El duelo del Dr. Hirsch

Maurice Brun y Armand Armagnac atravesaban los soleados Champs Elysées con una suerte de vivaz respetabilidad. Los dos eran bajos, enérgicos y atrevidos. Los dos llevaban barbas negras que no correspondían a sus rostros, según esa extraña moda francesa que hace que el pelo real parezca artificial. Monsieur Brun tenía un oscuro mechón aparentemente fijado debajo del labio inferior. Monsieur Armagnac, para variar, tenía en realidad dos barbas, que surgían de ambas esquinas de su enfática barbilla. Los dos eran jóvenes, los dos eran ateos, con una resolución deprimente, pero con un gran dinamismo en la exposición. Los dos eran discípulos del doctor Hirsch, gran científico, publicista y moralista.

Brun había alcanzado cierta fama al proponer que la expresión común «Adieu» fuese suprimida de todos los clásicos franceses y se impusiera una multa por su empleo en la vida privada. «Pues así», según decía, «el nombre de ese Dios imaginado reverberaría por última vez en los oídos del hombre». Armagnac se había especializado en la resistencia contra el militarismo, proponía que se cambiase la frase de la Marsellesa «Aux armes citoyens» (¡A las armas, ciudadanos!) por «Aux gréves citoyens» (¡A las tumbas, ciudadanos!). Pero su antimilitarismo era de un tipo peculiar y muy galo. Un eminente y acaudalado cuáquero inglés, que había venido para verle y disponer el desarme de todo el planeta, quedó perplejo ante la proposición de Armagnac de que, para comenzar, los soldados debían disparar contra sus oficiales.

Y precisamente en esta cuestión era en la que los dos hombres diferían de su líder y padre filosófico. El doctor Hirsch, aunque nacido en Francia y dotado de todas las virtudes que procura la educación francesa, era, por temperamento, de otro tipo: dulce, soñador, humano, y a pesar de su sistema escéptico, no desprovisto de trascendentalismo; en suma, se parecía más a un alemán que a un francés. Y por mucho que lo admiraran, algo en el subconsciente de esos galos hacía que se irritasen con su modo tan pacífico de realizar llamamientos a la paz. En Europa, sin embargo, sus partidarios lo consideraban un santo de la ciencia. Sus osadas teorías cósmicas justificaban su vida austera y su moralidad inocente, aunque algo fría; mantenía una posición que parecía el intento de armonizar los principios de Darwin y Tolstoi, pero nunca fue un anarquista ni un antipatriota. Sus propuestas de desarme eran moderadas y modernas, el Gobierno de la República tenía mucha confianza en él y en varias mejoras químicas. Últimamente había descubierto un explosivo silencioso, cuyo secreto era cuidadosamente guardado por el gobierno.

Su casa estaba en una calle noble cerca del Elíseo, una calle que en aquel caluroso verano parecía más densa de follaje que el mismo parque. Una hilera de castaños interceptaba la luz solar, excepto en un lugar ocupado por la terraza al aire libre de un café. En la parte opuesta se encontraba la gran casa del científico, blanca y con persianas verdes, con un balcón de hierro, también pintado de verde, que corría a lo largo del primer piso. Debajo se encontraba la entrada a un patio muy alegre, decorado con arbustos y tilos, por la que entraron los dos franceses en animada charla.

Les abrió la puerta el viejo criado del doctor, Simón, quien podría haber pasado perfectamente por el científico, pues vestía estrictamente de negro, llevaba lentes, su cabello era gris y sus maneras parecían confidenciales. En realidad era un hombre de ciencia mucho más presentable que su señor, el doctor Hirsch, que parecía un rábano, con una tremenda cabeza que hacía insignificante su cuerpo. Con la gravedad de un médico que receta, Simón entregó una carta a Armagnac. Este caballero la abrió apresuradamente, con una impaciencia racial, y leyó apresuradamente lo siguiente:

No puedo bajar a hablar con ustedes. Hay un hombre en esta casa a quien no deseo ver. Se trata de un oficial chauvinista, llamado Dubosc. Ahora está sentado en las escaleras después de haber pateado los muebles de las demás habitaciones. Me he encerrado en mi despacho, frente al café. Si realmente me aprecian, vayan al café y esperen en una de las mesas de la terraza. Quiero que traten con él. Yo no lo puedo recibir, ni puedo, ni quiero. Vamos a tener otro caso Dreyfus. P Hirsch.

Armagnac miró a Brun. Este último tomó la carta, la leyó y miró a Armagnac. A continuación, se dirigieron a una de las mesas del café, bajo uno de los castaños, donde pidieron dos vasos de un ajenjo verde horrible, que ellos, al parecer, podían beber a cualquier hora y en cualquier época del año. Por lo demás, el establecimiento estaba casi vacío, sólo se veía a un soldado tomando café en una mesa y en otra a un hombre alto que bebía una especie de jarabe, acompañado de un sacerdote que no tomaba nada.

Maurice Brun se aclaró la garganta y dijo:

—Desde luego que tenemos que ayudar al maestro en todo lo que podamos, pero…

Se produjo un brusco silencio, y Armagnac añadió:

—Puede tener excelentes razones para no querer encontrarse con ese hombre, pero…

Antes de que ninguno de los dos pudiese completar una frase, se hizo evidente que el intruso acababa de ser expulsado de la casa de enfrente. Los arbustos bajo la arcada se agitaron cuando el huésped rechazado fue arrojado sobre ellos como una bala de cañón.

Era una figura robusta, con un pequeño sombrero tirolés de fieltro, y su aspecto tenía, ciertamente, algo de tirolés. Las espaldas del hombre eran anchas, pero sus piernas parecían ligeras, enfundadas en pantalones cortos y calcetines largos. Su rostro estaba bronceado como una castaña; tenía unos ojos brillantes e inquietos; su pelo oscuro estaba peinado hacia atrás, mostrando una frente ancha y poderosa, y lucía un mostacho negro enorme, como los cuernos de un bisonte. Por regla general, una cabeza así descansa sobre un cuello de toro, pero en este caso lo hacía sobre una gran bufanda abigarrada, que le rodeaba las orejas y que caía por delante, en el interior de la chaqueta, como un chaleco extravagante. Era una bufanda de color rojo oscuro, dorado y púrpura, probablemente de fabricación oriental. En todo caso, el hombre tenía algo bárbaro en su aspecto, parecía más un criado húngaro que un oficial galo. Su francés, sin embargo, era obviamente el de un nativo, y su patriotismo era tan impulsivo que llegaba al absurdo. Su primer acto al salir de la arcada fue gritar a voces en plena calle:

—¿Hay algún francés aquí?

Sonó como si estuviera llamando a los cristianos en La Meca.

Armagnac y Brun se levantaron de inmediato, pero llegaron demasiado tarde. Habían acudido hombres de todas las esquinas y se reunió un pequeño grupo bastante ruidoso. Con el pronto instinto francés para la política, el hombre con el mostacho negro ya había corrido hasta el café, se había subido sobre una mesa y, cogiendo la rama de un castaño para sostenerse, gritó como lo hizo una vez Camille Desmoulines:

—¡Franceses! —aulló—. ¡No puedo hablar! ¡Dios me ayuda, ésa es la razón de que hable! ¡Los tipos que enseñan a hablar con sus inmundos discursos también enseñan a guardar silencio, como ese espía que se esconde en la casa de enfrente! ¡Se calla cuando llamo a su puerta, calla ahora, aunque sus oídos pueden percibir mi voz a través de la calle! ¡Oh, pueden guardar silencio de un modo muy elocuente, esos políticos! Pero el momento llega cuando nosotros, los que no podemos hablar, debemos hablar. ¡Estáis siendo traicionados a los prusianos, en este mismo instante, y por ese hombre! Yo soy Jules Dubosc, coronel de artillería, en Belfort. Ayer capturamos a un espía en los Vosgos, y encontramos un papel, un papel que ahora sostengo en mis manos. Oh, ellos intentaron echar tierra sobre el asunto, pero yo lo llevé directamente al hombre que lo escribió, el hombre que vive en esa casa. Está escrito de su puño y letra y firmado con sus iniciales. Contiene unas instrucciones para encontrar el secreto de esa pólvora insonora. Hirsch la inventó, y Hirsch escribió esta nota sobre ella. La nota está en alemán, y fue encontrada en un bolsillo alemán: «Dígale al hombre que la fórmula de la pólvora está en un sobre gris en el primer cajón de la izquierda en la mesa del secretario, Ministerio de la Guerra, en tinta roja. Tenga cuidado. P. H.».

Disparó unas frases como si fuera una ametralladora, pero era el tipo de persona que o está loca o tiene razón. La mayoría de las personas que lo rodeaban eran nacionalistas y en un estado de ánimo próximo al tumulto; la minoría de intelectuales, igualmente enojada, conducida por Armagnac y Brun, sólo contribuía a enfurecer más a la mayoría.

—Si se trata de un secreto militar —gritó Brun—, ¿por qué lo difunde a gritos en plena calle?

—¡Le voy a decir por qué lo hago! —bramó Dubosc sobre la rugiente multitud—. Fui a visitar a ese hombre para preguntarle directamente y con toda cortesía si me podía dar una explicación confidencial. Se negó a explicarme nada. Me remitió a dos extraños en un café como si fueran sus lacayos. Me han expulsado de la casa, pero voy a volver a entrar: ¡con el pueblo de París detrás de mi!

Un griterío pareció estremecer las fachadas de las mansiones y dos piedras surcaron el aire, rompiendo una de las ventanas del balcón. El indignado coronel penetró una vez más en el portal y se escuchó cómo gritaba y golpeaba con estruendo la puerta. A cada instante la multitud se volvía más feroz, como una marea humana se acercó a la casa del traidor; era casi seguro que el lugar ardería como la Bastilla, cuando la ventana rota se abrió y el doctor Hirsch salió al balcón. Por un momento la furia se convirtió en risas, pues era una figura absurda en esa escena. Su largo y desnudo cuello y los hombros inclinados le daban el aspecto de una botella de champaña, pero ese no era el único rasgo festivo en él. Su chaqueta colgaba de su cuerpo como de un perchero; llevaba el pelo, de color de zanahoria, largo y enredado; sus mejillas y su barbilla estaban recubiertas con una de esas barbas irritantes que comienzan lejos de la boca. Su semblante parecía muy pálido, llevaba lentes azules.

Lívido como estaba, habló con una suerte de decorosa decisión, de tal modo que la masa se calló cuando llegó a la mitad de su tercera frase.

—… Ahora sólo tengo que decirles dos cosas. La primera, a mis enemigos, la segunda, a mis amigos. A mis enemigos les digo: es verdad que no vi a Dubosc, aunque sigue queriendo asaltar esta habitación. Es verdad que pedí a dos hombres que se enfrentaran a él por mi, pues verle sería algo contrario a todas las reglas de la dignidad y del honor. Pero antes de que me haya justificado con éxito ante un tribunal, hay otra satisfacción que este caballero me debe como caballero, y refiriéndome a los que me apoyan, estoy estrictamente…

Armagnac y Brun ondearon salvajemente sus sombreros, e incluso los enemigos del doctor aplaudieron ante ese inesperado desafío. Una vez más algunas frases fueron inaudibles, pero luego pudieron oír cómo decía:

—A mis amigos: yo siempre he preferido armas puramente intelectuales, y a éstas se debería limitar una humanidad desarrollada. Pero nuestra más preciosa verdad es la fuerza fundamental de la razón y la herencia. Mis libros tienen éxito, mis teorías son irrefutables, pero en la política francesa soy objeto de un prejuicio casi físico. No puedo hablar como Clemenceau y Dérouléde, pues sus palabras son como ecos de sus pistolas. El francés pide un duelista como el inglés un deportista. Bien, lo probaré. Pagaré este tributo bárbaro, luego volveré a la razón para el resto de mi vida.

Al instante se encontraron dos hombres en la multitud que ofrecieron sus servicios al coronel Dubosc, quien salió después completamente satisfecho. Uno era el soldado del café, que se limitó a decir:

—Yo le serviré, señor, soy el duque de Valognes.

El otro era el hombre alto, al que su amigo, el sacerdote, intentó persuadir de que no lo hiciera, y luego se alejó solo.

A última hora de la tarde se había servido la cena en la parte trasera del Café Charlemagne. Aunque al aire libre, sin ningún tipo de cobertura, todos los huéspedes se encontraban bajo un delicado e irregular tejado de hojas, pues los árboles se encontraban tan cerca de las mesas como para dar algo de la sombra y del resplandor de un pequeño huerto. A una de las mesas centrales estaba sentado, en completa soledad, un pequeño sacerdote algo grueso que se dedicaba a apilar arenques con lo que parecía un serio disfrute. Su vida diaria pecaba de monótona, así que tenía un gusto peculiar para los lujos repentinos y aislados: era una especie de epicúreo abstemio. No quitó los ojos de su plato, rodeado de pimientos rojos, limones, pan negro, mantequilla, etc., todo en perfecto orden, hasta que una sombra enorme cayó sobre él a través de la mesa, y su amigo Flambeau se sentó enfrente de él. Flambeau estaba abatido.

—Me temo que debo renunciar al asunto —dijo con pesadez—, estoy completamente de parte de soldados franceses como Dubosc, y estoy en contra de ateos franceses como Hirsch, pero creo que en este caso hemos cometido un error. Tanto el duque como yo decidimos investigar los cargos, y me alegro de haberlo hecho.

—El papel es una estafa, ¿verdad? —preguntó el sacerdote.

—Eso es lo extraño —replicó Flambeau—, parece la letra de Hirsch, y nadie puede dudar de ello, pero no fue escrito por Hirsch. Si es un patriota francés, no lo escribió, ya que proporciona información a Alemania. Y si es un espía alemán, tampoco lo escribió, porque, bueno, tampoco proporciona información a Alemania.

—¿Quiere decir que la información es falsa? —preguntó el padre Brown.

—Más bien errónea —replicó el otro—, y, además, precisamente donde el doctor Hirsch no se habría podido equivocar: acerca del lugar de su despacho oficial en que esconde la fórmula secreta. Gracias a Hirsch y a las autoridades, el duque y yo recibimos permiso para inspeccionar el cajón secreto en el Ministerio de la Guerra donde está escondida la fórmula de Hirsch. Somos las únicas personas que la hemos visto, excepto el inventor y el Ministro de la Guerra; el ministro lo permitió para evitar que el doctor Hirsch se bata en duelo. Después de eso, si la revelación es un embuste, está claro que no podemos secundar a Dubosc.

—¿Y lo es? —preguntó el padre Brown.

—Lo es —dijo sombríamente su amigo—. Es un embuste de alguien que no conocía el lugar en que se guardaba. Decía que el papel estaba en el cajón de la derecha de la mesa del secretario. Pero en realidad estaba a la izquierda. Dice que el sobre gris contiene un documento en tinta roja. No está escrito en tinta roja, sino en tinta común negra. Es manifiestamente absurdo decir que Hirsch ha podido cometer un error sobre un papel que nadie conoce salvo él, o que haya intentado ayudar a un ladrón extranjero diciéndole cómo no podía encontrarlo. Creo que debemos renunciar y pedir perdón al doctor.

El padre Brown pareció meditar mientras cogía un poco de arenque con su tenedor.

—¿Está seguro de que el sobre gris estaba en el cajón de la izquierda? —preguntó.

—En efecto —replicó Flambeau—. El sobre gris, bueno, en realidad era blanco, estaba…

El padre Brown volvió a depositar en su plato el pequeño trozo de pescado plateado y miró fijamente a su compañero.

—¿Qué? —preguntó con una voz alterada.

—¿Cómo que «qué»? —repitió Flambeau, comiendo con ganas.

—No era gris —dijo el sacerdote—, Flambeau, me está asustando.

—¿De qué diantres se asusta?

—Me asusto del sobre blanco —dijo el otro con seriedad—. ¡Si hubiese sido gris! Bueno, dejémoslo, también pudo haber sido gris. Pero si era blanco, el asunto se vuelve negro. Después de todo, el doctor ha estado revolviendo en el azufre.

—¡Pero le digo que no pudo haber escrito una nota así! —exclamó Flambeau—. La nota está completamente equivocada respecto a los hechos. Inocente o culpable, el doctor Hirsch sabía todo lo concerniente a los hechos.

—El hombre que escribió esa nota sabía todo lo concerniente a los hechos —dijo su clerical compañero con sobriedad—, jamás pudo expresarlos tan erróneamente sin conocerlos. Hay que saber mucho para equivocarse voluntariamente, como el diablo.

—¿Quiere decir…?

—Quiero decir que un hombre que miente ocasionalmente ha dicho algo de la verdad —dijo su amigo con firmeza—. Suponga que alguien le envía a buscar una casa con una puerta verde y una persiana azul, con un jardín delantero, pero no trasero, con un perro, pero no un gato, y donde se bebe café, pero no té. Usted diría, sino encuentra esa casa, que los datos eran falsos. Pero yo le digo que no. Yo le digo que si encuentra una casa con la puerta azul y la persiana verde, con un jardín trasero, pero no delantero, en la que hay gatos y a los perros se les dispara, donde se bebe el té a mansalva y el café está prohibido, entonces esa es la casa que estaba buscando. El hombre debía conocer esa casa para equivocarse con tanta corrección.

—Pero ¿qué puede significar eso? —demandó Flambeau con la boca llena.

—No puedo concebir… —dijo el padre Brown—, no puedo entender este asunto del doctor Hirsch. Mientras sea el cajón izquierdo en vez del derecho, y tinta roja en vez de negra, pienso que tiene que ser el producto de un estafador. Pero el tres es un número místico, finaliza cosas. Y también finaliza esto. Que la situación del cajón, el color de la tinta, el color del sobre, que ninguno de estos datos fuese correcto por casualidad, no puede tratarse de una coincidencia. Y no lo ha sido.

—Entonces, ¿qué ha sido? ¿Traición? —preguntó Flambeau, terminando de comer su cena.

—No lo sé —respondió el padre Brown con un rostro que reflejaba su perplejidad—, en lo único que puedo pensar…, bueno, nunca llegué a entender el caso Dreyfus. Siempre puedo comprender con más facilidad la prueba moral que la de otro tipo. Me guío, como ya sabe, por los ojos y la voz de una persona, o por si su familia parece feliz o por las personas que escoge o evita. Bien, yo quedé confuso con el caso Dreyfus. No por las cosas horribles que se imputaron ambas partes, se (aunque no es moderno decirlo así) que la naturaleza humana, aún en los lugares más elevados, es capaz de ser Cenci o Borgia. No, lo que me confundió fue la sinceridad de las dos partes. A mi no me interesan los partidos políticos, la gente llana suele ser rudamente honesta, y con frecuencia se la embauca. Me refiero a las personas que están en el juego. Me refiero a los conspiradores. Me refiero al traidor, si fue un traidor. Me refiero a los hombres que debían saber la verdad. Ahora bien, Dreyfus continuó como alguien que sabía que no estaba equivocado. Y entonces los hombres de Estado franceses y los soldados continuaron como si supieran que él no era un hombre equivocado, sino simplemente que era malvado. No quiero decir que actuaron bien, sino que actuaron como si estuvieran seguros. No puedo explicarlo con más claridad, pero yo sé lo que quiero decir.

—A mi me gustaría saberlo —dijo su amigo—. Pero ¿qué tiene que ver todo esto con el viejo Hirsch?

—Suponga que una persona, en una posición de confianza —siguió el sacerdote—, comienza a suministrarle información al enemigo porque se trata de una información falsa. Suponga que incluso piensa que así salva a su país confundiendo al enemigo. Suponga que esto le lleva a los círculos de espías, donde se le hacen algunos pequeños favores y los compromisos comienzan a entorpecerle. Suponga que mantiene su posición contradictoria de un modo confuso al no decir nunca la verdad a los espías extranjeros, pero permitiéndoles que traben más y más confianza. La mejor parte de él —lo que quede de ella— aún diría: «No he ayudado al enemigo, dije que era el cajón izquierdo». Mientras que la peor parte ya podría estar diciendo: «Pero pueden tener el sentido común de saber que en realidad me estoy refiriendo al derecho». Creo que es psicológicamente posible, en una época ilustrada, ya sabe.

—Puede ser psicológicamente posible —respondió Flambeau—, y eso explicaría ciertamente que Dreyfus creyera que estaba equivocado y sus jueces estuvieran seguros de que era culpable. Pero eso no tiene ninguna trascendencia histórica, porque el documento de Dreyfus —si era suyo— era literalmente correcto.

—No estaba pensando en Dreyfus —dijo el padre Brown.

A su alrededor se fue haciendo el silencio mientras las mesas iban quedando desocupadas; ya era tarde, aunque la luz del sol aún brillaba tenuemente, como si se hubiese quedado prendida entre los árboles. En el silencio Flambeau retiró bruscamente su silla, produciendo un ruido aislado y con eco, y apoyó el codo sobre el respaldo.

—Bien —dijo con aspereza—, si Hirsch no es más que un tímido traidor y traficante…

—No debe ser tan duro con ellos —dijo el padre Brown con suavidad—. No es enteramente su culpa, pero carecen de instintos. Me refiero a esa virtud que hace a las mujeres negarse a bailar con un hombre o a un hombre aceptar un cargo. Se les ha enseñado que todo es una cuestión de grados.

—De todos modos —exclamó Flambeau con impaciencia—, eso no afecta a mi teoría principal. El viejo Dubosc puede estar un poco loco, pero después de todo es un patriota.

El padre Brown siguió consumiendo su arenque. Pero algo en el estólido comportamiento de su amigo causó en Flambeau un furor ciego.

—¿Qué pasa con usted? —demandó Flambeau—. Dubosc no tiene tacha en ese aspecto. ¿No dudará de él?

—Amigo mío —dijo el pequeño sacerdote, dejando su tenedor y su cuchillo con un gesto de desesperación—, yo dudo de todo. Quiero decir de todo lo que ha ocurrido hoy. Dudo de toda la historia, por más que se haya producido ante mis ojos. Dudo de todo lo que han visto mis ojos desde por la mañana. Hay algo en este asunto completamente distinto a los misterios policiales normales, en los que una persona miente más o menos y la otra persona dice más o menos la verdad. Aquí los dos… ¡Bueno! Ya le he contado toda mi teoría y pienso que no puede satisfacer a nadie. Tampoco me satisface a mi.

—Ni a mi —replicó Flambeau frunciendo las cejas, mientras el otro seguía comiendo su pescado con una actitud resignada—. Si todo lo que usted puede sugerir es esa historia de un mensaje convenido con la otra parte, yo lo llamaría algo muy astuto, pero…, bien, ¿cómo lo llamaría usted?

—Yo lo llamaría endeble —dijo el sacerdote—, lo llamaría inusualmente endeble. Pero eso es lo extraño en todo este asunto. Parece la mentira de un niño. Sólo hay tres versiones, la de Dubosc, la de Hirsch, y la mía tan extravagante. O esa nota fue escrita por un oficial francés para arruinar a un funcionario francés; o fue escrita por un funcionario francés para ayudar a los oficiales alemanes; o fue escrita por un funcionario francés para confundir a los oficiales alemanes. Muy bien. Usted esperaría que un papel secreto que pasase entre esa gente, funcionarios u oficiales, debería ser diferente. Usted esperaría un código o, al menos, abreviaturas; con más probabilidad aún debería contener términos científicos y estrictamente profesionales. Pero esto es tan simple como un acertijo. Parece como si… como si se tuviera que comprender todo enseguida.

Antes de que lo pudieran advertir, una persona baja con el uniforme del ejército francés se había acercado a la mesa tan veloz como el viento y se había sentado produciendo un ruido sordo.

—Traigo noticias extraordinarias —dijo el duque de Valognes—. Acabo de ver a nuestro coronel. Está haciendo el equipaje para abandonar el país, y nos pide que presentemos sus excusas sur le terrain.

—¿Qué? —exclamó Flambeau con incredulidad—. ¿Excusas?

—Sí —dijo el duque con rudeza—, allí mismo, ante todos, cuando estén desenvainadas las espadas. Y lo tendremos que hacer usted y yo porque él abandona el país.

—Pero ¿qué significa eso? —exclamó Flambeau—. No puede tener miedo de ese debilucho de Hirsch. ¡Que Dios lo confunda! —gritó poseído de una furia irracional—. ¡Nadie puede tener miedo de Hirsch!

—Creo que es un complot —dijo bruscamente Valognes—, un complot de los judíos y de los francmasones. Eso redundará en honor y gloria de Hirsch…

El rostro del padre Brown se mantenía inexpresivo pero curiosamente satisfecho: podía reflejar tanto ignorancia como conocimiento. No obstante, siempre se producía una suerte de relámpago cuando caía la máscara de simpleza y la máscara de sabiduría ocupaba su lugar; Flambeau, que conocía a su amigo, sabía que lo había comprendido todo de repente. Brown no dijo nada y terminó su plato de pescado.

—¿Dónde vio por última vez a nuestro maravilloso coronel? —preguntó Flambeau irritado.

—En el Hotel Saint Louis, cerca de El Elíseo, adonde fuimos con él. Está haciendo el equipaje, ya le digo.

—¿Cree que aún estará allí? —preguntó Flambeau, frunciendo el entrecejo.

—No creo que se haya ido aún —replicó el duque—; hace el equipaje para un largo viaje…

—No —dijo el padre Brown con simpleza, pero levantándose de repente—, para un viaje muy corto. En realidad, para uno de los más cortos. Pero aún nos queda tiempo para impedirlo si tomamos un taxi.

No le pudieron sacar nada más hasta que el taxi dobló la esquina del Hotel Saint Louis, donde se bajaron, y, conducidos por el padre Brown, se internaron en una calle estrecha y oscura por el crepúsculo. Allí, cuando el duque preguntó impacientemente si Hirsch era culpable de traición o no, respondió con actitud ausente:

—No, sólo fue por ambición, como César.

A continuación, añadió algo inconsecuente:

—Vive una vida muy solitaria, todo lo tiene que hacer él mismo.

—Bien, si es ambicioso, quedará satisfecho —dijo Flambeau con amargura—. Todo París lo vitoreará ahora que nuestro maldito coronel ha salido por piernas.

—No hable tan alto —dijo el padre Brown, bajando su voz—, su maldito coronel está precisamente frente a nosotros.

Los otros dos se detuvieron y se refugiaron en una sombra del muro, pues, efectivamente, vieron que el robusto coronel salía por la puerta principal y caminaba por la penumbra de la calle con una maleta en cada mano. Presentaba el mismo aspecto que cuando lo vieron por primera vez, excepto que se había cambiado los extravagantes pantalones de montañero y se había puesto unos pantalones convencionales. Estaba claro que escapaba del hotel.

La callejuela por la que se internaron era una de esas que dan la espalda a todos los edificios y que parecen la parte trasera de un escenario. Un muro incoloro y continuo la flanqueaba, interrumpido a intervalos por puertas sucias de polvo y bloqueadas, sin ningún tipo de ornamento, salvo los trazos de tiza realizados por algún pícaro transeúnte. Las copas de los árboles, la mayoría de ellas de un verde depresivo, se mostraban a veces por encima del muro, y más allá de ellas, en la penumbra gris y morada, se podía ver alguna de las largas terrazas de altos edificios parisienses, comparativamente cercanos, pero de algún modo tan inaccesibles como escarpadas montañas de mármol. En la otra acera de la calle corría una elevada valla que cercaba el parque sumido en la oscuridad.

Flambeau miraba a su alrededor de un modo más bien extraño.

—Saben —dijo—, hay algo en este lugar que…

—¡Hola! —exclamó de repente el duque—. El tipo ha desaparecido. Se ha desvanecido como un hada.

—Tiene una llave —explicó el clérigo—, simplemente ha entrado en una de esas puertas que dan a un jardín.

Al decir esto, oyeron el ruido sordo de una puerta de madera que se cerraba de nuevo frente a ellos con un clic.

Flambeau se acercó precipitadamente a la puerta y casi se golpea con ella en la cara. Permaneció delante por un momento, retorciéndose el bigote negro con la furia de la curiosidad. A continuación, lanzó sus brazos hacia arriba y aupándose como un mono se situó sobre el muro, con su enorme figura oscura contrastando con el cielo púrpura, como la copa de un árbol.

El duque miró al sacerdote.

—La huida de Dubosc es más elaborada de lo que habíamos pensado —dijo—, pero supongo que quiere escapar de Francia.

—No se está escapando de ningún sitio —respondió el padre Brown.

Los ojos de Valognes brillaron, pero su voz se hundió.

—¿Quiere decir que se va a suicidar? —preguntó.

—No encontrará el cadáver —replicó el otro.

—Desde el otro lado del muro llegó una exclamación de Flambeau.

—¡Dios mío! —gritó—. Ya sé dónde estamos, es la parte trasera del edificio donde vive Hirsch. Creo que puedo reconocer la parte trasera de su casa como le puedo reconocer a él de espaldas.

—¡Y Dubosc está entrando! —exclamó el duque, dándose un golpe en la cadera—. Bueno, después de todo se van a encontrar.

Y con una vivacidad gala se alzó sobre el muro al lado de Flambeau y se sentó allí moviendo sus piernas por la excitación.

El sacerdote permaneció solo abajo, apoyándose en el muro, dándole la espalda a todos los acontecimientos y contemplando anhelante la valla que rodeaba el parque y los centelleantes árboles.

El duque, aunque alterado, tenía los instintos de un aristócrata, y deseaba más observar la casa que espiarla; pero Flambeau, que tenía los instintos de un ladrón —y los de un detective—, ya había saltado del muro a la rama de un árbol aislado desde la cual pudo trepar hasta hallarse cerca de la única ventana iluminada en la parte trasera de la casa. Habían bajado una persiana roja, pero se había quedado torcida, así que dejaba un resquicio. Arriesgando su cuello a lo largo de una rama que parecía más traicionera que una ramita, Flambeau pudo ver al coronel Dubosc caminando alrededor de un dormitorio lujoso brillantemente iluminado. Pero aunque Flambeau estaba muy próximo a la casa, oyó las palabras de su amigo en el muro y las repitió en voz baja.

—Sí, después de todo se van a encontrar.

—No se encontrarán nunca —dijo el padre Brown—. Hirsch estaba en lo cierto cuando dijo que en un asunto semejante los protagonistas no se deben encontrar. ¿Ha leído una historia extrañamente psicológica de Henry James, que trata de dos personas que nunca logran encontrarse y comienzan a sentir miedo la una de la otra y a pensar que es el destino? Esto es algo así, pero más extraño.

—Hay gente en París que los curará de esas fantasías mórbidas —dijo Valognes vindicativo—. Se tendrán que encontrar si los capturamos y los obligamos a luchar.

—No se encontrarán ni en el Día del Juicio Final —dijo el sacerdote—. Si Dios Todopoderoso los llamase, si San Miguel hiciese sonar su trompeta para que cruzasen las espadas, aun en ese caso si uno de ellos estuviese allí dispuesto, el otro no vendría.

—Oh, ¿qué significa todo ese misticismo? —exclamó el duque de Valognes con impaciencia—, ¿por qué demonios no se pueden encontrar como el resto de la gente?

—El uno es lo más opuesto al otro —dijo el padre Brown con una sonrisa extraña—, se contradicen mutuamente. Se cancelan el uno al otro, por decirlo de alguna manera.

Continuó mirando hacia los árboles oscuros, pero Valognes volvió súbitamente la cabeza debido a una exclamación de Flambeau. El investigador, mientras contemplaba el interior de la habitación, había visto cómo el coronel, después de un par de pasos, había procedido a quitarse la chaqueta. La primera impresión de Flambeau fue que se aprestaba a luchar, pero poco después sustituyó esa suposición por otra. La solidez de los hombros y la corpulencia pectoral de Dubosc no eran más que un armazón de cartón y salieron con la chaqueta. En camisa y pantalón era, en comparación, un hombre delgado, que caminó desde el dormitorio hasta el cuarto de baño sin otro beligerante propósito que lavarse. Se inclinó sobre una vasija y luego se secó las manos y la cara con una toalla. A continuación se volvió, y la fuerte luz le dio de lleno en la cara. Su semblante moreno había desaparecido, su gran mostacho negro había desaparecido, ahora estaba rasurado y pálido. Nada recordaba al coronel excepto sus ojos marrones y brillantes como los de un halcón. Bajo el muro, el padre Brown continuó hablando como si meditase.

—Esto es como lo que le estaba diciendo a Flambeau. Esos opuestos no lo son. No funcionan como tales. No luchan entre si. Es blanco en vez de negro, o sólido en vez de líquido, y así siempre, pues hay algo equivocado, monsieur, algo equivocado. Uno de esos hombres es rubio y el otro moreno, uno es intrépido y el otro prudente, uno fuerte y el otro débil. Uno tiene mostacho y no barba, así que no se puede ver su boca; el otro tiene barba y no mostacho, así que no se puede ver su barbilla. Uno tiene el pelo corto, pero una bufanda para taparse el cuello; el otro tiene un cuello corto, pero pelo largo para ocultar la forma de su cráneo. Todo es demasiado ordenado y correcto, monsieur, y aún así hay algo erróneo. Cosas tan opuestas no pueden luchar. Mientras una asciende, la otra desciende, mientras una entra, la otra sale. Como una cara y una máscara, como un cerrojo y una llave. Flambeau seguía observando el interior de la habitación con un rostro tan pálido como el papel. El ocupante de la habitación estaba de pie, de espaldas a él, pero frente a un espejo, y ya se había ajustado una mata de pelo rojo alrededor del rostro, que colgaba desordenada y le ocultaba las mandíbulas y la barbilla, mientras dejaba al descubierto una mueca de mofa. Visto así, ante el espejo, la cara blanca parecía la cara de Judas sonriendo horriblemente y rodeada por las llamas del infierno. Por un instante, Flambeau creyó ver los ojos fieros y brillantes danzando, aunque los tenía cubiertos con unas lentes azules. Deslizándose en una chaqueta negra, la figura se desvaneció hacia la parte frontal de la casa. Poco después, el estruendo de un aplauso popular procedente de la calle anunció que el doctor Hirsch había aparecido una vez más en el balcón.