi todas rosadas, heredadas de mi hermana. Una vez, mi prima Vera vino a jugar más temprano, se quedó esperando en la sala de estar y me vio por el resquicio de la puerta, de pie sobre una silla; estaban vistiéndome. En eso, empezó a chillar:

—¡Enagüitas! ¡Jijijí! ¡Enagüitas debajo de la gopita!

Aún no sabía pronunciar la r, ¡pero chotearse, eso sí!

Organizamos una guerra contra las chicas en el campo de fútbol. Una mitad del campo la ocupan los niños, la otra las niñas. A cada chico le toca una chica. Los chicos preparamos el terreno, cavamos unos fosos en el césped, las hacemos venir a nuestro terreno y pierde la que cae en la trampa. El niño o la niña más cercana tiene entonces el derecho de abalanzarse sobre el prisionero y montarse encima de él.

Yo quería abalanzarme sobre Baba Blau. Tenía unos muslos gruesos y morenos, unos labios gruesos y morenos y unas trenzas también gruesas y morenas. Se sentaba delante de mí en la escuela, echaba la cabeza hacia atrás y yo le cogía la trenza. Luego se chivó diciendo que le tiraba del pelo. Tuve que llevar la tapa de mi plumier al maestro, que me dio con ella unos cuantos golpes en la palma de la mano. Cuando volví, Baba me cogió la mano:

—Enséñame esa palma.

Estaba roja; Baba la sopló. Como si sintiera que me hubieran pegado por culpa suya. Luego alzó la vista al techo, con una sonrisa un tanto burlona en los grandes labios, y volvió a poner el cabello sobre mi banco.

—¡Quita el pelo de aquí!

—¿Que quite qué? —preguntó lenta e indolentemente, haciéndose la tonta.

Intercambiábamos nuestros almuerzos. Ella daba un mordisco a mi bocadillo y me ofrecía el suyo. Cada uno tenía que comer del bocadillo del otro, por turnos. Cuando le ofrecía el mío sin haber mordido yo antes, se ponía furiosa.

—¡Tú primero!

Baba Blau también murió en la cámara de gas y fue quemada en el crematorio.

Ofrezco un asiento a Zoltán al otro lado de la lápida que hace de tablero. Le pregunto si puede beber. Su misión es, creo yo, la muerte; se encarga del tránsito a la otra orilla. Confío en que tal responsabilidad no impida el consumo de bebidas alcohólicas. Aquí no bebía, pero después de 1956, en Oxford, sopló vidrio en cantidad antes de suicidarse en marzo de 1960. Pido perdón por mi manera de pensar un tanto provinciana, pero no puedo imaginar el más allá sin el dilema entre lo permitido y lo prohibido. ¿Por qué el reglamento interno ha de ser menos estricto allá que aquí? ¿Toma un ángel bebidas alcohólicas? Zoltán hace un gesto de rechazo con la mano.

—Si fuéramos del todo libres, el otro mundo sería un agujero blanco. Sin embargo, no lo es. Es un lugar con gran variedad de cosas. Es lógico. Al ser un mundo, ha de tener gran variedad de cosas, ¿no es así?

—Perfecto. Pero ¿para qué demonios se necesita entonces otro mundo? —pregunto—. Este mundo también tiene gran variedad de cosas, muchísimas. Siendo así, prefiero quedarme a estudiar la gran variedad de cosas de este mundo y renunciar al otro, donde sería un novato.

A lo cual Zoltán contesta que, así como me he acostumbrado a aceptar la existencia de más de un planeta, también puedo acostumbrarme a aceptar la existencia de más de un universo.

—Eres el muñeco de un experimento. Nadie existe de verdad, ni aquí ni en los otros universos. Todos somos imaginaciones. Todo cuanto recuerdas es sólo un capítulo de tu vida. No puedes saber lo que ocurrió contigo antes de que vinieras ni lo que ocurrirá después. Pero algo hubo y algo habrá. Además, ni siquiera ves bien el breve trecho de camino que logras abarcar con la vista.

No me alegra la existencia de varios universos. No me gustan los cambios de escenario. Me gusta que me dejen tranquilo donde estoy. Sin embargo, el hombre no puede protegerse de las visitas inesperadas.

—Ahora dime en serio, querido amigo, ¿qué andas buscando por aquí? Las visitas siempre quieren algo; yo, en cambio, no tengo muchas ganas de que alguien quiera algo de mí.

Zoltán admite haber venido a saldar cuentas; él es el encargado, como una señal de deferencia. Muchos, tanto de aquí como de allá, se han ofrecido para hacer el papel de interrogador. Como tenía veintitrés años cuando nos vimos por última vez en octubre de 1956, su aspecto externo ha envejecido como muestra de cortesía hacia mí. Una bagatela. Para ellos es un juego de niños deslizarse treinta años por el tiempo, hacia atrás o hacia adelante. Zoltán insinúa que el más allá es una imaginación más densa. Tiene una frente con muchos relieves y una mandíbula que sabe morder.

—¿Me escuchas, Dávid? ¿Entiendes lo que digo?

—Te escucho, Zoltán, pero no entiendo.

Zoltán quiere estar seguro de que lo sigo al pie de la letra. En el patio de la escuela teorizábamos cogidos del brazo. Después de llegar cada uno a su casa, no tardábamos ni una hora en acumular cosas para decirnos. Hacíamos girar la manivela del teléfono y se oía la voz de una señorita:

—Central.

—Póngame con el once —decía yo.

—Póngame con el sesenta —decía Zoltán.

Cuando ya era la tercera llamada de la tarde, la señorita preguntaba:

—Oigan, chicos, ¿por qué no cruzan la calle?

—Haga el favor de comunicarnos —contestábamos nosotros en tono frío.

A los siete años ya nos hablábamos por teléfono. Nuestros padres nos sujetaban del hombro en el borde de la acera, antes de dejarnos cruzar la calle. Sólo circulaban coches tirados por caballos en la calzada; un automóvil era algo poco frecuente y un auténtico acontecimiento. Nos recibíamos en chaqueta, nos estrechábamos la mano, nos ofrecíamos asiento y volvíamos sobre nuestros temas fundamentales. Cada día nos sorprendíamos con observaciones nuevas. Los demás eran cada vez un poco más estúpidos y nosotros cada vez más intolerantes con la estupidez. No éramos capaces de prestarle atención. Zoltán se mostraba particularmente distante cuando oía alguna trivialidad.

Zoltán/2

Hasta el final de la guerra, hasta febrero de 1945, siempre estuve muy próximo a Zoltán. Cuando volvimos a vernos, en agosto de 1946, teníamos trece años y ya éramos bastante diferentes. Llamó por teléfono desde Biharkeresztes, la estación fronteriza, diciendo que estaba allí con su hermano menor y que fuéramos a buscarlos. Dos huérfanos de camino desde la casa de la tía en Kolozsvár a la casa del tío en Újfalu. Mis padres estaban de vacaciones en Hajdúszoboszló y mi padre me había confiado la tienda; cumpliendo con mi deber, me hallaba detrás de la caja. Mi idea después de la liberación, en febrero de 1945, cuando la guerra aún seguía en otras partes, era levantar de nuevo el negocio y la casa, aunque mis padres no vivieran. Bajaría la escalera como hiciera mi padre; los dependientes y aprendices estarían esperando según orden jerárquico en el banco de abajo. Yo los saludaría amablemente, entraríamos en el local amplio y con olor a hierro, las persianas se alzarían y yo esperaría a los clientes. Venid, queridos clientes, comprad y proporcionadme el margen de beneficio permitido por la ley; no sólo hay ganancias por la venta de herrajes y de bicicletas, sino también por la de un kilo de clavos o de alambre. Repaso las facturas, hago las cuentas, cojo el dinero; son mías la casa y las existencias, y tengo que ocuparme de tenerlas siempre al día; mientras, el personal cumple mis instrucciones con talante amable. La sabiduría burguesa reside en la sucesión.

Tío Kálmán, el padre de Zoltán, hizo todo lo posible en 1944 para poder subir con sus dos hijos al tren de los judíos ricos, tren que permitió a unos cuantos cientos de personas refugiarse en Suiza a cambio de mucho dinero. Quería comprar la vida de su familia a la Gestapo. ¡No puede ser que la vida no tenga un precio! ¡Todo tiene un precio! Se fue a Nagyvárad a ver a su primo, un hombre incluso más rico que él, en cuya casa el techo se abría sobre uno de los cuartos, de tal modo que podían celebrar la fiesta del Tabernáculo instalados cómodamente en el comedor, pero bajo el cielo estrellado.

—Tú no tienes suficiente dinero para eso, Kálmán —dijo el primo, pero no se ofreció a pagar la diferencia. Mi tío vivió la liberación en Mauthausen, pero estaba casi muerto de hambre; y cuando por fin tuvo algo para comer, no pudo controlarse, y se lo llevó la disentería.

Al recibir la llamada de Biharkeresztes con la noticia de que mis primos estaban allí, sentí alegría mezclada con excitación. Fui a buscar a un transportista amigo; me dijo que estaba cansado, que él ya no iba a ningún sitio, pero que su caballo y su carro sí estaban dispuestos. Eso sí, habría de conducirlos yo. Era una oferta un tanto chocante, como si ahora dejaran a un muchacho de trece años conducir un coche. Hasta ese momento sólo había podido sujetar las riendas con un cochero a mi lado. El cochero enganchó el carro, me subí, tiré de las riendas y me sentí todo un hombre. Podría haber ido por el camino viejo, pero preferí el nuevo para pasar por el pueblo y que me vieran. La luz del sol ya se había retirado de los campos de trigo, el paisaje se fue enfriando, y cuando llegué a Biharkeresztes, todo era azul oscuro y solemne.

Habría abrazado a Zoltán, pero él sólo me tendió la mano. Estábamos al lado del carro, y yo murmuré algo referente a los caballos. Él venía de Kolozsvár, de la villa de su tío, donde se reunía la crema de la intelectualidad húngara de Transilvania. Todo cuanto yo podía contar se reducía a simples anécdotas provincianas.

—¿Cómo va la estabilización en vuestra zona? —preguntó Zoltán, empeñado en no limitarse a Újfalu y en pasar a un plano más elevado.

Se refería a la reforma monetaria. Me sentí orgulloso de poder contestarle y triste porque el viaje en carro no le interesaba.

—Es lento y te sacude —dijo.

—Desde luego.

Di de beber a los caballos en un pozo con cigoñal. Miró de reojo mis maniobras. Le pregunté si había hecho su bar mitzvah.

—¡Qué dices! Yo ya paso del judaísmo; ha sido arrastrado por la historia.

—En Újfalu —dije— el templo se ha llenado de cascotes, los cristales están rotos, las hojas arrancadas de los libros de oración van y vienen impulsadas por las corrientes de aire. Tanto los alemanes como los rusos han alojado allí los caballos. Nadie ha ido al templo desde que acabó la guerra.

Mencioné a tío Kálmán, lo cual irritó a Zoltán. Yo tenía a mis padres; Zoltán, en cambio, se había quedado huérfano. Sin los padres, ya no tenía motivos para aceptar la realidad burguesa. No le importaba haber nacido en el seno de una familia burguesa, pues le daba la oportunidad de comprender la moral de los ricos.

—Me alegra que mi padre haya muerto —dijo—. Si viviera, sería su enemigo.

—¿Por qué no puede seguir siendo un burgués una persona que nació burguesa? —pregunté.

—Ya no soy el que era —respondió.

Ya había leído varias veces Fundamentos del leninismo y había empezado la lectura de El capital. Yo aún no había hecho nada en ese campo; prefería leer a Platón, y el personaje de Sócrates me atraía mucho. Diez años más tarde, Zoltán me escribiría amargamente desde Inglaterra diciendo que la burguesía había vencido y que era mucho más fuerte que los romanticismos extremistas.

En esa época, es decir, en 1946, Zoltán pedía cambios revolucionarios para Újfalu. Tales ideas no me molestaban. Creía que las personas no podían ser muy diferentes de ellas mismas. El hábil zapatero se mostraba ahora poco habilidoso como secretario del partido; el herrero, hombre de manos pesadas, irascible y marchoso, era el hazmerreír de todos como notable del municipio. Yo no podía ver ningún progreso histórico en el hecho de que el dependiente más atolondrado de don Kálmán ocupara el cargo de jefe de la policía. Zoltán pegaba octavillas de los comunistas en las paredes; yo no pegaba nada. Fui a todos los actos de los partidos, me alegré de que hubiera muchos, pero todos me parecían más cómicos que serios. Los comunistas me gustaban por comunistas; los pequeños propietarios, por pequeños propietarios. En 1956 también… fui más bien un espectador que un actor de los acontecimientos. Desde 1945 no he sido capaz de encontrar a un auténtico enemigo.

Zoltán Kobra ingresó en el Partido Comunista Húngaro a los trece años. A los quince ya era funcionario del partido como profesor remunerado de marxismo; explicaba El capital a adultos. Primero fue un comunista consecuente con sus ideas, luego un liberal igualmente consecuente; siempre estuvo más politizado que yo. Tenía una mente más teórica que la mía y una ética más sensible y radical. Si hubiera sido tan consecuente como él, yo no seguiría con vida. Siempre he sido escéptico respecto a las decisiones vitales tomadas a partir de una ideología; las he evitado. No ingresé en el partido ni creí en la necesidad de abandonar el país después de 1956. Zoltán puede ser considerado un revolucionario; yo, en cambio, por mi manera de ser, un conservador, porque prefiero dejar las cosas como están. Resulta irónico que durante más de tres lustros a partir de los años setenta fuera tratado en Hungría como un peligroso opositor al régimen. Mirándolo bien, he sido un ecléctico; aunque me diera vergüenza, me gustaban hasta las opiniones más contrarias, siempre y cuando estuvieran bien escritas. En mis conversaciones siempre he dicho todo cuanto me pasaba por la mente, sin pensar si era un comunista de pies a cabeza o un anticomunista al cien por cien. Nunca me he atenido a ningún tipo de filosofía de escuela, ni a su contrario. Me muevo entre la audacia y la cautela; al día siguiente rectifico mis exageraciones y mis paradojas maduran y se van acercando unas a otras. Zoltán poseía un sentido del orden intelectual mucho más sensible que el mío. No le gustaba que yo saltara de un paradigma a otro. Todo cuanto decía se caracterizaba por una estructura y un contenido marcados por la transparencia y el genio. Cuando le gustaba alguno de mis impulsos chasqueaba la lengua y decía: «Una deducción muy elegante». Formulaba el núcleo del problema como si monologara, como si meditara en voz alta. En nuestra adolescencia, yo tenía la sensación de que quería ser otro, no el que era, sino algo extremo, ¡un héroe, un santo, un genio! O quizá sólo un erudito capaz de combinar los tres elementos. Zoltán apenas prestaba atención al hecho de ser el hijo huérfano de un comerciante rico asesinado en un campo de concentración, como tampoco le importaba llevar trajes hechos con tejido inglés de exquisita calidad. Todo eso carecía de importancia. Más tarde, en Oxford, se dio cuenta de que aquella infancia también poseía aspectos auténticos. «La única ventaja de la emigración —escribió en una de sus cartas— es que aquí ha llegado por vez primera a mis manos la obra de Kierkegaard».

Zoltán siempre intuyó la posibilidad de una vida mejor que la que nos había sido dada. No consideraba correcto el presente. No tenía ganas de imaginarse como un economista inglés. Se sabía de memoria los tres tomos de El capital, pero el capital en sí, tan pomposo, dejaba frío a Zoltán. De hecho, ya lo tenía. ¿Era lo que sabía, decía y hacía mi padre? ¿Ah, sí? ¿Eso era todo? Consideraba verdaderos la infancia, el comunismo y, más tarde, su participación en la revolución del cincuenta y seis y la emigración, los tres capítulos de su vida.

—Esta revolución —me dijo a finales de octubre de ese año, mientras permanecíamos tumbados sobre un camión apuntando con nuestras ametralladoras— no va sólo contra Stalin. También se ha desembarazado de Lenin. Es lógico, puesto que Lenin se desembarazó de los marineros de Kronstadt y aplastó la rebelión sin miramientos.

Sin embargo, la situación creada después de la derrota de la revolución, es decir, la de un comunismo un poquito menos comunista y un poquito más burgués carecía de estilo, según Zoltán. Si el país abandonaba el comunismo en el sentido radical y consecuente que Zoltán daba a la palabra, pues aferrarse a él habría significado más sufrimiento y más muerte, entonces ¿por qué no tomaba un rumbo consecuentemente burgués, como Inglaterra, por ejemplo? Lo que quedaba en Budapest (y él se enteraba de ello por las noticias y por cartas como las mías) era para él algo ambiguo y, por tanto, aborrecible. «¿¡Qué hay de interesante en el hecho de que el país vuelva poco a poco a su punto de partida y que, además, uno deba alegrarse de ello!? Los revolucionarios pueblan las cárceles, mientras se pone en marcha el proceso de aburguesamiento. ¿Así voy a sentir nostalgia? Si hubiera emigrado, me habrían ahorcado. No es seguro, pero casi; o, como mínimo, probable. Porque en el caos de nuestra patria no hay nada seguro, pero todo es posible. ¿Es esto lo que quiere Dávid? ¿Semejante mejunje? ¡Pues sírvase y que disfrute! Si el mediocre moralismo patrio es capaz de cautivarlo, no sé qué habrá ocurrido con su mente».

Zoltán tenía habitación propia en el Trinity College y un criado para atenderlo. En una carta me escribió: un sanatorio con paredes de goma. Ya que estaba en el capitalismo, ¡a vivir a lo grande! ¡A tener dinero! No lo tenía. Consideraba absurdas casi todas las circunstancias en que se hallaba.

En 1948 estuve en Újfalu por última vez en aquella época y tardé unos veinticinco años en volver. Entre tanto, el secretario local del partido dirigió cartas a mis universidades, diciendo que mi padre no había sido un pequeño burgués, sino un gran burgués y que, por tanto, yo era una persona ajena a la clase obrera y, por consiguiente, un enemigo. Desaprobaba que yo cursara estudios universitarios en una república popular, en la dictadura del proletariado. Consecuencia: proceso disciplinario. Todo cuanto dije estaba mal, mi actitud también, y me expulsaron. Los de Újfalu exageraban. Mi padre era de clase media, como el de Zoltán. Judíos provincianos húngaros de clase media. A mi juicio, si Zoltán viviera y estuviera ahora sentado a mi lado, aceptaría tranquilamente esta definición de nuestros orígenes. En los años setenta volví unas cuantas veces a Újfalu, una de ellas con mis hijos y con un sobrino norteamericano que teníamos en común Zoltán y yo: Tony, hijo de Marci. Nos abrimos camino hacia las tumbas de nuestras familias, pasando por la maleza que nos llegaba al hombro. Tony gritó:

Jesus Christ! I’m standing on my grandmother!

Efectivamente, estaba de pie sobre la lápida de mármol de Noémi. A mi hija Dorka le aburrían las tumbas; prefería ir a bañarse. Bajamos hasta el Berettyó; el agua en que nadamos olía a mierda de cerdo. Alguna de las granjas colectivas vertía dentro las aguas residuales. Salimos y entonces nos destrozaron los mosquitos. Mi hijo Miklós no quiso meterse y se rió de nosotros al vernos corretear de un lado al otro, huyendo de los mosquitos y esperando a que se secara el agua con olor a mierda en nuestros cuerpos.

Nos paseamos por el pueblo. Los arriates habían desaparecido del borde de las aceras y sólo había mucho coche, camiones, tractores y ruido. Las casas de una sola planta seguían en pie, mudas y grises; más allá se construía un bloque de viviendas, y nuestra casa se había convertido en una gran ferretería. El gerente me reconoció; había sido aprendiz de mi padre. Su antecesor, un hombre al que quise mucho, había sido un dependiente de mi padre. Me enseñó el almacén; el Arca seguía allí, detrás de las pilas de tela metálica. La tienda, ampliada, pues incluía nuestra vivienda, tenía veintidós empleados. Las existencias, bastante copiosas, no impedían que muchas veces hubiera que decir: «Lo siento, pero no lo tenemos». Cuando necesitaba el pasaporte, Feri sólo debía dirigirse a la comisaría:

—Chicos, no me vengáis con tonterías y soltad rápido ese pasaporte, que sois unos buenos muchachos.

Se llevaba bien con todo el pueblo. Me preguntó la marca de mi coche. No entendió cuando le dije que no tenía. Me preguntó también que por qué no salía en la televisión y me animó: usted escriba de manera que las palabras lleguen a la gente. Que escribiera de él, dijo. Que tenía una casa más grande que la del alcalde. Y que sólo le faltaba tener hijos, que ésa era la gran pena de él y de su señora, el quedarse sin descendencia.

Nos fuimos a la estación. Bebimos aguardiente en el bar del ferrocarril. Todo se mantenía igual que hacía cuarenta años. Sólo que faltaban los coches de punto, sólo que las barandas estaban rotas y que el restaurante se había convertido en taberna. En el tren, un gitano dio unas bofetadas a uno más joven porque éste había acusado al viejo de robarle dinero. El padre propinó a su hijo, que era más fuerte, una retahíla de bofetadas. El hijo no se defendió; sólo lloraba y juraba matarlo. ¡No puedo pegar a mi padre! Pero puedo clavarle la navaja en el cuello, eso sí. ¿Conque una navaja, eh? Más bofetadas. Apareció un gendarme, con porra y pastor alemán. Golpeó al hijo en el brazo, porque le dio la gana.

—¡La madre que lo parió, ¿por qué no respeta usted a su papá?! ¡Vaya chaval, acusando a su padre! Suelte esa navaja, que se la devolveré en Budapest. A mí no me venga con puñaladas aquí en el tren. ¡Ya podrá hacerlo en la capital, si quiere!

El perro gruñó en tono autoritario. Mientras, los demás gitanos de Újfalu seguían jugando a las cartas, dando de mamar a los bebés y discutiendo.

It’s so real! —dijo Tony, entusiasmado.

—En este vagón, papá se siente como en casa, claro —observó Miklós, no sin cierta amargura.

Zoltán prefería diferenciar las cosas; yo, en cambio, combinarlas. Recordamos los buenos tiempos pasados. En otoño de 1943, la escuela secundaria sólo nos admitió a nosotros entre los niños judíos, pero no pudimos ir a las clases de defensa civil. Tampoco pudimos ingresar en la organización paramilitar juvenil, ni practicar con rifles de pequeño calibre. Que no nos dieran cepillos para limpiar el váter en lugar de rifles, como hicieran con los otros chicos judíos, fue un gesto de deferencia hacia nuestros padres.

Toco la lápida calentada por el sol. Quizá dé demasiada importancia a la vida en este mundo. Pero nada sé de la vida en otros lugares. En opinión de Zoltán, no es radical quien se hace matar, sino quien se mata. A mi juicio, en cambio, tanto uno como el otro están locos.

—No venimos en naves espaciales —dice Zoltán—, la invasión interna es mucho más sencilla. Nos instalamos en uno de vosotros y observamos lo que hace. El invadido no sabe que ya no pertenece a este mundo, pero lo intuye. No quise seguir viviendo. Quería borrarme de la faz de la tierra. Sé que te enteraste por una pequeña nota sobre mí en el Esti Hírlap.

Varios de mis amigos emigraron; Zoltán se marchó aún más lejos. Muchas veces me preguntaba en mis reflexiones: ¿qué diría él de todo esto? Luego dejé de preguntármelo porque Zoltán seguía muy joven en las imágenes de mis recuerdos. Ahora es la primera vez que veo tan desgastada su cara, no sólo la mía. Paseamos juntos por la plaza del mercado de Újfalu. Los hombres, con botas negras, chamarras y sombreros, esperan en grupos de tres o cuatro a sus mujeres delante de la iglesia calvinista y conversan tranquila, pero animadamente. A las mujeres les gusta emocionarse ahí dentro con el sermón divino y la música del órgano. Luego, por la tarde, bebemos cerveza acompañada de aguardiente en la taberna. Puede ocurrir que alguien aplaste la cara de su compinche. Rabia que estalla y emerge de golpe de la calma. Por lo visto, aún pervive la noción del grado de afrenta que obliga a sacar el cuchillo de la caña de la bota. En el hotel no hay agua caliente. No se puede cerrar la puerta del WC y uno tiene que sujetar la manilla.