El paraíso de los ladrones

El gran Muscari, el más original de los poetas toscanos, entró rápidamente en su restaurante favorito, con vistas al Mediterráneo y cubierto por un toldo rodeado de limoneros y naranjos. Los camareros, con mandiles blancos, estaban decorando las blancas mesas con las insignias de una comida elegante. Todo esto parecía incrementar su satisfacción, que ya llegaba al colmo de la jactancia. Muscari tenía una nariz aguileña, como la de Dante; su cabello y el pañuelo que llevaba al cuello eran oscuros y ondeantes, vestía una capa negra y casi le faltaba la máscara negra, como si llevara consigo un melodrama veneciano. Se comportaba como si un trovador ejerciese un cargo social perpetuo, como el de un obispo. Se acercaba a la imagen de Don Juan todo lo que permitía el siglo, sin olvidar el espadín y la guitarra.

Nunca viajaba sin el estuche con las espadas, con las que había vencido brillantemente en numerosos duelos, ni sin el correspondiente estuche para su mandolina, con la que acababa de dar una serenata a la señorita Ethel Harrogate, la hija, tremendamente convencional, de un banquero de Yorkshire que se encontraba de vacaciones. Sin embargo, no era ni un charlatán ni un niño, sino un ardiente y consecuente latino al que le gustaba una cosa, y a ella se dedicaba. Su poesía era tan franca como la prosa de cualquiera. Cantaba a la fama, al vino o a la belleza de las mujeres con una claridad tórrida inconcebible entre los ideales o compromisos nebulosos del norte. En algunas razas su intensidad se percibía como peligrosa o incluso criminal. Como el fuego o el mar, era demasiado simple para confiar en él.

El banquero y su hermosa hija estaban alojados en un hotel situado junto al restaurante en el que ahora se encontraba Muscari. Precisamente por ese motivo era su restaurante favorito. Una rápida mirada a la sala le dijo, sin embargo, que los ingleses aún no habían bajado. El restaurante relucía, pero todavía estaba casi vacío. Dos sacerdotes permanecían sentados a una mesa en una esquina y conversaban, pero Muscari (un católico ardiente) no les prestó más atención que a un par de cuervos. Pero en un lugar más alejado, en parte oculto por un naranjo enano con frutos, una persona, cuya ropa era lo más opuesto a la suya, se levantó y se dirigió hacia el poeta.

Esa figura estaba vestida con unos pantalones bombachos abigarrados, llevaba una corbata rosa, un cuello puntiagudo y, en los pies, unas botas llamativamente amarillas. Intentó mirar al mismo tiempo con fijeza y con naturalidad, pero cuando aquella aparición de extrema vulgaridad se acercó más, Muscari se quedó asombrado al observar que la cabeza no iba con el cuerpo. Era una cabeza italiana, peluda, oscura y muy vivaz, que surgía abruptamente de un cuello tan rígido como si fuera de cartón y de la corbata rosa. En realidad, conocía esa cabeza. La reconoció a pesar de todo ese atuendo vacacional inglés: era el rostro de un viejo, aunque olvidado amigo llamado Ezza. Ese joven había sido un prodigio en la escuela y se le pronosticó una fama europea cuando apenas contaba quince años de edad; pero fracasó cuando salió al mundo, primero profesionalmente como dramaturgo y demagogo, luego en privado durante años, para terminar siendo un actor, un viajante, un comisionista o un periodista. Muscari lo había visto por última vez detrás de las candilejas; pero estaba muy sumido en las excitaciones de esa profesión, por lo que se creía que una calamidad moral se lo había tragado.

—¡Ezza! —exclamó el poeta, irguiéndose y dando una palmada a causa de la agradable sorpresa—. Bueno, te he visto con muchos disfraces, pero jamás pensé verte disfrazado de inglés.

—Esto —respondió Ezza con gravedad— no es un disfraz de inglés, sino la ropa del italiano del futuro.

—En ese caso —remarcó Muscari—, confieso que prefiero al italiano del pasado.

—Ése es tu viejo error, Muscari —dijo el hombre de los bombachos, sacudiendo su cabeza—, y también el error de Italia. En el siglo XVI, nosotros, los toscanos, dictábamos la moda; teníamos el mejor acero, las mejores técnicas de esculpir, la química más avanzada. ¿Por qué no deberíamos tener ahora las mejores factorías, los motores más nuevos, las mejores finanzas y las ropas más modernas?

—Porque no merece la pena tener todo eso —respondió Muscari—. No puedes hacer de los italianos gente realmente progresista: son demasiado inteligentes. Hombres acostumbrados a descubrir el camino más corto para vivir bien, jamás irán por esos nuevos caminos tan elaborados.

—Bueno, para mi Marconi o D’Annunzio son las estrellas de Italia —dijo el otro—. Ése es el motivo por el que me he vuelto futurista, y un intermediario.

—¡Un intermediario! —exclamó Muscari con una sonrisa—, ¿es ésa tu última ocupación? Y ¿para quién trabajas?

—¡Oh!, para un hombre llamado Harrogate y su familia, creo.

—¿No será el banquero del hotel?

—Ése es el hombre —respondió el intermediario.

—¿Paga bien? —preguntó inocentemente el trovador.

—Me pagará —dijo Ezza con una sonrisa enigmática—. Pero soy una especie rara de intermediario.

A continuación, cambiando bruscamente la conversación, dijo:

—Tiene una hija y un hijo.

—La hija es divina —afirmó Muscari—; el padre y el hijo son humanos, supongo. Pero dadas sus cualidades inofensivas, ¿acaso no supone ese banquero un espléndido apoyo a mi argumento? Harrogate tiene millones en sus bancos, y yo tengo…, bueno, un agujero en el bolsillo. Pero tú no podrías decir que él es más listo que yo, o más osado, o incluso que posee más energía. No es inteligente, sus ojos son como botones azules; no tiene energía, se mueve de una silla a otra como si fuese un paralítico. Es un conciente y amable cabeza de chorlito pero ha acumulado dinero simplemente porque se dedica a coleccionarlo, igual que un muchacho colecciona sellos. Tú eres demasiado fuerte mentalmente para dedicarte a los negocios, Ezza. No avanzarás. Para ser lo suficientemente inteligente y conseguir todo ese dinero, uno debe ser lo suficientemente estúpido para desearlo.

—Yo soy lo suficientemente estúpido para eso —dijo Ezza sombrío—, pero te sugeriría que dejases tu crítica al banquero, pues ahí viene.

Mr. Harrogate, el gran financiero, entró, efectivamente, en la sala. Era un anciano grueso, con ojos azules irritados y un mostacho gris arenoso, pero por su pesada complexión podría haber sido un coronel. En la mano llevaba varias cartas sin abrir. Su hijo Frank era realmente un tipo elegante, con el pelo rizado, bronceado y vigoroso, aunque nadie lo miraba. Todos los ojos, como era usual, al menos por el momento, se volvían hacia Ethel Harrogate, cuya dorada cabeza griega, del color del crepúsculo, parecía puesta a propósito sobre el zafiro del mar, como la de una diosa. El poeta Muscari lanzó un profundo suspiro como si estuviese bebiendo algo, y así era de verdad. Estaba bebiendo el clasicismo, obra de sus antepasados. Ezza la estudió con una mirada igualmente intensa y mucho más desconcertante.

La señorita Ethel, en esa ocasión, estaba especialmente radiante y dispuesta a la conversación, y su familia había caído en el cómodo hábito continental, permitiendo que el desconocido Muscari e incluso el intermediario Ezza compartiesen su mesa para conversar. Ethel Harrogate se había coronado a si misma con una perfección y un esplendor peculiares. Orgullosa de la prosperidad de su padre, que era indulgente con sus placeres a la moda, era una hija cariñosa, pero a quien le gustaba flirtear; ella era todas estas cosas con una suerte de naturalidad que la hacía muy agradable al trato y dotaba a su respetabilidad de frescura.

Estaban excitados a causa de algún peligro en el sendero de la montaña por el que querían subir esa semana. El peligro no consistía en una avalancha o en un desprendimiento, sino en algo más romántico. A Ethel le habían asegurado seriamente que bandidos, auténticos cortadores de gargantas de las leyendas modernas, aún vivían en los riscos y vigilaban el paso por los Apeninos.

—Dicen —exclamó con el horrible placer de una colegiala— que todo ese territorio no está gobernado por el rey de Italia, sino por el rey de los ladrones. ¿Quién es ese rey?

—Un gran hombre —replicó Muscari—, digno del mismo rango que su Robin Hood, «signorina». Hace diez años se oyó por primera vez que Montano, el rey de los ladrones, estaba en las montañas, cuando se creía que los bandoleros se habían extinguido. Pero su terrible autoridad se extendió con la velocidad de una revolución silenciosa. Los hombres encontraron sus fieras proclamas en todos los pueblos de las montañas; sus centinelas, arma en mano, permanecían en todos los barrancos. El gobierno italiano intentó seis veces acabar con él, y fue derrotado en otras seis batallas, como ante Napoleón.

—Ese tipo de cosas —observó pesadamente el banquero— jamás se permitirían en Inglaterra; quizá, después de todo, habría sido conveniente que escogiésemos otra ruta. Pero el intermediario cree que es segura.

—Lo es —dijo precipitadamente el aludido—; he pasado por él más de veinte veces. Pudo haber algún ladronzuelo por allí al que llamaban rey en tiempos de mi abuela, pero eso pertenece a la historia, sino a la fábula. Los bandoleros se han extinguido.

—Nunca se los podrá extinguir —respondió Muscari—, porque la rebelión armada es una reacción natural en los países meridionales. Nuestros campesinos son como las montañas, altivos y alegres, pero con sus armas al lado. Mientras en el norte la desesperación impulsa al pobre a la bebida, aquí impulsa a nuestros pobres a coger los puñales.

—Un poeta siempre tiene privilegios —replicó Ezza con una risa despectiva—. Si el señor Muscari fuera inglés aún estaría buscando bandidos en Wandsworth. Créanme, no hay más peligro de ser capturado en Italia que de perder el cuero cabelludo en Boston.

—Entonces, ¿propone que lo intentemos? —preguntó Mr. Harrogate frunciendo el entrecejo.

—Oh, suena terrible —exclamó la joven, volviendo sus hermosos ojos hacia Muscari—. ¿Cree realmente que el paso es peligroso?

Muscari sacudió hacia atrás su melena negra.

—Sé que es peligroso —dijo—. Yo lo voy a pasar mañana.

Dejaron atrás por un momento al joven Harrogate, que apuró una copa de vino blanco y encendió un cigarrillo, y la belleza se retiró con el banquero, el intermediario y el poeta, que repartió a su paso pullas satíricas. Casi al mismo tiempo se levantaron los sacerdotes de la esquina; el más alto de ellos, un italiano de pelo blanco, se despidió. El sacerdote más bajo se volvió y se acercó al hijo del banquero, y este último se quedó asombrado al comprobar que el sacerdote católico era un inglés. Recordó vagamente haberlo visto en las reuniones sociales de algunos de sus amigos católicos. Pero el hombre habló antes de que pudiera ordenar sus recuerdos.

—El señor Frank Harrogate, supongo —dijo—. Una vez nos presentaron, pero no quiero abusar de esa circunstancia. Creo que lo que voy a decirle le sonará extraño viniendo de un desconocido. Mr. Harrogate, le diré sólo una cosa y me iré: cuide de su hermana en su gran pesadumbre.

Incluso para la fraternal indiferencia de Frank, la alegría y las mofas de su hermana aún parecían resonar a su alrededor. Podía oír cómo reía en el jardín del hotel, así que se quedó mirando perplejo a su interlocutor.

—¿Se refiere a los bandoleros? —preguntó.

Pero al instante, recordando un temor vago en su interior, dijo:

—¿O está usted pensando en Muscari?

—Nunca pensamos en la pesadumbre real —dijo el extraño sacerdote—, sólo podemos ser amables cuando llega.

Y salió rápidamente de la sala, dejando al otro con la boca abierta.

Uno o dos días después, un coche de caballos transportaba al grupo y traqueteaba por los caminos de la amenazadora montaña. Entre la alegre negación del peligro de Ezza y la actitud desafiante y estrepitosa de Muscari, la familia financiera afrontaba con firmeza su propósito inicial. Y Muscari hizo que su viaje coincidiera con el de ellos. No obstante, todos se sorprendieron cuando apareció, en la parada de un pueblo, el pequeño sacerdote del restaurante. Alegó que un asunto le obligaba a atravesar las montañas. Pero el joven Harrogate no dudó en conectar su presencia con los miedos místicos y las advertencias del día anterior.

El coche era una suerte de carroza de comediantes, inventado por el talento modernista del intermediario, quien dominaba la expedición con rigurosidad científica y con alegre sensatez. La teoría del peligro bandolero había quedado desterrada de la conversación y del pensamiento; sin embargo, se tomaron algunas medidas de protección. El intermediario y el joven banquero portaban revólveres cargados, y Muscari —con una gratificación casi infantil— escondía en su negra capa una especie de machete.

Había ocupado el sitio más próximo a su amada inglesa; frente a él se sentaba el sacerdote, que se llamaba Brown y que afortunadamente era un tipo callado. El intermediario estaba con el banquero y su hijo en los asientos traseros. Muscari parecía embriagado, creía seriamente en el peligro y su conversación bien pudo parecerle a Ethel los desvaríos de un maníaco. Pero había algo en el espectacular ascenso, mientras avanzaban entre despeñaderos cubiertos de árboles, que impulsaba su espíritu y la hacía elevarse a disparatados cielos púrpura con soles rodantes. El camino blanco serpenteaba como un gato salvaje, bordeando oscuros precipicios e introduciéndose por promontorios como un lazo.

Y, sin embargo, a pesar de la altitud, el silencio desértico florecía como una rosa. Los campos estaban bañados de sol y coloreados por el viento como un martín pescador, un papagayo o un colibrí; los matices de miles de flores resplandecían por doquier. No hay praderas y bosques más adorables que los ingleses, ni cumbres o barrancos más nobles que los de Snowdown y Glencoe. Pero Ethel Harrogate no había visto nunca los parques meridionales acometiendo las astilladas cimas nórdicas, las gargantas de Glencoe cargadas con los frutos de Kent. Allí no había nada de esa frialdad y desolación que en Gran Bretaña se asocia con las alturas y los paisajes extravagantes. Más bien se trataba de un palacio de mosaicos, desgarrado por los terremotos, o como un jardín de tulipanes holandés volado con dinamita.

—Es como los jardines de Kew en Beachy Head —dijo Ethel.

—Es nuestro secreto —respondió él—, el secreto del volcán; ése es también el secreto de la revolución, que algo puede ser violento y al mismo tiempo fructífero.

—Usted mismo es más bien violento —dijo, y le sonrió.

—Y ahora más bien estéril —admitió—. Si muero esta noche, moriré soltero y loco.

—No es culpa mía que usted haya venido —dijo ella después de un silencio difícil.

—Nunca será su culpa —respondió Muscari—; tampoco fue su culpa que Troya cayese.

Mientras así hablaba, pasaron por acantilados impresionantes que se abrían como alas sobre una esquina algo peligrosa. Asustados por la enorme sombra y el estrecho pasaje, los caballos relincharon indecisos. El que los guiaba se bajó e intentó que avanzasen, pero se volvieron ingobernables. Uno de los caballos se alzó en toda su estatura, con la altura titánica y terrible de todo caballo que se convierte en bípedo. Eso bastó para alterar el equilibrio. El coche volcó como un barco y chocó contra los matorrales que bordeaban el precipicio. Muscari abrazó a Ethel, quien se aferró a él y gritó. Era para esos momentos para los que vivía.

En el momento en que la grandiosa montaña giraba alrededor de la cabeza del poeta como un molino de viento púrpura, ocurrió algo que era superficialmente mucho más asombroso. El viejo y aletargado banquero saltó del coche y evitó caer en el precipicio arrastrado por el vehículo. A primera vista pareció tan absurdo como suicidarse, pero después resultó ser más inteligente que una inversión segura. El hombre de Yorkshire tenía evidentemente más agilidad y sagacidad de las que Muscari había supuesto, pues aterrizó en una lengua de tierra que parecía haber sido acolchada con césped para recogerle. Cuando esto ocurrió, el resto del grupo también había tenido suerte, aunque el modo de salir despedido fue menos digno. Inmediatamente después de una curva abrupta, había una hondonada con hierba y flores, parecida a una pradera hundida, una especie de bolsillo de terciopelo verde, como si hubieran corrido unas cortinas en las colinas.

Hasta ella llegaron todos tambaleándose e inseguros aunque con daños leves, contentos de que su equipaje y el contenido de sus bolsillos estuvieran desperdigados en la hierba a su alrededor. El coche accidentado aún colgaba sobre el precipicio, enredado en los arbustos, y los caballos corcoveaban dolorosamente para evitar el vacío. El primero en sentarse fue el pequeño sacerdote, que se frotaba la cabeza con un rostro de sorpresa. Frank Harrogate oyó cómo se decía a si mismo:

—¿Por qué demonios hemos ido a caer precisamente aquí? Miró el revoltijo de objetos que había a su alrededor y recobró su destartalado paraguas. Más allá estaba el amplio sombrero de Muscari y a su lado una carta de negocios sellada. Después de leer con un vistazo la dirección, el sacerdote se la devolvió al viejo Harrogate. A su otro lado, la hierba ocultaba parcialmente la sombrilla de la señorita Ethel, y poco más allá había un pequeño y curioso frasco de cristal de apenas unos centímetros. El sacerdote lo recogió, lo destapó de un modo rápido y fácil, olió el contenido y su rostro adquirió un color terroso.

—¡Por Dios Santo! —murmuró—. No puede ser de ella. ¿Acaso ya se ha sumido en la pesadumbre?

Lo guardó en el bolsillo de su chaleco.

—Creo que tengo una justificación para hacerlo —dijo—, al menos hasta que averigüe algo más.

Miró con ojos compasivos a la joven, que en ese momento era sacada de entre las flores por Muscari, quien le estaba diciendo:

—Hemos caído en el cielo, esto es un signo. Los mortales suben y caen, pero sólo los dioses y las diosas pueden caerse hacia arriba.

Y, ciertamente, ella emergió tan hermosa y alegre de ese mar de colores que la sospecha del sacerdote vaciló.

—Después de todo —pensó—, es posible que el veneno no sea suyo; a lo mejor se trata de uno de los trucos melodramáticos de Muscari.

Muscari depositó cuidadosamente a la dama a sus pies, le hizo una reverencia absurda y teatral, y luego, sacando su machete, cortó las riendas de los caballos, de tal modo que pudieron mantenerse sobre sus cuatro patas, permaneciendo en la hierba temblorosos. Al hacer esto, ocurrió algo sorprendente. Un hombre muy tranquilo, pobremente vestido y extremadamente bronceado, salió de los matorrales y cogió a los caballos de las cabezas. Llevaba en su cinturón un cuchillo de forma peculiar. No había nada más que llamase la atención en él, excepto su repentina y silenciosa aparición. El poeta le preguntó quién era, pero no le respondió.

Al mirar a su alrededor y al grupo confuso y asustado, Muscari comprobó que otro hombre curtido y andrajoso, con una escopeta corta bajo su brazo, los estaba mirando desde un saliente situado debajo de donde estaban, apoyando sus codos en la hierba. A continuación, miró al camino de donde habían caído y divisó los cañones de otras cuatro carabinas y otros cuatro rostros con ojos brillantes pero completamente inmóviles.

—¡Bandidos! —exclamó Muscari, con una suerte de alegría monstruosa—. Ha sido una emboscada. Ezza, si me haces el favor de disparar al cochero, aún podemos abrirnos camino, sólo son seis.

—¿Al cochero? —dijo Ezza, que permanecía sombrío con las manos en los bolsillos—. Resulta que el cochero es un criado del señor Harrogate.

—Entonces dispárale con más razón —gritó el poeta con impaciencia—, le han sobornado para traicionar a su señor. Pon a la dama en el centro y rompamos la línea en aquel punto, como un relámpago.

Y, destrozando la hierba y las flores a su paso, avanzó temerariamente hacia las cuatro carabinas. Pero al comprobar que nadie lo seguía, excepto el joven Harrogate, se dio la vuelta y blandió el machete para animar a los otros a que avanzasen. El intermediario, sin embargo, se mantuvo bloqueando el camino en el centro del anillo de hierba, con las manos en los bolsillos. Su rostro italiano, delgado e irónico, pareció hacerse más y más grande en la luz vespertina.

—Pensaste, Muscari, que yo era un fracasado entre nuestros camaradas de colegio —dijo—. Y creíste que tú eras el éxito. Pero yo he tenido más éxito que tú y ocuparé un lugar privilegiado en la historia. He estado viviendo empresas épicas, mientras tú te limitabas a escribirlas.

—¡Vamos, deja de decir tonterías! —le interrumpió bruscamente Muscari desde arriba—. ¿Te vas a quedar ahí quieto diciendo esas bobadas con una dama a la que hay que salvar y tres hombres que te pueden ayudar a hacerlo? ¿Sabes lo que te podrían llamar?

—Me llamo Montano —exclamó el extraño intermediario con una voz ampulosa—, soy el rey de los ladrones y les doy la bienvenida a mi palacio de verano.

Y en cuanto acabó de hablar, salieron de los matorrales otros cinco hombres silenciosos con sus armas respectivas, y se quedaron mirándolo para recibir órdenes. Uno de ellos sostenía un papel en la mano.

—A este pequeño y bonito nido en el que nos encontramos de «picnic» —siguió el bandido con la misma sonrisa, aunque ahora más siniestra—, se le conoce, junto con unas cavernas que hay debajo, como el Paraíso de los Ladrones. Es mi principal plaza fuerte en estas colinas, pues (como ya habrán notado) este nido de águilas es invisible desde el camino y desde el valle. Es algo mejor que inexpugnable, es imperceptible. Aquí vivo la mayor parte del tiempo, y aquí moriré con toda seguridad, si los gendarmes logran seguir mis huellas. No soy de esa clase de criminal que se reserva para la defensa, sino de ese tipo mejor que reserva su última bala.

Todos lo miraban conmocionados y en silencio, excepto el padre Brown, que lanzó un profundo suspiro como de liberación y siguió jugando con el pequeño frasco en su bolsillo.

—¡Gracias a Dios! —murmuró—. Eso es lo más probable. El veneno pertenece al jefe de los ladrones, desde luego. Lo lleva para que no lo puedan capturar vivo, como Catón.

El Rey de los Ladrones, sin embargo, continuaba su perorata con la misma peligrosa cortesía.

—Sólo me queda explicar a mis huéspedes —dijo— las condiciones bajo las cuales tengo el placer de detenerles. No necesito escenificar el viejo ritual del rescate que me corresponde exigir, e incluso esto sólo afecta a una minoría del grupo. Mañana al amanecer liberaré al reverendo padre Brown y al famoso Signor Muscari y los escoltaré hasta mis puestos de avanzada. Los poetas y los sacerdotes, si me permiten la simplicidad en la expresión, nunca tienen dinero. Y así (como es imposible sacar nada de ellos), tenemos la oportunidad de mostrar nuestra admiración por la literatura clásica y nuestra reverencia por la Sagrada Iglesia.

Se detuvo con una sonrisa desagradable, y el padre Brown parpadeó varias veces hacia él y repentinamente pareció escucharle con gran atención. El capitán de los bandidos tomó el papel de su bandido ayudante y, mirándolo por encima, dijo:

—El resto de mis intenciones están contenidas en este documento público, que repartiré en un momento, y que después será puesto en un árbol de todos los pueblos del valle, así como en todo cruce de las colinas. No quiero cansarles con un exceso de palabras, ya que estarán en condiciones de comprobarlo todo. La esencia de mi proclama es la siguiente: en primer lugar anuncio que he capturado a un inglés millonario, un coloso de las finanzas, Mr. Samuel Harrogate. A continuación anuncio que he encontrado entre sus pertenencias billetes y bonos por un valor de dos mil libras, que él me ha dado. Como sería inmoral anunciar tal cosa a un público crédulo sino ha ocurrido así, sugiero que debería ocurrir y sin dilación. Sugiero que el señor Harrogate me de las dos mil libras que lleva en su bolsillo.

El banquero lo miró con las cejas hundidas, el rostro colorado y malhumorado, aunque aparentemente acobardado. El salto del carruaje parecía haber agotado su virilidad. Había retrocedido con un estilo perruno cuando su hijo y Muscari hicieron un movimiento valeroso para escapar de la trampa. Y ahora su mano roja y temblorosa fue hacia el bolsillo de su chaleco, sacó unos papeles y sobres y se los dio al bandido.

—¡Excelente! —exclamó el forajido con alegría—. Por ahora todo va de maravilla. Resumiré los puntos de mi proclama, para que sea publicada lo más pronto posible en toda Italia. El tercer punto concierne al rescate. Pido a los amigos de la familia Harrogate un rescate de tres mil libras, lo que estoy seguro resulta casi insultante para esta familia. ¿Quién no pagaría el triple de esta suma por asociarse un día con este círculo familiar? No les voy a ocultar que el documento finaliza con algunas frases legales acerca de las cosas desagradables que le pueden ocurrir a uno sino paga el dinero; pero mientras, damas y caballeros, déjenme asegurarles que estoy preparado para alojarles con toda comodidad, con vino y cigarros, y por el momento les doy una bienvenida deportiva al lujurioso Paraíso de los Ladrones.

Todo el tiempo que duró el discurso, los hombres de aspecto dudoso, armados con carabinas y con sucios sombreros en las cabezas, habían estado mirando en silencio y con tal superioridad numérica que incluso Muscari se vio obligado a reconocer que su arranque con el machete había sido una absurdez. Miró a su alrededor, pero la joven ya se había acercado para consolar al padre, pues el afecto natural por su persona era tan o más fuerte que su algo pretencioso orgullo. Muscari, con la falta de lógica que aqueja a los enamorados, admiró esa devoción filial y llegó a irritarse por ella. Metió el machete en su funda y se retiró algo malhumorado. El sacerdote estaba sentado a unos metros, y Muscari volvió hacia él su mirada aguda y su nariz aquilina en un instante de irritación.

—Bien —dijo agriamente el poeta—, ¿me seguirán creyendo demasiado romántico? ¿Hay o no hay bandidos en las montañas?

—Puede haberlos —dijo el padre Brown con actitud agnóstica.

—¿Qué quiere decir? —preguntó el otro con viveza.

—Quiero decir que estoy perplejo —replicó el sacerdote—. Estoy perplejo acerca de Ezza o Montano o como quiera que se llame. Me parece más inexplicable como bandido que como intermediario.

—¿En qué sentido? —insistió su compañero—. ¡Santa María! Yo había pensado que eso de ser bandido era algo simple.

—Encuentro tres dificultades —dijo el sacerdote con una voz tranquila—. Me gustaría que me dijera su opinión acerca de ellas. Antes que nada debo decirle que yo estaba comiendo en aquel restaurante frente al mar. Cuando ustedes cuatro abandonaron la sala, usted y la señorita Harrogate fueron de frente, hablando y riendo, el banquero y el intermediario fueron detrás, hablando poco y en voz baja. Pero no pude dejar de oír a Ezza decir estas palabras: «Bien, deje que ella se divierta un poco, ya sabe, puede sufrir un ataque en cualquier momento». El señor Harrogate no respondió nada, así que las palabras debían de tener algún sentido. Siguiendo un impulso momentáneo advertí a su hermano que ella podía estar en peligro, aunque no dije nada sobre qué tipo de peligro, pues no lo sabía. Pero si ello suponía la captura en las montañas, el asunto es absurdo. ¿Por qué iba el bandido a avisar a su patrón, incluso con una simple alusión, cuando su propósito era hacer que cayese en la trampa? No podía haberse referido a eso. Pero sino era a eso, ¿a qué otro desastre se refería, que concerniese al banquero, así como al intermediario, y que pendiese sobre la cabeza de la señorita Harrogate?

—¿Que un desastre amenaza a la señorita Harrogate? —exclamó el poeta, sentándose con ferocidad—. Explíquese, continúe.

—Todos mis enigmas gravitan en torno a nuestro jefe de los bandidos —dijo el sacerdote con actitud reflexiva—. Y aquí está el segundo de ellos: ¿Por qué quiso remarcar tanto en su demanda de rescate que tomaba dos mil libras de su víctima en ese momento? No tenía conexión alguna con el rescate, todo lo contrario. Los amigos de Harrogate estarían más dispuestos a temer un desenlace fatal si piensan que los ladrones no tienen dinero y están desesperados. Al pasaje sobre el expolio se le dio una importancia exagerada y se puso en primer lugar en la demanda. ¿Por qué iba a querer Ezza Montano decirle a toda Europa que le había limpiado los bolsillos antes de recaudar la suma del chantaje?

—No tengo ni idea —dijo Muscari rascándose la cabeza con un gesto natural—. Usted cree que me está facilitando las cosas, pero me está conduciendo a zonas más oscuras. ¿Cuál es la tercera objeción al Rey de los Ladrones?

—La tercera objeción —dijo el Padre Brown, aún meditando—, es este banco en el que estamos sentados. ¿Por qué iba a llamar nuestro bandido a este lugar su fortaleza principal y su Paraíso de los Ladrones? Ciertamente, es un lugar blando para caerse y agradable para la vista. También es verdad que no puede verse desde el valle y desde la cumbre, por lo tanto es un buen escondite, pero no una fortaleza. Jamás podría ser una fortaleza. Pienso que sería la peor fortaleza del mundo, pues está situado cerca del camino principal que atraviesa las montañas, el lugar por el que pasará con toda probabilidad la policía. Y, además, cinco escopetas obsoletas nos mantienen aquí indefensos desde hace media hora. Cuatro soldados de cualquier tipo nos habrían echado ya por el precipicio. Cualquiera que sea el significado de todo este pequeño rincón de flores y hierba, no se trata de un lugar atrincherado. Es algo distinto, tiene otro tipo de importancia, algún valor que aún no entiendo. Es más como un teatro accidental o como una verde sala de espera; es como el escenario de una comedia romántica, como…

Mientras las palabras del sacerdote brotaban más lentas y se perdían en una sinceridad soñadora y obtusa, Muscari, cuyos instintos animales estaban alerta e impacientes, oyó un nuevo ruido que provenía de las montañas. Incluso para él su sonido fue muy bajo y leve, pero podría haber jurado que la brisa de la tarde se mezclaba con algo parecido a cascos de caballos y a una distante llamada.

En ese mismo momento, y antes de que la vibración hubiese llegado a los oídos inexpertos de los ingleses, Montano salió corriendo y se detuvo en los arbustos, allí permaneció apoyado en un árbol y mirando hacia el camino. Mientras estaba allí ofrecía una extraña figura, pues se había puesto un sombrero fantástico de ala ancha y llevaba un tahalí con un machete en su condición de jefe de los bandidos; los prosaicos pantalones bombachos del intermediario, sin embargo, daban la impresión de estar llenos de parches.

Poco después volvió su rostro oliváceo y despectivo e hizo un ademán con la mano. Los bandidos obedecieron la señal, no con confusión, sino con lo que parecía una suerte de disciplina guerrillera. En vez de ocupar el camino a lo largo de los riscos, se dispersaron detrás de los árboles y de los setos, como si se ocultasen del enemigo. El ruido fue aumentando y comenzó a vibrar el camino de la montaña, finalmente pudo oírse claramente cómo una voz impartía órdenes. Los bandidos vacilaron y se agazaparon, susurrando entre ellos, y el aire se llenó de pequeños ruidos metálicos cuando amartillaron sus armas de fuego, sacaron sus cuchillos o las vainas rozaron las rocas. Poco después, pareció como si los ruidos de los dos bandos se encontrasen en el camino de arriba; algunas ramas se resquebrajaron, los caballos relincharon, los hombres gritaron.

—¡Vienen a rescatarnos! —gritó Muscari, levantándose de un salto y haciendo ondear su sombrero—. ¡Los gendarmes están sobre ellos! ¡Por la libertad y contra los tiranos! ¡Seamos rebeldes contra los ladrones! Vamos, no se lo dejemos todo a la policía, esto es tan terriblemente moderno. Caigamos sobre la retaguardia de esos rufianes. Los gendarmes nos están rescatando, amigos, ¡rescatemos a los gendarmes!

Y, arrojando su sombrero sobre los árboles, sacó de nuevo su machete y comenzó a escalar la loma que llevaba al camino. Frank Harrogate dio un salto y corrió a ayudarle con el revólver en la mano, pero se quedó asombrado al oír la voz imperativa y agitada de su padre que le llamaba a su lado.

—No quiero que lo hagas —dijo el banquero con una voz temblorosa—, te ordeno que no interfieras.

—Pero, padre —dijo Frank excitado—, un caballero italiano se ha puesto al frente, no puedes esperar que un inglés se quede atrás.

—Es inútil —dijo el hombre mayor, que temblaba violentamente—, es inútil. Tenemos que rendirnos a nuestra suerte.

El padre Brown miró al banquero, luego puso instintivamente su mano sobre el corazón, aunque en realidad lo hizo sobre el frasco de veneno, y su rostro se iluminó con la luz reveladora de la muerte.

Mientras, Muscari, sin esperar refuerzos, había escalado hasta el camino y había golpeado fuertemente en el hombro al rey de los bandoleros, logrando que se tambalease. Montano también blandió su machete, y Muscari, sin más palabras, lanzó un golpe hacia su cabeza que el primero se vio obligado a parar y esquivar. Pero en cuanto las dos armas blancas entrechocaron, el Rey de los Ladrones arrojó deliberadamente la suya y rió.

—¿Para qué seguir? —dijo con desidia italiana—. Esta condenada farsa está a punto de acabarse.

—¿Qué quieres decir, cobarde? —jadeó el arrebatado poeta—. ¿Acaso tienes tan poco coraje como honestidad?

—Todo en mi es vergonzoso —respondió el ex intermediario con buen humor—. Soy un actor, y si alguna vez tuve un carácter privado, lo he olvidado. Soy tan bandolero como intermediario. Sólo soy un puñado de máscaras y tú, si quieres, puedes pelearte con ellas.

Y se rió con un placer infantil, volviendo a su antigua actitud equívoca y dándole la espalda a la escaramuza que acontecía más arriba.

La oscuridad se iba extendiendo por las paredes de la montaña, y no era fácil discernir el desarrollo de la lucha, salvo que unos hombres hacían avanzar a sus caballos entre un puñado de bandoleros, que parecían más inclinados a estorbar y a esquivar a los invasores que a combatirlos. Parecían manifestantes obstruyendo el paso de la policía y no esa imagen de condenados y forajidos ávidos de sangre que se había forjado el poeta. En el momento en que miró a su alrededor sumido en la confusión, sintió un golpecito en el hombro y encontró al pequeño y extraño sacerdote a su lado, como un pequeño Noé, con su gran sombrero y la intención de decirle unas palabras.

—Signor Muscari —dijo el clérigo—, en esta extraña crisis, el protagonismo sobra. Le diré, sin ánimo de ofender, que hará mejor en quedarse quieto y no ayudar a los gendarmes, ya que ellos harán su trabajo solos. Permítame la impertinencia de la intimidad, pero ¿a usted le preocupa esa joven? Me refiero a si le preocupa lo suficiente como para casarse con ella y ser un buen esposo.

—Sí —dijo el poeta con simplicidad.

—¿Le quiere ella a usted?

—Así lo creo —respondió con la misma gravedad.

—Entonces vaya allí y pídaselo —dijo el sacerdote—, ofrézcale todo lo que pueda, ofrézcale el cielo y la tierra si usted puede conseguirlos. No nos queda tiempo.

—¿Por qué? —preguntó atónito el hombre de letras.

—Porque su maldición viene por ese camino —dijo el padre Brown.

—No viene nada por ese camino —arguyó Muscari—, excepto el rescate.

—Bueno, vaya allí —dijo su consejero—, y esté preparado para rescatarla del rescate.

En cuanto terminó de hablar, los bandoleros salieron corriendo de los setos en plena retirada. Se introdujeron en la hierba y entre los arbustos como un grupo derrotado y perseguido, mientras los sombreros de gallo de la gendarmería pasaban por encima de los setos. Se oyó otra orden y se les vio como desmontaban. Un oficial alto, con un sombrero espectacular y una perilla gris, apareció en la supuesta entrada del Paraíso de los Ladrones con un papel en la mano. Se produjo un silencio momentáneo, roto de un modo extraordinario por el banquero, que gritó con una voz estrangulada:

—¡Me han robado! ¡Me han robado!

—Pero si fue hace horas cuando te robaron las dos mil libras —exclamó su hijo asombrado.

—No, no las dos mil libras —dijo el financiero con una terrible y repentina tranquilidad—, sino un pequeño frasco.

El policía con la perilla gris atravesó la pradera. Al encontrarse con el Rey de los Ladrones, le dio unas palmadas en el hombro entre cariñosas y vigorosas y lo empujó echándole a un lado.

—Tú también te buscarás problemas —dijo—, si sigues con estos trucos.

Muscari contempló de nuevo la escena con ojo artístico y le pareció como la captura de un gran forajido acorralado. Pasando de largo, el policía se detuvo ante el grupo de los Harrington y dijo:

—Samuel Harrogate, le arresto en nombre de la ley por apropiarse ilícitamente de los fondos del Banco Hull y Huddersfield.

El gran banquero asintió con un extraño y ausente aire de negocios, pareció reflexionar un momento y, antes de que nadie pudiera interponerse, se dio la vuelta y se acercó al borde del precipicio. A continuación, saltó al vacío agitando las manos, igual que había saltado del coche. Pero esta vez no cayó en una pequeña pradera mullida, sino que cayó cientos de metros hasta convertirse, en el valle, en un amasijo de huesos.

La ira del policía italiano, que expresó con facundia ante el padre Brown, se mezcló con admiración.

—Era propio de él escaparse así de nosotros —dijo—, si usted quiere, se le podría llamar un gran bandido. Creo que este truco que ha empleado no tiene precedentes. Huyó a Italia con el dinero del banco y quería fingir que lo habían capturado unos bandidos, a los que pagaba para que hicieran el trabajo, así podría explicar tanto la desaparición del dinero como la de su persona. Esa demanda de rescate fue realmente tomada en serio por la policía. Pero ya lleva haciendo esas cosas desde hace años; va a ser una seria pérdida para la familia.

Muscari alejó a la infeliz hija, que se abrazaba fuertemente a él, al igual que había hecho con muchos otros el año anterior. Pero incluso en esa tragedia, él aún tuvo una sonrisa y un jocoso gesto de amistad para el injustificable Ezza Montano.

—¿Y adónde quieres ir ahora? —le preguntó por encima del hombro.

—A Birminghan —respondió el actor encendiendo un cigarrillo—. ¿No te dije que era futurista? Realmente creo en esas cosas, si realmente creo en algo. Cambio, bullicio y novedades todas las mañanas. Voy a ir a Manchester, Liverpool, Leeds, Hull, Hudders Field, Glasgow, Chicago, en suma, a una sociedad civilizada, energética, iluminada.

—En suma, al verdadero Paraíso de los Ladrones —dijo Muscari.