El extraño crimen de John Boulnois
Mr. Calhoun Kidd era un caballero muy joven con un rostro muy viejo, apergaminado por su propia avidez y enmarcado por un pelo negro azulado y una pajarita negra. Era el corresponsal en Inglaterra del colosal periódico americano Western Sun, descrito con buen humor como el «crepúsculo naciente». Esto hacía alusión a una gran declaración periodística —atribuida al mismo Mr. Kidd— en la que se conjeturaba que el sol saldría por el oeste si los ciudadanos americanos lo empujasen un poco más. Sin embargo, aquellos que se burlan del periodismo americano desde la perspectiva de tradiciones más maduras olvidan cierta paradoja que lo redime en parte. Pues mientras el periodismo de los Estados Unidos permite una vulgaridad pantomímica de la que se salva el inglés, también muestra una excitación real acerca de los problemas mentales más serios, de los cuales los periódicos ingleses son inocentes o incapaces. El Sun estaba lleno de las materias más solemnes tratadas del modo más ridículo. En él aparecía William James como el «tedioso Willie» y los pragmáticos se alternaban con boxeadores en la larga secuencia de retratos.
Así, cuando un discreto hombre de Oxford, llamado John Boulnois, escribió en una revista ilegible con el nombre Natural Philosophy Quarterly una serie de artículos sobre determinados puntos débiles en la teoría de la evolución de Darwin, no encontró eco en ningún rincón de la prensa inglesa, por más que la teoría de Boulnois (que era la del universo comparativamente estacionario sacudido ocasionalmente por convulsiones de cambio) encontraba seguidores en Oxford y se la llegó a denominar «catastrofista». Sin embargo, muchos periódicos americanos consideraron el desafío como un gran acontecimiento, y el Sun proyectó la sombra gigantesca de Mr. Boulnois por sus páginas. Debido a la paradoja apuntada, artículos inteligentes y entusiastas fueron presentados con titulares aparentemente escritos por maníacos analfabetos; así, se podían leer titulares como «Los trapos sucios de Darwin. Su crítico, Boulnois, destapa sus debilidades» o «Manténgase catastrofista, dice el pensador Boulnois». Y Mr. Calhoun Kidd, del Western Sun, se aprestaba a entrar, con su pajarita y su semblante lúgubre en la pequeña casa en las afueras de Oxford donde vivía el pensador Boulnois en feliz ignorancia de semejantes títulos.
Ese desgraciado filósofo había consentido, en un momento de aturdimiento, en recibir al entrevistador y lo había citado a las nueve de la noche. La última luz crepuscular se cernía sobre Cummor y las colinas boscosas; el romántico yanqui dudaba del camino y no identificaba los alrededores. Viendo que la puerta de una genuina posada feudal, «The Champion Arms», estaba abierta, entró para preguntar.
Tocó el timbre en la recepción y tuvo que esperar un tiempo hasta que alguien acudió. La única persona presente era un hombre delgado, pelirrojo, con ropa informal y de aspecto algo rudo, que estaba bebiendo un whisky muy malo, pero fumando un cigarro muy bueno. El whisky, desde luego, debía de ser de la casa, el cigarro era probable que se lo hubiese traído de Londres. Nada podía ser más diferente que la cínica y pulcra sequedad del joven americano, pero algo en su pluma y en su cuaderno de notas abierto, y quizá en la expresión alerta de sus ojos azules, le dijo correctamente que estaba ante un compañero periodista.
—¿Puede hacerme un favor? —preguntó Kidd con la cortesía de su nación—. Quizá pueda decirme dónde está Grey Cottage, la casa donde vive Mr. Boulnois.
—Está a unas yardas siguiendo el camino —dijo el hombre pelirrojo girando su cigarro—; yo mismo voy a pasar por allí dentro de unos minutos, pero seguiré hasta Pendragon Park para ver lo que ocurre.
—¿Qué es Pendragon Park? —preguntó Calhoun Kidd.
—El hogar de Sir Claude Champion, ¿acaso no ha venido para eso? —preguntó el periodista mirándole con algo de asombro—. Usted es periodista, ¿verdad?
—He venido a ver a Mr. Boulnois —dijo Kidd.
—Yo he venido a ver a Mistress Boulnois —replicó el otro—, pero no la he encontrado en casa.
Y se rió de un modo desagradable.
—¿Está interesado en las teorías catastrofistas? —preguntó el asombrado yanqui.
—Yo estoy interesado en catástrofes, y se van a producir varias —respondió tenebrosamente su colega—. Mi ámbito es algo sucio, y nunca he pretendido que no lo sea.
Dicho esto, dio un golpe en el suelo; de algún modo, uno podía darse cuenta de que el hombre había sido educado como un caballero.
El periodista americano lo consideró con mayor atención. Su rostro era pálido y disipado, como cargado de pasiones formidables a punto de ser liberadas, pero era un rostro inteligente y sensible. Su ropa era basta y descuidada, aunque tenía una buena sortija de sello en uno de sus largos y finos dedos. Su nombre, que surgió en el curso de la conversación, era James Dalroy. Hijo de un terrateniente irlandés arruinado, trabajaba en calidad de reportero para una revista del corazón llamada Smart Society, a la que despreciaba profundamente, y a la que servía como algo aún más penoso: como espía.
Me atrevo a decir que Smart Society no sentía mucho interés en las opiniones de Boulnois acerca de Darwin, por las que tanto se interesaba el Western Sun. Al parecer, Dalroy había venido para husmear en un escándalo que muy bien podría terminar en la Corte de divorcios, pero que en el presente oscilaba entre Grey Cottage y Pendragon Park.
Sir Claude Champion era tan bien conocido por los lectores del Western Sun como Mr. Boulnois. Del mismo modo en que lo eran el Papa y el ganador del «Derby», pero la idea de una relación estrecha entre ambos le habría resultado a Kidd igualmente incongruente. Había oído hablar de Sir Claude Champion como uno de los hombres más brillantes y ricos de Inglaterra entre los «top ten» como el gran deportista que participaba en regatas alrededor del mundo; como el gran viajero que escribía libros sobre el Himalaya; como el político que se llevaba la mayoría de los votos con una asombrosa democracia tory; y como el gran aficionado al arte, a la música, a la literatura y, sobre todo, a la actuación. Sir Claude era alguien realmente magnífico en ojos que no fuesen americanos. Había algo de príncipe renacentista en su cultura omnívora y en su inquieta notoriedad, no sólo era un gran «amateur», sino uno fervoroso. No había nada en él de esa frivolidad anticuada que unimos al término «dilettante».
Ese perfil sin tacha de halcón, con ojos italianos de un azul oscuro, que había sido fotografiado tantas veces por Smart Society y por el Western Sun daba a todos la sensación de un hombre devorado por la ambición, como si ésta fuese un fuego o incluso una enfermedad. Pero aunque Kidd sabía mucho acerca de Sir Claude —mucho más, de hecho, de lo que se podía saber— jamás, en sus sueños más confusos, podría haber conectado a un aristócrata tan ostentoso con el revitalizador del catastrofismo, o para suponer que Sir Claude Champion y John Boulnois podían ser íntimos amigos. Sin embargo, así era, según la opinión de Dalroy. Los dos habían ido juntos al colegio y a la universidad y, aunque sus destinos sociales habían sido muy diferentes (pues Champion era un gran terrateniente y un millonario, mientras que Boulnois era un profesor pobre y hasta un periodo muy reciente un completo desconocido), siguieron manteniendo un contacto estrecho. Y, cierto, la casa de campo de Boulnois estaba precisamente en la entrada a Pendragon Park.
Pero si los dos hombres podrían seguir siendo amigos más tiempo, era una cuestión oscura y desagradable. Dos años antes Boulnois se había casado con una actriz de gran belleza y no sin éxito, de la que era devoto a su estilo tímido y tedioso. Pero la proximidad del hogar de los Champion había procurado la oportunidad a esa frívola celebridad de comportarse de un modo que sólo podía causar desagrado e irritación. Sir Claude había llevado a la perfección el arte de la publicidad, y parecía experimentar un placer loco en mostrarse igualmente ostentoso en las intrigas que no suponían un marchamo de honor. Mensajeros de Pendragon estaban llevando perpetuamente flores a la casa de la señora Boulnois; carruajes y automóviles llegaban continuamente a la casa para recoger a la señora Boulnois; se organizaban bailes y mascaradas en los que desfilaban los baronets ante la señora Boulnois como si fuese la Reina del Amor y de la Belleza en un torneo. Precisamente esa noche, reservada por Kidd para exponer su teoría catastrofista, había sido reservada por Sir Claude Champion para una representación al aire libre de Romeo y Julieta, en la cual él iba a interpretar a Romeo y ¿hace falta decir quién iba a interpretar el papel de Julieta?
—No creo que esto pueda seguir así sin ruptura —dijo el hombre pelirrojo, levantándose y estirándose—. El viejo Boulnois debe de ser un hombre chapado a la antigua, pero también puede enfurecerse, aunque no lo creo.
—Es un hombre de gran capacidad intelectual —dijo con una voz profunda Calhoun Kidd.
—Sí —respondió Dalroy—, pero incluso un hombre de gran capacidad intelectual no puede ser semejante necio frustrado. ¿Va a ir? Yo saldré en un minuto o dos.
Pero Calhoun Kidd, después de haberse terminado su ponche de leche se puso en camino hacia Grey Cottage, dejando a su cínico informante con su whisky y su tabaco. Ya no había luz, el cielo se había oscurecido y mostraba un color verde grisáceo, como pizarra, tachonado aquí y allá por alguna estrella, pero más luminoso en la parte izquierda, con la promesa de una luna creciente.
Grey Cottage, atrincherado entre un seto cuadrado y rígido, estaba tan cerca de los pinos y de la palizada del parque que Kidd al principio lo confundió con la residencia del jardinero. Al encontrar el nombre en la estrecha puerta de madera, sin embargo, y observando en su reloj que ya era la hora a la que habían quedado, entró y llamó a la puerta. Dentro del seto pudo ver que la casa, aunque poco pretenciosa, era grande y más lujosa de lo que parecía a primera vista, y era un lugar muy diferente a la residencia de un jardinero. En el jardín había la caseta de un perro y una colmena, como símbolos de la tradicional vida campestre inglesa; la luna se elevaba detrás de los perales, el perro que salió de la caseta tenía un aspecto reverente y parecía reticente a ladrar, y el mayordomo viejo y simple que abrió la puerta era lacónico pero digno.
—Mr. Boulnois me pide que le ofrezca sus disculpas, señor —dijo—, pero se ha visto obligado a salir urgentemente.
—Pero si tengo una cita con él —dijo el entrevistador elevando la voz—. ¿Sabe adónde ha ido?
—A Pendragon Park, señor —dijo algo sombrío el criado, y comenzó a cerrar la puerta.
Kidd se quedó mirándolo fijamente.
—¿Fue con su esposa… a la fiesta? —preguntó vagamente.
—No, señor —respondió brevemente el otro—, se quedó aquí y luego se fue solo.
Y cerró brutalmente la puerta, pero con aire de no haber cumplido su deber.
El americano —una extraña mezcla de impudicia y sensibilidad— estaba furioso. Sintió el fuerte deseo de sacudirlos a todos y enseñarles modales: al viejo perro canoso, a la vieja cara grisácea del mayordomo con su prehistórica pechera y sobre todo al viejo filósofo de cerebro desquiciado que no sabía mantener una cita.
—Si ése es su modo de actuar, merece perder la más pura devoción de su esposa —dijo Mr. Calhoun Kidd—, pero quizá ha ido para armar una trifulca. En ese caso creo que un hombre del Western Sun debería estar presente.
Y doblando la esquina, se puso en camino por la larga avenida de pinos que llevaba, en abrupta perspectiva, hacia los jardines interiores de Pendragon Park. Los árboles eran tan negros y estaban tan bien ordenados como los penachos en un coche fúnebre. Aún se veían pocas estrellas. Era un hombre con más asociaciones literarias que naturales; la expresión «Bosque de cuervos» le vino repetidamente a la mente. En parte se debía al color negro de los pinos, pero en parte también a la atmósfera indescriptible recogida en la gran tragedia de Scott: el olor de algo que murió en el siglo XVIII; el olor de jardines húmedos y urnas rotas, de maldades que nunca serán corregidas, de algo que resulta incurablemente triste porque es extrañamente irreal.
Más de una vez, mientras avanzaba por el oscuro y cuidado camino de trágica artificialidad, se detuvo sobresaltado al creer que oía pasos delante de él. No podía ver nada delante, excepto los sombríos pinos y el resplandor de la luz estelar. Al principio pensó que sólo era su imaginación o que el eco de sus pasos se burlaba de su temor. Pero al continuar se mostró cada vez más inclinado a creer, con los restos de su razón, que realmente se oían otros pasos en el camino. Pensó confusamente en fantasmas, y se sorprendió de lo rápido que podía ver la imagen de un fantasma local, uno con el rostro de un Pierrot y parcheado de negro. El ápice del triangulo de cielo azul oscuro se hacía más brillante y azul, aunque hasta ese momento aún no se había dado cuenta de que la razón estaba en que se acercaba a las luces de la gran casa y del jardín. Sólo sentía que la atmósfera se intensificaba, de que en aquella tristeza había más violencia y secreto, más —dudó en encontrar la palabra y, finalmente, dijo con una risa repentina—, más catastrofismo.
Pasó por más pinos y siguió por el camino sinuoso hasta que se detuvo paralizado como por arte de magia. No merece la pena decir que sintió como si se encontrase en un sueño, pero esta vez experimentó también con certeza que acababa de entrar en un libro, porque nosotros, los seres humanos, estamos acostumbrados a cosas inapropiadas, estamos acostumbrados a la confusión de lo incongruente: ésta es una música con la que nos podemos ir a dormir. Si ocurre una cosa apropiada, nos despierta como el sonido de un acorde perfecto: algo ha ocurrido como si hubiese ocurrido en un cuento olvidado.
Sobre el negro pinar surgió, relampagueando a la luz de la luna, una espada desnuda, como un ligero y centelleante estoque con el que se hubiese sostenido un duelo injusto en ese parque antiguo. Cayó en el camino, frente a él, y brilló en el suelo como una larga aguja. Corrió hasta donde había caído y se inclinó sobre la espada. Vista de cerca tenía un aspecto llamativo: las piedras preciosas rojas en la empuñadura eran dudosas, pero había una suerte de perlas rojas en la hoja que no lo eran tanto.
Miró confuso en la dirección de la que había venido el deslumbrante misil, y vio que en ese punto la fachada de pinos quedaba interrumpida por un sendero más pequeño que avanzaba en ángulos rectos. Cuando se internó en él, pudo ver toda la casa iluminada, con un lago y fuentes en la parte frontal. Sin embargo, no se quedó contemplando esto, pues descubrió algo más interesante.
Sobre él, en una de las lomas del jardín, había una de esas pequeñas sorpresas pintorescas comunes en los jardines antiguos, una especie de colina redonda o cúpula de hierba, rodeada y coronada con tres macizos concéntricos de rosas y con un reloj de sol en la cúspide. Kidd pudo ver cómo el estilo se elevaba oscuro contra el cielo, parecido a la aleta dorsal de un tiburón, y cómo la luz lunar acariciaba en vano al indolente reloj. Pero además vio algo que también lo acariciaba, aunque sólo por un instante: la figura de un hombre.
Aunque sólo pudo verla un segundo, y aunque vestía de una forma extraña, incluso increíble, embutida de los pies a la cabeza en un traje carmesí con destellos dorados, supo de quién se trataba. Esa cara blanca elevada al cielo, afeitada y tan artificialmente joven, como Byron con una nariz romana, esos rizos negros con vetas grises, todo eso lo había visto en los mil retratos públicos de Sir Claude Champion. La confusa figura roja dio algunas vueltas frente al reloj de sol, luego rodó por la loma verde y cayó a los pies del americano, moviendo ligeramente un brazo. Un ornamento dorado, chillón y artificial en ese mismo brazo recordó a Kidd la obra Romeo y Julieta, era evidente que el traje carmesí formaba parte de la obra. Pero había un hilo rojo hasta el lugar de donde había caído que no formaba parte de la obra: había manado de su cuerpo.
Mr. Calhoun Kidd gritó una y otra vez. De nuevo creyó oír pisadas fantasmales y comenzó a percibir a otra figura cerca de él. Conocía a esa figura y quedó aterrorizado. El joven disipado que se había identificado como Dalroy se acercó a él en silencio; si Boulnois no mantenía sus citas, Dalroy tenía una forma siniestra de mantenerlas. La luz de la luna lo empalidecía todo, se reflejaba en el cabello rojo de Dalroy y daba a su rostro un tinte verde pálido.
Todas esas impresiones morbosas debieron de ser la excusa para que Kidd gritase brutalmente y más allá de toda razón:
—¿Ha hecho usted esto, maníaco?
James Delroy le mostró su desagradable sonrisa, pero antes de que pudiera hablar, la figura del suelo realizó otro movimiento con el brazo, como si quisiese alcanzar el lugar en que había caído la espada, luego emitió un gemido y comenzó a hablar:
—Boulnois… Boulnois, lo hizo… celos de mi…, estaba celoso, celoso…
Kidd inclinó la cabeza para escucharle mejor y entendió unas palabras más:
—Boulnois…, con mi propia espada…, la arrojó…
Una vez más la mano hizo el gesto de querer coger la espada, pero cayó rígida dando un golpe en el suelo. En Kidd surgió de lo más íntimo ese humor corrosivo que es la extraña sal de la seriedad de su raza.
—Mire —dijo abruptamente, como una orden—, tiene que traer a un médico, este hombre está muerto.
—Y un sacerdote, supongo —dijo Dalroy de un modo indescifrable—. Todos estos Champion son papistas.
El americano se arrodilló al lado del cuerpo, sintió que su corazón aún latía, levantó algo su cabeza e hizo esfuerzos por reanimarlo, pero antes de que volviera a aparecer el otro periodista, seguido por un médico y un sacerdote, estaba en condiciones de asegurar que ya era demasiado tarde.
—¿Demasiado tarde? —preguntó el médico, un hombre de aspecto sólido y próspero, con un bigote convencional y largas patillas, pero con una mirada atenta que dirigió a Kidd.
—En un sentido —arrastró las palabras el corresponsal del Sun—, he llegado tarde para salvar al hombre, pero supongo que he llegado a tiempo para oír algo de importancia. Oí cómo la víctima denunciaba a su asesino.
—¿Y quién es el asesino? —preguntó el médico, alzando las cejas.
—Boulnois —susurró Calhoun Kidd.
El médico le miró fijamente con una ceja levantada, pero no le contradijo. Entonces, el sacerdote, una figura rechoncha que se mantenía en un segundo plano, dijo tranquilamente:
—Según me han dicho, Mr. Boulnois no iba a venir a Pendragon Park esta noche.
—Así es —dijo malhumorado el yanqui—. Estoy en situación de dar a este viejo país un hecho o dos. Si, señor, John Boulnois iba a quedarse en casa por la noche, pues había fijado conmigo una cita allí. Pero John Boulnois cambió de opinión; John Boulnois dejó de repente su casa y vino a este maldito parque hace una hora. Así me lo dijo su mayordomo. Creo que tenemos lo que la policía suele llamar la clave del crimen. Por cierto, ¿la han avisado?
—Sí —dijo el doctor—, pero no debemos alarmar a nadie más por ahora.
—¿Lo sabe Mistress Boulnois? —preguntó James Dalroy.
Y una vez más Kidd sintió el deseo irracional de golpearle en plena boca.
—No se lo he dicho —dijo rudamente el médico—, pero aquí llega la policía.
El pequeño sacerdote se había alejado un poco, hasta el camino principal, y ahora regresaba con la espada, que parecía excesivamente larga y teatral al lado de esa figura regordeta, al mismo tiempo clerical y algo vulgar.
—Antes de que llegue la policía —dijo con un tono de disculpa—, ¿tiene alguien fuego?
El periodista americano sacó un mechero de su bolsillo y el sacerdote lo mantuvo en la mitad de la espada, la cual examinó con extremado cuidado. Luego, sin mirar la punta ni la empuñadura, le dio el arma al doctor.
—Me temo que no puedo ser de ninguna ayuda —dijo con un breve suspiro—. Me despido de ustedes caballeros, buenas noches.
Y se fue por el sendero oscuro hacia la casa, con sus manos dobladas a la espalda y su cabeza inclinada en actitud pensativa.
El resto del grupo se dirigió rápidamente hacia la entrada, donde ya se podía ver a un inspector y a dos agentes, hablando con el portero. Pero el pequeño sacerdote fue reduciendo cada vez más su marcha en la penumbra boscosa y, finalmente, se detuvo en las escaleras de la casa como si hubiese sido fulminado por un rayo. Era su modo silencioso de reconocer una aproximación igualmente silenciosa, pues a su encuentro venía una presencia que incluso habría satisfecho las exigencias de Calhoun Kidd respecto a un fantasma hermoso y aristocrático. Era una mujer joven con un vestido de satén plateado de estilo renacentista, tenía el pelo dorado en dos largas trenzas y un rostro tan asombrosamente pálido entre ellas que podría haber estado recamado de oro y marfil, como las estatuas griegas. Pero sus ojos eran muy brillantes, y su voz, aunque baja, confidencial.
—¿Padre Brown? —dijo.
—¿Señora Boulnois? —respondió con seriedad. A continuación la contempló y dijo inmediatamente:
—Ya veo que sabe lo de Sir Claude.
—¿Cómo sabe que lo sé? —preguntó con firmeza.
No respondió a esta pregunta, pero realizó otra:
—¿Ha visto a su esposo?
—Mi esposo está en casa —dijo ella—. No tiene nada que ver con esto.
Tampoco objetó esta afirmación, y la mujer se acercó a él, con una intensa expresión en su rostro.
—¿Tengo que decirle algo más? —dijo con una sonrisa algo temerosa—. No creo que él lo hiciera y usted tampoco lo cree.
El padre Brown la miró fijamente a los ojos y asintió gravemente.
—Padre Brown —dijo la dama—, le voy a contar todo lo que se pero quiero que antes me haga un favor. ¿Me puede decir por qué no ha llegado a la conclusión de que John es culpable como creen los demás? No importa lo que diga, estoy al corriente de las murmuraciones y de las apariencias que hablan en su contra.
El padre Brown aparecía confuso y pasó la mano por su frente.
—Dos detalles —dijo—, al menos uno de ellos es muy trivial y el otro muy vago. Pero los dos contradicen la idea de que Mr. Boulnois ha sido el asesino.
Volvió su cara redonda hacia las estrellas y continuó con mirada ausente:
—Primero el detalle algo vago. Suelo darle mucha importancia a las ideas vagas. Todas esas cosas que no llegan a ser una prueba son las que terminan convenciéndome. Creo que la imposibilidad moral es la más grande de las imposibilidades. Sólo conozco muy superficialmente a su esposo, pero creo que este crimen que se le atribuye, como se ha concebido generalmente, es algo muy parecido a una imposibilidad moral. Por favor, no me interprete mal y crea que no considero a Boulnois tan vil. Cualquiera puede ser vil, tan vil como quiera. Podemos dirigir nuestra voluntad moral, pero por regla general no podemos cambiar nuestras inclinaciones instintivas y el modo de hacer las cosas. Boulnois podría haber cometido un crimen, pero no este crimen. No habría sacado la espada de Romeo de su romántica vaina; ni habría golpeado a su enemigo sobre el reloj de sol como en una suerte de altar; ni habría dejado el cuerpo entre las rosas; ni tampoco habría lanzado la espada entre los pinos. Si Boulnois hubiese matado a alguien, lo habría hecho silenciosa y lentamente, como hace otras cosas, esto es, como se toma una copa de oporto o lee a un poeta griego. No, la puesta en escena romántica no es cosa de Boulnois, resulta más propia de Champion.
—¡Ah! —exclamó ella, y le miró con ojos como diamantes.
—Y lo trivial —dijo Brown— era esto: había huellas dactilares en la espada; esas huellas se pueden detectar bastante tiempo después de haberlas dejado si están en una superficie pulida como el cristal o el acero. Éstas estaban en una superficie pulida y, además, en el centro de la hoja. No tengo ni idea de quién pueden ser esas huellas, pero ¿por qué tendría alguien que sujetar la espada por la hoja? Era una espada larga, y la longitud es una ventaja en el combate contra el enemigo, al menos contra la mayoría de los enemigos, en realidad, contra todos los enemigos, excepto uno.
—¡Excepto uno! —exclamó ella.
—Sólo hay un enemigo —dijo el padre Brown— al que es más fácil matar con una daga que con una espada.
—Ya lo sé —dijo la mujer—, a uno mismo.
Hubo un largo silencio, y luego el sacerdote dijo tranquila pero abruptamente:
—Entonces ¿estoy en lo cierto? ¿Se suicidó Sir Claude?
—Sí —dijo ella con un semblante como el mármol—, yo vi cómo lo hacía.
—¿Murió —preguntó el padre Brown— por amor a usted?
Una extraordinaria expresión atravesó su rostro, muy diferente a la piedad, a la modestia, al remordimiento o a algo de lo esperado por su compañero. Su voz se tornó repentinamente fuerte y llena:
—No creo —dijo ella— que yo le importara algo. Odiaba a mi esposo.
—¿Por qué? —preguntó el otro, y dirigió su cara redonda del cielo hacia la dama.
—Odiaba a mi esposo porque…, es extraño, no sé cómo expresarlo… porque…
—¿Si? —dijo pacientemente Brown.
—Porque mi esposo no le odiaba.
El padre Brown se limitó a asentir y pareció seguir escuchando. Difería de la mayoría de los detectives, reales y ficticios, en un detalle: nunca pretendía no comprender cuando había comprendido muy bien.
La señora Boulnois siguió hablando con la misma expresión ardiente de certeza.
—Mi esposo —dijo— es un gran hombre. Sir Claude Champion no lo era, sólo era un hombre famoso y con éxito. Mi esposo jamás ha sido famoso ni ha tenido éxito, y es la solemne verdad que jamás ha soñado con ello. Cree que puede hacerse menos famoso por su pensamiento que por fumar cigarros. En ese aspecto hace gala de una estupidez espléndida. Jamás ha madurado. Le seguía gustando Champion del mismo modo en que le gustaba en la escuela. Lo admiraba como hubiese admirado un truco de mesa, pero jamás hubiese concebido la noción de un Champion envidiado. Y Champion deseaba ser envidiado. Se volvió loco y se mató por eso.
—Sí —dijo el padre Brown—, creo que comienzo a comprender.
—¡Oh!, ¿no lo ve? —exclamó—, todo lo ha planeado como un escenario. Champion le puso una casita a John en la entrada de la suya, como un sirviente, para hacerle sentir su fracaso, pero él jamás lo sintió. Nunca piensa en esas cosas, al menos no más que un león de mente ausente. Champion podía irrumpir en el momento más inoportuno, en plena comida hogareña, con algún regalo sorprendente, con el anuncio de una expedición o de una visita exótica, como la de Harún al Rashid, y John lo aceptaba o rechazaba amigablemente sin inmutarse, como un escolar perezoso disiente o no de otro. John no cambió nada en cinco años, y Sir Claude se convirtió en un monomaníaco.
—Y Hamán les contó —dijo el padre Brown con voz soñadora— con cuántas cosas les había honrado el rey… Y después de una pequeña pausa, continuó:
—Todas esas cosas no me son de utilidad mientras vea a Mordecai, el judío, sentado ante la puerta.
—Llegó la crisis —siguió Mistress Boulnois— cuando logré persuadir a John de que me diera algunas de sus especulaciones científicas para enviarlas a una revista. Empezó a concitar la atención, especialmente en América, y un periódico quiso entrevistarlo. Cuando Champion —que era entrevistado casi todos los días— tuvo conocimiento de esas migajas de éxito de su inconsciente rival, su odio diabólico se disparó. Entonces comenzó a tramar esa enfermiza victoria sobre mi propio amor y mi honor, que ha sido tema de conversación en sociedad. Me preguntará por qué permití esas atroces atenciones. Le respondo que no pude rechazarlas salvo explicando sus motivos a mi esposo, y hay algunas cosas que el alma no puede hacer cuando el cuerpo no puede volar. Nadie se lo podría haber explicado a mi esposo, y nadie puede explicárselo ahora. Si usted le dice, con todas las palabras, «Champion le está robando a su esposa», pensaría que es una broma vulgar, que sólo puede tratarse de una broma, otra noción no podría penetrar en su cerebro. Bien, John iba a venir esta noche para vernos actuar, pero en el momento en que íbamos a salir, me dijo que no podía, pues tenía un libro muy interesante y un buen cigarro. Se lo dije a Sir Claude, y eso le causó una ansiedad mortal. El monomaníaco se desesperó. Se hirió a si mismo gritando como un demonio que Boulnois le estaba asesinando. Allí quedó muerto, en el jardín, víctima de sus celos por producir celos, mientras John estaba sentado en el salón leyendo un libro. Se produjo otro silencio, y después el sacerdote dijo: —Sólo hay un punto débil, Mistress Boulnois, en su animado relato. Su esposo no está en el salón leyendo un libro. Un periodista americano me acaba de decir que estuvo en su casa y su mayordomo le dijo que, después de todo, su esposo había venido a Pendragon Park.
Sus brillantes ojos se abrieron y refulgieron con una intensidad eléctrica, y ahora reflejaban perplejidad en vez de miedo o inseguridad.
—¿Qué quiere decir? —exclamó—. ¡Todos los criados estaban fuera de casa, viendo la obra de teatro, y no tenemos mayordomo, gracias a Dios!
El padre Brown la miró fijamente y giró como una absurda peonza.
—¿Qué? ¿Qué? —gritó galvanizado—. Mire, ¿podré encontrar a su esposo si voy a su casa?
—¡Oh!, los sirvientes estarán regresando ahora —dijo ella con sorpresa.
—¡Cierto! ¡Cierto! —repitió enérgicamente el clérigo, y salió disparado por el sendero hacia la puerta del parque.
Cuando había avanzado una corta distancia, se volvió y dijo:
—Lo mejor será que tenga cuidado de ese yanqui, o el titular «Crimen de John Boulnois» estará en todos los periódicos.
—No lo entiende —dijo Mistress Boulnois—, no le importaría, no creo que se imagine que América es un lugar real.
Cuando el padre Brown alcanzó la casa con el panal de abejas y la caseta de perro, una criada pequeña y aseada le mostró el salón donde, efectivamente, Boulnois estaba sentado leyendo al lado de una lámpara, exactamente como su esposa lo había descrito. Una botella de oporto y una copa estaban a la altura de su codo, y en el instante en que entró, el sacerdote notó la larga ceniza que aún permanecía en el cigarro.
«Ha estado aquí al menos media hora», pensó el padre Brown. De hecho, tenía el aspecto de haber estado allí sentado desde la cena.
—No se levante, Mr. Boulnois —dijo con su habitual tono amable y prosaico el sacerdote— sólo le interrumpiré un momento. Me temo que le importuno en medio de sus estudios científicos.
—No —dijo Boulnois—, estaba leyendo El dedo sangriento —dijo sin sonreír ni fruncir el entrecejo, y su visitante fue conciente de cierta indiferencia profunda y viril, calificada por su esposa como «grandeza». Dejó a un lado su cuento de terror sin ni siquiera sentir su incongruencia como para comentarla humorísticamente. John Boulnois era un hombre grande, lento de movimientos y con una cabeza maciza, en parte gris y en parte calva. Llevaba un traje de etiqueta gastado y muy pasado de moda, con una abertura triangular en la pechera de la camisa. Se lo había puesto con la intención original de ver actuar a su esposa como Julieta.
—No le voy a apartar mucho tiempo de El dedo sangriento ni de sus asuntos catastróficos —dijo sonriendo el padre Brown—. Sólo he venido a preguntarle sobre el crimen que ha cometido esta noche.
Boulnois se quedó mirándolo fijamente, pero una mancha roja comenzó a dibujarse en su amplia frente. Pareció sentirse confuso por primera vez.
—Se que ha sido un crimen extraño —asintió en voz baja el padre Brown—, para usted quizá aún más extraño. Los pequeños pecados son a veces más duros de confesar que los grandes, pero por eso resulta tan importante confesarlos. Su crimen lo comete toda anfitriona de moda seis veces a la semana, y ahora usted lo considera una atrocidad sin nombre.
—A uno le hace parecer —dijo lentamente el filósofo— un completo idiota.
—Lo sé —asintió el otro—, pero a veces hay que elegir entre parecer o ser un completo idiota.
—No puedo analizarme bien a mi mismo —siguió Boulnois—, pero sentado en este sillón con esta historia era tan feliz como un escolar en un día de vacaciones. Era seguridad, eternidad…, no lo puedo expresar bien…, los cigarros estaban al alcance de la mano, al igual que las cerillas…, también tenía El dedo sangriento…, no sólo era la paz, sino la plenitud. Entonces sonó el timbre durante un minuto largo y mortal y no pude levantarme del sillón, literal, física y muscularmente no pude. Luego lo hice como un hombre que levanta en vilo el mundo, ya que sabía que no quedaba ningún criado. Abrí la puerta y había un hombre pequeño con la boca abierta dispuesta a hablar y su libreta abierta para escribir. Recordé al yanqui entrevistador, al que había olvidado por completo. Su pelo llevaba una raya en la mitad y le digo que ese asesinato…
—Comprendo —dijo el padre Brown—, he estado allí.
—Yo no he cometido ningún asesinato —continuó suavemente el catastrofista—, sólo perjurio. Dije que me había ido a Pendragon Park y le cerré la puerta. Ése es mi crimen, padre Brown, y no se qué pena me puede aplicar por ello.
—Yo no aplico ninguna pena —dijo el sacerdote, recogiendo pesadamente su sombrero y su paraguas con aire divertido—, todo lo contrario. He venido especialmente a quitarle la pequeña pena que de otro modo habría seguido a su pequeña ofensa.
—¿Y cuál es la pequeña pena —preguntó sonriente Boulnois— de la que he tenido tanta suerte de quedar liberado?
—La de ser colgado —dijo el padre Brown.