La cabeza del César
En algún lugar de Brompton o Kensington hay una interminable avenida de edificios elevados, de aspecto lujoso, aunque la mayoría vacíos, que presentan el aspecto de una sucesión de mausoleos. Los escalones que llevan a las puertas principales parecen las escaleras laterales de las pirámides; uno dudaría en llamar a esas puertas por si abriera una momia. Pero un rasgo aún más deprimente en las grises fachadas es su altura telescópica y su monótona continuidad. El paseante creerá que nunca va a llegar a una esquina, pero hay una excepción, una muy pequeña, pero que el paseante saluda con un grito de sorpresa. Hay una especie de callejón entre dos mansiones, como un resquicio de una puerta en comparación con la calle, pero lo suficientemente grande como para que quepa una pigmea taberna o casa de comidas, permitida por los ricos para sus sirvientes, en uno de los ángulos. Hay algo alegre en su descuido, y algo libre y encantador en su insignificancia. A los pies de esos gigantes grises de piedra, parece el hogar iluminado de un duende.
Alguien que hubiese pasado por el lugar en una cierta tarde de otoño, alguien algo fantasioso, habría podido ver una mano situada al lado de la persiana roja —la cual sostenía un letrero blanco y ocultaba parcialmente el interior—, así como un rostro, no muy distinto al de un cándido gnomo, que miraba hacia el exterior. De hecho, se trataba de un hombre con el inofensivo apellido «Brown», anteriormente párroco en Cobhole, Essex, en la actualidad en Londres. Su amigo, Flambeau, un investigador privado, estaba sentado frente a él, anotando los últimos datos referentes al caso que acababa de resolver en el vecindario. Estaban sentados a una pequeña mesa, cercana a la ventana, cuando el sacerdote retiró la cortina y miró hacia afuera. Esperó hasta que un desconocido hubiese pasado por delante y volvió a correr la cortina. A continuación, leyó el gran letrero blanco de la ventana, situado debajo de él, y luego miró distraído hacia sus vecinos de mesa, un albañil y una joven pelirroja con un vaso de leche. Después, al ver que su amigo dejaba a un lado su cuaderno de notas, le dijo en voz baja:
—Si tiene diez minutos, me gustaría que siguiese a ese hombre de la nariz falsa.
Flambeau lo miró sorprendido, pero también la joven pelirroja levantó la mirada, en la cual se reflejaba algo más fuerte que el asombro. Llevaba un vestido simple, con tela vulgar de color marrón luminoso, pero era una dama y, después de mirarla atentamente, una dama innecesariamente altiva.
—El hombre con la nariz falsa —repitió Flambeau—, ¿quién es?
—No tengo ni idea —respondió el padre Brown—, quiero que usted lo averigüe, se lo pido como un favor. Se fue por allí —e hizo un gesto con su dedo pulgar sobre el hombro—, y aún no habrá pasado más de tres farolas. Sólo quiero saber qué dirección toma.
Flambeau contempló a su amigo durante un rato con una expresión entre la perplejidad y la diversión, pero poco después se levantó de la mesa, sacó su enorme corpachón por la puertita de la taberna para gnomos y desapareció en la penumbra.
El padre Brown sacó un librito de su bolsillo y comenzó a leer; no hizo ningún signo que delatase el hecho de que la joven pelirroja había abandonado su mesa y se había sentado frente a él. Finalmente, ella se inclinó hacia adelante y dijo en una voz baja pero firme:
—¿Por qué ha dicho eso? ¿Cómo ha sabido que era falsa?
El sacerdote levantó sus pesados párpados, que vibraron algo confundidos. Su mirada dubitativa volvió a dirigirse al letrero blanco en la parte frontal de la taberna. Los ojos de la joven siguieron los suyos y también reposaron en el enigma.
—No —dijo el padre Brown, leyendo sus pensamientos—, no dice «Sela», como en los Salmos, así lo leí yo cuando estaba soñando despierto, dice «Ales».
—¿Y bien? —preguntó la joven mirándole fijamente—. ¿Qué importa lo que diga?
Su mirada pensativa vagó por la tela vulgar del vestido de la joven, orlado con un fino bordado artístico, lo necesario para distinguirlo de un vestido de trabajo de una mujer normal y asemejarlo al vestido usualmente utilizado por una joven estudiante de Bellas Artes. Pareció encontrar en ello más motivos para pensar, pero su respuesta fue muy lenta y dubitativa:
—Ya ve, señorita —dijo—, desde el exterior el lugar parece…, bueno es un lugar completamente decente, pero damas como usted, no…, bueno, no piensan así. Nunca entran en estos lugares por propia voluntad, excepto…
—¿Si? —dijo ella.
—Excepto a causa de algunos que no entran precisamente para tomar leche.
—Usted es una persona extraña —dijo la joven—. ¿Qué pretende con todo esto?
—No se preocupe por eso —replicó con cortesía—. Sólo adquirir el conocimiento necesario para poder ayudarla, si usted me pide ayuda con toda libertad.
—Pero ¿por qué iba a necesitar ayuda?
Él continuó su monólogo soñador.
—No ha podido entrar para ver protégéeso a amigos humildes u otra cosa parecida, o usted habría atravesado el vestíbulo, y no podría haber entrado porque estaba enferma, sino habría hablado con la mujer del lugar, que es respetable…, además, usted no parece enferma en ese sentido, sólo desgraciada. Esta calle es la única avenida larga que no tiene bocacalles, y las casas a los dos lados están cerradas. Sólo puedo suponer que ha visto venir a alguien a quien no quería ver, y, encontrando la taberna, pensó que era el único refugio en este bosque de cemento. No creo que me haya tomado ninguna licencia al contemplar al único hombre que pasó inmediatamente después. Y cómo al verlo me pareció que pertenecía a esa clase de personas de mala calaña y usted me pareció buena…, pues bien, me pongo a su disposición para ayudarla si ese tipo la molesta, eso es todo. En cuanto a mi amigo, estará de vuelta pronto, y con toda seguridad no podrá encontrar nada caminando por una calle como ésta…, al menos no creo que pueda.
—Entonces, ¿por qué le pidió que saliese? —exclamó ella, inclinándose hacia adelante con curiosidad.
Tenía el rostro orgulloso e impetuoso que tanto le va al cabello pelirrojo, y la nariz romana como la tenía María Antonieta.
Él la miró fijamente por vez primera y dijo:
—Porque yo esperaba que usted hablase conmigo.
Ella le devolvió la mirada con el rostro sonrojado, en el que se percibía una sombra de enojo. A continuación, y pese a sus ansiedades, el humor brotó de sus ojos y de las comisuras de su boca, respondiendo casi con severidad:
—Bien, si le gusta tanto mi conversación, quizá pueda responder a mi pregunta.
Después de una pausa, añadió:
—Tengo el honor de preguntarle por qué creyó que la nariz del hombre era falsa.
—La cera siempre se descoloca un poco con este tiempo —respondió el padre Brown con entera simplicidad.
—Pero la nariz puede estar así de torcida —protestó la joven pelirroja.
El sacerdote sonrió.
—No digo que sea el tipo de nariz que uno pueda llevar por afectación —admitió—. Ese hombre, según creo, la lleva porque su nariz de verdad es mucho más agradable.
—Pero ¿por qué? —insistió ella.
—¿Cómo era esa balada? —reflexionó el padre Brown—. Había un hombre encorvado que iba por un camino torcido… Ese hombre me parece que va por un camino muy torcido por perseguir a su nariz.
—¿Por qué? ¿Qué ha hecho? —preguntó ella con tono vacilante.
—No quiero forzarla a hacer una confidencia —dijo tranquilamente el padre Brown—, pero creo que usted me puede decir más acerca de ello de lo que yo le puedo decir a usted.
La joven se puso de pie y permaneció así muy quieta, con las manos entrelazadas, como si fuera a marcharse en ese mismo instante, pero desenlazó lentamente las manos y volvió a sentarse.
—Usted es más misterioso que todo lo demás —dijo desesperadamente—, pero siento que hay algo de corazón en su misterio.
—Lo que más tememos —dijo el sacerdote en voz baja— es un laberinto sin centro. Ésa es la razón por la cual el ateísmo no es más que una pesadilla.
—Se lo voy a contar todo —dijo decidida la joven pelirroja—, excepto la razón de por qué se lo voy a contar, puesto que no lo sé.
Golpeó con los dedos en el mantel de la mesa y continuó:
—Usted mira como si supiera lo que es esnobismo y lo que no, y si le digo que tengo una familia de rancio abolengo, comprenderá que es una parte necesaria de la historia, pues mi principal peligro está en las nociones anticuadas de mi hermano: noblesse oblige y todo eso. Bueno, me llamo Christabel Carstairs, y mi padre fue aquel coronel Carstairs del que habrá oído hablar, el que reunió la famosa colección Carstairs de monedas romanas. Jamás podría describirle a mi padre, lo único que puedo decirle es que era muy parecido a una moneda romana. Era tan atractivo, genuino, valioso, metálico y pasado de moda. Estaba más orgulloso de su colección que de su escudo de armas, eso es lo suficientemente explícito. Su extraordinario carácter se mostraba principalmente en su voluntad. Tenía dos hijos y una hija. Se peleó con uno de sus hijos, mi hermano Giles, y le mandó a Australia con una pequeña asignación. Luego redactó un testamento en el que legaba la colección Carstairs, con una asignación aún más pequeña, a mi hermano Arthur. Lo hizo como recompensa, como el mayor honor que podía ofrecer, en reconocimiento a la lealtad y rectitud de Arthur, así como a las distinciones que había obtenido en matemáticas y economía en Cambridge. A mi me dejó casi toda su gran fortuna, y estoy segura de que lo hizo con desprecio.
»Arthur, dirá usted, puede haberse quejado de esto, pero Arthur se ha convertido en mi padre. Aunque tuvo algunas diferencias con él durante su juventud, cuando entró en posesión de la colección se tornó en un sacerdote pagano dedicado a su templo. Mezcló esos peniques romanos con el honor de la familia Carstairs del mismo modo inflexible e idólatra que su padre antes que él. Actuó como si el dinero romano tuviera que ser custodiado con todas las virtudes romanas. No se permitía ningún placer, no gastaba nada en si mismo, vivía exclusivamente para la colección. Con frecuencia ni siquiera se vestía decentemente para comer, pero perdía el tiempo entre sus paquetes (que nadie tenía permitido tocar), con una bata vieja y marrón. Con su cinturón y sus borlas, con su rostro delgado y refinado parecía un monje viejo y ascético. De vez en cuando, sin embargo, aparecía vestido como un caballero, pero eso sólo ocurría cuando iba a subastas o a las tiendas de Londres para ampliar la colección Carstairs.
»Bien, si usted conoce a la gente joven, no le sorprenderá si le digo que mi estado de ánimo estaba decaído con todo eso; estaba en el estado de ánimo en el que se comienza a decir que los romanos antiguos eran todos gente decente a su manera. Pero yo no soy como mi hermano Arthur, no puedo evitar divertirme con la diversión. De donde viene mi cabello pelirrojo hay muchos romances y necedades: ésa es la otra línea de la familia. Al pobre Giles le ocurrió lo mismo, y creo que la atmósfera monetaria puede servirle de excusa, aunque realmente se equivocó y tuvo que ir recientemente a prisión, aunque no se comportó peor de lo que yo lo hice, como oirá a continuación.
»Ahora llego a la parte tonta del relato. Creo que un hombre tan inteligente como usted puede averiguar el tipo de cosas que puede producir la monotonía en una joven indisciplinada de diecisiete años y en esa posición. Pero estoy tan desconcertada con otros asuntos horribles que apenas puedo leer mis propios sentimientos, y ni siquiera sé si desdeñarlos como un coqueteo o soportarlos con un corazón roto. Entonces vivíamos en una pequeña residencia costera en el sur de Gales y un capitán de la marina, que vivía cerca de nosotros, tenía un hijo cinco años mayor que yo y que había sido amigo de Giles antes de irse a las colonias. Su nombre no afecta al relato, pero le diré que se trataba de Philip Hawker, puesto que se lo voy a decir todo. Solíamos ir juntos a pescar camarones y decíamos y pensábamos que estábamos enamorados; finalmente, él así lo afirmó y yo pensé que lo estaba. Si le digo que tenía el cabello rizado del color del bronce y un rostro parecido al de un halcón, bronceado por el mar, no es por usted, se lo aseguro, sino por la historia, ya que fue la causa de una curiosa coincidencia.
»Una tarde de verano, cuando le había prometido a Philip que iría a pescar camarones a la playa con él, estaba esperando algo impaciente en el recibidor de la casa, mirando cómo Arthur llevaba algunos paquetes de monedas que acababa de adquirir y los transportaba lentamente a su oscuro estudio y museo situado en la parte posterior de la casa. Finalmente oí cómo se cerraba la puerta detrás de él, así que cogí mi red para pescar y estaba a punto de salir, cuando me di cuenta de que mi hermano se había dejado una moneda que brillaba sobre el banco cercano a la ventana. Era una moneda de bronce, y el color, combinado con la curvatura exacta de la nariz romana y con algo en el largo, delgado y fuerte cuello, hacía de la cabeza de César un retrato casi preciso de Philip Hawker. Entonces recordé de repente que Giles le había contado algo a Philip de una moneda en la que aparecía un rostro igual al suyo y que Philip había mostrado el deseo de tenerla. Quizá usted pueda imaginarse los pensamientos locos y confusos que se apoderaron de mi. Sentí como si tuviera en mis manos un regalo de las hadas. Me pareció que si pudiera salir corriendo con la moneda, y se la pudiera regalar a Philip como una suerte de anillo de compromiso, representaría para los dos un vínculo eterno. Sentí miles de cosas semejantes en un instante. Pero de pronto algo me reveló la enormidad horrible que estaba a punto de cometer, sobre todo el pensamiento insoportable, como hierro al rojo vivo, de lo que Arthur podría decir al respecto. Un Carstairs convertido en un ladrón. ¡En un ladrón del tesoro de los Carstairs! Creo que mi hermano me habría visto ardiendo como una bruja por un asunto así. Pero entonces, el pensamiento de esa crueldad fanática despertó mi odio hacia su sucia minuciosidad de anticuario y mis deseos de libertad me impulsaron a correr hacia el mar. En el exterior brillaba intensamente la luz del sol y corría el viento, las flores amarillas de las retamas del jardín golpeaban el cristal de la ventana. Pensé que sus pétalos dorados me llamaban y luego pensé en esos trozos de metal muerto y deslustrado de mi hermano. La naturaleza y la colección Carstairs habían terminado por entablar combate.
»La naturaleza es más antigua que la colección Carstairs. Cuando bajaba corriendo hacia la playa, la moneda se agitaba en mi puño y sentía a todo el imperio romano sobre mis espaldas, así como el pedigrí de los Carstairs. No sólo rugía en mi oído el viejo león argénteo, sino que todas las águilas del cesar parecían volar y gritar en mi persecución. Pero mi corazón fue elevándose como la cometa de un niño hasta que llegué a las dunas húmedas de la playa, donde ya se encontraba Philip metido en el mar, con el agua brillante cubriéndole los tobillos. El crepúsculo era impresionante, y el mar, bajo debido a la marea, se prolongaba con escasa profundidad durante media milla, como un lago de color rubí. Hasta que no me quité los zapatos y las medias y me aproximé hasta donde se encontraba, bastante lejos de la orilla, no miré a mi alrededor. Estábamos completamente solos en un círculo de agua y de arena húmeda, y yo le di la cabeza del cesar.
»En ese mismo instante tuve una terrible sensación: que un hombre muy lejos, desde las dunas, me estaba observando intencionadamente. Poco después comprendí que no era más que el producto de mis nervios, puesto que el hombre se reducía a una mancha oscura en la lejanía y pude ver que permanecía de pie, tranquilo, y contemplando el paisaje con la cabeza algo ladeada. No había ninguna evidencia lógica de que me estuviera mirando a mi: podía estar mirando un barco, o el crepúsculo, o las gaviotas o a cualquiera de las personas que paseaban por la playa. Sin embargo, lo que me hizo saltar fue algo profético, pues, en cuanto lo miré, comenzó a caminar apresuradamente y en línea recta, por la arena húmeda, hacia nosotros. Al aproximarse vi que era moreno y llevaba barba, pero sus ojos estaban ocultos por unos lentes oscuros. Llevaba un traje barato pero respetable, iba todo de negro, desde el sombrero de copa hasta las pesadas botas. Pese a éstas, caminaba por la arena con determinación y se acercaba a mi con la firmeza de una bala.
»No puedo expresar la sensación de monstruosidad y milagro que tuve cuando le vi eliminar silenciosamente la barrera entre la tierra y el mar. Era como si hubiese caminado en línea recta hacia un acantilado y continuase su camino en el aire; era como si una casa se hubiese elevado o la cabeza de un hombre hubiese caído. Estaba mojándose las botas, pero parecía un demonio violando una ley de la naturaleza. No pude advertir ninguna duda en él cuando pisó el agua, y al hacerlo pareció mirar únicamente hacia mi, sin prestar atención al océano. Philip estaba a unas yardas de distancia, dándome la espalda e inclinado sobre su red. El desconocido se acercó hasta una distancia de dos yardas, con el agua hasta sus rodillas. A continuación, y con una voz nítida y algo remilgada, dijo:
»—¿Le incomodaría ayudarme a encontrar una moneda con un lema algo diferente?
»Con una excepción no había nada anormal en él. Sus lentes no eran realmente opacos, sino de un azul bastante común, y sus ojos no eran furtivos, aunque me miraban con fijeza. Su barba negra no era tan larga ni tan descuidada, pero parecía muy espesa, ya que comenzaba en la parte superior del rostro, debajo de los pómulos. Su semblante no era ni pálido ni lívido, pero si claro y juvenil; esto daba una impresión de cera rosa y blanca, lo que contribuía a aumentar mi horror. Lo único raro que se podía destacar era su nariz, que tenía una forma correcta, pero ladeada levemente en la punta, como si la hubiesen golpeado en uno de los lados con un pequeño martillo. Sin embargo, apenas se podía llamar una deformidad. No le puedo decir la pesadilla que significó para mi. Mientras permanecía allí, delante de mi, en el agua enrojecida por el crepúsculo, me pareció un monstruo marino ensangrentado surgido del infierno. No sé por qué pudo afectar tanto a mi imaginación esa ligera deformidad en la nariz. Me pareció que podía mover la nariz como si fuese un dedo, y como si en ese mismo momento la hubiese movido.
»—Una pequeña ayuda —continuó con el mismo acento extraño y pedante— que evitará la necesidad de que me ponga en contacto con su familia.
«Entonces me imaginé que estaba siendo chantajeada por el robo de la pieza de bronce, y todas mis dudas y todos mis miedos supersticiosos fueron devorados por una pregunta práctica y abrumadora: ¿cómo lo había averiguado? Había robado la pieza de repente y siguiendo un impulso. Me encontraba completamente sola, pues siempre me aseguraba de que nadie me observaba cuando venía a ver a Philip. Según las apariencias, nadie me había seguido; y nadie, a no ser que tuviera rayos X, podía saber que tenía la moneda en la mano. El hombre, desde las dunas, no podía haber visto nada, hubiese sido como disparar al ojo de una mosca, como se dice en el cuento.
»—¡Philip! —exclamé desesperada—. Pregúntale a este hombre qué quiere.
»Cuando Philip levantó la cabeza de la red, su rostro apareció colorado, como si estuviera sofocado o avergonzado, pero debió de ser el esfuerzo y el reflejo de la luz rojiza. Probablemente no era más que otro producto de mi mórbida imaginación. Se limitó a decirle rudamente al hombre:
»—Váyase de aquí.
»Y, haciéndome un gesto para que le siguiera, se fue hacia la costa sin prestarle más atención. Subió a un espigón que llevaba a las dunas, quizá pensando que a ese íncubo no le resultaría tan fácil caminar sobre esas rocas picudas y resbaladizas por las algas como a nosotros, más jóvenes y ya acostumbrados. Pero mi perseguidor caminaba con la misma habilidad con la que hablaba, y aún me seguía sin dejar de formular sus peculiares frases. Oía su voz detestable sobre mi hombro, llamándome continuamente, hasta que, finalmente, cuando ya habíamos alcanzado las dunas, la paciencia de Philip —que por lo general no era tan conspicuo— pareció agotarse. Se dio la vuelta repentinamente y dijo:
«—¡Vuélvase! Ahora no puedo hablar con usted.
»Y cuando el hombre abrió la boca para hablar, Philip le dio un puñetazo que le hizo caer desde la cumbre de la duna más alta hasta abajo. Le vi intentando enderezarse cubierto de arena.
»Ese golpe me confortó de algún modo, aunque podía incrementar el peligro. Pero Philip no mostró ningún júbilo por su hazaña. Aunque tan afectado como siempre, pareció bajar los ojos, y antes de que pudiese preguntarle algo, se despidió de mi en la puerta de su casa con dos comentarios que me resultaron muy extraños. Me dijo que, considerándolo todo, debería devolver la moneda a la colección, pero que “por el momento” la guardaría él. Y luego añadió, de repente y como si fuera irrelevante:
»—¿Sabes que Giles ha regresado de Australia?
La puerta de la taberna se abrió y la enorme sombra del investigador Flambeau se proyectó sobre la mesa. El padre Brown le presentó a la dama con su estilo ligero y persuasivo, mencionando sus conocimientos y simpatía; casi sin darse cuenta, la joven se puso a repetir la historia ante los dos oyentes. Pero Flambeau, al inclinarse y sentarse, le dio al sacerdote un trozo de papel. Brown lo tomó con algo de sorpresa y lo leyó: «Taxi a Wagga Wagga, 379, avenida Mafeking, Putney».
La muchacha, mientras, seguía con su historia.
—Subí la calle empinada que llevaba a mi casa con la mente confusa, y no había comenzado a aclararse cuando llegué a la puerta, en la que encontré un bidón de leche y al hombre de la nariz torcida. El bidón de leche me dijo que los criados habían salido, pues Arthur, por supuesto, vestido con la bata y encerrado en su estudio, ni oiría ni respondería a un timbre. Así que no había nadie en casa que pudiera ayudarme, excepto mi hermano, cuya ayuda sería mi ruina. Desesperada, arrojé dos chelines en la mano de ese ser horrible y le dije que llamara unos días más tarde, cuando lo hubiese pensado bien. Él se alejó malhumorado, pero con mayor docilidad de la que había pensado —quizá se había quedado algo conmocionado con la caída— y vi con un placer vindicativo cómo se alejaba con la espalda llena de arena. Poco después torció en una esquina seis casas más abajo.
»A continuación, entré en mi casa, me preparé una taza de té y traté de pensar. Me senté delante de la ventana del recibidor y contemplé el jardín, que aún brillaba con los últimos rayos del sol. Estaba demasiado distraída y ausente como para fijarme en el césped, en las macetas y en los macizos de flores. Por esta razón mi conmoción fue aún mayor.
»El hombre o monstruo al que había despedido estaba completamente tranquilo en medio del jardín. ¡Oh!, todos hemos leído mucho acerca de pálidos fantasmas en la oscuridad, pero éste era más terrible que cualquier otro, pues, aunque sobre él caía una sombra vespertina, aún permanecía a plena luz del día, y porque su rostro no era pálido, sino que poseía ese aspecto cerúleo tan propio de un maniquí. Estaba muy tranquilo, con el semblante en mi dirección, y no puedo expresar lo horrible que me parecía allí, entre los tulipanes y todas esas flores llamativas y enormes, casi tropicales. Era como si hubiésemos puesto en el centro del jardín una figura de cera en vez de una estatua.
»En el mismo momento en que me vio moverme en la ventana, se dio la vuelta y salió corriendo, dejando abierta la puerta trasera del jardín, por la que con toda seguridad había entrado. Esta timidez suya era tan diferente de la impudicia con la que había caminado por la orilla, que me sentí vagamente confortada. Me imaginé que quizá temía enfrentarse a Arthur más de lo que yo creía. De todos modos, terminé serenándome y cené sola —pues era contrario a las normas molestar a Arthur cuando estaba reorganizando el museo—, y mis pensamientos, un poco liberados, volaron hacia Philip y, supongo, se perdieron. Bueno, me quedé pensativa, aunque de un modo agradable, delante de otra ventana, sin cortinas, pero ya en la oscuridad de la noche. Me pareció que algo parecido a un caracol estaba en la parte exterior del cristal, pero cuando me fijé se parecía más al dedo de un hombre presionando el cristal, pues tenía esa forma redondeada de los dedos. Habiéndose despertado en mi otra vez el miedo y el coraje, corrí hacia la ventana y luego me retiré lanzando un grito que habría oído cualquier hombre excepto Arthur.
»Pues no se trataba de un dedo, ni mucho menos de un caracol. Era la punta de una nariz torcida, aplastada contra el cristal, que aparecía blanca por la presión; los ojos fijos y el rostro detrás de ella, invisibles al principio, se mostraron grises como los de un fantasma. Cerré las contraventanas como pude, corrí hacia mi habitación y me encerré en ella. Pero en el camino, podría jurar que en otra ventana oscura había algo parecido a un caracol.
»Lo mejor habría sido ir con Arthur. Si esa cosa estaba merodeando por la casa como un gato, sus propósitos tenían que ser mucho peores que un chantaje. Mi hermano me habría arrojado de casa y maldecido de por vida, pero era un caballero y me habría defendido. Después de reflexionar durante diez minutos, bajé, llamé a la puerta y entré, todo para presenciar una escena horrible.
»El sillón de mi hermano estaba vacío, pero el hombre de la nariz torcida estaba allí, esperando a que regresase, con el sombrero insolentemente en su cabeza y leyendo uno de los libros de mi hermano bajo la lámpara. Su rostro aparecía compuesto y ocupado, pero la punta de su nariz aún tenía el aire de ser la parte más movible de su rostro, como si la acabase de mover de la izquierda hacia la derecha como la trompa de un elefante. Le había considerado un ser venenoso al perseguirme y observarme, pero creo que su indiferencia ante mi presencia era aún más estremecedora.
»Es posible que gritase con todas mis fuerzas, pero no importa. Lo que hice a continuación tampoco importa: le di todo el dinero que tenía, también una gran cantidad que, aunque era mía, no tenía derecho a tocar. Finalmente se fue, con excusas odiosas y llenas de tacto, y yo me quedé sentada, sintiéndome arruinada en todos los sentidos. Y, sin embargo, aquella noche me salvé por puro accidente. Arthur había tenido que salir repentinamente hacia Londres, como lo hacía con frecuencia, por alguna ganga. Regresó tarde pero radiante, habiéndose asegurado un tesoro que iba a añadir esplendor a la colección familiar. Estaba tan resplandeciente que estuve a punto de confesarle la sustracción de la gema de menor valor, pero lo estropeó todo con sus proyectos abrumadores. Como la ganga podía ser adquirida en cualquier momento, insistió en que hiciese la maleta y nos fuésemos al alojamiento que había reservado en Fulham, para estar cerca de la tienda en cuestión. Así, y contra mi voluntad, huí de mi enemigo casi con nocturnidad, y también de Philip. Mi hermano visitaba con frecuencia el museo de South Kensington, y para hacer algo de mi vida pagué lecciones en la escuela de Bellas Artes. Una vez, cuando regresaba por la tarde, vi cómo la abominación y la desolación en persona paseaban a lo largo de la calle larga y rectilínea, y el resto coincide con lo que ha dicho este caballero.
»Aún me queda por decir una cosa, no merezco que me ayuden, y no cuestiono ni me quejo del castigo que se me está infligiendo, creo que es algo que debía suceder. Pero aún me pregunto, calentándome el cerebro, cómo ha podido suceder. ¿Estoy siendo castigada con un milagro? O ¿cómo puede saber alguien, excepto Philip, que le di una sucia moneda en medio del mar?
—Es un problema extraordinario —admitió Flambeau.
—No tan extraordinario como la respuesta —resaltó oscuramente el padre Brown—. Señorita Carstairs, ¿estará en casa si la llamamos a Fulham dentro de una hora y media?
La joven lo miró, se levantó y se puso los guantes.
—Sí —dijo—, allí estaré.
Y abandonó el local.
Aquella noche el sacerdote y el detective aún estaban hablando sobre el asunto cuando se acercaban a la casa Fulham, un alojamiento suficientemente extraño incluso para una residencia temporal de la familia Carstairs.
—Desde luego, una reflexión superficial —dijo Flambeau— nos llevaría primero al hermano australiano que ya había tenido problemas con anterioridad, que había regresado súbitamente y que podría tener cómplices despreciables. Pero no puedo entender cómo pudo enterarse de toda la cuestión, a menos que…
—¿Si? —preguntó pacientemente su compañero.
Flambeau bajó su voz.
—A menos que el amante de la joven sea el cómplice y el villano. El amigo australiano sabía que Hawker quería la moneda, pero no comprendo cómo demonios pudo saber que Hawker la había conseguido, a no ser que éste le hiciese una señal a él o a su representante en la playa.
—Eso es cierto —asintió el sacerdote con respeto.
—¿No ha notado otra cosa? —siguió con vehemencia Flambeau—. Ese Hawker escucha cómo insultan a su amada, pero no golpea hasta que llega a las dunas de arena, donde puede salir victorioso en una pelea. Si le hubiera golpeado en las rocas o en el mar, habría podido herir a su cómplice.
—Eso también es cierto —asintió el padre Brown.
—Y ahora comencemos por el principio. Se necesitan pocas personas, pero al menos tres. Se necesita una persona para un suicidio; dos, para un asesinato; pero al menos tres para un chantaje:
—¿Por qué? —preguntó el sacerdote.
—Bien, es obvio —exclamó su amigo—, se necesita a uno que quede expuesto, uno que amenace su situación y otro, al menos, al que le aterrorice que algo se divulgue.
Después de una pausa reflexiva, el sacerdote dijo:
—Ignora un paso lógico. Se necesitan tres personas como ideas, pero sólo dos como agentes.
—¿Qué quiere decir? —preguntó el otro.
—¿Por qué un chantajista tendría que amenazar a su víctima consigo mismo? —preguntó en voz baja Brown—. Suponga que una esposa se convierte en una rígida abstemia para impedir que su esposo frecuente el pub y le escribe cartas con otra letra en las que le amenaza con contárselo a su esposa. ¿Por qué tendría que funcionar? Suponga que un padre le prohíbe a su hijo que juegue y luego le sigue disfrazado y amenaza al muchacho con su propia severidad paternal. Suponga, pero ya hemos llegado, amigo mío.
—¡Dios mío! —exclamó Flambeau—. No querrá decir…
Una figura descendió las escaleras de la casa y mostró bajo la luz dorada del farol la cabeza inconfundible que recordaba a la moneda romana.
—La señorita Carstairs —dijo Hawker sin ceremonias— no quería entrar hasta que ustedes llegasen.
—Bien —observó confidencialmente Brown—, ¿no cree que lo mejor que puede hacer es que ella se quede aquí y que usted la cuide? Creo que usted ya lo ha comprendido todo.
—Sí —dijo el joven en un tono bajo—, lo presentí en las dunas y ahora lo sé, por eso le golpeé en aquel sitio en que no se podía hacer daño.
Tomando la llave de la joven y la moneda de Hawker, Flambeau entró con su amigo en la casa vacía y se quedó en el recibidor. No había nadie, excepto una persona, el hombre al que el padre Brown había visto pasar por la taberna estaba allí, de pie y apoyado contra la pared, como si estuviera acorralado. Su aspecto era el mismo, salvo que se había quitado la chaqueta negra y llevaba una bata marrón.
—Hemos venido —dijo cortésmente el padre Brown— a devolver esta moneda a su dueño.
Y le dio la moneda al hombre de la nariz. Los ojos de Flambeau giraron confusos.
—¿Es este hombre un coleccionista de monedas? —preguntó.
—Este hombre es Mr. Arthur Carstairs —dijo el sacerdote con certeza—, y es un coleccionista de monedas de un tipo muy particular.
El rostro del hombre cambió de color con tal brusquedad que la nariz torcida parecía no pertenecer al rostro, presentando un aspecto cómico. Sin embargo, habló con una suerte de dignidad desesperada.
—Entonces comprobarán que no he perdido todas mis cualidades familiares —dijo.
Y se dio la vuelta repentinamente, entró en una habitación y se encerró en ella.
—¡Deténgale! —gritó el padre Brown, casi cayéndose sobre una silla. Y, después de un par de empujones, Flambeau logró abrir la puerta. Pero era demasiado tarde. Con un silencio mortal, Flambeau atravesó la habitación y llamó por teléfono a la policía, pidiendo también un médico.
Un frasco de medicina vacío se encontraba en el suelo. Encima de la mesa yacía el cuerpo del hombre con la bata marrón en medio de paquetes marrones, algunos de ellos abiertos y de los que se habían salido no monedas romanas, sino inglesas y muy modernas.
El sacerdote levantó la broncínea cabeza del cesar.
—Esto es lo único que quedó —dijo— de la colección Carstairs.
Después de un silencio, continuó con más gentileza de la habitual.
—Su padre le hizo un legado cruel, y ya ve que se sintió un poco agraviado. Odiaba las monedas romanas y deseó el dinero real que le habían negado. No sólo vendió la colección pieza por pieza, sino que degeneró en los modos más miserables de hacer dinero, incluso llegó al chantaje de su propia familia. Chantajeó a su hermano de Australia por un pequeño crimen olvidado (ésa es la razón de que cogiera el taxi a Wagga Wagga en Putney) y chantajeó a su hermana por el robo que sólo él pudo haber notado. Ésa es la razón, a propósito, por la que tuvo ese presentimiento en las dunas. Una simple figura y su modo de andar en la distancia nos permiten recordar mejor a alguien que un rostro bien maquillado cerca de nosotros.
Se produjo otro silencio.
—Bien —gruñó el detective—, y este gran numismático no era más que un vulgar miserable.
—¿Acaso es tanta la diferencia? —preguntó el padre Brown con el mismo tono extraño e indulgente—. ¿Qué hay de malo en un miserable que no sea con frecuencia igual de malo en un coleccionista de monedas? ¿Qué es malo, excepto… aquellos que no se hacen ídolos, que no se inclinan ante ellos y los adoran? Pues yo…, pero tenemos que irnos y ver qué tal le va a nuestra joven pareja.
—Creo que, pese a todo, les debe de ir muy bien —dijo Flambeau.