La ausencia de Mr. Glass

La consulta del doctor Orion Hood, el eminente criminólogo y especialista en ciertos desordenes morales, tenía vista al mar y estaba situada en Scarborough. Desde sus ventanas de estilo francés, grandes y bien iluminadas, se podía contemplar el mar del Norte como un infinito muro exterior de mármol azul verdoso. En un lugar así, el mar tenía algo de la monotonía de un friso monocromo, pues en las estancias regía una terrible pulcritud, no muy diferente a la del mar. No debe suponerse, sin embargo, que el apartamento del Dr. Hood carecía de lujo o, incluso, de poesía. Todo lo contrario, se podían percibir claramente, pero uno sentía que no se les permitía salir de allí. El lujo estaba presente: sobre una mesa había ocho o diez cajas de los mejores cigarros, aunque situadas de tal modo que los más fuertes siempre estaban más cerca de la pared y los más suaves de la ventana. Asimismo, un mueble bar, que contenía tres tipos de licores excelentes, permanecía siempre sobre la lujosa mesa. Pero la moda mandaba que el whisky, el brandy y el ron siempre parecieran situados al mismo nivel. La poesía también estaba presente: en una esquina de la habitación se alineaban los clásicos ingleses, en otra los fisiólogos ingleses y extranjeros. Pero si alguien tomaba un volumen de Chaucer o de Shelley de uno de los anaqueles, su ausencia irritaba tanto la mirada como la falta de un diente delantero en una persona. No se podría decir si esos libros se habían leído alguna vez, probablemente si, pero su ser mismo parecía encadenarlos a sus sitios, como las biblias en las iglesias antiguas. El doctor Hood trataba sus anaqueles como si fueran la biblioteca pública. Y si esa intangibilidad estrictamente científica inundaba incluso los anaqueles cargados de poesías y baladas, así como las mesas cargadas con bebidas y tabaco, para qué hablar de la santidad que protegía los anaqueles de la biblioteca especializada, y las otras mesas que sustentaban los instrumentos frágiles e, incluso, fantásticos, de química y mecánica.

El doctor Orion recorrió toda la longitud de sus estancias, limitadas, como dicen los niños en geografía, al este por el mar del Norte y al oeste por las series de anaqueles de su biblioteca sociológica y criminológica. Estaba vestido con una chaqueta de terciopelo, pero no con la negligencia de un artista; su pelo, moteado de canas, parecía abundante y saludable; su rostro era delgado, aunque sanguíneo y expectante. Todo en él y en su habitación indicaba algo al mismo tiempo rígido y desasosegado, como ese gran mar nórdico en el que (por puros principios de higiene) había edificado su hogar.

El destino, de buen humor, llamó a la puerta para introducir en una de esas salas largas y estrictas con vistas al mar a alguien que era lo más opuesto a ellas y a su dueño. En respuesta a una corta pero gentil invitación, la puerta se abrió; a continuación, una figura informe, que parecía encontrar su propio sombrero y paraguas tan inmanejables como un enorme equipaje, se internó en la habitación arrastrando los pies. El paraguas presentaba el aspecto de un envoltorio negro y prosaico lleno de cosidos; el sombrero era uno de esos sombreros negros y planos de clérigo, tan raros en Inglaterra; el hombre era la encarnación de todo lo que es sencillo e inofensivo.

El doctor contempló al recién llegado con un asombro contenido, aunque similar al que habría mostrado si una enorme pero inofensiva bestia marina se hubiese arrastrado hasta su habitación. El recién llegado contempló a su vez al doctor con esa radiante y estupefacta actitud que caracteriza a las criadas corpulentas que por fin han logrado acomodarse en el ómnibus, mostrando una mezcla de autofelicitación y de confusión corporal. Su sombrero se cayó sobre la alfombra, su pesado paraguas se resbaló por sus rodillas con un ruido sordo. Intentó coger el segundo mientras se agachaba a coger el primero y, al mismo tiempo, con una sonrisa intacta en su redonda faz, habló como sigue:

—Me llamo Brown. Por favor, excúseme. He venido por el asunto de los Mac Nab. Me he enterado de que usted ayuda a la gente a salir de ese tipo de problemas. Perdóneme si me equivoco.

Cuando terminó de hablar, ya había logrado recobrar el sombrero, e hizo un breve y extraño movimiento con él como si quisiera que todo quedase convenientemente ajustado.

—No le entiendo muy bien —replicó el científico con frialdad—. Me temo que se ha equivocado de lugar. Yo soy el doctor Hood, y mi trabajo es casi de carácter literario y pedagógico. Es verdad que a veces la policía me ha consultado en casos de peculiar dificultad e importancia, pero…

—Oh, el caso es de gran importancia —le interrumpió el hombrecillo llamado Brown—, ya que su madre no les permitirá casarse.

Y, dicho esto, se reclinó en su sillón con una radiante racionalidad.

Las cejas del doctor Hood se oscurecieron al contraerse, pero los ojos permanecieron brillantes con algo que podía ser cólera o diversión.

—Sigo sin comprender del todo —dijo.

—Ya ve, se quieren casar —dijo el hombre con el sombrero clerical—. Maggie Mac Nab y el joven Todhunter se quieren casar. Bien, ¿qué puede ser más importante que eso?

Los grandes triunfos científicos de Orion Hood le habían privado de muchas cosas, algunos decían que de su salud, otros que de Dios, pero no lo habían despojado completamente de su sentido del absurdo. Cuando escuchó la última frase del ingenioso sacerdote, una carcajada luchó por irrumpir en sus labios y se apoyó en uno de los brazos de su sillón con la actitud irónica de un médico en la consulta.

—Señor Brown —dijo con gravedad—, ya han pasado catorce años y medio desde que me pidieron que me encargase de un problema personal, fue el caso del intento de envenenamiento del presidente francés durante el banquete que ofreció el alcalde. Ahora, por lo que entiendo, se trata de la cuestión de si una amiga suya, llamada Maggie, es una prometida adecuada para un amigo suyo llamado Todhunter. Bien, señor Brown, soy un deportista. Asumiré el caso. Le daré a la familia Mac Nab mi mejor consejo, tan bueno como si tuviera que dárselo a la República francesa o al rey de Inglaterra. No, sin duda será mejor, catorce años mejor. Esta tarde no tengo nada que hacer. Cuénteme su historia.

El pequeño clérigo llamado Brown se lo agradeció con un calor incuestionable, pero con extraña simplicidad. Era más como si le estuviera agradeciendo a un extraño en un salón de fumadores que le dejara las cerillas, que como si le estuviera agradeciendo (como en realidad sucedía) al curador de Kew Gardens que fuera con él al campo a buscar un trébol de cuatro hojas. Con alguna interjección después de su sincero agradecimiento, el hombrecillo comenzó su historia:

—Ya le dije que me llamo Brown; bien, el asunto es el siguiente, soy sacerdote de la pequeña iglesia católica situada al norte, más allá de las últimas calles del pueblo. En la última de esas calles, la que corre paralela al mar como un rompeolas, vive un miembro de mi rebaño muy honesto, aunque de carácter algo huraño, una viuda llamada Mac Nab. Tiene una hija y ofrece hospedaje; entre ella y su hija, así como entre ella y sus huéspedes, bien, diría que las dos partes podrían hablar mucho. En el momento presente sólo tiene un huésped, un joven llamado Todhunter, pero le ha dado más trabajo que todos los demás, ya que quiere casarse con la joven dama de la casa.

—Y la joven dama —preguntó el Dr. Hood con un rostro divertido—, ¿qué quiere?

—Pues casarse con él —exclamó el padre Brown, levantándose con vehemencia—. Ahí radica la terrible complicación.

—Realmente se trata de un enigma intrincado —dijo el Dr. Hood.

—Ese joven, James Todhunter —continuó el clérigo—, es, por lo que sé, un hombre muy decente, pero nadie sabe mucho acerca de él. Es un tipo pequeño y brillante, de pelo castaño, ágil como un mono, va rasurado como un actor y se muestra servicial como un cortesano. Parece tener dinero, pero nadie sabe en qué consiste su ocupación. Por consiguiente, la señora Mac Nab —siendo de un temperamento pesimista— sospecha que se trata de algo terrible y probablemente conectado con la dinamita. Esa dinamita parece ser silenciosa, pues el pobre hombre permanece callado durante horas y estudia algo detrás de la puerta cerrada. Declara que su silencio es temporal y justificado y promete explicarlo todo antes de la boda. Eso es lo que se tiene por cierto. Pero la señora Mac Nab le podrá contar mucho más, de lo que no tiene ninguna prueba. Ya sabe cómo crecen las historias en el jardín de la ignorancia. Hay quien dice que se oyen dos voces en la habitación, pero cuando la puerta permanece abierta, Todhunter siempre está solo. Hay cuentos acerca de un misterioso hombre alto con un sombrero de seda, surgido de la neblina y que, al parecer, salió del mar, anduvo lentamente por la playa, atravesó el pequeño jardín trasero a la luz del crepúsculo, hasta que le oyeron hablar con el huésped por la ventana. El diálogo pareció acabar en una disputa. Todhunter cerró violentamente la ventana, y el hombre del sombrero de seda volvió a esfumarse en la niebla marina. Esta historia se cuenta en la familia con gran perplejidad, pero yo creo que la señora Mac Nab prefiere su propia versión, la de que el otro hombre (o lo que sea) sale arrastrándose todas las noches de la caseta de la esquina, que permanece cerrada durante todo el día. Ya ve cómo la puerta cerrada de Todhunter sirve para abrir la puerta a todo tipo de fantasías y monstruosidades de las Mil y una noches. Y el tipo respetable con la chaqueta negra, tan puntual e inocente como un reloj parlante, paga el alquiler con formalidad, prácticamente es abstemio, se muestra incansablemente amable con los niños y les puede divertir durante todo el día y, lo último y más importante, también se ha hecho querer por la hija mayor, que está dispuesta a casarse con él mañana mismo.

Un hombre interesado en grandes teorías siempre siente fruición en aplicarlas a cualquier trivialidad. El gran especialista, después de haber condescendido con la simplicidad del sacerdote, siguió haciéndolo con benevolencia. Se apoyó cómodamente en los brazos de su sillón y comenzó a hablar con el tono de un lector cuya mente está ausente.

—Aunque sólo sea por un minuto, en primer lugar es mejor considerar las principales tendencias de la naturaleza. Una flor particular puede ser que no muera a principios del invierno, pero las flores mueren; puede que la marea no se lleve a una concha, pero la marea sube. Para el ojo científico toda la historia humana no es más que una serie de movimientos colectivos, de destrucciones y migraciones, como la masacre de moscas en invierno o el retorno de las aves en primavera. Bien, la raíz de todo en la historia es la raza. La raza produce la religión, la raza produce las guerras legales y éticas. No hay un caso más asombroso que el tronco extraño, espiritual y moribundo que comúnmente denominamos «celta», del que son especímenes sus amigos los Mac Nab. Pequeños, morenos, y con esa sangre soñadora y errática, aceptan fácilmente la explicación supersticiosa de todos los incidentes, del mismo modo en que aún aceptan (excúseme por decirlo) la explicación supersticiosa de todos los incidentes que tanto usted como su Iglesia representan. No es sorprendente que esa gente, con el mar rugiente a sus espaldas y la Iglesia (excúseme de nuevo) bramando ante ellos, dote de características fantásticas a lo que con toda probabilidad sólo sean sucesos sencillos. Usted, con sus pequeñas responsabilidades parroquiales, ve solamente a esa particular señora Mac Nab, aterrorizada con ese cuento de las dos voces y del hombre alto que sale del mar. Pero el hombre con imaginación científica ve todo el clan de los Mac Nab, diseminado por todo el mundo, tan uniforme en su último estadio como una bandada de pájaros. Él ve a miles de señoras Mac Nab, en miles de casas, escanciando su pequeña gota de morbosidad en las tazas de té de sus amigas; él ve…

Antes de que el científico pudiese concluir su frase, se oyó en el exterior otra invitación a entrar, esta vez más impaciente; una mujer con faldas rumorosas estaba siendo conducida precipitadamente por el pasillo, y la puerta se abrió mostrando a una joven, decentemente vestida, pero con algún desorden, y colorada por el arrebato. Tenía el cabello rubio y alborotado, y habría sido de una belleza perfecta si sus pómulos no hubieran estado, a la manera escocesa, un poco elevados y con demasiado color. Su disculpa fue tan abrupta como una orden.

—Siento interrumpirle, señor —dijo—, pero tuve que seguir al padre Brown enseguida, es una cuestión de vida o muerte.

El padre Brown comenzó a mover sus pies con nerviosismo.

—¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido, Maggie? —dijo.

—James ha sido asesinado, por lo que he podido deducir —respondió la muchacha, aún respirando con dificultad por la carrera—. Ese hombre, Glass, ha estado de nuevo con él. Los oí hablar a través de la puerta: dos voces distintas. James hablaba en voz baja, guturalmente, y la otra voz se oía alta y vibrante.

—¿Ese hombre Glass? —repitió el sacerdote con perplejidad.

—Sé que se llama Glass —respondió la joven con gran impaciencia—. Lo oí a través de la puerta. Estaban discutiendo, sobre dinero, según creo, pues oí cómo James repetía una y otra vez: «Eso es cierto, señor Glass», o «no, señor Glass» y luego «dos o tres, señor Glass». Pero estamos hablando demasiado, tiene que venir enseguida, aún podemos llegar a tiempo.

—¿A tiempo para qué? —preguntó el Dr. Hood, que había estado estudiando a la joven con gran interés—. ¿Por qué los problemas del señor Glass con su dinero causan tanta urgencia?

—Intenté abrir la puerta con violencia y no pude —respondió brevemente la joven—. Luego corrí hacia el patio trasero y logré trepar hasta el alféizar de la ventana de su habitación. En el interior había una luz mortecina, y la habitación parecía vacía, pero juro que vi a James en el suelo, acurrucado en una esquina, como si estuviera drogado o le hubieran estrangulado.

—Eso es muy serio —dijo el padre Brown, cogiendo su sombrero errante y su paraguas—. De hecho, estaba explicándole su caso a este caballero, y su punto de vista…

—Ha cambiado desde hace un rato —dijo con gravedad el científico—. No creo que esta dama sea tan celta como había supuesto. Como no tengo otra cosa que hacer, me pondré el sombrero y les acompañaré al pueblo.

Poco después, los tres estaban aproximándose a la calle algo deprimente en que vivían los Mac Nab: la muchacha con el paso firme y jadeante de un montañero, el criminólogo con ligereza (que no carecía de la agilidad de un leopardo), y el sacerdote con un trote enérgico completamente carente de distinción. El aspecto de ese extremo del pueblo encontraba una justificación en las opiniones del doctor acerca de los ambientes y lugares desolados. Las casas dispersas se extendían como una cadena rota a lo largo de la costa. La tarde se estaba cerrando con una penumbra prematura y lívida. El mar parecía tinta púrpura y bramaba ominosamente. En el descuidado jardín trasero de los Mac Nab, que corría paralelo a la arena de la playa, se levantaban dos árboles negros y deslucidos, como las manos alzadas de un demonio asombrado, y cuando la señora Mac Nab vino hacia ellos a través de la arena con las manos sarmentosas elevadas del mismo modo, con su fiero rostro oculto en la sombra, ella misma también parecía un demonio. El doctor y el sacerdote apenas replicaron a las chillonas reiteraciones de la historia de su hija, enriquecida con detalles perturbadores de su propia cosecha, y a las voces de venganza contra el señor Glass por asesinato y contra Todhunter por haber sido asesinado, o contra este último por haber querido casarse con su hija y por no haber vivido para hacerlo. Entraron en la casa y llegaron a la puerta de Todhunter. Allí, el doctor Hood, con el estilo de un viejo detective, lanzó su hombro contra la puerta y la abrió.

Ante ellos se ofreció la escena de una catástrofe silenciosa. Nadie que la contemplara, aunque sólo fuera por un instante, podía dudar que esa habitación había sido el escenario de una colisión terrible entre dos o más personas. Los naipes de una baraja yacían por doquier, sobre la mesa y sobre el suelo, como si el juego se hubiera interrumpido de improviso. Dos vasos de vino permanecían en una esquina de la mesa, pero un tercero estaba roto sobre la alfombra. Poco más allá había un cuchillo o espada corta, recta, pero con una empuñadura ricamente ornamentada: su filo romo reflejaba la luz opaca procedente de la ventana, que mostraba los árboles negros contra el horizonte plomizo del mar. En la esquina opuesta de la habitación había una chistera de seda, como si se la hubiesen quitado a un caballero de un manotazo, parecía como si aún se la viera rodar. Y en la otra esquina, arrojado como un saco de patatas y atado como un baúl de ferrocarril, yacía Mr. James Todhunter, con una alfombra que le ocultaba los labios y seis o siete cuerdas anudadas a los brazos. Sus ojos castaños estaban vivos y miraban con una actitud de alerta.

El Dr. Orion Hood permaneció un instante estático en el umbral de la puerta y sumido en la escena de aquella silenciosa violencia. Luego atravesó ágilmente la alfombra, recogió la chistera negra y la puso gravemente en la cabeza del maniatado Todhunter. Era demasiado grande para él y resbaló hasta sus hombros.

—El sombrero de Mr. Glass —dijo el doctor, regresando con él y observándolo con una lupa de bolsillo—. ¿Cómo se puede explicar la ausencia del señor Glass y la presencia de su sombrero? Porque el señor Glass no es una persona descuidada con sus prendas de vestir. Este sombrero tiene estilo y ha sido limpiado y cepillado sistemáticamente, aunque no sea muy nuevo. Un viejo dandi, diría.

—Pero ¡por todos los santos! —exclamó la señorita Mac Nab—, ¿no van a desatar al hombre antes que nada?

—Dije «viejo» con intención, pero no con certeza —continuó el expositor—, la razón puede parecer un poco descabellada. El pelo de los seres humanos se cae de un modo distinto, aunque casi siempre poco a poco, y con la lupa debería ver los diminutos pelos en un sombrero que se ha llevado recientemente. No tiene ninguno, lo que me lleva a pensar que el señor Glass es calvo. Ahora bien, si esto se une a la voz aguda y trémula que la señorita Mac Nab describió tan vividamente (paciencia, querida, paciencia), si tomamos la cabeza calva y ese tono de voz corriente en un enfado senil, creo que podríamos llegar a la conclusión de que se trata de un hombre entrado en años. Sin embargo, era probablemente vigoroso y, con casi toda certeza, alto. Uno puede fiarse en cierto grado de la historia acerca de su aparición en la ventana, la que le retrata como un hombre alto con un sombrero de seda, pero pienso que tengo una descripción más exacta. Hay fragmentos de ese vaso de vino por toda la habitación, pero uno de ellos está en esa repisa, junto al mantel. Ningún fragmento podría haber caído allí, si el vaso se hubiera roto en las manos de un hombre comparativamente más bajo, como Mr. Todhunter.

—A propósito —dijo el padre Brown—, ¿no sería mejor desatar al señor Todhunter?

—Pero nuestra lección de los vasos no se acaba aquí —prosiguió el especialista—. Me atrevería a decir que es posible que el señor Glass fuese calvo o nervioso por disipación y no por la edad. Mr. Todhunter, como se ha afirmado, es un caballero callado y ahorrativo, esencialmente un abstemio. Estas cartas y estos vasos de vino no forman parte de sus hábitos, han tenido que llegar aquí debido a un compañero algo particular. Pero al parecer tenemos que ir más lejos. El señor Todhunter podía poseer o no ese servicio de vino, pero no hay muestras de que poseyera vino. Entonces, ¿qué contienen esos vasos? Sugeriría de inmediato que brandy o whisky, quizá de alguna marca lujosa, y procedente de un frasco del bolsillo de Mr. Glass. Ya tenemos algo parecido a un retrato del hombre o, al menos, del tipo de hombre: alto, mayor, elegante, aunque de ropas algo raídas, con certeza aficionado al juego y a las bebidas fuertes, tal vez demasiado aficionado. El señor Glass es un caballero conocido en los ambientes marginales de la sociedad.

—¡Oigan! —exclamó la joven—. Sino me dejan pasar para desatarle, llamaré a la policía.

—No se lo aconsejaría, señorita Mac Nab —dijo el Dr. Hood con gravedad—, yo no me daría prisa en llamar a la policía. Padre Brown, le pido seriamente que tranquilice a su rebaño, no por mi bien sino por el suyo. Bien, ya hemos visto algo de la figura y de los atributos del señor Glass. ¿Cuáles son los atributos primordiales del señor Todhunter? Son esencialmente tres: que es un hombre ahorrativo, que está más o menos sano y que tiene un secreto. Bien, es obvio que estas tres características son propias de un hombre al que le están chantajeando. Y es igualmente obvio que su elegancia marchita, los hábitos libertinos y la irritabilidad del señor Glass son las señales inconfundibles del hombre que chantajea. Aquí nos encontramos con las dos típicas figuras de una tragedia causada por un asunto de soborno. Por una parte, el hombre respetable con un misterio; por otra, el buitre barriobajero con un sentido para el misterio. Estos dos hombres se han encontrado hoy aquí y han luchado a puñetazos y con objetos de la habitación.

—¿Le va a quitar esas cuerdas? —preguntó la joven con tozudez.

El doctor Hood colocó cuidadosamente el sombrero sobre la mesa y se aproximó a la víctima maniatada. La contempló detenidamente, incluso la movió un poco y giró algo sus hombros, pero se limitó a responder:

—No, creo que estas cuerdas harán muy bien su trabajo hasta que vengan sus amigos de la policía con las esposas.

El padre Brown, que había estado mirando todo ese tiempo con aburrimiento a la alfombra, elevó su cara redonda y preguntó:

—¿Qué quiere decir?

El hombre de ciencia había recogido la peculiar daga de la alfombra y la estaba examinando atentamente, después respondió:

—Como han encontrado a Mr. Todhunter atado, han llegado a la conclusión de que el señor Glass lo ha atado y, a continuación, ha huido. Hay cuatro objeciones a esta teoría. Primera: ¿por qué un caballero tan a la moda como nuestro Mr. Glass se tendría que dejar su sombrero, si no lo hubiese dejado por su propia voluntad? Segunda —y se desplazó hacia la ventana—: ésta es la única salida, y está cerrada por dentro. Tercera: el filo de la daga tiene en la punta una diminuta mancha de sangre, pero no hay ninguna herida en el señor Todhunter. El señor Glass se llevó consigo esa herida, vivo o muerto, y lo más probable es lo segundo, pues resulta más creíble que la persona chantajeada intente matar al íncubo, y no que el chantajista intente matar al ganso de los huevos de oro. Bueno, aquí, según creo, tenemos la historia completa.

—¿Y las cuerdas? —inquirió el sacerdote, cuyos ojos se habían mantenido abiertos con una admiración más bien inexpresiva.

—¡Ah, las cuerdas! —dijo el experto con una entonación singular—. La señorita Mac Nab deseaba saber por qué no liberaba al señor Todhunter de sus cuerdas. Bien, se lo diré. No lo hice porque el señor Todhunter se puede liberar de ellas cuando quiera.

—¿Qué? —exclamó la audiencia con tonos diferentes de asombro.

—He comprobado todos los nudos —afirmó Hood con tranquilidad—, y sé algo acerca de nudos, ya que son una rama de la ciencia criminal. Él mismo ha hecho esos nudos y él mismo los puede desatar si quiere. Ninguno de ellos pudo haber sido hecho por un enemigo que realmente intentase maniatarle. Todo el asunto de las cuerdas no es más que un truco inteligente para hacernos creer que él ha sido la víctima de la lucha en vez del desgraciado Glass, cuyo cuerpo estará escondido en el jardín o en el hueco de la chimenea.

Hubo un silencio depresivo. La habitación se estaba quedando a oscuras, las ramas de los árboles se tornaban más delgadas y negras, parecían haberse aproximado a la ventana. Uno casi podía imaginarse que eran monstruos marinos, como pulpos gigantes extendiendo sus tentáculos y arrastrándose desde el mar para conocer el final de la tragedia, como había hecho él, ya fuese el villano o la víctima, el hombre terrible con la chistera, que también se había arrastrado desde el mar. Toda la atmósfera estaba cargada con la morbosidad del chantaje, que es lo más mórbido de las cosas humanas, pues es un crimen que concierne a otro crimen: una venda negra sobre una herida negra.

El rostro del pequeño sacerdote católico, que normalmente presentaba un aspecto complaciente, incluso cómico, se había arrugado repentinamente. No se trataba de la mera curiosidad que surge del candor, sino la curiosidad creativa que aparece cuando un hombre siente el surgimiento de una idea.

—Diga eso otra vez, por favor —dijo con un tono simple y preocupado—. ¿Cree usted que Todhunter se puede atar y desatar a si mismo sin ayuda de nadie?

—Eso es lo que he dicho —dijo el doctor.

—¡Santo Cielo! —exclamó de repente Brown—. Me pregunto si podría ser así.

Se movió por la habitación como un conejo y miró con una nueva curiosidad el rostro parcialmente cubierto del cautivo. Luego volvió su fatuo rostro hacia el grupo.

—¡Si, eso es! —exclamó con excitación—. ¿No lo pueden ver en su rostro? ¡Miren sus ojos!

Tanto el profesor como la joven siguieron la dirección de su mirada. Y aunque la bufanda ocultaba casi toda la parte inferior del rostro de Todhunter, se tornaron concientes de algo intenso y forzado en su parte superior.

—Sus ojos miran extraviados —exclamó la joven conmovida—. Brutos, está sufriendo…

—Creo que no es eso —dijo el doctor Hood—, los ojos tienen una expresión singular, pero yo interpretaría esa mirada extraviada como un signo de anormalidad psicológica.

—¡Por Dios! —exclamó el padre Brown—. Pero ¿no puede ver que se está riendo?

—¿Riendo? —repitió el doctor mirándolo fijamente—. ¿De qué demonios se puede estar riendo?

—Bien —replicó el reverendo Brown con un tono de disculpa—, no quisiera molestarle, pero creo que se está riendo de usted. Y, ciertamente, yo mismo me siento inclinado a hacerlo, ahora que sé lo que ha ocurrido.

—¿Ahora que sabe lo que ha ocurrido? —preguntó Hood algo exasperado.

—Ahora sé —replicó el sacerdote— la profesión de Mr. Todhunter.

A continuación, se dedicó a revolver las cosas de la habitación, observó detenidamente todos los objetos con lo que parecía una actitud ausente que, invariablemente, se tornaba en una sonrisa igualmente ausente, un proceso extremadamente irritante para aquellos que lo estaban mirando. Se rió mucho del sombrero, aún más ruidosamente del vaso roto, pero la sangre en la daga le hizo sufrir ataques de risa convulsa. Luego regresó a donde estaba el colérico especialista.

—¡Dr. Hood —exclamó con entusiasmo—, usted es un gran poeta! Ha creado a un ser de la nada. Eso es un acto mucho más divino que eso de restringirse a los hechos. Cierto, en comparación los hechos son más bien vulgares y cómicos.

—No tengo ni idea de lo que usted está hablando —dijo el doctor Hood con altivez—, todos los hechos que yo he formulado son inevitables, aunque necesariamente incompletos. Tal vez se deba permitir algo de espacio a la intuición —o a la poesía, si usted prefiere este término—, pero sólo porque los detalles correspondientes, como ocurre en este caso, no se pueden deducir. En la ausencia de Mr. Glass…

—Ésa es, ésa es —dijo el pequeño sacerdote asintiendo vehementemente—, ésa es la primera idea que hay que demostrar, la ausencia del señor Glass. Él está tan extremadamente ausente —añadió reflexionando—, creo que nunca ha habido nadie tan ausente como él.

—¿Quiere decir que está ausente del pueblo? —demandó el doctor.

—Quiero decir que está ausente de todas partes —respondió el padre Brown—, está ausente de la naturaleza de las cosas, por decirlo de algún modo.

—¿Cree seriamente —dijo el especialista con una sonrisa— que no existe tal persona?

El sacerdote hizo un signo de asentimiento.

—Es una lástima —dijo.

Orion Hood rompió en una carcajada incontenible.

—Bien, antes de proseguir con las mil y una pruebas, tomemos la primera que hemos encontrado: el primer hecho con el que topamos al entrar en esta habitación. Si no existe Mr. Glass, ¿de quién es ese sombrero?

—Es del señor Todhunter —contestó el padre Brown.

—¡Pero si no le vale! —exclamó Hood con impaciencia—. ¡Es imposible que lo pueda llevar!

El padre Brown sacudió su cabeza con suavidad inefable.

—Yo no he dicho que se lo haya puesto —respondió—, sólo he dicho que es su sombrero. O, si usted insiste en la diferencia, se trata de un sombrero de su propiedad.

—Y, ¿en qué se basa la diferencia? —preguntó el criminalista con una ligera sonrisa despectiva.

—Pero hombre de Dios —dijo con dulzura el hombrecillo, mostrando su primer gesto de impaciencia—, si usted se acerca a la primera sombrerería comprobará que hay una diferencia entre el sombrero de una persona y el sombrero que es de su propiedad.

—Pero un vendedor de sombreros puede sacar dinero de su surtido de sombreros nuevos —protestó Hood—. ¿Qué podría sacar Todhunter de ese sombrero viejo?

—Conejos —replicó brevemente el padre Brown.

—¿Qué? —exclamó el doctor Hood.

—Conejos, pañuelos, papeles de colores, pececillos de colores —dijo el reverendo con rapidez—. ¿No lo vio cuando se dio cuenta de los nudos falsos? Lo mismo ocurre con la daga. El señor Todhunter no se ha hecho un corte con ella, como usted dijo; se ha herido con ella en su interior, si usted me sigue.

—¿Se refiere al interior de las ropas del señor Todhunter?

—No, no me refiero al interior de sus ropas —dijo el padre Brown—, quiero decir en el interior de Mr. Todhunter.

—Bien, ¿a qué demonios se refiere?

—El señor Todhunter —explicó plácidamente el padre Brown—, está aprendiendo para ser un mago profesional, así como un malabarista, un ventrílocuo y un experto en el truco de la cuerda. Lo de la magia explica el sombrero. No presenta huellas de pelos, pero no porque el señor Glass se haya quedado prematuramente calvo, sino porque nadie se lo ha puesto. Lo de malabarista explica los tres vasos, con los que Todhunter intentaba hacer malabarismos en el aire. Pero sin haber llegado aún a adquirir cierta destreza, rompió uno al chocar contra el techo. Y lo de malabarista también explica la daga, la cual el señor Todhunter introducía en su garganta con orgullo profesional. Pero, una vez más, su falta de práctica provocó que se hiriese en la garganta con el arma. Así pues, era una herida interior, que por la expresión de su rostro no creo que sea grave. También estaba practicando el truco de liberarse de las cuerdas, como el de los hermanos Davenport, y estaba a punto de lograrlo cuando nosotros irrumpimos en su habitación. Las cartas, desde luego, son para trucos de cartas, y están desperdigadas por el suelo porque estaba practicando uno de esos juegos de manos en los que las tiene que arrojar al aire. Simplemente se limitaba a mantener su actividad en secreto, porque tenía que mantener sus trucos en secreto, como cualquier otro mago. Pero bastó que un holgazán se entretuviera en mirar por la ventana y que fuese rechazado con gran indignación, para poner en circulación una serie de pruebas falsas y hacernos imaginar que su vida estaba ensombrecida por el espectro con sombrero del señor Glass.

—¿Y qué hay de las dos voces? —preguntó Maggie confusa.

—¿Acaso nunca ha escuchado a un ventrílocuo? —preguntó el padre Brown—. ¿No sabe que primero habla con su voz natural y luego responde con esa voz chillona, extraña y artificial que usted oyó?

Hubo un largo silencio, y el doctor Hood contempló al hombrecillo que acababa de hablar con una sonrisa sombría y atenta.

—Usted es una persona muy ingeniosa —dijo—; no se podría haber descrito mejor en un libro. Pero hay un aspecto de Mr. Glass que no ha explicado con éxito, y es su nombre. La señorita Mac Nab escuchó con toda claridad cómo el señor Todhunter se dirigía así a él.

El reverendo Brown rompió en una risita algo infantil.

—Bien, ésa —dijo—, ésa es la parte más tonta de toda esta tonta historia. Cuando nuestro amigo malabarista arrojó los tres vasos, los contó en voz alta conforme los fue cogiendo, y los contó del mismo modo conforme se fueron cayendo. Lo que dijo realmente fue: «Uno, dos y tres… se cayó un vaso», esto es, en inglés, «glass», uno, dos, se cayó un vaso, etcétera.

Se produjo un segundo de silencio completo en la habitación, y luego todos soltaron una carcajada al unísono. Mientras se reían, la figura de la esquina se quitó complacida todas las cuerdas y las dejó caer al suelo. A continuación, avanzó hasta el centro de la habitación con una ligera inclinación, sacó de su bolsillo un papel de color azul y rojo en el que se anunciaba que ZALADIN, el mago más grande del mundo, contorsionista, ventrílocuo y canguro humano, presentaría una serie de trucos enteramente nuevos en el Pabellón Imperial de Scarborough, el próximo lunes a las ocho de la tarde.